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ArribaAbajo Brujas de sábado

OYÓ RUIDO EN EL CUARTO contiguo. Los nudillos de Celedonia, capullos tiernos, se deshojaban contra la vieja flora de papel parietal, en terca llamada, casi pugilato.

Continuó escribiendo: «Por desdicha, Mab, todas mis fotografías salen mal. Mejor dicho, todas salen bien, muy bien, pero con un defecto. ¿Conoce usted eso que los joyeros en las piedras finas llaman jardines? Seguro. Pues todas mis fotografías tienen algún jardín, es decir, una sombra, un portillo, una mella, una desconchadura. Y no es de defecto de técnica. Yo mismo lo veo así en la realidad. Muy bello, muy lindo, pero siempre con una cicatriz, a veces muy pequeña, pero que me encocora, haciéndome sentir lo cerca que está de la perfección. ¿Nunca ha oído usted hablar, celeste Mab, de lo que es el límite de una variable? Seguramente no. Tanto mejor. Pero volvamos a usted, ofreciéndole esta naturaleza, este mar, estos castillos románticos, torres medievales y parques lánguidos, a los que siempre falta una esquirla, a los que siempre se les advierte una caries para ser del todo bellos. ¿Qué han menester? Amor. Pero no amor de destierro y de suspiro, sino de asistencia. Para que este país acabe de ser hermoso, para que mis fotografías salgan íntegras, precisa un solo requisito que tiene sus múltiples alvéolos vacíos: la presencia de una mujer. ¡Estoy tan solo!».

Celedonia repicó, de nuevo, en el tabique. Agliberto no la escuchaba, absorto y distraído, emberrenchinándose al recapitular todo el encanto de aquel país, tan firme, casi entero, si no estuviera un poquito desportillado. A la naturaleza le hace falta Mab: «Esta región la pide a todo momento, la reclama, tal como la carne de ternera requiere la mostaza».

Celedonia volvía a plañir:

-Agliberto, hazme caso. Entra en mi alcoba. ¡Estoy herida!

Ratón hacia la ratonera, pasó al aposento inmediato, empapelado en un sedante azul. Nunca la había visto en camisa, ni lo contó en el programa de su vida. Medio desmayada en el lecho, despedía una fragancia de mandarina recién mondada. A través   —206→   de la rubia cabellera, color piel de naranja, y de la celulosa de los blancos linos solteros, en gajos tentadores, se adivinaban los zumos dorados y mozos.

En su brazo desnudo, de calidad de flor de azalea tupida o de hortensia, muy arriba, cerca del hombro rotundo, terso y con un trémulo punto luminoso de dibujo a la aguada, sonreía una incisión. De ella manaba algo rojo, huidizo, apresurado, muy bello.

-¡Qué bonito! -comentó Agliberto-. No se ve todos los días. ¿Y cómo te has lastimado?

-Me he caído de la cama sobre unas tijeras.

La herida era larga, rasgón más que punzadora, y se reía ya de la mentira.

Él corrió a su cuarto y trajo ácido fénico, hilas, algodón y una venda.

-¿No te asusta mi sangre, Agliberto? -preguntó con un candor de nena de seis años.

-Rojo poco frecuente. Semejante fenómeno, igual casi, a los eclipses y las auroras boreales. Su rareza, su aparición extranormal, sirve para fundar hipótesis necias acerca de la vida. Es un mero color, un tinte, un accidental matiz aparente en ciertos lugares de eso que quieren llamar nuestro cuerpo, como los fuegos de san Telmo en los mástiles de los barcos. En realidad, no es más que un pretexto para denominaciones antipáticas y erróneas: sanguíneo, sangriento, sanguinario...

No dejó ella que el carrousel de la gasa siguiera guiando en torno de su brazo. Se desplomó sobre la almohada, con un sollozo:

-No me quieres, Agliberto. ¡No me quieres!

Aquellas palabras, escuchadas por vez primera debían de albergar una virtud mágica, porque todos los fragmentos, las partículas, los efluvios del joven evaporado y desvanecido volvieron a él, reintegrándolo, reconstituyéndolo, limaduras atraídas por un imán verbal. Se sintió lleno, rebosante, henchido y se abrazó a Celedonia con un beso desaforado que hizo vibrar la copa y la botella de la mesilla de noche.

Ella se agitó en el naufragio de su pudor ofendido, asiéndose al embozo -salvavidas- que le ceñía el regazo. Se incorporó. Sus cejas se juntaron en ese tejadillo, acento circunflejo que planea sobre las palabras coléricas.

-Te perdono. Pero... ¡vete!

Todo el ser de Agliberto retornaba a su envase, a su envoltura, a su hollejo aparencial, volando desde lejos en moléculas montadas en escobitas microscópicas.

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Su amiga seguía en vano indicándole la salida con el brazo extendido.

-¿Serás capaz? Soy una mujer herida, sola, sin defensa, en país extraño... ¡Márchate!

-Déjame que te haga un lazo al vendaje.

-¡No te acerques! Confiaba en ti, pero eres como todos... ¡Vete!

Se fue. Cayó en su cama. Se sentía reforzado, como si se hubiera convertido su cuerpo en una mazorca de maíz que apretujaba granazón. No podía dormir. De media en media hora, a través del tabique, preguntaba a Celedonia: «¿Cómo estás?». Las respuestas iban siendo cada vez menos ásperas.

Los granos fueron desprendiéndose y cayeron en las campanas de los relojes para dar todos los toques de la noche. La mazorca quedaba, poco a poco, más pobre y exhausta. Cada cuenta de maíz de la personalidad de Agliberto volvió a su destino, hermético y lejano. Su corazón pensaba: «No me gusta. Tiene el pelo demasiado verde. Las cejas demasiado grandes. La boca de A. Un hoyito en la barbilla que le da una sonrisa de punto y coma. Demasiado blanca, dulce, milka. Pero posee un nombre suntuoso, encantador, inapreciable: Celedonia. Quizá no haya llegado el verbo a mayor perfección en otra denominación de mujer, en ninguna época, en idioma alguno. ¿Por qué no gusta a las gentes ese nombre? Culpa de algún sainetero o periodista indignos. ¿Dónde está el mal sabor de nombre tan ridiculizado? ¿En qué artejos estriba su fónico vilipendio? Las dos primeras sílabas despiertan una sensación de tarde azul y fina. La terminación onia ¿no es grata y suavísima en begonia, calcedonia, Babilonia y agua de Colonia? En verdad, tiene el nombre más hermoso que puede pronunciar lengua mortal...».

Ella ya no contestaba a sus preguntas. La mazorca quedó sin un grano, hecha residuo leve y deleznable, espuma vegetal. Entonces pudo dormir.



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ArribaAbajo Cosas del otro jueves

HAN TRANSCURRIDO cuatro días. Ella, muy apoyada en sus tacones, garza humana, enseriecida, con un empaque mitad de señora casada, mitad de primera actriz de comedia que ha de probar cómo la virtud repelida sale a flor de gesto. Se ha puesto las sortijas, las pulseras, los pendientes de su madre, en señal solemne. Llevan diez días en la ciudad y es fuerza ya abandonarla. Agliberto está muy pálido, frente a ella, ante un pórtico barroco de una iglesia.

-¿Cuándo te reúnes con tu amiga Claudia?

-Yo ya no puedo reunirme con nadie, Agliberto. Después de lo que aconteció anoche... ¡Quién iba a decírmelo! ¡Ayer y tú!

-No, Celedonia. No te exaltes. Ni ayer ni hoy. Lo de anoche no tiene importancia como...

-Me abrazaste, Agliberto, me abrazaste. Era la segunda vez que te olvidabas del respeto debido y esperado. Y yo, ¡ay de mí!, me desmayé en tus brazos. ¿Puedes negarlo?

-Sí, te desmayaste. Yo no contaba con tanto. Te deposité en un sofá. Te quité los zapatos. Te froté las sienes con alcohol. Hice lo clásico, lo tradicional, lo que se recomienda en todas las novelas.

-¿Todo, infame?

-Dentro del mayor respeto que se debe a una mujer privada. Respeto, por otra parte, muy preconizado en los libros.

-No puedo creer en tus miramientos estando desmayada; primero: porque no los tuviste antes, en pleno uso de mis facultades. Segundo y principal: la pérdida del conocimiento impide evaluar toda conducta.

-Mi comportamiento contigo ha sido angelical, aunque su mérito sea discutible. Si hubo un momento, anoche, en tu cuarto, en que el demonio me azuzó, en seguida... ¡Te juro que estoy arrepentido!

-Mal se aviene el arrepentimiento con tu declaración de inocencia. No sé a qué atenerme. Soy una inocente, una infeliz, una pobre muchacha. He leído, acerca de   —210→   tales trances, alguna literatura, donde los informes son siempre muy poco claros y, ¿cómo se dice?, ¡qué atontada estoy!, muy... contradictorios.

-Escucha, Celedonia. La experiencia que tú incoaste al acompañarme en este viaje tenía muchos peligros. Si el incidente de ayer no fue una conclusión absoluta, no era, ciertamente, porque las premisas estuvieran mal planteadas. Es menester separarnos. No sé si porque me ayudó un ángel o porque el demonio dejó de asistirme en el instante de tu desmayo, nuestra separación es aún posible. Vete con Claudia, que está esperándote. Tienes derecho a ser feliz. También yo. Estamos aún a tiempo.

-¿Dónde tienes el alma, desalmado?

-No lo sé; quizá como el cuerpo, perdida en los espacios, dividida, parcelada. Hazte cargo. Esta no es una situación para nosotros. Es una situación de amor.

-¡Qué desgraciada soy, Dios mío!

-¿Acaso estás tú, Celedonia, enamorada de mí?

-No lo sé a ciencia cierta. Pero me parece que sí, Agliberto.

Este trozo de diálogo continuó hasta una plaza extensa, arenosa, color de hogaza tostada, abierta a la ría, con edificios magnos, unos orgullosos, otros cautos. En el centro, sobre un pedestal, un caballo. Sobre este, un rey, con penacho de piedra enloquecida. Recortándose en el azul del mediodía, un fracaso de arcadas nítidas.

-Mañana nos separamos, Celedonia.

-No, Agliberto; mañana no nos separamos.

-¿Por qué me lo pides, si de nuestra compañía pueden surgir las peores calamidades?

-No te lo pido. Te lo exijo.

Se sentaron los dos, para llorar, en un banco. Ella su amor inconsciente y desatinado. Él porque, sin sentirlo, las situaciones, los incidentes, las menudas peripecias lo habían inmovilizado en la anestesia de lo creíble y superior a todas las previsiones, y ni la fuerza de huir le habían dejado. Consideraba su porvenir deshecho, anulados todos los ensueños de su juventud. ¡Al fin y al cabo se había comprometido hondamente con Celedonia, aunque el compromiso irreparable no se hubiese consumado!

El calor era tan excesivo que las lágrimas se les secaban al punto. Entonces ella abrió una sombrilla marrón en forma de cuadrilátero esférico con rosas transparentes y caladas que filtraban a lunares los incisivos rayos del sol. Llegaron curiosos, chicos   —211→   y guardias municipales, y formaron corro alrededor de ellos para presenciar su aflicción. Agliberto sentía gran vergüenza, pero estaba rendido, medio muerto, clavado en su asiento por el sol implacable. Ella se dirigió a uno de los guardias:

-¿Se permite llorar en esta ciudad?

-Sí, señora. Y no está mal visto. Aquí somos muy sentimentales.

Pero la niña reaccionó:

-La sal de este llanto me sabe a poco. Necesito la del mar.

En el hotel recogieron sus ropas de baño y fueron a la playa en un coche de caballos que parecía un landó.

Seguía cayendo de plano el sol, padre de las moscas, fiel cumplidor de sus contratos. El puerto, erizado de mástiles, mullido acerico de azul, surcado de herrumbres, dormitaba, mecido al mismo ritmo pando y perezoso que los barcos, obscuros, cabeceantes y silenciosos. Algunos marinos reposaban panza arriba bajo las palmeras hirsutas de las plazuelas y los parques. Un velero de estampa vieja mordía allá lejos el verde hervidor de un mar con música de Debussy...

Agliberto lo miraba todo con una vaguedad de condenado a muerte. No le apetecía ni el baño, ni la vida. Llegaron a la playa, vasta, albina, casi desierta, sin más personajes que unos niños y criadas.

El joven ingeniero quedó solo junto a la caseta. Vinieron a su memoria los baños infantiles, entre el brusco abrazo del bañero, atezado, con barbas negras de san José en barro cocido, el primer sabor del agua salada, las tiritonas y las friegas de las niñeras en sus tiendas de campaña de lona blanca, hacía veinte años, en playas no muy lejanas a aquella.

De repente Celedonia salió radiante, fresca, ágil, Astarté recién nacida de un mito de última moda, ágil, firme y deliciosa como las muchachas de los circos, amantes de los barristas. Su cuerpo no tenía esa inexpresión estatuaria y canónica que han pretendido prestar siempre el arte cerril, el instinto erótico -tan pedante- y la ciencia garrafal. Traía tanta gracia, tanta mueca, tanto gesto, que más parecía un rostro que un cuerpo, y el parco maillot obscuro su antifaz. No obstante, su máscara era un desnudo jamás visto. Agliberto se espantó, se aterrorizó de su blancura, no de nieve, de cal, ni leche, sino de pulpa de coco, dispuesta a endulzarse desde las tartas más pomposas hasta las yemas de los dedos. Tal albura no volvería a verla más en el mundo,   —212→   única, irrescatable. La presentía con una evidencia tan contundente que le dio miedo. Ella había pasado fácilmente de la atribulación al júbilo. Se arrodilló junto a él. En sus piernas rosadas, como en sus rotundos hombros, palpitaba la brisa cantora y marina. Era para entregarle los pendientes, las pulseras, las sortijas. En una de estas sencillas alianzas -¡quién lo hubiera dicho!- estaba grabado aquel mismo día, aquel hoy, presente e ineludible: 19 de julio de 1923. El agua regia del dolor, sin duda, había puesto la fecha.

De la mano yodada y fuerte del bañero entró la muchacha a zambullirse en las esmeraldas. Se veía en la mirada sincera y encendida del varón robusto un homenaje a su gracilidad. Desde la noche del cine, Agliberto no había sufrido el escozor de sentirla en contacto con un hombre. La vio empezar a nadar, apoyado el bizcocho de su barbilla en el brazo de cobre de aquel pillo de playa sonriente y poderoso. Un estremecimiento de escamas luminosas le ofendía a los ojos. Oyó un rumor sordo que venía de lejos, como si el mar entrara en ebullición. Temió que su dispersa corporeidad retornara a él, furiosa y atropellada. Pero Celedonia ya nadaba sola y con un brío y soltura inéditos. A través de los berilos del agua se retorcía en líneas arqueadas como esas figuras de los grotescos, en las mayólicas toscanas del Renacimiento. ¡Nunca había podido sospechar en ella el calibre de aquellos muslos de amazona acuática! Se confundían blancos, ágiles, destellantes en la monstruosidad de un solo muslo o en la cola de un ente oceánico.

Reinaba demasiada luz, demasiada espuma, demasiado zumbido pelágico. Agliberto no podía soportar el empuje de tanta magnificencia. Despacito, se encaminó al Acuario. Allí predominaba una tranquilidad académica. En las salas desiertas, casi frías, con los balcones entornados, se había conseguido una luz y una temperatura casi de quirófano, mitad aséptica, mitad sospechosa.

En grandes paralelepípedos de cristal bogaban infinitas estrellas, erizos y medusas de mar; todos los besugos de ojo claro que están en el secreto de los asuntos submarinos, ignorados por el príncipe de Mónaco, anguilas sentimentales, en plena luna de miel, etcétera. Todo en vastas praderas, escaparates de la flora del piélago, alumbradas con luz eléctrica, como nacimientos. Le distrajo aquel espectáculo de bazar o de láminas de manual. Olvidó parte de sus penas. Así estuvo esperando uno, dos, tres cuartos de hora. Sin ninguna inquietud ya empezaba a reírse de los peces de colores;   —213→   de las enmarañadas anémonas que atusan y despeinan sus melenitas de tiernos y suaves colores, crisantemos vivientes, perritos grifones de los buzos, claveles dobles sobre la mantilla de blonda de las madréporas sutiles. Burlábase de los endebles hipocampos, caballitos que se enganchan por la cola a las fibras de las plantas y se mueven como un segundero de reloj; de los congrios con camisa de color ciruela claudia que pretenden tragar las migas de pan a través del vidrio...

Al fin, al volver a uno de los salones, creyó divisar a Celedonia, sentada en la penumbra. Pero ¿era o no era? No, no era ella, pero se le parecía mucho. La pamela, mayor y más graciosa, cubierta de rodofíceas chorreantes, de flecos de torzal líquido. Mil serpentinas de algas de mil colores, azules, amarillas, rosadas, le rodeaban la cintura sobre un vestido prodigioso de cuento de hadas hecho de una seda mucho más hermosa que la de los gusanos de la infeliz morera terrestre. Tenía los ojos de ópalo; de un color aciago y seductor, de amanecer de naufragio. Mejillas auténticas de coral, piel de caracola teñida de múrice. Los tobillos (?) encerrados en medias tan estriadas como la cola de los peces. El charol de los zapatos, cubierto de sal. Como se había aproximado, se decidió a interrogarla.

-Perdón, señora. Es usted una sirena, ¿verdad? ¿O es usted?...

-Sí, señor; soy una sirena, aunque me vea tan callada. No crea que estoy esperando al primer hombre que pase. ¡Me ha interesado usted tanto!

-¡Muchas gracias! ¡Qué amable! Pero... el caso es que... espero a una señorita amiga, que está bañándose hace rato.

-No la espere, no volverá -sentenció el ser enigmático.

-¿Se ha ahogado, acaso?

-Sí.

-¡Válgame el cielo! Pero ¿cómo? El bañero estaba junto a ella. ¡Qué desgracia! ¡Pobre amiga mía! Voy a telegrafiar a la familia, aunque...

-No se aflija, ni telegrafíe a nadie. Ella ha muerto para que yo nazca, como quien dice.

-Se parecía mucho a usted, ¡claro que en humano! ¡Qué semejanza más extraordinaria!

-Yo también le acompañaré en sus viajes y excursiones.

-No merezco tanto, señora.

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-¿Por qué me llama señora?

-¿No me ha declarado usted misma ser una sirena de verdad, de esas que cantan, encantan y matan a los hombres?

-Eso dicen malas lenguas, no sin razón -respondió sonriente.

-Y siendo así, ¿quiere que la llame señorita?

-¡Es verdad! Pero dígame: ¿no le place que sea yo su compañera suplente?

-No, ¡por Dios! No puedo ofrecerle ni mi casa, ni mis servicios. Soy un turista, casi un gitano. ¿Mi corazón?... ¡Está tan lejos, en tierras que no pueden ver el mar! ¡Nunca, no! Mil gracias. Figúrese, acostumbrada a un régimen distinto, a ricos manjares, huevas exquisitas, nidos de golondrinas; a lo menos langostinos frescos... ¡De ningún modo! No podría usted soportar la cocina francesa de los hoteles, los asados con manteca, los terribles timbales de macarrones... Sobre todo, en el pescado notaría una gran diferencia...

-No soy exigente. Mi flaqueza es la de mis semejantes; el canto es una pasión en nosotras, conocida y reconocida. Solo pido que haya piano en las fondas.

La invitó a almorzar. El cochero del landó, cuando los vio aparecer, quiso darse cuenta del tiempo transcurrido, y en lugar de reloj, sacó un almanaque de bolsillo. La playa estaba desierta. El ponto, contento y espumoso. Soplaba un aire cálido, entre zumbón y elegíaco.

El carruaje se metió en la ciudad. Las colleras, al alejarse, disolvían el trote de los cascabeles en un vago rasgueo de guitarra. Allí iba la sirena. Se parecía tanto a Celedonia que nadie advirtió la sustitución.



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ArribaAbajo La sirena de recambio

LA HIJA DE LOS MARES hablaba poco; su mutismo daba mala espina. No dijo nada de marcharse. Era un ser libre. No tenía que preparar coartada alguna con ninguna Claudia. En la habitación de la otra hacía igual vida, leía los mismos libros, se probaba sus sombreros ante el espejo aún empañado por el otro aliento inofensivo y casi colegial. Usaba los mismos lápices, polveras, perfumes y cepillos ajenos, con una marina despreocupación. Alguna vez Agliberto la oyó desde su alcoba tararear, más que entonar, algunos de sus cantos o, más bien, tonadillas. Estaba muy desconcertado y poco contento de sí. No sabía por qué causa misteriosa la Providencia había querido adjudicarle aquel agregado místico, más grave y peligroso que la obstinada compañía de su imprudente camarada, con la cual siempre podían usarse dos tácticas opuestas: la blanca y la negra, la norte y la sur. Pero ¡con una sirena! El más ligero piropo, la más formularia galantería era un incauto mordisco al cebo de las fatalidades, una satisfacción corroboradora al calendario zaragozano de los cataclismos. Solo en el estado de postración y debilidad en que se hallaba cuando topó con ella en el Acuario podía explicar la tolerancia de su adhesión, inaceptable para cualquier hombre sensato que no fuera un suicida. Su depresión iba aumentando y él lo sentía en los síntomas: además de una perfecta y absoluta indiferencia por la suerte de la desaparecida, una desgana invencible para escribir a Mab. El óbito de su amiga inocente no le produjo excesiva congoja ni hondo pesar. Él mismo estaba consternado ante su propia insensibilidad marmórea. Por supuesto que aquella reiteración de la fatalidad en oponer una rival a la novia soñada por su imaginación era lo que mayor y más torturadora inquietud podía producirle. Afortunadamente -pensaba-, esta no podrá soportar la vida en tierra firme, la existencia en hoteles, casinos y trenes; tendrá que volver a los saraos de los tritones, a las carreras de cetáceos, a los banquetes de tiburones, a los tés de Anfitrite.

Desde luego, no cabía duda, se trataba de una sirena auténtica, del más legítimo cuño abisal. Su indumento y su arrogancia causaban explosiones en el comedor,   —216→   cuando entraba delante de Agliberto. Los viejos verdes que cenaban, vestidos de frac, con tres marcas de champán quedaban atónitos, paralizados, con la baba caída. Todas las damas esgrimían sus impertinentes. Algunos capitanes, atezados y fanfarrones, poníanse de pie para mejor verla, dejando caer al suelo las servilletas. Ella avanzaba hasta la mesa, distraída, imperturbable, taconeando con sus prodigiosos zapatos bordados de aljofar o de cuentecitas de coral, envuelta en un halo de aurora boreal, resplandeciente de lentejuelas de amanecer y de nácares de efecto de luna, oliendo a rosas submarinas y a marisco celeste.

A Agliberto ¿le gustaba, le disgustaba esta más que la otra? Eran muy semejantes, salvo el grado de esplendor. Pero no; no se trataba de eso. El complemento de su existencia era Mab. Al llegar a la mayoría de edad el hombre ya sabe lo que le gusta: había tomado las medidas de sus preferencias y se las había enviado al gran bazar de modas hechas de la imaginación, y esta había trabajado en confeccionársela con los mejores elementos, había pagado portes de aduana y le había proporcionado una presentación para los hermanos, hermanas y padres de la muchacha y facilidad para entrar en su casa.

Frente a frente, en la mesa, el muchacho sentía una rabia sedienta de llamar a la sirena Celedonia, nombre sin par, dulce tocino de los cielos envuelto en papel de desatino, gentil bordado del festón del mundo. La desazón se resecaba en creciente impaciencia, en bostezos, en pedir la muerte al mismo tiempo que bebía agua mineral. Ella lo advirtió y le propuso en la primera cena:

-Llámame Celedonia, si te gusta, y tutéame como a la otra, igual que si nos conociéramos hace años.

-Quod erat ad demostrandum -comentó él, por lo bajo, comprendiendo que era el primer ardid-. Bueno -añadió-. De cualquier modo mi destino es hacer el pipi. Los efectos de seducción de aquella maravilla del mar se hicieron patentes en seguida con notorio escándalo. Se oía a los botones duendecillos y a las camareras ir y venir por los pasillos con cartas de amor y ramos de flores, llegar a su cuarto y golpear con los nudillos, ofreciendo los presentes de los galanteadores.

-Esto es intolerable. Mañana mismo nos vamos -pensaba Agliberto.

Supo que ella los había rechazado todos, y cómo, ofendida y molesta, arrojó algún ramo por el balcón a la calle.

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-Es muy formal -reconocía.

-Ante la puerta de su alcoba encontró una rosa blanca, caída de alguno de los ramilletes desdeñados. Se entretuvo en deshojarla, interrogándola acerca del amor de Mab. ««No», respondió el último pétalo.

Descorazonado, salió a la calle para meditar un itinerario, volviendo a sus proyectos de dedicarse a la fotografía. Vino a su mente la ciudad más seductora, pues un almacenista de ultramarinos le había dado una carta de recomendación para un gran poeta, hombre de mucho prestigio y resonancia que habitaba en ella. Cuando regresó pudo sorprender a un oficial de la Marina que intentaba penetrar en el cuarto contiguo al suyo, el aposento azul en que quiso rendir a Celedonia. El navegante se turbó al verse sorprendido.

-Pase. Pase usted si se atreve. ¡Ya verá lo que le espera! -le advirtió Agliberto con el mejor de los tonos. Pero como llevaba la mano hundida en el bolsillo de la americana como si acariciara una pistola, el pescador de ondinas volvió la espalda y se alejó presuroso.

-¡Habrase visto candidez en un hombre de mar!

Al día siguiente las sombrereras, maletines, neceseres de la otra lloraban a su dueña, bajo la gran montera de cristales, sobre las losetas de la estación estornudante, conmovida por los pitidos, las caídas de los baúles, los chirridos de los carritos de las almohadas.

-A la ciudad que tiene el mejor poeta -pidió el joven ingeniero en la taquilla.

-¿Cuántos billetes?

-Uno para mí y otro para una sirena. ¿Es la misma tarifa?

-Sí, porque no hay vagón-aljibe.

En el departamento dieron con la trinidad inevitable en los viajes: una señora, un señor y una hija soltera. Independiente a esta delicada combinación familiar cerraba el cupo un oficial de Caballería, pequeño, cetrino, con monóculo, vestido con uniforme azul de franjas rojas y provisto de varios portamantas -cada uno con un sable dentro- que embutió violentamente en los intersticios que dejaban los demás equipajes. No había medio de cambiar de sitio: los lugares estaban marcados con anterioridad y en todo el tren no cabía un alfiler. Apenas estuvieron en marcha, la ahijada del Atlántico advirtió:

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-Háblame en lengua casi desconocida en los mares más o menos latinos o latinoamericanos; en alemán, por ejemplo. No quiero que se enteren de nuestro diálogo estos señores. Son amigos de mi familia y es mejor que supongan que viajamos juntos por casualidad.

-¡Ah! ¿Pero tú también tienes familia, nueva Celedonia?

-Por Neptuno, no me llames así en público.

-¡Qué lástima! ¡El mejor nombre que existe!

Agliberto contemplaba -tenue, avilanado- el pedazo de campiña, verde, robusta, velada de aire de rosa, con que se enjuagaba el movimiento del convoy en las bocas cuadradas de las ventanillas bailadoras. Su cuerpo seguía lejos abandonado, cataléptico. El campo seguía desenvolviéndose en un giro de peonza echada a rodar. Los últimos planos, los más remotos, parecían seguir la misma dirección del tren; los más cercanos pasaban raudos a contramarcha, a contrapelo. Lo mismo que en su alma: lo lueñe era lo más conforme; lo inmediato era lo más rebelde y reacio.

La prohibición de pronunciar el nombre sabroso insustituible y preciado creaba una comedia interna con reparto de papeles para los afectos más o menos farsantes. Había que repartir los pronombres y acudió al elenco de su corazón:

Esta. -Apretón de manos después de cenar y nada más: La sirena.

La otra. -Postre desdeñado. Vainilla prófuga: Celedonia.

Aquella. -Trémolo de violonchelo. Mejor mi aquella: Mab.

La de más allá. -Increíble. Desvanecida: Tori.

Esta y la otra se parecían cada vez más, hasta en saber poco alemán. Las sirenas nunca han sabido mucho; acaso una poesía de Heine. Pero en el canto no son tacañas. Mientras el tren aceleraba su marcha y sin poder comunicarse apenas con su elegido, esta sobrepasó los límites conocidos a las gargantas líricas. Deliró, repitió, glosó los bailables de El príncipe Ígor, imitando a una orquesta entera. Por no oírla más, la trinidad familiar, que ya la conocía, se apeó en cualquier sitio. Agliberto, distraído por el cambiante y fresco espectáculo de la removida ensalada del paisaje, se dejaba arrullar por las melodías, mientras sentía que la marcha del tren aminoraba. Los molinos de viento de los campos tomaban medidas a la tarde decadente para un vestido de brisa, con sus aspas. Advirtió el ingeniero que el joven oficial, que al principio se había quitado el monóculo en señal de admiración y agrado, se tapaba cuidadosamente ambos oídos, ofensa que le enardeció:

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-Esa es una falta de consideración a los mitos grecolatinos. ¡Sea su excelencia más correcto! ¿Se trata así a una sirena?

Para demostrarlo cometió la audacia que no había osado hasta entonces. Levantó el borde de la falda para que, sobre las aletas de la cola, parodias de apetecibles pantorrillas con medias de seda acanalada, viera el militarcito las suaves escamas azules.

-¡Esta señora será lo que sea! Yo soy un oficial que ha estado en la Gran Guerra. ¡Tengo derecho a todo!

Cuando iban a cambiar las tarjetas llegaron a la estación de su destino.

Nota muy importante. -En este viaje se extraviaron todos los aparatos y accesorios de fotografía.



-¡Qué peregrina ocurrencia! -comentaba ella en el coche-. ¡Procuras que sepan todos lo que soy! ¡No sé por qué te ha molestado que al oficial no le gustaran mis imitaciones orquestales. Si hay hombres sordos e insensibles a mis encantos, peor para ellos!

-No me agrada que los demás me señalen los defectos que yo percibo sin esfuerzo. Un elogio, un galanteo, un piropo, me irritan, no como atentado a la propiedad del amor, sino como innecesaria impertinencia. Al que dice: «¡Qué guapa!», hay que responderle: «¡Cállese! ¡Si ya lo sabíamos!». Al que le disgustan tus gorgoritos y lo manifiesta, hay que gritarle: «¿Le parece a usted que a mí me deleitan? Pues no. Se trata de una criatura muy agradable y juncal, la nata y la espuma de los océanos; pero en materia de canto le faltan todavía varios años de Conservatorio debajo del agua».

-No me digas esas cosas porque voy a entrar llorando en esta ciudad.

Llegaron a un hotel despoblado, con negros vestidos de librea, muchos cortinajes de terciopelo y grandes espejos. Daba la misma impresión de grata extemporaneidad, de anacronismo de buen tono, que los volúmenes en que se encuadernaron revistas ilustradas de hace treinta años. Todo tenía un rótulo que decía: 1900.

Un conserje, después de considerar con admiración a la dama, les llevó a un amplio salón de estilo isabelino con muebles de nogal muy obscuro, casi negro, realzados   —220→   por los tapices azul claro. Una gran cama de columnas se alzaba sobre un estrado con la solemnidad de un patíbulo.

-¿No les gusta esta alcoba? Es la mejor que tenemos.

La sirena, en silencio, aguardaba, sin pestañear, conteniendo la emoción.

El joven ingeniero meditó: «Desde luego, es muy melodramático; mi ejecución aquí acontecería con todo el espantoso aparato que puede verse en el muestrario de muertes de lujo en los lienzos del siglo pasado, en el Museo de Arte Moderno de Madrid. Pero no. De ningún modo. ¡Morir tan pronto! ¡Un muchacho de tanto porvenir! ¡Una carrera tan bonita!».

Así, declaró en voz alta:

-No, dos cuartos sencillos; aquí en este mismo pasillo, y que estén el uno enfrente del otro.

Para la otra, bien estaba un tabique; para esta era indispensable un corredor, con sus manojos de corrientes de aire.



Al día siguiente, en un tranvía, un joven vizconde, estudiante de Medicina, que hablaba el castellano con toda corrección, se brindó a acompañarlos y enseñarles las curiosidades de aquella antigua y escolástica ciudad. Era una nueva víctima que mordía el tradicional cebo. Les mostró una iglesia, un museo, la Universidad y el Jardín Botánico. Obedecía al poderoso imán con la amabilidad de una limadura. Les condujo también hasta lo más notable: la Biblioteca, florido santuario de la cultura medieval, vestida, después de unos siglos, a la rica usanza del siglo XVIII. Un bedel, joven y decidor, era el accidental propietario de las llaves y les introdujo.

Más que biblioteca aquello era un vasto y precioso bargueño. Dorada, estofada, provista de columnillas, tiradores y grecas de incrustaciones, interesaba más por lo ingenioso de la trampa en el cajón del secreto que por el gran valor de lo contenido en los aparentes libros.

-¡Qué gran cosa, eh! Aunque fuera hecha por un rey. Perdón, señor vizconde, olvidaba que su excelencia era uno de nuestros mejores monárquicos... -dijo, en burla, el bedel.

  —221→  

-La República no ha llegado a hacer cosa semejante en parte alguna -respondió el aludido.

-La República es la salvación -apoyó el primero.

Existía, en su disparidad de opiniones, una confianza, una familiaridad tan democrática entre personas de diferente condición social -opuesta a la rigurosa etiqueta derivada de la jerarquización en la conformidad y el acuerdo- que demostraba cómo los monárquicos eran necesarios en toda República bien constituida.

La sirena, mientras tanto, por un instinto atávico, descifraba los códices griegos y traducía con gran asombro de los presentes. El bedel y el vizconde se guiñaban un ojo en señal de concordancia admirativa. Agliberto, en aquella biblioteca vestida de casaca, sufría al ver a su compañera tan arrogante, tan espléndida de sedas rojas, de apostura y de camelo.

-Yo coincido con el señor vizconde en los gustos. Lástima es que no pensemos a una en la forma ideal de gobernar.

-Lo mismo les sucede a casi todos los hombres. Discrepan en minucias políticas. Por el sabor de un pastel o el humo de un habano no suele haber disputas.

-¿Ha sido usted siempre monárquico? -preguntó la sirena al aristócrata.

-Siempre, mientras viva.

-¿Y usted, republicano firme? -interrogó Agliberto al bedel.

-Antes de nacer la República; antes de nacer, yo ya era republicano; no me avergüenzo ni me retracto. Odio la monarquía, aunque respete a los monárquicos. Pero si mi patria tuviera un rey y se encontrara en peligro, daría yo mi vida en tal trance por el monarca que la representara.

No faltaba sino el bombo y los platillos. El humilde funcionario académico y el elegante prócer se estrecharon las manos y se abrazaron teatralmente, fascinados por el latiguillo. Un rey pintado les miraba satisfecho, desde su cuadro al óleo. La sirena, conmovida, empezó a cantar La marsellesa.



Al día siguiente penetró en el cuarto de Agliberto con un gran portamonedas en la mano. Tenía una belleza seria y casi ceñuda, pero no enfadada.

  —222→  

-No acudo a importunarte, pero es menester hablar de lo que pocas veces ocupa a las criaturas de mi especie, de las condiciones económicas de este acompañamiento. No puedo serte gravosa. Mi pensamiento, mi intención jamás soñaron macular mi prosapia, pulcra y limpia de todo parasitismo. He podido examinar la factura del hotel y quiero liquidar contigo lo que abonaste en concepto de hospedaje mío. He calculado los extraordinarios, la manicura, el ondulado, los baños. Aquí tienes. Creo que la cuenta está hecha con rigor. Pero me atengo a tu autoridad de matemático.

Y le tendió un montón de billetes. El joven los rechazó con repugnancia. Estuvo a punto de declarar:

-Es imposible aceptarlo. Cuando se viaja con una Celedonia o con un mito viviente no hay sino acomodarse a las consecuencias.

Ella insistió. Entonces él aceptó la cancelación de la deuda, pues creyó que ello le independizaba de sus asedios de sirena; pero observó que la cantidad entregada comprendía también los gastos originados por la otra, por la ahogada, en once días.

-Eso sí que no puedo permitirlo. ¡Bien que pagues lo tuyo, pero la estancia de Celedonia!

-Es igual lo suyo que lo mío -dijo entonces esta sonriendo-. Además este dinero es el que ella tenía en sus maletines y carteras. Bien está que con él pague los gastos de ambas.

El joven ingeniero quedó estupefacto, alelado, viendo visiones. Al desaparecer la desenvuelta frescales pelágica gritó boxeando con la mesa:

-¡Esa gente que vive en los sótanos del mar, qué poca vergüenza tiene!



El vizconde iba al hotel a las diez de la mañana y volvía a las seis de la tarde, todos los días. Visitar a una pareja libre o matrimonio es obligación para un noble de novela o de comedia; y visitarlos con insistencia mortificante que levante sospechas de bastardía en el designio. El futuro ingeniero agradecía mucho aquellas atenciones del futuro médico, pues mientras el misterioso y polícromo ser fantástico, como arrancado de una camama de Böcklin, cantaba fados o flirteaba con el otro, cabe a   —223→   un piano de amarillento teclado, él, desterrado de su verdadero amor y de sus juveniles impulsos, enderezaba dulcísimas epístolas a Mab, que cuidaba a su padre moribundo: «Me han acontecido desventuras terribles desde mi salida», confesaba en una de ellas. «Jamás he sufrido mayores martirios del espíritu. Hace tres días encuentro en la playa de A... -¡azar puro!- a Celedonia C... bañándose. Ignoraba que estuviera en este país. Ha querido realizar una proeza y llegar a nado hasta la torre de B... Se ha ahogado... Desde luego, ha desaparecido. Tres horas he nadado en su busca. En vano. No hemos podido hallar su cuerpo. ¿No ha reparado usted, adorada Mab, en lo esquivos, en lo volátiles que son nuestros cuerpos?».

Todos los estudiantes de aquella gloriosa ciudad universitaria -tres mil manteos de color ala de mosca, otras tantas levitas, tres mil guitarras, nueve mil corazones (cada uno elevado al cubo), ningún sombrero- se enamoraron de la sirena. Ella no hizo caso de ninguno porque su cariño, oceánico y fervoroso, era todo para Agliberto.

Este, sin aparatos fotográficos y sin brújula para orientarse en el comportamiento, se aburría, se freía en la ciudad vulcanizada, color de aventurina y de guirlache, culatada por la historia y el prestigio docente. Escribía, siempre la misma carta, con ligeras variantes, a la misma persona.

Los otros dos, la dama costera y el pregaleno, pasaban y paseaban muchas horas juntos. Atravesaban arcos y puentes con las cabezas muy próximas, bajo la sombrilla amapola, o dialogaban entre las begonias de la lacrimosa quinta donde un rey, un pobre ser humano, también remitía, en otro siglo, sus epístolas de amor, en un barquito, por una acequia, a una reina secuestrada e imposible.

Agliberto no salía apenas del hotel. Se le pasaban los días preguntándose: «¿Me casaré, no me casaré con Mab? ¿Aparecerá, no reaparecerá el cuerpo de Celedonia?». Cuando su amiga y su amigo regresaban al anochecer, muy tristes, ella suspiraba:

-¿Por qué no has venido con nosotros? Te hemos esperado toda la tarde.

Y el vizconde le decía a la sirena, desalentado, vencido, rechazado:

-¿Por qué ama usted tanto a este hombre?





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ArribaAbajo Una visita a otro poeta

EL GRAN POETA vivía en una callecita silenciosa, próxima a la Universidad. Constaba de dos pisos y en el superior, en un saloncito y un gabinete de estudio, se veían unos muebles modestos, retratos, libros, muchos libros. El gran poeta se había partido una pierna en un largo viaje por Europa. Agliberto nunca pensó que se pareciera tanto a Simó Raso. Apareció andando trabajosamente, apoyado en un bastón-muleta y condujo al visitante a una terracita, blanqueada, pizpireta, como para un sainete de los «Señores Álvarez Quintero, Hermanos».

-¿Usted es escritor español? -preguntó sonriente con la carta en la mano.

-No, señor; voy a ser ingeniero de caminos.

-¿Es usted amante de la literatura?

-¿Amante? ¡Qué palabra! Sí y no.

Nunca le había producido el vocablo tal impresión de malestar. Sintió un escalofrío, una presión en la garganta, un estremecimiento general, como si fuera a entrar en fuego o a examinarse de una asignatura prendida con alfileres.

Para disimular su desconcierto aludió a varias obras del visitado, para demostrarle que las había leído. Después, al verle complacido, le preguntó su opinión acerca del teatro español, sin poder asimismo explicarse la razón de tal curiosidad.

-Los Quintero me satisfacen en casi toda su obra.

-¡Ya me lo figuraba yo!

-El teatro de Benavente no me gusta demasiado.

-Pues me extraña -argumentó Agliberto-. ¡Es sencillamente prodigioso! Es el último de nuestros grandes conceptistas. Me refiero al contenido de sus comedias de la mejor época. Juega con las palabras y las ideas igual que las niñas juegan a las cunitas con un bramante. Cuando nos creemos ante una serie de conceptos claros como espejos a la primera manipulación, salen otros enredosos como arañas, y viceversa.

El gran parnasiano volvió a sonreír y derivó hacia la lírica:

  —226→  

-En España tienen ustedes un poeta muy interesante: Juan Ramón Jiménez.

-¿Jiménez? Me suena.

-¿No conoce usted sus versos?

-No.

-Pues debe leerlos.

-De ningún modo.

-¿Cómo? ¿Por qué?

-Yo no conozco ni quiero conocer la literatura, los libros de mi país. Me interesa la extranjera, para perfeccionarme en las lenguas que me son extrañas y lo serán siempre, y así toda literatura a fortiori sea algo extraño a mí, a Dios gracias.

-Pero basado en el imperfecto conocimiento de los idiomas usted no llegará a comprender a fondo ninguna obra, a saborearla, sino por aproximación.

-La literatura, en general, debe entenderse más que a medias. La comprensión más perfeccionada es la imitación o el prurito de ella. Si leo libros en alemán o en portugués, mis deseos de escribir quedan contenidos, pues a la dificultad de adquisición de técnica y de adaptación al género se añade la dificultad de interpretación de significados.

-Sí, pero en cuanto llegue usted a penetrar estos, si el morbo gráfico existe en usted, cuanto haya de original en la obra le tentará a usted para la traducción tácita, para la imitación tan temida, para el plagio. El caso se da en muchos escritores profesionales.

Luego añadió:

-No obstante su repugnancia a la lectura, el teatro parece agradarle...

-El teatro no es literatura. A veces es tan cursi como la vida misma.

Después de una pausa, el vate, diplomático al fin y al cabo, llevó la charla al terreno particular:

-¿Está usted aquí solo? -inquirió.

-No. Como el judío de aquel hermoso poema de usted que tenía en su casa una nereida viva, yo traigo con mi equipaje una sirena.

-¿Viva también?

-Y coleando. Yo viajaba en compañía de una muchacha amiga mía. Una mañana de estas se me ha ahogado, y en canje, Poseidón me regaló esta preciosidad, vestida   —227→   y calzada. Hasta ahora no me acarrea un desastre económico. Es tan semejante a la otra señorita que le sirven sus vestidos...

-¡Qué curioso! ¿Y cómo no la ha traído por aquí?

-¡Una sirena! Nunca. Hubiera sido una ejemplar inconveniencia. Usted pertenece a un noble linaje. Desciende de reyes. Tiene, además, hijas mayores y solteras; hijos estudiosos, un hogar respetable. Jamás me hubiera atrevido... ¡Una sirena! Bien están en los libros, pero ¡en casa!

-Es verdad -asintió el poeta-. ¿Será muy literaria?

-Mucho. Lee y traduce hasta los textos hebraicos de la biblioteca. No, no; los hebreos, no; los griegos. ¡Claro es, los griegos!

-Desconfíe de esas lecturas si usted no sabe el griego. Habrá sentido mucho la desaparición de la otra.

-No..., no. ¡Se parecen tanto!

-¿Y no cree usted que en vez de canje sea una metamorfosis?

Agliberto se echó a temblar: «¡Es lo único que faltaba!». Su turbación aumentaba por momentos. Abrevió la visita.

-Compadézcame -exclamó al despedirse.

-Sí, es una desgracia como otra cualquiera -sonrió el gran poeta, cojeando, bajo el dintel.



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ArribaAbajo La escopeta y la mandolina

AGLIBERTO SENTÍA LA TENTACIÓN de ver la playa donde le bañaban a los cuatro años. Decidió partir allá con la sirena. Volaba el auto ansioso, como ese afán de volver a hallar lo transcurrido que mueve a los hombres a las mayores empresas, pues más se inclinan estas a reiterar lo malo conocido que a acometer la búsqueda de los verdaderos encantos, incógnitos e insospechados.

A mitad de camino, les alcanzó una motocicleta roja, montada por un hombre cubierto de un casco, con una escopeta y algo así como una mandolina a la bandolera, cruzada sobre la espalda. Era el vizconde, que no había podido soportar ni un día la ausencia de la atrayente oceánida.

-¿Va usted a cazar? -le preguntó el joven ingeniero.

-No. Todavía rige la veda. Pero cazo conejos en motocicleta, cuando llega la época. Ahora voy a dejar estos bártulos en una finca de mi familia, que está muy cerca de donde ustedes van.

-Parece un entrenador de liebres -dijo ella en burla.

-La velocidad me apasiona -dijo después en el primer ventorro, compartiendo el café con sus recientes amigos-. Quisiera alcanzar todo lo que ambiciono con la mayor rapidez.

-Ya se conoce -interrumpió Agliberto-. Pero es menester la máxima paciencia. No basta que los bienes, los objetos, las cosas estén al alcance de nuestra mano en seguida. Es preciso también estar en disposición de poder apresarlos, de lograr tender el brazo.

-Esa es una ciencia que tiene cualquiera.

-No. El alcance de los fines es, a veces, sencillo, pero es difícil encontrar la ocasión que nos deje ir hacia ellos.

En un aparte, el vizconde le apremió en el terreno confidencial.

-¿Cuánto tiempo hace que Celedonia es su amante?

-Primeramente, este ser que me acompaña no es la Celedonia verdadera. Es una imitación, o mejor dicho, una agravación. Cuando bebemos champaña falsificado el   —230→   valor del champaña aumenta, porque se suma al sabor de lo imitado el sabor de lo auténtico, más el sabor supremo, el de la nostalgia, el de la evocación de lo que no saboreamos. Además, esta señorita que usted ve y yo no tenemos ninguna relación de amor.

Entre escéptico y sorprendido quedó el aristocrático estudiante de medicina. Como hombre audaz y que no pierde ripio se aventuró a proponer:

-Entonces no tendrá inconveniente en regalármela.

-Si le quisiera a usted mal, se la adjudicaría. Podría hacerse moralmente, si no fuera un letal objeto. No se trata de un ser humano. Eso es lo que me autoriza a sospechar que pueda ser considerada como mercancía o entidad transferible: es una sirena. La conducta que deba seguirse con ella aparece al más pintado como muy problemática. Su psicología es de una promiscuidad aterradora: no es carne ni pescado. La mitad de su persona es humana; la otra encierra un obscuro y misterioso ímpetu bestial. No es una mujer, querido amigo; es un problema. Un problema; es decir, lo contrario de la felicidad. Una angustia larga y un dilatado suspiro al ultimar la solución. Todo lo más lejano de la paz y deleite de la comunión conyugal más o menos autorizada.

-Abrigo el temor de que pretende engañarme con esas paradojas. Sepa que he traído mi mandolina para ella y la escopeta para usted.

-Muchas gracias, señor vizconde -contestó Agliberto, sin comprender la amenaza de muerte-; pero no me gusta hacer ruido en el campo.

A él se le daba un ardite la sirena. Iba a aquella playa a buscar un recuerdo pequeñito, de su lejana infancia en su brote más primitivo y crepuscular, a revivir una emoción pueril, que sin duda le podía dar verdadero alivio a sus quebrantos, pero allí apenas si encontró vestigio de la menor memoria. Mostraba aquel pueblo la misma novedad que si no hubiera jamás estado en él. Entonces se concentró, se densificó su malestar ante la borrosa noción de la estéril inutilidad de un trozo de existencia. ¿De qué sirve haber vivido si del tiempo en que alentamos no queda recuerdo?

El largo paseo de la ría, con sus grandes bancos, sus copudos árboles sí parecía ser el mismo de una tarde en que se perdió y estuvo sin ver a sus padres largo tiempo. Sin duda, en el alud de sus pesadumbres, de sus disgustos, de sus repugnancias actuales   —231→   había algo semejante a aquella angustia debutante de los cuatro años; a aquel primer átomo de zozobra, de extrañeza y de espanto.

Cenaron con el vizconde, que había dejado en su finca sus instrumentos de caza y música, y en la sobremesa, habiendo quedado solos, los dos hombres con sus habanos, se reprodujo el diálogo, suscitado por la impertinente insistencia del uno, enamorado indudable, y el deseo de análisis público y autodisección del otro, que ni a sí mismo podía aclarar su estado de alma y los motivos de su comportamiento.

-No me explico -decía el vizconde- cómo sin un vínculo o compromiso de algún orden un hombre puede viajar con una mujer o con un mito de apariencia humana, si la compañía de ese ser no le es grata y seductora. Según usted mismo confiesa, su propósito era descansar de las fatigas del curso y obtener una serie de fotografías de los encantos de nuestro paisaje y de nuestras joyas monumentales. La relación con la otra señorita, con la antecesora de la que yo adoro, tampoco era amorosa y aun, según usted declara, no dejaba de producirle alguna molestia y enojo. ¿Por qué mantenerse cerca de ella?

-En efecto, señor vizconde. Yo tenía libertad para abandonarla. Podía muy bien hacer las maletas, pagar mi hospedaje y tomar un tren, dejándole una cartita con una explicación más o menos satisfactoria. Ahora bien, se trataba de una criatura con quien tuve amistad, más bien camaradería, durante siete años. La estancia en el mismo hotel, en la misma ciudad que yo, se prolongó debido a hechos inesperados, pues su propósito inicial era permanecer cuatro días y reunirse con una amiga suya. Además, aunque yo tenga mi amor, mi verdadero amor, lejos, muy lejos de aquí, he de confesarle que, no por sus encantos, ni sus pequitas provocadoras, ni por los atractivos abizcochados, de merienda de besos de su persona, sino por su nombre mirífico, del mejor cacao fonético, de la más achocolatada armonía, «Celedonia», no me decidía a separarme de ella.

-¿Ha tardado usted siete años en hallar soportable la admisión de tan desdichado producto verbal?

-Sí, señor vizconde. He tardado tiempo en descubrirlo, pero esta experiencia, a falta de recabar un noviazgo, ha servido para revelarme su superioridad, su supremacía sobre todos los demás.

  —232→  

-Pero el nombre no era suficiente para hacer grata la presencia. Se le conoce a usted cuánto ha sufrido estos días. Su demacración y palidez denuncian el descontento, la preocupación y el insomnio.

-No me atrevo a abrazar a la sirena, pues estimo en mucho mi vida; no sé o no acerté a deshojar la flor de Celedonia, pero encuentro tan difícil abandonar a esta como me pareció separarme de aquella. Los acontecimientos han germinado, según su costumbre, de modo imprevisto. Yo no estaba preparado para defenderme, ni para acomodarme a ellos. Figúrese a un hombre provisto de un hábito de jefe de Administración de segunda, a quien se le aparece una ahijada de Neptuno. Yo no poseo suficiente cultura clásica grecolatina, cumplidas humanidades para ponerme a tono. Soy un muchacho de educación matemática, y si he soñado en una mujer, es según las medidas de la normalidad estadística, proporcionada en peso y estatura, ponderada, musical y pitagórica, y no en una soprano de tifón y tromba de agua, nacida de la espuma de un mar de confusiones.

-Transfiéramela. Endósemela -suplicaba el vizconde, con lágrimas en los ojos.

-No, querido. Me veo en peligro de muerte; pero no me atrevo a una separación brusca. Si del hecho de asumir la galante misión de acompañar en país extranjero a una amiga ha brotado nada menos que un mito, después de un óbito, ignoro el desastre consecutivo a la ruptura con ese mito. También es verdad que temo su desarrollo, su evolución, su medro.

-Pues huya. En amor, es la mejor victoria, según recomendaba Napoleón.

-No. La razón es obvia. La mujercita anterior se cambió en la deidad presente, que, hoy por hoy, se mantiene en un significado constante. Pero si me alejo de esta y no la tengo ya al alcance de mi mano, ignoro en qué puede convertirse.

-En una memoria, en una evocación, todo lo más.

-¡Pues no es chica sirena esa! Y de temer.

Cerró la noche. La nueva Celedonia tecleaba en el piano, y cantaba. El vizconde propuso una partida de billar, pero Agliberto hizo todas las carambolas de salida, de una tacada.

-No me deja nada. Va a llevarse usted hasta la belleza de mi país.

-¡La hermosura del paisaje! También me da miedo. No por ahora, pero sí para el día de mañana.



Volvieron en auto. Una carta de Mab esperaba en una mesa:

«Mi buen amigo:

Perdone que no haya contestado a dos de sus cartas. El estado de papá es cada día menos satisfactorio. He perdido toda esperanza. Aunque llevo muchas noches sin dormir, no puedo escribirle. Además, la pluma se me cae de los dedos. Aún quedan los últimos restos de la verbena de mi barrio. Lucen todavía farolillos a la veneciana y sarampiones rojos entre las guirnaldas de amapolas de papel de seda. Las pianolas, los organillos, las charangas han estado infatigables. No me irritan, no me desesperan. Soporto todo, no diremos con resignación ni con paciencia, no. Me siento convencida, persuadida hasta la evidencia de que los contrastes han de ser así, no pueden ser sino así. No guardo rencor a toda esa pobre gente que se divierte o cree divertirse. Más regocijo y más alborozo quisiera para ellos; todo el posible en el mundo. Y el dolor, todo el dolor humano quisiera asumirlo y padecerlo yo.

También usted se divierte. Lo denuncian sus cartas a pesar de sus quejas y lamentaciones. No pretendo dirigirle por ello el menor reproche. Al contrario, diviértase y goce; exprímale a su mocedad el más oculto grano del racimo de la alegría. Ni me extrañará ni se me antojará ultraje. Muy al contrario, saber que es usted feliz es el único alivio esperado.

No se puede respirar. El termómetro marca treinta grados. Son las doce de la noche. Mi padre tose mucho. No quiero separarme de él. ¡Quedan tan pocos días!

Adiós, Agliberto, le recuerda siempre su mejor amiga, Mab».

El joven ingeniero se convenció de que aquella misma noche moriría. El calor era infernal. La alcoba, un cráter. Cada mosquito, una chispa. Los pitillos se encendían solos. Pasaron varias horas, cogidas del talle, danzantes, coristas mal acompañadas por la música de los relojes. Pero se presumía una eclosión melódica más rica y fascinante. La impresión derivada de la lectura de las noticias de su amada no le dejaba dormir. Se rehogaba en su insomnio, abrumado de vituperio tácito, de censura acallada con resignaciones, y, al propio tiempo, vacilaba entre las posibles soluciones pragmáticas utilizables. De su meditación le sacaron unos golpes dados con la palma de la mano en su puerta (Celedonia empleaba los nudillos).

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-¿Quién es? -preguntó, sobresaltado.

La sirena ordenó, sin el tono sumiso obligatorio.

-Ábreme. Tengo mucho miedo.

-¿Miedo? ¿A qué?

-No sé. Unos hombres están riñendo...

-¿Dónde?

-En la calle. Al pie de mi balcón.

-¡Ah! Entonces no tiene importancia.

Abre. Estoy muy asustada.

-Vuelve a tu cuarto. Duerme. No tengas cuidado.

-Ábreme, por favor. Temo que disparen y una bala entre por la ventana.

-Pasa, sirenita, pasa. De algo tenemos que morir.

Hizo girar la puerta. Entró azorada, medio desnuda, jadeando en un rebullicio de fosforescencias, de ópalos, de aroma de mariscos y de Marie Brizard, que es a lo que huelen los amaneceres en alta mar. Una medallita de oro -ni más ni menos que a una colegiala- le temblaba entre los pechos. Sin el menor titubeo de cortesía, o reparo, se acostó en el lecho unipersonal del joven, acaracolándose frente a la pared con una cerrilidad mítica. En las sombras del cuarto parecía bastante más gruesa que Celedonia.

Agliberto, medroso y defensivo, se calzó las zapatillas japonesas y se sentó en una mecedora. Su pijama de crespón le dañaba más que un cilicio. Poco a poco los plumajes de la obscuridad le soliviantaron blandamente. Tuvo conciencia del enorme infortunio, de la desdicha inmensa de Mab, que en poco tiempo, casi con simultaneidad, iba a perder a su padre y a su pretendiente preferido. Pero algo coercitivo y quizá enviado desde lejos le impedía decidirse a morir. De puntillas se acercó a la fosforescente y le rodeó el talle con el brazo. En lugar de un canto dulcísimo, estalló una protesta, expresada con malos modos ancilarios y acres. Sintió, sin embargo, con la fascinación renovada, bajo los linos blancos de halos rubios, el frío de las escamas suculentas en la superficie dura y lisa de las caderas. Entonces el poder seductor se quebró en una solución de continuidad. Recordó el mozo aquellos pescados que de niño no sabía comer, por ignorar si debía usarse el cuchillo, la cuchara o los dedos. Y sonrió satisfecho, redimido, porque el hallazgo de un problema puede salvar la vida si no se persigue con demasiada terquedad su solución.

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-Aquí no debemos pernoctar los dos. Me voy a tu cuarto.

-Haz lo que quieras. Eres un hombre como no debe de haber otro -gimió malhumorada la sirenita, vuelto el rostro hacia la pared.

Al abrir la puerta, una música dulce y bien tañida llegó a oídos del fugitivo. En el otro aposento, múltiples sombreros, babeles de cajas a rayas y de mil colorines, frascos de lociones, la plata del tocador, los vestidos interminables y delincuentes, colgados de las perchas, casi ajusticiados por la penumbra, gesticulaban en una atmósfera azul y zafirina y endemoniada. Por el abierto balcón, una ciudad parecida a Toledo reptaba en perfiles altivos hacia la noche pálida y dulcísima, color de berilo borroso. No se sabía dónde estaba la luna. Todas las estrellas tenían el tamaño del satélite; su profusión y esplendor llenaban de vértigo y de espanto. La paz y el lujo del cielo no concordaban con el inquieto hervor que se advertía en la calle. Una numerosa ronda de estudiantes discutía bajo las ventanas. Eran los más fervientes y nocherniegos admiradores de la pseudo-Celedonia, que venían a implorar su mirada con una serenata. Agliberto, escondido, los contemplaba maravillado. Al fin se sosegaron y dejaron de disputar. Sonaron las bandurrias temblorosas y sutiles y se elevó un cantar dolorido, palpitante y tremendo: «Campana, corazón de aldea, / corazón, campana humana, / una ama, cuando late, / el otro late si ama».

Inciensos musicales subían del río, constelado de barcas iluminadas, donde cantaban también otros acordeones, otras guitarras y cernían sus espirales armónicas en la lejanía, humo lírico y apasionado. Los ángeles, en corros volanderos, en guirnaldas giratorias y aéreas, imantaban los campos de azul, de unción, de ternura.

-¡Qué lástima! No volveré a verlo más. No volveré a escucharlo. ¡Ni cuando me case con Mab!

Un nuevo grupo de estudiantes llegó y cantó. De pronto surgieron dicterios, insultos y ruido de pendencia. Se acometieron unos y otros en lucha confusa y griterío. Los estacazos y las bofetadas sonaban con grandes estampidos. Las bandurrias se hacían astillas en las cabezas. Algunos vecinos despiertos por la zalagarda asomaron a las ventanas, curiosos y amedrentados. Se oyó un tiro, luego otro, hasta cuatro. Una de las balas llegó al cuarto de la falsa Celedonia y rompió un cristal de la vidriera. El joven ingeniero se retiró al interior. La riña duró aún unos minutos. Estallaron dos disparos más y se percibió el rumor de una carrera en desbandada general.

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En la esquina de la calle, el vizconde, con la carabina echada a la cara, se había hecho dueño de la situación. Numerosos instrumentos de música, guitarras y bandurrias, cubrían el suelo, rotas, desgreñadas, con las cuerdas revueltas, entre capas abandonadas en la huida. El silencio volvió a abrazarse a la noche. Entonces el discípulo de Galeno se colgó el arma de fuego a la bandolera, y pulsando su mandolina o laúd, comenzó a cantar, feliz, con voz potente, clara y noble:


Campana, corazón de aldea...

Volvieron los ángeles a volar sobre las campiñas privilegiadas, inspiración de los poetas. El cielo recamado y luminoso, altar altísimo, resplandecía de promesas, de eternidad y consuelo. Aquella belleza no era la belleza normal, acuñada para los humanos, tenía algo de pascua y de maravilla: era la hermosura de vivir tal como se aparece a los condenados a muerte la víspera de la ejecución.

En las horas de la madrugada, luminosas, con un oriente de perlas, solo se oían en el hotel los grandes suspiros de la sirena, lastimada y maltrecha por el desdén y el abandono.

Agliberto, al salir el sol, golpeó en su puerta.

-Levántate, y prepara el equipaje. Hay que partir en el primer tren, que sale a las siete.

-¿Por qué esas prisas?

-Porque tengo veinticinco años y he estudiado para confeccionarme un porvenir a la medida y adquirir derecho a una existencia segura y garantizada.





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ArribaAbajo Napoleón

-¿TÚ NO JUEGAS al tenis, sirenita?

-No, nada más que al water polo. Ya supondrás lo que nos cuesta introducir cada una de las alas de nuestra cola en un zapato. Esta es la razón de los encantos de nuestro pasito menudo, y de que no podamos bailar un tango. Nuestros pies apenas se separan lo más preciso para fijar el canon de los andares perfectos o para dibujar los compases de un chotis chulo. Las grandes zancadas, a lo Susana Lenglen, nos están vedadas.

Habían eludido los asedios del vizconde y de los inflamados escolares. Estaban en una playa ostentosa, granada de chalets y de delicias, toda en blanco mayor, salvo el ámbar de las arenas. Agliberto había pedido a su familia el segundo cheque. La catástrofe tenía todos los reflejos, incluso el económico. Hubiera él querido resolver su mal humor, su excitación crispada en algún ejercicio físico.

-Tengo muy mala opinión de las mujeres deportistas -arriesgó, insidiosa, la sirena, vestida con un equipo de franela plisada perteneciente a Celedonia-. El cansancio corporal es un estado dispensable al hombre que llega a su domicilio, después de los combates de la vida en las fábricas, en los bancos, en la Bolsa, en las cátedras, en el Parlamento. La mujer, aunque trabaje en su casa, debe siempre producir una impresión de celestial reposo, de lozanía en sus virtuales bríos. Su seducción y ascendiente mayores se producen gracias al espectáculo de su resistencia, de su superioridad infatigable ante el fácil agotamiento del hombre en cualquier empresa.

-Razón de más para practicar el juego o ejercicio. Así su fortaleza queda mejor de manifiesto.

-Te equivocas. Todas jadean, sudan, se despeinan, y a todas se les hinchan las venas de las manos. ¡Desesperante, hijo, desesperante!

-Pues el deporte se practica más en los países en que más se trabaja. ¡Mira tú, en América!...

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-Sí, pero ahí la mujer no es la dueña del hombre. Cuando las leyes, los códigos, las disposiciones de la policía se orientan siempre a favorecer, resguardar, proteger y cubrir a la mujer es que esta tiene muy poquísima y desmañada gracia para lograr por sí todos esos privilegios y prerrogativas, que de lástima y conmiseración les conceden los legisladores.

Agliberto se enfurecía por momentos. Todo aquello le sabía a ofensa para su Mab, tan ágil, tan recia e invencible en el tenis. Téngase en cuenta que desde su adolescencia había soñado en una esposa robusta, bien dispuesta para traer al mundo unos hijos perfectos. La literatura fin de siglo, tan preocupada por las cuestiones de la herencia patológica, la moda y el prurito eugenésico, había, aun en sus cortas lecturas, contribuido mucho para que los ensueños de su corazón cuajaran en un tipo gimnástico, muscular y canónico. Nadie puede sospechar lo que Ibsen y la dramaturgia derivada de él han favorecido en los bailes, en los paseos, y en la vida de sociedad juvenil a las muchachas fortachonas, sanguíneas y bien formadas, y a las hijas de los abstemios, los institucionistas y los vegetarianos.

-Eres una sirena muy poco distinguida. ¿Qué ejercicio corporal dominas? La natación. ¡Vaya una gracia! Lo bonito sería que supieras montar en bicicleta.

El joven no llegaba a entenderse bien con ella. Su naturaleza anfibia le sorprendía a cada momento con chascos, incongruencias y enigmáticos contrasentidos, produciéndole crecientes sobresaltos. Ella no aparentaba resentimiento por los desdenes y la distancia del hombre preferido; evitaba producirle la menor contrariedad y toleraba las repulsas más ofensivas con calculado aguante.

Así fueron de playas a balnearios, de pueblecitos monteses a ciudades, durante algunos días, exhibiendo ella su vestuario y el usurpado, y él su melancolía y su desesperación.

En cierto valle de gran fama habitaron un hotel de arquitectura nacional y florida, en la ladera de una montaña. Allí se produjo la seducción colectiva y los incidentes consecutivos. Los negros ojos de los ricos conspiradores monárquicos; los impertinentes con filete de oro de las damas; los monóculos de los anglosajones; los lentes de concha de carey y cinta del calibre de una corbata de algunos suramericanos; hasta las órbitas de cristal de las princesas cesantes y septuagenarias, estaban orientados hacia la sirena cuando entraba, recamada de musgos de plata, de tejidos   —239→   nacarados, de lentejuelas de oro sobre túnicas de seda, primaverales, verde gay, lirio-amor de mirlo, o azul de Prusia. Una noche, en un baile, mientras él ganaba al bridge se le acercó para pedirle colaboración en el foxtrot. Iba vestida tan solo de sartas de perlas menudas que la cubrían con profusos flecos. No a sus piernas, porque ella no tenía piernas, pero a aquel doble prodigio al que algunas veces se acercaban en parecido las piernas femeninas no se podía mirar fijamente, pues resplandecían con una nitidez de espuma de ola y de diamantes. Bajo la gran madeja de aljófar reverberante del mejor oriente, no debía llevar nada más, sino su desnudez. Mientras danzaba con ella, Agliberto sentía esa tentación de deleite táctil que nos produce el roce con los granos y simientes finas, esa impulsión a remover, a manejar, a ahondar dando gusto a las yemas de los dedos, en las medidas que contienen arroz, mijo o linaza, aumentada, acrecida, sublimizada por la calidad del contacto de las perlas infinitas, que, al chocar unas con otras, producían un ruido de anhelo y de vehemencia insaciada.

«¿De dónde sacará tanta riqueza? Celedonia poseía un guardarropa más modesto. Nunca he podido imaginar un lujo tan irritante, tan conmovedor, tan egregio. En verdad, carezco de fantasía. Pero no; no exageremos, mi facultad ensoñadora no es tan estéril. Al fin y al cabo, mi reina Mab es creación mía. Como yo se la pedí a Dios en mis divagaciones, en mis pensamientos, en mis musarañas, así ha venido hasta mí, sin que le falte detalle o requisito. Pero yo construí el patrón de ella, con vuelo de golondrinas, mariposas azules, libélulas, vilanos, brincos de saltamontes, es decir, a través de los aires, y esta suntuosidad de la sirena no procede de la atmósfera, sino de lo que han recogido los buzos de la imaginación, en los bajos, en los fondos, en las praderas submarinas, en los sótanos del abismo y del arcano.»

La tarde siguiente a tal noche, un landó les condujo a través del parque umbrío, y de la luz administrada a rayas paralelas en una falsilla de polvos de oro, hasta las cimas desde donde se divisaban sucesivos baluartes de colinas y collados cubiertos de robles y rebollos. Se escalonaban los montículos en un oleaje firme y plasmado, de azules lejanías vegetales, de humaredas de distancias y de flecos de nubes caídos desde el cielo. La gradación orográfica, hasta el horizonte pulimentado en un perfil de ágata, era afortunada y armónica, digna de su reputación pintoresca. Por allí había derrotado lord Wellington al mariscal Ney hacía más de un siglo. Un pequeño museo había sido instalado cerca de una capillita, en una loma. Cañones, cureñas, fusiles de baqueta,   —240→   pistolones zarzueleros, amenazaban en balde al inerme visitante. Una docena de maniquíes de cartón exhibían sus uniformes de casaca, pantalón corto y polaina. Sus morriones peludos, sus chacós deformes, la pasamanería de los dolmanes y los pavorosos charrascos que arrastraban un gran portapliegos de charol, según la moda marcial de la temporada bélica 1810-1812, de antes y después de Torres-yedras.

En las paredes, entre planos y mapas colgados, figuraba un grabado muy frecuente hoy en los museos retrospectivos. Representaba a Napoleón Bonaparte, de perfil, compuestas las facciones con figuras de alimañas y diseños de los países subyugados, ofendidos, y dispuestos para tronos de personajes de su familia. Debajo, en letra bastardilla del XVIII, figuraban los apóstrofes e insultos más escogidos y menos enaltecedores. Esta estampita había circulado por Europa con texto en diferentes idiomas.

-¿Qué te parece lo que dicen de este simpático artillero? -preguntó la sirena.

-Injusto. Tenía, como casi todos los hombres, unos enemigos muy incomprensivos. Mira ¡cuánta falta de respeto, tratándose de un genio!

-Sí, pero un genio terrible. ¿Muy interesante, verdad?

-Sí, quien ataca y acomete siempre es más interesante que quien se defiende y rechaza. La repulsión no posee caudal de motivos, como la agresión. Contestar a un golpe con otro es un hecho casi mecánico; poco más que un acto reflejo. En tal sentido el iniciador de una invasión es más interesante que los héroes de la independencia del país amenazado, el delincuente más que la víctima; prueba de ello es que aun en el orden jurídico y procesal todas las indagatorias, pesquisas y diligencias van encaminadas a descubrir las causas incoativas del crimen y no las reacciones de la persona paciente; el sátiro más que la Lucrecia defensora de su honra; el atracador más que el atracado: tú, sirenita, más que yo.

-¿Crees tú que Napoleón se hubiera enamorado de mí?

-No puedo responderte. Ahora, en los últimos tiempos, nos han revelado algunos comineros que, además de sus violencias, furores y acritudes con las mujeres, su masculinidad, su normalidad de sexo, dejaban mucho que desear. ¡Ahí tienes: ese es un insulto que no llegó a ocurrírsele a sus adversarios de la coalición ni a los autores de esta estampita! Ha necesitado de todos los laureles y charangas de la gloria para que esa propina en la injuria se la adjudiquen algunos honrados escritores en la apacible comodidad de su despacho.

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-¿Y tú qué concepto tienes de él?

-¡Chist! Nada de conceptos, ni de opiniones. ¡Chitón! En París, en la cripta de los Inválidos, donde descansan sus restos, no dejan a nadie hacer comentarios. Se impone el silencio. «¡Cuidado, no le despierte alguna majadería!»

-Le admiras mucho, ¿verdad?

-Tú, sirena, de vivir hace un siglo, quizá le hubieras hecho la vida grata en Santa Elena. Eres una Celedonia sublime; ella se contentaba con capitanes de caballería; tú, ¡claro es!, has de amar a una de esas realidades superiores al ensueño y a lo imaginable, a un mito humano.

-Y tú ¿por qué le admiras, Agliberto?

-Dijo una frase que no se me olvida: «En cuestiones de amor, en batallas con mujeres, o seres parecidos, no cabe más que una victoria: la huida».