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ArribaAbajo Citeres, ida y vuelta

SIN DUDA ALGUNA, también dormido, se afeitó; se bañó, se hizo con gran habilidad el nudo de una corbata escocesa, pues al día siguiente, que era lunes, despertó en un barco perfumado de alquitranes, enredado en cordajes, cabellos azules de mar y rubia pelambre de la barra de un río, que desde muy lejos -ciudades imperiales e imperiosas, reales sitios- arrastraba una melena ferruginosa y sanguinaria.

Celedonia sonreía, muy cerca de su rostro. En el esmalte de sus dientes temblaban los pequeños arco iris de las conchas y las perlas.

-¿En qué soñabas? -le preguntó.

-No lo sé. ¿Vamos hacia la isla?

-Tampoco sé yo eso. Pero me parece que no. Aislarnos creo que no estaba en nuestro programa ni creo que esté en nuestro billete.

-Pues no me gusta. Porque nadie debe embarcarse si no es para ir a alguna isla, pues para ir a otra parte cualquiera, bien se va por tierra firme.

-¿No has traído la máquina, ni los trípodes?

-No, probablemente será imposible hacer fotografías del sitio adonde vamos.

-¿No son buenos todos los bellos sitios?

-Yo no soy artista, Celedonia; desconozco todas las técnicas que abastecen la emoción estética. No sé hacer versos, dibujo lo indispensable para los exámenes, un piano o un violín me parecen instrumentos de otro planeta. Para ser artista no me falta más que eso, lo principal: dominio del instrumento, la habilidad; lo que se tiene de derecho divino, por la gracia de Dios, como las monarquías, porque lo otro, la sensibilidad, la inspiración, la vida interior y otras camamas, eso lo tiene cualquiera. Me he refugiado en la fotografía, que requiere tino para la selección, sentido de inquisidor de la naturaleza; gusto, en lenguaje vulgar. Creo que es por ahí por donde deben empezar los artistas innatos que no comenzarán jamás una tarea artística.

-Creo que podré servirte de mucho en tu empresa. Todas las bellezas, las del paisaje, las de lo pintoresco y lo nacional, las de la arquitectura, necesitan una figura humana   —152→   que las refuerce, las complemente y les dé una interpretación. A eso he venido yo, Agliberto, a animar lo inanimado, a ser persona destacada del coro de la naturaleza. Soy la décima musa: Celedonia, la de la fotografía.

-¿Así que has inventado un viaje y una temporada en casa de Claudia, has engañado a tu padrastro rechazando vuestro veraneo en Francia solo para eso?

-Solo para eso. Aunque no he engañado a nadie, ni retrasaré nada, ni dejaré de ir a pasar unos días con Claudia, según lo convenido. Ya la he telegrafiado. Dentro de ocho días me voy con ella.

-Sí; pero no te das cuenta de lo comprometido que es para ti figurar en mis fotografías. Es emitir moneda, para la maledicencia, con tu efigie.

-Sí, pero la emisión será por cuenta tuya y en revancha no llevará señas de la Casa de la Moneda. La naturaleza es de todos, y ¡como no podrás retratarte a ti mismo en mi compañía!

-Recuerda, Celedonia, que soy el que da los duros falsos.

El río sangriento y herrumbroso se tornaba célico y unánime, al acercarse al mar. El barco deslizábase muy rápido, con una seguridad y firmeza de vehículo en carretera. Hubiérase creído, por el ímpetu sagital y triunfador con que levantaba espumas rosas y verdes, que era un velero garboso. Pero allí estaban la chimenea, los ventiladores, las barandillas reforzadas por tela metálica, las escaleritas alquitranadas con los bordes de latón bruñido...

Agliberto se sentía emigrante de un país amado y perdido. Además, percibía, vaga y muy confusamente, que había sufrido una pérdida muy grande, de algo muy íntimo y recóndito, en un juego peligroso, reciente, tan inmediato que estaba aún en sus comienzos la sospecha de la merma de tal caudal, tácito, implícito, de existencia incomprobable...

No podía proclamar su descontento, vociferar su disgusto y su protesta ante lo imprevisto e incalculado. En resumen de análisis, toda su tragedia consistía en que una muchacha de veintiún años, al tener conocimiento de su viaje y debiendo pasar una temporada con una amiga suya, había adelantado su salida y se brindaba a acompañarle, fiada en una pura camaradería antigua. El incidente no podía revestir un cariz menos terrible. No obstante, su desazón aumentaba; advertía que los acontecimientos iban a surgir impregnados de tal originalidad que no podría luchar con ellos, provisto tan solo de los gestos, opiniones, ademanes y entonaciones de voz en él peculiares. Era menester imitar a un hombre distinto para comportarse de un modo diferente. Lo antiguo, lo privativo, lo propio bien estaba donde había quedado y en poder de quien lo guardaba.

Llegaron a un pueblo anónimo, indocumentado, antagónico -barro y luz-, igual a otros mil pueblos, de casas garrapiñadas, chalets blancos con persianas verdes, árboles opulentos y tranquilos -¡envidiables ellos!- de pechos sobre las bardas de los muros encalados.

En aquella aldea, situada en la margen opuesta a la que albergaba a la gran ciudad, reinaba una suculenta dulzura en los colores y en el aire. La suave Celedonia, enamorada de las novedades, la saboreaba, apoyándose, subrayándose en el brazo de Agliberto, claudicante apenas, utilizando a su amigo más como bastón que como galán.

-Mientras me duela mi piececito no podré ir a ver a Claudia.

-Sí, en auto, ¿por qué no?

-Necesitaré de ti para poder andar por el mundo. Del brazo de cualquier mujer pareceré siempre una coja, una inválida. Del tuyo creerán las gentes que si ando sin gracia ni prisa es porque voy amartelada y soy un ser dichoso. No me gusta aparentar desventuras y lástimas.

-¿Eres feliz, Celedonia?

-Sí. Como el día de mi primera comunión. ¿No está bien del todo?

A medida que Agliberto intentaba despojarse de su personalidad y carácter, de su alma, para que quedara en prenda en poder de Mab y pretendía imitar los signos exteriores de aquel pobre espíritu de jefe de Administración de segunda clase, se le mostraba con mayor brío la evidencia de la posibilidad de entablar una aventura amorosa con Celedonia. Nunca hasta entonces lo había supuesto. En la confianza e intimidad mutuamente otorgadas quedaba implícito el respeto, a pesar de las familiaridades, pero habiéndose desprendido del lastre de lo íntimo, de la carga del acerbo interior, sentía cada vez más racional, más lógica, más imperiosa y coercitiva, por tanto, la impulsión hacia Celedonia, aunque no la amara, ni le agradase. El diablillo de la ocasión le azuzaba, rojo cereza, calvo, muy calvo, con un solo cabello, rubio, verde como una brizna y le decía: «Acuérdate, Agliberto, de que tienes veinticuatro   —154→   años, que ella tiene veintiuno, y que en los manuales de pragmática de los jefes de Administración se lee como lema: "No se vive más que una vez"». Lo peor de todo es que el argumento de aquel diablejo le satisfacía, le saciaba mentalmente, como una verdad matemática, como un axioma, y la aprobación que en su intelecto hallaba le sumía, por parte del resto de su ser, tenebroso y anhelante, en un terror horrible y en una mengua mayor de su energía.

Llegó a preguntarse, suspirando: «¿Será deber mío hacerle el amor? Si no se lo hago, ¿me lo perdonará la tercera generación de nietos de mis amigos, en una cadena de comentarios desfavorables?»

Celedonia, indiferente a aquellas torturas, pedía aclaración de todo; traducciones de los rótulos, las muestras, los nombres de las villas pintados en tabloncitos de maderas, o en placas esmaltadas, versión de los diálogos entre marineros atezados, obscuros como el palastro de los caloríferos, o entre mozas desgreñadas que esperaban, junto a sus vasijas, en las fuentes. Se encontraba, como Adán en el jardín del Génesis, ávida de conocimiento y de adjudicaciones nominales. Sabía muy bien que de la morfología y posibilidades fonéticas de la maravilla verbal había salido el universo todo con sus magnificencias y sus almíbares, y que cuanto no consiguiera una palabra no podía lograrlo fuerza alguna. Pero Agliberto no conocía los términos que designan las artes de pesca, ni las flores de los jardines, ni los himenópteros de cuerpo de alfiler negro que bajaban del dosel de un gran olmo, hasta ellos, mortales y pareja, sentados en un banco de piedra, mirones de cómo las aguadoras hacían equilibrios con los cántaros. No estaba el buen estudiante preparado para tal examen. No sabía la lección de aquella bola que le deparaba la suerte.

La mano de Celedonia acariciaba el tejido de una de las mangas de su americana:

-También es muy bonito este traje de fresco verde. Pero es del año pasado.

Con estas palabras los barcos del estuario, las brisas, los reflejos, las golondrinas presurosas, los himenópteros parecían traer algo de lo que dejó Agliberto, lejano en su viaje. Del olmo anciano se escapaba un largo suspiro, que en su vuelo hinchó el traje de fresco verde con un suave y dulce impulso. Las manos de Celedonia tenían el color del dorso, del islote o ciudadela de los bizcochos: un rosa mate; sus dedos, una calidad de guindas de estío. Agliberto hubiera besado esa mano con gusto. La tomó entre las suyas, pero antes de acercarla a sus labios fue cobarde y miró a ambos   —155→   lados. Delante de él, con el cántaro a la cabeza, en chanclas, pero descubriendo sus incomparables piernas, Mab iba por agua a la fuente. El pelo negro y pavonado caía hasta su blusa blanca. No pudo reprimir un grito. Se asustó la aguadora. El arco de lira de sus desnudos brazos morenos no alcanzó a sujetar la panzuda vasija, que se hizo mil pedazos en las piedras del sendero. Colérica y triste se fue.

-¿Qué te ha ocurrido, Agliberto? -preguntó Celedonia.

-Lo más curioso es que no tenía gran parecido... Solo ha sido un instante...

-¿A quién se asemeja que tanto te has sobresaltado?

-A una mujer que viene a verme de noche, en sueños. Celedonia, haz el favor de poner a secar mi americana en aquel seto. Será cosa de cinco minutos, en este tiempo.

-¡Si no te has mojado!

-Sí, Celedonia, me ha echado el cántaro de agua fría por la espalda.

-Quítate la americana. Mira. No te ha salpicado ni una gota.

-¡Es muy raro! Yo he sentido la ducha.

-¡Sí que es raro, Agliberto!

La hora del almuerzo iba cerrando poco a poco su varillaje. Para regresar, no estaba ya el vapor que los trajo. Un viejo barco, de esos que sirven para las películas de piratas, les esperaba en el puertecito. Negra embarcación, repleta de obreros, pescadores, mujeres con niños en brazos y comida en capachos. Aquel pasaje hosco y bobalicón ciñó su pazguatería en torno de la pareja enguantada y calzada de blanco.

-Este es el barco de Iseo y Tristán.

-¿Por qué dices eso, Agliberto?

-Por su aspecto. Es una nave de primer acto de ópera. Yo no soy erudito. Tengo del mundo una imagen escenográfica.

-Buena para tomar el filtro del amor como aperitivo. ¿Con qué estaría hecho ese filtro de amor?

-Esa receta te la darán en la sección de correspondencia de cualquier revista de modas.

-No bromees. ¿Te gustaría amar por medio de un brebaje? ¿No te parece un tratamiento para convalecientes?

-Celedonia, solo enamora algún filtro o algo muy filtrado.

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Todo el mundo los miraba con extrañeza, como a bichos raros de una exhibición de circo o de parque, tan sutiles, tan almidonados y de punta en blanco, en el cascarón de nuez embadurnado de breas, de yodos y de almagres. El barco se desprendió de la ribera de las casitas, las olmedas rollizas, las fuentes líricas, las aguadoras asustadizas y los insectos mandaderos. El agua, mirada desde la popa, hervía sorda, casi inmóvil, obediente al sol de la canícula, y tenía una calidad sólida, firme, veteada por las espumas de malaquita muy lustrosa (véanse ciertas mesas de palacios siglo XVIII). Inspiraba sosiego confiado, pues Agliberto inició una serie de equilibrios sobre una barandilla. Vacilaba entre la cubierta y el mar.

Muy sobresaltada, Celedonia imploró:

-¡Por Dios! ¡Morir tan pronto! ¿No estás en lo mejor de tu vida?

-Sí, pero estoy en una perplejidad continua. La perplejidad fue creada, inventada por Dios, como la fiebre y otros estados extremos, para la intermitencia, exclusivamente. Y yo no me la quito de encima.

-¿Acaso soy yo la causa?

-No, hija, no. Tú eres clara, diamantina, familiar, además...

-¿Entonces?

-Te diré. Mientras creamos, según es tradicional, que el mundo es algo muy plácido, muy sereno, muy tranquilo, y que toda inquietud, error, contradicción está en nosotros, nuestro error, nuestra coladura se hará más garrafal cada vez. El universo está mucho más atareado que nosotros; se afana, guía, vibra infatigable en su gimnasia. La conciencia, con sus privilegios: inacción, contemplación, delectación, farniente, pereza, es el descanso dominical cósmico. Pero esa conciencia, cuando se da cuenta del tráfico, del trajín, de la circulación de los elementos acarreados por las brujas, los electrones, las ondas hertzianas y los demonios encendidos, se sobresalta, se irrita, se desazona...

-¡Ya me estás tomando el pelo, Agliberto! No te entiendo una palabra. Todo eso son los nervios. ¡Qué delicado lenguaje! Yo no creo en el sistema nervioso. Es una broma de los atlas fisiológicos.

-Yo creo en el alma, Celedonia.

-Yo también. ¡Bueno fuera!

-Pues a veces el alma se nos va o se nos queda en otra parte, y tardamos mucho en encontrarla. ¡Yo así lo creo! Además, he llegado a opinar más, casi a sentirlo, que también a veces nos abandona parte de nuestro cuerpo y no queda consciente sino un hollejo, un vilano, una cascarilla de lo que somos nosotros.

-Eso es neurastenia.

-Sí, Celedonia, sí. Esa es la expresión que no explica nada, que se desentiende del fenómeno. Es una palabra para especialistas de treinta duros la consulta. Y ella en sí es indecorosa, soez y fea, indigna de una boca humana. ¿Por qué emitiremos algunas palabras sin partirlas, sin sacarle su almendra y saborearlas como es debido?

-Entonces, Agliberto, ¿tú no crees en el sistema nervioso?... Opinas que el mundo está constituido por un incesante barullo. Confías en el filtro del amor y en las palabras mágicas.

-Sí, sobre todo en las palabras milagrosas.

Desembarcaron al fin en un muelle lleno de envases de sardinas y de puestos de loza tatuada. El sol amenazaba fundirlo, disolverlo todo. Ella abrió su sombrilla con dibujos arbitrarios: paralelogramos, rombos, trapecios de mil colores, azules, rojos, verdes.

-Esto es un cuadro cubista, Agliberto. Acércate, que te tape.

-No, de ningún modo. Parece una vidriera antigua.

Otra vez el hotel. Los blancos manteles daban una sensación de frescura en el ambiente tropical y cruel. El calor era insufrible. Los camareros con sus fraques de paño y sus pecheras de porcelana partían un iceberg con grandes martillos de cristal, y depositaban los témpanos en las copas, los platos, las manos de Celedonia. Después pusieron a su derecha y a su izquierda dos ventiladores de aspas. El color de rosa de sus brazos desnudos hasta el hombro se estremecía en una línea mórbida, muy próxima a la perfección.

-Vas a engordar, niña. Tu delgadez es una ficción de tu gentileza -comentó Agliberto.

-¡Oh, qué galante! Es el primer piropo en tierra extraña -y en premio le cedía su parte en los manjares, temerosa de que la lozanía de brazos y muslos llegara a invadir sus agudos hombros y su exigua cintura.

Él no podía probar bocado. Ella comentaba:

-No tienes apetito. Este país no te sienta bien.

La puñalada trapera del soplo frío del ventilador entrábale tórax adentro con el retorcido encono de un berbiquí. El joven ingeniero pensaba en una pulmonía con deleite.

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-Tenemos que volver a esa isla mañana o pasado -apuntó Celedonia.

-¿Isla?

-Isla o lo que sea. Para hacer fotografías.

-Imposible.

-¿Imposible, por qué?

-Porque es un sitio del que están prohibidas las reproducciones, desde que el mundo es mundo, para todos los mortales, desde la primera pareja hasta nosotros.



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ArribaAbajo La tentación en el paraíso de Virginia

EL PLIEGO DE LA CARTA, que Agliberto tenía empezada sobre la mesa, decía textualmente:

«El ser humano no sabe ir sino contra viento y marea. Conocí a usted en la calle hace más de dos años. Yo nunca había visto ninguna escultura de museo con traje sastre y sombrero de charol. Quedé deslumbrado. Iba usted acompañando a su madre y las perdí en la esquina de la calle Mayor. Supuse: "Viuda e hija única". Después, la encontré algunas veces y siempre se me extraviaba. En sueños la veía con frecuencia, siempre en un comedor con pantallas, visillos y adornos morados. Pero entonces estaba usted acompañada por dos hermanos y un señor grueso, pálido, de bigote negro. Su familia completa, inconfundible, aunque algo borrosa, me fue presentada en sueños. De ahí nació mi amistad con sus hermanos que al trascender a la vigilia, a la mal llamada realidad, dio lugar a nuestra presentación, a los coloquios deseados, a nuestra amistad sutil, inquebrantable, elaborada, hecha posible con mentirosas imposibilidades de la fantasía.

Usted sabe que todo esto es pura verdad, y mi adoración se apoya en la confianza de que será siempre Mab quien impida que deje de serlo. La mujer ideal no es la que reúne más perfecciones, sino la mejor administradora, la excelente ama de casa de nuestros ensueños, imaginaciones y desvaríos.

Todos sus sombreros, sus jerseys de tenis, sus vestidos -hasta el de musgo de torzal esmeralda, el de hamadriada, el del palco de la Princesa- han sido escogidos por mí, antes de conocernos, sin que usted se diese cuenta.

Todo eso lo comprobábamos en nuestras pláticas últimas, pero yo he tenido la osadía de interrumpir esas confrontaciones de nuestras mutuas preferencias, y he venido a hacer el viaje más triste, penoso y aburrido de mi vida.

No pruebo bocado. Me ahogo de calor. No hablo a nadie. La presencia de cualquier mujer sería insufrible para mí. Solo pienso en Mab».

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Celedonia llamó a la puerta.

-Oye, querido, ¿es que no vamos a salir esta tarde? Son las seis. ¿Se puede?

Entró radiante, pomposa, sacudiendo largos flecos de seda que, desde la cadera a los tobillos, la hacían más voluminosa, más cuajada en su vestido color oro viejo, deslumbrador y bochornoso. De sus brazos, desnudos hasta arriba, se desprendía un olor a albaricoque de jardín.

-¿De dónde has sacado esos pendientes de brillantes? -exclamó Agliberto, consternado, mientras escondía la carta vivamente-. Son dos potentísimos faros.

-Son de mi madre, la pobre. No son para una soltera. Desde que murió me los pongo de cuando en cuando, en recuerdo suyo. Creo, además, que me dan buena suerte.

«¡Ah, entonces son dos luces votivas y piadosas!», pensó el joven, poniendo los codos sobre la carpeta de la mesa.

-¿A quién escribías?

-A nadie. Cuestiones profesionales.

-¡Ah, sí! ¿Trabajos?

-Sí, un proyecto de ferrocarril aéreo.

-Aquí no hemos venido a trabajar. ¡A la calle ahora mismo!

-Te has pintado mucho, Celedonia. Vas un tanto llamativa.

-Como acompañada, puedo permitirme estos excesos. Si me dicen alguna atrocidad, haz el favor de no enfadarte ni armar cuestiones.

Anduvieron con prodigalidad de vaivenes y de consultas, a fuerza de interrogaciones, mejor o peor articuladas, a marinos feroces, guardias municipales, etc., sin acertar ni una vez con lo indicado. Al fin se perdieron por una calle larguísima, retorcida y varia, recamada de jardines, donde las buganvillas florecientes, espléndidas, ponían sus generosas púrpuras alegres entre las hojas verdes en que se reclinaban y el cielo azul, de un azul de turismo y bondad.

«¡Qué lindas para verlas con Mab!», lamentaba Agliberto, con dolor de miope que ha olvidado sus mejores lentes.

Después, por una traslación inevitable, pasó del mundo del anhelo al de la contrariedad, y al ver a Celedonia, tan abierta, tan fruta en su punto, comentó:

-Pareces una señora casada.

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-¡Ay qué gusto! -apoyó ella, haciendo girar la sombrilla mordorada.

Por un barrio de hoteles llegaron cerca del acueducto. El sol iba ya muy bajo, echando las últimas zancadillas de la jornada. Tamizándolo, dorada, sobredorada y rubia, la traviesa criatura sonreía. Al trasluz, se dibujaban sus piernas hasta medio muslo, denunciadas por la claridad ínfima, sobre las algas de seda de su falda.

-¡Dios mío! -exclamó su amigo, con fatiga de marido meticuloso-. No vuelvas a envolverte en esa borla. ¡Es un escándalo!

-¿Se me ven mucho?

-Hasta más arriba de la rodilla. Como unas sombras chinescas.

-¡Qué vergüenza! No me mires, no me mires. ¡Por lo que más quieras! -suplicó, incendiada como una pavía.

Volvieron por el camino andado. Las buganvillas, con la emoción del atardecer, estaban más alegres, más ebrias, más titilantes que a la ida. Cada pétalo parecía un corazón.

Pasaron delante de un gran edificio claro, al que custodiaban unas finas verjas. Unos estudiantes, al mirarlos con curiosidad insistente, los retuvieron, en vez de alejarlos.

-Este debe de ser el Jardín Botánico. Entremos. Quizá haya algún banco para descansar.

El conserje los detuvo con la espada flamígera de su mirada.

-Ya no es hora.

«Claro -pensó Celedonia-, no veremos nada. Este hombre sale de viaje para hacer proyectos, en vez de salir para no hacerlos.»

Agliberto no podía conservar la estación bípeda.

-¿Son ustedes extranjeros? -preguntó el guardián.

-Bárbaros -repuso el joven ingeniero, fortaleciéndose en la expresión, como si fuera un hipofosfito.

El portero se inclinó y les ofreció el paraíso. Era un remedo de valle tropical, regodeándose en el regazo de la ciudad, partida, ahondada en dos vertientes sobre las cuales se escalonaban construcciones de muchas ventanitas, con cara de ficha de dominó. A través de la arboleda, se le iban encendiendo los ojos negros a las casitas de los barrios altos, que miraban unas por cima del hombro de las otras, y de las grandes arterias urbanas subía con la bruma una alharaca confusa y palpitante. Sobre el   —162→   cielo, de ónice azul, ya muy pálido, se destacaban los supremos peinados de las palmeras, de los fénix, quizá también de los árboles del caucho y de la guayaba, de los ficus gigantes, de los baobabs y de otras invenciones de Mayne-Reid. Alzaban los áloes sus tirsos de cascabeles silenciosos, y el aire olía a merienda de chumbos, de mangos, de bananas, aguacates, piñas, güiros, kakis y chirimoyas. Flotaba en el espacio una suavidad de otras latitudes, como si estuvieran midiendo, sin cesar, varas y varas de terciopelo. En las sombras, que medraban presurosas, debía de ir disuelta algo de sombra del manzanillo.

Agliberto, así debió de ser el jardín de Pablo y de Virginia.

-Este es un jardín sin tiempo ni espacio.

-Como aquel. Dos cocoteros les servían de partida de nacimiento.

-No he leído esa novela, Celedonia. He leído muy pocas novelas. (Ahí tengo a Proust, enterito. Son mis libros de cabecera. Me sirven para dormir.)

-Es la historia del paraíso inocente, aún con amor.

-Sí, ya me doy cuenta. En calidad de matemático planteo esta proporción. El jardín de Virginia debe de ser al paraíso lo que un jardín botánico es a la naturaleza.

Las cuestas pinas agravaron el pie de la amazona, que tornó a apoyarse en el brazo de su amigo. Sintió este que, al contacto de sus brazos de nieve, blancos y desnudos, le traspasaba, no un apasionado fuego, sino un frescor balsámico. Era tan dulce la niña rubia que la humedad del suelo subía por su cuerpo como por un terrón de azúcar. El silencio inmediato, absoluto y cautivador envolvía en conjunto los remotos rumores urbanos que llegaban aunados en esa melodía confusa y bailadora de los atardeceres estivales. De las calles, las plazas, los tejados salía una voz, exhalándose en notitas tenues: «¡Mab! ¡Mab! ¡Mab!».

No obstante, la pareja iba muy pegadita, soldada por el rocío aglutinante. El corazón de él, sintiendo tan pequeños, tan reducidos los aros de los trópicos, se agrandó, salió de Europa y llenó medio planeta. «Ah, sí -díjose entonces-; esta tarde no dejo de darle un beso. Si se marcha ofendida, ¡adiós!» Sin embargo, la sintió tan cercana, tan atada a él, que demoró su iniciativa. En el jardín de todas las redundancias, en el jardín paradisíaco no corría el tiempo. Cuando se decidió a inaugurar una catástrofe con un ósculo, estaban, sin darse cuenta, frente a la verja de salida, junto al arcangélico conserje que los invitaba a salir con la mano en la visera de la gorra.

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«Pues ese beso no dejo de dárselo», meditaba Agliberto al cenar.

-Si te aburres conmigo, mañana mismo me reúno con Claudia.

Al separarse para entrar en sus cuartos, ella en el azul, él en el rosa, la deuda quedó saldada. Le dio el beso, pero en el dorso de la mano, reverencioso, como palaciego en antecámara. Ella se retiró contentísima, reina ante la genuflexión de un vasallo.



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ArribaAbajo Film

EL MARTES POR LA MAÑANA Agliberto también despertó en la calle. La noción de Celedonia se le revelaba más remota, más alejada y fugitiva. ¡Sí, la había perdido! Ni sabía dónde estaba ella, ni ella sabía dónde estaba él. Sí; la había perdido. Y bailaba de gusto por las aceras acogedoras y joviales, un paso de danza negra, evitando pisar las junturas de las piedras, pues todo el mundo sabe que poner el pie encima de los intersticios da una mala sombra aciaga. Después, los asfaltos y las losetas, unas por nada y otras por mucho, hicieron imposible el entretenimiento. El hecho de madrugar engendra optimismo; las ciudades tienen patente entonces el número estricto de transeúntes con misión a medio justificar. (Nunca se justifica el tránsito de modo absoluto y satisfactorio.)

Pasó por siete plazas y doce calles. Notaba, en medio de su deleite, que varias personas le seguían. ¿Sería azar? ¿Sería curiosidad? Ya no sabía dónde estaba, pero se sentía observado. Vaciló en el firme suelo, ni más ni menos que un barrista en pleno ejercicio de equilibrio, y volvió el rostro. Uno de sus secuaces espontáneos apuntó con el índice: «Por ahí». No le cupo sino obedecer, ya que le ahorraban toda pregunta. «Algo bueno me espera, puesto que me guían.» Vino a presentarse, con el consiguiente embarazo, una encrucijada prendida con una estatua. Otros dos de su difuso séquito, a quienes había perdido de vista, se acercaron para encarrilarlo: «Siempre derecho».

Pensaba: «No hay nada que hablar. Todos vamos a lo mismo». La mayoría de las gentes que le acompañaban, distantes, pero solícitas, iban bien portadas. No podía tratarse ni de un reparto de ropas ni de un desayuno benéfico. Allí no se daban corridas de toros. «¿Habrá mitin o partido de foot-ball mejor?», supuso.

De pronto, se dio cuenta de que el aire tenía una vibración extraña, desaforada, excesiva. En los días de calor la atmósfera tiembla con unos visos de celuloide y pierde su diafanidad, ganando en hormigueo, tal si estuviera sobre un enorme hogar. Pero la temperatura material era benigna. Los objetos, los vehículos, los faroles, los   —166→   anuncios y rótulos se escamoteaban veloces a sus miradas, en un desarrollo vertiginoso, en un desenvolvimiento de algo enrollado. Un rumor de ejes, ruedas, tornos, preludios musicales de pianola se fundía en un siseo de sierra giratoria o piedra de afilar. Observó sus movimientos. Eran demasiado presurosos, sacudidos y mecánicos: de Cristobita o de Juan de las Viñas. «¿Me habré convertido en un personaje de película? ¡Triste destino! ¡Qué raro, mis perseguidores vienen todos vestidos de gris! ¡Dios mío, mi pobre ser ha debido de laminarse en una cinta de cinematógrafo! ¿O en qué mundo vivo?»

Después lo pálido, lo desteñido que se le aparecía todo en su jadeante escapada, trajo más luz a sus dudas devanadas, hiladas en sombras y claridades. «Ya sé dónde estoy, y cuál es el orbe en que me han proyectado. Parece una pantalla, pero es el mundo vertiginoso de la impaciencia.»

Frente a una estación varias señoras le tomaron de la mano, llevándole en medio. Ninguna vestía de color. Los caballeros o policías que le seguían a distancia dieron las manos a las señoras, formando coro, cadena o fuelle de cotillón improvisado. Llegaron hasta las gradas de una iglesita encalada, amable bizcotela arquitectónica. Agliberto, que había gozado dando una carrera, se echó a temblar. «¿Pretenderán casarme? ¿Servirá esta cinta para un lazo?»

Las señoras desconocidas entraron en el templo y sacaron de él a Celedonia, muy blanca, muy yema de coco, de un rubio más sepia, vestida de seda listada de negro, falsilla de cuyas rectas no había medio de apartarse. Todos dieron su misión por terminada con un general saludo.

-Aquí tiene a su marido. Ya lo hemos encontrado.

Ella dijo muy sentenciosa, en letras claras sobre fondo obscuro.

-¡Hay que ver! Todas las personas a quien he preguntado por ti te han encontrado, sin conocerte.



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ArribaAbajo El balancín del alma

«QUERIDA CLAUDIA:

Estoy a menos leguas de lo que tú supones. Quizá tengas ahí alguna carta de mi casa. Permaneceré en la capital unos días, muy poquitos, antes de ir a tu lado. Yo he escrito a papá y a Adolfina que estamos juntas en este hotel del membrete. No me descubras el guisado con algún desaguisado. Te diré la verdad: he encontrado aquí a Agliberto. Conoce muy bien todos los sitios bonitos, y me sirve de guía. Me divierte mucho. Nos toman por matrimonio. Él está apuradísimo.

Los hombres no son más decididos, valientes y emprendedores que nosotras. Están confeccionados con la misma pasta flora nuestra. Se conmueven, se amilanan, se asustan, y hasta lloran. Ahora sí, lo disimulan muy bien, fumando cigarros puros y bebiendo coñac. Las mujeres, por el contrario, exhibimos nuestra sensiblería y ocultamos nuestros arrestos. Venimos a ser lo mismo, o todo lo contrario, pues llevamos fuera lo que ellos llevan dentro y viceversa. ¿Qué te parece esta simplificación de la psicología de los sexos?

No puedo profundizar a riesgo de ahogarme. Tengo que seguir en la superficie. Te escribo desde el baño; si mi carta va salpicada, tranquilízate. No es llanto. A través del agua azul veo esfumarse el rosa pálido de mi cuerpo. Encanto me da verme tan poco carnal, sentirme algo así como una nubecilla de verano reflejada en una fuente. Atisbo que no debe de haber gran diferencia entre mi alma y la envoltura. Deben de parecerse mucho.

Los hombres, ¡qué brutos!, no son así. Llevan en la misma jaula al ángel y a la bestia desavenidos. Cuando la fiera predomina, expulsa el espíritu; cuando el ángel reina, desahucia y pone en la calle al inquilino animal. No tienen término medio. Están en la selva o en el limbo, siempre incompletos y tullidos. A nosotras, como a los cuerpos de las prendas, se nos ve a un tiempo el revés y el derecho y están bien ambos. Ellos, aunque de nuestro mismo tejido, son igual que las mangas que si se vuelven no se ve más que el forro. ¿Verdad que sí, viudita Clau?

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Agliberto ha sido siempre correctísimo. Nunca intenta desnudarme con la mirada ni me suelta preguntas impertinentes. Me hace reír mucho. Como todos los infelices lanza teorías atrevidísimas. Es algo chinche y exclusivista. Me consta que no le gusto. De él, es lo único que me ofende.

Todo esto contribuirá a sostener y prolongar nuestra mutua compañía. No creas, ni un momento, que pueda tratarse de amor ni de nada parecido. Él ha venido a sacar fotografías de los monumentos y de los paisajes. Yo voy en calidad de elemento vivo, de personaje animador. Ya nos enviará alguna prueba, cuando esté contigo. Mi buena Clau, pienso que a fines de semana, todo lo más, podré abrazarte.

No olvides que para todo el mundo estamos juntas tú y yo en este hotel. Mándame las cartas que hayan ido. Habrá alguna del Casino militar. Las demás puedes abrirlas y hasta contestarlas. Perdona que te deje sola una semana.

No me traiciones, tú, ¡tan buena! Un torrente de besos de tu amiga, Cel.»

Cerró el sobre azul, mojando el índice de su mano derecha en el agua también azul del baño, de donde había salido, rosa oliente y cálida, para envolverse en las felpas de un albornoz verde, gris y rojo.

-¿Por qué habré puesto que escribía desnuda, en el baño? Primero y principal, es muy difícil escribir en remojo. Se corre el riesgo de un enfriamiento y de estropear media caja de papel de cartas. Además, es mentira. Cuando pensé escribir y lo que iba a escribir, sí estaba bañándome. Me figuré, al ver el juego del azul y el rosa que se trataba de una travesura de luz de atardecer en un charco. Pero la carta la he escrito en esta mesita de cristal, después de secarme. Además, ¡qué indecente! Voy a romper la carta y escribir otra. Cuestión de diez minutos.

Golpeaban con los nudillos en la puerta de su alcoba, cerrada, pero sin llave. «¡No! ¡No entres! Estoy bañándome.» Después recapacitó. «Soy tonta. Hace tiempo que he salido del agua. Estoy envuelta en un ropón que apenas deja al descubierto las uñas de mis pies y de mis manos. Además, él nunca entra ni pretende entrar en mi cuarto. ¡Soy boba! Me distraigo en el tiempo pasado y no avanzo hasta el presente», comentaba con la carta en la mano, sin decidirse a romperla. Reaccionó en otro sentido y ordenó imperiosa:

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-Entra, Agliberto. Ya puedes pasar.

La puerta se abrió, pausada y temerosa.

-Entra, hombre, entra -mandó, con más viveza.

El joven apareció, demacrado por la turbación y los escrúpulos.

-¿No te has vestido todavía, niña? ¿Has escrito?

-Sí, a Claudia.

-¡Cuánto has tardado!

-Pues he hecho dos cosas a un tiempo. He escrito la carta mientras me bañaba. Siéntate, hombre, siéntate. Yo me vestiré en el cuarto de baño.

-No tengo donde sentarme. En una silla hay ropa blanca. En otra este vestido de flores estampadas. ¿Es que te toca estrenar hoy? ¡En el sillón hay dos sombrereras!

-Siéntate, ahí mismo, en mi cama. No me la deshagas. Toma un libro. Espera, yo estoy al instante. Me visto aquí al lado. Trae aquellos zapatos, aquella ropa. ¡Ay, mis medias! No cierres la puerta del pasillo, déjala abierta.

En cuanto el cerrojo, que separaba el cuarto de aseo y la alcobita azul, dio su martillazo de subasta, Celedonia sintió que un ígneo rubor le escalaba el cuerpo.

«¿Para qué le habré mandado entrar? ¡Y está ahí, sentado en mi cama, a la vista de todos los que pasan! ¡Y se me ha ocurrido, Dios mío, darle el libro que trata de las cortesanas griegas! ¡Estoy desatada!»

No acertaba a vestirse. Oía que Agliberto hojeaba el libro. No pudo más.

-Oye, ¿no has escrito tú? -dijo a través de la blanca puerta.

-Sí. He escrito mis cartas.

-Pues échalas al buzón, con esa mía azul que está sobre la mesa.

-Anda, vístete pronto, y las echamos juntos.

-No, bájalas tú mismo ahora, y vete. ¡Ahí no haces nada!

Al sentir que se marchaba se serenó. Pero la carta azul iba diciendo que fue escrita en el baño.



Cuando salió a la calle, Celedonia se sintió más ligera, más pluma al viento que de ordinario. Sin embargo, jamás como ahora había tenido la sensación de llenar,   —170→   de sostener, de sustentar su nuevo vestido de seda estampada a grandes flores rojas, celestes, moradas. Agliberto había ido a Correos, y a recoger unas fotografías dadas a revelar. Volvió más pálido y transparente, con los ojos más azules que nunca. Aparentaba sufrir mareos de cuánto que padecía en su interior. Era muy posible que entre los punzantes olores de ensalada del mar y la dulzura del perfume de las magnolias y las últimas rosas de los jardines hubiese atisbado el riesgo de perder a Mab. La carta que acababa de enviarle pedía auxilios contra enemigos invisibles, contra demonios que le acompañaban, contra fatalidades fáciles de evitar. El joven tenía miedo de sí propio, porque no se reconocía, porque se juzgaba muy adulterado y venido a menos, porque le quedaba muy poco de sí mismo, y apenas si empezaba a tener algo del jefe de Administración de segunda a quien quería imitar. ¿Seducir a Celedonia? Cada vez se le antojaba más obligatorio, y, por consiguiente, más pavoroso. Desde su pubertad había soñado con un tipo de mujer esbelta y escultural, de ojos muy negros, suavemente morena, casta, pero inflamable y poderosa, de exquisitas virtudes domésticas, desprovista de toda coquetería y agitación externa y caprichosa, dormida y soñando en su belleza desnuda e intangible, como la durmiente del Giorgione, con ventajas deportivas de Atalanta robusta que en los trances de la vida fuese tan veloz que se adelantara en todos sus deseos, programas y organizaciones. Aquella preciosa alegoría había encarnado en Mab, excelente bailarina, temible jugadora de tenis, 1,68 metros de estatura, 65 kilos sin oscilaciones ni amenazas de gordura, un perfil de medalla, unos hombros de diosa, religiosidad sin beatería, bonita voz, veinticinco años, muy hábil en dulces, repostería y toda clase de labores de aguja y de confecciones caseras. Íntegras las excelencias que él había apetecido, reunidas en un bellísimo epítome dedicado por el Supremo Hacedor, al modo de todos los venerables autores de barba blanca, con estas consoladoras palabras de aliento a la virtud y dicha vitalicias: «A Agliberto, ingeniero de caminos, muy afectuosamente».

Y Celedonia podía robarle aquella felicidad, prevista en sueños, elaborada por él y hasta él conducida. El diablo debía de valerse de ella para intentar su perdición eterna y su terrenal desventura. Los prodigios mefistofélicos de la noche del viaje no dejaban lugar a dudas.

Le pidió las fotografías.

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-¡A ver, a ver! La otra mañana te escapaste para hacerlas. ¡Ay, qué bonita! Este es el palacio real, esta la basílica, ¿y esta torre? ¡Qué malo eres! No quieres que figure en ninguna de ellas.

-Celedonia, nos estamos comprometiendo como unos locos. Esta aventura sin sentido va a tener consecuencias para nuestro porvenir.

-¿Te preocupa a ti mucho? A mí no me importa nada.

La tarde, cada vez más pálida, más reluciente, cedía en sus calores. La ciudad, picada de terremotos, hecha a cuchillada de acantilados, pescaba con caña las miradas de los barrios bajos. Se subía a los pisos altos de ciertos distritos por medio de unos ascensores, casi disfrazados de torres metálicas, burbujas más o menos sueltas en la pipeta del tráfico y de la impaciencia urbana. Nuestra pareja entró en uno de ellos, y a los pocos segundos se encontró encaramada en una plataforma o terraza dominadora, desde donde se percibían, diminutas y alarmantes, las gentes que desembarcaban en la gran plaza.

-¿Quieren subir a uno de los templetes?

-¡Ya lo creo! -aprobó Celedonia-. Sería imperdonable no hacerlo.

Se encaramaron por una escalerita de caracol a un balconcillo colgado a cien metros de las calles que pasaban debajo. Daba horror mirar las hormiguitas humanas que circulaban allá, en el fondo. Apenas había barandillas en aquel artefacto. El caserío de la ciudad gesticulaba con sus planos ocres o blanquísimos, reverberando como los espejuelos de cazar alondras. El puerto era un gran acerico erizado de mástiles de cabeza negra.

Agliberto sintió un vértigo mortal. Algo tiraba de sus talones para lanzarlo al espacio. Se vio describir una graciosa parábola de un hectómetro y quedar convertido en una roja amapola allá en el pavimento lejano. Celedonia también se sintió contagiada de espanto. Cuando se arriesgaron a bajar por la escalerilla acaracolada estaban más muertos que vivos. Él, agarrado al eje de la escalera, ella apoyada en él.

-Hazte firme, Agliberto, ¡que me caigo!

-Si no me muevo, hija mía. Paréceme que me voy al vacío.

Ella, en un rasgo de sacrificio femenino, le entregó la sombrilla abierta.

-Toma, si caemos, sujétate y te servirá de paracaídas. Pero no cedas a mi presión, pues salgo volando.

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Al fin, muertos de miedo, bajaban uno tras otro. Agliberto se sentía ya planeando en el aire, como si se hubiera desmaterializado del todo, como si le fuera indiferente estar bajo los peldaños de hierro colado o en plena atmósfera.

Cuando estuvieron en sitio seguro, Agliberto lamentó no haberse lanzado al espacio. Se sentía mucho más ligero que el aire. Volvió a subir las escalerillas metálicas, avanzó una pierna, se inclinó como un equilibrista, empuñando la sombrillita de las flores estampadas. El guardián aullaba horrorizado. Pero Celedonia, que había sentido hundirse su mano en el hombro de su amigo con la blandura de una inmersión en un líquido, estaba en el secreto y sabía a qué atenerse.

-Atrévete -le instó, riendo.

Pero él pensó en Mab, y aquella idea grave le volvió a la gravedad y a la pesantez.

-No juguemos con la felicidad ajena -recapacitó retirándose, erizado el pelo por el pavor.

Ya en la calle de abajo se miraron uno a otro como si fueran dos esposos que hubieran de comunicarse uno de esos prodigios de la naturaleza que, siendo tan de prever, saben a descubrimientos.

-¿Tú crees, Celedonia, que hubiera podido sostenerme flotando en el aire sin caer?

-Yo creo que sí -dijo ella, maravillada.

-Entonces -balbució él, temeroso de comprender su estado- es que no me queda más que una tenue cáscara de mi cuerpo, una envoltura, un vilano, quizá nada más que ese esquema indispensable para que el espíritu no pierda la forma.

-Sí, Agliberto, sí; te has quedado en espíritu puro. No cabe duda.

-¡Qué lástima, Dios mío! ¡Qué gran catástrofe! Haber engañado a tu padrastro, a tu hermana, a Claudia, a un capitán, haciéndoles creer que estás donde no estás; desviarte, desazonarte, para que luego, por arte de birlibirloque, yo me quede sólo con el alma para hacerte compañía.

-Pues yo con el alma me conformo y no quiero más. ¿Qué te has creído?

Del vestido de Celedonia se exhalaban aromas increíbles, de jardines babilónicos, de frutas tropicales. Las grandes flores estampadas crecían por momentos.

Estaba ya la pareja entre la esmeralda vegetal de un parque. Un torbellino de carruajes, una catarata de plumas, sedas, sonrisas, les salpicaba con la espuma fresca del   —173→   encanto de vivir un crepúsculo de verano. Una estrella, clara, diamantina, decía, en el cielo: «¡Qué bonita soy!».

Agliberto suspiraba al considerar: «Yo era feliz. Tenía un vaso, tenía agua, tenía sed. Ya me han quitado el vaso. Después, me quitarán el agua. Después, hasta la sed. Estoy jugándome la boda con Mab, dos niños, una niña, y treinta y cinco años en vida conyugal enriquecida de mediocridades sabrosísimas».





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ArribaAbajo Los poetas y las carrozas

-¿VAMOS A HACER nuestra póstuma visita al poeta muerto? -dijo Agliberto el miércoles por la tarde.

-Sí, es una ineludible obligación -apoyó ella-. Llegar aquí, casi en el novenario, y no rezar sobre sus restos sería imperdonable.

-Sería una falta de turismo.

-Solo la poca afición a la poesía puede justificar ese sarcasmo.

-No lo creas, Celedonia. Yo he admirado y admiro cuanto el gran poeta hizo en vida. Sus versos, lo que menos. No comprendo el idioma bastante bien para saborearlos. Pero el gran poeta lo es independientemente de los poemas escritos, por lo que actúa e interviene en la vida pública de su país y por cómo elabora y construye la suya propia. De haber entre la producción y la existencia de esos señores algo así como una ósmosis, qué diríamos los hombres de ciencia. ¿Tú sabes lo que es ósmosis, Celedonia?

-Mejor que tú. Soy hijastra de un farmacéutico y empecé la carrera. Sé mucha química, pero, ¡ay!, no sirvo para los estudios serios. Tengo una imaginación torrencial.

-Entonces sabrás perdonar que ejerza la crítica literaria con vocablos científicos.

-No te apures, Agliberto. Lo mismo hacen los literatos más puros, aunque no sepan jota de ciencia. Vamos a cuentas. ¿Tú no aceptas al poeta de la buhardilla que cuenta las sílabas de sus versos por el número de las telarañas?

-No; ni a ese ni al de las azoteas pulcras que se pasa la vida comprobando si las flores poseen los estambres o los pistilos reglamentarios, sibaritas encerrados en redomas, urnas o fanales donde ni la luz puede penetrar con sus mejores microbios infrarrojos o ultravioletas, sin que ellos exclamen como ante un vaso de agua turbia: «¡No, por Dios Santo, no! ¡Que me la den filtrada!».

-La poesía no puede ser una charanga que toque en todas las batallas, bautizos, motines, escándalos, mítines, primeros de mayo y fiestas de guardar. La poesía, Agliberto, ha de ser algo puro, muy puro, químicamente puro.

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-No entiendo a los clásicos, aunque los lea tres veces. No solo no alcanzo su valor artístico; ni siquiera comprendo la significación, el sentido de las palabras que tan desdichadamente ponen a continuación unas de otras. Me marean. Los románticos me cargan. Los nuevos hacen unas pajaritas para luego deshacerlas, y no queda en el papel sino unas rayas, unos vestigios de dobleces que transportan el enigma al campo de la quiromancia.

-Hacen cosas muy bonitas.

-Sí, pero nos las dan ya deshechas. ¿Quién es en España el mejor poeta nuevo, Celedonia? Dímelo tú que los lees.

-¡Ay, yo no sé! Son muchos.

-Además, hija del alma, nunca canta a la mujer, que es el faro de la imaginación del hombre. ¿Dónde están esas ternezas repetibles en los siglos venideros, como las de Ovidio, las de la Vita nova, o las de Ronsard?

Celedonia ha buscado unos segundos. Después, enojada por encontrarse sumida en un problema, ha resuelto la cuestión sacudiéndola al compás de sus rizos, rubios, temiendo el análisis como a las tormentas.

-Eres un gran crítico, Agliberto. La verdad; todos esos poetas nuevos son unas birrias. Vámonos, ¡que se nos va a hacer tarde!

Tomaron un tranvía que chirriaba con descaro bajo las horquillas de su trolley, el cual, esquivando esquinas, los llevó a las afueras. El joven ingeniero sintió una iniciación de congoja. Cuanto veía, más que paisaje, le parecía una verdadera postal iluminada, con su cielo azul rabioso y sus palmeras verdes que relucían encrespadas e insolentes. Y como había soñado mucho, siendo niño, ante los álbumes de las tarjetas, agradecía a la naturaleza aquel parecido que tomaba con sus copias fotográficas, mejor o peor embadurnadas. «Ya sé dónde vendré con Mab cuando me case.»

-¿Qué murmuras entre dientes? -inquirió Celedonia.

-Nada, niña, nada. Cuando más apetecemos la fresa, en verano o en invierno, no hay fresa. Nunca existe en las bodegas la marca del vino que beberíamos de mejor gana. Por el contrario, cuando miramos con el mayor embeleso nuestros mejores claveles, nuestros más peligrosos nardos, no tenemos a quién regalárselos.

-Acuérdate de mí entonces. Me gustan mucho las flores, Agliberto.

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Se veían muchas esferas armilares y atributos de navegación en los mojones, farolas y surtidores de gasolina. Una visión de bergantines cantaba un fado a una posible y fácil imagen de carabelas. Venía a la boca un nombre sonoro: Adamastor.

Celedonia y Agliberto iban a esa visita a la que no es fácil corresponder con cortesía. El país donde estaban era tierra de grandes poetas, y el mayor y mejor de entonces había muerto días antes. Su patria había tenido la suerte de mudar de régimen, gracias a su lira bélica, sarcástica y llorosa. Después, al final, él había gozado la ventura de arrepentirse de todo lo hecho. Ya no era sino un trozo de historia, guardado entre cuatro tablas toscas, pues pertenecía a ese cuño de vates que prefieren los ataúdes de pino.

Por el cauce de palmeras que encarrilaba al tranvía, como para echarlo en el océano, llegó la parejita frente al monasterio, largo y hermético, amarillo, color piel de limón algo metalizada por el reflejo de la tarde. Un misterio sordo y profundo estaba encerrado en las puertas, de un estilo recargado, semejante al plateresco, bajo los arcos conopiales, llaves abiertas de los cuadros sinópticos de los enigmas de los siglos. Dentro del templo sobrecogían el ánimo las altas columnas blancas, labradas profusa y excesivamente con dibujos de orfebrería, que se cortaban en ángulo obtuso, y una infinidad de banderas de todo color, cándidas, negras, rojas, purpúreas, doradas, que subían en tropeles de nubes de seda por el altar mayor y, en rebaño aéreo y glorioso, trepaban por las alturas y cubrían los arcos y las pilastras de la iglesia. Agliberto no sabía por qué ni para quién estaban amontonadas tantas banderas; pero tal abundancia de símbolos le emocionó, porque cada uno de ellos suponía un objeto y una dirección bien definida de la acción y el pensamiento humanos. Implicaban la polarización de muchos empeños, y el conjunto de todas ellas un acuerdo en señal de homenaje al individuo, al héroe, eje de gravedad de todos los conatos, de todas las aspiraciones, de todas las ansias. Agliberto, como sabía poco de literatura, el pobre, estimaba grandes poetas a los hombres que realizaban tal milagro, y aunque no supiera en honor de quién daban su ornato y solemnidad aquellas conmovedoras insignias, él, en su ignorancia, las consideró como ofrendas al recién muerto.

En una capilla dormían su eterno sueño, bajo sus réplicas yacentes de mármol nítido, flanqueadas de inscripciones glorificadoras, los cuerpos del navegante eximio y del mejor poeta del mar que ha alentado en la tierra.

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En la mente de Celedonia, como en la de Agliberto, los tiempos, las épocas, los siglos fueron diferenciándose, estratificándose, superponiéndose -capas y envolturas sucesivas de la cebolla de la emoción-, para producir, sobre todo en el joven, sus más inmediatos y lacrimosos efectos. No podía soportar el espectáculo de la apoteosis del esfuerzo dirigido a un alto fin quien por transigencia y debilidad, en vez de trabajar en la conquista de Mab, aceptaba aquella peligrosa compañía, comprometiendo así su felicidad soñada. No podía más; necesitaba un desahogo súbito y se echó a llorar, apoyándose en el alto fuste de una columna. Celedonia, agradablemente sorprendida por aquel enternecimiento, le preguntaba la causa de su explosión mientras le secaba las lágrimas, lastimándole mucho los ojos con los encajes del pañuelo.

-¿Qué te sucede, hijo?

-No, no es nada. Soy muy feliz -respondía él.

Pero hipando, acabó por exclamar, ante la estupefacción de su compañera:

-Y de mí, ¿qué quedará en el mundo?

-Quedará el amor que hayas despertado en él. ¿Te parece poco, tonto, retonto? -atajó ella para enjugar la efusión luctuosa, al modo de la mamá que da un bombón al nene en el teatro para callarlo. Aquello agravó más el mareo del joven. Apenas podía aguantar el giro vertiginoso y espléndido del carrousel de la evocación histórica con vueltas de centurias y continentes.

Salieron al claustro, cincelado en oro vespertino, de fina y grácil labor. Visto a través de la emoción salada de las lágrimas, resplandecía con el brillo de lo recién bruñido para un regalo. Sobre la rubia arena del patio, también rica, aunque simple, ochenta niños, de siete a once años, geometrizaban los bruscos ademanes de su gimnasia sueca. Estaban todos desnudos, de cintura arriba. Sus brazos, tiernos y endebles, hacían señales a un futuro fascinador y sublime. Eran alumnos del colegio instalado en el monasterio sin monjes. Los había cobrizos, mulatos, aceitunados; algunos, del más puro ébano. Pero venían a ser los menos, y los torsos blancos en cierne, en flor de promesas, los envolvían en el tablero de las saludables genuflexiones, partida de ajedrez en la cual los negros habían, a no dudar, perdido casi todas sus piezas. Un tamboril llevaba el compás de los movimientos unánimes y graciosos, con timbre pascual y brincador.

-¿Y esos negritos y niños de color? -preguntó Celedonia al guardián de galones.

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-Son de las colonias. También estudian aquí y la República les da la carrera que quieran seguir.

-Debe de ser muy grato tener colonias y educar a los muchachos de otras razas -comentó ella, un poco envuelta en los nudos corredizos de la malla del ambiente de ambición y de proeza navegante.

-¿Sus excelencias son de un país sin colonias? -preguntó, extrañado, el portero.

-Nuestra patria también las tuvo -sentenció Agliberto.

-No se aflijan por eso. Los imperios coloniales están en liquidación. Todo el mundo quiere independencia.

Pero la muchacha miraba enternecida a aquellos monigotes de carne y hueso de mirar fiero e incipiente energía.

-Un país sin colonias es tan soso como un matrimonio sin hijos -argumentó, muy engallada en sus opiniones de política exterior.

El joven ingeniero comentó por lo bajo, aterrorizado:

-El afán absorbente de las mujeres no es de pequeño radio. Llega hasta el imperialismo.

Pero el guardián, ya iniciado en la indiscreción, al verlos tan juntos, tan enternecidos y tan tristes llegó a preguntarles:

-¿Tampoco tienen ustedes hijos?

El cogotazo fue tan violento que Agliberto huyó hacia los blancos mausoleos. Iba en busca de la muerte por lo que tiene de limpia y de pura, de contundente en todas las simplificaciones; por esa su virtud peculiar de quitar denominadores a los misterios cuando estos se fraccionan con exceso. Los secretos mayores que se presentan al ser humano no se los brindan las montañas, ni el mar, ni el cielo estrellado, sino otro ser humano que frente a él le recuerda sin cesar su semejanza, ceñida y limitada casi siempre a la mutua conciencia de que uno y otro no se parecen en nada.

Vio un techo de mármol, un suelo de mármol, unas paredes de mármol, y el mármol estaba exacerbado, reluciente, con una calidad de sal o bicarbonato de sosa. El sepulcro del Historiador también tenía forma de salero o de convoy.

A mano derecha, sobre una alta mesa obscura, descansaba el ataúd del gran poeta recién muerto. Estaba aún embozado, ante la eternidad, en el verde y el rojo republicanos de una bandera. Su estro había matado a un rey, destronado a otro. Había   —180→   blasfemado en nombre de la humanidad menesterosa y esclavizada. Agliberto, buen cristiano y mejor monárquico, se arrodilló humildemente. Celedonia le imitó, desplomándose sobre sus rotundos hinojos, como si pretendiera morder con ellos la indiferencia marmórea y dejar esa maravilla que se llama una huella, quede donde quede. Permanecieron así juntos, prosternados, orantes, como dos novios que esperan ante un altar improvisado la gracia del sacramento. La bandera verdirroja, con esa vehemencia de las cosas, superior a la de las gentes, hacía esfuerzos por desenvolverse, volar y posarse sobre sus hombros para servirles de yugo. En los serenos y claros dominios del enigmático reposo entraba el reflejo de una de las mejores tardes producidas desde que el mundo es mundo. Sonaba el tamboril a infancia y a epopeya en octavas, juntamente; a vacación y a gran empresa -y a nupcias, ¿por qué no?-. Ochenta torsos de niños rosiblancos, aceitunados, mulatitos, negros, hacían batimanes heroicos y acompasados en la orfebrería del claustro manuelino, junto al descanso infinito del poeta.

Salió la pareja. En una esquina del patio el león buhonero con su pila colgada guiñó un ojo de piedra al joven aprendiz de ingeniero. Era el que había visto con Mab en el álbum. El bicho parecía querer tranquilizarle: «No tengas cuidado. No te aflijas. Mi fotografía no le contará nada».

El joven, no obstante, se sentía desfallecer como si fuera a evaporarse en una irradiación, en un desvanecimiento progresivo. Sabía él muy bien que de Agliberto quedaba ya muy poco Agliberto. Claro es que no llegó a dudar de la existencia de sus entrañas y de su sangre, porque era de natural delicado y exquisito, y si admitía la circulación de Miguel Servet, era como broma científica, o hipótesis grande poder explicar la espléndida retórica de Gabriel d'Annunzio o tolerar las groserías versificadas de Gabriel y Galán (dos Gabrieles escarnio de su arcángel). Se le habían evadido las contraseñas de las sensaciones, los peculiares gestos, las palabras propias, la brújula sentimental. Se le había extraviado toda su vida, todo su pasado, dispersándose, desvaneciéndose, y como adoptaba un mimetismo con miras a conducta de jefe de Administración de segunda carecía de precedentes para resolver las dificultades actuales. Sentía solamente gran escozor de envidia por los poetas y los héroes allí enterrados, cuyas cifras espirituales no borraba la muerte. Volvió a echarse a llorar cuando al salir del monasterio vio de nuevo el mar azul, las   —181→   palmeras empingorotadas y lustrosas y una estatua de navegante más empingorotada todavía.

-Vamos a ver las carrozas, Agliberto -dijo la muchacha, enjugándole las lágrimas.

-Vamos a ver las carrozas, Celedonia.

Llegaron a un edificio bajo, donde un señor conservador les recibió muy amable y les introdujo en una larga y vastísima galería en la cual la luz iba fallando por momentos. Al resplandor del atardecer y en dilatada perspectiva se veían cien vehículos a un lado y cien vehículos a otro: coches, carrozas, calesas desde el siglo XVI a nuestros días. Aún bullía una reverberación de pinturas y de panes de oro en la abullonada y pomposa ostentación de aquel mundo rodado y barroco en que los reyes habían cosechado las mejores dichas y las más unánimes aclamaciones. A primera vista la interminable fila daba la impresión de esperar a la puerta de un palacio la salida de los egregios ocupantes, pero, al pasar ante ellas, las enhiestas lanzas, desnudas, sin caballos, denunciaban el descanso de los troncos en las caballerizas y revelaban cómo todas aquellas carrozas habían traído príncipes para que pasaran allí la noche de novios.

El conservador abría las portezuelas, acariciaba las molduras, verdiáureas, rica lepra de vejez y de timbre histórico, mientras ponía a cada carruaje la etiqueta de su siglo, de su rey, de su príncipe y de su ceremonia. Sacudía los cojines de damasco desvaído, de ajados terciopelos cuando decía un nombre trivial y siempre numerado (número ordinal, si se pronuncia; romano, si se escribe o se concibe. Monarcas). Celedonia escuchaba, admirada.

-No está mal ser princesa. ¿Verdad, Agliberto? ¿Podría serlo yo, a pesar de mi nombre?

-Es lo mejor de tu persona. No te escandalices, como esta es la mejor colección de carrozas que yo he visto.

-Como esta es la mejor de las ciudades del mundo -interrumpió el viejo conservador del museo-. La Prensa francesa, a mediados del siglo pasado, aprovechando la estupefacción producida por la unidad de Italia, la confederación de la Alta Alemania y la reconciliación de Austria con Hungría, publicó una carta de Europa en el siglo XX que fijaba utópicamente en Toledo la capital de España, en Viena la capital de Europa y aquí, la capital del mundo.

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-No dejaron de estar acertados esos periodistas franceses -comentó Agliberto.

-Mire, señor, quizá erraran, pero esta ciudad, que es la mía, y temporalmente la de sus excelencias, cobijo hospitalario de los mejores días de su juventud -el joven ingeniero pensaba: «¡Qué vista tiene este hombre!»-, está a igual distancia de las dos Américas, al final de nuestro continente, que no es más que una continuación del de Asia, muy próxima a África y no mucho más alejada de las principales capitales de Europa. Vean el globo terrestre y reconocerán en seguida que no hay ciudad a la cual pueda llegarse con más facilidad desde todos los puntos del mundo.

-Celedonia, este es el país de la esfera armilar, y sin ella no hay conversación posible.

Pero la joven también tuvo su objeción.

-Oiga usted, caballero, ¿y esta ciudad está también cerca de los antípodas?

-Los antípodas, señora -respondió el viejo muy serio- carecen de importancia y no cuentan para nada.

Celedonia, por toda respuesta, sacó de un bolsillo una polverita y se acicaló ante las obscuras lunas que ofrecían los ébanos bruñidos y las caobas rubias, acebradas y espejeantes.

Llegaron ante tres carrozas de un barroco suntuoso, doradas y talladas en sus ruedas, lanzas y juegos, al estilo Luis XV. En el frente y la delantera se retorcían unos grupos escultóricos con alegorías, estofadas y robustas, de tamaño natural como las de un baldaquino. El interior estaba forrado de terciopelo carmesí y de tisú de oro. Junto a los asientos de brocado, había otros giratorios para las damas de honor. Además las tres carrozas llevaban un traje de luces de plata legítima.

-Estas tres fueron las que sirvieron para la boda de María de Austria con don Juan V en 1708 -explicó el conservador-. Aquella primera alegoría representa a mi patria, entre la Fama y la Abundancia, triunfadora del África y del Asia; en la segunda figuran Marte y Atlante, sustentando la Tierra, y en la tercera carroza se ven las cuatro estaciones y el Duero y el Tajo, estrechándose las manos.

Ni Celedonia ni Agliberto le prestaban oídos. Todo cuanto veían les parecía inadecuado e impertinente a sus circunstancias íntimas y pretendían huir en el corcel de la imaginación hacia unos mundos deseados y distantes, en un galope de burla desdeñosa.

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-Niña -preguntaba el joven-, ¿no has sentido en los grandes acontecimientos políticos, bodas reales, aperturas de Cortes, entierros de grandes hombres el dolor de esas pobres víctimas que van en los estribos zagueros de estas carrozas con recamadas casacas, sombreros de tres candiles, medias rojas y zapatos de hebillas? ¿No te hubiera parecido bien autorizar a esos lacayos, casi siempre emparejados, para que jugaran a los naipes, y hasta darles una baraja para consolarse del tedio de su embolado echando un tute si son dos, si solo es uno para perseguir un solitario sobre el cincelado techo, cobijo de egregias frentes?

El caballero conservador se hartó de su zumba despectiva.

Siguió disertando acerca de puntos salientes de la historia y de la geografía de su bien amada patria con tan ciego entusiasmo que acabó olvidándose de la presencia de los visitantes, y recordando a don Juan V cerró maquinalmente la puerta; al mismo tiempo cerraba también discretamente y paulatina la noche deliciosa, dejando a Celedonia y a Agliberto dentro de la galería prometedora, sentados en los cojines de damasco de una carroza real, de cortinillas de tisú de oro y faroles de plata afiligranada, esperando a los caballos de trenzadas crines, empenachados con plumas de avestruz, que les llevaran al país de la dicha.

Princesa y príncipe recién casados, en el desconcierto de la situación improvisada, sin saber qué hacer y por dónde empezar, temerosos de ofender al protocolo con un abrazo y sintiendo la evidencia de que tan suntuoso carruaje y tan sabrosa soledad y penumbra no les servían para nada, dieron grandes gritos de alarma para salir cuanto más pronto de aquella propicia galería, gris y resonante, donde un beso debía de tener ciento cincuenta ecos.



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ArribaAbajo El crimen

AGLIBERTO ESTÁ PENDIENTE de la película, que muestra, oscilante, temblona, cómo fueron los funerales del gran poeta a quien visitaron difunto. Hervor de comitiva, fermentación de masas; después, el ataúd, bamboleante, en hombros de estudiantes imberbes, enlevitados y cubiertos de largas capas sin esclavina. En el silencio obscuro del cine, apenas turbado por el siseo de torno del aparato se ahueca una palabra que suena como las grandes burbujas de aire, al emerger del agua. ¡La gloria! ¡La gloria!

Celedonia se ciñe a él a través del rígido brazo de la butaca, de un modo injustificado, excesivo, intolerable.

-Hija mía, ¿no sientes el calor?

Cada vez se inclina más sobre su pecho, niña miedosa, con mayor espanto que abandono.

-¿Qué tienes, Celedonia?

Ella suplica con la voz ahilada, sin su decisión peculiar:

-Aglibertín, ¡vamos a cambiar de sitio!

Él accede sin comprender, fija la atención en la movible imagen del féretro ilustre, manejado por los envueltos escolares. A los cinco minutos:

-Cambiemos de asiento otra vez. Allí. En aquella fila se ve mejor.

Al poco rato:

-¿Quieres volver donde estábamos?

Luz. Descanso.

-Celedonia, no encuentras lugar a tu gusto. ¿Estás azogada?

-No. Voy a explicártelo, pero prométeme que no vas a enfadarte. ¡Gracias a Dios, ya se marcha! ¿Ves aquel hombre de bigote rubio que sale ahora al vestíbulo?: es un sinvergüenza. Se ha sentado a mi lado las tres veces, persiguiéndome a cada mudanza. Me ha levantado la falda y ha intentado desabrocharme las ligas.

-¡Canalla, voy a pisotearlo!

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-No, hijo, aquí, no; ¡por lo que más quieras! Figúrate; en un país extraño debemos evitar toda cuestión que roce el escándalo. Yo, que he mentido a mi familia, diciendo que venía a reunirme con mi amiga Claudia... Además, en la trifulca intervendría nuestro cónsul, quizá el embajador, y la publicidad sería inevitable.

Agliberto escuchaba con paciencia aquellas consideraciones, mas rugía furioso por lo bajo. Si hubiera querido llevársela, arrebatársela, librarle de ella, ¡bien! Pero ¡quitarle las ligas! Sentía que le nacía en las entrañas, a borbotones, un odio caudaloso y creciente. Aquel miserable era digno de la muerte, no solo porque hubiera faltado al respeto debido a la mujer y a quien la acompañaba, sino porque venía a recordarle, a insinuarle del modo más salaz y endemoniado que Celedonia era un producto sabroso y codiciable, acreedora de un trato atemperado y bonancible, intermedio entre los ardores de un ecuador desabrochado y los fríos y extremos polos de su indiferencia y desdén. Más que a la muchacha, el aprendiz de sátiro afrentaba a su actitud caballeresca sostenida durante cinco días con un tesón y una constancia que solo la reina Mab puede recabar para sí en los raros y cortos casos de fidelidad posible en el mundo.

La sala volvió a quedar a obscuras. Nada se veía en las sombras. De pronto Celedonia se sobresaltó.

-¡Ay, Virgen Santísima! ¡Ya está ahí otra vez!

En el asiento inmediato a ella no había nadie. Agliberto gritó como se vocea a los vestiglos que están en los pasillos tenebrosos:

-¿Dónde estás, bribón, para matarte?

Un señor se levantó tranquilamente de la fila posterior.

-Se ha asustado el muy cobarde -exclamó ella-. Ya se va.

-Pero ¿quién es, Celedonia? Dime quién es.

Las figuras proyectadas hacían guiños de burla entre la agitada confusión de una película cómica. Después se tranquilizó la pareja mirando el desarrollo cinematográfico de un trozo de folletín. Cuando terminó, salieron.

Celedonia ya no era aquel arbusto temblón que estremecían las zozobras. Iba asida al brazo del amigo, que miraba de reojo el contraste de su cuello, blanco y mórbido; de su pelo, de un oro clarísimo y suave junto a las negras sedas brochadas de su vestido. En las avenidas y las amplias calles, un alarde de trasnochadores pasaba entre   —187→   gritos de las sirenas del puerto y un olor de nardos que iba y venía a ráfagas periódicas. Los vendedores ambulantes abanicaban a las gentes en las terrazas de los cafés con sus policromadas mercancías. Todos los hombres volvían la cabeza con insolencia para mirar a Celedonia, tal si fuera la flor y la nata de todas las delicias. Cuando Agliberto se encaraba con ellos, aquellos procaces varones parecían confirmar con la mirada todavía enhiesta su envidioso comentario: «Todos los pillos tienen suerte. Ya que te la llevas, déjanos verla». La luz de limón helado de los globos eléctricos del alumbrado municipal no refrescaba el furor del joven ingeniero. Su compañera volvió a sobresaltarse:

-Mira, mira. Va siguiéndonos. Es aquel. ¡Qué hombre más atrevido y tenaz! ¡Me da miedo! ¡Fíjate en los ojos que me echa!

-Sí, está bien. Ya le conozco. ¡Ahora sí que le pego!

La enredadera humana no le dejó moverse, colgada del brazo, pródiga en súplicas, húmedos los ojos. Llegaron al hotel en una tensión de nervios de tercer acto de drama. A corta distancia les seguía un hombre, entre cauteloso y petulante, que quedó clavado en el umbral, mirándoles subir la blanca escalinata, entre palmeras y bojes que vivían en toneles, al modo de Diógenes. Aquella figura de hombre, perseguidora de la dicha ajena, sin pudor para exhibir un ansia golosa y mendiga, era estremecedora y lamentable por la miseria y la terquedad de su empeño.

-No se me despinta -afirmó Agliberto.

-No vayas a cometer la imprudencia de provocarlo. Piensa en mí, en tu porvenir, en tu carrera. Además, ese hombre puede ser un asesino. Ya puedes suponer qué instintos serán los suyos. ¡Es tan osado! No bajes, por Dios, no bajes. Promételo, ¡por tu madre!

Él pensó en Mab, pero el fuelle de tanta desfachatez tenía incandescente el ascua del agravio que, si a él le escocía como atentado a su amiga, más aún le mortificaba como reproche a su indiferencia y despego con respecto a aquella criatura acompañante suya, que, por lo visto y experimentado, poseía un dote de clavo y nuez moscada como para soliviantar media ciudad y sacar silvanos de los cines.

Y, ahora, ante su alcoba, suplicante, casi abrazada a él, se le aparecía cada vez más amenazadora, más empapada de melodrama, de catástrofe y de fatalidad. Gracias a aquel menguado, vil y torpe, las medias, las ligas, las piernas de Celedonia, que en   —188→   ocho años de amistad con ella jamás habían alcanzado valor alguno, iban a tener, ahora, un significado histórico, indeleble, perpetuo y dominante.

Bajó la escalera de cinco en cinco peldaños y, no haciendo el menor caso de su junco endeble, escogió en el vestuario la más robusta de las bengalas, la más rolliza, y se asomó a la calle, solitaria, pizarrosa.

El bellaco perseguidor, con disimulo vergonzoso, huía en una marcha normal, remedando a un transeúnte que fuera buenamente a recogerse. Aquella naturalidad fingida acababa de delatarlo.

Lo alcanzó, derribándolo de dos garrotazos. Quedó en tierra, descalabrado con esmero, tendido en la acera.

La joven gritaba desde el balcón. Se desmayó, rompiendo un sofá en un ataque de nervios. Pero Agliberto estaba satisfechísimo de la experiencia. Y tenía razón para ello. Un solo reparo podía ponerse a aquella operación tan diestra: el señor que yacía en el suelo, con la cabeza rota, ni había estado en el cine ni había sido el infame que intentó desabrochar las ligas de Celedonia.



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ArribaAbajo El castigo

VIERNES, MEDIODÍA.

«Sí, adoradísima Mab, sí. No dejo de hacer fotografías. De todo, de los monumentos, de los paisajes, de las gentes. He conseguido un descubrimiento. Un prodigio verdadero. He fotografiado el error. No es que haya errado al fotografiar, no. Ahora voy a revelar el retrato. Vaya una anticipación: el error es rubio, y va a los cines por las noches.

Sin exageración, casi todo mi ser sigue en Madrid. Pero no mi alma, evaporada o sumergida no sé dónde. Lo que he dejado allá no es el espíritu, o no es tan solo el espíritu; es lo llamado -equivocada o certeramente- el cuerpo: una sospecha de algo grave y residual; estopa, virutas, serrín, lastre de peso impreciso del que jamás se sabe si es propio o ajeno.

Mi corazón está aquí haciendo el triste papel de esas espirales de reloj, bostezadoras, abandonadas bajo un fanalito transparente, lamentables en su desahucio, desterradas de la tertulia que formaba el conjunto de la máquina, sin la conversación de los volantes bailarines, de las ruedas dentadas rechonchas, parlanchinas, de temibles uñas bruñidas con el carmín de los rubíes...

De mi alma me falta mucho; no hay duda. Pero fui yo quien no quiso colocarla en las maletas. De mi cuerpo me falta mucho más aún. Sin embargo, mi corazón está todo él aquí para retocar mis fotografías y mis errores, henchido, rebosante, dispuesto a ofrecerse siempre a Mab y caer a sus plantas a través de la alfombra de la distancia.»

El jefe de policía entró en el calabozo, adornado de lindas telarañas bamboleantes. Sus ojos ocupaban el centro del laberinto formado por unos bigotes gatunos y retorcidos.

-¿A quién escribe su excelencia?

-A la mujer que adoro.

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-Entonces, ¿esa señora que le acompañaba el día del suceso no es su esposa, ni su amante, ni siquiera su novia?

-Ni siquiera hermana, cuñada o prima.

El hombre de los complicados aditamentos capilares adoptó un ademán meditabundo y, al fin, dijo, «torciendo el mostacho»:

-¡Oh! ¡Lo que su merced ha hecho resulta doblemente admirable!

-Si hubiera usted dicho que era «sencillamente admirable» lo comprendería mejor -arguyó Agliberto.

-Para que me comprenda del todo, voy a ponerle en libertad en seguida. Y ahora le expondré los motivos que me inducen a tan importantísima determinación. Primero: es muy de estimar toda generosa y gallarda defensa que se haga de una dama a quien no se codicia y con la cual no exista vínculo. Hazaña es digna de los tiempos medievales, en que solo el espíritu de respeto y la idea de la justicia movía el fuerte brazo de los caballeros que proclamaban en batallas y torneos las virtudes de las castellanas ignoradas y aburridas en sus torreones. Segundo: si en vez de apalear a un inocente señor hubiera descalabrado a ese indigno ciudadano que deshonra y cubre de oprobio a nuestra patria con sus abominables audacias, la cuestión sería mucho más grave para su merced, al ratificarse e insistir en declaraciones que comprometieran el crédito de nuestra corrección y caballerosidad nacionales. Caso de haberse identificado al autor de los abusos y de comprobarse estos, muy difícil sería no condenar a su merced. Pero, por fortuna, el hombre...

-Sí -atajó Agliberto-, es el único animal que yerra.

-Nosotros estamos siempre dispuestos a perdonar a un extranjero mal fisonomista mejor que a un súbdito insolente y denigrante, y la incorrección o el desacato de uno de nuestros paisanos debe purgarla, como responsable, el extranjero que la descubra. Es una suprema razón de prestigio nacional. Además, de aquí en adelante, no lamentará usted, en su conciencia, tanto el agravio como el yerro. La justicia se conforma con eso, en los casos de lesiones leves. La patria, también. ¡Qué gran acierto tuvo al equivocarse! ¡Queda en libertad!

-Infinitamente obligado -profirió el joven-. Hubiera tenido que faltar a un convite que no pude declinar, pues la invitación fue hecha hace días y son personas con las cuales no debo quedar mal.

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Después, en los umbrales de la prisión, quiso cerciorarse.

-Mi libertad ¿es irrevocable?

-Mi decisión lo es -dijo el jefe de policía, con una reverencia palatina.

-Si es así debo hacerle mi última confidencia, mi más íntima confesión acerca de esta lamentable peripecia. Me creo en el deber más estricto de declararlo en honor de la reputación nacional, caballerosa, cumplida y galante. Quien ofendió a la señorita que yo acompañaba no era ningún ciudadano de este noble y acogedor país. Debió de ser una entidad infernal, un diablo azuzador interesado en aflojarle las ligas. Yo no podía verlo, y creo que era invisible. Me equivoqué al confundirlo con un honrado mortal.

-Mas si, en efecto, entre esa damisela y su merced no existe relación amorosa, ¿qué podría o querría hacer el demonio en la obscuridad?

-Precisamente, señor comisario, si tuviéramos algo que ver ella y yo, ¿qué le quedaba por hacer al demonio?

En la puerta de la cárcel le esperaba -¡claro es!- Celedonia. Su admiración, acrecentada por el gesto épico, le envolvía ya en múltiples tentáculos, le aplicaba sus mil ventosas. El cautivo estuvo a punto de volver, de su grado, al abandonado encierro. Sentía hambre.

«No hay mejor ajenjo que el delito», pensó.

Celedonia, que leía las intenciones, los deseos del amigo, se apresuró a proponer:

-¿Vamos a la lechería persa?

-No. Hoy almorzaré temprano. Me invitaron hace tres días, como sabes, el gerente y los ingenieros del Megaterio-Acueducto.

-¡Qué fastidio! Y yo ¿no almorzaré contigo?

Sacudía en sus mohínes melindrosos con terribles mimos, bajo la campana violeta de su sombrerito -vasta corola de paulonia-, lo más vegetal de sus encantos: el polen de sus pecas, la pelusilla de su carne de albaricoque pálido.

-No. Lo estimo imprudente. Quizá llegara a oídos de tu familia que estás aquí conmigo. Tu padrastro y tu hermana deben de estar escamados. Además, a Claudia la ponemos en un brete.

-¿Y qué me importa a mí todo eso? ¿No te has jugado por mí la vida, la libertad, la pureza de conciencia? Te debo el último instante de mis resortes, el penúltimo glóbulo de mi sangre...

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Aquel lenguaje le sirvió de trampolín. No quedaba otro remedio sino huir. Brincó sobre los callejeros puestos de loza, tendida en arpilleras, sobre el muelle, destrozando algunas jícaras tatuadas con complejidad, en azul. Pulga humana, penetró en una estación y tomó un tren de juguete que arrancaba en aquel momento. Celedonia detrás de él, sostenida en los aires, se posó en una plataforma. Bajo el volumen lila de sus piernas volaban las panzas de golondrina de sus zapatitos blanquinegros.

-Si no puedo almorzar contigo, tomaremos el café juntos, después.

Algo les unía en su distancia sentimental. No podía dudarse. Quizá también -algún día- cierto acueducto condujera de un alma a otra un íntimo cauce de lágrimas y de delicias claras.

El mar tenía una suavidad de miraguano, un consuelo de gafas azules. Ella no pudo reprimir el comentario sintético.

-Cuando me case, si es que me toca casarme alguna vez, recordaré con alegría este viaje de novios, sin noviazgo y sin... amor.

Tres playas de oro aparecieron gemelas y sucesivas. Plum-cake de chalets. Palmeras friccionadas con la quina del sol, la melena revulsa. Un viento de odisea.

-Ponte estas gafas negras. Parecerás una norteamericana y no te conocerá nadie -dijo él.

Ella tenía el aspecto humilde de las mujeres de los encarcelados que llevan capachos de alimentos a las prisiones y, suspirante, suplicó:

-Yo comeré en aquella fondita sola y esperándote. No te endioses en la sobremesa. Recuerda que estoy ahí.

Los torbellinos polvorientos se atropellaban en un vértigo infatigable. Envuelta y revuelta en pliegues la amiga de Agliberto se alejaba de él, diciéndole adiós con la mano aleteadora. Le parecía, a un tiempo, firme, tal una Niké de nave, y también leve y huidiza, vilano, pluma que los aires podrían llevarse al otro lado del océano.

Los ingenieros del Megaterio-Acueducto, unos muy gordos, otros muy flacos, con erizados bigotes, le aguardaban en un jardín poblado de fénix y de kakis, junto a la mesa, blanca novia del hambre, y bajo un toldo a franjas azules y ocres, sostenido por alabardas de palo. Esperaban hacía tiempo. Para estrechar la mano del joven alguno hubo de sacar la suya del bolsillo.

-Ustedes perdonen. Es muy tarde, pero...

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-¿Qué monumentos de nuestra bella ciudad ha visitado hoy? -respondieron afectuosos y rientes.

-La cárcel -dijo Agliberto, muy serio.

Respiró y almorzó con apetito y éxito, por vez primera en seis días. Estuvo locuaz y feliz en su emancipación. Al final, todos brindaron por el auge de su carrera incipiente. Después le condujeron al figón donde Celedonia le esperaba ante dos tazas de café humeante y con las pinzas en alto, interrogándole.

-¿Cuántos terrones ahogo en el recuelo?

Los ingenieros se inclinaron en una reverencia regocijada de gentes puestas de acuerdo.

-¡Ah! Pero ¿ustedes sabían?... ¿Sospechaban que esta señorita y yo?...

-¡Hombre, es tan natural! -dijeron ellos, todos a una, retirándose.



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ArribaAbajo Piedras antiguas y micos azules

-¿EN QUÉ ÉPOCA te hubiera halagado vivir, Agliberto?

-En cualquiera, menos en esta.

-¿Tanto te desagrada el presente?

-Claro; el que sea presente ya es desagradable. Nunca estamos prevenidos para recibirlo y tratarlo. El pasado es siempre delicioso. Ya lo ves. Estamos en un Museo Arqueológico. Hemos visto, en una hora, sepulcros celtas, vasos etruscos, tejas fenicias, estelas griegas, gorros frigios, túmulos romanos, pedazos de arquitectura cristiana, Cristos bizantinos, arneses árabes, armaduras de las guerras de Italia, miriñaques, abanicos de nácar, pañuelos de nipis. Todas esas cosas nos son familiares, indistintamente. Es de muy buen tono, fundamental en la cultura de nuestro tiempo, tener el alma, como los dueños de las tiendas de antigüedades, dispuesta a recibir todo hallazgo cubierto de polvo y carcoma. Una pieza de engranaje histórico nos place y consuela. Dijo un latino, del cual no sé a ciencia cierta si escribía comedias o filosofía, que el hombre no diputaba ajeno a sí cuanto fuera humano.

-Nihil (humani) a me alienum puto.

-Muy bien, Celedonia. Se advierte tu aplicación, superior a la mía, para el latín del bachillerato. Bien, ocurre que el hombre no se considera ajeno a nada que sea histórico. ¿Podría si no explicarse la presencia en este patio y esas salas de tanto cascote, pedrusco y residuo? En lo pretérito nos apoyamos. Es el alpen-stock o el regatón de ciego del ser humano en los riscos de la experiencia.

-¡Qué bien hablas hoy, Agliberto! Deberías escribir todo eso que estás diciendo.

-No. ¡Dios me libre! ¡Antes la muerte! Saldría todo lo contrario. Cuando se piensa, no de prestado, sino por cuenta propia, para contrastar la validez de lo que nos pasa por la mente, consideramos las ideas contrarias. Aparecen estas con tal fuerza de legitimidad que, en vez de expresar lo concebido, formulamos lo opuesto. El espíritu del animal racional es como aquel examinador que, por sacar adelante al examinando, le pedía: «Si no recuerda bien la teoría, dígame la refutación».

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-Mira, eso mismo estaría muy bien en el teatro.

-No me mates, Celedonia. No sé resolver las situaciones.

-Pero sabes endilgar una digresión entretanto. Es el procedimiento de más de un celebrado dramaturgo.

-¡No seas así, hija! Vuelves a traerme el presente en una gran bandeja, con flores, y yo estoy desentrenado para aceptarlo, sobre todo, ahora, apoyado como estoy en un báculo histórico.

La muchacha sonreía, pavoneándose dentro de la campana de lino blanco de su traje que transparentaba un viso rosa. Parecía, toda ella, una fruta en sazón cubierta de ese claro polvillo que cubre a las ciruelas y las uvas y se llama flor. En sus brazos desnudos hasta el hombro, las cicatrices de la vacuna irradiaban sus cuadros margaritas cuando ella los acercó al cuello de Agliberto, no para abrazarlo, sino para quitarle un avispón que le corría por la solapa.

-Algún día me recordarás; quizá cuando esté en el pasado -le dijo-. Pero no cuentes conmigo como palitroque histórico.

-Lo que más temo es eso: tu transformación, tu aspecto de hoy modificado, elaborado por los meses, las semanas y los días. Todo es muy sencillo a posteriori de su solución, y muy difícil a priori de ella. Eres, para mí, uno de esos manjares que no sabíamos comer en nuestra infancia y esperábamos ver cómo lo tomaban los demás.

-Piensas mucho, Agliberto, y eso es malo. Créeme.

-Recapacitar, discernir probabilidades, consultar con la almohada no es sino pretender que las cosas pasen de la palpitación presente, de la vigencia viva, a la pura arqueología de lo razonable, donde todo es irremisible y nada tiene arreglo. Claudia está esperándote a pocos kilómetros de aquí, en una villa aislada, rodeada de eucaliptos y de pinos parasoles. Tu hermana, intranquila, inquiere tu paradero. El plazo disponible para nuestro programa de fotografía es tan exiguo que solo servirá, si acaso, para una instantánea. Estamos perdiendo el tiempo en plazas, basílicas, monasterios, castillos, palacios y museos. Pero está bien dejarlo pasar raudo y veloz. Algún día se nos aparecerá cuajado en un signo definitivo, como ese corzo o ciervo burilado en esa lápida de piedra antigua y ambigua entre el oro y el rosa de la evocación de las centurias. Mira: «A los Dioses Manes de Pomponio Léntulo, muerto a los veinticuatro años de edad». ¿Traduzco bien?

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-Tenía la misma edad que tú -comentó Celedonia, estremeciéndose.

Estaban en un jardín sombreado por arces y corpulentos almeces. Un pedazo de capilla gótica, siglo XV, sabiamente derruida, se mostraba con el encanto de esos cortes transversales que los arquitectos iluminan con aguadas en sus dibujos. Bajo la enramada, sobre escabeles, había columnas de bien erizado capitel, estelas fúnebres, piedras miliarias. Restos de la cantera de la Antigüedad con fechas y nombres humanos. Pasó una nube grande, blanca, bien criada, dibujando sus contornos de sombra en el suelo. El jardín quedó sin luz ni calor un momento. Las hojitas se echaron a temblar, todas, con timidez.

-Sí; le enterraron a la misma edad que a mí -continuó Agliberto.

-No digas esas atrocidades, que me das miedo -interrumpió Celedonia, poniéndole la mano enguantada ante la boca para que callase.

-¿No convinimos después de subir a la torrecilla de los ascensores que yo carecía de las notas distintivas de los cuerpos? Vimos cómo estaba fuera de la mecánica y de la gravitación, y de qué manera me había quedado con poco más que el alma. Sin duda mi cuerpo reposa en alguna parte. ¡Que la tierra, la atmósfera o la conciencia que sobre él están le sean leves! En el pasado está, como el de Pomponio Léntulo llorado por tres corazones, esos tres corazones puestos entre las cuatro letras: S-T-T-L, de la epitáfica inscripción latina.

-¿Y por qué son tres los corazones?

-Porque son cuatro las letras.

-Pues yo no quiero sobre tu cuerpo, soñoliento, alejado, más que dos corazones: el tuyo y el mío. Y el tercero huelga.

Al decir esto, ella recordó a Sinibaldo, cobrizo de sol de África, con la gorra de plato sobre la oreja, insinuante, afectuoso, siempre un poco inclinado sobre las mujeres a quien hablaba, como los guitarristas sobre la guitarra. Agliberto era su antítesis: despegado, burlón, contradictorio, desconcertante, inexplicable.

«¡Qué distintos son unos hombres a otros!», pensaba, en silencio. Después espetó a su amigo, a boca de jarro:

-Oye, ¿tú has sentido celos alguna vez?

-No, hija. He tenido que estudiar mucho.

El calor pesaba demasiado. Caían moras blancas de las moreras, henchidas y aromáticas, sobre las viejas piedras labradas, donde figuras humanas, dibujos de frutos o   —198→   animales reforzaban las dedicatorias a los viables, a los manes, a las ninfas. Entre las letras redondas y perfectas se intercalaban aquellos corazoncitos simbólicos con un apéndice como el rabito de una manzana o el pecíolo de una hoja. La enramada seguía estremeciéndose, movida por una emoción auténtica, de la que eran incapaces dos seres, de educación semejante, de cultura incipiente, legos en la tentación y el peligro, al emprender juntos un viaje secreto, confiados en una mutua y problemática indiferencia.

A Agliberto se le apareció también grabado el nombre de Celedonia en unas piedras resistentes al tiempo.

Aquel nombre, como a todo el mundo, le había sido odioso en un principio y le costaba trabajo y vergüenza pronunciarlo en cualquier parte. Pero a medida que intimaba con su amiga lo fue encontrando más aceptable, después lindo, y al final, como esos caramelos que empiezan a dejar sabor amargo y luego evolucionan hacia el dulce más delicioso, lo halló encantador e insustituible.

-Tienes un nombre horrendo, pero si se deja desleír en la boca, da una sensación de frescura fragante y de encanto. Además, creo que tiene una virtud suprema: es lapidario y se embellece con el tiempo.

-¿No te parece a propósito para pronunciarlo en una casita cerrada, en las tardes de otoño, entre unas colgaduras de terciopelo color violeta de Parma y jarrones con dalias y crisantemos?

-Yo sé de alguno mejor para tales efectos: Mab.

-Pero no es de este mundo. Es bueno para el planeta Marte.

El recuerdo de Sinibaldo, de la última tarde en el picadero, cuando saltó del caballo apoyándose en su mano y torciéndose un pie, hizo que volviera a sentir ahora el dolor del esguince, ya aliviado, y buscara el brazo de Agliberto.



Por la tarde fueron a un jardín zoológico que presentaba lamentables huellas de devastación y descuido. Una llama del Perú y un dromedario famélico les saludaron con las cabezas levantadas a través de unas alambradas, desde un prado amarillento y ralo. Después, tras de los alisos y los castaños, oyeron sonar una menguada orquesta. Sollozaba algo entre tango y fado. En una pista, no mucho más amplia que una lápida, dibujaban sus rígidos movimientos seis o siete parejas de niñas morenas, con sombreros de mil colores, muy encasquetados, y chulitos elegantes. Las carabinas y las madres miraban con resignación a los pimpollos, como si fueran a ser inmediatamente embarcados en el Arca de Noé.

Después de haber requerido la inevitable cerveza rubia y las imprescindibles patatas fritas que daban derecho a tan modesta expansión coreográfica, Agliberto hizo levantar a Celedonia, rodeó su talle con el brazo derecho y comenzó a bailar con ella. Se le abandonó la mano de la pareja sobre el hombro con una fraternidad desesperada, sin ilusión ni brío. Estaban tan descentrados que no coincidía, en cada uno, el cuerpo con el alma, y no había modo de ajustarlos y superponerlos. Así no pudieron encontrar el ritmo en la música, el del ímpetu dionisíaco de la vida, y, por no ir a compás, desistieron de la danza.

Hasta entonces no se les había evidenciado de modo tan patente cuán difícil era su camaradería en pleno peligro. Podían haber usado de cualquier familiaridad en zonas de ocasiones más seguras y neutras. Pero ahora, en el territorio del amor, sin amarse, o no amándose a un tiempo y con un simultáneo afán, su situación resultaba desesperante, porque, aunque toda inminencia fuera imposible, la asiduidad y cercanía del trato establecían un compromiso, un contrato tácito, costoso de anular, sobre todo en el futuro, en el cual la tinta en que se escriben las cláusulas quizá tomara un matiz más seductor e inscribible.

Los acontecimientos acaecidos en una semana, desde el sábado en que salieron hasta este sábado del jardín zoológico, habían producido el siguiente balance espiritual: Agliberto había desistido de su viaje rápido y de sus fotografías artísticas, sin salir de la capital. Se había zambullido en pleno absurdo. Lloraba un amor lejano y no se atrevía a huir de Celedonia, del hotel y de la ciudad, entre otros motivos porque no encontraba motivo suficiente.

Celedonia se creía la curandera del absurdo que les había atacado como una erupción, la madrina de Agliberto en el orbe del disparate, y no parecía perdonar ocasión de mostrarse beneficiosa para él. Temía y temblaba por la opinión ajena, los chismes, el peligro de un escándalo doméstico y por la impaciencia de Claudia. Además se enteró de algo inopinado, insospechable: que Agliberto, por una razón que ella ignoraba,   —200→   era el más débil de los dos, el más amenazado por la fatalidad. Siempre le había admirado: por su capacidad de trabajo, por su displicencia, porque jugaba bien al billar y bailaba... Y ahora, siempre en peligro y siempre amedrentado, se le aparecía menesteroso de su asistencia y de su compañía, como un niño llorón en un pasillo obscuro. No contaba la joven con que esa ternura que rondaba a su primitiva estimación, y se enroscaba a ella, iba a depender de todas las rachas del capricho aquel decidido ardor que la inspiró acompañar a su amigo.

Las fieras, los bichos raros, las bestias de cien mil formas y colores les miraban como a una pareja inexplicable, excepcional y desventurada. El opulento hipopótamo, semejante a un Buda, salía de su baño, airando al sol poniente con su dermis bruñida, chorreando esmeraldas del estanque, elocuente en la mudez de la vitalidad espléndida y ecuatorial. Un león presidiario malhumorado, enorme, filosofaba en su jaula, revuelta la melena.

-¡Qué cursi es el rey del desierto! Parece que se ha compuesto un tipo, como esos sabios, astrónomos, geógrafos, químicos, poetas que salen en las informaciones de las revistas y los magazines -comentó Agliberto.

Los tigres, las panteras, los leopardos, después de la siesta, muy fatigados de no hacer nada malo, bostezaban desdeñosos, exhibiendo su piel sin exponerla. En el cielo se extendían pacíficos, sin balido, esos rebaños de nubecillas de oro de las tardes estivales y decadentes. Los avestruces lucían su plumaje caudal rizado; aves del paraíso y colibríes alegraban el final del día con una algarabía de colores. Al fin llegaron ante la jaula de los micos. Los había de todas las especies y variedades. Pero unos de felpa marrón, con unas barbas azules que cubrían buena zona de su cabeza, llamaron la atención de Celedonia.

-¿Crees tú, Agliberto, que el mono puede ser nuestro antecesor biológico?

-No, nunca. Nos han querido dar mico por hombre. Aun estos micos azules, con el atributo celeste de sus barbas, parecen querer justificar con un símbolo cuánto nos aleja del mundo animal. En el cielo azul todo es riguroso y nada parece tener otro objeto que el establecimiento de un orden; en el mundo zoológico todo persigue una finalidad que alcanza sin marrar, y nada es riguroso ni exacto; en el mundo humano, aunque se persiguen objetos, nadie se rige con rigor, y por eso, o independientemente de eso, no conseguimos ninguno de aquellos.

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-¿No crees en la evolución de las especies?

-Sí creo; como en los milagros, en las brujas y en los trabajos de los prestimanos, porque «evolución» es una palabra satisfactoria que explica todo lo misterioso e indescifrable: cómo lo verde se vuelve rojo; cómo el germen se torna en ser animado; cómo la nebulosa se hace planeta; cómo el mono se convierte en hombre, y cómo las mujeres en ciertos días del mes pueden romper a distancia los espejos, solo con mirarlos.

-¡Sin embargo -apoyó Celedonia-, se parecen a los hombres!

-Protesto contra Darwin, contra Haeckel, contra ti, de esa presunta semejanza en las formas. He visto mujeres con caras de gacela o de cabra, muy aceptables; hombres con rostro de caballo, muy ilustres; niñas que recordaban al pavo real o la grulla; señoras con cara de perro, dignas de respeto. Lo más horrible para el ser humano es que se parezca al mono, y es el parecido que nuestro gusto tolera menos.

-¿Y en los instintos? -insistió la muchacha.

-¡Pobre instinto el del hombre, hija del alma! Antes de llegar a él, remoto, relegado al último término, arrinconado, los seres humanos tenemos que pasar por un mundo de prejuicios, de teorías, preferencias sistematizadas, reticencias de los sentidos, reservas del juicio, admisiones de la inteligencia, censura de los ensueños y las fantasías. Todo eso que constituye, según dicen, el alma.

-¡Cualquiera se pone de acuerdo contigo, Agliberto! Todo es según el color del cristal con que se mira. Ya lo dijo Campoamor...

-No lo creas. Las cosas son de cualquier color menos del que tiene el cristal a través del que miramos. Si alguna vez, por azar, se comprueba que, en efecto, existe alguna de igual tono, consideramos el vidrio inútil y lo rompemos. Entonces echamos de ver lo raro de la coloración y lo insólito de la coincidencia ante la infinita variedad de los matices de la vida. Hace años se creía que el instinto era infalible; hoy ya se opina lo contrario: que en él cabe también el error. Pero en el mundo animal, equivocado o no, sigue siendo instinto lo primero y fundamental, y en los humanos, es lo último con que podemos contar. Para demostrar la continuidad del primer eslabón con el último a cien metros de distancia y sin que tengan que ver con otro, se ha inventado una palabra: cadena. Entre el mico y yo se tienden también otras cadenas: evolución e instinto. ¿Qué instinto puedo   —202→   yo sentir, Celedonia, si por taumaturgia de mi prosapia espiritual humana puedo dejarme olvidado unas veces el cuerpo, otras el espíritu, en los viajes destinados a la simple fotografía? ¿De qué puede servirme mi tendencia mimética si intento hace una semana imitar los gestos de un jefe de Administración de segunda para ir con soltura por la vida y las circunstancias que se me presentan no cuadran a esas actitudes y ademanes que como previos dechados llevaba mi inexperiencia? ¿Dónde está el instinto del mico? ¿En lo que ejecuta espontáneamente o en lo que imita?

No sé si en el imitar hay instinto o el instinto, contra lo que creíamos, es una primera imitación. Pero todo eso está bien para los micos. Yo no puedo abrazarte, Celedonia, porque no acabas de apetecerme espontáneamente y porque no sé remedar con éxito a los hombres avisados que disponen de fórmulas para seducir a las mujeres en un abrir y cerrar de ojos. Soy un pobre ser humano, modesto y sublime, ínfimo y grandioso, que no tiene nada que ver con la escala o la cadena zoológica. Cuando más falta le hace el alma encuentra que se la ha dejado olvidada, y cuando requiere el cuerpo no lo halla en su equipaje.

-Agliberto -suspiró Celedonia-, tú estás enamorado. No sé de quién, pero lo estás. Tu elocuencia lo demuestra a las claras. Además, ella, sea quien sea, no te quiere. Evidente. Los hombres desdeñados por mujeres suelen tener grandes éxitos parlamentarios. ¿A quién quieres tú? ¿Quién es esa rosa displicente a quien cantas, ruiseñor de la geometría descriptiva? ¡Si supiera ella cuánto sabes tú, y lo bien que lo dices!

-No sé nada, Celedonia. No sabemos nada. Estamos en la cartilla. Ignoramos todo lo que no hemos aprendido. Matriculados en múltiples asignaturas, pudimos seguirlas con aplicación. Con las escurriduras de lo que nos han enseñado en nuestros cursos conseguimos sostener una lucida conversación; pero de las lecciones que no se explicaron no diremos ni pío, ni en público ni en privado. Somos un par de jóvenes de espíritu moderno, cultos, académicos de cierta disciplina docente; bachiller tú, ingeniero yo. Estamos forrados de papel de pagos al Estado y de papeles de comedias de Benavente; pero la primera pareja que habitó la tierra tenía más sabiduría que nosotros.

Celedonia, vestida de blanco, bajo su pamela, como un retrato de Romney o de Lawrence, hacía melindres a la puerta de salida.

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-Vámonos por aquí. Allí está la de Montegrís con su papá y su mamá. ¡Quién hubiera sospechado encontrársela! ¡Por Dios, que no nos vean! ¡Menudo jaleo se arma si nos conocen! Se lo cuentan a mi familia y a medio Madrid. Sí, pero me parece que ya nos han guipado. Deben de esperarnos. Mira, chico, vamos por aquella puertecita y les damos el gran mico.