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ArribaAbajo En voz alta

-MIRA, HIJA, COMPRENDO que tu ingenierito, que es una monada de hombre, haya respetado el luto durante dos meses, sin decidirse. Pero su tardanza ya va picando en historia. Es menester acelerar la declaración. Estos pelmazos tienen mucha asadura. Pesan, miden, calculan. Dicen: sí; pero yo valgo mucho. Se miran en las lunas del cuarto de baño al afeitarse y se pavonean ante el espejo de su carrera privilegiada. Todo les parece poco, si no es una princesa tártara. Es menester ponerlos en la disyuntiva de que escojan entre el vado o la puente. Hazme caso a mí, que me sobran muchos años de experiencia de los hombres. No le aguantes más tabarras. Ya que tu madre y tus hermanos no han tenido la energía suficiente para plantarlo de patitas en la calle, tú debes ponerle las peras a cuarto. ¿Quieres hacerme caso? Ven a pasar una temporada a casa. No te verá. Allí no puede entrar. Tu alejamiento avivará su interés. Ya verás: rondará el jardín como un perro hambriento. ¡Si no los conociera yo! Todo eso caso de que tú sigas tan decidida por él. Yo creo que con mi Torcuato hubieras hecho buenas migas; pero, Mab de mi alma, no me guía el resentimiento, sino la amistad, y con tal de verte contenta y alegre, hija mía, ¿qué no haría yo? Se lo diremos a tu madre. Como no habéis salido este verano por causa de la muerte de tu padre, que en gloria esté, lo aprobará; a ti te sentará de perlas una temporadita en las afueras. ¡Si vieras qué preciosidad de rosales! ¡Está aquello tan hermoso! ¡Y a ver si ese ganso del Capitolio rompe de una vez! ¿Le quieres, Mab, le quieres?

-No sé, Mencía, si estamos hechos el uno para el otro. Pero de lo que sí estoy segura es de que yo estoy hecha para él.

La cizañosa y pizpireta sexagenaria hablaba en un apartado gabinete con la escultórica doncella. En el fondo, pretendía la buena señora secuestrar a Mab, para quien tenía preparado uno de sus pimpollos. Movía la zarpa contra Agliberto, que se había introducido en la casa de un modo súbito, impertinente y pegajoso, para no concertar rápidamente la boda y hacer perder tiempo a la muchacha. Se realizó el plan y Mab huyó al chalet de doña Mencía, entre la ciudad y la Dehesa de la Villa.   —294→   Allí aguardó entre pinos pomposos, rosales mustios y lamentables, geranios en macetas esmaltadas, en una construcción de estilo suizo con listones azules en aspas diagonales, la declaración de Agliberto. La entrada al hotel le estaba vedada. Habían de entrevistarse con una verja y varios metros de jardín por medio. Ella desde un balcón, él desde fuera. «No es una dificultad extraordinaria, ni un secuestro. No creo que acelere mi decisión», pensó Agliberto. En estas vacilaciones y con la natural impaciencia de Mab, pasaron los primeros días de octubre. Las zozobras de la criatura, realizadas según el patrón imaginativo, aumentaron en medio de aquel plan peligroso. Antes de resucitar Celedonia, el joven la veía casi todos los días, con rarísima excepción. Después estableció dos turnos, uno par y otro impar: lunes, miércoles, viernes y domingos, para el té casero, el flirt prematrimonial, con la modelo de la casa de confecciones de Dios; martes, jueves y sábados, con Celedonia en chocolaterías secretas, a hurtadillas, en coches de Casino. Iban al Retiro al anochecer, al final de estas tardes de otoño, tan finas y acendradas, algo contritas de los ardores estivales, en que pueden darse los mejores y más sabrosos contrastes. Alguna vez llegó ella con esa deliciosa contradicción de indumento, tan frecuente, en esos días de transición; zapato y media blancos y un zorrito o cibelina en el cuello sobre el vestido de crespón claro. A través de los arcos de la Puerta de Alcalá contemplaban la perspectiva escenográfica de la calle, bajo los celajes desgarrados en rosas, en arreboles, en grises de perla obscura como plumas de avestruz agitadas por el viento.

Algunas tardes sentían a través de su ropa de verano el tenue remusguillo de los primeros fríos. Se entretenían en burlar la vigilancia de los guardas, y se quedaban dentro del parque después de cerrar las puertas. Entonces veían la ciudad rayada por una falsilla de absurdo, de prevenciones, de ruin policía. Salía un creciente de oro viejo entre las blondas veloces de unas nubecillas, o una lunarota de azogue que ponía un baño galvanoplástico a las arenas y los follajes, dando una sensación de rocío fresco que al poco tiempo producía un ardor en las manos y en el rostro, como si fuera nieve convertida en luz. Buscaban en las avenidas de argento, de música, de enramada y soledad los cantos de los pájaros: el ruiseñor que ya había enmudecido, el pinzón, uno que hacía cucú en lo alto de los negrillos y que nunca vieron. Se acercaban a la Casa de Fieras y allí una multitud de aves exóticas producía una algarabía satisfactoria,   —295→   cómica y bella, como un atlas geográfico. Alguna vez se besaban. Pero aquel suave misterio que a través de la ropa de seda penetraba por los dedos de Agliberto, aquella sensación de espalda o cintura, propicias a la entrega, apenas le conmovía con ese reconocimiento, condición indispensable para el instinto. «No la entiendo ni en alma ni en cuerpo. Es una fatal desdicha. No la comprendo. Cuando la tuve a mi pleno y absoluto alcance ni la quería ni la deseaba. Cuando la supuse muerta, la amé con un amor confuso, frenético, indescifrable. Ahora despierta mi ternura, pero ninguna atracción magnética ni animal. No debe de estar completa. Debe de ser una tullida, una amputada.» Una de aquellas noches lunares en que se quedaban solos en el parque, en la glorieta del Ángel Caído, bajo los altos pinos, mitad leonardescos, mitad románticos, la abrazó, y mirándola en los ojos donde resplandecía un sopor verde de estanque con sus nenúfares, sus lotos y sus juncos microscópicos, se atrevió a pensar en esta pregunta: «¿Quién es la sirena?». Pero le pareció tan absurda que vaciló y tartamudeó algo.

-¿Qué me quieres decir, amor mío? -inquirió ella, rozando el suelo solamente con las puntas de charol de sus zapatos, aérea, dispuesta a volar, a volatilizarse toda, para entrar por los sentidos del amado.

-¿Quieres ser mía, Celedonia? -dijo él, por cumplir con una fórmula, y por ocultar su curiosidad insufrible.

-Aquí, no. Pero soy tuya hasta la muerte..., hasta después de la muerte.

Tuvo que sujetarla, abrazándola, para que no se cayera.

-Si no soy tuya, tú sabrás por qué -dijo sollozante.

La arrastró desfalleciente. Como siempre, hubo bronca a la salida. Los guardas protestaban de la permanencia en el parque después de cerradas las puertas. A veces proferían alguna palabra gruesa, pero como eran noches de luna las escogidas para aquellas travesuras, un reflejo de plata apaciguaba el furor ordenancista. Pero siempre los guardas miraban a Celedonia con una mirada socavadora de reprobación, apetito y rencor, como a una Eva continuamente expulsada y siempre reintegrada al Paraíso. Una noche una mirada de aquellas la ofendió tanto que quitándose su sombrerito de gamuza roja le dijo:

-¡Bárbaro! Todavía reluce una estrella en mi frente.

Y el arcángel de la gorra cerró los ojos.

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Mab, por su parte, le esperaba en la otra punta de la ciudad, de cara a los perfiles del Guadarrama y al manto azul de El Pardo, mar vegetal. Cantaba en la solana, en los miradores, en el torreón, como una princesa de balada. No se podía soñar un canon de belleza más solemne e irreprochable, una sonrisa más acogedora, una música de expresión más dulce. «Sin embargo, es tan incompleta, tan trozo, tan pedazo como la otra. Van a volverme loco. No se pueden pronunciar dos palabras a un tiempo, ni pensar en dos cosas simultáneamente, ni amar a dos mujeres a la vez. Habrá que seducir o matar a la que esté más enamorada.» Los diálogos con Mab iban adquiriendo una tensión exaltada, confianzuda, como de personas que van a hacer un viaje de novios dentro de seis meses. Ella, desde la altura de sus ventanas con el desenfado correcto y con la sana osadía de las que han de ser honestas y modelos de madre toda la vida, le dijo, riendo, una tarde:

-¿Por qué no me raptas, Agliberto?

Enloquecido, llegó a su casa y dijo a su padre que había de hacer un viaje inmediato y le pidió a quemarropa dos mil pesetas.

-¿Huyes de alguna mujer? -preguntó el viejo.

-De dos.

-¿Son dos? No te doy un céntimo. Una te curará de la otra. Serían ganas de gastar dinero en balde.

Insistió, e hizo las maletas. ¿Adónde iría? Lo ignoraba. Sortearía entre las capitales de España. Metería una plegadera en una guía de ferrocarriles y seguiría el itinerario de la página favorecida. Era preciso abandonar a una y a otra. Había sufrido demasiado. Quizá sufriera más a distancia, pero... Salió al día siguiente para hacer algunas compras. El tiempo había cambiado en turbio, gris y lluvioso. ¿Cómo se despediría de ellas? Lo mejor era no despedirse.



Sin embargo, sentía una comezón por escribir una carta. ¿Para quién? ¿Para Mab o para Celedonia? Deseaba encontrar palabras que justificaran su decisión; necesitaba estamparlas de su puño y letra para persuadirse a sí mismo de la legalidad y el decoro de su decisión. «Tomaré un aperitivo en Molinero para inspirarme.» El café estaba   —297→   desierto, con una fría alerta espejeando en los planos de las mesas de cristal y en las sillas color de regaliz. «En efecto, dos enamoradas, en perpetuo brindis de sí mismas, no llegan entre las dos a formar una mujer completa. En ese caso 1 + 1 = ½, o mejor, menos que media mujer; una cantidad que va disminuyendo a medida que aumenta el pugilato de las dos ofertas femeninas.» Abandonar a Mab era un grave pecado. Una blasfemia que Dios no perdonaría. Era perfecta; su estatura, su perfil, el arco de su boca, de su cintura, de sus piernas, el color de los ojos y el pelo eran lo que más le había agradado, en otras mujeres, por separado. Celedonia, por su parte, era demasiado blanca y rubia; pero el verde de sus ojos, odioso en otras, la nariz fina y un poco respingona, antipática en las girls o peliculeras, el hoyuelo en la barbilla, prestándole unas prerrogativas de niña hermosa de tarjeta postal, tenían un encanto imprevisto. Su voz era menos soñable que la de Mab, menos noble de timbre, menos rica en claroscuros de contralto. Le parecía escuchar la voz de Celedonia. La mujer que hablaba en el saloncillo contiguo tenía una voz semejante, o a lo menos lo parecía. «Es una obsesión; me parece oírlas y verlas por todas partes.» En un espejo que formaba un ángulo propicio distinguió un sombrero de campana negro con un sprit y un vestido de moiré adornado de piel. La imagen de la sirena volvía repitiéndose en aquellos acariciadores movimientos de las manos enguantadas. Pero el vestido era el que llevaba Celedonia el día de su resurrección. A su lado, junto a la mesa, estaba un hombre corpulento, de unos treinta y cinco años, con las facciones imperfectas y repulsivas de esos actores americanos de cine que siempre representan papeles de personas honradas, rectas, nobles e insufribles y que besan a las deliciosas estrellas de la pantalla. Celedonia no podía divisar a Agliberto, de no haberle buscado en la cuadrícula de espejos. Ajena a toda inquisición, reía ante un cocktail y soplando en la paja procuraba lanzar al rostro de su acompañante la funda de papel de arroz, proyectil inofensivo de tan sutil cerbatana. Se miraban tierna y largamente, y su flirt era muy subido. Agliberto creyó que era una alucinación; que Celedonia, tan amante y consagrada a él hasta el extremo de ser abandonada por tanto apego, constancia y fe, sostuviera un diálogo con los gestos, los halagos, las sonrisas que él creyó para sí solo, le pareció tan absurdo como si en vez de sentirse adherido al suelo se hubiera visto pegado al techo. Unos lentos y violentísimos latigazos le sacudían las sienes y le impedían ver y reconocer a su amiga. Pero ella nunca le engañó con nadie: el sátiro del cine,   —298→   el vizconde, el peluquero habían motivado su protesta. Pero no: la más fiel, verdaderamente, había sido la sirena. Y la sirena ¿no era aquella mujer que tomaba el aperitivo con aquel hombre horrendo y le ponía en la boca avellanas tostadas y aceitunas? No se movió. Quería saber más, como siempre en esos casos. Le costaba trabajo respirar. En el pabellón de la oreja le corría un ardor de colegial castigado. No oía las palabras. Se tuteaban (¿y qué?).

Ella se levantó. Nunca le pareció tan esbelta. Tenían sus caderas una alusión marina, de delfín de mayólica, de nereida de esmalte. Agliberto se acercó a una ventana y atisbó por el resquicio de la cortinilla. Detuvieron un taxi... El aliento del que espiaba henchía, entrecortado, la cortinilla. Vio cómo él abría la portezuela. Agliberto adelantó la cabeza tan bruscamente que dio con la frente en el cristal. Subió ella sola y saludó con un ademán muy familiar y expresivo al hombre feo y corpulento. Agliberto pensó: «¿Habrá pinzas, dicótomos, microscopios, sutiles aparatos de cirugía y de ofitrea para poder separar las fibras, aislar las neuronas, comprobar las secreciones internas y ver la causa y la razón por la que suceden cosas como esta?».

Llegó a su casa. Sus hermanos le preguntaron:

-¿Sabes ya adónde vas y a qué hora marchas?

-No me voy. Sería un disparate -respondió sonriente.



No dejaba de pensar en Celedonia. Se le antojaba más crecida, más poderosa, más completa que nunca. Mientras almorzaba frente a su familia con gran jovialidad y alborozo, las nubes rompieron y grandes jirones de azul embalsamaron la tarde otoñal, dorada, bruñida y sabrosa.

Apenas terminara, se encaminó hacia el lugar donde Mab, secuestrada en el chalet de doña Mencía, aguardaba en vano desde hacía tres días la llegada del amado. Había salido al mirador a ver la tierra mojada de emoción de lluvia, de intención geórgica. Las hojas empezaban a desprenderse de los árboles. Las castañas de Indias a caer de sus ramas. Las moscas y avispas agonizaban junto a la marchitez vegetal. Agliberto llamó desde lejos: «¡Mab, Mab, bendita seas, Mab!». Ella esperaba aquel momento con la firme esperanza de un hecho infalible, inaplazable, como la conjunción de un eclipse.

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Cuando estuvo más cerca, ella respondió con la fresca corola de su sonrisa:

-Eres bueno, Agliberto. Has estado tres días sin venir, pero al fin has llegado. Llevo dos noches en vela y he obtenido el permiso de Mencía para que entres y hablemos. Ya vienen los fríos y no es justo que charlemos al aire libre. Abriré la puerta del jardín.

-No, Mab de mi alma, no. Todo menos eso. Lo que yo quiero decirte, lo que vengo a comunicarte, no es un secreto, sino algo que ha de ser escuchado por el universo entero. Solo lamento el corto alcance de mi tenue voz.

Se esforzaba en elevar el tono. Hubiera querido ser oído como Esténtor.

-Sabes que te he amado siempre, Mab. No ignoras que tu destino es vivir entre mis brazos y mi anhelo. Estás hecha con las primeras materias de mis sueños, de mis preferencias, de mis gustos, a la medida y al peso de mi ambición, de mi capricho, de mi esperanza. ¿Qué sería de ti, si no te adorara, si no viniera a decírtelo, aquí, a distancia suficiente para que todo nos oiga? Escuchad, doña Mencía y toda su familia; escuchad, vecinos; escucha, tú, sabandija de cobalto del Guadarrama; y tú, noble, espeso y azulado Pardo, y vosotros, pinos amados por Cibeles; escuchad, rosas románticas y cielito azul: yo quiero a Mab; es mi complemento, mi adorada mitad, mi media naranja. Sabedlo y contadlo, vosotras, golondrinas rezagadas, que vais hacia el África..., ¡un momento, no tan deprisa! Enteraos de que Mab es para mí, y solo para mí.

Gritaba, se desgañitaba, no tanto para informar a los montes, a los árboles, a los pájaros, como para persuadirse a sí mismo; como para convencerse escuchando la confesión cada vez más desgarrada y patética que le brotaba de la garganta. Quería aprender aquella lección de amor como de niño aprendía las lecciones del colegio, repitiéndolas en voz alta. Por una ventana del piso bajo del chalet asomó la cabeza curiosa de doña Mencía. Arriba, alguna criada también presenciaba la declaración de Agliberto, conteniendo la risa. Mab le interrumpió y le respondió en voz alta:

-Algo te has hecho desear; pero, en efecto, tenía que ser así. Yo sabré corresponder a tus sentimientos y no me será difícil, porque, si no me equivoco, estoy hecha a semejanza de los proyectos de tu corazón. No puedo explicarme de otro modo por qué te amo, ni tampoco por qué me amas tú.

Algunas personas que pasaban cerca del chalet se detuvieron por oír aquel retórico y altisonante diálogo de amor recién iniciado.

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-¿Sabes por qué te amo, Mab? Porque tienes casi la misma estatura que yo, porque pesas sesenta y cinco kilos, porque te gustan los mismos deportes, dulces y labores que a mí. Porque el conjuro de tu voz me hará feliz y poderoso. Porque el amor de tu corazón me dará dos hijos y una hija, y después de cuarenta años o más de existencia plácida y sabrosa descansaremos en la misma sepultura hasta que Dios quiera resucitarnos para siempre en la aurora de la eternidad.

De cada ventana salió una cabeza. En los hoteles de las cercanías las gentes prestaban oídos y se acercaban.

-Te adoro, Mab, porque eres hacendosa, robusta y cristiana. Porque después del tenis no te has apoyado en el hombro de ningún jugador. Porque nunca tomas aperitivo ni cocktail con tus amigos, y tu esposo y tus hijos jamás recordarán de ti una ligereza.

-Así es y así será, Agliberto -sentenció, Mab, haciéndose bocina con las manos.

-Te amo, Mab de mi vida, porque nunca emprendiste un viaje con un amigo joven, ni provocaste a nadie con tu coquetería ni con desenvueltas audacias. Porque jamás perseguiste ni llevaste a tu alcoba a un hombre, y tu nombre resonará tan limpio en el hogar como en los alcázares de la imaginación pura.

-Así ha sido y así será -contestó desde su balcón la joven, cantando, con voz grave y armoniosa.

Cruzó una bandada de cornejas, con un graznido semejante al de las bolas de billar cuando chocan.

-¿Me querrás siempre? -preguntó Mab.

-Siempre. Huid, aves agoreras del mal. Acudid, pasad, enormes y gratas cigüeñas, fieles y honradas como mi Mab, que jamás ha de engañarme ni habrá de ser sorprendida, en flagrante delito de traición, tomando el aperitivo con un capitán de húsares o un actor de cine. Te amo, y te pido por esposa a tu voluntad y corazón.

Doña Mencía, su marido, sus hijas, sus hijos presenciaban aquella declaración frenética, delirante, retórica y vociferada, con una extrañeza no exenta de emoción. A Mab le flaqueaban las rodillas. Como los actores se abalanzan sobre el infeliz autor para sacarlo a recibir las palmas del público, aquella familia arrastró a Agliberto hasta Mab. Torcuato le abrió la puerta. La gentilísima enamorada había sufrido un vahído.   —301→   Le dieron agua y vinagre. Muchos pazguatos se agolpaban frente a la verja del hotel. Cuando se repuso, Mab suspiró:

-Sí, Agliberto; todos estamos convencidos de tu amor. Yo, por mi parte, solo vivo para ti, desde hoy.

-No, Mab, desde siempre y para siempre. No quiero que hayas vivido para nada ni para nadie antes de vivir para mí.

-Eso, Agliberto, eso. Despídete. Da las gracias. Te amo. Ya lo sabes. Soy muy feliz. Escríbeme pronto. Mañana, pasado. No tardes. Quiero una carta tuya. Una carta muy larga y muy bonita. La espero. ¡No sabes lo que me gustará!...

Aún permanecieron un rato juntos.

-Ven mañana. No faltes, y por la noche me escribes esa carta. ¡Que sea muy larga y muy bonita!





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ArribaAbajo Las estrellas

Y AGLIBERTO ESCRIBIÓ una carta, que copiamos:

«Hace dos días que saboreo la prueba de que soy correspondido. No puedo, no quiero escribir ni pensar que me ames. Me parece demasiado como premio -como verdad, indispensable- y su expresión resulta lastimosa, inconveniente, fatua, irreproductible para contribuir a un estado de convencimiento que no necesita de comprobantes verbales. Quisiera explicarme. Que una mujer ame a un varón puede ser algo indecoroso e infortunado, pero que corresponda al amor de un hombre es acabar, conseguir, dar remate al mayor y mejor milagro del mundo. ¡Oh, prodigio de los prodigios! ¡Corresponder a un amor!

¿Quién fue el primero que imaginó la balanza para símbolo de la justicia? ¿Por qué el símbolo se refugió en el estado más excepcional del aparato? Ten presente, Mab, que pongo aquí aparato y no instrumento. Es decir, sí. Como símbolo, instrumento, que todos los símbolos instrumentos son. Pero la balanza es algo más que símbolo: es imagen. Y si es imagen de algo es del alma humana. Cuando un platillo sube el otro baja, y viceversa. Quizá sirva para ponerlos al mismo nivel. Pero de hecho están siempre a distinta altura, disconformes, discutiendo, en riña, tirando el uno del otro, en pugna por un triunfo que nunca se consigue, pues el empeño de un platillo sobre el empeño del otro no se traduce más que en desequilibrio, nunca en supremacía. En la suave cuenca de esos platillos descansan los sentimientos, las pasiones, las ideas, los programas, la ambición; todos los azufres, las raíces, los polvos de la madre Celestina de la droguería psicológica.

No te asustes, Mab, no te asustes de mis desvaríos en esta primera epístola de novios. Es que estoy enamorado. Beso los boliches de mi cama, los forros de los cortinajes, hasta las flores de la alfombra besaría; todo lo más humilde, lo más ínfimo, lo más insignificante que esté adherido al planeta, porque el universo se me aparece todo él digno, hermoso, elocuente, a un tiempo ahijado y padrino tuyo, hasta en su último   —304→   bártulo o cachivache; porque te amo, Mab, porque te amo, y siento que el platillo de tu alma, si no está al nivel del mío, a lo menos está unido por la barra de la misma balanza.

Te escribo junto al balcón abierto. La mano de la noche acaricia la ciudad que sueña en sus negocios, en sus amores, en sus gimnasias del día siguiente, sin darle importancia al halago presente e inefable. La tibieza de unos dedos pasa por delante de mi lámpara sin surcar sombras y acebrar claridades. Una temperatura de aliento secular pacifica los ruidos. Sólo lamento, en esta noche de octubre, no ver a la ausente. La ausente es la luna, mi luna de estas noches templadas en bálsamos, de otros, muy pocos, octubres de mi existencia. Una luna llena y triste, cerca de un diván de nube, escuchadora de Schubert en el sitio más evidente del salón del cielo; luna sonriente, rubia, delicada de salud, a pesar de su arrogancia, envuelta en gasas verdosas.

Solo se ven estrellas, muchas, muchas estrellas, y siento gusto al mirarlas tan sencillas, tan breves, tan cándidas, independientes de todo lo que he aprendido acerca de ellas, según lo cual son enigmáticas, remotas y gigantescas. ¡Qué difícil parece el amor de una mujer desconocida de la que nos hemos prendado, a la que no podemos abordar, expuesta a ser arrebatada por el requerimiento de otros galanes, por intereses incógnitos, por inacabables contingencias! ¡Qué simple y evidente resulta luego ese amor, cuando lo conseguimos, en la primera lágrima de emoción de esa misma mujer, en el inicial abandono honesto de la que creímos imposible, disuelta su mirada en nuestra mirada, dormida su mano en nuestra mano!

Nunca he podido hacer versos, Mab. La forma poética, con sus troqueles de sílabas y acentos, ha sido el trampolín en que ha botado algún pensamiento que hubiera podido tener pretensiones al lirismo. El verso ha sido una forma que ha estrangulado al contenido. Pero cuando he leído, aunque muy poco, algo de lo que los poetas han hecho, he tenido la sensación de que el amor que cantaban unos, o que tarareaban otros, era siempre ese amor lejano, indescifrable, gravitatorio, sistemático, estelar, de hombres muy prendados, sí, pero poco o mal correspondidos. La poesía me deja el sabor de un memorial para obtener una plaza, en los casos de desdén o dureza, o de un recurso administrativo para no perderla en los casos de veleidad, ingratitud o celos por desvío. ¡Cuán poco ha encontrado en ella de verdadero amor, de emoción pura, de lo que se siente, de lo que se sabe, de lo que acontece, de lo que   —305→   pasa cuando se ama! ¡Claro que yo, como malenterado y lego, me refiero a los ejemplos de la poesía más divulgada y preceptiva! De la moderna, de la última nada puedo decir, aunque, según mis informes, en ella el tema del amor está rigurosamente prohibido.

¡Quizá el amor mismo sea muy poco! Quizá necesite mucha retórica de múltiples bambalinas, de inacabables juegos de prestidigitación, de mucho papel sellado en solicitudes y recursos de alzada, para llegar a adquirir importancia, como esos puntos luminosos que parpadean en la bóveda suprema en este momento moviendo sus cristalinas pestañas, rojas, verdes, azules, han menester de toda la balumba de los cálculos de la mecánica celeste, de las suposiciones astronómicas, de los análisis espectroscópicos; de las hipótesis acerca de cómo y por qué fue hecho el universo, para producirnos esta conmoción interna que nos ablanda en un temblor hasta el deliquio y el anonadamiento.

Embriaguez, regocijo de hoy, cielito recamado de esta noche. ¡Cuántos afanes y duros trabajos me ha costado hallaros en este instante tan evidentes y tan simples! Los seres humanos empezamos el conocimiento por lo más somero y elemental, pero no empezamos por el placer de hallarlo superficial y sencillo; porque, como simplicidad, tan absoluta es la de la ignorancia como la de la sabiduría: simple es el enigma y simple la molécula. Serían lo mismo si no fueran todo lo contrario. Y son todo lo contrario, porque en el enigma no hay más que angustia y en la reducción explicativa del universo a sus elementos hay un placer indefinible.

No me costó dificultad soñarte, presentirte, adivinarte y llegar hasta tu creación. Es cierto que te me apareciste una mañana de abril del brazo de tu madre, enlutadas, ceñida tú en un traje sastre, con sombrero y zapatos de charol. Pero aquella visión y las sucesivas en nuestros encuentros urbanos no fueron sino chispitas, puntos luminosos, pestañeos de mil colores, como esos de las estrellas que ahora, en la alta noche, hacen guiños y cucamonas al infinito y a la eternidad. Después, por las noches, dormido y en las vigilias, te otorgué una familia, una casa, una educación, un ambiente, un mobiliario, unas lámparas y unos visillos de color morado lirio; y todo ello te lo di yo en sueños, sin conocerte, para que luego tú en la realidad me devolvieras cuanto había atribuido en mis urdidas fantasías, para hacerme creer que por una excepcional penetración y sapiencia había alcanzado todas las menudencias, todos los   —306→   detalles y pormenores imposibles de conocer, porque aún no te conocía a ti, ni a tus hermanos, ni nunca habían visto tu casa mis ojos.

No basta la verdad de la ciencia, no basta la realidad de lo que vemos, tocamos y concebimos: no es suficiente, Mab de mi alma; Mab de mi anhelo y de mi desvelo. Mab, hija de mis mentiras y mis trampantojos. Hubo un tiempo, aún dura, en que se creía que ese cielo pespunteado de estrellas era una labor de nunca acabar, que este sistema del sol en que nuestro planeta es uno de tantos no era a su vez más que una pelusa empujada hacia esa atlética constelación de Hércules que acaba de desaparecer en ese prado azul y plácido, haciendo flexiones de brazos y piernas; que a su vez, cada sistema era un vilano deleznable y baladí, respecto a otros sistemas, y que esta depreciación de todo lo que suponemos, por muy grande y vasto que sea, no cesaba nunca. Por muchas estrellas que imagináramos siempre podíamos añadir más y más; por grande que se estimara el envase del firmamento siempre podía envolverse en otro mayor. Era esa una tarea que hacían los insomnes en sus lechos, pues en ella la imaginación se fatiga tanto que acarrea el sopor. Aquel universo de los mundos infinitos en los espacios infinitos era bueno para dormir a chicos y a grandes. Con los juguetes de la distancia y de la velocidad de la luz, los hombres líricos se emocionaban artificialmente, llegando a suponer que las estrellas que veíamos podían haber sido destruidas hace siglos, puesto que muchos más siglos tardaba un rayito de luz en llegar a nosotros; último suspiro de esas radiantes y maravillosas moribundas.

Hoy la poesía de los astrónomos se ha cansado de sus viejos temas. Un físico de los que tocan el violín -no sabemos si el violón también- ha descubierto que la velocidad de la luz no se parece a la velocidad que conocemos los mortales. Ya no vale amontonar espacios para concebir el cosmos o para dormirse. Y es que el espacio mismo, como los proyectiles y las luces de los cohetes de las verbenas, se fatiga, se inclina, se curva, se arquea, y según ese cimbreamiento, toda esta creación sideral, que ahora considero pensando en ti, Mab mía, porque te amo con un celeste amor, no es infinita, sino simplemente ilimitada y tiene su gracia, su morbidez, sus curvas, sus hombros, sus caderas para que el delirante pensamiento humano, en vez de cansarse y dormirse, pueda acariciarla a su sabor, sonriente y dichoso.

Mañana, pasado, un día de estos, adorada reina Mab, cambiaremos el primer beso. Después muchos, muchos, a miles, a millones, a trillones. Cuando creamos que van a ser tantos como estrellas tiene el cielo; cuando nos figuremos que vamos a alcanzarlas en número, nos sorprenderá la muerte. Y quiera Dios que así sea.

Hace unos años, en los cursos peores y de dura disciplina, rendido de esfuerzo mental, en las tardes buenas, al caer la ambigüedad de los crepúsculos, solía atravesar la ciudad e irme a su periferia, por una ronda desierta o por paseos dominadores, como senderos de acantilado. Entonces, vibrando en mis veinte años, sin novia, abrumado por el cálculo y la fatiga, rendido a la civilización y al algoritmo, usurpaba a los niños su conmovedor saludo, y con las yemas de los dedos profanadas por el tacto de las cosas, la tinta y las ecuaciones, le enviaba un beso de mi boca, sonoro y enorme, a las estrellas de Occidente, recién nacidas en el atardecer, donde quizá no hubiese seres de conciencia, ni vegetación, ni atmósfera, pero donde residía -¡quién lo duda!- ese principio sentimental, batidor y heraldo de la biología, que parpadea en los cielos como el primer fundamento de la razón de ser del mundo.

Ahora que te amo tanto, Mab, las miro también con tal ingenuidad que despojadas quedan de la noción de su masa y su distancia, de las hipótesis acerca de su origen y esencia, hasta de la burda y pueril agrupación que compara las constelaciones con figuras de animales y cosas. ¡Ay, Mab, qué gran placer supone, a posteriori del conocimiento y prescindiendo de él sin olvidarlo, abstraer el cielo de su sentido astronómico, y encontrarse y considerarse allá arriba, fuera de las dimensiones y de las analogías, a espaldas de la gravitación o de la relatividad, en la sencillez de un sentimiento, en un fervor, en una delicia que ya no sabe deferir todo el alarde complejo del cosmos a su causa primera por la ciencia y la razón, sino por la humildísima flor del alma, ducha en sufrir y amar!

Con las palabras acontece lo mismo. Las usamos según su valor fiduciario, por el crédito que nos merecen los conceptos que ellas significan. Pero los conceptos tienen a su vez un valor variable, elástico en el ordinario concierto de las cosas, pues aunque las ideas sean del oro más absoluto e invariable, en las realidades concretas siempre tienen una fuerte aleación extraña. En las palabras también está amalgamado el concepto puro con imaginaciones, con representaciones ajenas a la idea, con asociaciones caprichosas e inconfesables.

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Así los vocablos parecen feos o bonitos según lo que signifiquen. A veces, como en los nombres propios, su significación es indistinta, pero el cúmulo de un conjunto de personas a quienes han sido aplicados injerta en ellos un carácter común, mostrenco, colectivo. Así los nombres aplicados en sentido cómico o con prurito de ridiculizar nunca pueden parecernos bellos. No les sirven ni sus positivas e innegables ventajas onomatopéyicas o musicales. ¡Pobre onomatopeya! Si no fueras una mítica y remota forma de expresión, las cascadas o saltos de agua se llamarían escalafones; la palabra berbiquí designaría a la codorniz sencilla, y nada mejor para dar idea de un violín que esta incomparable voz: paralelepípedo.

¿No has reparado en que hay palabras que hemos usado teniéndolas por buenas o por malas, por feas o por bonitas y que prescindiendo de su significación nos place saborear, degustar, descomponer, disolver sus sílabas, sus músicas, en nuestra boca, que las articula? ¡Y cómo se deshacen esos caramelos o bombones verbales que van cambiando su sabor y sus aromas desde el acidillo del limón o del azahar al dulce puro del azúcar o a los perfumes del cacao!

Palabras hay que nos sobrecogen por su belleza y poderío, independientemente de su significado, igual que esas estrellas subyugan de emoción, dejando a un lado su realidad cósmica y vertiginosa; igual que este cariño que siento por ti, Mab, que habrá de conmoverte, sin parar mientes en los azufres, en las flores cordiales, en los polvos de la madre Celestina de los drogueros de la psicología y de los tontos de la metafísica que han creído que el amor era un medio y no un fin en sí mismo.

Y es que -¡claro es!- de la palabra de Dios ha brotado ese sarpullido de estrellas, lindas, pizpiretas, admonitoras de la eternidad, de la muerte, de la insignificancia y de la soberanía humanas. De la palabra de Dios ha brotado también el amor, que todo lo alcanza y todo lo soluciona.

Escribiendo palabras he pasado entera la noche, en delirio por ti, Mab. Cuando empecé esta carta larguísima, disparatada e indispensable, no obstante, para nuestro idilio naciente, en el oriente del cielo, sin luna romántica envuelta en chales verdiazules, apenas apuntaban Aldebarán, inyectado de roja sangre sidérica, y Betelgeuze y Bellatriz, blancas y puras, en la gran constelación de Orión, que aparece tendida, y tarda mucho en incorporarse.

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Es ya muy tarde. He tenido que cerrar las vidrieras. Ya cantan muchos gallos. Han pasado en su giro magnífico de Levante a Poniente, gentiles y parsimoniosas, la joyante Sirio, los Gemelos, la dulce Proción, y ya está ahí, ante mi vista, abulada y misteriosa, la estrella del León, que precede al alba en este tiempo.

He pasado la noche buscando palabras, haciendo sartas de ellas, obstinado en que tradujeran mi pensamiento inundado de amor. A veces, antes de escribir alguna, me he detenido en sus sílabas, en sus sonidos, en su constitución, en su fisonomía, y me ha parecido que de su misma entraña salían las ideas, las estrellas, los mundos y hasta mi propio destino de hombre.

Todas son para ti, Mab. ¡Ojalá que no exista ninguna que se rebele o caiga fuera de tu reino! Te manda muchos besos, imperceptibles, invisibles, para no herir tu recato, infinitos y luminosos, sin embargo; un camino de Santiago de besos, tu Agliberto».



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ArribaAbajo El cabás

-¿TE HA GUSTADO MI CARTA, Mab?

-Sí, es muy larga, muy bonita, sí..., pero no la he entendido toda. Mejor dicho, del todo sí la he entendido. Pero de algunas carillas, ni jota. Es muy difícil.

-Pues te he escrito cuando mi corazón soñaba -suspiró Agliberto con decepción.

-Sí, pero yo no estoy preparada. ¿Soñaste tú acaso con una mujer que comprendiera esos lirismos matemáticos? ¿No me deseabas para descanso y consuelo de la ciencia, nene mío? ¡Vamos a querernos mucho, sin estrellas, sin números, sin teoría de Einstein...! ¡No te pongas tan pálido! ¿Te molesta, te ofende lo que te digo? «¿Me quieres? Te quiero.» No hay más ciencia que esa.

-Mab, ¿sabes tú lo que es el amor?

-El amor es vivir juntos, muy juntos, y como Dios manda. No envidiar a nadie. Madrugar para poder hacer en un día las labores necesarias y conservar la salud. No contraer deudas. Estar en paz y gracia del Señor. Los domingos, misa, té y cine. Traer al mundo dos niños para que sean ingenieros como su padre, y una niña rubia, ese caprichito mío, que sea rubia y no morena, como su madre...

-Sí, yo también preferiría que fuera rubia -comentó Agliberto-. ¿Y qué más, Mab? ¿Qué más es el amor?

-El amor es seguir ese régimen toda la vida, hasta que nos entierren juntos y resucitemos para llevar esa misma existencia, ya definitiva y eternamente, por los siglos de los siglos.

-¿Tú crees, Mab, en la resurrección de la carne?

-Sí, creo.

-¿Y por qué?

-Porque crees tú.

-Pues no se puede creer en tal cosa, sino después de haber estudiado matemáticas y comprobar lo inútiles y lo falsas que son en su exactitud; entonces se puede creer en algo tan absurdo, tan hermoso y tan indispensable.

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-¿Así para ti la resurrección es...?

-Absurda y necesaria.

-¿Y las matemáticas?

-Exactas y contingentes.

-No te entiendo, Agliberto. Yo creí que yo era tu ilusión, tu anhelo, tu ideal, y era feliz suponiendo que me harías vivir y no razonar.

-¿Vivir? ¿Quieres vivir, Mab de mi alma, mi Beatriz, mi amante y mi teología a un tiempo? Busca una maleta, un neceser, algo que sirva para llevar un par de vestidos, unas mudas, unos cepillos, unos peines, un espejo, pronto...

-¿Para qué, Agliberto? No te comprendo.

-Pronto; busca eso y vámonos a la calle.

-¿Por qué quieres que salgamos? ¿No estamos bien aquí, en mi casa? ¿No hemos quedado en que hoy hablarías a mi madre para la formalización de nuestras relaciones? ¿Con qué pretexto saldremos de aquí? ¡Qué capricho!

-Date prisa, Mab. Trae un maletín.

-Aquí no tengo ninguno. A no ser este cabás, que es el que me servía en el Sagrado Corazón para guardar mis labores y mis delantales.

-Está muy bien. Raído y todo hará muy buen papel. Puedes poner en él lo que te he dicho.

-¿No podrías explicarme, amor mío?...

-¿Está ya? Pronto, vámonos. Ese traje sastre negro está muy bien. Ponte un sombrero y vámonos.

-Sí, pero sería conveniente explicar a mi madre, a mi hermana Pastora por qué salimos, adónde vamos, por cuánto tiempo.

-No es preciso. Vámonos. ¡Sin tardar!

Sin despedirse de nadie bajaron apresuradamente las escaleras. El atardecer de octubre, tibio y esplendoroso, con su erupción de luces eléctricas, escaparates, farolas de vehículos, era un apogeo de encantos.

-¡Qué feliz voy a ser, Mab! ¡Creo que este será el mejor día de mi vida!

-Yo estoy maravillada de verte tan contento, así es que no me atrevo a preguntarte...

Él la asió frenéticamente del brazo y acercando su rostro al de ella exhaló en su oído:

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-No tienes idea. ¡Lo que va a ocurrir será extraordinario!

Se apartó para detener un taxi. Invitó a Mab a subir.

Yo no subo -dijo ella-. ¿Soñaste tú que tu futura mujer iba a ir contigo en un taxi a los ocho días de entabladas las relaciones, como una tanguista, una modistuela o una perdida? ¿Estaba en el programa de tus anhelos, del patrón ideal de tu deseo?

-Es cierto, pero las circunstancias obligan, reina mía. Vamos, yo te lo suplico. Sube.

Como le amaba, le obedeció, aunque con disgusto.

Agliberto ordenó al mecánico:

-A la estación de las Delicias.

Mab durante el trayecto pedía explicaciones.

Su novio deliraba, decía incoherencias y palabras ininteligibles. En un rapto de exaltación intentó besarla.

-Te has propuesto deshacer tu felicidad al convertirme en algo distinto de lo que ambicionaste como máxima dicha de tu existencia. En nombre del decoro de nuestro destino, de nuestro amor, respétame, Agliberto.

Cuando llegaron le preguntó:

-¿Adónde vamos?

-Mañana estaremos en Lisboa. Tengo dos mil pesetas que me ha dado mi padre.

-¿Pretendes que me fugue contigo? Eso prueba la estima que me tienes. Si cometo esa locura, la campanada será de tal naturaleza que dentro de veinte años, aun cuando ya seamos esposos, las señoras me negarán un sitio en las mesas de tresillo o bridge de los balnearios, en los comités de la Gota de Leche, en los patronatos benéficos, en los roperos, en todos los lugares en que pueda servir para realzar tu nombre y ayudarte en tu carrera.

-No argumentes, Mab, no razones, pues vas a hacerme perder el juicio. Se trata de un caso de inmediata urgencia, de primera cura, de salvamento y de extinción de incendio. He viajado veinte días por ciudades, playas, estaciones termales con la obsesión de tu imagen. He desdeñado, he malgastado la belleza del paisaje, los encantos de las urbes, el prestigio de la arquitectura, respondiendo a los halagos de tanta hermosura y solicitación con este displicente comentario: «No sois nada para mí sin mi Mab; cachivaches para turistas, escenografía para papanatas. Todo vuestro encanto   —314→   está roto, desportillado y con mellas; no tenéis remiendo ni laña posible, si no es con la presencia de ella». Y esos campos, esas ciudades, esos puertos, esas basílicas, en venganza, ahora me obsesionan, me atormentan con su recuerdo, me acribillan con su cálido recuerdo de luz de verano. No me dejan dormir, ni alentar, ni querer.

-Algo callas, Agliberto, que no quieres o no puedes decirme. Te acompañaría, por aplacar el escozor de ese capricho, pero la magnitud y santidad de mi misión me lo impide. ¿No soy yo la que ha de hacer tu porvenir a ganchillo como quien confecciona un chaleco o una bufanda de punto?

-Te respeto, te adoro, guardando unas distancias remotas. Como se aman los astros, te amo. Viviremos en cuartos separados. No te besaré ni la mano. ¡Pero, por Dios, es preciso que hagamos juntos este viaje! Ten en cuenta que si lo demoramos quizá luego sea demasiado tarde.

-Agliberto, has perdido el juicio, o quieres engañarme. Somos jóvenes. Nos amamos. Vamos a jugarnos nuestra reputación. ¿Y dices que viviremos separados en dos cuartos distintos y distantes de un hotel? ¿Crees tú que eso es posible? ¿Cabe en cabeza humana? ¿Conoces un caso tal? Yo te invito a que me lo menciones. Ya veo que desvarías o quieres buscar un torpe pretexto de seductor. O no me quieres o no estás bien de la cabeza, Agliberto.

Sin saber cómo, y sin billete, se encontraron en pleno andén. Cruzaron por delante de ellos un criado con dos maletas, dos doncellas con cestas, termos y niños y una dama no muy alta de ojos espléndidos y boca finísima. Era Tori que volvía hacia su esposo, después de una temporada en Madrid. Se fijó en ellos con esa curiosidad descarada de las mujeres que han querido a un hombre y le ven con otra. La pareja, de una heterogeneidad desconcertante, despertaba sospechas en el más indiferente. Mab, con su luto y la pena de crespón del sombrero cruzándole el escote; Agliberto, con su abrigo gris ceniza y unos guantes amarillos, parecían proclamar lo escandaloso de su intento, sobre todo junto a aquel cabás de colegio de monjas, deteriorado y maltrecho, que yacía en el suelo con sus rozaduras y su perfil lastimosos. El joven ingeniero vio a su antigua novia, aunque fingió no haberla visto.

«Yo quería simplificar mi vida, resolverla. Viajar con Tori en el mismo tren es una nueva inquietud -pensó-. Eran tres; he conseguido eliminar a la sirena y a Celedonia, y ahora Tori se presenta para estorbarme mi definitiva fuga con Mab.»

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El tren iba a partir. A pesar de todo insistió y quiso subir a un departamento a su novia. Pagarían doble precio de billete en marcha. Ella resistió y dijo:

-No. No me voy contigo. No quiero fugarme. Al fin y al cabo, yo soy aquella mujer que pedías en tus ocios, en tus nostalgias y en tus oraciones cuando decías: «Señor, dame una compañera hermosa y dócil, sin tara patológica, envidiable en sociedad, deliciosa en el hogar, incapaz de adulterio, dispuesta para la generación, con una dote de cincuenta mil duros por lo menos, y huérfana, a ser posible, y, sobre todo, prudente, que sepa desviarse de cualquier desatino o locura que me germine en la cabeza».

Él dijo:

-Algún día te arrepentirás de tu cordura.

Ya en marcha, Tori los vio discutir, regocijada, sin explicarse por qué perdían deliberadamente el tren. Dijo para sí: «¿Por qué no querrá pasar la noche en Talavera de la Reina esa viudita del conde Laurel?».



Cuando llegó a su casa, Agliberto encontró dos cartas y tres continentales de Celedonia. ¡Ya no podía soportar aquella situación! Diez días sin verla, sin contestar a sus cartas, sin atender a sus llamadas por teléfono. ¿Qué ocurría? El joven, abrumado, dijo:

-No esperes una letra mía. Traidora -pero besó una a una las cinco cartas recibidas.





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ArribaAbajo Los nardos

AGLIBERTO DECIDIÓ no seducir a Mab, pero sí pervertirla. Ante la impotencia de su propia imaginación, frente al producto de la estúpida fantasía de su sentimiento, que en vez de fraguar disparates, construir patrañas, crear maravillas sin pies ni cabeza, había soñado la más perfecta cordura aburguesada, la más canónica prudencia, el joven sentía un furor frenético y un torturador desencanto. No había más remedio que rehacer, fundir de nuevo a Mab, «desausterizarla», enflorecerla, y después de mezclar a ella un aliento de insania, cierta dosis de perfume enloquecedor, acuñarla o ponerla en su molde otra vez. Pensó que la mejor aleación para su carne y su alma eran los nardos, flores tentadoras que conducen a la embriaguez, a la volatilización, al delirio apasionado.

Madrid tiene preparados sus nardos desde fines de agosto. Cuando vuelven de las playas, de las sierras, de las suntuosas ciudades extranjeras las gentes afortunadas, la corte les tributa un recibimiento delicadísimo y con los esbeltos hisopos de las varas hace una deliciosa aspersión de ese olor tan oriental que parece tender una alcatifa a nuestros pies. El culto del nardo se va perdiendo desde que han disminuido, para casi desaparecer, las floristas y los clubmen con chaleco de piqué blanco. Esa flor se marchita, como se aja la lozanía de las doncellas, dentro de cárceles de vidrio o barro, en las tiendas de flores, con el escalofrío de humedad de esos días de reconcomio y escalofrío en que empiezan a correr los remisguillos de octubre. Ya no luce el nardo en los femeninos petos ni en la solapa de los elegantes del otoño como compendio de aventuras de litoral y gran casino, de terraza y garden-party, como insignia de esa encomienda de la nostalgia y de la evocación de los azules amores del estío, entre cumbres de oro o espumas de plata. Pero su imperio sigue durando dos meses en búcaros y floreros; así prolonga y confirma la esplendidez de mito del verano con su aroma prometedor y nupcial. Si el ser humano, tan débil para formar concepto exacto del alma, quiere sustituir esa idea por una imagen, ninguna mejor que la de ese perfume tan hondo y tan sutil que es la forma sustancial de esos pétalos, a su vez trasunto de   —318→   la carne adorada y prestigiosa. El nardo, o los nardos, pues siempre van y ejercen en pandilla, alargan el verano, demoran el equinoccio y presiden las citas prometidas entre dos casetas de una playa o un refugio montés; fructifican en mil y una noches de voluptuosidades y delirios, hasta que la viuda o la huérfana, o la sensible piadosa sencillamente, despiertan, después de tan dulce sueño, a la realidad de los crisantemos del día de Difuntos, una mañana de lluvia y de llanto.

Agliberto pensó: «Estos prodigios de la química psicológica son tan costosos como la obtención de un miligramo de sal de radio; es menester estropear muchas toneladas de mineral». Si no por toneladas, quiso adquirir los nardos por quintales. La ocasión era propicia, pues estaban en liquidación, y aunque aún lozanos en su mayoría, enloquecidos, suicidas de fragancia, tenían ya en su caries vegetal esas hebras o rayas del marfil de la muerte. Pensó gastar en nardos las dos mil pesetas destinadas a un viaje de olvido, primero; de novios, después. Visitó todas las tiendas de flores, ataviadas con toda la gama fría de los azules trasnochados y los verdes grises de sus cristales, olientes a tierra húmeda, a mantillo removido del Paraíso de donde había brotado el hombre. Adquiría todas las existencias como un acaparador y las enviaba en cestos, en ramos, en brazadas, en carritos de mano a casa de Mab, de modo que allí todo eran nardos. No había vasijas bastantes para contenerlos. No quedó recipiente que no se habilitara para macerar y refrescar aquellas invasoras flores: licoreras, heladeras, cafeteras rusas, aguamaniles, salseras, pilas de agua bendita, inclusive. Había nardos en el suelo, en las rinconeras, en las repisas de las cornucopias, en las panoplias, en el techo. La casa, abrumada con aquel olor pagano, y sus habitantes se desvanecían a cada momento con aquella coacción de estío, de trópico, de oriente, junto a un mobiliario recién vestido de invierno, con recientes olores de alfombras, moquetas y colgaduras de terciopelo, anticipaciones del frío y la niebla.

En una de las tiendas de flores Agliberto tropezó con Celedonia, más rubia y blanca que nunca, con un traje sastre, de paño color arena de playa, mezcla de ocre y lila.

-¿Has entrado por verme o para comprar flores?

-No pensaba encontrarte. Vengo a llevarme todos los nardos de la tienda.

-¿No quieres verme más, Agliberto? ¿Toda la vida será como estos diez días en que no has acudido a mis citas ni has atendido mis súplicas? ¿Para quién son esas flores?

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-No son para ti. ¿No te basta para satisfacer tu curiosidad?

-¿Por qué me desdeñas y me insultas? -imploró ella, haciendo pucheros y juntando las manos enguantadas con la misma gamuza rubia de sus zapatos.

-Vete con ese... ¡Con ese mastuerzo indecoroso e impresentable con quien tomas el aperitivo! ¡Engáñale a él, a mí no! ¡Vete con él, Celedonia!

Ella quedó atónita, sin comprender. Después rio de un modo explosivo y sonoro. Pero a Agliberto empezaron a temblarle las piernas, a cederle la articulación de las corvas cuando pronunció el nombre «Celedonia». Como de una pompa irisada de jabón subía el universo entero de su maravilla fónica.

-¿Acaso me has visto con Jorge? -dijo ella, satisfecha y sonriente.

-No sé quién es Jorge. ¿Es... ese? ¿Sabes quién quiero decir? ¿Es tu amante, acaso? Ella cerró los ojos un segundo. Palideció como una muerta. Pero al momento estalló en alegría su semblante. Sus órbitas se abrieron tanto como su sonrisa. Agliberto, demudado, contraídas las facciones, estaba a punto de abalanzarse sobre ella. Asió la primera planta que halló a mano y la volteó como una granada de mano. El tiestecillo cayó y se hizo añicos. Hubiera querido deshacerle el pellón de tierra en la cara, pero arrojó la planta al suelo, y salió de la tienda después de encargar los nardos.

-¿Qué motivos tienes para decirme...? -quiso gritarle ella. Ni uno ni otro podían explicarse la violencia y la ferocidad de su corto diálogo.

-Este señor ha debido pagarme esta planta que ha estropeado -comentó, renegando, el florista.

-No, esta planta me la llevo y la pago yo dijo Celedonia, recogiéndola del suelo.

-Le daré a usted un tiestecito nuevo.

-No, prefiero este mismo. Yo lo arreglaré en casa.

Pagó y salió con la planta suavemente abrazada, cual si fuera un niño. Con la otra mano se enjugaba los ojos y se tapaba el regocijo y el rubor.

-¡Si fuera verdad que empieza ya a quererme! -murmuró por lo bajo.

Agliberto cosechó todos los nardos que había en Madrid. Pero apenas llegó a gastar cuarenta duros. Llegó a embalsamar a Mab, a su familia y a su casa. Su futura suegra aceptó contrariada y ofendida aquel obsequio exagerado, impío para su luto, y desde luego insensato.

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-¡Este chico me parece un botarate! ¡Pobre hija mía! ¡Qué suerte le espera con este hombre!

Doña Mencía comentó:

-Muchas, demasiadas flores te regala al principio. Todas las que sobran hoy has de echarlas de menos el día de mañana.

Pero las flores por algo son flores. Su olor empezó a evolucionar, a dar pasos reverenciosos y danzarines, a piruetear con el donaire de los minués de Beethoven, y, al fin, se apoderó de Mab. Cuando Agliberto, al fin, en uno de esos cuchicheos amorosos de las despedidas en la antesala, sin criados, se atrevió a besarla en los labios por vez primera, todo el aroma de un estío desairado y reprimido cantó en la atmósfera limpia y exenta del otoño y en los glaciares de su ser con un grito llameante. Además, los labios de ella sabían a una exquisita ensaladilla rusa de perfumes-sabores, entre especias y pepinillos en vinagre; algo entre el clavel, la canela, la trufa y la alcaparra. «Así le pedí yo a Dios que supieran los besos de la mujer que quisiera.» Husmeábalos con regodeo, pero no llegó a relamerse, por respeto religioso. En esto sonó el timbre. Antes de que ningún criado se acercara, Mab abrió la puerta.

Entonces apareció un hombre de porte gentil y aventajada estatura. Bajo una gorra de terciopelo negro y plumas azules, el rostro apenas se descubría, amparado en el embozo de su capa blanca y roja, que, sofaldada por el espadín, ponía de manifiesto las calzas amarillas, los gregüescos y el jubón acuchillados. Se descubrió el personaje. El bigote y la barba eran casi obscuros, con rarísimas canas. Agliberto le encontró muy rejuvenecido desde la noche del Stadium.

-¡Es don Juan! -exclamó Mab, maravillada y suspensa, con un embeleso que nunca se le hubiera supuesto.

-¿Cómo ha salido usted así a la calle? -preguntó el joven ingeniero.

El recién llegado frunció la frente y cerró los ojos, a la par que se encogía de hombros con un gesto de fatiga resignada.

-¡Qué día me espera mañana! Es menester vestirse de antemano.

Mab y Agliberto recordaron que era el último día de octubre, víspera de Todos los Santos, y dijeron, haciéndose cargo:

-¡Claro, los teatros! ¡Pasar por todos los escenarios! ¡No es menuda tarea!

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El héroe, con un gesto de sexagenario heroico, se descolgó la espada y la dejó en el perchero, se descalzó los guantes y explicó:

-¡No tenéis idea! ¡Si no fuera más que lo de pasar por los tablados! Pero, además, hay que ir a los cementerios y representar las escenas correspondientes, visitar los panteones de los comendadores, que no son pocos, y después decir, declamar unos versos que todo el mundo sabe mejor que yo, y que me son insoportables. ¡Más me valiera haber tenido una juventud juiciosa y aprovechada!

-No se queje usted, don Juan. ¡Para usted ha sido la vida! -exclamó Mab, radiante, pendiente, con la sonrisa y el ademán, del recién llegado. Más hermosa que nunca, incendiadas las mejillas de rubor y satisfacción inmediata, el burlador se dio cuenta de que tal resplandor era el de la recién abrazada, y, poniéndole sus blancas y ensortijadas manos en los hombros, le dijo:

-¡Qué guapa estás, hija mía! ¡Como para besarte!

Ella vaciló un instante como si fuera a caer en brazos de don Juan. Al punto se rehízo, y bajó los ojos. Agliberto sabía que aquel héroe desacreditado y algo caduco, como el Brandt de Ibsen, como todos los desesperados, prefería conquistar a las ya enamoradas de otro. «Digan lo que digan, no hay medio de luchar con él», pensó. Era fatal que le arrebatara a Mab, y sobre todo a la Mab con aleación de nardos. Con aquel presentimiento, frenético de ira, de celos, de impotencia, tomó el sombrero, saludó y se fue.

Apenas durmió aquella noche. Sí, era inevitable: don Juan iba a quitarle la novia.



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ArribaAbajo Don Juan

UN AMPLIO Y ALTO salón como el de los Embajadores en la Alhambra. Una labor complicadísima, una flora entrelazada de letras polícromas, trenzas salomónicas de palabras que no pueden pronunciarse, en alicatados de añil, sangre y oro. En un ángulo, un diván de terciopelo carmesí; en el opuesto, otro diván de seda negra. Junto a este y a Mab -sentada con toda indolencia, toda blanca de piqué y lino, cruzadas las piernas, una zapatilla de tenis sobre otra-, don Juan, de rodillas, sin temor a estropear sus ropas acuchilladas, recitaba unas décimas deplorables. En el extremo opuesto, Celedonia conversaba con Jorge. Nata y miel, albirrubia, vestía un traje de baile, verde azulado, muy propio para un asalto de casino de provincia o para una ondina de zarzuela mitológica en el cuadro que remeda el fondo de los mares. Él, con señales de impaciencia, estrechaba las blancas manos de la niña entre las suyas. Llevaba una máquina fotográfica a la bandolera.

Mientras tanto, Agliberto, inmóvil ante un formidable ventanal, daba vueltas al manubrio de un instrumento entre aristón o zampoña gallega. Una melodía insulsa y gangosa se exhalaba de aquel monótono ejercicio. Por el ventanal no se veía nada más que una claridad dulzarrona y esmerilada. Un rumor de agua se mezclaba con la música. Dejó de hacer girar el manubrio por oír lo que decían entre sí las parejas, indiferentes a lo que no fuera su idilio.

Mab declaraba sin rubor y sin oscilación en la voz:

-Don Juan, nada tengo que implorar de su hidalga compasión, que, por otra parte, es muy escasa. Te adoro, sí, te adoro. Sin que me arranques el corazón, creo que me amas. No necesito juramento. Lo has probado cumplidamente con otras antes de ahora. No te pido plazo. No exijo de ti un cariño ni un cortejo eterno como el de las estrellas que devanan sus órbitas unas alrededor de las otras. Nada de cuentos de nunca acabar. «En cualquier ocasión.» Ese es tu lema, don Juan, y ese es el nuestro. Por eso las mujeres hemos estado siempre tan de acuerdo contigo. «Y si no hay ocasión, paciencia... » En eso has sido tú más diligente que nosotras. Has   —324→   provocado, atropelladamente a veces, las ocasiones. Pero mientras haya ocasión yo seré tuya, soltera, casada o viuda. Me libertarás de cuando en cuando de mi destino, fatalmente fabricado. Yo soy esa prenda hecha de encargo, según las medidas y observaciones de ciertas necesidades ambientes recogidas y cultivadas en el alma de ciertos hombres. Y soy la mejor acabada de las prendas a medida. Dicho de otro modo, soy una mujer honrada. Una aventura contigo no me perjudicará. Siempre ha de estar en ese limbo incierto de la murmuración y del «¿Qué dirán?». Te amo, don Juan, porque te pareces a ti mismo. No representas ni una colectividad ni el espíritu de una época. No tienes prejuicios mostrencos, ni eres oficial de un regimiento, ni alumno de una escuela especial, no tienes los gustos y las preocupaciones colectivas de odiosa juventud. Joven viene a ser lo mismo que gregario. Tú que no tienes carrera, ni ideas políticas, económicas y religiosas; tú, don Juan, supremo ser individualizado, serás siempre el preferido de las mujeres. Estamos cansadas de las almas manufacturadas en serie. Claro que yo te preferiría más joven y fresco, sin canas, ni coronas de oro en la boca. Cualquier muchacho individualizado del todo te desbancaría, pero están en Babia o van a su negocio. Mira, deja esa raqueta ahí, en esa mesita mora, y dame un beso. El amor es una tarea específica, particularísima, y que necesita como cómplice a un hombre original. Tienen mucha gracia tu birrete, tu espada, tus gregüescos, tu escarcela. Anacrónico, reacio a las modas, anticolectivista, individuo puro, eres el emperador de los corazones. Dame un beso, don Juan, pero ten cuidado con mi raqueta que es una de las mejores marcas.

Agliberto no podía ni quería oír más. Volvió a dar a la manivela, pero la conversación de Celedonia y Jorge, salpicada de arrumacos, le intrigaba. Ella, con una estilográfica en la mano, preguntaba:

-Ya se acabaron todas las tarjetas postales. No se nos olvida nadie, ¿verdad? Aquí está la de Adolfina, la de tu madre, la de mis primos, la de tu jefe... ¿Se darán cuenta de lo felices que somos? ¡Cuántos besos nos dieron en la estación, y cómo lloraban al salir el tren! ¡Ah, se me olvidó poner una para un amigo mío!... Pero la cosa es que... ¡Mejor será escribirle otro día!

-¿Eres feliz, divinamente feliz, Celedonia, en esta luna de miel nuestra? -inquirió Jorge.

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-Claro. Pues ahí es nada. ¡Viajar con el hombre a quien se quiere! Recorrer el mundo en su compañía. No me había acontecido jamás, como has de suponer, ni tenía la menor idea de lo que podía ser tanta felicidad.

Agliberto soltó el instrumento de música; sentía una angustia mortal. El padre de Mab, vestido de comendador de Calatrava, todo blanco como estatua de nieve, con la cruz roja en el pecho, irrumpió en el salón en unión de otros personajes. Don Juan desenvainó la espada y todos se pusieron en guardia.

Mientras tanto, Jorge preparaba su máquina, dispuesto a obtener una instantánea del combate.

-Pronto, Celedonia. ¡El magnesio, el magnesio!

-Pero si es de día, Jorge -observó ella.

-No he podido casarme con una tonta mayor. ¡No ves que es de noche!

Un fogonazo. Un estampido. Aquella palabra «noche» se mezcló en un instante con otra palabra, que es la que se repetía en las trenzas de arabescos de las paredes del salón con una insistencia obsesionante. Hubo un momento, en la conciencia de Agliberto, en que sólo vio brillar alternativamente estos vocablos: «noche», «Celedonia», «noche», «Celedonia». Y al fin, despertó.

De una iglesia cercana llegaban a la alcoba los reposados ecos de las campanas que doblaban a muerto en el amanecer del primero de noviembre. Un sudor escalofriante le humedecía las sienes. Se levantó del lecho. Rebaños de pesadillas cruzarían por el campo de su conciencia, inevitablemente, si intentaba aprovechar el sueño de la mañana. Salir a la calle, como los enfermos, los neuróticos o los desesperados, sería mejor.

Tropezó con todos los traperos, lecheras, panaderos y gente apresurada de las primeras horas. La llovizna lloriqueaba desde el cielo blanquizco con un vago tinte color flor de malva. Le ladraron los perros madrugadores y le regaron desconsideradamente los mangueros, imprescindibles en los días húmedos y embarrizados. Sin saber cómo se encontró ante el domicilio de don Juan. Subió. El ama de llaves, que le conocía, le notificó que su señor no había pasado la noche en casa. Insistió, pues no estaba más que a medias persuadido. La buena mujer le hizo pasar hasta la alcoba. En efecto, allí no estaba el héroe, ni había dejado vestigios recientes.

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-Esperaré -dijo con una energía brusca y obstinada. Estaba decidido a aguardar y a algo más.

«Miente el bicho humano cuando dice que no quisiera ser otro de aquel que es. Cuando se está celoso de otro; cuando se sospecha que ese algo que constituye el quien se es es insuficiente para la dilección absoluta, no la "predilección" de una mujer; cuando hay otro, alguien que nos desbanca y es preferido por algo, arcano, misterioso, avasallador, se quisiera ser ese alguien, por el mero hecho de conocer ese algo. El hombre no quiere ceder su personalidad jamás. Le repugna ponerse un traje espiritual que no sea el suyo, pero cuando se cree preterido y menoscabado, quisiera saber por qué, y cuál es la ventaja que tengan los demás sobre él. Por eso quiere ser otro, para atisbar lo que tiene dentro el rival, que le hace superior a sí propio, máximo absurdo que no puede tolerarse.»

Nunca el ardor policíaco, ni la pasión de conocer se habrán manifestado en él con tal violencia. Con la taquicardia martilleante y atropellada del insomnio sorteado con los malos sueños; con los labios tumefactos de la fiebre de aquella noche, Agliberto intentaba penetrar en el enigma de don Juan. No en el de su ficha antropométrica o psíquica, sino en por qué le adoran tanto las mujeres. Era preciso espiarle, sorprenderle, cerciorarse de sus seducciones respecto a Mab, ya que era imposible entrar de rondón en su alma como en un aposento escalofriante y vertiginoso.

En el despacho de muebles tallados en nogal y estanterías de libros con lomos rojizos, había una armadura de tiempos de las guerras de Italia. Se erguía con una anquilosada torpeza mecánica de máscara férrea, mitad inquietante, mitad risible. Recordó Agliberto aquel poema de Víctor Hugo en que el viejo caballero Eviradno se disimula en una armería, bajo el articulado blindaje de una vestidura bélica, y de ese modo espía el crimen de dos reyes que embriagan e intentan asesinar a una inocente princesa. Levantó el pesado morrión. Las telarañas y el polvo cubrían una tosca armazón de madera sobre la cual descansaba el arcaico sistema de hierro viejo. No era tentador embutirse en semejante molde, sustituyendo al esqueleto de palo, cucaña de ratones y carcoma, sustentáculo de aquella gloriosa chatarra, mal bruñida por fuera, herrumbrosa por dentro. Pensó ocultarse en los jarrones, en los cestos de los papeles, tras los biombos, fuera donde fuera; pero aquellos posibles escondrijos eran pequeños o estaban a descubierto. Su objeto era penetrar en la intimidad de don   —327→   Juan. Una de las condiciones indispensable era colocarse cerca del teléfono. Así sorprendería las ternezas, las dulzuras que dijera desde su recóndito domicilio el invencible burlador.

El ama de llaves, de cuando en cuando, entre escamada y zalamera, se acercaba al despacho y le distraía de sus mal calculados propósitos.

-Quizá no venga hasta la hora de almorzar. Precisamente hoy es un día muy malo para encontrarle aquí. Tiene que sortear la jornada entre todos los cementerios y todos los teatros. Rezar ante la tumba de tantos amigos...

-¿Y enemigos? -interrumpió Agliberto.

-No lo crea usted. Enemistades no ha padecido hasta hace muy poco tiempo. Antes nadie tenía a menos tomar una copa de falerno o champagne, ni jugar la partida en el club, en su compañía. Ahora es cuando todos se ensañan con él. Ahora, porque es viejo, sabe usted. Le echan en cara su soltería, el que no haya tenido hijos. Hasta dicen que no le gustaron jamás las mujeres. ¡Válgame Dios! Si de él dicen eso, ¿qué no dirán de los demás hombres?

-¿Vuelve muy cansado en estos días de Todos los Santos?

-Mucho. Ya no es el de otro tiempo. Como los camposantos están tan húmedos en esta época, después se queja de dolores artríticos y tiene que tomar salicilato. Se le cansa la garganta a fuerza de declamar. Ya tengo preparados unos comprimidos de acónito que le recomienda el médico para esta época. Luego, los asaltos de espada y el tener que aupar y sacar en brazos a todas las actrices, algunas muy metidas en carnes y fondonas, le fatiga mucho. En fin, que cae rendido.

-¿Usted está al tanto de todos sus secretos? -preguntó ansioso Agliberto.

-Hace años, sí. Ahora maldigo de todas, pues van a acabar con su cuerpo y su alma. Claro que ya no es tanto el trajín. En épocas pasadas conocía todos sus devaneos al dedillo. Ahora me importan tanto como a él. Es decir, nada.

-¿Sabe usted si tiene algo que ver con una señorita que se llama Mab?

-¿Mab? ¿Es peliculera?

-No.

-¿Tanguista? ¿Tampoco? Me parece que no. Yo suelo recibir todos los recados por teléfono, y no me suena ese nombre.

-¿Dónde guarda don Juan las cartas de sus amantes?

  —328→  

-¡Ha quemado tantas! Las que conserva, y lee, de cuando en cuando, están allí, en aquel armario, y las preferidas en este bargueño.

Cuando la buena mujer volvió a dejarle solo Agliberto saltó junto a aquellos muebles y los descerrajó sin escrúpulos ni temor. Salieron las misivas incendiadas, dilectas y clásicas: los billetes de Tisbea escritos por un memorialista de puerto; la correspondencia de doña Elvira en que se habla de boda en cada carilla; las líricas expansiones de doña Inés, en papelitos arrugados que se arrojan a una calleja hechos una pelotilla para que puedan pasar por las cuadrículas de una celosía; las citas de Catalina de Rusia, vehementes y canallas al pie del polícromo membrete imperial. No vio la letra de Mab. Se sentó, desalentado, en un rincón. Después de mediodía, sonó un timbre con la personal insistencia de la llamada del amo.

-¿Cómo estás? ¿Y por casa? -preguntó don Juan, quitándose la roja capa, forrada de raso blanco-. ¿Qué cuentas, chico? Enhorabuena. Tienes una novia muy guapa. ¿Cómo tú por aquí?

-Vengo a hablar con usted.

-¿A matarme?

-No. Se trata de un diálogo. No de una explicación; más bien de una interviú.

-No, ¡por Dios!, Agliberto, no seas cruel. ¿Te has dedicado al periodismo? ¿Dónde está el fotógrafo?

-No me he expresado bien. He pasado la noche sin dormir... Desearía un consejo, y hasta unas confidencias de usted. Para mi tranquilidad.

-Mandaré traer una botella de manzanilla. Pregunta cuanto quieras. Además, quédate a almorzar conmigo.

Agliberto vaciló, como si no supiera por dónde empezar. Al fin interrogó:

-¿Es cierto eso de que a usted no le gustan las mujeres, y que es usted afeminado y sodomita reprimido?

-Entre otras injurias e inexactitudes, se ha dicho en los últimos tiempos que yo era femenino y homosexual -respondió, imperturbable y sonriente, don Juan-. Es un error, simplemente. La equivocación es tan garrafal que apenas puede recogerse, ni como insulto. Si hubiera sido femenino en algo, no hubiera gustado tanto a las mujeres. Ni mi voz, ni mis manos, ni mis ademanes, ni mi mirada, ni mi rostro adornado antaño con mi clásica barba negra, de la que tuve que prescindir cuando encaneció   —329→   (esta es postiza), podían ser signos femeninos. Tuve compañeros para ejercitarme en la sala de armas, aunque era innecesario, pues mi destreza era natural, para vaciar botellas y jugar a los naipes. Amigos, nunca tuve. El hombre fue siempre mi semejante, entienda bien, mi semejante, no mi igual; y menos aún mi prójimo, mi más cercano, mi próximo. Jamás sentí fraternidad ni vocación profética o redentorista. Yo fui como el primer hombre, que salió con caracteres superiores y nuevos tras toda una generación de pitecántropos en las delicias climatológicas del cuaternario. Esta es una metáfora; no es una profesión de fe evolucionista. Nunca me han torturado las utopías, ni la preocupación filantrópica o socialista. Todo eso está muy cerca de mi repugnancia porque está muy lejos de mi naturaleza. Yo era superior porque reunía mayor número de aptitudes, de destrezas que los demás humanos. Era un producto feliz. Mis facultades habían alcanzado un desarrollo increíble. Poseía muchos talentos, muchas habilidades; alguien ha creído que era un genio. Yo he despreciado la elaboración artística y el culto a la ciencia con miras a la posteridad; me han hecho reír la cultura, la civilización, el progreso; todo lo que se hace en honor y servicio de los pueblos, las razas y la historia. Como ser de excepción consideraba todo lo humano ajeno a mí. Mis ventajas eran apreciadas por los únicos seres llamados a estimarlas: las mujeres. Nunca estuve con la Humanidad abstracta ni con los hombres. Siempre estuve entre la creación y ellas. Quizá por eso nunca fui dichoso. Ser femenino o ser homosexual creo que es ser algo que intente a lo menos un complemento de la naturaleza masculina; es como ser utopista, redentor o filántropo. Si las mujeres supusieron poco para mí, una cantidad más o menos pequeña, a veces despreciable, los hombres, los varones suponían el cero más absoluto, una cantidad nula.

-Debe usted consolarse de esas amenas imputaciones, pues otros han dicho que usted, por carecer de fisiología y de psicología, estaba a cubierto de los comentarios de los glosadores, de los juristas y de los médicos de cien duros la consulta.

-Protesto de esa teoría. Todos me quieren empequeñecer, adelgazar, extenuar y laminar. Si no tuviera fisiología ni psicología, ¿podría ser algo? ¿Podría ostentar la realidad de una sombra, de un signo, de un símbolo? Cierto que fisiología no he tenido mientras tuve salud, a Dios gracias. Fisiología es la primera fase de la patología y solo en función de esta puede torturar el sosiego humano. Ahora voy teniendo fisiología, porque voy envejeciendo. Ahora siento que tengo nervios, riñones, estómago,   —330→   pues todo eso no se siente sino cuando nos sentimos mal. La euforia, por el contrario, es indiferencia corporal, sentimiento puro, psique en vibración. A veces también reflexiono y caigo en la psicología. Por efecto de los años dejo ya a menudo de ser don Juan, y los ensayistas y los médicos confunden estos fracasos de hoy con el esplendor vital de mis mejores días.

-Usted perdone. He estado impertinente y desorientado en mi primera pregunta. No me extraña que la respuesta haya sido tan incoherente, tan desordenada y mefistofélica. Por un lado usted afirma que toda su actividad erótica y combatiente se producía espontánea e irreflexivamente. Pero, por otra parte, usted reconoce haber reflexionado sobre el estado de su cuerpo y de su alma...

-Sí, soy una normalidad superlativa. Un niño prodigio. Mejor dicho, lo fui. Lo que más me contraría es que en los análisis que se hacen de mi personalidad me tratan como si toda la vida hubiera estado como ahora, dispuesto a las alarmas y los remordimientos. Yo soy, es decir, era el eterno campeón de la vida, el que daba a cualquiera quince y raya...

-¿Quince y raya? -consideró boquiabierto el joven-. ¿Esa es la expresión con que usted condensa el amor que han sentido por usted siempre las mujeres? El enigma de don Juan no es que sea un cogollo de destreza y superioridades, jamás virtudes; lo inexplicable es por qué le han querido tanto y tan irresistiblemente las mujeres, los millares de mujeres que ha encontrado en su camino.

-Ambas cosas están muy relacionadas. No sé a ciencia cierta cuál es causa de la otra. Escúchame. Así como Minerva nació y brotó armada en la cabeza de Zeus, yo he nacido en la mente de un fraile. Aquel temible y sagaz teólogo escuchó en las confesiones tanto enardecido pecado; tantos vehementes deseos de labios femeninos; tanto anhelo entre lágrimas de penitencias; tanto retrato de seductor, hecho a cincel de suspiro, que su alma se llenó de preferencias y de arrebatos de mujer. Aquel fraile, poeta y teólogo, que enjugó tanto párpado con su indulgencia, conoció las flaquezas del amor ajeno, humano y femenino. A él le dijeron ellas lo que jamás confiesan a nadie, ni a sí mismas, si no es a Dios. Aquel hombre poseía una vía de conocimiento mucho más profunda e infalible que cualquier psicólogo, ensayista o médico. Todas las preferencias, los gustos, los caprichos de las penitentes fueron plasmándose, informándose en un tipo, en una encarnación personal, que un día brotó en la cabeza   —331→   del fraile cuando este se hallaba con la pluma en la mano. Sin violar el secreto de confesión, dejó escapar de su alma un ser que vino a la vida con todas las fuerzas de tan impenetrable secreto. Así nací yo. Ya puedes explicarte, Agliberto, por qué soy un manojo de excelencias, un campeón, un insuperable. Estoy hecho a la medida del amor soñado y suspirado por el alma de la mujer.

-¿Y cree usted posible que haya seres que salgan así armados, como Minerva, de la cabeza de ciertas gentes, para seducir a otros? -preguntó Agliberto.

-Aquí me tienes a mí -replicó don Juan.

-¿Y de la cabeza de usted no ha brotado nada?

Don Juan volvió a sonreír, sin ofenderse.

-Los poetas han dicho de mí que en mis innumerables conquistas buscaba un tipo ideal, un modelo de mujer que jamás encontraba, y que esta perpetua decepción era el aguijón, el estro, no el acicate, como dicen ahora, que me impulsaba a llevar una existencia tan arriesgada, tan agotadora y costosa, en persecución de ese imposible prototipo. Pero no creas ese ingenioso artificio. Todo era cuestión de salud y buen humor por mi parte y de billetes con las dueñas o de llamadas por teléfono, por parte de ellas.

Agliberto sorbió la quinta caña de manzanilla y se dispuso a pasar al comedor para almorzar con don Juan.

-Así, usted no ha creado nada, señor Burlador. ¿Ni ha tenido hijos, ni ha escrito libros, ni ha inventado un tipo de amada como el Dante?

-De mis hijos no sé nada. Ni yo ni nadie -respondió don Juan, quitándose la barba postiza y desdoblando la servilleta-. Las brujas y las comadronas desaprensivas habrán dado cuenta de ellos. La vanidad literaria nunca me atacó, y para amar, con la realidad me ha bastado. Es tan hermosa como el sueño más azulirrosado. ¿Qué digo? Superior, muy superior. La realidad era tan rica, tan tupida, tan apremiante que no me dejaba tiempo para soñar.

-¿Amaría usted a otro ser semejante, es decir a una mujer producto del afán y de la ilusión de uno o varios hombres?

-No. Sería mi primer fracaso. Habría de ser perfecta, o habría de ser muy poca cosa; y como tal, en un caso u otro, me daría las primeras calabazas de mi gloriosa existencia.

  —332→  

Pero Agliberto no quedó satisfecho con semejante declaración. La mosca del temor celoso le rondaba la oreja. Espiaba al anfitrión. Hubiera querido registrarle los bolsillos, la escarcela; penetrar en los pliegues de seda que emergían del jubón acuchillado. Cuando el ama de llaves le anunció dos llamadas por teléfono, salió al pasillo, a hurtadillas, sobre la punta de los pies, para escuchar el diálogo del burlador con las desconocidas amadas. Pero al llamarlas por su nombre, se cercioró de que ninguna de las dos era Mab.



Sin embargo, el corazón no miente. Es un infalible batidor de sus propias desdichas. Dos días después Agliberto contenía el aliento, para no producir el más leve rumor, sometido a una terrible tortura, casi de laminación, bajo una bóveda de arpillera acribillada de muelles procaces y afilados.

A través del cairel de pasamanería, sentía las finas medias de Mab, no lejos de la gamuza de las botas de don Juan. Este había declamado infatigablemente sus octosílabos de la escena del sofá, sin que la paloma se rindiera a su retórica. Agliberto, enloquecido por la sospecha, los celos y el prestigio del seductor había rondado la casa toda la mañana; logró entrar en la cocina por la puerta de servicio; se escondió detrás de las estatuas, las colgaduras, los biombos. Poseía ese sexto sentido de los hombres tímidos, desconcertados, burlones de sí mismo, que husmean el rastro y el efluvio precursor de sus propios desastres. Sabía que don Juan vendría, que se sentaría en el sofá con Mab. Y claro, no sabía más. Deseaba saberlo y por eso, debajo de ese mismo sofá, esperaba, escuchando.

-Don Juan, don Juan, yo lo imploro... No vuelva usted, por Dios, a su invariable y monótono parlamento. Es inútil. Nos conocemos hace tantos años...

-Eres la blanca paloma de Cipris que recibe en sus blancas alas el iris de nácar de un amanecer eternamente renovado y joven. Y te parezco viejo, ¿verdad? -decía don Juan suspirando.

-Si todas esas imágenes botánicas, agrícolas, ornitológicas fueron mis juguetes de infancia. He jugado con ellas como las otras niñas con sus muñecas. No olvide que soy hija de su gran amigo Fausto...

-¿Crees acaso, alma mía, que profano su memoria en estos momentos?

  —333→  

-No, no quería decir eso. Estoy familiarizada con esas metáforas. Mis niñeras y yo las encontrábamos sobre las alfombras de casa. Indudablemente, ustedes, amigos íntimos, las adquirieron en el mismo bazar.

Don Juan empezó a suspirar más fuerte:

-Nunca escuché semejantes sarcasmos. Cierto que llevo una muy mala época. Todos me calumnian y me insultan; pero hasta ahora las mujeres me habían indemnizado. No cabe duda, es la decrepitud, que inicia el desastre. Sin duda, tu padre te revelaría mis achaques, mis dolores, mis neuralgias, mi reuma y la necesidad de tomar salicilato...

-No. Hace treinta años no hubiera usted tenido más éxito que hoy. Aquel esplendor de una vitalidad superior, sacrificando perpetuamente la inteligencia, el talento, el genio en derramarse, en abrasarse, en consumirse, no hubiera conseguido conquistarme. Ese titánico y conmovedor espectáculo no me hubiera ablandado más que hoy.

-¿Y quién eres tú, monstruo con faldas, que puedes resistir la seducción de don Juan?

-Soy el más infortunado y el más feliz de los seres. Mi destino depende de una persona. ¿Dónde se vio una mujer que no se considerara prometida sino de un solo hombre? Estoy hecha para él, a la medida, más que de su conducta y merecimientos, de sus ensueños y delirios...

-Eso buscaba yo, según algunos: ¡la mujer de mis sueños! ¿Quién sabe? Pero ¡quizás seas tú, Mab, mi ideal y no el de Agliberto! ¿Por qué razón vas a estar hecha según el patrón de la imaginación de ese pobre pipiolo, recién salido del cascarón, y no según mi módulo de anhelar y de vivir?

-Usted nunca pidió en sus soliloquios a Dios la mujer que soñara. Además, usted no soñó nunca. La vida fue tan rica para don Juan que superó todo lo que hubiera podido imaginar. Y no le dio tiempo para ello.

-Es cierto. ¡Aquel ajetreo!... Tantos compromisos y citas simultáneas. ¡He perdido mi talento y mis dotes de músico y poeta en serenatas y composiciones de circunstancia!

-Agliberto, por el contrario, no ha vivido. Es de una torpeza, de una timidez y al propio tiempo de una soberbia desgalichada, encantadora. No tiene nada de don   —334→   Juan. Su falta de experiencia se ha resuelto en pensar, en aquilatar las condiciones de mujer que más apetecía, los rasgos que más podían seducirle y enamorarle. No se ha gastado en aquel espléndido frenesí vital que en usted tanto nos ha deslumbrado a todas. Yo soy para él la Única: la esposa y la hija de su espíritu al propio tiempo. Algo así como la Morella de Poe.

-Pero quien te ama a ti soy yo. Sólo yo, el Impetuoso, el Invencible. Mataré a ese imbécil, a ese sietemesino y te raptaré en un corcel de oro y plata a través de las tormentas y las maldiciones del cielo...

Mab le interrumpió:

-No, ¡por Dios! Sería inútil. Soy una mujer hecha a la medida, encargada por la imaginación de un hombre a la divina manufactura.

-Así debieron de ser todas las que tuve en mis brazos. Por eso las estimé tan inadecuadas a mi destino y tan poco merecedoras de mi apego. Ahora comprendo, ahora -dijo el burlador, inclinada la cabeza y mesándose los cabellos.

-Yo creo que no, que soy la única en tales condiciones.

-¿Y no te tienta la aventura de correr otro destino que el que te está predeterminado? ¿No te seduce la vida, es decir, el riesgo puro? ¿Peligrar, perderte? ¿No te halaga? Piensa que el mundo ha resucitado desde que a mediados del pasado siglo ando por los bailes y las fiestas. ¿No crees tú que este hecho de recibirme bien en todos los cerebros, en todos los escenarios, en todas las conversaciones no supone una definitiva resurrección del instinto humano, un segundo Renacimiento en los siglos XIX y XX?

-No hable usted de instintos, don Juan. Nadie sabe lo que sean. No busque palabras mediocres para su superlativa actuación en la vida. Me va usted a resultar tan pobre diablo como el demonio de Lutero o el Mefistófeles que andaba por casa...

El burlador tuvo un último rapto de desesperado amor e intentó ceñir la cintura de la criatura. Hubiera querido desnudarla frente a una ventana abierta a un jardín y contemplarla tecleando en un clave, como esos seductores indolentes de los cuadros del Tiziano que no son otra cosa más que retratos de don Juan.

-¡Qué dolor, Mab de mi vida! He llegado tarde, muy tarde. Ni mi reuma, ni mis canas me han hecho tanto daño como el análisis positivista de mis actos. ¡Demasiada interpretación psicopatológica, demasiadas fichas antropométricas y psicológicas,   —335→   hojas clínicas!... Miserables exégetas, ¿qué saben ellos de mis embriagueces de amor, / del sentimiento que ponía yo en cualquiera de mis serenatas? ¡El espacio, el espacio de los geómetras y de los filósofos podrá contener todas las estrellas, pero no puede encerrar la emoción de una de mis citas!...

Agliberto, agobiado, tirantes todas las fibras, se ahogaba debajo del mueble. Mab, ignorante de tenerle tan cerca, no dejaba de evocarle en silencio y su imagen la distraía de los parlamentos del seductor, que acabó capitulando con esta confusión:

-¡Quién había de decírmelo! ¡La primera escena del sofá que me ha vedado la vida!

-Yo también lo siento mucho. Confieso que me hubiera gustado caer en sus brazos. Eso hubiera probado que era una mujer como las otras. Una mujer de verdad... Pero... Compadézcame. Soy una desdichada, una ilusión viviente, un sueño: lo único fijo, preciso, inalterable que puede hallarse en el mundo...

Agliberto sacó la cabeza, como un galápago bajo su caparazón, y sonrió a los actores de la escena. Don Juan, rojo de despecho, ira y vergüenza, tiró de la espada como para descabellarlo, pero la excelsa criatura le detuvo el movimiento con un ademán.

El joven ingeniero pudo incorporarse, se estiró, se limpió el polvo y las pelusas de los codos y las rodillas. Después tomó las manos de su novia.

-¡En verdad, eres única! Sabrás perdonarme haber sospechado de ti, porque has nacido en una cuna de dubitaciones y tanteos. Como te soñé has venido a la vida, incapaz de infidelidad. ¡Eres la inédita, la sin par, la mujer soñada!

Don Juan buscaba su gorra de terciopelo, conteniendo a duras penas los suspiros.

-¡Cómo han cambiado los tiempos! -decía por lo bajo-. Cada día irá en aumento el número de análisis, ensayos y exégesis de mi persona. Análisis del cuerpo y del alma. Cada vez se acentuará más el prurito de precisar mi fisiología y mi psicología. Luego aplicarán los resultados de mi provecta y decaída actuación a los tiempos felices y heroicos de frenesí y turbulencia. La culpa es mía por no haber sabido retirarme a tiempo, profesar en un monasterio o morir.

-¡Pobrecillo, este fracaso ha debido de afectarle mucho! -comentaron los novios, haciéndose gurruminas.

Después, con propósito de indemnizarle de tal contratiempo, le propusieron:

  —336→  

-¿Quiere usted ser testigo de nuestra boda?

Pero Agliberto, en su fuero interno, admiraba en él al conquistador técnico, falible solo ante imposibilidades metafísicas o naturales. Hubiera canjeado la momentánea ventaja de comprobar la preferencia de Mab en favor suyo por la numerosa y empírica variedad de amores que había saboreado don Juan.

-¿Cuántas mujeres ha seducido usted en su vida? -preguntó el joven, ansioso de curiosidad.

El burlador, con el mentón sobre el pecho, terciada la espada, iba devanando en su mutismo, melancólicamente, los motivos de su desconcertante derrota. Como si despertara de un sueño:

-Esto es un mal augurio. Esto es peor que un apretón de manos del comendador.

Después de suspirar, recordó deletreándola, recreándose en ella, la segunda pregunta y vaciló en satisfacer la inquisición de Agliberto, pues nada es más triste para un hombre que hablar de éxitos amorosos delante de la mujer que acaba de rehusarlo, pero de un dedo de la mano siniestra se sacó un anillo de oro. En su interior, por una disposición semejante a las de los cuentakilómetros de los autos, se veían varias cifras esmaltadas en negro sobre fondo blanco, unidades, decenas, centenas, millares... debajo de un fino cristal. Mab y su amado se acercaron con tanta vehemencia que dieron un tropezón sus frentes.

-¡Tres mil ciento cincuenta y cuatro! -leyeron ambos.

-¡Qué espanto! ¡Ave María Purísima! -exclamó la hermosa doncella, horrorizada.

El ingeniero se disparó hacia la aritmética: «En treinta o treinta y tantos años, supone esa cifra unas cien mujeres al año. Sí, de cualquier modo, es extraordinario».

Don Juan explicaba el funcionamiento de la sortija contador.

-¿Veis esta florecita, esta rosa, que parece cincelada? Pues es el botón que mueve el resorte. Cada presión hace aumentar el número en una unidad.

-¡Vamos a ver cómo es eso! -dijo Mab, muy decidida a ponerlo en movimiento.

-¡Imposible! -atajó el seductor-. ¡Solo la mano de las mujeres que se rindieron han podido apretar la florecita!

-¡Ya, usted les hacía tocar el anillo como favorable amuleto, con objeto de garantizarles el secreto, la reserva, la indulgencia de ciertos poderes o la imposibilidad del embarazo! -comentó el joven.

  —337→  

-¿Y usted, en los ratos de ocio, distraída o inconscientemente, no ha gozado del pasatiempo de apretar el botoncito, no por aumentar el número de sus conquistas, que es su más preciado galardón, sino por simple recreo y mera diversión? -preguntó la dulce Mab.

-Jamás -respondió don Juan, picado y ofendido.

-Hágame el favor -pidió ella, y como quien no hace nada, cometió el hecho más tremendo de cuantos eran posibles en sus manos. Apretó el botoncito y la numeración de las conquistas de don Juan pasó del 3.154 al 3.155, sin que en realidad contara con un corazón más.

El héroe a punto estuvo de desmayarse. Una congoja inédita, jamás sentida, le ascendió de lo más íntimo del ser a la garganta. Empuñó la espada, como para atravesar a los novios, pero no llegó a desenvainarla.

-¡Esa cifra era la expresión matemática, precisa, exacta de mi existencia! No hubo fraude en la agregación de una unidad. Siempre fue verídica y homogénea esa operación n + 1, y otra vez n + 1...

El mozo ingeniero se sintió maravillado al ver cómo le traían al terreno de sus estudios.

-¡Muy bien! ¡Ya comprendo! La experiencia amorosa era como el razonamiento por recurrencia de Poincaré, la base de la inducción pura del tipo matemático.

-Eres un imbécil, Agliberto. El hecho amoroso no es homogéneo con nada, no sirve para ninguna inducción. Cada experiencia es distinta de las otras y su variedad es lo que presta los tonos y los matices al mundo -gritó el burlador exasperado.

-Entonces, ¿para qué numerarlas?

-Para afirmar su veracidad, y con el crecimiento de su magnitud determinar su prestigio. Pero ¡ay!, así como una gota de veneno hace impotable un manantial, esa profanación que has osado, Mab imprudente, virgen imaginativa y burlona, enturbia con una mentira la sinceridad numérica de mi cuentaconquistas.

-Pues piense usted siempre que la cantidad es una n - 1 -arguyó la muchacha.

-Claro. ¡De acuerdo! -asintió el joven.

-Pues nunca pensé que esa fuera la expresión aritmética de las enamoradas respecto a don Juan, ni pudo pensarlo nadie -exclamó el seductor desesperado.

  —338→  

-No se apure, que en eso de n - 1 lo importante no es la una, sino las tres mil ciento cincuenta y cuatro -exclamó Agliberto.

-¡Debían hablar con más respeto y consideración para mí! -interrumpió su novia.

Don Juan se fue cabizbajo. Pero Agliberto, el hombre de veinticuatro años, lejos de quedar maravillado por la lealtad de la mujer que soñó y obtuvo, estaba bajo la fascinación de los guarismos y sentía el vértigo de pensar en 3.154 seres que habían sollozado de amor en otros tantos episodios de tan varia diversidad como encierra la vida en cada caso. Agliberto apenas si podía pensar en tanto triunfo, pues él no había seducido a mujer alguna, y el deslumbramiento de su inexperiencia se inclinaba ante la cifra de don Juan, como ante el huracán de un imperativo. ¿Podía siquiera dialogar con él sin haber probado el fruto de llamas, el agua encendida del manantial del éxito y del delito viriles? ¿A quién había seducido él? El recuerdo global de su comportamiento del pasado estío le llenó de desprecio a sí mismo y de vergüenza.

Ahora tenía junto a sí a Mab. Era melindrosa en su recato, pero no era culpa de ella. Además, el único que podía vencer su pudor era él; por eso la empresa no encerraba mérito mayor, pues no hay prodigio en adaptarse a una prenda confeccionada a la medida, sobre todo después de la segunda prueba. Poseer a aquella criatura, bella previsión y prevista belleza, era aventura tan poco aventurada como comprobar que dos y dos son cuatro y que es cierto el teorema de Pitágoras. Había que ir hacia la Vida humilde y soberana, desconcertante, sabrosa, imprevisible. Salió a la calle. En la bóveda de la noche, en letras de fuego, se leía un nombre: Celedonia.