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ArribaAbajo Aspirante


   Aspirante que aspiras
       a ser cadete
y sabio de la Grecia
       antes que alférez,
lograrás, si te dejan
       llegar a viejo,
       ser oficial pasivo
con medio sueldo.
   Y...


Castella                


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ArribaAbajo Aspirante

Llegaron las oposiciones, y allí fue Troya. Había veintiséis solicitudes para veinticinco plazas, y no se presentó a reconocimiento uno de los solicitantes; conque nos correspondía a plaza por cabeza, y hubiera sido preferible que nos las repartiesen sin exponernos a los disgustos naturales de todo examinando. El compañero a quien correspondió el número uno para examinarse fue reprobado en su primer examen, y de esta manera tristísima empezó aquella tragedia.

Desde los primeros días hicimos común amistad los opositores. Unos procedían de la Isla de San Fernando y venían acompañados de su director don Manuel de la Pascua. Algunos procedían de La Coruña y los demás habíamos estudiado en academias establecidas en Madrid.

La promoción anterior a la nuestra había sido reprobada casi por completo en el primer semestre, y en representación del profesorado de la escuela vino don Siro Fernández, que formó parte de nuestro tribunal con objeto de aquilatar los méritos de los futuros aspirantes.

Cuando concluyeron los exámenes de Geometría quedábamos los opositores reducidos casi a la mitad, y cuando terminaron las oposiciones sólo fuimos trece los aprobados, número funesto, según se dice y según se comprobó en aquella ocasión.

De lo dicho deducirán ustedes que no obtuvimos por favor nuestros nombramientos, y buena prueba de ello es que en aquella promoción figuraron los actuales ingenieros don Eduardo Vila y don Pedro Suárez, los eruditos oficiales don José Saralegui y don Joaquín Escoriaza y el matelote de carácter sombrío y bondadoso corazón que se llama don José Gutiérrez y Sobral.

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Era el primero en esta promoción un muchacho de clara inteligencia, fácil palabra y ademanes de tribuno con que le era posible ocultar su ignorancia siéndole preciso. No se deduzca de esto que yo le tuviera por ignorante, pero declaro que nunca me fue simpático aquel muchacho aficionado a la filosofía, a la política y a la literatura, que tenía ideas muy extravagantes y que por su andar reposado y su carácter pacífico mereció de nosotros el nombre de padre Bocio, apodo honrosísimo que recordaba a un virtuoso sacerdote de la Isla de San Fernando. Aquel muchacho pidió, algunos años después, su licencia absoluta, y hoy estará, seguramente, en un manicomio. A pesar de lo dicho, citaré un rasgo que le honra, y que refiero porque es lo único bueno que de él puedo contar.

Habíamos convenido durante las oposiciones en que aquel de nosotros que obtuviese el número uno convidaría a sus compañeros. Llegó el último día de exámenes y el padre Bocio dijo que nos esperaba aquella noche en el café de Granada. Concurrimos media docena, tomamos café y nos separamos porque todos se disponían a pasar la velada en el teatro. Llovía mucho. Bocio no tenía paraguas, yo le ofrecí el mío y él aceptó a condición de que fuésemos juntos. En cuanto salimos a la calle me dijo:

-Amigo Lanza, me retiro ya, pero quisiera que pasásemos por la calle de Sevilla, donde he dejado empeñado mi paraguas.

-¡En una noche como ésta!

-En mi casa sólo me dieron veinte reales para obsequiar a ustedes, y creí que no sería suficiente.

-Pues lo ha sido.

-Son ustedes muy buenos.

Llegamos a la casa de préstamos, y de allí bajó con un paraguas bastante usado. En la esquina de la calle de Peligros se nos acercó una mendiga con dos pequeñuelos, y Bocio le dio los cuatros que le quedaban en el bolsillo. Me repugnaron aquellas hipocresías, y cuando comprendí que no lo eran, huí con mayor motivo del pobre Bocio, que positivamente estaba chiflado, se creía perseguido por todo el mundo y sólo hallaba consuelo pensando en Dios y filosofando descabelladamente.

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Dentro de la escuela contraje amistad, que no se ha interrumpido, con el señor Elduayen, actualmente diputado a Cortes, y don Enrique Cróquer; ambos han sido modelos de virtud en que he procurado inspirarme muchas veces. Elduayen, que era rico e hijo de un ministro, se distinguía por su llaneza y buscaba en el estudio de su carrera los méritos que hoy le adornan. Cróquer era hijo de una virtuosa señora, viuda y pobre, y Cróquer ahorraba dinero cuando era guardia marina sin hacer el triste papel de tacaño.

Ignoro si estos señores agradecerán que se publiquen estos elogios, si se publican, pero estoy en el deber de mostrar la virtud donde la encuentre, e igualmente delataría el vicio con pelos y señales si los viciosos no fuesen cobardes, traidores y caciques.

Dos años en la Escuela Naval de aquellos tiempos era una condena cruel e injusta. Durante esos dos años era preciso que estudiásemos geometría descriptiva, cálculo diferencial e integral, mecánica racional y aplicada, astronomía, navegación, física, química, máquinas de vapor, artillería, construcción naval, inglés, gimnasia, esgrima, maniobras y ejercicios militares. Para conseguir esto era preciso que nos levantásemos a las cuatro y media de la mañana, que sólo paseásemos dos horas cada domingo y que tuviésemos doce días de vacaciones durante un año.

No discuto este plan de estudios porque no tengo competencia legal, y estas competencias son indispensables en nuestro país; pero aseguro que he visto aspirantes que han muerto tísicos, otros que han huido a sus casas para conservar su salud, algunos que han abandonado la carrera de la Armada para dedicarse a otras profesiones, y muchos que al salir de la Escuela llevaban el corazón lleno de amargura y la cabeza llena de grifos. A todo esto, los militares que estudian su carrera en cuatro años, aseguran que los aspirantes pueden aprender muy poco durante los dos que estudian en la Escuela Naval, sin considerar que los dos años de Escuela tienen muchos días laborales.

Yo salí sin ningún recuerdo alegre; después he pasado grandes penas y grandes placeres; he luchado contra los tiempos, las adversidades y los infortunios; he estudiado con ahínco, paseándome y haciendo gestos; he consultado con sabios afables; en una palabra, he luchado, he vencido, y me es   —257→   grata la vida; pero dudo que se viva cumpliendo aquella pena cruel e injusta que nos obligaba a pagar muy cara una estancia que nos demacraba y nos aburría.

Hoy, según mis noticias, es la Escuela Naval una escuela modelo, y si algún aspirante de los actuales lee estas líneas, recuerde que en aquella batería de la fragata Asturias pasaron días de frío y de aburrimiento, con sueño y sin calor en los músculos, con mucho Dubois y poco recreo, los seres privilegiados que son honra y esperanza de la patria, y que han dado al escalafón nombres ilustres como los de Rafael Sociats, Francisco Enseñat y José Saralegui.

Inspírense los alumnos de la Escuela Naval en estos notables ejemplos, y no desmayen nunca, y piensen siempre en que el saldo del trabajo es mayor cuanto más se tarda en saldar.

Yo no sé si los aspirantes recordarán las canciones de mi infortunado amigo el señor Castella, pero yo las recuerdo aún, y termino este capítulo diciendo:


Adiós, Escuela, buque botica.
.......................................
Adiós, Escuela. Adiós, adiós.



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ArribaAbajoDe la dársena a bahía

Seguramente no conocerán los geógrafos los términos de este viaje, y, sin embargo, es el más agradable de la carrera que se empieza de opositor en el Ministerio de Marina y se acaba de general en el mismo Ministerio. De la dársena a bahía iba la Escuela Naval todos los veranos, y volvía a la dársena todos los inviernos. Aquellos viajes aumentaban en unas cuantas horas las de asueto que se nos concedían durante el año, y nos daban idea de cómo se hala por un calabrote, cómo se fondea y cómo se amarra una estacha.

Declaro sinceramente que aquellos días de mudanza constituyen el único recuerdo agradable que conservo de la Escuela, dejando aparte la indulgencia que merecí de mis profesores, singularmente de don José Ferrándiz y de don Gustavo Fernández, y las atenciones cariñosas que nos prodigaba nuestro director don Juan Romero.

Y no eran igualmente agradables la ida y la vuelta, porque la ida suponía la primavera, el estío y el otoño, que son maravillas de la naturaleza en la hermosa tierra de Benito Viceto, Vesteiro Torres, Pardo Bazán y Enríquez; y la vuelta suponía el invierno, el triste invierno de Galicia, sin sol y con lluvia constante, que ha hecho solidarios el paraguas y el gallego.

La dársena era un estanque que servía de entrada al Arsenal, que estaba muerto, con ese silencio que es anuncio del hambre. La Sagunto, abandonada al lado de un muelle, desfigurada por las continuas transformaciones que había sufrido, con un costado abrasado por el sol y el otro podrido en la sombra, recordaba que aquello era un Arsenal español en los desdichados tiempos en que Andrés Avelino Comerma empleaba todas sus actividades en la construcción del dique de la Campana, bien ajeno de que algunos   —259→   años después ignorasen todos el nombre y las hazañas de aquel Hércules del cálculo que construyó en nuestro país el primer barco de hierro para cerrar la entrada del dique monumental.

Todo lo que rodeaba a la Escuela era triste y producía desaliento en los muchachos de quince años que pasábamos el día estudiando sin más distracción que guarecernos de la lluvia bajo el castillo de proa o en el mezquino gimnasio que fue cuerpo de guardia y estaba situado a nuestro estribor y en la punta de tierra que cerraba la entrada del Arsenal.

La bahía era el fondeadero de la Graña, y desde las portas de lo que fue batería veíamos Murgados, el Seijo, la Cabana y todos los pueblecitos que se asoman por las crestas de los montes para contemplar aquel inmenso lago, que es el mejor puerto natural que tiene España, y sería una maravilla de los humanos si mi patria cuidase sus grandezas como se cuida de sus pequeñeces.

La Graña suponía muchos consuelos para los desterrados hijos de Eva que estudiaban en la fragata Asturias. Allí eran posibles los voltejeos realizados en las primeras horas de la mañana del domingo, y que anunciábamos así al despertarnos:

-Acoto la buceta.

-Ya la tenía acotada.

-Pues no vale.

-Haberlo oído.

-Acoto el quinto bote.

-Y yo el chinchorro.

-Si lo dejan.

Allí era posible satisfacer la afición a los ejercicios corporales, porque el gimnasio, aunque pobre y escaso de aparatos, tenía buen local, y hoy tiene el mérito de recordarnos que allí se ensayó Cañadas, el célebre equilibrista, y allí fue profesor de esgrima don Pedro Novo y Colson, reproductor, según creo, del viaje a la bahía de Hudson, cuyo relato, publicado en Leiden en 1750, no debe circular con escasez por cuanto yo lo poseo, y con otros libros más curiosos tengo a disposición del insigne autor de La Manta del Caballo y de otras obras dramáticas y periodísticas.

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A la Graña iban los domingos primeros de mes los aspirantes, cuyos encargados veraneaban en aquel lindísimo pueblecito. Entonces solíamos ver la hermosa huerta llamada de los aspirantes, nos paseábamos bajo los frondosos árboles que forman la alameda, aspirábamos con ansias de recluso joven el oxígeno de aquella pura atmósfera, y parecía que la inteligencia y todos los organismos del cuerpo olvidaban el invierno ya pasado y se preparaban a resistir la oscuridad y la tristeza con que pasaríamos el próximo en la solitaria dársena.

Allí oíamos por la mañana los cantos monótonos de las carboneras, y por las noches los dulcísimos cantos que son el esparcimiento consuetudinario de todos los pueblos del Norte, y que en la hermosa Galicia, y en Ferrol singularmente, parecen salir de entre las aguas durante las apacibles noches del estío; porque en aquellas propicias ocasiones creadas por el Dios de los consuelos para rendir culto al amor y a la poesía, van las ferrolanas remando en sus botes y cantando esas conmovedoras armonías que parecen siempre quejas de


   Joven cautiva, al rayo de la luna,
Lamentando su ausencia y su fortuna.

Yo aprovecho este instante para enviar mi respetuoso saludo a mis amiguitas de aquellos tiempos, las que hicieron célebres la hermosura de la señorita Bermúdez y la de familias enteras, las santas mujeres que habrán sido consuelo de sus esposos, y serán madres de niños valientes, honrados y laboriosos y de niñas hermosísimas que admirarán mis nietos para que nunca cese la admiración de los Lanzas hacia las esculturales hijas del litoral español.

En la Graña teníamos baile el día de San Roque, y, en suma, era la bahía la tierra prometida a los desgraciados que yacían en la dársena estudiando y aburriéndose, y a las veces haciendo ambas cosas a un mismo tiempo.

Yo salí de la escuela en el mes de diciembre y en un día lluvioso, aunque esto parezca redundancia; hube de guarecerme en la diminuta cámara de El Pájaro, y no pude enviar con las puntas de mis dedos los dulces besos que para la Graña guardo siempre en mi corazón. Si aún visita las romerías   —261→   de Mugardos y de la Cabaña alguna de aquellas hechiceras criaturas que tuvieron la delicada atención y la sublime caridad de engañarme diciéndome que me querían, le ruego asegure a la bendita tierra de la Graña que creo hallarme en ella cuando me juzgo feliz.

Yo la bendigo por las ilusiones que me proporcionó, y porque a su oxígeno debo mis cordoncillos de guardia marina.

Yo la bendigo porque allí me recreé imaginando esperanzas que después he visto realizadas, ambiciones que he logrado cumplir y promesas de amor que la realidad me ha facilitado aumentadas con nuevos encantos y desconocidas venturas.

Bendita sea la bahía.

Aún sueño que estamos en la dársena y que no me sé la lección. Me despierto sobresaltado, y mi niña, que está silenciosa aguardando el primer beso de su padre, me pregunta con mimo:

-¿Estás malo, papá?

-No, gloria mía; es que tenía una pesadilla espantosa.

-¿Soñabas que te morías?

-Efectivamente; soñaba que me moría sin haber vivido.

-Eso no es posible.

Yo entonces la beso, acaricio sus rizos, sonrío tristemente, y la digo:

-¡Incrédula!





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ArribaAbajoDe guardia marina


    Dada la estrella polar
y el logaritmo de b,
hallar el mejor lugar
donde poder navegar
sin cofa y sin camareta.


(Arreglo)                


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ArribaAbajoA rifar un juanete

Había saltado el viento al Noreste y nos dio la noche, porque hasta las nueve no se acabó la maniobra. Si aquel contratiempo nos ocurre una hora después, nos hubiera cogido con los juanetes aferrados y las gavias con una faja de rizos; pero, en fin, que ocurrió de otra manera.

Aquello fue aferrar trapo en un abrir y cerrar de ojos. El comandante se paseaba en el puente con la misma tranquilidad con que lo estoy contando. Yo estaba en batería y a menudo asomaba la cabeza por la escotilla de popa. Dábamos tales bandazos, que fue preciso tomar precauciones con la artillería. Empecé a oír las voces enérgicas del comandante, asomé la gaita sobre cubierta y pregunté a nostramo Gil, que tenía la maniobra del mesana.

-¿Qué hay?

-O lo rifan o se rifa.

-¿El qué?

-El juanete.

-¿De proa?

-El mayor.

-Será un exceso de celo.

-Es verdad.

Bajé riéndome porque nostramo Gil era un perro de mar con unas orejas muy grandes que daban a su cara aspecto de cornamusa, ordinario como él solo y hablaba continuamente de exceso de celo, cuya frase era un exceso de pulcritud en aquellos sus labios curtidos por el tabaco y por el viento. Sentía no estar en cubierta para ver la maniobra subsiguiente si se rifaba el juanete; sobre todo para ver izar por barlovento el sano y arriar el rifado por sotavento, sin fijarme en que el juanete estaba estorbando, que no era posible aferrarle y que amenazaba hacer pedazos el mastelero.

  —265→  

Me asomé por la escotilla y allí seguía Gil.

-¿Qué hay?

-Ese ladrón, que se nos ha echado encima como un cobarde.

-Exceso de celo.

-Exceso de codaste.

-Pero, ¿se rifa?

-Acabarán por ahí.

-Siento no verlo.

-Retírese usted, que viene el segundo.

-Otro exceso de celo.

Aumentáronse el vocerío y los juramentos del comandante.

Tan pronto mandaba orzar como arribar, y no pude contenerme y subí a cubierta.

Sobre el tamborete estaba un juanetero llamado Manuel Expósito; empuñaba la faca con la mano derecha y procuraba clavarla en la tersa lona de juanete. Si se orzaba, flameaba la vela y se arriesgaba la vida del juanetero; y arribando, no alcanzaba éste a desgarrar la vela. Por fin logró romperla junto a la relinga, y el destrozado juanete voló por el espacio como una tenue pavesa.

Me volví a nostramo y le dije:

-Ése es un hombre.

-De la tercera, que es la mía.

Después el héroe se dispuso a bajar por la jarcia, pero tropezó en la cruceta y quedó colgando sujeto por una mano a un estay y con la faca clavada en el vientre. Casi enseguida cayó junto al calces, y nostramo Gil le contemplaba llorando y decía:

-Ni guarda abajo. Ahí tiene usted un exceso de celo, codaste.



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ArribaAbajo Fuego a bordo

En Cartagena hicimos el correspondiente zafarrancho, y supimos el sitio que nos correspondía cuando hubiese fuego a bordo. Todas las mañanas, después de terminado el almuerzo, sonaba el repique de la campana e íbamos a ocupar nuestros puestos. Se armaba un gran lío de baldes, mangas, arena y cabos, el comandante pasaba revista, y terminaba el zafarrancho.

A los ocho días de hacer esta faena debió quedar el comandante satisfecho de nuestra instrucción, porque no volvió a repetirse el ejercicio.

Un mes después, y navegando una noche cerca de las islas Cíes, salió el comandante de su cámara a las dos de la madrugada y se acercó al vigilante que se hallaba en batería al lado del reloj.

-Vigilante, fuego a bordo.

-Mande V. S., mi comandante.

-Que hay fuego a bordo.

El hombre seguía parado.

-Que hay fuego a bordo, so bruto.

-¿Dónde, mi comandante?

-En Belén. Va usted a pudrirse en la barra. Repique usted esa campana, animal. ¿No oye usted que hay fuego a bordo?

En vigilante empezó a repicar con velocidad y con fuerza, esperando de este modo librarse del presunto castigo.

Todos salimos nadando de nuestros camarotes, y el barco parecía un Babel. Los marineros se tiraban de los cois; la gente del sollado subía en compacto pelotón por las escotillas. Todo el mundo preguntaba al vigilante dónde era el fuego, y el soldado respondía balbuceando:

  —267→  

-Se... se... señor comandante.

Unos creían que el comandante se abrasaba, y otros que era en la cámara el fuego. Corríamos en calzoncillos y desatinados por todas las dependencias del barco dilatando las narices para que nos fuese fácil percibir el humo, y sin encontrar el fuego en ninguna parte.

Por fin el corneta tocó en cubierta llamada y tropa con paso ligero, y todos subimos a formar conforme estábamos. El cuadro resultaba cómico, y el comandante lo convirtió en drama gritando desde el puente:

-Todo el mundo, menos yo, queda arrestado.

El corneta tocó a derecha e izquierda, y se restableció la calma.

En vista de estos hechos me será permitido que una mi sonrisa a la de algunos modernos críticos que no son partidarios de esas instrucciones fantásticas y ejercicios coreográficos que dependen exclusivamente del medio, y dan el resultado P en día de gala, y el resultado Q en día de combate.

Hoy el problema militar es hacer soldados, y este problema será cada día el más importante en los ejércitos.

El movimiento se demuestra andando y la resistencia sufriendo, y allá va una demostración.

El 14 de octubre nos hallábamos a bordo de una blindada y fondeados en puerto. Hacía dos días que a las once de la mañana se tocaba a apagar fuegos, porque se estaba pintando el pañol de pólvora. Pues el día 14, y al ser las dos de la tarde, ascendió súbitamente una columna de humo por el palo trinquete; enseguida se oyó una voz que gritaba:

-¡Fuego en el pañol de pólvora!

Nadie se tiró al agua, nadie huyó, no hubo síncopes ni desmayos; el cabo Ortuño y yo nos encontramos en la escotilla de proa y bajamos a escape; en el sollado no podíamos respirar. Ortuño cogió un bombillo que apenas producía luz y nos acercamos al pañol. Enseguida comprendimos lo que pasaba; se habían dejado los embalajes de las jarras de pólvora en el antepañol y estaban ardiendo. El peligro no era inminente, pero sí inmediato, y con los pies fuimos sacando lo que ardía hasta la cubierta y al lado de la escotilla.

Estando en esta operación, cayó sobre nosotros un caldero de agua a 99 grados y medio. En batería estaban dos individuos de las cocinas dispuestos   —268→   a seguir echando agua; la campana repicaba; los oficiales de mar sacudían el polvo a los que no andaban listos, y yo me fui al reducto donde estaba mi puesto, y Ortuño se fue a las mordazas.

Teníamos el cuerpo escaldado, pero lo sufrimos con resignación, porque nos exponíamos a un castigo declarando que no estábamos en el lugar que nos designaba el zafarrancho.

Terminó el incidente con felicidad, y el cocinero del comandante fue propuesto para una recompensa.

Ortuño se desesperaba y yo le decía:

-Vale más que no nos pongan en lista con el cocinero.

-Maldita sea mi suerte, no se me olvidará nunca que el héroe en los fuegos es siempre quien echa el agua.



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ArribaAbajo El culto a Themis


   Y al cabo de la jornada
vino el Consejo de guerra,
que con arreglo al artículo
qué sé yo cuantos, que reza
en tal capítulo y parte
de la Ordenanza, la pena
correspondiente al delito;
teniendo asimismo en cuenta
las cuatro mil Reales órdenes
que el tal artículo enmiendan,
y lo anulan, y reponen,
y lo aclaran, y comentan,
pronunció por mayoría
su inapelable sentencia


(Negrín)                


Todas las razones que se me puedan dar las tengo sabidas, y, a pesar de ellas, sigo sin explicarme por qué razón el hombre hace justicia entre los hombres.

Quizá no pueda explicar por qué no me lo explico, pero intentaré una explicación.

Si todos los hombres fuesen buenos sería inútil hacer justicia.

Si la sociedad trabajase para que los hombres fuesen buenos lo conseguiría instruyéndoles, educándoles y poniéndoles en posición de que siguiesen fácilmente la senda del bien. Y de esto deduzco que se procura que haya malos para que haya justicia.

Al que es malo se le puede corregir o no.

Para corregirle será preciso hacerle distinguir el bien del mal, o sea instruirle y educarle.

Si no se le puede corregir se le debe declarar bestia, borrarle de la lista de los humanos y dejarle en medio del arroyo como un perro hasta que encuentre dueño o un tiro si rabia. Y se acabó.

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Y todo lo demás es música a grande orquesta; tiquis-miquis, equilibrios arriesgados de la razón humana y otras maravillas que serían admirables si no produjesen muchas lágrimas.

Los humanos pasan su tiempo, los unos haciendo leyes y los otros eludiéndolas.

Y recuerdo ahora un detalle que nunca olvidaré y que aprendí de niño estudiando el Derecho Romano. Las leyes Fusia, Caninia -si no recuerdo mal- restringían la facultad de manumitir esclavos, y como algunos señores libertasen mayor número del que les era permitido, se ordenó que sólo obtuviesen gracia los primeros de la lista hasta completar el cupo que la ley marcaba: conque los amos escribieron en círculo los nombres de sus esclavos y así no hubo primeros y últimos.

De lo que se deduce, sin gran esfuerzo, que la ley no se compadecía con los respetables deseos de los testadores; que los ciudadanos tenían poco respeto a las leyes y que los legisladores no sabían geometría.

Estas mis preocupaciones, que no oculto, me traen obseso, y siempre que veo un barco de guerra pienso en las ordenanzas y me quedo triste. Cada barco es una maravilla, porque no hay invención que no pueda aplicársele. Allí están todos los prodigios que hace el hombre con la madera y con el hierro. Allí telégrafos, teléfonos y luz eléctrica. Todo es sabia aplicación de la mecánica, que es La Meca adonde van en peregrinación todas las ciencias que son tales ciencias. Ya sé que aquello es un artefacto de guerra que sirve para matar, pero también sirve para fomentar el comercio, para llevar la civilización a costas inexploradas y para proteger al débil. Ya sé que aquellos cañones sirven para lanzar proyectiles, pero también sirven para alegrar con sus salvas. En la serviola se fusila y se cuelga el ancla. Todo, lo mismo que yo, puede ser bueno y malo; pero las ordenanzas son el castigo en todas sus páginas: no hay en ellas una palabra de consuelo ni una promesa de redención; la pena, siempre mucha pena. Y cuando esto me horroriza se me dice que es necesario y que no debo rebelarme. Sí, ya sé que es necesario y que no me debo rebelar, pero sería bárbaro que se me procesase porque me duela que existan esas necesidades, como sería incomprensible que me castigase Dios porque lloro la muerte de la madre mía.

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¡Dios!... Yo creo que puede estar en todas parte, pero dudo que esté da este planeta.

Conste, pues, que no provoco a la sedición, porque entiendo que lo lógica es cumplir con su deber y evitarse el castigo.

Y voy a dar a ustedes idea de cómo se practica el culto a Themis en sus barcos de guerra. Y para ello citaré dos casos, de cuya autenticidad respondo, si bien en estos momentos es más importante el interés que la autenticidad.

Salí de Cartagena para hacer mi primer viaje e ir llenando las hojas de mi diario de navegación.

En los acaecimientos de la segunda singladura se dice: «A las diez y media se tocó llamada y se castigó a dos marineros con cincuenta palos». La hoja lleva el V.º B.º y la firma del alférez de navío don Isaac del Peral.

Como ustedes comprenderán, esto fue un acaecimiento y no llegó a la categoría de acontecimiento. Los más interesados en el suceso fueron los infelices que recibieron los cincuenta palos, y ya los habrán olvidado; pues bien, yo me acuerdo de la fecha y de la paliza, y pueden ustedes creer que aún me duelen los palos que vi dar, lo que probará a ustedes que si llego a recibir alguno no quedo para contarlo. Cuestión de temperamento: hay individuos en quienes el dolor va siempre al cerebro, y en otros no sale de las nalgas.

Los marineros castigados eran dos grumetes de dieciséis años. No sé quiénes, ni lo averigüé entonces, porque siempre he tenido horror a los castigos y a los delincuentes. Lo que recuerdo muy bien es que formamos en cubierta, la marinería armada y nosotros con nuestros sables desenvainados: subió el comandante sobre el puente, quedose el médico en la escala, y empezó el acto, que no fue ceremonia. Colocose a los muchachos de pie, y apoyado el pecho sobre el cabestrante, se les amarraron los brazos a dos barras, y detrás de ellos se pusieron otros dos grumetes de mala conducta, encargados de dar los cincuenta rebencazos con dos chicotes de cabo. Detrás de los ejecutores un oficial de mar pegaba a éstos si no daban fuerte sobre los reos. De modo que al uno le daba el otro; a éste el contramaestre; el contramaestre obedecía al comandante; el comandante cumplía la ordenanza; ésta, como   —272→   toda ley, es la razón escrita; ahora bien, la razón es hija de Dios; luego Dios... pues, nada de eso; Dios es infinitamente misericordioso; luego algún error debe existir en la argumentación que antecede.

Quejábanse los muchachos con agudos chillidos y con gruñidos sordos; rechinaban sus dientes; bajaban las lágrimas desde los ojos a los labios y subía la espumosa saliva desde la boca hasta los ojos; escondían las pupilas en las órbitas; forcejeaban para desasirse de las barras del cabestrante y llamaban a su madre. Porque también tienen madre los malos, y yo creo que el tenerla debía ser circunstancia atenuante, porque del castigo del hijo participa la mujer que llevó al reo en sus entrañas y que es inocente del delito que se castiga. Como creo también que el no tener madre conocida debe ser circunstancia eximente, porque la sociedad debe ser la madre de los expósitos, y las madres perdonan siempre.

Ustedes no tomen en serio mis teorías, porque les advierto que yo no pienso legislar con ellas, y sólo me permito un acto de conversación con mis lectores, pero con la condición de que no se ha de publicar lo que digo ni ha de decirse que lo dije yo.

Concluyeron los azotes, y lo abstracto y lo concreto quedaron satisfechos.

Y ahora les resta a ustedes saber que los azotes se dieron por hurto de una camiseta.

Desde luego declaro que el robo me repugna; pero creo que, en vista del hecho, se debía facilitar a todos los marineros las camisetas que necesitasen, o prohibir en absoluto el uso de camiseta.

Y pasemos a otro asunto.

Estábamos en la Vitoria; una noche el cabo advirtió al oficial de guardia que el vigilante del portalón de estribor distinguía entre el agua un pez muy grande, y el oficial mandó embarcar un bote y que saliese en busca del presunto cetáceo.

Comprendió el pez el peligro que corría de ser pescado a tiros, y gritó al patrón del bote, conque éste comprendió que se trataba de un intento de deserción realizado por un marinero preso en la barra por haber hurtado una camiseta. ¡Siempre lo mismo!

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Como es natural, y a consecuencia del parte dado por el oficial de guardia, se encerró al fugado en un pañol y se comenzó la sumaria. Nombrose fiscal a un alférez de navío, cuyo nombre no cito por si la publicidad del hecho que voy a referir pudiera perjudicarle en su carrera, que en la general estimación no le perjudica, y la estimación mía la tiene ganada por completo hace muchos años.

Era valiente, instruido y pundonoroso, pero era novato. A esta circunstancia se agregó el que yo fuese nombrado escribano, cargo que solicité para que la práctica me aclarase el texto del Nuevo Colón, que me resultaba más complicado que el aparejo de una fragata. Como ustedes verán después, nunca me he distinguido en trabajos de hermenéutica.

Todos los testigos dijeron lo mismo que había confesado el reo, o sea que éste logró libertar su pie del grillete de la barra y después se tiró por una porta.

Terminó el sumario, y llegó el momento de formular el dictamen fiscal.

-¿Y qué?

-Eso digo yo.

-Hay que pedir pena.

Y la pidió el fiscal. Y no pidió nada, porque entendió que el reo estaba castigado con la prisión que había sufrido en el pañol.

Ignoro si el señor D. quedaría tan satisfecho como yo, pero lo dudo, porque llegué a convencerme de que aquella sumaria era un modelo de sentido jurídico y encontré entretenida -que no agradable- la delicada misión de hacer justicia.

Pero... Pocos meses después regresamos a Ferrol, y supe que el señor Auditor disponía que la sumaria se volviese a empezar, porque aquello no lo era, ni tal que lo parezca; y que se procesase al sargento y al cabo y a no sé cuántos más. Y se les procesó, y es posible que hayan muerto en Ceuta.

Desde entonces vivo convencido de que no sirvo para juez, y como supongo que a mis compañeros les ocurrirá lo mismo, he imaginado un proyecto, que no será bueno porque yo no me he dedicado a hacerlos buenos, sino a crear muchos.

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En los barcos existen oficiales de artillería e infantería, contadores, sacerdotes y médicos. Ahora bien, propongo que se cree un cuerpo jurídico flotante.

El marinero que enferma queda bajo la vigilancia del médico; el muerto al cuidado del capellán, y el delincuente debe quedar a disposición del juez de a bordo.

Un marino firmando diligencias y tomando declaraciones me produce el efecto que me produciría un magistrado con la severa toga y gritando en el puente: ¡Braza a estribor!

Éste es el proyecto de un nuevo culto a Themis.



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ArribaAbajo El cabo cartero

Recuerdo que durante la época revolucionaria oía frecuentemente a un orador, tan ayuno de ciencia como ahíto de vanidad, que terminaba sus discursos hablando de la mano villana del Estado. Desde entonces, siempre que el Estado me molesta, me acuerdo de la mano villana de aquel sujeto.

¡Y molesta el Estado tantas veces!

Pero se lo perdono en atención a que es el gran cabo cartero, y aunque no lleva todas las cartas a su destino, hay que agradecerle que nos traiga alguna sin fractura y sin retraso.

De igual modo serían disculpables los extravíos que sufre la correspondencia si todos los anónimos se extraviasen, porque cualquier anónimo es un asesinato cometido en dos conciencias: la del destinatario suele quedar perturbada, y la del autor siempre queda muerta; vergonzosamente muerta. Hasta hoy los únicos progresos efectivos del servicio de correos son los tubos neumáticos y el cabo cartero de a bordo.

Porque el cabo cartero es cajón de sastre, y lo mismo compra tabaco que certifica un pliego; de igual modo desempeña el servicio interior, y trae la pena dentro de un sobre orlado de negro como trae una cita en un billetito o una letra del Giro mutuo defendida por cinco sellos rojos y con barbas como los camarones cocidos.

Y así no hay incidente de la vida íntima del marino que no tenga relación con el cabo cartero, y de aquí proviene que el nombramiento de tal cabo sea asunto de extraordinaria importancia.

Porque ha de saber leer, entender por señas, conocer las monedas y ser honrado y guapo; a ser posible, el mejor mozo de a bordo. Y es lógico que así haya de buscarse, porque siendo el primer individuo que salta a tierra,   —276→   debe quitar con su hermosa presencia la mala impresión que a los curiosos del muelle producen nuestros viejos buques que no tienen el único adorno de los viejos: estar bien conservados10.

Desde las primeras horas de la mañana comienza sus faenas el cabo cartero; quien le llama para encargarle cigarros; quien le compra sellos, y quien le entrega una cartita y le dice:

-Si está Fulana en el balcón tráeme la respuesta.

Mientras dura la ausencia del cabo no cesa el comandante de preguntar si se ha enviado el bote para el cartero. El oficial contesta afirmativamente, pero repite la pregunta al guardia marina, éste la transmite al cabo de escuadra, y todos creen que el cartero volverá tanto más pronto cuanto más pronto llegue el chinchorro al muelle.

Y vuelve el cabo y empieza a repartir la correspondencia desde la cámara del comandante hasta el castillo de proa.

El comandante, para que nadie se aperciba de sus debilidades, se encierra en la chupeta y allí recoge los besos que su esposa y sus hijos dejaron estampados en el pedazo de papel. Los oficiales casados hacen lo mismo en sus camarotes, y los solteros leen sus cartas sentados alrededor de la mesa de la cámara y comentan las noticias que envía Fulano desde Filipinas, el pisto que se da Zutano en el Ministerio, la boda de Menganita, y la memoria de un sastre que se acuerda de unos pantalones que pasaron a otra vida. Los guardia marinas tuercen el gesto mientras leen, porque las cartas que reciben sólo traen consejos, y si alguna llega con acompañamiento reductible a metálico, reúne el agraciado a sus amigos, paga sus deudas y se proyecta la inversión del resto en una juerguecita donde no falten la comida de fonda y la butaca del teatro.

En el sollado lee la maestranza renegando de su suerte porque la paga es corta y la familia aumenta; y, a proa, algún cabo de mar, de anchas barbas, brazos de hierro y corazón de niño, va leyendo las cartas de la gente y haciendo, de paso, las contestaciones con el aderezo de comentarios que añade a cada párrafo. Algún marinero se sale a una mesa de guarnición, y   —277→   escondido entre las bigotas besa con ternura la carta de su novia, y después saca del sobre una flor, una cinta, o un retrato, y siguen los besos y las lagrimitas limpiadas con un dedo gordo y duro de la callosa mano. Suena el pito del oficial de mar que manda embarcar el quinto bote, y carta, recuerdo y sobre quedan guardados debajo de la camiseta; y el marinero va a su faena como cada cual a la suya, esperando a que llegue la noche con su soledad silenciosa para reanudar los interrumpidos coloquios con las recibidas cartas; y desde los cois a la lujosa cama del comandante, parecen niños dormidos entre sus juguetes aquellos bizarros hombres que sujetan un papel debajo de la almohada y duermen soñando glorias para la patria y caricias para los suyos.

Y continúa la humanidad aumentando las páginas de su historia, y todas son iguales, porque el hombre sigue su labor de conquistar y la mujer continúa ocupada en conquistar al hombre.

Y vengo a recordar hablando de estas cosas una escena que presencié en la fragata Blanca cuando volvimos de un crucero de sesenta y cinco días a las islas Azores.

En cuanto agarró una uña del ancla se fue a tierra el cabo cartero, y poco después le traía un bote cargado con sacas llenas de correspondencia. Vaciáronse las sacas en el alcázar, y todos emprendimos la tarea de clasificar las cartas de aquel montón. Se voceaban los nombres y las clases; no había palabra cuyo timbre no aumentase el alegre tono de aquel cuadro; y mientras unos alumbraban con bombillos, otros, sentados en cubierta, pregonaban los sobres; quien ordenaba su correspondencia, y quien corría para llevar una carta a algún compañero que no podía abandonar su puesto.

Nuestro comandante se paseaba por la toldilla riendo con todo su corazón, con el hermoso corazón de don Manuel Delgado Parejo. De pie en la mitad de la escala, y apoyado en el pasamanos, estaba un compañero mío que murió en Salamanca. Cada vez que alguno de los que hurgaban en el montón decía: «¡señor comandante!» contestaba don Manuel: «¡Venga, venga!», y un cabo de mar entregaba la carta al guardia marina de la escala, y éste pasaba el papel a las manos del señor Delgado Parejo. El buen señor celebraba la llegada de la esquela regañando al guarda banderas o al contramaestre   —278→   encargado de echar los botes al agua, porque don Manuel siempre estaba dispuesto a hacer el bien y a regañar.

Pero fueron tantas las veces que se repitió esta operación y tantas las cartas que el guardia marina dio a su comandante, que éste, con airecillo de genio fuerte, le dijo:

-¿Y usted no recibe carta?

-No, señor; no tengo quien me escriba.

Quedose el valiente marino mirando a los ojos de aquel muchacho, y debió comprender que hay mayores tiempos que los que se corren y capean: que hay seres para quienes la vida es un constante naufragio y quedan como boyas, sin morir de hambre ni de sed, y sin llegar jamás a tierra. Seres a quienes nunca se les devuelve la caricia que hicieron: tan desgraciados y tan dignos de compasión como el cabo cartero que nunca recibiese carta.



  —279→  

ArribaAbajo Meditemos

Lo primero que debe hacer todo guardia marina al levantarse es bendecir a Dios porque le da un día más, y a don Juan Romero que le dio un año de menos. Después pedirá al Todopoderoso que envíe a la tierra un ministro que acabe para siempre con esa etapa de la carrera que convierte al hombre en Midshipman.

Lo cierto es que si los cuatro años de guardia marina están dedicados a prácticas de lo aprendido durante dos en la Escuela Naval, o se practica malamente o se estudia muy deprisa, porque en la mayoría de las carreras militares se estudia durante cuatro años y se practica uno, aunque bien puede ocurrir que esté equivocada la mayoría.

Si de los cuatro años sirven tres, dos o uno para aprender teorías, podían hacerse estos estudios en una academia, donde, seguramente, se estudia con más sosiego y con más aprovechamiento.

Y finalmente, para no ser molesto, siempre que me ocupo con estas cosas pienso como los respetables ancianos anteriores al señor Beránger, y que eran partidarios de que se entrase en el Colegio Naval a los diez años y sabiendo poco, y se llegase a ser alférez de navío a los dieciocho años y sabiendo mucho, y sigo deplorando que a los veintidós años haya un joven empleado seis en su carrera y por haber usado cinco meses para reponerse de la enfermedades que produce la vida en la camareta, tenga que esperar otros seis meses para terminar su carrera, si tiene desparpajo suficiente para examinarse con lucimiento, porque de lo contrario tiene que esperar otro semestre, y entonces si le ocurre igual desgracia se queda en la calle tan paisano como su portero, si no es éste guardia de orden público.

Conste que yo respeto las leyes y que excito a que se cumplan, singularmente aquéllas que forman base de la disciplina militar, y son, por tanto,   —280→   garantía del bien de todos; pero deploro que a un guardia marina enfermo se le niegue un mes de licencia que necesita para concluir de restablecerse, obligándole de este modo a abandonar para siempre una carrera tan honrosa y tan de su gusto.

Hay oficiales que piden cosas grandes, que serán o no posibles, pero que positivamente son grandes. Hay quien pide privilegios, que podrán o no justificarse, y si a estos pedigüeños se les niega lo que piden y reclaman su licencia absoluta y se les concede, no entrañará este acto la extremada severidad (me quedo corto) que supone el negar un mes de licencia a un niño enfermo que lleva cinco años dedicando sus energías al estudio de su honrosísima profesión.

Todos saben que no hay marinos para los barcos que se construyen, y que es preciso construir, y quisiera conocer el número de guardia marinas que durante los últimos veinte años han pedido su licencia absoluta. Después, creo que me sería fácil deducir que esta desgraciada clase no recibe halagos de ninguna especie, y es raro tamiz por donde sólo pasan el cuerpo atlético y el espíritu heroico. Continuamente aparecen hombres insignes (y hace poco le correspondió el turno a un jesuita escritor) que han sido marinos.

¿Tan pletórica de genios está la armada que pueda desprenderse sin pena de hombres que la conservarían las glorias que tiene adquiridas? Yo no lo sé, pero sé otra cosa; sé que de los labios de los despedidos y de los retirados, de los que huyeron aburridos o enfermos, nunca ha salido una frase de rencor para el cuerpo que no quiso conservarlos a su lado. Sé algo más; sé que en nuestras guerras civiles con cantonales y carlistas, nunca ha preparado armas contra la marina española ninguno de esos licenciados, por regateo de un ligerísimo consuelo.

Yo no pensaba en estas cosas cuando era guardia marina, ni tenía más pensamientos que ir a tierra si estaba franco, hacer mi guardia de la mejor manera posible, calcular la longitud por las alturas tomadas a las ocho y la latitud por la meridiana y contar los nudos de la corredera para determinar la navegación por estima. Sufría pacientemente los arrestos y los plantones en la cofa, que siempre tenía merecidos, los cálculos de distancia lunisolares,   —281→   el hambre cuando se acababa el rancho por inexperiencia del ranchero o cortedad de los diez duros mensuales, y la sed cuando nos ponían a ración de agua, que solía ser más escasa que el apetito, y nos obligaba a desear la noche para beber en los aljibes de la marinería.

Todo mi afán era llegar a alférez de navío para cobrar mis sesenta y tres pesos todos los meses, hacerme un traje de gala y otro de media gala, enamorar a las muchachas que no descendían hasta los guardia marinas, y pasearme por Madrid vestido de uniforme y arrellanado en el coche de mi madre recibiendo los finos obsequios de los aristócratas amigos de mi casa y las insinuaciones cursis de las burguesas que aspiraban a cortesanas de la nueva monarquía de don Alfonso XII.

Y como no tiene nada de interesante la monótona vida hecha con dos cordoncillos, o me parece que no tienen interés las cotidianas faenas de a bordo y las reuniones en el Louvre de la Habana, la casa de Aneiros en el Ferrol, el café de Zamora en Cartagena, la Alameda en la Isla y la Primera en Cádiz, voy a recordar un hecho que tiene algo de notable, porque se refiere a Su Majestad el Rey don Alfonso XII, y nuestros reyes de todos los tiempos no se han distinguido por sus aficiones marineras.

No tuve el honor de hacer con Su Majestad el viaje por la costa Levante de España, pero hice el del Noroeste, y relataré dos escenas que satisfacen extraordinariamente mi amor propio.

El segundo día que almorzó Su Majestad a bordo de la fragata Vitoria, que era la capitana, notó que yo me quedaba sin comer, porque siendo el último mono llegaba el momento de servirme cuando el Rey concluía, y desde entonces Su Majestad tenía la bondad de hacerme plato. Además prevenía el reglamento (me lo sabía de memoria) que a los guardia marinas les estaba prohibido fumar, y por consiguiente al servirse los cigarros me abstuve de coger ninguno, conque Su Majestad, que todo lo observaba, me envió por el Conde de Sepúlveda un buen habano. Pues bien, aquella noche navegábamos, y yo hacía la guardia de doce a cuatro. Estaba apoyado en la caña del timón mirando una bitácora sin verla, y oyendo las contestaciones que el timonel y sus ayudantes daban a los terrestres de la servidumbre del Rey, que pasaban la noche en vela preguntando   —282→   el rumbo sin saber lo que era y haciendo pueriles alardes de matelotes. Oí a mi espalda que me decían:

-Caballero guardia, ¿qué rumbo llevamos?

-Oeste -contesté sin moverme.

-No es posible.

En la sombra, de pie y erguido con la gentileza que le era característica, estaba Su Majestad el Rey don Alfonso XII.

Me cuadré.

-No es posible, caballero guardia, que vayamos a ese rumbo.

-Perdone Vuestra Majestad, señor; pero estamos empeñados en un cabo y para remontarlo nos es preciso ir casi al Oeste.

-¿Tendrá faro?

-Sí, señor.

-¿De luz continua?

-No, señor; de luz intermitente.

Siguió nuestra charla, empezó a pasear el Rey por la banda de estribor del alcázar y yo fui acompañándole. Salió el sol por la poética tierra gallega, y pedí permiso a Su Majestad para entregar mi guardia. Aquella noche sentí que don Alfonso fuese Rey de España, porque hubiera sido mi mejor amigo; quizá mis cuidados le hubieran salvado de la muerte, y se me debe permitir esta presunción que no es ofensiva y halaga extraordinariamente a mi cariño.

Hablamos de la Escuela Naval y de la vida de a bordo, y le expresé todas mis ideas con ingenuidad completísima, quedando de paso absorto de la extraordinaria ilustración de Su Majestad, porque se han hecho proverbiales, acaso con razón, la ignorancia de los reyes y las mentiras de la Gaceta.

¡Qué pasajera excepción!

Algún tiempo después, yendo yo vestido de paisano, vi a Su Majestad el Rey que iba en coche por la calle del Arenal; volvió la cabeza don Alfonso repetidas veces mirándome con tal insistencia que llamó hacia mí la atención de los transeúntes, exponiéndome a que me detuviese algún celoso polizonte decidido a ascender. Quizá tuviera don Alfonso el presentimiento de que en aquella acera quedaba su más entusiasta amigo y admirador. De todos modos, el más desinteresado y constante.

  —283→  

Fui a vitorearle cuando volvió de Francia, y le vi por última vez en Moncloa, donde paseaba en un coche cerrado, con el rostro lívido y las manos descarnadas, triste como campo que empieza a marchitar el primer soplo que envían las nevadas cumbres de la sierra, interesante con el interés que produce en el alma honrada la desgracia, que es fatal e injusta, respetable como el vencido que siempre es más digno de respeto que el poderoso.

Jamás hubiera aceptado aquella monarquía uno de esos favores que obligan a agradecer, porque cuando se ama no se cobra, y estos mis amores monárquicos me dan algún derecho para repetir, refiriéndome a la monarquía, lo que antes dije refiriéndome a la armada. No creo que las monarquías estén muy sobradas de entusiastas incondicionales que por sus medios sirvan al menos para conservar el tradicional respeto obtenido por las monarquías. Y creo en lo dicho porque las monarquías se liberalizan y se democratizan logrando así el apoyo de todas las clases sociales. Pues bien; sólo me explico como consecuencia de una irreflexiva ingratitud que se perdone a los sublevados realizando un acto hermoso, que yo aplaudo, y se consienta que una autoridad de orden inferior coja a un monárquico probado, le llame demagogo, le moleste, le insulte, le embargue sus bienes y disfrute tranquilamente el premio de tales hazañas.

Pues bien; el monárquico a que me refiero murió pobre y abandonado en Ferrol cuando yo estaba preparándome para sufrir el examen de ascenso a alférez de navío, y la tarde del día en que murió me decía cogiéndome las manos:

-Tú empiezas y yo acabo. No desmayes por lo que ves en mí, porque ni el sacristán es Dios ni el polizonte es César. Los espíritus mezquinos sólo ven leño en las imágenes de los santos y reniegan de Dios porque le creen tan defectuoso como el sacristán y reniegan del César porque le juzgan tan defectuoso como el polizonte. Hay que tener conciencia de los propios actos y de los propios pensamientos, y si Dios se queda sin fieles y el César sin servidores, sea la culpa de quien la hubiere, pero no demos motivo para que se entienda que nuestras opiniones son versátiles y tornadizas como el criterio de un mal sacristán o el de un esbirro soberbio y bilioso.

  —284→  

Aquella lección me ha sido provechosa, y desde que puse estrellas en mis mangas he creído siempre que las diminutas infamias que nos molestan de continuo en nada menoscaban el principio de autoridad, la satisfacción del deber cumplido y las relaciones que deben unir a los hombre cultos y cristianos, para despecho de los miserables que quisieran hundir en su miseria a toda la humanidad.

Cuando iba de Ferrol hacia Madrid contemplando con legítimo orgullos mis insignias de alférez de navío, recordaba sin cesar el encargo de mi infeliz amigo, y me disponía a cumplirlo en cuanto me fuese posible.

Me aguardaba mi madre en la estación; la viejecilla se abrazó a mí preguntándome cuántos meses de licencia me permitían disfrutar en aquel cariñoso nido que apenas había visitado durante mis cuatro años de guardia marina. Empecé a gozar de las caricias de mi madre, orgullosa de tener un hijo tan guapo, según ella decía, y después me ha repetido mi mujer, y tan estudioso y obediente que merecía llevar aquel uniforme de gala con que mi madre hubiese querido que me pusiese a comer y me echase a dormir.

A los pocos días recordé la promesa que hice al muerto, y me decidí a cumplirla. Madrugué y me fui al Escorial; el panteón de los reyes estaba cerrado, y a pesar de todas mis gestiones me fue imposible realizar mi propósito, que se reducía sencillamente a hincarme de rodillas ante la tumba de don Alfonso XII, rezar un Padrenuestro por encargo de mi difunto amigo y recordar en lugar tan solemne el sincero cariño que me unió con aquel monarca inolvidable, y que no pudieron esterilizar la Revolución de septiembre, las etiquetas palaciegas, los ridículos celos de algunos cortesanos y aquella puerta inmóvil y despiadada que cierra el sepulcro de los reyes en el monasterio de San Lorenzo, símbolo de algo peligroso o inútil que separa a los monarcas de su pueblo, que veda a éste el cumplimiento del grato deber cristiano que lleva al vivo a la tumba del muerto para agradecerle, orando a Dios por él, las virtudes que le hicieron amable durante su vida, y digno de constante alabanza después de su muerte. Algo que ha matado reyes en el patíbulo y ha fusilado viejos, mujeres y niños en los campos yermos o en las tapias de alguna iglesia escarnecida o abandonada. Algo que hace constantemente en la humanidad su labor infame, que llena la historia de crímenes   —285→   y entristece los hogares y produce el desaliento en los espíritus honrados. Algo que debió nacer de la envidia ayuntada con el orgullo por la soberbia. Algo que no está en el trono, ni está en las calles, ni en el sagrario, ni entre los feligreses, ni es Dios, ni creyente, ni rey, ni pueblo.

Algo tan inexplicable en lo grande como lo es en lo chiquito el ser guardia marina, que no es cadete, ni oficial, ni estudiante, ni matelote, ni fu, ni fa. Un error muy bien calculado para que produzca los mayores errores posibles, dicho sea con permiso de los infalibles que no son dioses, ni reyes, ni creyentes, ni pueblo.





  —[286]→     —287→  

ArribaAbajoDe oficial


   «Olas del mar que camináis a España
por do miro nacer la luz del día,
llevad, llevad mi pena a la cabaña
donde muere de amor la madre mía».
Así cantaba, al lado de la caña,
el bravo timonel, puesto en crujía,
sin que dejase de observar atento
la aguja, el aparejo, el mar y el viento.
    «Arriba, timonel», grita en el puente
el joven oficial con voz segura
y «Arriba» le contesta prontamente
el timonel con frase breve y dura.
Gira luego el timón pesadamente,
llénase en viento el puño de la amura,
y la proa en la aguja va marcando
que el ligero bajel marcha arribando.


Silverio Lanza                


  —288→  

ArribaAbajo ¡Chinchorro!

-Allá va.

-¡Chinchorro!

-¡Qué!

-A bordo.

Y mientras dura el día está el chinchorro en constante movimiento. Se suprime el bote de los guardia marinas, el de la maestranza y el de rancheros, y quien está franco va a tierra en el chinchorro.

El hombre que hace este servicio es objeto de continuas chanzas.

-¡Adiós, patrón!

-Patrón y proel.

-Así se aprende a bogar de punta.

-Cuando estás franco no vas tantas veces a tierra.

-Busca dos lampazos para empavesadas.

Pero el individuo oye con tranquilidad, recordando estas palabras de Virgilio:


Caron, non ti crucciare;
Vuolsi cosi colà, dove si puote
Ciò che si vuole, e più non dimandare.

Porque esto lo han oído antes y después que lo dijese el Dante, con frase tan bella, todos los hombres obligados a obedecer.

A las veces suele ser el chinchorro una cáscara de avellana, sin timón y con dos toletes mermados por su continuo roce con los remos, cuyos estrobos fueron improvisados con unas pocas filásticas. Pero en otras ocasiones es una desgraciada buseta venida a menos, y entonces resulta un chinchorro con chumaceras y aun con guardines en la caña del timón.

  —289→  

Este lujo es triste como el sol poniente y el recuerdo del placer perdido, y parece una condenación de nuestro orgullo aquel bote que fue lindo y que ya solamente atraca a la escala de babor.

No siempre, porque ahora recuerdo que un chinchorro estuvo mejor tripulado que la primera canoa.

Había fondeado la goleta Concordia en el puerto de Ferrol. La mandaba Fulano de Tal (no cito su nombre porque... ya sabrán ustedes por qué), teniente de navío de primera clase, guapo mozo y buenísimo, mejorando lo presente. (Lo presente es el lector).

Yo estaba embarcado en la goleta con mucha satisfacción mía, porque Fulano me dedicó su amistad, y entiendo que con un poquito de cariño se vive bien en cualquier parte. Y no era Fulano aficionado a prodigar su afecto, porque tenía genio fuerte y modales bruscos, que forman el artificioso carácter con que los buenos ocultan su bondad para que nadie abuse de ella, y prueba de esto es la escena ocurrida en aquel excepcional chinchorro.

Volvíamos a bordo Fulano y yo, y la canoa no nos aguardaba; teníamos interés en llegar pronto a la goleta, y mi comandante me dijo:

-Vámonos en el chinchorro.

-Vamos.

El marinero se cuadró y saludó militarmente, pero al ponerse Fulano con un pie en la regala vio que aquel hombre estaba llorando.

-¿Qué te pasa?

-Nada, mi comandante.

Y el hombre procuraba contener sus sollozos.

-No seas mameluco. ¿Qué hay?

-A madreciña mía que está muriendo.

-Resignación, muchacho, resignación.

-Y en aquel bote va mi hermano.

-¿Eres de aquí?

-Soy de Mugardos.

-Vete.

-¿Mande usted?

-Que te vayas.

-Pero, ¿adónde?

  —290→  

-A tu casa.

-¡A mi ...! ¡Dios se lo pague! ¡Mi madre bendecirá a usted si llego a tiempo!

Y el infeliz iba corriendo, y se volvía a mirarnos temeroso de que le llamásemos.

-Me cargan estas sensiblerías.

Y el comandante se ponía serio como si dijese la verdad.

-Esperaremos a que nos vea el guarda banderas y venga la canoa.

-Oiga usted.

-¿Qué hay, Lanza?

-Yo remaré, y listos.

-¡Estaría chistoso!

-Y me quedaría muy honrado.

-Yo lo sería.

-Pues, avante.

-No haga usted locuras.

Pero las hice. Me ayudó... (ya iba a decir su nombre) bogando con un remo, y aquel feo chinchorro atracó a la escala de estribor, y fue saludado por el pito del oficial de mar.

Cundo llegamos a la cámara volvió a repetir Fulano.

-Bonito zafarrancho ha producido esa sensiblería.

Yo coloqué mis manos sobre los hombros de mi jefe, y mirándole con cariño le dije:

-Dentro de unos minutos estará la viejecilla dando a usted la santa bendición de una madre.

-Es verdad.

-También nosotros necesitaremos ayuda cuando nuestras madres mueran.

-Yo juro que ayudaré a usted.

-Pues cuente usted con otra bendición.

Y es cierto que los ojos se nos llenaron de lágrimas.

Yo confieso mis flaquezas, pero oculto el nombre de aquel comandante, porque, desgraciadamente, hemos dispuesto que las autoridades pueden ser soberbias pero no deben ser humanas.



  —291→  

ArribaAbajoEl viaje del tío Carando

Tenemos unas posesiones que administrábamos, en otro tiempo, de la manera siguiente:

Quedaba una isla abandonada durante seis o siete años, sin un soldado, sin la visita de un barco de guerra y sin más símbolo de autoridad y del dominio de la metrópoli que un indígena hecho gobernador sin que él supiese quién le había nombrado, y a las veces por usurpación o por herencia. El tal gobernador sólo ayuda a sus amigos y parientes, y se limita a manifestar su autoridad llevando al aire los faldones de la camisa. Siempre que viene un nuevo jefe se dispone la cobranza de los impuestos en la isla que me sirve de tipo para estas consideraciones, y como es natural, se ven obligados aquellos indígenas a pagar de pronto la contribución correspondiente a siete años, con recargos y otros gravámenes. Es lógico que los contribuyentes no paguen, y no pagan. Entonces se envían a la isla una columnita de ejército y dos barquitos, y al cabo de tres meses nos hemos gastado en pólvora y proyectiles más de lo que importaban las atrasadas contribuciones; hemos sufrido algunas bajas; no hemos cobrado un cuarto; hacemos la paz, prometiendo no percibir las contribuciones en algún tiempo; los periódicos ministeriales desenfundan la trompa épica para celebrar nuestros triunfos, y España sigue viviendo con honra y expuesta a morirse de hambre.

Claro es que esto sucedía en tiempos pasados, y a ellos me refiero al relatar a ustedes lo que nos ocurrió una noche en aquellas tierras al tío Carando y a mí.

El tío Carando era sencillamente nostramo Marchena, a quien la gente había dado aquel apodo porque siempre aludía al tío Carando en todas sus historias.

  —292→  

Estábamos en tierra unos cuantos individuos bajo mis órdenes, Marchena y yo custodiando la costa para evitar que los enemigos hiciesen alguna avería en el cañonero. Distribuí la gente y me senté con Marchena en lo alto de un bardal. El contramaestre, que era fumador incansable, encendió la mecha y después el cigarro, procurando que la lumbre no fuese vista entre las negras sombras de aquella oscura noche, y yo, que era un muchacho, imité su conducta y me tumbé sobre el musgo diminuto disponiéndome a pasar la guardia de la mejor manera posible.

-Marchena, bien podía usted contar algo.

-Si hubiera otro cariz contaríamos las estrellas.

-Ya las veremos de día.

-¡Bah!, estos cucús ni saben tirar ni tienen buen armamento.

-Por mí que los ahorquen.

-Amén.

-Lo que yo quiero es volver a España.

-Pues está lejos.

-Si hubiese ferrocarril hasta Cádiz.

-También se tardarían algunos días.

-Pues iremos en globo.

-P en la goleta del tío Carando.

-¿Y cómo era esa goleta?

-Pues el tío Carando pensó una vez en dar la vuelta al mundo, y le dijo su compadre, que tenía una freiduría en la isla, que yendo para Levante se llegaba con un día menos, a lo cual respondió el tío Carando que llegaría con tanta ventaja que volvería a Rota el día antes de haber salido. Y era porque el hombre se hacía esta cuenta: si yo me subo a los aires veré cómo da vuelta la tierra y a las veinticuatro horas pasará Rota por debajo, y en un día habré dado la vuelta al mundo. Pues bien; si yo en lugar de estarme quieto voy adelantando camino, tanto podré correr que llegue a Rota el día antes de haberme marchado; luego aquí lo que hace falta es un barco de mucho andar.

-Me parece, Marchena, que esos perros han debido ver la lumbre de los cigarros porque tiran hacia aquí.

-Ésos están disparando toda la noche para ahuyentar al miedo.

  —293→  

-Pero se oyen las balas.

-Y tiran sin saber adónde.

-En fin, siga el cuento.

-Pues nada, que el tío Carando encargó que le hiciesen una goleta que navegase mucho, y siempre para el Este con cualquier viento que hubiera. ¿Sabe usted que esos niños atizan de verdad?

-Y acabará la noche en zafarrancho.

-¡Que los pasen por ojo!

-Visto y hágase.

-Pues bien; la goleta debía tener otro mérito, porque había de mantenerse en los aires con objeto de que al acabar el Mediterráneo no hubiera más que subirse hacia el cielo, dejar que pasase toda el Asia por debajo, volver a navegar por el Pacífico, elevarse otra vez para que pasase América, descender en el Atlántico y... ¿sabe usted que me voy a tumbar porque presentaré menos blanco, y esos perros atizan candela? Pues bien; ahora verá usted el viaje.

Marchena se tumbó y estuvo callado un momento.

-Me parece que no concluye usted la historia, porque esto se va poniendo grave y habrá que reunir la gente y tomar una determinación. Marchena seguía callado.

-¿Se ha vuelto usted mudo?

Seguía el silencio, y entonces adelanté mi mano derecha y tropecé con una del contramaestre. Empezaba a quedarse frío y comprendí lo que había pasado. No tuve prudencia, me levanté, dije al cabo de mar que trajese el ojo de buey, descorrimos la pantalla y vimos a nostramo muerto con un balazo que le había entrado por el ojo izquierdo.

Reuní la gente, mandé hacer fuego sobre el enemigo y no nos contestaron.

A la mañana siguiente volví a ver, lívido y helado, el cadáver de Marchena.

El infeliz Carando había dado la vuelta al mundo.



  —294→  

ArribaAbajoHuérfano

Cuando teman ustedes que les ocurra alguna desgracia estén tranquilos, porque todas las desgracias son traidoras y llegan cuando no se las espera.

Me hallaba embarcado en la Vitoria, que estaba fondeada en el puerto de Lisboa, cuando murió mi madre, y el telegrama anunciando a mi comandante tan triste suceso llegó a la capital portuguesa cuando ya nos hallábamos en alta mar.

Quince días después fondeamos en Cartagena; salté a tierra, llegué al casino, mandé preparar el almuerzo y escribí a mi madre una carta cariñosa dándole cuenta de lo mucho que me había divertido en Lisboa, donde Su Majestad el monarca portugués (q. e. p. d.) había obsequiado galantemente a nuestra escuadra.

Cuando volví a bordo aquella noche me dijo mi compañero y amigo, el perfectísimo caballero don Lorenzo Viniegra, que nuestro comandante don Luis Bula deseaba darme un recado. Pero el señor comandante estaba durmiendo, y aguardé impasible a que llegase la mañana siguiente.

Díjome el señor don Luis, a quien he citado en otra ocasión alabando su exquisita cortesía y sus bellísimos sentimientos, que mi madre estaba enferma. Sospeché mi desgracia, porque no era lógico que se me diese noticia de una enfermedad empleando un medio tan extraordinario. Insistí, negaba caritativamente el bondadoso comandante, y, finalmente, me facilitó pasaporte para ir a Madrid y acompañar a mi madre en su enfermedad. Pero antes de irme a tierra me dijo Pera te, ese nostálgico de todo lo perdido, que mi madre había muerto. Federico Velarde me colocó en la gorra un trozo de gasa, y salí hacia Madrid en el primer tren.

  —295→  

Aquella tarde la hizo el demonio para mi tormento, y yo se la perdono, porque sería indigno vengarse de una entidad tan despreciable. Iba a mi casa, que hallaría desierta, porque mi madre era el encanto de aquel hogar; y pensé, mientras el tren corría, en todos los dolores que me aguardaban. Después vi que mi sufrimiento era mayor que el imaginado cuando buscaba por todas las habitaciones aquella viejecita que se miraba en mí y que me trataba como a un chiquillo tirándome de las barbas como en otro tiempo me tiraba de las orejas.

Cada mueble, cada cuadro, el objeto más insignificante abría la herida de mi dolor, que brotaba lágrimas por mis ojos. Y para mayor tormento, no me faltaban esos consuelos oficiosos que sólo sirven para reconcentrar la pena en lo profundo del corazón, cuando no llegan hasta el extremo de olvidar el respeto que merece tan irreparable desgracia. Aumentaba mi duelo la consideración de que aquellas lujosas misas, aquellas invitaciones, la negra ropa y el expediente de testamentaría hecho con arreglo a la ley, que cohíbe la voluntad del testador eran, en suma, sacrificios que yo hacía ante el altar de la diosa sociedad, y para mi madre nada, nada más que mi pena, que era mi oración, y mis lágrimas, que eran mi culto.

Dormía, sin hacer caso de ajenos consejos, en la cama donde había muerto mi viejecita, y pasábame las noches contemplando el bondadoso rostro de aquella imagen de Nuestra Señora del Carmen, que tenía mi madre colocada en un altarito, servido piadosamente por su temblorosa mano en los últimos días de su existencia.

Hubo noche en que creí que la Santísima Virgen me concedería la dicha de amanecer muerto, librándome así de la estúpida contemplación con que autorizaba los desprecios al alma que se manifiestan en los obsequios al cadáver y los desprecios al cuerpo amado, que se manifiestan hipócritamente encerrándolo pomposamente donde no estén nuestros brazos para cumplir lo que era deber mío, el santo deber de cuidar del cuerpo de mi madre hasta que desapareciese, como mi madre cuidó del cuerpo mío, sin abandonarlo desde el instante en que aquella bendita mujer me sintió en sus entrañas.

Después he dado gracias a la Virgen, que me conservó la vida, permitiéndome cumplir la misión del hombre en la tierra y poder hoy esperar   —296→   la muerte, sin desearla, satisfecho porque he procurado ser bueno, y porque dejo hijos más perfectos que su padre y que llorarán mi muerte como yo lloré la de mi madrecita idolatrada.

Por fin, llegó el día en que el Estado me puso en posesión de los bienes, que siempre fueron míos, sin dejar por eso de pertenecer a mi madre, idea de la propiedad que predicó Jesucristo, y que sólo practican santamente algunas comunidades religiosas. El Estado, por avenirse a reconocerme mi nueva propiedad, se quedó con una parte de ella, y yo me quedé con el derecho de pleitear y de pagar las costas si algún litigante no estaba dispuesto a reconocerme los derechos que me reconocía el Estado.

Dejé mi casa conforme estaba, nombré un administrador y me presenté en el Ministerio y allí me dieron la triste noticia de que había sido desembarcado de la fragata Vitoria.

Esto era quedar dos veces huérfano.

Y así lo era, porque la fragata Vitoria constituía en aquellos tiempos una maravillosa muestra de la bondad de Dios, que había reunido en un solo barco más de mil hombres dispuestos a cumplir con su deber, de tal modo, que desde el último marinero hasta el general Durán, que era el almirante, sólo se hallaban tipos de caballerosidad como el sargento Mena, Moimeme, el guardia marina, oficiales como Castilla, Lara y Estremera, jefes como Santaló, Armero y don Vicente Montojo, brigadieres como don Luis Bula y generales como don Santiago Durán y Lira, y por cierto que, respecto a este señor y a nuestro mayor general, que lo era don Vicente, me ocurrió este lance con un ilustre extranjero que acompañaba a la corte cuando ésta se hallaba en la Coruña.

-Es extraordinaria la estatura del General.

-Sí que es buen mozo.

-Y esto es extraño en un español, y singularmente en un marino.

-Amigo mío, no sea usted rutinario como todos los extranjeros que visitan a España.

-No quisiera serlo.

-Pues bien; aquí se crían hombres tan altos como en cualquier otro país, y si ustedes no los conocen es porque el itinerario de todo extranjero es   —296→   siempre el mismo: El Escorial, Madrid, Toledo, Sevilla, Málaga, y vuelta a Marsella.

-Un poquito cierto y un poquito exagerado.

-Además, no creo que a los marinos les convenga tener la estatura de don Ramón Auñón, sino en el caso que así lograsen la ilustración y las bellísimas cualidades de tan excelente sujeto.

-De todos modos, es conveniente ser bajo para andar por batería.

-De igual modo debieran los jinetes tener las piernas más largas que la marca.

-No nos entendemos.

-Ni será posible que nos entendamos.

-Insisto en que el General es muy alto.

-Pues no se le puede quitar nada, porque es bueno desde los pies hasta la cabeza.

-Quien tiene aire de marino es don Vicente Montojo.

-Conforme, pero procure usted que ningún Montojo lleve F., porque esos Montojos resultan imposibles.

-La F. se me hace más suave.

-Pero da una suavidad que no se aviene con nuestro lenguaje, que es, como nuestro carácter, duro y claro.

-Usted perdone, y suprimiré las efes.

-Hará usted bien.

Aquel extranjero, que admiraba, como yo, la finura y las condiciones marineras de don Vicente, se acostumbró a pronunciar la jota para no incurrir en grave descortesía con el cuerpo general de la Armada.

Y ya que he hablado de Moimeme, recordaré una de sus hazañas, porque el tal muchacho las realizaba a menudo.

Era un entusiasta de su carrera y de su uniforme. Consentía que los marineros saliesen con faca, con tal de que no saliesen desarmados; acompañaba a cualquier borracho que llevase botón de ancla, y, finalmente, cierta noche realizó un acto que yo le agradezco y le agradecerán seguramente todos mis compañeros. Serían las dos de la madrugada cuando paseábamos por el Cantón de Ferrol unos cuantos oficiales cantando, riendo y alterando   —298→   el silencio sepulcral que arrulla el sueño de todos los serenos del mundo. Se nos vinieron encima los nocturnos guardianes y nos amonestaron con los regatones de los chuzos, por carecer seguramente de otro lenguaje más atento, o por entender que aquella mímica era más persuasiva. Excuso decir que si hubiéramos llevado armas hubiéramos cometido la atrocidad de enviar a algún sereno a cantar la hora en el otro mundo. Nos defendimos como nos fue posible, e ingresamos en la prevención, de donde pasamos al cuartel de infantería de marina por orden del señor gobernador militar.

Moimeme, que no estaba a bordo, se enteró de lo ocurrido, y sin fijarse en que un guardia marina no tiene jerarquía militar, se fue a la casa del señor brigadier gobernador de la plaza, y allí insistió, habló elocuentemente de la s anclas arrolladas por los chuzos, no se dio por entendido de las advertencias que le hizo su jefe, unió lo patético a lo lógico, y consiguió que el señor brigadier le diese la orden para que nos pusiese en libertad. Y con ella llegó al cuartel el muchacho jadeante por la carrera y orgulloso por su victoria.

Ignoro cómo se llamaba aquel señor gobernador, y si vive, que lo deseo, alguna vez habrá recordado esta escena, y convendrá conmigo en que los guardia marina que así defienden a sus oficiales son aptos para defender mañana la patria, que está donde ondea nuestra inmaculada bandera gualda y roja.

Ignoro también lo que habrá sido de Moimeme, a quien estas hazañas daban, no sé por qué, fama de levantisco. Sólo sé que pidió y obtuvo su licencia absoluta por conducto de su jefe del señor D. F. Montojo.

Ello es que me quedé huérfano dos veces, y fui a otro barco, donde vivíamos apedreándonos con los artículos de las ordenanzas.

Lord Byron decía que el matrimonio viene del amor, como el vinagre del vino, y el pensamiento es tan completo, que todo vino bueno acaba en agrio vinagre si no se le tiene guardado convenientemente, y este trasiego de mi persona desde la Vitoria a otro barco me agrió el carácter y resolví endulzarlo con la caña americana. Pedí ser trasladado a la isla de Cuba y me enviaron a Filipinas, quizá para darme enojo, o quizá por un error geográfico muy disculpable.

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Cuando salí de Barcelona envié a la tierra una oración que espero llegase hasta la tumba de mi madre, y al pasar por el paralelo de Cartagena di a las olas encargo de que llevasen mi saludo ante el espolón de la fragata Vitoria, donde aprendí a ser humano, afable y esclavo de mis deberes.



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ArribaAbajo Una cruz de San Fernando

Estábamos embarcados en la fragata Blanca, es decir, acababa de embarcarme, porque yo llegué a bordo a las nueve de la mañana, y el hecho que voy a referir ocurrió a las once y media.

No sé si estaban cargando granadas a proa o si habían subido granadas cargadas a cubierta con un fin que desconozco. Ello es que, de súbito, vi que toda la gente corría hacia popa.

-¿Qué ocurre? -preguntábamos los demás.

-Una espoleta que se ha inflamado.

-¿Cuál? ¿Cuál?

-Aquélla.

Y todos señalaban a una granada que permanecía impasible, negra y muda, a estribor y delante de la chaza correspondiente a la mesa de guarnición del palo mayor.

Causaba terror ver el terror ajeno, y nos agrupábamos detrás de la caña, del mesana y del tambucho de la escotilla de popa.

De repente, un alférez de navío, el señor Paredes, muy querido por todos, a pesar de sus rarezas de carácter inglés, salió de las oficinas del detall, cruzó por la desierta cubierta, cogió la granada, y comprendiendo que la mesa de guarnición era un impedimento, corrió hacia el portalón y allí viose con el quinto bote que aguardaba a los oficiales, bajó algunos pasos de la escala, entregó la granada al patrón, y éste la tiró al agua.

En verificarse esto se tardó menos tiempo que ha tardado el lector en leer el relato.

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Cuando ya la granada caminaba hacia el fondo todos éramos unos héroes y contemplábamos el sitio donde estuvo el proyectil, las manos de Paredes y la nuevamente tranquila superficie de las aguas.

Enseguida se despertó el entusiasmo hacia el distinguido oficial que había evitado una catástrofe y nos había salvado la vida. Hubo abrazos, apretones de manos, programas de banquetes y de fiestas, y por fin se hizo algo serio: hubo juicio contradictorio, y el señor Paredes obtuvo la cruz de San Fernando. Pocas se habrán dado mejor merecidas. Aquella fue la recompensa justísima que otorga el Estado: a ella debe agregar el señor Paredes nuestras sinceras gratitud y admiración.

Ignoro el nombre del marinero que tiró la granada al agua. Era el patrón del quinto bote, pero no se sabe más.