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ArribaAbajo El canto y el pelo de la sirena

MÚSICA, PERENNE NIÑERA del hombre, consolatriz del mundo, lenguaje sin gramática y sin lógica, maravilla de Dios; tú sola puedes traer la evocación, el timbre, las vibraciones de la luz de ciertas tardes con su signo individual de horas, mes, semana, país, región y lugar; tú, única, puedes devolverle el oro del estío remoto y muerto de la infancia o de la juventud lejanas, con su cuño, con su efigie, con su gráfila, con su sonido, tal y como salió de la gran Casa de la Moneda de la emoción humana. Música de las flautas de madera, que das los tonos puros, de exhalación de bosques y voz de río, bendita seas; música de los violines, hija del beso de la crin de los Pegasos, corceles del cielo herrados con liras, raptores de nubes, con las fibras de las entrañas de las bestias humildes y sufridoras, bendita seas también; pero, sobre todas las demás, bendita seas tú, música de la voz de la mujer, temblor del metal supremo que lleva una poderosa aleación del aliento mortal y de la vida.

Y tú, cabellera femenina, si no bendita, alabada seas. Tú que has hecho a Ella siempre más ondulada, más vegetal y más frondosa; palmera de nuestro único oasis; frutal de rosada floración, en yemas, en capullos donde las abejas captan la mejor miel antes de elaborarla; enramada sutil, flexible y suave, en la cual resplandecen todas las aves del Paraíso junto a las manzanas de la tentación y del secreto.



Agliberto iba de mal en peor. No hacía cosa a derechas. El descontento que le producían unas condiciones de existencia, inadecuadas y peligrosas, le había hecho perder la brújula del trato. Su tanteo, siempre desacertado en la administración de las melosidades y las acritudes -siempre estas últimas más abundantes-, le ocasionó repetidos lances y originó diversos incidentes que aumentaban el desconcierto, la desorientación, el furor, y acarreaban la abulia, el reconocimiento de la impotencia, y luego la entrega a una situación cada vez más ridícula. Sin embargo,   —244→   él la justificaba como mal menor, temeroso de calamidades todavía por germinar.

La sirena, cada día más sagaz, enmendaba con habilidades la torpeza de política exterior de su amado. Sonreía en los comercios para dulcificar sus comentarios. Alegraba las ventanillas de los bancos, donde el cambio varía según se compre o venda moneda extranjera, y usaba de un ten con ten perspicaz en materias de propina a los camareros, grooms, cocheros, mecánicos y demás torturadores de turista.

Antes de llegar a la ciudad de los viaductos, el joven ingeniero había requerido el almuerzo en el coche restaurante, sin tener billete. El camarero, español por cierto, halló ocasión para lucirse con un compatriota y le contestó una grosería hispánica. Agliberto, sin recordar que para estos casos en especial está colgado el buzón de reclamaciones, ensayó con un plato tatuado de azul un gesto de discóbolo, dirigido a la cabeza del funcionario díscolo, el cual, por su parte, también echó mano de algún instrumento de defensa, según algunos un revólver, según otros un sacacorchos.

Tras la trifulca, ella intervino y consiguió que les sirvieran, en serie extraordinaria y sin sobreprecio de comida, a la carta, gracias a una sonrisa de criatura conocedora de la aguja de marear y capaz de deshojar la rosa de los vientos con un suspiro oportuno. El camarero le decía por lo bajo:

-Señora. Todo lo que usted me pida. Si quisiera el almuerzo en su departamento, yo se lo llevaría, inclusive. Mándeme usted cuanto quiera. Lo que ha pasado es que... ¡su marido tiene un carácter muy violento! ¡Vaya un genio!

Empero, los bríos del energúmeno se disolvían sin remedio. Vivía, llevaba la existencia a contrapelo, como los misántropos y los hipocondríacos. El calor le derretía los últimos arrestos.

Desde una estación, adornada de grandes episodios esmaltados en azulejos, fueron llevados a un hotel suntuoso como templo babilónico. Las cariátides de sus medallones, las figuras de los capiteles de sus columnatas parecían pronunciar la mejor palabra: felicidad. Finas siluetas de mujeres se reflejaban en los zócalos de mármol blanco o de Italia con una sombra esquiva y un presagio de color acelerado y furtivo, que luego iba a rebotar abriéndose, expansionándose, en las grandes lunas. Después los espejos se arrojaban las imágenes, unos a otros, en un juego inacabable de pelota. Bandadas de botones, vestidos con tonos diferentes, monaguillos laicos, corrían de   —245→   un lado a otro. Las cortinas sutiles -humo de incienso de seda- se levantaban al soplo de los infinitos ventiladores zumbantes o de los ascensores que subían y bajaban sin cesar, mitad luz eléctrica, mitad sombra, como los cocktails de dos líquidos. Un conserje viejo, feroz de expresión, parecido a Bismarck, les acompañó a ver las habitaciones disponibles. Eran pocas, a pesar de la época, en una ciudad de industria y de embarque, sin alicientes veraniegos especiales.

Aquí tienen una alcoba magnífica, toda de alabastro. El baño, de pórfido rojo, es capaz para dos personas.

-No -consideraba Agliberto-. Prefiero morir en seco. Las sirenas deben de usar de añagazas más sutiles en el agua.

-Esta otra es espléndida. Cama de palosanto, en forma de góndola, con movimiento de rotación para orientarse en la dirección de los rayos de la luna que pueden entrar por tres ventanas.

-No me parece serio. Es un refinamiento para nuevos ricos.

-He aquí la mejor. Sus arañas múltiples descomponen toda la luz con sus poliedros y chupadores de cristal. Es una decoración de revista espectacular.

-¡Qué horror! -comentaba el ingeniero, en voz baja.

Las rechazó todas y suplicó cariacontecido:

-No; mucho mejor dos cuartitos separados. Mi esposa no se encuentra bien... Cuando concilia el sueño, muy ligero, es preciso que no haya nadie en la habitación. Un movimiento, un suspiro, un rumor, la desvelan. En este viaje no hemos dejado de tener alcobas independientes.

La sirena, con los ojos bajos y el rubor subido, escuchaba pudorosa, expectante, decepcionada. El viejo conserje Bismarck creyó darse cuenta de la verdad, y rompió en una carcajada terrible.

-Pues aquí se alojan. Porque sí. Bajo mi responsabilidad. Yo tengo muchos años... La experiencia ha de servir de algo. Conozco esos piques, disgustillos y alejamientos de los cónyuges. Pero durante todo un viaje. ¡Me parece demasiado! ¿Diez o quince días, quizá? No, de ningún modo. Aquí mismo. ¡No faltaba más! Deme, señora, ese maletín. Vamos, caballero, parece mentira, y con una maravilla así, más hermosa que una reina. Perdone mi familiaridad, pero cuando sus excelencias se marchen ya sabrán agradecérmelo.

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Con sus zarpas de oso empujó al reacio mozo. Los hilos de su risa de viejo atleta maniataban para toda resistencia; con su franca y benévola sinceridad, aquel hombre más que conserje era una zancadilla viviente. Así lo reconoció Agliberto, vencido, rumiando su desventura:

-Podemos luchar contra la tiranía, la estupidez, la injusticia y el desacato; pero contra la fuerza bruta dedicada y decidida a nuestra felicidad no hay quien luche.

Luego añadió para sí: «¡Pobre Mab de mi corazón!».

Cuando el fiero bienhechor hubo cerrado la puerta, la sirenita no pudo menos de apreciar con una vocecita aguda y mimosa:

-¡Qué simpático es este hombre!

-Son las cinco de la tarde, pseudo-Celedonia. Supongo que me dejarás escribir las últimas cartas de mi vida y echar el postrer vistazo a un trocito de planeta.

-Sí; además debes arreglarte algo la cabellera. Te ha crecido mucho el pelo y no estás irreprochable. Yo, mientras tú sales, también aprovecharé el tiempo para que me ondulen. A las seis tomaré un té. Si me acompañas, encantada. ¿Aquí habrá peluquero? Desde luego debe haberlo. Además es preciso dar a planchar tu smoking, pues en el comedor se guardará etiqueta. Voy a llamar a la camarera; pero antes..., ¡por Neptuno!, anda, hombre..., creí que no iba a llegar la ocasión... Acércate, no huyas de mí. Dame un beso, encanto mío; dame un beso.

Agliberto cruzó las manos sobre la espalda de la sirena y obedeció. El ósculo fue dulce, redondo, carnoso, con un sabor de uva dorada; pero después de terminado, el mozo encontró entre la pulpa del deleite unos granitos de terror y de fastidio, que hubiera querido echar fuera de la boca.

Toda cofias y puntillas, apareció la camarera.

-¿Podrán venir a ondularme el pelo en la habitación?

-Sí, señora. ¿Desea un ondulado sencillo?

-Sí.

-Desde luego. Se avisará a un excelente peluquero. Se hará aquí mismo.

El joven salió a la calle pensando:

-Uvas con queso saben a beso. Luego el beso sabe a uvas, aun sin queso. No hay duda. Pero este, para ser de una sirena ha sido demasiado suave, dulzarrón, inofensivo.   —247→   Los racimos de las caricias fermentan instantáneamente en los alcoholes del ímpetu. Este ha sido un beso sin fermento.

Y se pasaba la mano por la frente para cerciorarse de que no era un fantasma pensante.

Anduvo algún tiempo sin rumbo, ni guía ni propósito. Los escaparates, los rótulos, los azulejos de las fachadas proseguían sus complicadas labores de luces y sombras en el final de la tarde caliginosa y vibrante. En casi todos los comercios se exhibían cajas de cigarros belgas y holandeses con sortijas multicolores... Compró una. Fumaré la última tagarnina de mi existencia; las demás se las regalaré al conserje en recuerdo por el buen servicio que me ha prestado. Los rombos y las siluetas picudas de las sombras iban medrando en el suelo a medida que se alejaba de los barrios céntricos. Desde el viaducto, aéreo, gracioso, ya caduco, se perfilaba una despedida de nubes navegantes e incendiadas. Junto al puerto, allá abajo, la profusión de mástiles y jarcias hacía un enredo de encaje de bolillos sobre el fondo azul del río, plácido, solemne, académico, ni pando ni presto, con un ritmo de romance y un color plateado que anunciaba: «También doy saltos mortales». En una placita apartada vio un monumento desaforado a un jefe de bomberos. En otra, muy concurrida, una estatua de un rey cuyos hechos más loables eran unos viajes y visitas conmensurados en cada una de las caras del zócalo; allí también había una peluquería.

Regresó al hotel. La neo-Celedonia comentaba un suceso a grandes voces, suelta la mata del pelo rizado, de un rubio caliente, aunque claro. Camareras encofitadas, porteros y alguna señora la asistían en sus comentarios.

-¿Qué ha sucedido?

-Chico, un escándalo: lo que no puede consentirse, ni sospecharse, ni creerse. Celebro que no hayas estado aquí, pues le hubieras tirado por el balcón. Figúrate que viene el peluquerito. Un muchacho joven, de unos veintiocho a treinta años, alto, moreno, bien vestido, como un hombre de carrera; trae sus bártulos, sus paños y me siento ahí, en la parte alta de la habitación, junto a la cama. Empieza a rizarme y oigo que empieza a suspirar...

-Tú ¿qué hacías entretanto?

-Yo nada, sentadita en un sillón. Bueno; pues como iba diciéndote: oigo que suspira una vez, y otra, y otra tercera; la última de modo muy agobiado y quejumbroso.   —248→   Antes de terminar su tarea, de pronto, se ha abalanzado sobre mí y ha comenzado a darme besos en el pelo y en la frente con una furia de loco. Me he levantado como un basilisco, le he echado fuera, aunque me pedía perdón de rodillas, arrastrándose por el suelo. ¿Qué te parece?

-Y mientras te ha rizado el pelo ¿tú no has cantado nada?

-Sí, por distraerme, creo que canturreaba algo, la canción de Solveig quizá. Por no aburrirme.

-¡Ah, entonces no tiene nada de particular lo sucedido!

-¿No te extraña, no te contraría, no te ofende semejante atentado?

-No creí que tu pudor fuera tan burgués. Yo supuse que era más espumoso, impulsivo y oceánico.

-El pudor es igual en todas las partes. Puede ser bravo como la ola, salaz como la salmuera. Pero una mitad de mi ser es femenina, aunque la otra sea mito, de mentira, de fantasía arrolladora, de instinto ciego y arcano azul. No me ofendas en lo que poseo de humano y semejante a ti, aunque no te dignes aceptar lo que tengo de bestia inferior peligrosa e imposible.

-Está bien, mujer, es decir, sirena. No te incomodes.

Ella se acercó, mimosa, afligida, cojeando.

-Ademas, huyendo de ese indecente peluquero, al bajar deprisa estos escalones, me he torcido un pie, el que yo tengo más resentido, y me duele mucho, ¡ay!

-¿Un pie? ¿Has dicho?... Pero no habíamos quedado en...

Llamaron a la puerta con un golpe de nudillos.

Apareció el peluquero, muy semejante al Antonio Moreno de las películas, trémulo, saltándosele las lágrimas, implorando la admisión de sus excusas y una indulgencia que le permitiera seguir prestando sus servicios en el hotel.

-Señor, pégueme si quiere. He cometido la ofensa de que nunca pude suponerme capaz. Pero fue una fuerza misteriosa. Un fluido irresistible se transmitía del cabello de su esposa a mis dedos, agitándolos con un hormigueo creciente y un temblor magnético. Después, he perdido toda conciencia y no sé lo que he hecho. Pégueme, señor, pero perdóneme.

Agliberto le miró con una sonrisa aviesa:

-¿Usted viene a dar explicaciones, o a cobrar el servicio que no se le ha pagado?

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-No quiero un tostón. Quiero justificarme. El pelo de su señora tiene demasiada electricidad.

-Pues no es una gata de Angora. Entiende usted poco de símbolos. Le daremos la mitad de sus honorarios, pues el trabajo se ha realizado a medias. Mire: mi... mujer está peinándose sola -y sacó unos billetes mugrientos.

-Yo no me atrevo a terminarlo. Después de lo ocurrido... Pero no aceptaré nada -dijo el peluquero, con dignidad.

-Dale el importe íntegro del servicio. Debe de ser un enfermo o un degenerado. Son cuarenta escudos -dijo ella.

El fígaro, corrido, recogió el papel moneda. Las lágrimas que asomaban a sus ojos rodaron por sus mejillas. Agliberto sintió conmiseración.

-Es un ser absolutamente normal; el canto de la sirena le ha impresionado más que a mí. ¡Sin duda tiene mejor oído que yo!

Después de abrir con lentitud la caja de los falsos habanos, alargó un puro al arrepentido sátiro.

Tome, fúmeselo a mi memoria. Mañana quizá ya no esté yo en este mundo.

El otro respondió despidiéndose:

-Yo deseo para sus excelencias, de todo corazón, una eterna felicidad conyugal.

El conserje abrió la puerta, fiero si que también arcangélico, y le cortó la retirada.

-Me he enterado de la fechoría de este artista. ¿Quiere su excelencia que lo apalee?

-No. Muchas gracias. Tome un cigarrito. Precisamente los he comprado pensando en usted...

Y volviéndose hacia la sirena, declamó:

-¡Qué par de hombres estimables! ¡Cuán benéfico y loable es su influjo! Uno me empuja a la vida íntima contigo. El otro pretende un adulterio forzoso. Los dos cooperan y contribuyen a que seas para mí lo que tú misma no puedes conseguir con un aria o una romanza. Los verdugos son dueños de la facultad mágica: al preparar la cuerda, la horca o la guillotina, mejoran el color del mundo del que nos desahucian, el tono de la vida que nos sustraen. El amante casi siempre favorece al marido burlado, señalándole los encantos de la esposa con su culpable pasión, reconviniéndole por su desatención hacia una criatura que, si es digna del más criminal y peligroso amor, no lo es menos de merecer el cariño honesto, doméstico y sacramentado. Hace unos   —250→   días me enfurecí porque cierto enigmático personaje, en un cine, quiso enmendar la plana de mi indiferencia señalándome valores secretos de mi difunta Celedonia. Hoy, no. Estos amigos merecen mi agradecimiento y mi regalo. Me ayudan a que yo te reconozca encantadora, aunque no lo sienta por mí mismo todavía. Pero trabajan para el futuro. Ahí los tienes: Bismarck y Antonio Moreno, colaboradores de una sirena. Han ejecutado muy bien su papel. ¡Otro cigarro! ¡Ahora, váyanse!

Quedaron solos la hija del mar y el ingeniero de puertos. Atardecía. Ella, maravillosamente peinada, con una corona de cabellos y resplandores de oro fluido, turgente, fundido y bullidor. Por los abiertos miradores entraba la púrpura rumorosa del día agonizante y jocundo. En las torres, en las medianerías, en las cornisas iban desfilando los ocres, las sienas, los cobres, las rosas de las tardes de verano, que hacen pensar en los poemas de Oriente, en los nombres de la geografía, en las mujeres que tienen el ombligo azul. Pasó un aroma de mantecados de frambuesa cuando ella se puso un vestido de escasa seda, abierto por las axilas hasta la cintura, según la moda de entonces.

Agliberto se vistió en el cuarto de baño. La fina porcelana de Sajonia de su camisa, las sedas de las solapas, de la corbata, del galón le parecieron, aunque negras, más dignas de vivir para ellas que otras veces. Los zapatos de charol le inspiraron un piropo. ¡Al fin, era el tocado de la muerte!

Cuando entraron en el gran comedor, deslumbrante de mármoles, cascadas, farolillos giratorios, muy cogidos del brazo -ella estaba muy resentida de la torcedura del pie (?)-, el asombro fue general. Los comensales se incorporaron, los músicos zíngaros dejaron de tocar. Todos, de pie, miraron a la sirena, cohibida, claudicante, pero hermosa, como lo es la tentación desdeñada. Su compañero no recordaba ansiedad admirativa semejante, si no fue al paso del cometa Halley en 1910 cuando él contaba once años.

Cenaron con regular apetito. Después Agliberto hubiera querido, por vez última, disfrutar de la terraza de un café. Pero el tobillo de ella no lo permitió. Tuvo que subirla casi en brazos y dejarla en el gran lecho imperial, oliente a rosa de té.

-Amor mío, ¿quieres ponerme una venda? Me duele mucho.

Estaban los dos solos en su alcoba. El joven buscó un bálsamo en su equipaje y un rollo de lino. Ella, sentada en la cama, quedaba mal cubierta, en su rosaleda, por   —251→   un camisón. Tendió el pie, un pie auténtico, menudo y nacarado. Sus dos piernas eran gemelas, iguales, bruñidas, con un tono de púrpura de vientre de caracola disuelto en su blancura, como si fueran de un coral muy claro, muy suave y bien labrado. Las escamas, la sal, las estrías de las aletas, de su cola habían desaparecido. El infeliz Agliberto empezaba a comprender. Su mano temblaba entre los tobillos al hacer girar la venda. Tuvo miedo como nunca en su vida y decidió, loco de pavor:

-Mañana mismo nos separamos. No podemos seguir así.

Aprovechando un corto sueño de su amiga bajó a la biblioteca y puso un telegrama a Mab: «Se ha encontrado ya el cuerpo de Celedonia». Mab le contestó con otro: «Acaba de morir mi padre».

El joven ingeniero pasó el resto de la noche en un sillón, con el papel azul en la mano, rígido, encorsetado en su smoking, sofocado por su pechera, perdido en hondas perplejidades y meditaciones.

La sirenita, doliente y mimosa, se despertaba para suplicarle:

-¿Por qué no te acuestas? ¿Por qué no descansas aquí?

-Porque temo rozarte sin querer.

A la mañana siguiente hizo los baúles y decidió la marcha.

-¿Adónde vamos? -dijo ella.

A nuestras casas. Tú, a la tuya; yo, a la mía. Es imposible seguir juntos.





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ArribaAbajo La crisálida, la mariposa y el gobernador

AL DÍA SIGUIENTE, ya se los llevaba el tren. A ella, Poseidón sabe dónde. A él, junto a su Mab, afligida, sollozante y huérfana. Empero no podía llegar a tiempo de asistir al entierro de su padre, pues había de cumplir un encargo familiar cerca de una tía suya en una ciudad española intermedia entre la frontera y la costa. Al acercarse a España se sentía más repatriado, más reintegrado y devuelto a sí mismo, impelido por un imán que por su natural delicado no quería confesar y reconocer como obscura y animal querencia. Ahora, al final, a la hora del balance y del saludo se juzgaba muy cobarde y muy ridículo junto a la sirena rehusada, y, además, se despreciaba a sí mismo un poco por no acatar la novedad, la improvisación, el regalo imprevisto, y aferrarse a lo más viejo, manido y gastado de su ilusión amorosa. Pero no. ¡Mab valía más que todas las sirenas, náyades y ondinas! Iba a verla, al fin, después de veinticinco días. No le apenaba el dolor de ella, su desgracia reciente. ¿No estaba él en el mundo para consolarla, para traerle la revelación de la felicidad? A medida que el tren le aproximaba a ella, se sentía más seguro, más poderoso, más semejante a sí mismo, con menos deseos de adoptar una personalidad postiza, de jefe de Administración, de seductor vulgar o de Napoleón Bonaparte.

Todo el convoy iba apenado. Cada viajero, dolorido. ¡De qué distinto humor iba el coro anónimo y obsequioso de las gentes comparado con el de sus compañeros del viaje de ida! Verdad es que aquella era una Celedonia y ésta otra Celedonia. Todas las risas, palmoteos, bromas, eran ahora suspiros, dolor, desencanto, desesperanza. No fue una señora, fueron todas las señoras y los caballeros del tren a preguntar: «¿Hace mucho tiempo que se han casado ustedes?».

Primero, fue el sol barajando sus naipes dorados; después el ojo de la luna entró burlón por las ventanillas jugando con las maderas meladas del coche. La sirenita, bajo toda una bisutería de lágrimas, se deshacía en alaridos. No quería soltarle, abrazada, engarrafada a él.

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-¡Agliberto, no me dejes, no me dejes! ¿Qué va a ser de mí?

Él esponjaba sus llantos, arreglaba las algas de sus rizos, volvía a ponerle los pendientes siderales que se le caían a cada momento. Pero aumentaban sus grandes deseos de librarse de ella.

Los viajeros venían a verla y consolarla: «¡Pobre enamorada!». Algunos fueron más audaces: «¡No la abandone! ¡Tenga corazón!». El aludido se disculpaba:

-La espera su familia...

-¿Y por qué no la acompaña hasta el fin del mundo? -gemía, unánime, el coro de la tragedia.

-Porque soy hombre de negocios -respondió brusco y corto en razones.

Entonces se formó una comisión para pedirle:

-¡Una noche, una noche más!

La luna, zumbona, reluciente, en el secreto de todo, no podía contener la risa, mientras el tren vibraba en su jadeo presuroso.

Agliberto conocía el recurso para apagar el asedio: advertir: «¡Cuidado! Es una sirena. Ustedes, los compasivos, no saben lo que se pescan». Pero se abstuvo, pues él no estaba seguro y persuadido cabalmente. Sentenció las últimas y decisivas palabras, con un suspiro de corredor al alcanzar la meta.

-Ni un minuto más.

La gloria vetusta, solemne, académica de un nombre de ciudad sonó en el andén. El joven se desasió de su compañera, dejándola empapada en llanto, pura, intacta, resplandeciente de gemido y de soponcio sobre el terciopelo azul del coche cama.

-¡Sí, sí; cúidenla cuanto quieran! -concedió a todos.

Nada de pañuelo flotante, ni de esperar la salida del tren, ni de agitar los dedos en un adiós. Se introdujo en la ciudad sin volver la cara siquiera, temiendo, sin duda, una metamorfosis salvia.

Ya podía respirar. Y respiró. Su aspiración fue tan intensa que todos los elixires, bálsamos y filtros vivificadores del oxígeno entraron a un tiempo en su ser. Disueltas en ellos venían las partículas evaporadas en su huida. De pronto sintió la alegría del hombre que recupera el bastón, la cartera o el reloj perdidos. Se sentía no solo en su patria, sino en sí mismo, en posesión del rebaño íntegro de sus moléculas en el redil de su conciencia. Todos los átomos volvieron de su dispersión hasta la flor de su libertad recién   —255→   adquirida como un enjambre gozoso y cantarín. Recién resucitado, como un Lázaro feliz y saludable, tuvo el hallazgo de su propio cuerpo, en el instante en que el tren arrancaba entre pitidos. De la blanca luna -harnero de plata- caían del cielo los mejores moyuelos de la vida, las más blancas harinas del impulso y el instinto. Se sentía correr densa y noble la sangre azul de la noche aristocrática, noble, henchida de todos los señoríos, y Agliberto sentía por sus venas de convaleciente la transfusión de esa sangre.

Arrancó el coche del hotel provinciano chisporroteando en el pedernal de los guijos con un estruendo titánico. En una plaza, junto a una fuente, unas criadas y mujeres denegridas, feas y zancajosas, miraban pasar a los recién llegados.

El puro aprendiz de ingeniero recibió el retorno de sus bríos descastados y un exilio tan en tropel, tan confusamente, que se sintió movido a la más impetuosa de las transacciones animales y plebeyas. Mandó parar el carruaje, se dirigió a la primera de las aguadoras y se abrazó a ella sorbiéndole su olor de arcilla triste en unos besos frenéticos y abrasadores. Ella pudo libertarse a costa de su cántaro. El joven acometió a otra con un abrazo furioso, entre golpes, insultos, llamadas de auxilio. Rodaron por el suelo. Grandes gritos escandalizaron la ciudad. Acudieron serenos, carreteros, tratantes de los mesones, municipales, benemérita. Agliberto fue detenido. Exigió ser conducido al Gobierno civil. El gobernador era amigo de su casa. Se puso en conocimiento de este el caso insólito, bárbaro, y acudió al despacho oficial, adonde se hizo llevar al perturbador.

En un gran salón con estrado, dosel de terciopelo rojo, áureos galones, armarios de nogal barroco, campanillas de plata y vidrieras emplomadas, esperaba el poncio con las manos en los bolsillos del pantalón rayado. Era un hombre de cuarenta años, apuesto, afable, campechano y ambicioso.

-No soy un loco. No soy un sátiro. Soy Agliberto -gritó el detenido, al entrar.

El gobernador le miró estupefacto y cariñoso.

-Pero ¿tú, hijo mío? ¿Qué ha sido eso? ¿Es posible que hayas perdido el juicio hasta el punto de acometer a unas pobres mujeres zafias y sucias; tú, tan delicado, tan atractivo, tan retrato de Reynolds, que debes de tener locas de amor a casi todas las mujeres que se miran en tus ojos azules?

-Sí, esa ha sido la causa. Pero usted lo comprenderá en seguida. Desde Madrid se me añadió, se me agregó espontánea, no sé si ingenua o pervertida, una amiga, una   —256→   camarada, una chica bien, algo imposible, desde luego. Un caso rarísimo, novelesco, extraordinario. La he respetado con un rigor puntual doce días seguidos. Después esa muchacha se ahogó. Vino a decírmelo una sirena. También me acompañó. Otros doce días. Y nada, absolutamente nada...

-Pero hombre...

-La inexperiencia, los miramientos, la caballerosidad me detenían ante la primera; el terror, el miedo profundo, frente a la segunda.

-¿Y por qué no te desligaste de ellas? El buey suelto... Además, ¿qué provecho, deleite o enseñanza has podido obtener con esa doble y enojosa compañía?

-Ningún beneficio. He gastado dinero, me he aburrido, he llorado. Todas mis fotografías han salido mal, he perdido los aparatos. Además, he delinquido dos veces. Y sobre todo, llegué a adquirir el mayor desprecio de mí mismo. ¡Si no hubiera sido por mis dos crímenes!... Son los dos únicos hechos que me consuelan de tanto ridículo.

-Pero ¿por qué no las mandaste a escardar cebollinos?

-No estaba del todo completo. Cuando salí de viaje iba enamorado, tanto como ahora. La mitad de mi ser quedó junto a mi adorada. La otra mitad se la envié en mis cartas. Mientras tanto yo imitaba, vivía parasitario de una personalidad de jefe de Administración de segunda que no llegué a conseguir. Ahora he vuelto a encontrarme conmigo mismo. Después de veinticuatro días, amenazado con perder mi amor, mis proyectos soñados, la novia, la dote, la herencia a que tenemos derecho los jóvenes aprovechados de las escuelas especiales, he tenido que abrazar a las primeras mujeres que he visto. El instinto puede estar disperso, diluido, pulverizado, pero al reintegrarse a un conglomerado, siempre es instinto.

El gobernador le miraba estupefacto. Una piedad enorme desbordaba su expresión. «¡Qué lástima de muchacho! ¡Los libros, los libros le han trastornado! ¡Esa carrera, esa disciplina, las condenadas matemáticas! ¿Será preciso vigilarlo, someterlo a custodia para atajar la probable crisis delirante y furiosa? ¡Qué horror! ¡Pobre familia!» Después, su fisonomía fue dibujando las curvas de una sonrisa. Sin duda, iba penetrando el enigma, dándose cuenta, comprendiendo, y resolvió, dándose una palmada en el muslo.

-Quedas en libertad, pero he de imponerte una multa. No tengo más remedio. Márchate mañana en cuanto hayas visto a tu tía. Procura no buscarme más compromisos.   —257→   Yo me hago cargo de todo. Si quieres, yo te presentaré a un grupo de muchachos, gente divertida, cenan con amigas alegres y esta misma madrugada...

-No, de ningún modo. Estoy enamorado. Solo pienso en Mab, en mi Mab. Durante muchos años, en mis soliloquios, en mis noches de desvelo, aun en época de exámenes, he pensado en ella. He escogido el color de su pelo, la calidad de su piel, el timbre de su voz, su peso, su estatura, su temperamento, y así se la he encargado a quien hace las cosas de este mundo. Y ha sido tan bueno que un día me la puso delante en la calle, recién terminada para mí, con traje sastre y un sombrero de charol. ¡No quiero a ninguna, ni a las sirenas ni a las Celedonias! ¡Ella sola! ¡Mab de mi alma!

-Pues yo te aconsejo, pequeño Agliberto, a quien tuve de niño en mis rodillas, que, de aquí en adelante, no desdeñes a ninguna Celedonia ni a ninguna sirena. Las primeras no suelen ser incautas; las segundas no son tan temibles como tú supones. Y con ello me librarás a mí de disgustos como este. Adiós, hijo, ¡y que descanses!

Era la última noche de julio. La espléndida luna había empañado las nítidas cuencas repujadas de su disco. Caída hacia Occidente, iba hacia el horizonte, con un tono verde y suave de manzana otoñal. Las constelaciones se enredaban, allá arriba, en inacabables collares ardientes, claros, eternos. El silencio acallaba los grillos y alacranes del campo. Daban miedo las estrellas porque parecía que iban a romper a hablar, sobre las torres de la ciudad gloriosa y dormida.

Agliberto iba solo, despacio, muy despacio, por las calles. Súbitamente, se arrodilló de golpe, cruzó las manos sobre el pecho y besó los guijarros hechos al polvo, a la inmundicia y al golpe. Volvió a besar el suelo hasta tres veces y dijo:

-Señor, dueño del mundo; señor de los ejércitos, pastor de los rebaños, alabado seas. Gracias, mil gracias. Señor, que me has resucitado, y me das aliento aún para vivir y pecar.





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ArribaAbajo Segunda parte

Mab


Haud dubie igitur ego etiam sum,
si me fallit.


DESCARTES
Segunda meditación metafísica
               


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ArribaAbajo Crespones

ENCONTRÓ UN MADRID desconocido. El cielo gredoso. La luz pálida. El ladrillo más insolente que nunca. En el paseo de San Vicente y en la embocadura del de la Virgen del Puerto las acacias y los triacantos en fila de formación enseñaban unas florecillas blancas, vergonzantes, entecas, remedo nostálgico del buen pan y quesillo de mayo. De otros árboles caía una eflorescencia tenue, semejante a una caspa verde que esperanzaba con su tinte el alejamiento de las perspectivas. El calor molía, trituraba, para disolver después. Los caballos subían trabajosamente. Entre las alabardas de la verja del Campo del Moro, semifusa de pentagrama, volaba alguna mariposa amarilla. Sobre las tabernas y fruterías de enfrente, toldos con máculas de lluvia antigua, quizá del Diluvio. Sabandijas de corteza de limón en bocales de morapio sanguinolento. Medidores sudorosos. Hombres en camiseta, sin afeitar. Más allá las uvas ácidas, más agraces por la gasa verde de los bandos higienistas. Y en pirámides, las grandes sandías rientes, abadesas del verbeneo, orondas, chulas, comadres, frescas, sosas como lo es la flamenquería sonrosada, nodrizas de las puestas de sol, placentas de la luz de la alborada. Una bóveda de plátanos altos, copudos. Después, plátanos más pequeños con un gentío de hojas apretujadas, densas, sofocadas unas con otras. Luego una ciudad entera, vacía, desahuciada, desierta. Pocas ventanas abiertas, persianas, persianas, persianas. Verdes, jaldes, blancas, de láminas, de cierre, enrollables. Algunos toldos. Y andamios en casi todas las casas. Todo Madrid entablillado, bizmado de tablones, tomizas, espartos. En las fachadas variolosas, algunas deformes cariátides con la llana en la mano o un cubo al hombro. Escayola, rotura de huesos, inmovilidad, entablillamiento. Andamios, andamios, andamios.

Agliberto necesitaba ver a Mab en seguida, cuanto antes. El duelo, el aislamiento del dolor eran obstáculo para visitarla al día siguiente del entierro, al que no había podido asistir por retrasarse su llegada. ¡Las conveniencias, las fórmulas! Pero era urgente verla, consolarla, tenerla frente a sí. ¿Sería delicado presentarse en su casa? Sus dos hermanos eran amigos suyos, buenos amigos, si no antiguos. Peana doble por la   —262→   que el joven galán empezó a adorar a la suprema santa. Sin embargo, parecer ir a visitarlos a ellos era un desaire para su amor, y para su madre y hermana. Presentarse de improviso, viajero recién llegado, antojábasele teatral, incongruente, poco correcto frente al dolor ajeno necesitado de soledad y de reposo. Todos, en aquel hogar, sabían que era el pretendiente de Mab, y no ignoraban que de todos los aspirantes era el más brillante y recomendado. Siempre se había dicho: «Linda pareja», y como en las revistas high-life, se les había comparado en dos medallones de futuro enlace: a ella, morena-rosa, cobre sin pátina, ondas negras, ángulo facial nobilísimo, ojazos acisternados; él, rubio, mechones inclados, pupilas como la flor del lino... Pero no se trataba ahora de eso, sino de la horrible muerte, tenebrosa, escalofriante. ¿Ir? ¿No ir? No ir sería imperdonable. Además, esas cosas nunca se olvidan...

Envió una carta a la madre de Mab, reiterándole su pésame telegráfico y solicitando ser recibido aquella misma tarde. La viuda le respondió a las dos horas, agradeciéndole sus testimonios de sentimiento, su viaje precipitado y su visita, en tales momentos, confortadora y apreciable. Escasas veces había penetrado en aquella casa. La amistad de los hermanos, provocada, requerida en año y medio; firme y estrecha ahora, fue una larga y cordial estratagema para acercarse a aquella maravilla revelada en la calle, compendio y epítome de sus ensueños. En los últimos meses, ya presentado a Mab, y amigo de ella, había acudido con menos frecuencia a su domicilio, pues prefería las charlas sin testigos en la Castellana, en los cines, en el tenis. La asiduidad de sus diálogos correspondía con un cierto alejamiento de sus hermanos en la camaradería varonil y una polarización de atenciones y conquista de la voluntad en dirección de la madre y la hermana.

De toda la familia era el difunto padre la persona a quien menos había tratado Agliberto. Así, pues, a nadie debe sorprender que su muerte no le causara honda tribulación. Buscaba en su conciencia algún rastro de dolor y apenas lo hallaba. Esa reconocida insensibilidad revolvía sus escrúpulos. Por otra parte, advertía el joven desde que tuvo noticia del fallecimiento una merma de su caudal psíquico, de sus existencias espirituales, tal como si con su suegro futuro hubiera muerto una parte de sí propio. La misma sensación de no estar entero registrada hacía días respecto a su cuerpo, durante su viaje, junto a Celedonia y la sirena, volvía ahora a repetirse con relación al alma. Pero así como aquella producía un tono de desgana, de agobio y malestar,   —263→   esta traía un alivio, un aligeramiento y una vaporosidad que fuera euforia, si no le produjese una inquietud, un reconcomio de ansiedad alerta y desconfiada.

Ardía en anhelo de ver a Mab. Su impaciencia se confundía con la percepción del calor asfixiante en un turbio ahogo. Pidió que le plancharan el traje negro. ¿Cómo iba a presentarse vestido de color? Además, era un momento realmente dramático de su existencia. Menester era cuidar la entonación, ensayar el gesto, requerir el más luctuoso aparato, la más afligida solemnidad. El traje negro no era de verano y le molestaba como una armadura. Entonces fue cuando Agliberto se dio cuenta de que estaba solo en su casa, llena de fundas, de lienzos, de gasas que envolvían las lámparas, con la única criada que su familia había dejado al marchar a San Sebastián. ¡Cuántas cosas iban a faltarle!

¡Qué mal atendido estaría! ¿Dónde comería, en el Círculo, en un hotel o en un café o taberna?

Sin poder remediarlo, los mimos y cuidados, tanto de Celedonia como de la sirena, se le vinieron a la mente. Al mismo tiempo, cada vez se le imponía más la extrañeza, la novedad depreciada, venida a menos del mobiliario y detalles domésticos. (Sabido es que la pérdida de la familiaridad con el ajuar en los meses de verano produce a la vuelta la más imparcial e implacable de las inspecciones.) Los tamaños se le aparecían encogidos; los espacios entecos.

Pero el gran acontecimiento estaba a punto de brotar. Iba a ver a Mab.



Lector, aunque me incomoda la función descriptiva, que no cuadra con mi temperamento, reconozco estar obligado a trazar un bosquejo, un apunte, una filiación de la amada de Agliberto. Y eso, más que dibujo o inventario ha de ser psicología, pues Mab fue hecha a imagen y semejanza de los ensueños del mozo. Así, he de ocuparme de ella, en cuanto tiene de flor de la arquitectura del desvarío, prescindiendo de sus caracteres étnicos, antropológicos o físicos en último término. La física no tiene jurisdicción alguna en esta novela; ella ha sido la madre de la ramplonería y de la timidez en la ciencia y de la pornografía en literatura; aunque no estará de más aclarar que no aludo a la física moderna, que tiende a espiritualizarse cada vez más, sino   —264→   a ese prurito siglo XIX de reducirlo todo, para su mejor comprensión, a los más patentes principios de la mecánica.

Pasemos, pues, a la plástica, que es la superfísica. Los artistas, los que han dormido con ensueños en el sur de España, han creado un tipo de ángel robusto, ojinegro, bellísimo, mollar. Murillo convirtió a ese ángel, el ángel de la gracia andaluza, del salero, de la salud y del donaire, en educanda de colegio de monjas. Ribera fue el que más se acercó al tipo puro en esas creaciones un poco aldeanas, de vigorosas pantorrillas, alas postizas sujetas con charnelas, largas trompetas y graves espadas. Tan solo puede objetárseles un cierto aire huertano, y una fonética levantina. También ha pintado Romero de Torres a esos mismos ángeles con falda ceñida y una guitarra sobre el regazo. Pues Mab, lector, era una de esas celestiales criaturas: ojinegra, mollar, bellísima, que podía llevar con igual dignidad las alas, la trompeta, el acero o la guitarra. Además, tenía mucho ángel en la pronunciación, porque era de familia oriunda de Sanlúcar.

En busca de tan grato conjunto iba Agliberto. Indispensable es también consignar que también iba al encuentro de la fructificación de esperanzas eugénicas y domésticas: salud, higiene, capacidad de crianzas, romanzas o tangos al piano, copas de tenis ganadas en pareja entre dos embarazos, vanidad bailarina al levantarse frente a tal escultura en las cenas a la americana, excelencias reposteras adecuadas a su golosina, etc. Cualquiera que no conociese la pureza de alma de nuestro joven ingeniero supondría, malévolo y equivocado, un mayor aliciente para su deseo de perfecciones en el hecho de haber quedado huérfana de padre, y de consiguiente, heredada. Pero la muerte del que hubiera sido su suegro, si no le había producido dolor, cierto era que tampoco dejaba de causarle un malestar, un vacío, algo así como una escisión interna, tal si el difunto estuviera unido a él por un nexo indescifrable.

La necesidad de ver a Mab le apremiaba por instantes. Aquel ángel meridional, primeramente pintado en los lienzos de su imaginación, de su preferencia efectiva, de su instinto -él también tenía instintos-, con los colores predilectos y los atributos indispensables: espada, lirio, trompeta o guitarra, se había hecho toda talla viva, todavía algo desmañada, tímida y colegial. Había pasado en su evolución de los claroscuros de los ensueños sin interpretar, de los desvanecidos del subconsciente, a la firme estación plástica, astillosa, vegetal, propicia a la gubia. No era un arcángel decadente,   —265→   de seductoras suavidades de cera pintada, al modo de Mora, ni a la manera italiana de Mena, ni un angeleto desaforado y gigantesco como los de los baldaquinos gallegos. Era más bien, aproximadamente, un serafín de Martínez Montañés, con su hermosura estática, su zurda y sorprendida ingenuidad, detenida en un ademán que suele consumirse veloz; algo así como una instantánea del palo santo de la vida rauda, inaprehensible y esquiva.

Y sobre aquella escultura viviente, que había tomado relieve, tercera dimensión, volumen, materia, calidades, existencia, gracias al infinito poder de Dios Nuestro Señor, se habían aplicado capas sucesivas del más preciado don terrestre. Todo el oro de las tardes, caliginosas, asfixiantes, excesivas, pasadas junto a Celedonia y la sirena; oro en las caperuzas de los campanarios, en los capuces de los árboles, en los airones de los mástiles y las farolas, en los perfiles de las cresterías y las cornisas junto al azul magnífico; todo aquel oro se había hecho polvo o se había laminado en panes sutiles para recubrir, para estofar y enriquecer la figura del ángel de la felicidad y la gracia en el retablo del alma de Agliberto. La renuncia de este, su resignación desdeñosa de los bienes brindados en veinte días iba a tener justificación en la presencia ansiada, ahora completa, ornada, joyante con los resplandores de los halagos, de los placeres, de los deleites rehusados.

Así pensaba al apoyar el timbre de casa de Mab. La obscura puerta giró compungida.

-Buenas tardes -dijo en voz bastante alta el joven.

La doncella apenas respondió con un murmullo. Un olor de cera, de incienso, alhucemas y barnices se trababa con la obscuridad que proyectaban las persianas y los balcones, entornados. Un reflejo de panoplias, metálico, y otro de entarimados bruñidos servían para orientarse. Esperó mucho tiempo en un salón con pinturas al óleo. No sentía lástima, ni conmiseración, ni solidaridad en el dolor de aquella familia. La impaciencia de llegar a ver al ángel de su retablo le neutralizaba su desasosiego por algo muy íntimo y profundo que creía haber perdido...

Sonó una puerta. Entró la viuda, solemne, con paso inseguro. Le tendió la mano, pero no le dijo palabra. Después apareció Pastora, la hermana mayor, y le ofreció blandamente dos o tres dedos. Apenas profirió medio vocablo. No mucho después entró uno de los hermanos. Agliberto intentó abrazarlo, pero en la frialdad de su manera creyó leer: «¡Déjame en paz! ¿Qué falta me hace ese estrujón estéril?». Entonces   —266→   el visitante empezó a balbucir una frase de incoherencias huidizas y penosas. La desconsolada familia sacudía la cabeza, mirando al techo como diciendo: «Sí, está bien; ya hemos oído lo mismo a trescientas personas».

Al fin vino Mab. ¿Pero era ella o no? Tardó en reconocerla algunos segundos. Su pelo fosco, antes siempre escarolado en grandes rizos, ahora pegado a sus sienes, se recogía en un rodete atrás, sin adorno ni esplendor. Su estatura había mermado. Venía vestida de percal negro y calzada con alpargatas de lona, negra también, y cáñamo. Sus ojos, tan hermosos, estaban enrojecidos, inyectados de llorar, irreconocibles.

Ni siquiera le sonrió; pero le dio la mano, entera y entregada.

-¿Ha visto usted, Agliberto?

-Sí, he visto.

-¿Ha sabido usted...?

-Sí, he sabido...

-¿Ha venido usted?

-Sí, he venido.

Estaban de pie, uno frente a otro; ella con el limpio y escueto abandono del duelo, con el raído desatuendo que produce el roce de la muerte; él, agobiado por su traje negro, demasiado grueso de tejido para tal época canicular, sintiendo cada vez más la extinción, el óbito de una parte de su ser.

La visita fue breve, penosa, martirizadora para el enamorado. Las palabras volaban con incertidumbre, ciegas, unas al encuentro de otras, en una persecución lerda y torpe, como las de las moscas que se embestían en sus zigzags junto a los haces de luz de los balcones. Las cuatro figuras negras, hieráticas o abatidas, anonadaban la escasa locuacidad que Agliberto hubiera podido manifestar en tal trance. Parecían decirle con su frialdad dolorida: «Sí, ya sabemos. Nuestra pena no te importa nada. Vienes a granjearte el logro de tu presa de amor. Pero hay algo más que eso en la existencia: el fin, la muerte y el dolor humano. Espera. No seas impaciente. No pretendas llevártela al día siguiente de morir su padre». Y él, a su vez, comprendía, en silencio: «Sí, es verdad. Venía a verla, a resucitar en ella toda gracia y belleza. En vez del ángel de mi retablo encuentro esta estampa ascética. Cierto. Todo muere: la lozanía, la hermosura, la esperanza, el frenesí; los grandes rascacielos de la ilusión están amenazados de fácil derrumbamiento. In ictu oculi. Ni Zurbarán ni Valdés Leal me hubieran pintado un lienzo como este. ¿Y mi Mab? ¿Pero esta es ella?». Las cuatro siluetas enlutadas, más que personajes de su futura familia soñada, eran cuatro grandes huecos, cuatro simas, cuatro agujeros recortados en la realidad. Al despedirse no pudo reprimir su desaliento.

-Créanme ustedes. Yo puedo acompañarles, efectivamente, en su sentimiento. Yo también he padecido mucho, mucho, en estos días. La desgracia que les amenazaba a ustedes me inquietaba, y, además, torturas mías, congojas íntimas, horrores del espíritu me han hecho pasar unos días espantosos...

Mab rectificó:

-No compare su dolor al nuestro. Al fin y al cabo usted ha pasado estos veinte días divirtiéndose.

-Y es natural, hija. ¿Qué quieres que haga a sus años? Ya le quedará tiempo para sufrir. Muchas gracias por esta visita, Agliberto -sentenció la madre.

-Muchas gracias -dijeron a coro los hijos.

El joven ingeniero salió a la calle dominado por un furor inexplicable. Los grandes planos soleados de las fachadas le arrojaron a los ojos su reverberación, cegándolo. Sintió que se ahogaba en su traje negro, casi de invierno. Entonces, entre dientes, no pudo evitar este comentario:

-¡Miserables idiotas! Ellos han padecido. Yo también. Han perdido a un ser querido. Yo me quedé sin parte de mi cuerpo, ahora sin parte de mi alma, cuando más falta me hacían, en las ocasiones precisas en que su escamoteo era más inoportuno. He llorado. He delinquido. He descalabrado a un hombre. He causado la muerte de Celedonia, quizá también de la sirena. He atropellado a otras dos mujeres. He malgastado el dinero. No he hecho nada a derechas, y todo para ser lo menos heroico que puede imaginarse. No he realizado la más primaria experiencia vital. No he dejado de ser ínfimo, ruin, ridículo y mentecato. No he procedido con la sensatez de un hombre: he ido de desatino en desatino. ¿Y no es esta una gran desgracia? ¡Idiotas, miserables! Han podido hacer revivir cuanto había de muerto en mí, y me han tratado como a un intruso de su dolor. ¡Imbéciles! ¡Yo necesitaba renacer y a ello venía! ¡Ella, ella! ¿Dónde está ella? ¡Aún no la he visto! ¡Si al menos se hubieran echado en mis brazos y hubiéramos llorado todos juntos! Pero no: corrección, reserva, desconfianza...   —268→   ¡Estúpido género humano, no quieres persuadirte de que es más fácil de lo que se cree resucitar a los muertos!

La sensación de las persianas caídas le agobiaba. Las fachadas permanecían inexpresivas, herméticas, como tableros sin señales. Una reiterada alusión de ausencias caía con la luz gris amarillenta, fatigada, de la tarde agostiza y agostada. Los tiestos se quejaban, abandonados en los balcones, de la sequía y del desamparo. Las gentes pasaban por la calle, pálidas, con desabrimiento y fatiga. En los tranvías crujidores, estrepitosos, bajo las bóvedas de álamos blancos de polvo, los cobradores se daban aire con abanicos de anuncio, cartulina y palo. Bajo la flor paliducha de las acacias, el desaliento, la sed, el cansancio atormentaban a los madrileños.

Agliberto estaba ante un puesto de horchata de una esquina. Sobre dos armaduras triangulares y paralelas, un toldo de franjas rojas y blancas. El horchatero, hombre mal afeitado, forzudo y hosco, le preguntó:

-¿Horchata o limón?

-Sobre los vasos boca abajo los orondos dorados frutos, divanes de la pájara pinta, le tentaban con sus zumos agridulces como lo menos malo de la vida. Más que su cutis mórbido y suave y sus pezones agudos y desvergonzados era su curva oronda de alcancía, de hucha de la luz dorada de muchas y muy buenas tardes, lo que le fascinaba. Pero la boca de la garrafa, con su helada emulsión de chufas, le recordaba algo vago, muy grato y muy dulce, pulpa de coco o carne estremecida por el cercano viento del mar... El joven no supo qué responder. Su mirada se clavó en la urna de los barquillos, desamparada como el farol de una estación. Sobre una zona blanca empezó a leer nombres pintados en negro que desaparecían sustituyéndose: Marvao. Entroncamento. Pampilhosa... Así quedó, extático, absorto, enajenado. El horchatero no pudo aguantar la indignación.

-Diga usted de una vez lo que quiere. ¿Barquillos?

-Me es igual. Lo que le dé la gana -suspiró Agliberto.

La valencianita del puesto le miraba con sus grandes ojos aterciopelados, no sin curiosidad y ternura. El padre le sirvió un vaso grande de horchata del tamaño de un glaciar alpino, y la muchacha se lo acercó con una sonrisa. El ingeniero pensaba: «No te fijes en mí, niña bonita. No soy un hombre. Soy siempre un fragmento de hombre. Unas veces me falta el cuerpo; otras, me falta el alma. No tengo piedad, ni corazón,   —269→   ni cordura; en ciertas ocasiones me sobran. Soy un ser descabalado y contradictorio. Soy un joven, un funesto agraz, sin experiencia, desafinado, inhábil... No te fijes en mí, niña bonita».

Pagó y se fue, con la sed apagada. La tristeza caía en un largo crepúsculo, humeante, rumoroso, con púrpuras, nieblas y canciones de niñas que jugaban al corro. Ante los portales, las gentes sentadas en silla de enea se pasaban un botijo blanco, de unos a otros, y bebían a chorrillo.

Entre las persianas caídas había en muchas casas armaduras de tablones, tomizas, listones, maromas. Los muros, picados de viruela. Andamios. Andamios... Cantaba un grillo al amanecer. Salió la luna, perol de cobre. La ciudad estaba entablillada, con un brazo en cabestrillo; entre escayolas y vendas, sin duda, se había partido un hueso al dar el batacazo.





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ArribaAbajo El reloj de arena

NO OBSTANTE, ERA MENESTER volver a encontrar a Mab, reconstruirla, rehacerla. Era su única razón de vivir, su salvación. Y para verla, acabado el novenario, para penetrar en su casa, era preciso inventar un pretexto, hacerse el indispensable prestando servicio a la familia. Después de un fallecimiento hay dos caminos en que ofrecer la utilidad de su asistencia al prójimo: desinfección y herencia; pero en estos dos senderos su colaboración era improcedente. Uno de los hermanos de Mab era médico; el otro, abogado del Estado. ¿En qué concepto podría él intervenir en la testamentaría? De cualquier modo era urgente encontrar medio de verla a menudo, y así matar al monstruo de la decepción.

¿Dónde meditar y perseguir un plan? La única criada que había en casa de Agliberto le daba mal de cenar para ahuyentarlo y poder ella irse con el novio. ¿Qué se le había perdido en Madrid al señorito?

¿Dónde cenar? Problema de todas las noches. ¿Con quién hablar? Cuestión de cada hora. Todos los amigos estaban fuera. Las amigas también. En el Aéreo, un vacío horrible. En el Ateneo, trataba a muy pocos socios y en tal época no había más que opositores desesperados estudiando en mangas de camisa. Con la linterna de Diógenes iba buscando un camarada. Sin esperanza, tomó un taxi.

En la terraza del Stadium había grupos de alegres juerguistas en varias mesas. Pero eran gentes de cincuenta años, tanto ellos -algunos vestidos de etiqueta- como ellas, sin vestir apenas. Una joven le llamó. Grifaldina venía a su encuentro ceñida en una seda a sectores blancos y azules. Traía una sombrillita con un farolito en el puño donde se encendía una lámpara eléctrica.

-¿Vienes a cenar, Agliberto? Pues en aquella mesa nos sentamos... Digo, si no tienes compañía, o esperas a alguien...

-Hace una semana que no encuentro a nadie conocido.

-¿Qué haces aquí? ¡Vaya un plan ostra! Yo me voy a Biarritz mañana mismo. Esto es un horno. Chico, la última noche que me queda... Mañana sale... Grifaldina   —272→   espera cenar con champagne helado. ¿Quién quiere perder doscientas pesetas?

Sacudía su alegría cascabelera a gritos y carcajadas y apagaba y encendía la linterna de la sombrilla.

-Está bien todo esto: tu alegría, tus pretensiones literarias, tu farolito, el Pommery para cenar... Todo ello es de una cursilería irreprochable que acabará divirtiéndome.

-¿No eres feliz, Agliberto? ¿Te gusta la langosta a la americana? ¿Qué le falta a mi príncipe de Gales?

-Unas veces el cuerpo, otras el alma, alternativamente. Déjame tu libro mientras miras la carta.

Era una flor de romances encuadernada en cretona, impresa en tipos antipáticos. Abrió al azar y leyó estas líneas:


«Rosa fresca, rosa fresca,
tan garrida y con amor,
cuando yo os tuve en mis brazos
non vos supe servir, non;
y agora que vos servía
non vos puedo yo haber, non».

No leyó más. El menguante de la luna enviaba un reflejo al cabello negro y bruñido de Grifaldina. De la Dehesa de la Villa llegaba un susurro de brisa consoladora, intermitente, a ratos imperceptible. El joven echó de menos el sabor salobre del Atlántico, la esfera armilar, los cantos de la sirena. Pensaba: he podido ser feliz en estos veinte días, vivir tres semanas de vida fantástica y heroica, rica en matices y en peligros.

Terminada la cena, Grifaldina y Agliberto bailaron. De una mesa en que cenaba un grupo de aristócratas vestidos de etiqueta se levantó una pareja. Ella representaba unos treinta y ocho años, bellísima de empaque y de rasgos. Él contaba de sesenta a sesenta y cinco años, más bien alto que bajo, nariz aguileña, plateadas la cabeza y el breve bigote. Sus desafíos y sus conquistas habían sido innumerables. Su corrección,   —273→   empero, parecía no agotarse nunca. Bailarín veterano, su elegancia propicia denunciaba al hombre apto para el amor y la amistad. Tenía un nombre glorioso. Era don Juan.

-Buenas noches, Agliberto -dijo con la más afable sonrisa-. Esto está delicioso. No encuentro nada tan encantador ni tan cómodo como Madrid en verano. El duque dice lo mismo. Y veo que no solo somos de ese parecer los viejos, sino también los jóvenes. Yo no dejo de bailar todas las noches. Es el único deporte que no me fatiga. No precisa madrugar, se hace en compañía grata de criaturas preciosas, no exige desnudez ni semidesnudez. Si usted supiera cuánto me desagrada el desnudo masculino y el mío propio. Además, le diré a usted algo muy importante: a las mujeres les horroriza el desnudo del hombre, lo menosprecian, se ríen de él como de algo inusitado o de categoría inferior. ¡Créame usted a mí, que las conozco muy bien!

-¿Se siente usted feliz, don Juan? -interrumpió Agliberto.

-Todos dicen que no, pero yo no lo paso mal. ¡Me quedan tan pocos años! Cualquier día de estos viene el convidado de piedra a cenar con mi peña al Nuevo Club. No somos nadie. ¡Ya ve usted lo que le pasó a mi gran amigo Fausto! ¡Usted le conocía y le trataba! ¡Y hasta creo que a usted le gustaba mucho una de las chicas!

Hablaban con las parejas colgadas del brazo, impacientes. Don Juan se llevó la mano a la frente y preguntó a Agliberto:

-A propósito de Fausto, ¿cuándo es el funeral por su alma?

-Mañana, a las once.

-Entonces hasta mañana.

Enlazaron a las parejas y empezaron a bailar.



El profesor Bustarviejo sonreía ante el espectáculo coreográfico. Su figura menuda, mermada aún más por el smoking, no era familiar a los trasnochadores. El joven ingeniero le abordó al verle solo y aislado, mientras Grifaldina danzaba con don Juan. El sabio respondió con una sonrisa clerical enseñando sus grandes dientes amarillos.

-¡Qué desairado es estar en un lugar de estos a mis cincuenta años!

-Fíjese en don Juan. Tiene más de sesenta y hace muy buen papel.

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-Sí, pero don Juan es don Juan. ¿Por qué le ha cedido usted su parejita? Es muy gentil, linda y donairosa.

-Se la presentaré a usted. La pobre tiene aficiones literarias. Es una admiradora de antemano. Haber podido cambiar unas palabras con un académico erudito y orador será su mayor deleite esta noche. No abrigo el más leve empeño en disputársela a don Juan, o a usted, si la quiere. No se sorprenda: soy un gran desdeñoso. He vivido veinte días con dos mujeres: con la hijastra de un boticario y con una sirena. He conseguido enamorarlas a ambas con la más absoluta indiferencia.

-¿Con una sirena habéis dicho?

-Sí, auténtica.

-No es posible.

-Celebro mucho hallarle a usted aquí, docto en humanidades y en mitos. Desde que la he dejado su recuerdo me obsesiona. Se parecía mucho a la otra; tenía la voz dulcísima y las pantorrillas escamosas.

-¿Mitad pez, mitad mujer? Entonces era una nereida. De las cincuenta hijas de Nereo se sabe que algunas cantaban bastante bien. Pero ¡esa fascinación; ese recuerdo mortificante y tenaz!...

El profesor Bustarviejo acariciaba su cabellera lacia, de un rubio borroso y grisáceo, con sus manos de curita.

Entornó los ojos y diagnosticó:

-Las sirenas de verdad, las primitivas, las genuinas no eran ictiomorfas. Tenían rostro de doncella y cuerpo de ave. Así aparecen en algunas estelas y sepulturas de los cementerios griegos. Su canto era tan melodioso que embriagaba a los navegantes y hacía enderezar los timones a misteriosas islas. No es posible suponer que la primitiva sirena se convirtiera en nereida, pues para ello había de evolucionar en su adquisición de torso humano y había de involucionar en su descenso a cola de pez. No, sin duda las nereidas aprendieron de ellas la música y utilizaron los encantos de su busto y su espalda femeninas. Luego la fantasía de los hombres las unió en una fusión híbrida, y juntó la perfidia y el inefable encanto del canto a la natación, al coleo, a las cabelleras fosforescentes y a los pechos luminosos y tersos como enormes perlas. Para situarlas más al alcance de los hombres, la diosa Imaginación le dio preferentemente atributos flotantes y no volátiles. Al fin, prescindió de estos últimos. Es lo mismo   —275→   que si el hidroavión pudiera llegar a tomar forma de mujer. Nunca quisiéramos verlo volando...

-Así, usted cree que no era...

-No, de la buena época, del cuño clásico, no. Sin decir por eso que fuera una mixtificación. Mejor una imitación de la industria psicológica, una elaboración del cerebro.

-¿Alucinación mía?

-No, hombre, no. De ningún modo. No confunda usted los términos. Mire, aquí viene su amiguita. Preséntemela.

-Ilustre y respetado profesor Bustarviejo. No es ella. Es una réplica en yeso. Pero no se la cedo ni a don Juan ni a usted. Me la llevo. Estoy cansado ya de desdeñarlo todo.



A la mañana siguiente entró en la iglesia pálido y contrito, con huellas de carmín en el pañuelo, un escándalo de fragancias y un traje de un gris demasiado claro. Detrás del catafalco negro, orlado de oro, de la fila de sacerdotes con blancas sobrepellices, Mab le envió una mirada de reproche, pero dulce y buena. Bajo el crespón del manto toda su faz reprimía las lágrimas. En las vidrieras, los santos perpetuaban sus sencillos ademanes, mientras la luz de agosto excitaba sus colores, atravesándolos. Agliberto cayó de rodillas, deseoso de implorar; pero ¿qué iba a pedir? Lo ignoraba. Se encontró sin anhelos, sin afanes, sin remordimientos, sin ternura para aquella novia de carne y de hueso, hecha ser humano a fuerza de soñar. Se golpeaba el pecho sin devoción, considerándose irresponsable, pues no se entendía a sí mismo, ni al escamoteo, al juego de manos que tan fácilmente le defraudaba acerca del sentido y orientación de su tendencia amorosa. Le pareció que uno de los diáconos, en lugar de decir Dominus vobiscum, pronunció Noscete ipsum. El horror crecía, le dominaba. ¿Conocerse a sí mismo? ¡Qué espanto! Iba a ser cruel, dolorosísimo, pero muy hermoso, sin duda.

Buscó palabras para que Dios le entendiera, y al entenderse con Dios empezar a entenderse a sí mismo. Y no las hallaba. Al fin encontró una que sonaba a acorde de   —276→   salterio místico, a vibración de letanía, a canto azul y a pompas de la vida: Celedonia, ¡Celedonia!, y repitió el nombre varias veces. Los santos parecían asentir con la cabeza, mientras la boca del pecador se llenaba de un dulce sacramental. ¡Celedonia! ¡También había muerto y a ella no le habían hecho funeral alguno!, consideró, reconociendo que su desaparición de este mundo fue de muy otro linaje que la de don Fausto. La luz espléndida del estío no servía para diluir tanta tiniebla.

-Dígame cuándo podemos hablar. No sé vivir sin usted -dijo a Mab, lloroso, al oído, entre la efusión seria y rígida de los pésames, con un balbuceo apasionado y vibrante.

-El domingo después de misa de once -respondió ella con rostro resignado.

¿Eran aquellas las palabras que se propuso pronunciar? Desde luego, eran las obligadas, las únicas posibles después de su correspondencia ansiosa y tirante. En otra ocasión le hubiera costado mayor esfuerzo sobre su timidez y sus cuidadosas vacilaciones. Ahora las había dicho de modo automático y maquinal. Precisaba echar un arpón al fin de sus ensueños. Sí, Mab se le escapaba. ¡Aquella Mab, alegre, cantarina, bailadora! ¡Se le iba! ¡Se le iba!

Nadie supondría que al siguiente domingo llegara a misa la huérfana vestida de mil colores, triscando de gozo, riente y feliz. Tácita, envuelta en gasas y crespones -medias sedosas sin transparencias, paso de tafilete-, se dejó olvidados los encantos de la leticia, de los donaires y de la sal. Agliberto no acertó a declararse a ella. ¡Había cambiado tanto! ¡No parecía la misma!

Se despidió suave y digna, sin seña de decepción. Él la miró alejarse con unas flores que comprase para el muerto -claveles, dalias, nardos-. De espaldas, su silueta tomó toda el color infortunado; a la luz del mediodía estival lo negro de su figura era horroroso. La tinta china de su pena recortaba sin ventajas su elegancia. No, no era ella. Aquella mancha de luto era el agujero abierto en la más hermosa de las realidades, por donde Mab se había sumido para desaparecer.

El galán no abandonó su presa, desencantado por aquel escamoteo. Si en algo se comprueba la inercia, la velocidad adquirida, más que en la materia es en el amor. Después del novenario no dejó de asediar a la familia del difunto con ofrecimientos y servicios inoportunos y redundantes. En su deseo de facilitar todas las tareas fue el indiscreto payaso de circo que intercalaba el traspiés o el tropezón en todos los trámites   —277→   del más liso y desembarazado expediente. Sí, desde que salió en compañía de Celedonia para recorrer aquel itinerario mítico, irrisorio y ridículo, no hacía nada a derechas. Se reconocía empalagoso para Mab, como Mab se le aparecía insuficiente, mermada, quizá por una alteración o metamorfosis, quizá también por la muerte de su padre, don Fausto, que al dejar esta vida hubiera arrebatado de su hija el quimérico encanto de unas gracias para las que juzgaba indignos a los varones pretendientes. Agliberto debió de atisbar este último o íntimo secreto, porque un día preguntó a la que acababa de ser la estrella polar de su viaje amoroso:

-Y usted, Mab, ¿quería mucho a su padre?

-Claro. Como hija suya. ¿Por qué me hace esa pregunta? -inquirió, entre picada y enternecida.

-¿Cree usted que todo cuanto encierra su persona, tanto el cuerpo como el alma, le debe su existencia a su padre?

Apenas se tomó tiempo para responder. Iba a reaccionar, puntillosa y ofendida, pero recobró una serenidad sonriente y estelar.

-A Dios. A Dios se lo debo todo, Agliberto.

-Sí, está bien -atajó él-. De acuerdo. Pero quiero decir que entre los medios divinos, los operarios, los truchimanes, los delegados del eterno autor quizá haya habido alguien que en el mundo no solo ha valido para amarla, sino para hacerla, en cierto modo, y ese alguien no sea su difunto padre de usted. ¡La paternidad es tan poca cosa! ¿Me comprende?

-No -dijo la joven, enrojecida y turulata.

Entonces el aprendiz de ingeniero le entregó los bombones de nueces, avellanas y nougats envueltos en chocolate. El calor era sofocante. Mab vestía una falda muy ligera, bastante corta, una blusa de crespón mate con una chorrerita. El tafilete de sus zapatos tenía más reflejos que los días anteriores.

-¿No le gusta a usted dar vueltas a los relojes de arena? -preguntó Agliberto-. ¿Le divierte y le complace ver cómo se vacía una ampolla para que se llene la otra, con esa huida, ese éxodo de la tierrecilla sutil y resbaladiza que parece gozar en el trasiego?

-Sí, pero no le he dado tanta importancia como usted a artefactito. Como juguete no me encanta. Para medir el tiempo del baño, no sirve. Para pasar por agua   —278→   un huevo, tampoco. En el baño se debe estar mientras sea agradable. Para pasar un huevo no hay como rezar un credo y un avemaría, y un credo sólo si se quiere clarito.

-Sí, pero para los asuntos del alma... -arguyó el joven.

-¡Qué cosas más raras dice usted! Sobre todo desde que ha vuelto de ese viaje. Ha cambiado usted mucho, antes no era así, en nuestras conversaciones. Es usted otro para conmigo, y es desde que el pobre papá ha muerto...

-Sí, parece que también a mí se me ha muerto alguien, se me ha extinguido algo...

Le dio mucho miedo lo que acababa de pronunciar, pero ella, sin duda, le dio una interpretación satisfactoria, porque quedó en silencio, suavemente ruborosa, enseñando sus bellos dientes en una larga sonrisa.

Agliberto no pudo soportar la situación y se despidió precipitado y confuso.

Fue a achicharrarse a la calle, exenta de transeúntes, bostezadora, reverberando reclamaciones y quejas por su soledad. Los balcones del inacabable caserío seguían cerrados, lápidas de nichos temporales. Algunos mangueros proyectaban sus grandes chorros irisados, una parábola de luz y de frescura, palma de ramos de agua y colores que apenas vivía unos segundos, mientras ellos, pobres hombres, se enjugaban el sudor con pañuelos de hierbas. En los principales se veían señoras gordas en bata, botijos, tiestos sin flores, algún paipay caído. Los comerciantes y los artistas callejeros cobraban un relieve más patente y lamentable en esa hora intermedia entre la siesta y el atardecer. El ciego de las jotas, las vendedoras de chumbos o moras, el hombre que lleva colgantes de una pértiga diez o doce canarios de cera con una pluma verde o morada; el otro, que vende escarolados abanicos plegables para los toros, con todos los colorines nacionales y extranjeros. Todos contribuían a darle a Madrid ese aspecto de derrota, de fracaso y de ruina como si se hubiera jugado el último ochavo al monte o al mar, quedándose más pobre y más feo, sin dientes, sin pelo, sin encantos.

El joven ingeniero se daba cuenta del fenómeno. Cuando Celedonia se añadió a su viaje apenas tenía significado sentimental para él. Era una ampolla vacía. Todo el oro molido del reloj del corazón era para Mab. Mientras duró el itinerario ni ella ni la sirena consiguieron darle la vuelta, pero al regreso, no se sabe si algún vaivén del viaje u otro accidente más grave le hicieron girar, y ahora, por el angosto y sutil agujerito   —279→   de su alma de veinticinco años, veía transvasarse el amor de Mab, adquirido tras tantos desvelos, y pasar, dorado y esquivo, mezclado con las luces de los atardeceres, con las arenillas de las playas, y los reflejos de las joyas, pantallas y muebles de una lona de miel que no llegó a apuntar al globo, a la ampolla, al transparente cariño de la pobre Celedonia, quizá muerta, quizá todavía sumergida en el mar. Quedaba una última esperanza, verde y pelágica también. Dejó a la niña bañándose y quizá ella, también atenida y sumisa, al cómputo de aquel sutil reloj de arena, no saliera del baño hasta tener la certeza de que hasta el último grano de la ilusión resplandeciente había caído en la ampolla de su indigente amor.

Bajó por el paseo de Santa Engracia. Dio vueltas por algunas calles. Se detuvo ante un puesto de horchata y pidió un vaso, un vaso de vidrio acuajaronado, como la horchata que contenía. Pidió un barquillo de la urna, no de elecciones, mejor de juego de los estrechos. Enrolladas yacían las gratas papeletas comestibles, largas, amarillas, demasiado dulces para ser de papel, en las cuales debía de estar grabado el nombre de la prometida azarosa. ¿Un nombre? Siempre acudía el mismo en la gran cachupinada mental: Celedonia. ¡Era tan bonito, tan fresco, tan oloroso como el de una flor! Ante el puesto del ches, pintado de blanco, tan humilde y desolado, al aspirar la infame horchata que te pasaba los dientes, Agliberto sintió que se le venían a la boca los aromas de los gin, los brandy, las cremas, en las terrazas o casetas de los hipódromos y los campos de deportes o en los halls de columnatas de pórfido, cuando Celedonia o la sirena, vestidas de blanco, meditando bajo sus pamelas, escribían un nombre en el aire con la contera de sus sombrillas. Ya debían de haber fallecido ambas. El luto de Mab le recordaba la muerte, no de su padre, sino de aquellos dos seres abolidos, eliminados, proscritos del gozo y de la vida por el desvío y la mandriería de su virilidad suspicaz, huidiza y desacorde. Ahora, saboreaba, entre la polvareda de lo imposible, el supuesto gusto que hubieran tenido los manjares que había desdeñado y que ya no saborearía nunca. ¡Maldito puesto de horchata! ¡Benditos el barman picarón, el bañero yodado, el maître exquisito que escogía las trufas, las setas y los caviares que más gustaban a Cel! ¡Oh, las cenas bajo los fénix, junto al mar, en las terrazas de balaustres de almidón, con dragones de seda por pantallas, sofocado por el smoking junto a la sirena, tifón de belleza, golf-stream de perfumes, vestida de azul-naufragio o de rojo-festín de tiburón!...

  —280→  

Calle de Génova abajo, llegó al paseo de Recoletos, con grandes bostezos. La visión del Prado, con niñas que jugaban a la comba, le consoló como algo más auténtico y veraz. En los macizos recortados palpitaba un verde esperanza de paisaje pintado con lacas. El obelisco del Dos de Mayo tenía una rosa de carne. Llegó a la estación del Mediodía. Algo le atraía hacia los campos agostados, canosos, de rastrojeras y barbechos grises.

¡Sí, la ampolla de Celedonia iba llenándose del grato polvo de oro de una experiencia desestimada! Por mucho que hiciera en la vida, aquel vacío, aquella renuncia a los halagos de un viaje sin par, único e incunable, sería una cicatriz de su alma. ¡Ay, si pudiera volver a ver a la hija del boticario o a la sirena! Volvió a ver los ribazos con los cardos raheces, la fábrica con sus torreoncillos, la estación pequeña y humilde. Entró en ella decidido, sin otro proyecto que el de volver a empezar el viaje sublime del que había asesinado los encantos. ¿Marcharse? Sí. ¿Pero marcharse solo? Una horrible congoja le invadía. Le sorprendió un ruido poderoso y creciente. Las personas que estaban sentadas en el andén se pusieron de pie. Llegó un tren con estrépito de aceros y de saludos y grititos desde las ventanillas. Agliberto buscó ansioso. No sabía a quién, pero buscó a alguien. Pronto se encontró ante una señora joven, no muy alta y sí muy linda, de grandes ojos y cabellos ondulados. Tenía unos dientes de una perfección increíble; la boca bien dibujada con sonrisa de anuncio de dentífrico. De cada mano llevaba un niño. Dos criadas la seguían. Era Tori. Ella mostró una extrañeza regocijada.

-¡Agliberto! Pero ¿qué haces aquí? Cuando salí de Madrid para casarme viniste a despedirme con lágrimas en los ojos. No he vuelto desde entonces. Donde te dejé te encuentro. ¿Acaso no te has movido de aquí en todos estos años? ¿O vienes a esperarme a diario a todos los trenes?

-No te rías, Tori, mi Tori. Tú eres feliz. No te burles. ¿Verdad que eres feliz?

-Sí, lo soy. He sabido que has estudiado la carrera con mucha aplicación. ¿Eres ya ingeniero?

-Sí, ya estoy dando con la mano en la cucaña.

-¿Te casarás, Agliberto?

-No lo sé. ¿Estos son tus hijos, Tori?

-Sí, son mis hijos. ¿No te parecen muy guapos? Son la gloria de su madre.

  —281→  

-¿Te alegra verme, Tori?

-Mucho, hombre, mucho.

-¿Me has recordado a menudo?

-Sí, te he recordado con bastante frecuencia. No ha habido año que no te haya recordado.

-¿Todos los días?

-No. ¡Por Dios! Tanto no, pero sí una vez al año por lo menos.

-¿Estás enamorada de tu marido?

-¡Qué preguntas! Pues claro que sí.

-¿Le quieres más que me quisiste a mí?

-¡Evidente! Contigo no llegué a casarme.

-Oye, Tori, ¿no has evocado algunas veces, cuando hayas reñido con tu esposo, o en las largas pausas o calderones del hastío y la ramplonería conyugales, nuestro amor, nuestro primer amor de adolescentes? ¿No has engañado jamás a tu marido, mentalmente, y conmigo, en concreto?

-¡Qué atrocidad! Eres un bárbaro -dijo riendo con su teclado y su carmín diminutos-. No he reñido nunca con mi marido, ni me ha cansado ni aburrido, y, además, no le he engañado, ni en actos ni en sueños, ni contigo ni con nadie.

Agliberto pareció sufrir una penosa decepción. Quedó absorto un instante. Su novia de antaño ruborosa, entre complacida y afrentada, iba a retirarse con sus niños sujetos de cada mano. Las criadas taconeaban de impaciencia con cestas, maletines y bultos en la mano.

El aprendiz de ingeniero no aparentaba compartir la prisa de aquellas mujeres. Aunque faltaba mucha luz en el atardecer estival, reconoció aquellos ojos que tanto había amado a los dieciocho años, donde se miró muchas veces como en un boliche de plata o una caralta de cristal; iris de ágata, que le reflejaban con una cómica convexidad carrilluda de cariátide o de amorcillo de grotesca guirnalda, veteados de dibujos topográficos de esmeraldas, oros y azabaches, formando continentes, litorales, mundos tan sin sentido y fascinadores cual los de la luna en las noches muy serenas. Por huir de aquellos ojos, por curarse de ellos había construido a Mab en su imaginación, para que Dios la creara para él.

-¿Cuánto tiempo hacía que no nos veíamos?

  —282→  

-Seis años, Agliberto.

-No, Tori, son siete y unos meses. No lo recuerdas bien porque no lo recuerdas a menudo. Hace un momento te has equivocado al decir que vine a despedirte cuando ibas a casarte... No. Fue un año antes. ¿Te acuerdas?

La situación era cada vez más embarazosa para la dama. Arrastró a los niños hacia la salida.

-Quiero pedirte un favor, Tori. Es muy poco... Además, no volveremos a vernos.

-Dilo pronto, pues no vamos a salir de esta estación en toda la noche.

-¿Me dejas dar un beso a tus hijos?

-¡Ya lo creo! -y les soltó las manos a un tiempo, con un orgullo de madre, radiante y tremendo-. Esa es la mayor. Tiene cinco años. Julio César va a cumplir cuatro.

Agliberto se inclinó, besándolos larga, sonora, tiernamente. Tori, curiosa, preguntó:

-¿Has bajado a esta estación a esperar a alguien?

-No sé si a esperarte a ti o a rescatar o recuperar..., nada..., unos días, una temporada, un viajecito que se me perdió por aquí no hace mucho...

-¿Alguna mujer?

-Dos. Una ya murió o ha desaparecido.

-¡Qué horror!

-La otra... La otra era una sirena. También habrá muerto a estas horas. Además, una tercera, la que más quería yo, está a punto de morir.

-Sigues tan divertido como antes. ¡Eres famoso! Pues ¡adiós! Eres un Barba Azul. No quiero hacer el número cuatro. Pero ¿qué te ocurre? Ay, ¡qué bobo! Se te han saltado las lágrimas. Tienes una ahí, redondita, en la mejilla izquierda.

-Tori, un último favor. Déjame tu pañuelo para enjugarla.

-Los pañuelos, en viaje, no vienen para ofrecerlos a nadie. El humo, la carbonilla...

-No importa. El pañuelo, el tuyo; el que llevas en el bolso.

Se lo pasó por los ojos. Un perfume antiguo y prestigioso se le hundió por las mucosas y le bajó hasta los entresijos.

  —283→  

-Adiós, Tori.

-Adiós, ingeniero. ¡Enhorabuena!

Quedó solo y salió. Los faroles iban encendiéndose. En los patios descubiertos de las altas casas nuevas, erguidas en el campo, las luces de las cocinas se apagaban para encandilarse con los furtivos eclipses del trajín de las mujeres.

-Este debe de ser el fundamento, el origen de los anuncios luminosos -dijo.





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ArribaAbajo La resurrección de Celedonia

AL DÍA SIGUIENTE, Agliberto recibió una carta azulada, con timbre francés y matasellos de Deauville. En la punta del cierre del sobre, un enlace o una sigla indescifrable, con dos espaditas cruzadas, semejante a la marca de ciertas porcelanas de Sajonia. Una letra descuidada y volandera malcubría un pliego que encerraba estos conceptos, entre otros:

«Me propuse guardar un silencio de muerte. Pero no puedo más. Es como jugar al serio o estar un minuto sin alentar o tomar los siete tragos para quitarse el hipo. No puedo resistirlo. No he muerto, no. Vivo, Agliberto; vivo una vida tan incanjeable, tan intransferible, que no me atrevo a arrancármela, aunque sé que a ti te sería grato verme eliminada del mundo. ¡Si tú supieras, verdugo, torturador, feroz Atila, cuánto le duele a una mujer la evidencia del desaire homicida, como inapelable sentencia fatal! Y no obstante, no puedo callar más tiempo. Nadie tiene que advertirme e ilustrarme de que no hay nada tan implacable como el desvío del hombre hastiado. De aquí en adelante, me será indispensable escribirte todos los días. No sabes cuánto me duele arrebatarte ese agridulce reconcomio de remordimiento que, sin duda, sentirías por mi muerte que ni evitaste ni llegaste a lamentar. Sé que esta carta y las sucesivas serán otras tantas amenazas a tu prudente y calculado retraimiento, pues renuevo tu alarma y te amargo tu ya tórrido veraneo de Madrid. Serías capaz de estar en unas parrillas, como san Lorenzo, con tal de no verme. Pero lo lamento mucho; necesito escribirte, y cuando llegue necesitaré verte. Celedonia ha resucitado. Además, creo conveniente decirte, para tu tranquilidad, o para tu intranquilidad, que no estoy ofendida y que en modo alguno me considero desgraciada. Cuando lloro, a menudo, no es por ninguna pena, pues no siento ninguna; debe de ser cosa del aire, de algún perfume, de la sal del mar. Además, creo que me divierto. Chico, estás de enhorabuena. No debes tener el menor peso sobre la conciencia. ¡Que me quiten lo bailado, es decir, lo no bailado! Sabía que te era insoportable. Por ello me zambullí en las aguas. ¿Qué tal lo pasaste   —286→   después? ¿Alivio, susto o indiferencia? Yo deseaba vivir contigo unos días. Era un experimento que casi iba envuelto en las ropas de una ilusión. Afortunadamente, nuestro comportamiento ha sido tan irreprochable que no hay de qué arrepentirse. ¡Si supieras cuántos deseos tengo de verte! ¡Las cosas que tengo que contarte!».

Sí, en efecto, no cabía duda. Estaba escrita por Celedonia, resurrecta. Agliberto quedó sin pensamientos, sin voluntad, sin posibilidad de moverse. Nunca se sintió tan inerte, tan falto de conciencia, tan incomunicado con su propia mente. «Voy a convertirme en un arbusto o en un mueble -sospechó-. ¿Será esta la sensación de una metamorfosis?» Se levantó en pijama y zapatillas japonesas; alzó la persiana. Los pregones y griteríos de la calle le parecieron tan intempestivos, tan innecesarios, tan sin sentido que miró al cielo. Echaba lumbre, blanquecino y pálido, con unas gotas, muy pocas, de añil diluido. Apoyó el mentón en la barandilla y sintió una quemadura. El sol le abrasaba la nuca. Se retiró del balcón. Ya en la butaca, su primera reflexión, después de la anterior sospecha, fue esta: «Cuando resucitemos, que es hecho evidente, indudable; cuando se yerga la envoltura carnal en la reintegración apocalíptica, ¿podrá ser que el alma humana se atenga a decir: "Aquí no ha pasado nada"? Todas las restituciones irán, deberían ir acompañadas de la congoja del hijo pródigo. Y claro es, la restitución suprema irá acompañada, no solo de la máxima adhesión a Dios, sino también de la mayor sabiduría, resumen de un indefinido y necesario número de experiencias del espíritu a través de... ¿A través de qué? ¿Tú qué sabes? Tienes veinticinco años y por el camino que llevas no vas a resolver ningún problema con faldas. Eres un imbécil. Un menflis. Un lila».

Después ahuecó la voz y dijo a la criada:

-La cigarrera no me ha traído los pitillos. Hay que avisar a esa tía golfa. No tengo qué fumar.

Las cartas de Celedonia se repitieron todos los días, hasta fines de verano, infalible y puntualmente. Estaban en todas partes, invadían todos los bolsillos de Agliberto. Por las tardes él no faltaba a casa de Mab, casi siempre para llevarle bombones. Preguntaba a la familia por la liquidación de los derechos reales, por los trabajos de los marmolistas, por las particiones y el cobro de los seguros del modo más impertinente e indiscreto. Se le toleraban tales intromisiones como a ardilla servicial que tenía   —287→   que justificar sus asiduidades. Pero la frecuencia de sus visitas no aceleraba su declaración de amor. Titubeaba, se distraía, tartamudeaba al quedar solo con su tan adorada Mab, como si quisiera dilatar el comienzo de sus relaciones oficiales. Las cartas de la resucitada crujían en todos los bolsillos de sus prendas y soliviantaban la alarma. Más que el texto le seducía la firma, el nombre tan delicioso, evocador y eufónico. Por nombrarla deseaba ya que viniera cuanto antes.

Una tarde, a fines de septiembre, esperando la hora de su cotidiana visita, mientras apuraba el tiempo inagotable manchándose los zapatos de lona con ceniza del cigarrillo en las últimas posturas de aquella temporada, un criado entró en el saloncillo del Club y le anunció que una dama deseaba verle. No había dado su nombre.

-¿Cómo es?

-Es una señorita vestida de negro -dijo el hombre del calzón corto, rehusando, resistiéndose a toda descripción.

Agliberto salió desconcertado, temeroso, porque el color se prestaba al equívoco. Era Celedonia, vestida de negro, en efecto, pero no de luto; un levitín recto de moiré, muy puente-de-los-suspiros, que atolondraba con un temblor de azabaches, ónices y lacas, y una falda de lo mismo, muy larga para la moda de entonces (uno de los repetidos intentos de París en cada otoño de alargar las sayas). Por sombrero una campanita de felpa de seda, con un sprit. Venía más esbelta, más deliciosa, más crecida que en su vida anterior. Quizá demasiado pintada. Los rosas, los carmines, en la prodigiosa blancura de su piel, tomaban esos tonos de transición refrescante de los helados de fresa al mezclarse con el mantecado. Se abrazó a él, en la misma sala de visitas del Círculo, y le dio dos besos en el cuello de la camisa, dejando las correspondientes huellas rojas.

-¡Ya vuelvo a verte! ¡Ya estoy contigo! ¡Qué alegría! -decía, palmoteando-. Ven conmigo, ahí tengo un coche.

El joven pidió su sombrero de paja y salieron.

-¡Ah! ¿Quieres raptarme en una manuela?

-¿Recuerdas aquellas carrozas con damascos y tisús de oro? -preguntó ella, suspirando.

El cochero sonreía, complacido, previendo la aventura. Bajo la capota echada se desenvolvían los mimos, las miradas, las sonrisas, las caricias del ante negro, los giros   —288→   y evoluciones del matasellos carmesí. Después del verano se producen frecuentemente fenómenos de esta laya. Los aurigas están en el secreto, y lo esperaban antaño, como los agricultores la cosecha de maíz.

Después de las verbenas no cabía a los cocheros sino lo que les traía el veraneo, como residuo de oculto pecado. ¡Tolerancia, tolerancia! (Después no venían sino brumas, entierros, los Santos, los Difuntos, los fríos del Adviento, a veces sin lluvia, como, después de los Carnavales, la Cuaresma, época en que nadie deja de ir a pie, por mortificarse.)

-¿Iremos hasta el fin del mundo? -preguntó Agliberto, otra vez temeroso, y pensando: «Ahora ya no queda ni asomo de clandestinidad. No es un viaje ignorado. Es de una publicidad escandalosa esta imitación de idilio en un carricoche medio descubierto y a las seis de la tarde, en verano».

-No, no vamos hasta el fin del mundo. ¿Para qué? -respondió Celedonia-. Voy a casa de mi madrina. He llegado hoy. En verdad, no he salido más que para verte. No puedo vivir sin ti.

Él la miró con fijeza, regodeándose en la renovación de su tragedia. La manuela se había parado. Estaban en la calle de Fuencarral. Una colisión de carruajes impedía por unos momentos el tránsito. No faltaban curiosos que miraran a la pareja, mal disimulada por la capota. Los rizos de Celedonia emergían de la campanita de felpa como los estambres de una flor. Sus piernas, cruzadas bajo la larga pero angosta falda de moiré, desafiaban a los más canónicos modelos de museo. «No nos asustan las estatuas», parecían decir las pantorrillas, rematadas en mirlos de charol con hebillas de plata antigua. Acertó a pasar por allí uno de los hermanos de Mab. Muy discreto, apartó la mirada por no darse por enterado de aquel pecadillo, al parecer disculpable. Agliberto suspiró. Su enamorada creyó oportuno y delicado hacerle estas preguntas:

-¿Qué tal se lleva tu alma con tu cuerpo? ¿Viven en buena armonía? ¿Subsisten los disgustos de este verano?

-Ya aprecio menos las diferencias entre uno y otro. Y hasta he llegado a creer que no soy un compuesto de materia y espíritu, sino de substancia neutra. Sospecho que es ahora cuando voy a empezar a ser interesante.

Ella apenas sonrió. Llegaron a una plaza de noble y amable decoro vegetal y se despidieron.

  —289→  

-¿Nada más? -preguntó él, desorientado.

-Por hoy nada más.

No sabía qué decirle como postrimería sabrosa del adiós. Ya se alejaba, negra, esbelta, gentilísima. La llamó.

-¿Quieres ser mía, Celedonia? -balbuceó cuando volvió a estar cerca.

-¡A buena señora! -dijo ella, fugaz, con risita triste.

Agliberto, turulato, quiso ordenar al cochero la dirección inevitable, con la palabra imantada hacia su estrella polar. Quiso emplear su fórmula de siempre. «¡A casa de la reina Mab!», pero no supo pronunciarla. Indicó una calle, un número, después de recomendar que se bajara la capota con objeto de aventar los inciensos del arrumaco, las alhucemas del endemoniado idilio. El ángel de Ribera le aguardaba en su balcón y le saludó desde lejos con la mejor sonrisa y el más gracioso aleteo de manos, como si le esperara largo rato.

El auriga penetró en el doble secreto del porqué abandonaba un corazón para asir otro con la despreocupación acelerada de un malabarista, y le guiñó un ojo con aviesa picardía. Era el instante de la propina:

-¡Que Dios le dé a usted gracia y salud para seguir engañándolas toda la vida! -dijo por lo bajo.

Agliberto pasó los umbrales. Las grandes puertas negras de casa de Mab espejeaban en sus obscuros barnices tanto como los grandes llamadores dorados, matraces de la luz septembrina. Un portero urraca, con uniforme de jerga y pechera blanca, le saludó como a futuro e inminente inquilino.

Ella le recibió muy cordial. En seguida su mirada se clavó en la huella de carmín del cuello planchado. Estuvieron algún tiempo solos, sosteniendo la visita, sin testigos. El joven ingeniero quiso interesarse por algún documento, por alguna gestión en que pudiera ser útil. Pero no acertaba a hablar.

-Parece que quiere usted decirme algo hace días y no se decide a ello. Antes era usted más locuaz. Aquellas cartas de su viaje eran el eco de sentimientos profundos y la expresión de pensamientos elevados. ¡Cuán poco elocuente está usted ahora conmigo!

-Sí, Mab, sí. Lo reconozco. No puedo decir nada de aquello. Es lo negro. Mientras esté usted de luto...

  —290→  

El rostro de ella se entenebreció con un suspiro.

-Mi luto será de dos años. ¿No he de llevarlo? ¡Pobre padre mío! Así es que, mientras tanto...

No pudo terminar. Una congoja atenazó su garganta.

-Es esta ropa negra. Nada más -murmuró Agliberto, y desabrochándole un botón de la blusa de crespón pareció hacer ademán de quitársela en un movimiento tan revelador que pareció desnudarla de un golpe. Mab retrocedió, herida en su pudor, asustada de ver trocado en tan procaz aquel amor de antes, devoto y reverencioso.

-No, no es eso. No me juzgue mal. Si pudiera usted ponerse algo de color, pero de color muy vivo.

-No puedo ponerme nada de color.

Algo muy abigarrado. Un albornoz de baño, verbigracia.

-¿Un albornoz de baño? ¡Qué ocurrencia! Debo de tener uno en mi cuarto.

Salió y al poco rato vino envuelta en la felpa multicolor. Los azules, los amarillos, los ocres, en ramalazos vibrantes, le daban una vida nueva. Todas sus turgencias se manifestaban fosforescentes y fabulosas. Su sonrisa radiante tenía una carnación coralina.

Él se sentó a su lado y le tomó una mano entre las suyas.

-Permíteme que te tutee esta tarde, Mab. Estoy sediento de colores, pero no de colores de museos ni de tiendas de sedas o de droguerías, de los otros, de los fugitivos segmentos de arco iris, rayos de estrella, escamas de pez. Tornasoles quiero y no muestrarios de anilinas. Escúchame, Mab: hay en el mar unos seres que son mujeres hasta un cierto punto en que dejan de serlo y su forma se remata en la de un ave o un pescado. Y claro, como no están unidos a tuerca, son tan ambiguos esos seres que sus naturalezas se transfunden de un matiz a otro con una fuerza de seducción inevitable. Les dicen nereidas y sirenas. No son producto de la imaginación, pues la imaginación está incrustada de buenos propósitos, de cuerdos programas y de nobles intenciones, casi siempre utilitarias. Son hechura de la realidad frondosa, jadeante, ubérrima. Su principal encanto no consiste en añadir a su condición humana las cualidades natatorias o volátiles, sino en resolver su esencia en una insospechada superación. Les sucede como a esas palabras que aparentan no poseer más tono, más color, más cualidad que la de su significado y luego se deshacen, se quiebran, se resuelven   —291→   en otras posibilidades fonéticas bucales, esquemáticas, musicales, en arabescos de asociaciones increíbles, inéditas, sin denunciar. A esos seres les llaman nereidas, ondinas... Hay una palabra muy bella para llamar a una mujer: Celedonia.

-¡Qué horror! -interrumpió ella.

-Sin embargo, cele en celeste es muy bella: cele-ste, y esa terminación onia ¿no es deliciosa en María Antonia, agua de Colonia y porcelana de Sajonia? Unidas, no las soporta nadie. ¿Acaso son como esos seres mixtos, ni carne ni pescado, nereidas o sirenas del mar que nunca son admitidos como brusca o torpe síntesis de dos elementos dispares, inconvenientes uno para otro? Acércate, Mab. Envuelta en ese albornoz me parece que acabas de salir del mar, y me haces el hombre más feliz del mundo.

-Da mucho calor. No puedo más -suspiró la joven, sofocada-. ¿No crees, Agliberto..., no acierto a tutearte, que la imaginación humana es muy poca cosa?

-Casi nada, Mab, casi nada.

No se habían tuteado nunca. Estaban hechos y prometidos de antemano, uno para otro. Nunca intentaron esa familiaridad tan rápida y usadera entre los jóvenes de sus años y medio social.

Pasaron por el ridículo del tratamiento rígido para poder entrar de rondón desde el empaque hasta el amor oficial y las negociaciones de boda inminente.

-¿Estás contento? -acabó Mab, al quitarse el ropón.

-Sí; pero saber que debajo de él hay un desnudo no es lo mismo que tener la certeza de que solo hay un vestido de luto.

Ella suspiró:

-¡Ay, Agliberto! Esto es intolerable. ¿Acaso tú, que me soñaste, que me pediste como soy, pudiste suponer que tu futura y tierna esposa pudiera escuchar esas procacidades sin sonrojo y sin protesta?