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ArribaAbajoLa acción del drama

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- I -

Cuando la diligencia que viene de Enlace, trayendo los viajeros de Granburgo, paró a las once de la mañana del 7 de noviembre delante de la taberna del tío Cáñamo, acababa Bienvenido de beberse la tercera copa de aguardiente con que lograba que su paladar desechase el sabor del vino consumido con el almuerzo.

Y cuando la diligencia paró, fue Bienvenido uno de los primeros en acercarse al coche buscando noticias de la capital del imperio.

-¿Me traes la bota?

-¿Has visto a mi hombre junto a los ventorros?

-Si no cogéis esto, no puedo bajar.

-¿Ha llovido por allí?

-Como acá. ¡Valiente polvo!

-Lo que está arriba que me lo lleven a casa.

-¿Puede usted decirme dónde vive el juez?

-¿Cuál?

-El de Delitos.

-Siga usted por ahí, todo derecho, y en llegando a una plaza toma usted a la izquierda, luego la primera calle a la derecha. Una casa colorada. No tiene pierde. Enfrente está el matadero.

-No sé si acertaré.

-Sí, hombre. Mire usted. Por ahí derecho.

-Ya, ya. Luego a la izquierda.

-Y después a la derecha... No tiene pierde.

-¿Y la viuda del general Prada, dónde vive?

-¿Del General Prada?

-Sí, señor.

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-Pues, también. Pero por ahí no va usted a acertar. Hay que salir del pueblo por el Caño Gordo, seguir adelante, y... yo le acompañaré a usted.

-Primero tengo que ver al juez.

-Primero tomaremos una copa. Yo pago.

-Agradezco. ¿Aquí?

-Sí, señor. Aquí mismo. Por lo visto usted no es de este pueblo.

-No, señor.

-Pues ya verá usted qué vino.

-Tiene fama.

-Digo.

-¿De modo que esa viuda vive aquí?

-Yo no la conozco, pero se dónde vive. ¿Le gusta a usted el vinillo?

-Bueno, de veras.

-Si no lo ha catado usted. Vamos con otras.

-No, señor; tengo prisa.

-Entonces, nada. Pero otras copas poca espera piden. Yo pago.

-No es por eso.

-Ni yo quiero ofenderle. Ya sé yo que usted pagará otras después de éstas.

-Con mucho gusto.

-¿Usted ha sido militar?

-Sí, señor.

-¡Y que no se conoce! ¿De qué año?

-De la de treinta mil.

-La mía. Yo parezco más viejo por la vida que he llevado. Y ¿dónde estuvo usted?

-En el 7.º, que lo mandaba Laguardia.

-¡Vaya un hombre con alma... y tal! Pero, ¿usted estuvo en la toma de La Rastrojera?

-Eso que usted ha dicho. ¡Y que no había barro ni nada! A las cuatro de la tarde se rompió el fuego, y a las nueve estábamos dentro del pueblo y cenando lo que había.

-Pero, ¡usted es un héroe!

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-Así, así.

-¿Y qué era usted entonces?

-Caporal.

-Pero no seguirá usted en la milicia.

-No, señor.

-Yo ya decía, porque ahora sería usted jefe de brigada.

-Santinés fue cabo conmigo.

-También con alma.

-Pero con suerte.

-Y usted la hubiera tenido.

-Yo no sirvo para ciertas cosas.

-Dice usted bien. El que sabe un oficio no es criado de nadie.

-Yo tengo un empleo.

-Vale más. Y siendo seguro...

-Eso, no.

-Mala cosa.

-Mientras dura...

-Así decía Laguardia. Andaremos mientras dura, y enseñaba al soldado una bota de media arroba que se bebía poco a poco.

-Era mucho hombre.

-¡Si hubiera cogido este vino!

-Ni que decir tiene.

-Pero, Cáñamo, saca una botella.

-Mire usted que tengo prisa.

-Hasta la noche no se puede usted ir, si es que viene usted para poco.

-Creo que sí.

-Pues entonces, aunque el juez aguarde a un valiente caporal, no se ha perdido nada.

-Por mí, que aguarde.

-Así me gustan los individuos. Ya decía yo que usted no era borrego aunque vistiese de lana.

-Gracias.

-Yo soy Bienvenido González, por mal nombre el Inocente.

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-Pues no lo parece usted.

-Cosas de los pueblos. Hombre, si usted supiera de un destino para mí, me las guillaba.

-Aquello está muy malo.

-Pero yo veo que el que va se coloca.

-O no.

-Habrá de todo. Pero usted está colocado.

-Para lo que tengo.

-¿Hay queja?

-Digo. En cuanto se tome.

-Y, ¿no hay dónde rascar?

-Eso cree la gente, pero ni agua. Para este viaje me han dado lo justo, y lo que coma tendré que pagarlo.

-Eso, no, porque usted comerá conmigo y con franqueza. Mañana me convidará usted.

-Gracias.

-Sin gracias. Como amigos de toda la vida.

-Pues, gracias, otra vez.

-Y dale. Vaya, hombre, pues yo creí que tendría usted una prebenda.

-Ni menos. Y trabajando como un perro.

-Pues, ¿dónde está usted?

-A usted se lo voy a decir.

-A mí me dice usted lo que quiera o no me lo dice, y siempre tan amigos. Un hombre es un hombre.

-Lo sé.

-Y no hay que olvidarlo hablándose de nosotros.

-Pues estoy en el Cuerpo de Policía Gubernativa.

-Tanto mejor por si algún día viene usted a prenderme.

-No llegará ese caso.

-Ni Dios lo ha de querer, ni yo lo he de buscar.

-Así sea.

-Pues yo estaba en que eso daba de sí como la goma.

-Como la soga de un ahorcado.

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-Poco estirar es.

-Y siempre expuesto a ir a la calle. Anteayer tuve una cuestión con mi inspector correspondiente, y no hubo más porque el hombre se achicó.

-Pues, ojo, que la educación está en quien la tiene, pero la razón siempre está en el amo.

-Ya, ya, pero hay momentos...

-¿Y a quién no le pasa? ¿Bebe usted?

-Venga.

-¿Y ha venido usted con algo del cargo?

-Vengo en comisión especial.

-¡Valiente comisión que no alcanza para unas limpias!

-Pues así son todas.

-Pero, ¿por algún criminal?

-No lo sé.

-Vaya una manera de dar comisiones.

-Como siempre.

-Pues, muy mal hecho, porque cuando un hombre sabe distinguir, confía en quien lo merece como usted, pongo por caso, y da la instrucción debida y el hombre sabe adónde va y lo que ha de hacer.

-Si así fuera.

-Pero ahora no hay tal, ¿eh?

-Ni agua. Me llamaron hoy a las seis y media. Tome usted esta carta y a Villaruin. Se la da usted al juez, y quede usted a sus órdenes, y tome usted referencias de la viuda esa de ese General.

-Prada.

-La misma. Y se acabó.

-Nada, un mandato. Toma esta cesta, llévala, y de paso pregunta lo que cuestan los tomates.

-Lo que usted ha dicho.

-¡Y que eso se haga con un hombre que tendrá la medalla del Corazón!

-Que la tengo, y la de Benemérito, y la del Hijo del Emperador.

-Digo, ¿qué tal? Y esa carta, ¿se la han dado a usted cerrada?

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-Sí, señor.

-Otra grosería.

-Ea.

-Así anda todo. Pues yo me miraría un poco.

-¿En qué?

-Se me ha ocurrido una idea. Y yo no fallo. Y.. vamos, que yo se la digo, porque usted me conoce y los amigos son para las ocasiones. No me interrumpa usted, amigo mío, hace mal, pero muy mal en no abrir esa carta... No me interrumpa usted.

-Primero la responsabilidad.

-Oiga usted.

-Y que a mí ni me va ni me viene.

-Lo creo. Pues, hombre, usted es más bueno que el pan de trigo. Conque, ni le va ni le viene.

-Me parece.

-Pues a mí no. Conque tiene usted una cuestión con el jefe, y se achica el jefe y ahora le envía a usted aquí con una carta para el juez... Me parece que va usted comprendiendo...

-No, si soy tonto...

-Ni parecerlo. Pero que un hombre necesita de otro hombre, y si yo no hablo...

-Quizá.

-Como el agua. Que ya estoy leyendo la carta. Muy señor mío; Al portador me lo tiene usted en la cárcel hasta nueva orden.

-¡Diantre!

-Sí, diantre, sí. Ya te darán para que te avispes.

-¿Y cómo se abre la carta?

-Eso digo yo. Por más que yo leería la carta, la rompería y diría que se me había perdido... o diría misa, porque hasta no ver lo que pone no hay nada que calcular.

-Y que es lo justo.

-Oiga usted, yo abro la carta mojando la goma del sobre, después se pega de nuevo y después se plancha.

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-Por mí, al avío. Pero no la metamos, hay que tener paciencia.

-Cinco minutos.

-¿Y dónde?

-En la cocina de la taberna.

-Pero...

-No hay caso. Usted y yo solos. Quien da parte toca a menos. ¿Vamos?

-Vamos.

-Me llevaré la botella y la llenaremos allí dentro.

Cuando la carta salió de su cárcel el polizonte la leyó, miró a Bienvenido y guardándose pliego y sobre, dijo:

-No me perjudica. Luego la cerraré. Hasta luego.

Y quiso despedirse de Inocente que interceptada la puerta de la cocina.

-Y yo, ¿no la leo?

-¿Para qué?

-Si no me da usted esa carta le saco a usted las entrañas lo mismo que lo digo.

-¿A mí?

-No busque usted. Su revólver de usted lo tengo yo en mi bolsillo. Estoy muy interesado en el asunto ese, y véngase usted a buenas, porque a malas le cuesta a usted la vida.

-Pero este...

-Perdemos el tiempo. Deje usted la carta sobre esa mesa y váyase usted a aquel rincón.

-Es que...

-Y no grite usted porque ya de todos modos está usted perdido. El polizonte reflexionó y obedeció.

La carta decía así:

«Sr. don Licurgo Redondo:

Muy señor mío y mi amigo particular: Se me ha denunciado que en esa villa está la señora doña Teresa Lasama, viuda de La Prada, siendo víctima de un verdadero secuestro. Díceseme igual mente que el secuestrador es un Bienvenido González, propietario de la finca que habita la referida señora. Vea usted qué hay de exacto en dicha denuncia, y de todos modos facilite usted la protección necesaria a la doña   —205→   Teresa para que se traslade a esta corte, si juzga usted que no ha de gozar en esa villa la libertad que usted seguramente cuidará de conservar a todos sus administrados.

»Tengo el deber de manifestar a usted que estoy satisfecho del buen cumplimiento que ha dado a otros avisos míos, y le reitera con esta ocasión, etc., etc., Fulano de Tal».

Un alto personaje, porque sólo a un ser así puede convenirle que se oculte su nombre y se le llame Fulano de Tal.

-Pues, ahora, verá usted qué bien cerramos esta carta. La llevará usted a su destino, y como ya no es posible que coma usted conmigo, acepte usted estas monedas y quedamos en paz.

Cuando salgamos a la calle entregaré a usted su revólver, porque si allí me acomete usted no podrá usted disculparse. Además, ya sé yo que quedaremos amigos, porque usted en este asunto no tiene más molestia que el susto.

-Todo sea por Dios.

-Y por mí, hombre, que me ha hecho usted un gran favor.

-Más vale así.

Y, naturalmente, cuando el juez, acompañado de escribano y alguaciles, se presentó en casa de la generala, tenía la señora en su poder los recibos que demostraban que pagaba puntualmente a Bienvenido. Además aseguró a Licurgo que se encontraba muy bien en su casa y en el pueblo, y que no quería ir a Granburgo por no estar cerca de las fieras del jardín de Aclimatación.

Yo iba a comparar a Licurgo con un perro que huye llevando el rabo entre sus piernas, pero el agradecimiento que debo a algunos perros me impide hacer esta comparación.

Cuando el padre Pío salía aquella tarde de rezar el rosario en la iglesia se encontró con el juez. Pretendió éste eludir la acometida, pero el buen cura cortole el paso, y, encarándose con él, le dijo:

-Señor juez, ¿viene usted del campo?

-No, señor.

-Pues está usted lleno de polvo.

-Sí, sí.

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-Quítese usted la ropa y que la sacudan.

-¿Por qué dice usted eso?

-Por nada, pero creo que no querrá usted que se la sacudan llevándola puesta.

Bienvenido, al acostarse aquella noche, se desnudó majestuosamente, contó a su esposa lo ocurrido, y añadió al terminar:

-Chica, redata resfero, porque yo ya sabes que vitam impendere vesto.




- II -

Siempre que me ocupo de estos asuntos, me asombro de que la humanidad crea cándidamente que ha resuelto algo emancipándose de la sotana y quedándose cogida entre los pliegues de la toga.

Natural era que convencidos los hombres de lo mal que hacen justicia, volviesen a usar las pruebas igualmente arbitrarias e irracionales del agua y del fuego o se hubiesen decidido por no hacer justicia, creando la costumbre de no delinquir como se ha creado la costumbre de robar.

No he conocido la Inquisición, pero me la figuro.

Los ergotistas aspirantes a curas con vistas a inquisidor, no serían más vanos, más inmorales ni más ignorantes que estos nuestros doctorcillos que visten afeminadamente con todas las ridiculeces de la última moda, miran por encima del hombro a quien no es abogado, discuten hasta con los ancianos caducos y emplean lo que llaman sus ocios en los más extravagantes vicios. Igualmente veo los inquisidores de antaño cuando contemplo los magistrados de nuestros días graves, circunspectos, vestidos con severidad, comprando fincas cuyo valor no es igual a la suma de los sueldos cobrados. Sujetos que enseñan orgullosos su biblioteca donde San Agustín y San Jerónimo han sido sustituidos por los tomos de la Novísima. Sujetos intachables que, esclavos de la justicia escrita, ven con tranquilidad cómo la absurda ley y el irracional procedimiento llenan los hogares de hambre y de luto, las cárceles de inocentes, los patíbulos de sangre y las sociedades de asesinos, ladrones y prostitutas.

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Defienden su prebenda procurando ridiculizar el jurado, que es en nuestros días la única institución racional que puede producir positivos beneficios para la democracia.

Sacerdotes de la justicia, que no permiten que nadie les juzgue. Amigo lector: añade lo que pienses y comprendas que yo no puedo decir, y sigue adelante.

No sé quién mató a doña Teresa, si sería Dios o el médico, pero de cualquier modo, el autor de aquella muerte hizo un grandísimo favor a la infeliz viuda, porque las persecuciones de Licurgo llegaron a ser tan insensatas que do ña Teresa iba persuadiéndose de que moriría en la cárcel.

En aquella lucha entablada entre el juez y las dos mujeres, tenían éstas de su parte al cura y a Bienvenido, el resto del pueblo obedecía a la autoridad porque el número de los cobardes es infinitamente mayor que el de los tontos.

Vencieron los malos porque eran más que los buenos, y murió doña Teresa. El torero nunca pone el pie sobre la res muerta por el estoque. El asesino huye. El juez no se separa del cadáver del reo hasta que da fe de que la justicia se ha cumplido.

Licurgo pudo convencerse de que la generala estaba muerta. Entró en la alcoba por derecho propio, y Bienvenido, valiéndose de otro derecho que no está escrito, cogió al juez por un brazo, le plantó en la calle y le dio con la puerta en el sitio donde los demás llevamos las narices.

Pero enseguida llamó el juez en nombre de la autoridad y fue necesario abrir. Marchó Bienvenido a la cárcel acompañado por el alguacil: Loreto estaba desmayada; doña Teresa muerta, y Licurgo ordenó que el cadáver fuese trasladado al depósito inmediatamente.

Después, cuando sacaban a la muerta en unas asquerosas angarillas, la desolada huérfana se asía con ambas manos a la helada de su madre, y Licurgo, exasperado por su propia vergüenza, cogió a Loreto, y empujándola bruscamente, dijo:

-Usted no sale de aquí.

Abriéronse desmesuradamente los ojos del padre Pío, acercose al juez con ademán descompuesto, y luego murmuró entre dientes: «A su imagen y semejanza».

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La pobre niña quedó acompañada por una vecina, que cansada de repetir las mismas vulgares palabras de consuelo se retiró pretextando que eran las nueve de la noche.

El señor cura se fue a su casa, vistiose una cazadora y un sombrero ancho, echose en el bolsillo dinero y un revólver y salió a la calle.

El juez dejó un alguacil enfrente de la casa de Loreto con encargo de avisarle si ocurría algo de particular, y después, resignado y esclavo de su deber, comenzó a escribir al jefe, prometiéndole que al siguiente día iría Loreto camino de Granburgo.

La muerte siguió inmóvil en el depósito, pero yo creo que pasaría largo rato pensando en lo que hubiera oído, porque yo he entendido siempre que hay una sobrevida sostenida por el sistema nervioso. Creo en esto como en un gran consuelo, porque, seguramente, lo que se oye después de la muerte dará al muerto la síntesis que la sociedad hace de aquella vida que le consagró el difunto.




- III -

Y se acabó el llanto, porque hasta las lágrimas se acaban antes que la pena.

Siguió Loreto caída sobre el desvencijado catre, inmóvil y con los ojos abiertos. Abiertos como los tenía su madre muerta. ¡Qué infamia! No me han dejado que los cerrase. Habrá llegado al cementerio y se habrá visto allí, sola... sola, ¡sin su hija! Me estará maldiciendo ¡Madre, no, no! ¡No me maldigas, madre! ¡Qué infamia! Pero, ¿por qué?... Estará sola; estará a oscuras ¡Qué horror, Dios mío! ¡Allí toda la noche... sola! ¿Y mañana? No sé. La enterrarán... Pero, ¿es posible que entierren a mi madre? Y yo me quedaré viva... Yo viva... y sola... Yo viva... pero no estaré viva. Me moriré también. Si esto es, yo me moriré mañana. Y esa mujer se ha marchado... Era tarde. No, no es eso. Es que aquí ya no habrá día... Y la debíamos tanto... También es mala... Y todos... No está aquí... está allí, sola. Tendrá frío y tendrá miedo. Y yo aquí... también sola. Pero ese hombre, ¿por qué es tan malo? ¿Por qué   —209→   hay malos?... Ésos no se mueren. ¿Y el señor cura? Temblaba cuando me cogió las manos... Ése es bueno... y nos quiere... Pero hoy miraba de un modo... Ése no tiene miedo... Dijo hasta luego... Luego... es después... será mañana... Vivir mañana... ¡Oh, no!... Si mamita viviera... pero no vive... Dicen que no vive. Y allí sola... como yo... Tendrá frío... yo también tengo frío.

Nerviosamente los brazos de Loreto se aproximaron al busto. Hubo un impulso inicial en el movimiento de aquel cuerpo que parecía inerte. Toda la desesperación del espíritu fue fuerza acumulada que súbitamente llevaron los nervios a los músculos, y aquel ser lanzose de un salto a la sala. Empleáronse los sentidos con actividad inusitada; moviose el corazón rápidamente, circuló la sangre produciendo calor de fiebre, y el organismo se apoderó de todas las actividades.

Viose aquel cuerpo solo y llenose de espanto. Prodújose la reacción, y con ella la decisión de luchar por la existencia, y Loreto abrió la puerta no sé cómo, corrió sin saber dónde y llegó a las tapias del cementerio, segura de hallar allí su defensa, de hallar la afirmación de la vida donde se guardan los testimonios de la muerte, porque creía la inocente niña que una madre y un sepulcro serían respetables para los humanos.

El firmamento estaba cubierto a trechos de negras y recortadas nubes, conque la luz de la luna se ocultaba a intervalos, y ora producía espanto verse solo en medio de los campos desiertos, ora producía mayor terror considerarse solo en medio de la oscuridad.

Los álamos gigantes que rodeaban la noria de la vecina huerta parecían alzar hacia el cielo brazos secos pidiendo misericordia.

Aquel silencio parecía la negación absoluta y obstinada de todo ruido. Solamente se oían a lo lejos los ladridos de un perro, que parecían responder a los sollozos y a la jadeante respiración de Loreto. Y así aquel trozo de tierra llena de surcos trabajaba produciendo la germinación de las semillas, mientras de un lado descansaban los muertos vigilados por una niña, y del otro dormían defendidos por un perro.

La mujer y el perro: los más fieles guardianes y los más despreciados.

En vano Loreto empujó con sus diminutas manos los barrotes de hierro de la puerta. La puerta era firme y cumplía con la previsión que la   —210→   había colocado. Por allí nadie podía pasar a robar las mortajas de los muertos.

Y no sé qué es más infame, si robar sus vestiduras a los difuntos o vestir lujosamente a los difuntos habiendo vivos en tristísima desnudez. Creció el deseo y se exageró el esfuerzo, pero al cabo llegó a ser el esfuerzo nulo cu ando el deseo era irresistible. Entonces Loreto echose para medir la altura de la tapia y vio al padre Pío que cogiéndola de la mano decía:

-Por aquí, Loreto, por aquí.

-El padre; es extraño. Y, ¿a dónde se va por aquí? Ya lo sé. A ver a mamá. ¿Vestido así? Me da miedo... Ha venido antes que yo... a ver a mamá... A eso, sí; ¡qué bueno es!

Y juntos llegaron a la ventana del depósito. La luna iluminó aquella estancia, en cuyo centro estaba colocado el negro ataúd que encerraba los restos mortales de la generala. La tapa de la caja permanecía en el suelo, junto a la mesilla que sostenía el féretro. Se veía uno de los extremos de la blanca almohada, pero Loreto adivinó el resto. La imaginación dio a la retina lo que a ésta no había sido sensible, y Loreto se agarró a los hierros de la reja, y gritó:

-¡Mamá, mamá! ¡Madre, oye, madre, madre!

Cubrió una nube el disco de la luna, sobrecogiose la niña, y siguió repitiendo muy quedito:

-Mamá, estoy aquí. Estamos juntas, mamá; no tengas miedo.

Don Pío sujetaba con su brazo izquierdo el talle de Loreto, completamente abandonada a aquel sustento, y con la mano derecha se asía a la reja para que de este modo pudiera la huérfana escudriñar la inmunda estancia.

Pasose así buen rato. La muerte mirando al techo sin poder mirar. Loreto mirando a su madre sin poderla ver. El cura mirando a Loreto, y, detrás de ellos, y oculto por el tronco de un árbol, el juez Licurgo contemplando aquella escena.

Cansose el vehemente justicia de ver más tiempo tales paparruchas, y dando con voz entera las buenas noches, entró en escena súbitamente. Irguiose Loreto, dio un paso atrás el señor cura, y todos comprendieron que en el combate que se iniciaba no habría cuartel para el vencido.

-¿Qué hace usted aquí, don Pío?

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-Estoy..

-¿Echando responsos en ese traje, o cazando mozas?

-Nada de eso.

-Usted irá a la cárcel, custodiado por la Guardia rural, y esta señorita tendrá a bien venir conmigo hasta su casa, de donde no debe salir sin orden mía.

-Yo he cumplido con mi deber...

-Eso me lo dirá usted mañana en el juzgado. Y la señorita no se separará de mí hasta que llegue a su destino.

-¡Mi destino! ¿Cuál?... ¿Por qué?... ¿Adónde?... ¡Ah, sí, sí! ¡Qué infamia!

Y Loreto repuso con entereza:

-Nunca. Es usted un canalla.

-Repare usted, señorita...

-Es usted un miserable.

-Yo soy una autoridad que...

-Usted es el asesino de mi padre y de mi madre, y quiere usted asesinarme también. Nunca.

-Me hago cargo de su estado de usted.

-Sí o no... Poco me importa. Usted no ha de separarme del lado de mi madre.

-Yo procuraré por la persuasión...

-Es inútil. Usted podrá obligarme, pero no persuadirme.

-Es que si fuese necesario...

-¿Qué haría usted?

-Me vería precisado...

-¿A qué?

-A emplear la violencia.

-¡Cobarde!

Y Loreto adelantó sus labios y escupió de lleno en el rostro del ejecutor de la justicia.

Sintiose Licurgo herido en su orgullo, ya que no en su dignidad, y agarró con fuerza un brazo de Loreto. Saltó el cura sobre el juez, echole mano al cuello y ambos rodaron por el suelo dándose puñadas.

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Pretendía el juez valerse de su bastón de doradas borlas que, aunque es insignia de la muerte, no es capaz de producirla, y el cura forcejeaba por llevar la mano hasta su revólver.

Enlazábanse aquellos cuerpos como se enlazan las serpientes en el caduceo. Teníanse o se encorvaban las piernas para no caer o para levantar el cuerpo caído, y en esta lucha el símbolo de la autoridad asalariada saltó hecho pedazos de la mano de Licurgo.

Cogió Loreto el trozo adornado de puño y borlas, sin darse cuenta del porqué de tal acción: acaso porque en su inocencia creía que tal temida insignia era digna de que se la recogiese del fango de una huerta.

Y siguió la lucha a brazo partido, buscando siempre ambos contendientes el acercar a su contrario al foso del Purgatorio.

Retumbaban los pechos cuando los cuerpos caían en tierra; crujían las ropas al ser desgarradas, y, aparte de esto, ni una palabra: los dientes apretados y los ojos enrojecidos buscando la presa en la oscuridad, cuando la luna se ocultaba para no presenciar tanta vergüenza.

Allí, al borde del abismo, la lucha fue más encarnizada. Viose el juez perdido y gritó ¡socorro! Perdió un esfuerzo al dar este grito y perdió ventaja, porque cuando se quiere vencer nunca se debe gritar.

Aprovechose el cura y lanzó las piernas del juez hacia el precipicio. Agarrose el justicia al cuello del cura, y éste hubiera seguido a su enemigo si Loreto no hubiera sujetado al sacerdote. Miraba éste al fondo del abismo sosteniendo con su cuello el cuerpo del juez, que pretendía alcanzar el borde del foso. Comprendió el padre Pío su situación crítica. Tuvo valor por primera vez en su vida para decir la verdad, y gritó cuanto pudo:

-Loreto, te amo, te amo.

Primero el asombro, luego la vergüenza, después el terror y al fin el asco. Y la mano de la niña que cogía la carne del presbítero alzose lentamente hacia el cielo mientras rodaban con estruendo al fondo del abismo los miserables representantes del Dios del infierno y del Dios del patíbulo.

Después, nada: ni un grito, ni un rayo de luz que dieran fe de la consumación del hecho. La muerte sin más acompañamiento que el silencio y la oscuridad.

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Desvanecida Loreto cayó al suelo conservando en su mano el símbolo maltrecho de una justicia desnucada en compañía de un cura.

Todo volvió a sombría calma, y sólo a lo lejos, junto a las tapias extremas de Villaruin, ladraba tenazmente un perro, acaso porque su fino olfato le denunciaba que aún quedaban enemigos del vecindario después de muertos el juez y el cura.




- IV -

Mucho madruga el chico del sacristán para tocar el alba, pero más madruga el tío Casto cuando tiene entierro, porque lo que él dice:

-Cuanto más pronto despache la sepultura más tiempo me queda libre para vender en la plaza.

Así es que cuando apenas era sensible el nuevo día, ya estaba Casto tomándose el aguardiente.

Llegó al cementerio, abrió la puerta, atravesó el patio de los ricos, cogió el azadón recogido en un rincón de la capilla, fuese al gran corral de los pobres, buscó sitio, y dejando la herramienta sobre la tierra húmeda marchose al depósito.

Encendió la luz del farolillo, tan ayuno de aceite como harto de telarañas, y aproximándole al abierto ataúd pensó.

-¡Pobre doña Teresa!, también le ha llegado el día de pagar su tributo. Cerró las maderas de la ventana y empezó su faena.




- V -

Cuando Loreto volvió de su desmayo era ya pleno día.

Su mirada incierta reflejaba el estado de su espíritu. Llegaron todos los recuerdos desde la memoria a la inteligencia. Rehizo ésta el pasado proceso y Loreto huyó aterrorizada de aquel sitio y corrió en busca de la reja confiando en que a la luz del sol podría ver mejor a su mamita muerta.

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-Las ventanas cerradas... ¿Quién está ahí no estando yo?

Las empujó, pero no cedieron. No estaba el ánimo dispuesto a sufrir contrariedades. Miró en derredor buscando una piedra; vio el trozo de bastón en su mano y con él dio tan fuerte golpe que las maderas se abrieron.

Por primera vez sirvió aquel bastón para descubrir un delito.

Entró la luz del sol en aquella estancia y tras ella la mirada de Loreto. Las desnudas piernas del cadáver colgaban fuera de la caja. A su lado el sepulturero con los pantalones caídos miraba a Loreto como el farolillo al sol, asustado de verse tan mezquino.

Siguió Loreto mirando y apretando su rostro contra los hierros. Saltó el tío Casto con el puño levantado buscando la cabeza de la niña y ésta echose atrás, lanzó una vibrante carcajada y levantando sus ropas quedose mostrando al tío Casto los nítidos muslos de la hermosa doncella.

Volvió el sepulturero de su estupor. Saliose del cementerio y corrió tras Loreto que huyendo hacia Villaruin volvíase a intervalos para mostrar su vientre desnudo a aquel canalla que robaba a los muertos el pudor que no había sido presa de los vivos.




- VI -

Hoy sigue Loreto loca y recorriendo diariamente el camino que va de Villaruin el cementerio, y sigue en el pueblo porque nos hemos jurado unos cuantos llenar de curas y jueces el foso del Purgatorio si Loreto se ve molestada por un cura o un juez.

Seremos unos bárbaros, pero las fieras se domestican a palos, porque son inferiores a los salvajes que sabían comprender la religión del Crucificado. Lo que no podemos evitar es que Loreto se levante sus ropas cuando algo le produce miedo. Esto divierte a la gente de este pueblo como divertiría a la de Granburgo. El más grosero sensualismo se ha apoderado de los humanos que, al cabo, no pueden encontrar más grato solaz para su perverso instinto.

Duerme Loreto en casa de Bienvenido y come en la mía.

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Ayer estaba peinándola mi esposa, cuando de súbito me preguntó la loca niña.

-¿Por qué hay malos?

-Pues para que valgamos algo los buenos.

-Y, ¿por qué hay malos en Villaruin?

-Porque Villaruin está donde está.

-Y, ¿dónde está Villaruin?

-No sé, hija; pero te aseguro que Villaruin no está en Esparta.



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ArribaAbajo A mi médico

Amigo mío: (Hasta que usted me mate hemos de ser amigos). A sus manos de usted envío esta carta, que prometo hacer corta, porque usted comprende más fácilmente que yo explico y porque me reservo los pleonasmos para ocasiones que no es del caso mencionar aquí.

Hace doce años que estudio con atención lo que se escribe acerca del delirio de las persecuciones, y como no puedo leer mucho ni logro sacar de mis lecturas todo el fruto que una mejor inteligencia podría obtener, es lo cierto que me hallo tan ignorante en este asunto como me hallaba hace doce años.

Después de dicho esto sería lo lógico y prudente no seguir hablando de tal materia, pero la costumbre establecida me obliga a dar a usted mi voto y mis consejos, que usted no aceptará seguramente, fundándose no más que en la circunstancia de que yo no soy médico. Circunstancia que, dicho sea por lo propicio de la ocasión, nos da a mi familia y a mí la dulce esperanza de vivir algunos años más.

Y a seguida va mi opinión.

Convengamos en que el delirio de las persecuciones debe ser tan antiguo como la humanidad, supuesto que en todos los Génesis ya se habla de persecuciones y de delirio.

El mal sigue haciendo estragos hasta tal punto, que en 1871 aseguraba Mr. Legrand que en París había 500 casos por año.

Doy por admitido que han resuelto ustedes todos los problemas patogénicos y patológicos que el mal puede presentar.

Admito que estarán también resueltos todos los problemas que aparecen en la clínica.

¿Le parece a usted que ya es hora de sintetizar y aplicar la síntesis en la higiene?

A mí me parece que sí, y sigo adelante. Es decir, sigo, pero sigo haciendo una digresión.

Verger mató a un arzobispo de París, y Galeote mató a un obispo de Madrid. Estos hechos son lamentables, como lo hubieran sido los asesinatos de Galeote y de Verger cometidos por los dichos sacerdotes, caso de que personas tan dignísimas (q. e. p. d.) hubieran sido capaces de molestar en lo más mínimo a los asesinos citados.

Convengamos en que Verger era víctima del delirio de las persecuciones. Repare usted que ya sólo me refiero a Francia, y aún seré más prudente generalizando el caso y suponiendo que al rey P. le mata el obrero Q. ¿Qué motivos tuvo Q. para cometer semejante acto?

¿Buscaba un fin político? No.

¿Realizaba una venganza de agravios personales? Tampoco.

El obrero no conocía al rey, y aprovechó un día de gran revista para tener la seguridad de que la agresión se verificaría indudablemente en el ungido del Señor.

El obrero declara que ha matado a Su Majestad porque éste pretendía que aquél fuera expulsado del taller. Nada más absurdo. Se procesa al regicida. Los médicos declaran que el reo padecía el delirio de las persecuciones. El docto informe influye en el criterio de los jueces, suponiendo que se deje influir, y el regicida no va al patíbulo. Declaro que al médico que logra tan envidiable victoria se le puede perdonar que equivoque alguna vez el tratamiento.

Pues ahora supongamos que cinco minutos antes de la hora en que se verificó el regicidio, el rey P. hubiera cortado la cabeza al obrero Q. ¿Qué motivos tenía para cometer tal barbarie? Ninguno. El rey alega que se le había metido debajo de la corona que aquel obrero proyectaba asesinarle.

Convendremos también en que el rey padecía del delirio de las persecuciones.

  —218→  

Pero usted y yo, que, en este caso, estamos en el secreto, sabemos muy bien que si Su Majestad no hubiera andado listo le hubiera ido muy mal. De ningún modo se debe llamar loco a quien, con tan extraordinario acierto se libra de la muerte.

Si aquí el rey aparece como un loco que se cree perseguido es porque existe un obrero que persigue locamente.

Este estudio es el que no se hace.

Sin razón alguna yo digo que usted es ladrón, y la noticia cunde entre sus amigos de usted. Ninguno de éstos se da públicamente por enterado, pero usted, con sus exquisitas delicadeza e inteligencia, nota que va siendo objeto de extrañas desconfianzas. Su prevención de usted justifica las prevenciones que contra usted se tienen. El mal aumenta, y usted aparece ante los ojos del extraño como un atacado del delirio de las persecuciones. Un día da usted un garrotazo a un guardia de Orden público porque retiró su sable al acercarse usted, y entonces todos convenimos en que debe usted ir a un manicomio.

Nada más extraño que las soñadas persecuciones de que se creen víctimas muchos infelices, pero aún son más asombrosas las persecuciones que emprenden seres más irracionales que locos.

Por todas partes se oyen los calificativos más groseros aplicados a personas muy respetables.

La murmuración como medio y la calumnia como fin son necesarias a esta miserable sociedad cuyos individuos no hallan otro consuelo para el triste convencimiento de su propia insignificancia.

Sueñan los poderosos con ser más poderosos todavía, y no hallan mejor medio para lograr sus fines que anular a los que ya son desgraciados. Ríome de la herencia con todo el respeto con que yo suelo reírme. De igual modo me río (con mesura de ciertas causas como el alcoholismo y otras que, tras naturales fenómenos fisiológicos llegan a producir la locura). Es cierto, y después también la parálisis en todos sus grados y formas. Pero me río de que todas esas causas sean originarias del delito de las persecuciones, porque creo en mi conciencia que si se fuesen a analizar todos los casos de tal locura, veríase que son enfermedades producidas por el   —219→   tratamiento, por el bárbaro tratamiento de la persecución con que los humanos pretenden curarse sus afecciones morbosas.

Es necesario que al aparecer un atacado del delirio de las persecuciones se procese a toda la humanidad para saber quién fue el perseguidor. Es muy agradable salvar la vida de un hombre declarándole irresponsable, pero es más justo hacer sentir la pena al responsable efectivo.

Yo, hablando de mí, puedo asegurar a usted que ya padecería el delirio de las persecuciones si tuviera afición a ocuparme de mi persona. Terminada la larga digresión vuelvo al tema y... Pero no vuelvo al tema porque prometí hacer corta esta carta y me he habituado a cumplir mis promesas.

En ésta su casa, todos estamos buenos; conque no se moleste usted viniendo a visitarnos que ya tendré yo la satisfacción de pasar a saludarle. Soy siempre su afectísimo amigo seguro servidor y cliente Q. B. S. M., Silverio Lanza.







  —[220]→     —221→  

ArribaAbajoDesde la quilla hasta el tope

(1891)



    Prora aguda y bien lanzada,
Larga eslora, manga estrecha;
Sin arrufo que lo encurve,
Ni quebranto que lo tuerza;
Buen calado, inerte amura.
Popa elíptica y esbelta,
..............................................
Buena chaza, claras portas
Por donde asoman las negras
Bocas del torneado bronce
Con silenciosa fiereza.


Negrín                


  —[222]→     —223→  

ArribaAbajoNota del editor

Hay en este tomo una confusión de fechas que no me ha sido posible corregir.

Ustedes perdonen.

J. B. A.



  —224→  

ArribaAbajoPrólogo del autor

En estas cuartillas he procurado que las verdades sean claras y las mentiras agradables.

Cuando se publiquen -si se publican- habré muerto y no necesitaré nada ni de nadie, y, por tanto, no parecerán adulaciones mis ingenuas alabanzas.

Esto me preocupa extraordinariamente, porque no quiero hacer un papel infame y porque sentiría que mis alabados -muy justamente- parecieran autores de bombos que no necesitan.

Con gusto habría prescindido de aludir a sujetos que existen, pero no es honroso olvidar a los santos cuando de santidad se trata, ni he querido sustituir sus nombres por otros imaginados: primero, porque son aquellos honradísimos, y, por consiguiente, insustituibles, y segundo, porque tal procedimiento sólo lo empleo con los pillos, y sin éxito, pues a las veces suelen los aludidos delatarse tontamente; conque se viene a demostrar lo que tengo por cierto, y es que en este mundo el hombre que se dedica a ser malo es sencillamente porque es un imbécil.

Hechas las anteriores salvedades, voy a ocuparme con otras que también creo oportunas.

Doy a mi narración la forma autobiográfica porque me resulta más fácil, y soy yo el que habla, por no aludir involuntariamente a ningún individuo del Cuerpo General de la Armada, o verme obligado a dar a mi protagonista un nombre vulgar, como Juan García o Pedro Fernández. Por lo demás, ya supondrá el lector que sólo he usado del agua en cantidad necesaria y suficiente para lavarme bien.

  —225→  

Última advertencia: Los nombres y los hechos que he quitado de este librito constituyen un drama: búsquenlo los aficionados a resolver fugas de consonantes, y si lo encuentran, quedarán satisfechos, porque el drama es interesantísimo.

Adiós, lector. Ya nos volveremos a reunir, porque espero que me recuerdes cuando hayas terminado la lectura de este tomo.

Tu afectísimo,

SILVERIO LANZA.



  —[226]→     —227→  

ArribaAbajoAntecedentes

  —228→  

ArribaAbajoServidor de ustedes

A los tres años de edad tenía hecha una síntesis de la vida, después he seguido haciendo síntesis por afición y hoy las hago por costumbre, pero desconfío de todas las síntesis.

Creía yo, siendo niño, que la vida tenía dos partes: una dedicada a jugar poco y a sufrir regaños y otra que permitía jugar constantemente sin pedir permiso a nadie. Mi dorado sueño era llegar a ser hombre; ahora soy viejo y no quiero volverme niño porque estoy convencido de que en todas las edades se vive mal, muy mal, pésimamente, porque la humanidad que nos rodea se encarga por ignorancia o perversidad de producirnos todas las molestias posibles.

Esto parecerá pesimismo al lector tonto que esté royendo una piltrafa de relativa felicidad, pero dentro de dos horas alguno de sus semejantes le habrá dado un disgusto inmotivado, y convendrá conmigo en que yo discurriré como un pesimista, pero discurro con mucha exactitud. Es cierto que mi infancia no fue muy agradable porque mi padre murió cuando yo tenía cuatro años, y el consiguiente luto mantuvo triste y silencioso aquel amado hogar.

Después hube de pasarme sin amiguitos porque mi madre, partidaria de que no se debe entrar en el río hasta conocer la natación perfectamente, pagaba profesores que venían a casa y me enseñaban con la mayor lentitud las cuatro materias importantes y las cuatrocientas inútiles que constituyen la instrucción primaria. Además nuestra posición social, y la importancia que daba mi madre a las diferencias de clases me vedaban todo trato con los criados y con los hijos de los vecinos. Y ya que he citado mi posición social diré a ustedes de dónde he venido. Mi padre, don Juan José de   —229→   Lanza, era gentilhombre al servicio de Su Majestad la Reina doña Isabel II: y no sé nada más acerca de mi padre. Usaba diariamente muchas camisas; no consentía en su ropa una hilacha ni una mancha; hablaba el francés correctamente, y era una especialidad para helar el champagne y para dirigir un cotillón.

Mi abuelo, don Silverio Lanza, fue el célebre rebuscador del oro que contenían los galeones idos a pique en la ría de Pontevedra.

Yo no sé si mi abuelo encontraría su fortuna en los galeones, pero ello es que hizo fortuna; que se dedicó a prestársela con intereses a sujetos influyentes, y que de esta manera él fue jefe político de La Coruña y senador del reino, y mi padre, desde sus catorces años, estuvo al servicio de Sus Majestades. Mi madre era hija de un empleado que sirvió muchos años en Filipinas, donde hizo un capital muy decente, que pasó con la mano de su hija, a poder de mi señor padre. Éste murió siendo muy joven, y mi madre continuó visitando a la Reina doña Isabel.

Recuerdo perfectamente haber subido muchas veces por la ancha escalera donde, los días de ceremonia, se colocaban escalonados los alabarderos con sus agudas perillas que yo suponía indispensable prenda militar en todos los tiempos. Torcíamos a la derecha, después de pasar un saloncito, subíamos dos o tres escalones, seguíamos un pasillo y llegábamos a una habitación donde solíamos encontrar a la marquesa de no sé cuántos, una señora de alguna edad, alta y delgada; y a la condesa de no sé qué, que era de la familia de Híjar o de Puñonrostro, una señora muy hermosa, muy distinguida, y compañera de mi madre en el colegio de niñas de Leganés.

Algunas veces veíamos a Su Majestad la Reina, o bien sola o acompañada de la que es hoy Infanta doña Isabel, o del niño que fue don Alfonso XII.

Nunca he olvidado a aquella señora con su mirada viva e inquieta, los majestuosos movimientos de su cabeza, aquel su andar que definiría a las reinas, si no se pudiesen definir de otro modo, y la exquisita amabilidad con que trataba a todo el mundo. Quince años después volví a ver a doña Isabel de Borbón, que paseaba en las Delicias de Sevilla y tuve intenciones de acercarme a la augusta señora y besar sus manos con cariño, porque me   —230→   recuerda a mi madre, los pasados tiempos en que los poderosos se medían por su cortesía, los venturosos años de mi infancia y las gloriosas páginas de la historia que escribieron nuestro ejército en África y nuestra armada en el Callao; la época en que Prim iba a Méjico, en que un general despedía a un embajador y en que la Numancia daba la vuelta al mundo para mostrar a todos los humanos aquella maravilla del arte naval.

No me acerqué a la señora que fue reina por esto, porque fue reina. Temí la soberbia de sus lacayos; temí que mis espontáneos agasajos fuesen interpretados por algún envidioso como humillante adulación; y desde entonces, como siempre, amo este democrático trato en que vivo, y que me permite recibir y aquilatar las caricias de mi criados.

Lo cierto es que mi madre era monárquica sin saber con certidumbre lo que era monarquía, y este es de fijo el monarquismo más ferviente. Llegó la revolución, y mi madre, que no tenía por qué emigrar, transigió con el Duque de la Torre, según decía, si bien estas transacciones se redujeron a colocar faroles y percalinas en los balcones de la casa; por lo demás seguía murmurando del señor Serrano, nuestro antiguo amigo, llamándole ingrato y general de fortuna.

Después vino el Rey Amadeo, y mi madre logró convencer a la doncella y al cochero de que la monarquía era compatible con la democracia, de que en Bélgica y en Inglaterra ocurren cosas maravillosas en política y de que un rey que pasea a pie, se sienta en la mesa de un café público y saluda a los albañiles, es un modelo de reyes, aunque las aceras estén destrozadas, los cafés desiertos y los albañiles sin trabajo.

Mi madre se hizo amadeísta, esperando quizá ser azafata de la Reina doña Victoria; pero cuando vio que los nuevos reyes se marchaban, que venía la República, que nuestros administradores en provincias no enviaban un real de las rentas, y que el papel del Estado iba convirtiéndose en papel de estraza, volvió a ser borbonista y tomó su nueva conversión con tanto entusiasmo que no parecía sino que yo era el mismísimo Príncipe de Asturias.

Estas diversas actitudes políticas de mi madre influían en el gobierno de su casa, y aún recuerdo con placer, mezclado de terror, la época de amadeísmo, porque entonces ponía mi madre todos sus empeños en que yo   —231→   fuese un aristócrata democrático. El presidente del Comité radical del barrio en que vivíamos era un barbero que tocaba la guitarra perfectamente, largo de lengua y dispuesto a referir iniquidades del tendero de la esquina, que era presidente del Comité sagastino o calamar. El tal barbero era un grande adulador de todos los Segismundos y adulaba a mi madre, que era conocida en aquel barrio por su regular fortuna y por su escogidas relaciones. El barbero fue mi mentor, y yo, como joven Telémaco, salí en busca del desconocido Ulises de todos los jóvenes. Conocí todos los garitos y todos los templos del vicio y regresé a Ítaca milagrosamente y sin haber visto al Ulises deseado.

Volvimos al borbonismo, y el cochero y la doncella hubieron de aprenderse la «Adarga catalana» de Garna, y les fue preciso conocer los cuarteles de nuestro escudo, saber lo que significaban el Azur, el Sinople, el Armiño, el Sable y los Veros; descifrar aquellos bichos, las torres, las llaves, la zarza, el brazo de hierro y las lanzas que formaban un jeroglífico bastante agradable a la vista. Yo mismo hube de aprender lo que era tallado, rompido, flanqueado y sobre el todo, y hube de envanecerme considerando que no teníamos brisuras, ni animalitos lisiados, ni dado de gules en el centro del escudo.

Entonces obligó mi madre a los criados a que la diesen tratamiento, y éramos unos aristócratas soberbios cuando vino la restauración y con ella la monarquía más democrática que ha existido, la que hizo nobles a algunos tontos y ministros a los hombres de talento. Por consiguiente, nos quedamos en la estacada, y mi madre ni pudo ser ministro ni marquesa.

Algunos años después, revolviendo papeles antiguos y dejando a un lado las artísticas ejecutorias mandadas hacer por mi abuelo y por mi madre, puede convencerme de que desciendo de una lanza, de un soldado cuyo apellido valía menos que su oficio, y de éste tomó nombre. De aquel lanza hambriento ha venido este Lanza satisfecho, que saluda a ustedes, y el día en que los Lanzas dejen de trabajar volverán al lanza primitivo.



  —232→  

ArribaAbajoEn expectativa

La libertad de enseñanza y la supresión del impuesto de consumos son dos procedimientos tan malos como sus contrarios, porque todos los procedimientos no pueden ser buenos cuando es una clase o individuo el encargado de proceder, porque entonces se llega fácilmente al abuso en beneficio de quien aplica el procedimiento.

El impuesto de consumos sirve para justificar el matute, y el ingreso libre de todos los artículos sirve para envenenar las poblaciones. La enseñanza oficial y absoluta crea pocos doctores, pero malos, y la irreflexiva libertad de enseñanza crea malos doctores, pero abundantes.

Valiéndome del desbarajuste que produjo la glorificada revolución de septiembre, conseguí el título de Bachiller en Artes sin ningún trabajo. Todos mis compañeros de examen y de colegio serán unos sabios, y no lo dudo, pero yo llegué a bachiller y no sabía las primeras letras; bien es verdad que éstas sólo son conocidas por algún maestro o algún fraile; el resto de los españoles no saben leer ni escribir, ni conocen la gramática, la geografía y el catecismo.

Nos examinábamos en el Instituto poco menos que por batallones. Recuerdo perfectamente mi examen de Historia Universal. Presidía el tribunal un catedrático joven y buen mozo, que hoy es diputado a Cortes. Se estaban examinando los alumnos del colegio de don Santos de la Hoz. Ya saben ustedes quién es este caballero dignísimo: un señor muy simpático, que fue cura siendo pobre, y ahora, según mis noticias, es rico y republicano.

Presenté mi papeleta al tribunal, y por equivocación me llamaron enseguida. El presidente se volvió hacia don Santos, y le dijo:

-Pregúntale.

  —233→  

Don Santos no tenía derecho a preguntarme porque no era mi profesor, ni era catedrático del Instituto; conque, usando de su discreción y su indulgencia habituales, me preguntó qué hombres había tenido la moderna Italia, y le contesté que varios. Me preguntó que si recordaba el robo de las Sabinas, y le dije que lo recordaba como cosa propia.

-Roma fue fundada por Rómulo y Remo, ¿no es verdad?

-Por los dos, sí, señor. Remo y Rómulo.

El presidente, que estaba distraído, se encaró con el señor La Hoz.

-¿Ha contestado bien?

-Perfectamente.

-Retírese usted.

Así se escribe la historia; es decir, así prueban su competencia en esta asignatura muchos de nuestros bachilleres en Artes. Entonces yo no sabía nada de Historia Universal, y puedo probarlo porque continúo en el mismo estado de ignorancia, pero soy bachiller.

Y cuando lo fui quedose mi madre pensando qué carrera dar a un niño tan inteligente, que aprobaba las asignaturas sin consultar con los autores. La abundancia de los bachilleres se extendía a todas las carreras civiles, y esto era mal precedente para asegurarse el porvenir por medio de un título. Las carreras militares eran una amenaza contra el pellejo, porque estábamos en plena guerra civil, y además, la separación de los jefes y oficiales de Artillería quitaba a los cuerpos facultativos su único encanto.

De todos modos, urgía colocarme de interno en un colegio, porque así era más fácil evitarme el contacto con las jóvenes libres, los timberos y los oradores de club que entonces poblaban las calles de la villa sin corte.

Tomó mi madre antecedentes no sé de quién, porque las personas sentadas no daban entonces nada de lo que tenían, y una tarde fuimos a la Ronda donde termina la Rivera de Curtidores, y mi madre mandó parar el coche delante de una casa que fue en otro tiempo almacén de maderas.

Siempre que estos hechos vienen a mi memoria, recuerdo el Jack de Daudet. Ignoro si el gran escritor francés tuvo modelo para escribir su admirable obra, pero de todos modos, su Jack se me parece en muchas ocasiones.

  —234→  

Me bajé del coche y llamé a la puerta; a los pocos instantes noté que se movían las persianas de un balcón del piso principal.

Aguardamos un momento, y al fin abrieron el postigo. Hacía de portero un sujeto de aspecto rarísimo, con una cabeza cuya conformación exterior correspondía a las anfractuosidades del cerebro; sus pobladas cejas parecían los bosques de madréporas que en la baja mar delatan el borde del abismo; la nariz era un prodigio de arquitectura ciclópea, porque tan grande masa sólo pudo colocarla allí el bárbaro Polifemo; y yo, que había leído la Odisea a escondidas de mis profesores, díjeme que tal portero, con sus velludas manos y sus descomunales pies, tenía algo de cancerbero, y seguramente era guardián del templo de una diosa o dios convertido en monstruo por mandato de Júpiter.

Apeose mi madre del carruaje, y precedidos por aquel fenómeno llegamos a una sala adornada con tres o cuatro mapas murales, una fotografía que representaba un grupo de personas colocadas por el fotógrafo como colocan los comerciantes su s baratijas; un cromo muy mal hecho con los retratos de Prim, Serrano y Topete; dos divanes, cuatro sillones y unas cuantas sillas de tapicería, todo muy usado, muy sucio y de muy mal gusto. Mi madre, extraordinariamente limpia y cuidadosa de su hacienda, no pareció muy satisfecha. El Polifemo abrió la mampara, y dijo con voz de campana rota:

-El señor director.

Lo primero que se me ocurrió cuando vi al recién llegado fue preguntarme por qué no se lo habría comido el portero; quizá porque no era aficionado a los postres.

Después pensé que había allí poco director para un alumno como este servidor de ustedes, y me puse a examinarle mientras él hablaba respetuosamente con mi madre.

Se componía el buen señor de dos partes completamente independientes: cuerpo y cabeza, pero dos partes que no se podían sumar, porque eran heterogéneas y marchaban unidas sin tener más relación que el contacto: como van juntos el hioides y la corbata. De esta manera resultaba que, después de contemplar aquel cuerpecito de niño anémico, parecía horrible   —235→   como la de un lobo la cabeza que lo coronaba; y si después de contemplar aquellos labios abultados y llenos de vida como órgano acostumbrado a grandes funciones, aquellos ojos negros y tranquilos, con mirada de habitual humildad, el abundante cabello que caía en crenchas hacia las sienes, el cutis moreno, los quevedos perfectamente limpios y cuantos detalles formaban el carácter de aquella cabeza, se volvía la mirada hacia el cuerpo, parecía éste restos de tentáculos, suma de vértebras o haz de retama destinado al fuego o al olvido.

No obedecía el cuerpo a los mandatos de la cabeza; al marchar, erguíase ésta y aquél se arrastraba. Después comprobé en aquel sujeto, y por desgracia he comprobado en otras ocasiones y en otros individuos, que en la lucha entre el mal y el bien vence siempre el mal. El señor Picker hubiera sido un bellísimo sujeto si se hubiera olvidado de su cuerpo, porque el tal señor tenía en su cabeza energías y virtudes suficientes para haber trocado el convencionalismo del arte y habernos convencido de que el cuerpo más hermoso es el raquítico y mal hecho. Pero el señor Picker aspiraba a ser buen mozo, a moverse con alardes de fuerza y de elegancia, y odiaba al ignorante sano y robusto porque entendía que las excelencias humanas se miden con un dinamómetro. Quizá por eso tenía al Polifemo a su servicio para ultrajarle y para escarnecerle, y quizá por eso se rodeaba de compañeros tan bajitos como él, acaso menos doctos pero siempre menos necios. Llamábase Picker para repetir cuantas veces podía que era de origen norteamericano, de la familia de los Harrisson, que han dado los presidentes, y que, según él decía, también son Picker. Pero Picker era Picker sencillamente e hijo de un industrioso catalán establecido en Asturias, y que había logrado que su hijo fuese doctor en Filosofía y Letras. Don Gustavo, que así se llamaba el director, estuvo respetuoso con mi madre hasta que supo que ésta era viuda; entonces ya empezó a ser galante. Recuerdo este detalle perfectamente. A todo esto, el buen Cristóbal (así se llamaba Polifemo) y no cesaba de entrar y salir trayendo prospectos, programas, reglamentos, dibujos y no sé cuántas cosas más. Varias veces me miró Picker: la primera con indiferencia, la segunda con curiosidad y después con enojo; y es que Picker se había encontrado con que mi mirada era a la suya como su cabeza a su cuerpo. Y llegó el momento   —236→   de visitar el colegio: Picker dio el brazo a mi madre, y yo marché acompañado por Cristóbal, que escondió toda mi mano entre las falanges de la suya. Visitamos los dormitorios, formados por tres piezas pequeñas y con cuatro o cinco camas en cada habitación (había el proyecto de formar un salón corrido que permitiese vigilar más fácilmente a los alumnos).

Entramos en las aulas, que se hallaban desocupadas. La de Dibujo, con muchos cuadros colocados cerca del techo, unos tableros manchados de tinta y astillados por los cortaplumas, muy fresca, eso sí, porque nunca llegaba la luz a la lumbrera que apenas la iluminaba. La de Geografía, con sus mapas colocados también en las alturas, media docena de bancos, una gran mesa para el profesor, y sobre ésta una esfera armilar y un globo terráqueo, cuidadosamente enfundados para que la tierra y los astros no sufriesen las injurias de polvo y de las observaciones humanas. La clase de Matemáticas era espaciosa, con sus bancos parejos de los anteriormente vistos, un encerado muy grande, de un hule que tuvo brillo, y un armario con cierre de cristales que dejaban ver desde prudente distancia unos cuantos sólidos, cartoncitos recortados, compases, escuadras, un nivel de agua y otro albañil.

En cada aula se repetía la misma conversación.

-Ésta es la de Física. Cristóbal, abra usted esa ventana, una de las dos, usted sabrá cuál.

Polifemo abría las maderas y entraban al mismo tiempo el viento y la luz. Picker lanzaba al portero una mirada contundente-perforante, y el pobre Cristóbal levantaba las zarzas de sus cejas, contemplaba el lugar donde la vidriera no tenía cristales y murmuraba como si produjese la voz en los intestinos: «Creí que los habrían puesto».

-Como usted ve, señora, está en la clase de Física. Aquí están los aparatos correspondientes. Éste es para demostrar que todos los cuerpos caen con igual velocidad en el vacío.

Mi madre y yo comprendimos que todos los cuerpos iban al vacío con igual velocidad, y aunque después pude rectificar la mala gramática del señor Picker, aún sigo creyendo que aquella frase puede ser la expresión de una fórmula filosófica.

-Ésta es una botella de Leyden.

  —237→  

-¿Para qué sirve?

-Para que hagan como los muchachos y saquen chispas. Efectivamente para esto servía la botella de Leyden en aquella academia, y con objeto análogo había en la clase de Física una máquina eléctrica, un par de pilas y otros artefactos.

Volvimos a la sala de visitas, y allí el señor Picker guardó bajo un sobre, que entregó a mi madre, todos los impresos que hacían referencia a la organización del establecimiento y se volvió a recordar las excelencias del método Picker que su autor llamaba inducti intuitivo harmoni psicofisico.

Enterose mi madre de los efectos indispensables para un alumno interno, y se despidió del señor Picker, que nos acompañó hasta la puerta, mandó a Cristóbal que abriese la portezuela del coche y me dio un golpecito en el hombro , porque el gran maestro no daba la mano a sus discípulos (método harmoni psicofisico).

Pasamos ocho días en casa sin más preocupación que mi cuerpo de colegial. Se siguieron rigurosamente las prescripciones del reglamento, y compramos cada cosa donde Picker lo había indicado. Por fin, una mañana se enganchó la jardinera, y en ella fueron mi baúl, mis libros, la cama y el aguamanil. Por la tarde hice mi entrada en la Institución Politécnica. Cristóbal nos recibió con una sonrisa que parecía feroz gesto; llegamos a la sala de visita, y allí había unos caballeros que nos saludaron cortésmente, interrumpiendo su conversación y su lectura. Pocos momentos después apareció Picker, que presentó a mi madre aquellos profesores de la Politécnica Institución.

Llegó el momento de inscribir mi nombre en el registro de alumnos y pasé a manos de don Fermín, que abrió un libro voluminoso, limpió la pluma con mucho cuidado y empezó a escribir interrogando a Picker, que transmitía a mi madre las preguntas del pasante.

-Silverio Lanza, ¿no es verdad, señora?

-De Lanza.

-De la Lanza; escriba usted, don Fermín.

-(Prótesis, dije yo, que había estudiado Retórica creyendo que me serviría para algo.)

  —238→  

A mi madre debió parecerle sonora la adición del artículo, y yo seguí impasible, porque ya entonces encontraba igualmente insustanciales el de y el de la cuando expresan excelencias que no son propias, singularmente cuando no recuerdan ninguna excelencia.

Pasamos al dormitorio para que mi madre viese mi cama, instalada en un cuartito donde tenía por compañero, según dijo Picker, al hijo del señor Marqués de la Almohaza, y después de un desfile de los profesores, que con fugas y contrapuntos cantaron delante de mi madre un concertante asegurando la bondad del método inducti, etc., subió mi madre al coche después de abrazarme con alguna emoción, y yo quedé convertido en colegial interno de aquella Academia Politécnica de la Rivera de Curtidores.



  —239→  

ArribaAbajo En preparación

Apenas se fue mi madre me llevó Cristóbal a un patio donde jugaban catorce o quince muchachos, casi todos de más edad que yo. Su juego consistía en fumar escondidos en un rincón, leer, también escondidos, alguna novela, o tirar la barra, ejercicio favorito de mi compañero don Félix Andía, que es hoy distinguido oficial del Cuerpo de Ingenieros Militares.

En aquel patio que, por sus altas paredes y su escasez de vegetación, parecía el de una cárcel, estuvimos dos horas, hasta que una campana rota, que producía sonidos análogos a la voz del portero, nos indicó que empezaban las horas de estudio, y fuimos a una salita, donde sentados sobre bancos estrechísimos y apoyando el pecho al borde de unos altos pupitres, comenzamos a descifrar el francés y la ciencia de Mr. Cirode.

Tenía a mi izquierda al señor Andía y a mi derecha aparentaba estudiar Curro Molina, hijo del Marqués de la Amohaza; enfrente estaban Arnao, actual capitán de Caballería y hermano del insigne poeta; Ventura Fontán, que es hoy capitán de Estado Mayor, y su hermano Juan, que después fue compañero mío en la Armada.

En el túmulo inmediato (porque cada mesa parecía un sarcófago) estaban Juan Antonio Fe, hermano del librero don Fernando, Juan Castellanos, que es hoy empleado de Hacienda, Maceres que es capitán de Ingenieros, y a quien llamábamos milord porque se había educado en Inglaterra y estaba suscrito a The Graphic, un tal Sousa y otros compañeros a quienes citaré a medida que los hechos me los recuerden.

Llevábamos un cuarto de hora en la sala de estudio cuando apareció un sujeto muy atildado, con las patillas recortadas, presumiendo de fino y elegante, que más parecía tendero de modas que profesor de Matemáticas.   —240→   Don Fermín, que era el pasante y estaba sentado al lado de la puerta, se puso en pie, y noté que Molina, Arnao y Juan Fontán ocultaban el libro que estaban leyendo y fijaban la vista en el que quedaba al descubierto.

-Ahí está Asisas -dijo Andía en voz baja.

-¡Valiente danzante! -añadió Fontán.

Arnao pugnaba por ocultar el libro clandestino, y Curro leía en voz alta el francés de la aritmética. Don Fermín siguió en pie, y Asisas dio una vuelta por la sala observando lo que estudiaba cada alumno. Cuando llegó detrás de mí me dijo:

-Señor de la Lanza. Yo me puse en pie.

-¿Sabe usted qué lección ha designado el señor Corso para mañana?

-Sí, señor; los números primos, o sea, divisibilidad.

-Sin o, porque una cosa es el primo y otra el divisible. Aunque algunas veces es lo mismo.

Mis compañeros se rieron y yo quedé callado.

-Sí, señor; hay números que nacen para primos y no los parte un rayo. Carcajada general en toda la sala. Asisas se dirigió majestuosamente hacia la puerta, y los revoltosos se aprovecharon de la hilaridad para producir ruido con los bancos y con las tapas de los pupitres.

-Señores, señores, no es para tanto.

Se estableció el silencio, y el jacarandoso matemático se marchó respondiendo ligeramente al respetuoso saludo de don Fermín; éste quedose al otro lado de la puerta, y cuando volvió a entrar se largó Molina un cigarro puro, y le dijo:

-Don Fermín, usted al fin será un notable Pirrimplín.

El pasante se puso el cigarro entre los dientes, y desde aquel momento la sala de estudio fue una olla de grillos.

Andía, Ventura Fontán, Maceres, y algún otro se reunieron en un rincón y siguieron estudiando. Sousa se me acercó y me pidió un cigarro; yo se lo di, y después me pidió una cerilla.

-Eso de los primos lo ha dicho Asisas por ti.

-Pues ha hecho mal.

  —241→  

-Pero tú no se lo dirías.

-Lo mismo que se lo digo a usted.

-A mí no me llames de usted.

-Yo sólo llamo de tú a mis amigos.

-¿Es que no quieres ser amigo mío?

-Quizá lo seamos.

-¡Ay, qué cursi!

Y se marchó riéndose y fumándose mi cigarro. Me quedé perplejo, porque no esperaba semejante escena; pero Arnao vino en mi ayuda ofreciéndome a su vez un pitillo y diciéndome:

-No le haga usted caso; dele usted pronto dos bofetadas, y en paz. ¿Usted se llama Lanza?

-Sí, señor, ¿y usted?

-Yo, Arnao.

-¿Es usted el autor de esos versos tan bonitos?

-No, señor; mi hermano.

-Pues le agradeceré a usted que me lo haga conocer.

-En cuanto salgamos de vacaciones. Vivimos en el número 8 de la calle de las Urosas.

-Yo vivo en la calle del Turco, número 106.

-¿A usted le gustan los versos?

-Todo lo que sea literatura.

-Pues don Fermín tiene novelas y las deja leer por un real cada una.

-Don Fermín, ¿es el pasante?

-Sí; el que está fumando el cigarro de Curro Molina.

-¿Se llama Curro Molina aquel joven?

-Currillo; es hijo del Marqués de la Almohaza.

-Creo que dormimos en la misma habitación.

-Sí; a todos los novatos los ponen con él, porque duerme mucho y no molesta; además es título, y Pelotillas se da tono con eso.

-¿Quién es Pelotillas?

-El director.

-¿Y por qué le llaman así?

  —242→  

-Porque siempre está urgándose las narices.

-Y ese Asisas, ¿quién es?

-No es Asisas, pero así le llamamos, porque es profesor de Descriptiva, y como es andaluz no puede pronunciar abscisa.

-Pues, ¿cómo se llama?

-Blas Derqui. Es muy fachendón; miente como un descosido; le gusta que le adulen, y a todo contesta: «lo digo yo, y punto redondo».

-Y Pelotillas, ¿es malo?

-No se ocupa de nada; él es quien hace las visitas a los padres y redacta las cartas y preside la mesa.

-Y, ¿a qué hora se cena?

-A ninguna; ya hemos comido.

-Yo, no.

-Porque no estaba usted.

-¿Quiere usted que nos llamemos de tú?

-Con mucho gusto.

-¿De modo que ya no se cena?

-Comemos antes de bajar al patio, y después se ayuna hasta el día siguiente.

-Pues voy a pasar hambre.

-Pídale usted, digo, pídele tú a Pepe que te dé un chorizo, pan y vino, y te costará una peseta.

-Y, ¿quién es Pepe?

-El criado.

-¿El portero?

-Ése es Cristóbal; ese barre, friega y cuida de que no nos manchemos; pero si le das medio duro te deja salir con tal de que vuelvas a las cuatro. En Carnaval nos vamos al baile casi todas las noches.

-Y, ¿hasta qué hora se está estudiando?

-Hasta las diez; hasta que suene la campana.

-Y, ¿se estudia mucho?

-Según; ahí tienes a los empollones.

-Pues veo que hay dos de nuestra mesa.

  —243→  

-Como que es la que tiene la fama. Tú debes ser muy aplicado.

-Yo hago las cosas cuando quiero.

-Pues, júntate conmigo.

-Y con mucho gusto.

-Ya verás como somos buenos amigos.

-Lo seremos. Oye, ¿quién es ese que me pidió el cigarro?

-Un tal Sousa; no le hagas caso.

-Yo, no.

-Cuando te estorbe le das dos cachetes.

-¿Por qué?

-Porque es el payaso; aquí todos le llamamos Bartolo. Con quienes debes estar bien es con Cristóbal, con Pepe y con don Fermín.

-¿Y de los profesores?

-Con Asisas, porque Corso es muy sabio, muy serio y no se mete con el que no estudia.

-Y, ¿qué explica?

-Aritmética y Álgebra. El de Geometría es un señor Cuadrado, que sólo se ocupa en inventar demostraciones nuevas; nosotros le llamamos a2 + 2 a b + b2.

-¡Atiza!

-No ves que un día nos dijo que él tenía dos naturalezas, con que Molina dedujo que Cuadrado era el cuadrado de un binomio.

-Pero, ¿castiga?

-No lo creas. Aquí sólo se castiga al que come mucho o responde mal.

-Y, ¿cuál es el castigo?

-Ir a reclusión.

-Y, ¿qué es reclusión?

Y sonó la campana. Arnao me dejó con la palabra en la boca, y todos encerraron sus libros dentro de los pupitres; don Fermín fue apagando las luces, y salimos a una habitación que servía de antesala a los dormitorios; allí Pepe empezó a repartir pan y chorizos y a cobrar lo estipulado, anotando la deuda del que no pagaba.

Sousa se acercó al criado y le pidió un poco de pan.

  —244→  

-Cuando me pague los dos duros que me debe.

-Ya te he dicho...

-Hame dicho, pero no me ha pagado.

-Ni te pagaré.

-Lo veremos.

-Si te quejas a Pelotillas te despide.

-Cállese, que no quiero conversación. Sousa miró a todas partes, me vio y vino hacia mí.

-¿Me das o no me das?

-¿El qué?

-De lo que comes.

-Tenga usted la mitad.

-¡De modo que no quieres ser mi amigo!

-¿Por qué no?

-Porque no me llamas de tú.

-Es que no tengo costumbre de tutear a nadie.

-Lo que te pasa es que no quieres ser mi amigo porque no tengo dinero.

-Está usted equivocado, tengo yo para los dos.

-¡Olé con el lancero!

Y Sousa me dio en el vientre con la punta de un dedo.

Me fui hacia aquel botarate, le puse mi puño delante de las narices, y sujetándole el brazo derecho le dije:

-Si vuelve usted a tocarme o a ponerme motes le parto a usted la cabeza.

El pobre Sousa reculó, y se fue hacia su cama, donde concluyó de comerse el pan y el chorizo.

Curro Molina se reía, se apretaba los costados, y desde la puerta del dormitorio gritaba: ¡Ah, Bartolo, en buena te has metido! Anda, que con mi vecino no te han de faltar chorizos y bofetadas.

Arnao se sonreía, Fontán seguía impasible, Maceres preparaba su toilette y todos nos despedimos dándonos las buenas noches.

Molina y yo nos encerramos en nuestro cuarto, y mientras me desnudaba y me metía en la cama iba el Marqués de la Almohaza colocando papeles   —245→   sobre las junturas de la puerta, tapando el agujero de la cerradura y poniendo una alfombra para cubrir el vano inferior del postigo.

-¿Sabe usted por qué hago esto?

-No, señor.

-Para leer a gusto, porque Pelotillas hace una requisa todas las noches y no consiente que haya luz.

-Pues es una barbaridad.

-Que no cuesta petróleo.

-¿Y el de ese quinqué?

-Se lo pago a Pepe, y éste lo sisa de las otras lámparas.

-Pues si quiere usted lo pagaremos entre los dos y leeremos juntos.

-No hay inconveniente; empezaremos desde esta noche.

-Pero no tengo qué leer.

-Le presentaré a usted Gustavo el Calavera, pero mañana le dará usted un real a don Fermín.

-Ya conozco el negocio: me lo ha explicado Arnao.

-Ahora estoy leyendo una novela preciosa. Hay una mujer que se llama Federico y que es una maravilla.

¿De quién es la obra?, ¿es de Homero?

-No, señor; es de Paul de Kock.

-No le conozco. Se me figura que Plutarco no habla de él.

-Pero toda esa gente es antigua.

-Ya lo creo; deben ser escritores del tiempo de mi abuelo. Yo los cogía de la biblioteca de casa y los leía de noche sin que mi madre me viese.

-Pues serían buenos.

-Ya lo creo; decía mi profesor de latín que esa lectura era para los hombres, y por eso no me los dejaban.

-¿Y qué te permitían leer?

-El Imparcial.

-Eso es muy soso; ya verás como te gusta Gustavo el Calavera.

-Pues vamos leyendo.

Al día siguiente teníamos excursión y, por consiguiente, no hubo clase de Francés ni de Dibujo. Almorzamos más temprano que de costumbre, y   —246→   por cierto, que ocurrió en el almuerzo un incidente que recordarán mis amigos Carpio y Hualde. Se sirvieron los huevos fritos (plato extraordinario), y después de ponerme dos vi que quedaba otro en la fuente; conque también me lo serví y me lo comí con buen apetito. Noté que todos me miraban, y Curro Molina me dijo en voz baja:

-Buena te espera.

-¿Por qué?

-Porque te has comido un huevo de Pelotillas.

Efectivamente. Picker me miraba furioso, y comprendí que tenía razón, porque los huevos eran muy pequeños y con uno solo no se podía calmar el hambre. Pero Picker no me reprendió ni yo volví a reincidir.

Terminado el almuerzo nos dispusimos para la excursión científica mi-semanal que formaba parte, como la dominical, del sistema inducti del señor Picker.

Salimos a la calle acompañados de Asisas, que nos dijo en el portal:

-Ustedes tienen que ir rodeándome.

Y rodeándole fuimos hasta llegar a la Caja de Depósitos.

Al pasar delante de mi casa estaba mi madre en el balcón, y la doncella vino a preguntarme si necesitaba alguna cosa. Dije que no, y envié a mi madre muchos besos, lanzándolos con las puntas de mis dedos. El señor Asisas saludó respetuosamente, y mis compañeros le imitaron.

-Tienes buena casa -me dijo Fontán.

-Era de mi abuelo.

-De modo que vivís en casa propia -añadió Molina.

-Sí.

-¿Qué dice? -preguntó Asisas.

Y Andía le respondió:

-Que la casa es de su madre.

-Para mí la quisiera -respondió el pedante.

Esta frase dudosa me irritó, porque yo estaba dispuesto a que todo fuese de todos, menos la madre mía, que quería conservar para mí eternamente.

  —247→  

Llegamos a la Caja de Depósitos, y en el zaguán nos dijo Asisas, haciendo que le rodeásemos.

-Señores: este establecimiento es un establecimiento del Estado, hecho por el Estado para los que tienen que dejar fondos en este establecimiento.

Acércose el portero, saludó a Asisas, y le dijo:

-Díjome ya don Fermín que había de venir esta tarde.

-Supongo que no habrá oficina.

-No, señor; a las once se marcharon porque hay marejada en el Congreso, y ahora como no hay subastas apenas hay depósitos.

-Pues vamos adentro.

Emprendimos la marcha por pasillos y escaleras, delante el conserje, detrás Asisas y después nosotros.

Alguna vez llegaba a oídos de los últimos que tal ventanilla se destinaba para el pago de cupones o que en el mostrador de más allá se recibían los Bonos, que debían ser cosa muy picaresca, porque Asisas y el conserje se guiñaban los ojos cuando hablaban de ellos.

Al salir de la Caja de Depósitos nos dijo en el zaguán nuestro acompañante:

-Señores, ya saben ustedes lo que es esto, y no olviden por si alguna vez les hace falta recordarlo. Estos mecanismos de la Hacienda son complicadillos, pero los irán ustedes aprendiendo.

Los guardias civiles que custodiaban el edifico se acercaron al grupo, y algunos transeúntes se asomaron a la puerta creyendo que existía un nuevo club en la Caja de Depósitos. Cuando se enteraron de que formábamos parte de la Politécnica Institución nos saludaron con respeto, no porque supiesen lo que era el colegio sino porque las cátedras habían dado los oradores más fogosos de las Constituyentes republicanas, y además porque el pueblo no puede vivir sin instituciones, aunque ignore lo que son.

Seguimos por la calle de Alcalá, llegamos a la plaza de la Independencia, que aun siendo pequeña es suficiente para una independencia tan escasa, y entramos en el Retiro, que es precisamente el único punto de expansión que tiene Madrid.

  —248→  

Durante el paseo fue Asisas saludando a todos los hombres públicos y presidentes de Comité que nos encontrábamos, y a las señoras que ocupaban carruajes lujosos.

Salimos por la puerta que hubo en lo que fue cerrillo de San Blas, seguimos por la Ronda y llegamos a la Politécnica Institución rendidos, malhumorados y cubiertos de sudor y de polvo. Entonces nos dieron la triste noticia de que habiendo p asado la hora de la comida tomaríamos una ligera cena, y, efectivamente, tomamos gratis el chorizo y el pan que José vendía diariamente, con que hube de sospechar si Picker tendría parte en la cantina del mozo y acaso en la librería de don Fermín.

Jamás he podido explicarme la miseria con que en pasados tiempos se trataba a los alumnos de todas las academias. Decíase que era para habituarlos a trabajos futuros, pero cobraban a los padres como si diesen faisán a los hijos, y esta anomalía administrativa tendría por objeto acostumbrar a los padres a ciertos trabajos.

En la Politécnica Institución era imposible la existencia. Todos los días por la mañana o por la tarde teníamos que comer un batallón asqueroso, donde nunca pude encontrar carne sin nervio ni patata que no estuviese helada o podrida. Un día resolvieron los mayores que no volviésemos a comer de aquella bazofia, y esta huelga del estómago fue aceptada por unanimidad.

¡Oh, Picker! Aún recuerdo las miradas de Júpiter que lanzaban tus ojos y los movimientos atáxicos de tu cuerpo. Recuerdo la majestuosa entrada de tus patitas en aquel sucio comedor y la entonación de tribuno con que nos dijiste:

-No volverán ustedes a comer nada hasta que no prueben el ragout a la marsellesa.

¡Infame! Llamar ragout a semejante rancho, y darle origen marsellés olvidando que en la Perla del Mediterráneo se han inventado los platos favoritos del pueblo que mejor come.

Y efectivamente, en cuanto llegábamos al comedor aparecía el batallón susodicho; nadie lo probaba, no sacaban otro plato y nos retirábamos tranquilamente.

  —249→  

Así estuvimos cuatro días, durante los cuales hizo el mozo Pepe una extraordinaria venta de pan, chorizos y latas de sardinas.

Fueron llamados nuestros padres y encargados, vinieron a vernos y no consiguieron nada porque el asunto no era un acto de indisciplina como quería suponer el irritado Picker; era sencillamente que pagábamos mucho para que nos dieran bien de comer, que Pelotillas no cumplía su deber en este contrato y que nosotros se lo advertíamos de la manera más tímida y respetuosa con que un huésped puede advertir a su patrón que la comida está mal hecha.

Se castigaban con crueldad las menores faltas, y Picker pretendía, como los gobiernos desprestigiados, gobernar hasta la fecha de los exámenes, o de las elecciones, por medio del terror.

Yo, que tenía la cabeza llena del romanticismo canallesco que me producían las lecturas facilitadas por don Fermín, me propuse ser un héroe en aquella cruzada contra el guisado. Pedí una audiencia al señor Pelotillas y le propuse que terminase el conflicto si una mayoría de los alumnos comía del ragout a la marsellesa. Eran las doce de la noche, y el señor Picker estaba en su despacho dispuesto a engullirse un vaso colosal de leche merengada, sustancia que, según parece, inspiraba a Picker aquellos artículos de filosofía que se publicaban en El Eco de Cangas de Onís, y que no producían eco en ninguna parte. Mirome el hombrecillo con aire de desprecio, comprendió que mi proposición le era conveniente, y me ofreció un poquito de merengue colocado en la punta de la cuchara.

-Por mi parte aceptaremos si usted se nos ha dirigido en representación de sus compañeros.

-No, señor; vengo por cuenta propia; si usted acepta yo le aseguro que mañana queda terminado el conflicto.

Y aceptó.

Efectivamente; a la hora de almorzar casi todos los alumnos probamos el guisote, más asqueroso que de ordinario, y Picker cumplió su palabra metiendo en reclusión a los cuatro que no lo habían probado. Ellos y yo salimos expulsados de la Institución Politécnica, y supongo que ellos como yo habrán deducido las siguientes enseñanzas:

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Que a los Picker se les aplasta, pero no se les conceden los honores del parlamento.

Que teniendo razón no se debe transigir.

Que los pillos han nacido para serlo, y las personas decentes para no tratarse con ellos.

Que la educación está en quien la tiene.



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ArribaAbajoA estudiar de veras

Mi madre quedó disgustada del mal resultado producido por la Politécnica Institución, y singularmente cuando supo lo mucho que leíamos, lo poco que estudiábamos y que el marquesito de la Almohaza era sencillamente hijo de una mujer de malos antecedentes, llamada Dolores la Mil-Onzas, que estaba amancebada con Paco el Bullanga, mozo de caballos que llegó a ser un personaje de la revolución y que se titulaba Marqués de la Almohaza, asegurando que el Rey don Amadeo le había concedido este título.

Empezaba el verano, y no era época conveniente para tomar una determinación. Quedé, por tanto, en libertad de pasearme por las calles, y empecé a poner en práctica las aficiones adquiridas con la lectura de Paul de Kock y de la literatura pornográfica que entró por los Pirineos con la revolución, y que es lo único que nos queda de aquel movimiento, que sirvió exclusivamente para producir algunas víctimas y algunos trastornos y hacer más necesaria y estable la monarquía de los Borbones.

Pero no es posible ser calavera sin dinero, y, como no me sobraba, comprendí con mi lógica habitual que para ser bueno o para ser malo es preciso ante todo ser algo.

La casualidad facilitó mis propósitos, y supe que mi compañero don Juan Fontán había ingresado en la Armada, con que me decidí a seguir sus pasos, esperando que mis esfuerzos compensasen la deficiencia de mis facultades. Fui al Ministerio de Marina, averigüé que había convocatoria en el mes de octubre, adquirí un programa, compré los libros que me eran precisos, y pasé el verano encerrado en mi gabinete y estudiando con las energías del niño que aún gusta de ilusiones y cree en las esperanzas.

  —252→  

Cuando llegó el mes de octubre comprendí que mi trabajo no había sido suficiente, que sabía muy poco y que me era preciso encomendarme a la bondad divina y a la indulgencia del tribunal.

Y desde luego me encomendé a la Santísima Virgen del Carmen, mi abogada desde niño, y patrona del Cuerpo en que deseaba ingresar.

En aquella ocasión yo hice cuanto pude y la Virgen hizo lo restante.