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ArribaAbajo Nuevos preparativos de boda

NI EL DISCO del atleta, ni la esfera del jugador de bolos se lanzan al espacio sin arrastrar al hombre que les infundió el vaivén y se adhieren en la rúbrica del voleo hasta sacarle de las casillas de su equilibrio. En amor, buscando el varón al rival, casi siempre se encuentra a sí mismo. Y se halla a sí propio, unas veces para culminar en el triunfo de su superación; otras, para consumar su aniquilamiento.

Ya los actos posibles no dejaban a Agliberto margen alguno para la indiferencia. Se manifestaban únicos, insustituibles, con apremiante urgencia. Aquella cifra, 3.154, le obsesionaba ardorosamente, número del teléfono íntimo con que había de comunicar exclusivamente, número de auto en que necesariamente había de viajar.

3.154. 3.154 contra 0. Nunca se había encontrado en el billar en tan vergonzosa inferioridad. La tacada era descomunal, pero había terminado. Ahora le tocaba a él el turno, y desgastaba, impaciente, en el taco del denuedo recién revelado, la tiza azul de los sueños. El pálido membrillo de la luz de las tardes, las acerolas de la inquietud, los nísperos de los celos, algo de miel de la Alcarria del amor de Mab, en aquel otoño habían recrudecido su recuerdo del estío recién abandonado; las excursiones en yate, los viajes en trenecitos de juguete por vegas floripondiadas, el paso bajo los arcos de los acueductos o los monasterios, junto a Celedonia. En la sabrosa persona de la enamorada sentía el desaire que había hecho a la brindadora solicitación de su destino. Y ahora, ¡qué tardía y con qué pando andar transcurría la noche, arrastrando las horas interminables!...

El tiempo había pasado de la desvalorización mayor que da la incertidumbre hastiada a la máxima cotización que adquiere en la última madrugada del condenado a muerte.

¿Si muriera? Una embolia, un incendio, el rayo de una tormenta... No durmió esperando el día, atirantado por el ansia, repitiendo un nombre que al ser pronunciado iba cada vez adquiriendo más fuerza y más hechizo.

Cuando la mañana se desperezó fue al teléfono y pidió a un camarada unos informes y unas señas. Se vistió, bajó al garaje, saltó sobre su roja motocicleta y en volandas   —340→   llegó a una explanada de ese Madrid a medio desmontar y a medio construir situado entre Tetuán y el Hipódromo. Detuvo el corcel de hierro, ante un producto híbrido, entre chabola y chalet, todo en ladrillo y teja, de un rojo de encía, guarnecido de una verja, un canesú de parra y cintas enredaderas, matas de haba y salvias liliputienses que con buena voluntad solidaria constituían un buen intento de jardín. La campanilla se disparó con un aullido de perro pisado y apareció una mujer morena, aflamencada, suelta de garbo, sanguínea y bien armada. Cuchichearon unos segundos, ella con ufanía de contralto; él con una incoativa cortesía balbuciente. Al punto le hizo entrar en la casa de planta única donde aquella amazona rolliza vivía con su madre, una momia andante, y diez o doce gatos de todas las especies y colores; negros, amariposados, verdes, azules y sonrosados. En las paredes se veían retratos, oleografías, flores de trapo, papeles de vasar y recortes de La Lidia y El Nuevo Mundo. En un rincón, emparejados, un Sagrado Corazón y una guitarra, clara y bruñida como una porcelana. Junto a una Singer de bordar, bastidores y tambores yacían, si no en el suelo, en un sofá que había sufrido la operación cesárea. De las cómodas con aplicaciones de metal blanco se exhalaba una fragancia muy diluvio universal justificada por un alto zócalo de humedad que culebreaba por los muros, en un festón sepia, a través de las estampas.

En una alcoba con dos puertas, un lecho de nogal, vasto como una campiña, dejaba apenas un palmo de suelo libre a su alrededor y el sitio indispensable a un lavabo. Una alcoba de batista, verdadera obra de orfebrería del bordado, aparecía rubricada por la luz de una lámpara de bombilla y pantalla rojas, más propias para tratar el sarampión que el divino mal del amor.

Agliberto alquiló aquella casucha para celebrar sus bodas secretas con Celedonia y pasar allí, descifrada en entregas clandestinas, repartida en cuartales escondidos, la incógnita luna de miel que pudo ser conocida y devorada en suntuosos hoteles, en deliciosos parajes, en carrozas y palacios reales.

-¿No se tratará de una mujer casada? -preguntó la bordadora, recelosa-. No quiero esa clase de líos.

-No; es la viuda de un amigo.

Esta fue la respuesta que se le antojó más decente improvisar.

Por la tarde manifestó a Celedonia su proyecto. Esperaba de ella, después de tanto desvío, el estupor, la indignación o los sonrojos invencibles.

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-¿Dónde? -preguntó tan solo, desazonada.

Él describió la casita, adujo la distancia, la reserva.

Su emoción no puso, sin embargo, mucho fuego en la pintura, como si explicara a una enferma las condiciones del sanatorio donde iba a ser operada. Ella no pudo cortar un gesto de decepción. Puso los ojos en blanco y exclamó:

-¡Dios mío! ¡Estamos aviados! ¡Como en todas las novelas!...



Convinieron que ella le esperaría en un taxi, al día siguiente. Él propuso que la misteriosa ceremonia se iniciara a las cinco de la tarde, pero ella prefirió a las seis. Agliberto se despertó muy de mañana, con fuertes latidos y creciente impaciencia. Vistió chaqué negro, pantalón rayado y mandó planchar el sombrero de copa, como si realmente fuera a casarse. A las once, solemnemente emperifollado, salió en busca de un requisito. Con su bimba lustrosa, sus botas de charol y su bastón de ámbar fue recorriendo todas las tiendas de flores en busca de una corona de azahar natural. Su capricho, si así puede llamarse misión tan cardinal, no era de fácil realización. Eran los primeros días de noviembre, y solo podía lograrse alguna rara y emblemática flor de desposorio con previo encargo y repetido emplazamiento. Así lo decían los corteses floristas, o las dulces y crepusculares señoritas con aspecto de profesoras de idiomas o de piano que sonreían entre los escarolados crisantemos o los amarantos desvaídos. Tomó un coche para poder visitar todas las tiendas en aquella mañana. Cada negativa aumentaba su desaliento. No era tan solo cuestión de conciencia; era un trámite ineludible ceñir con flor de naranjo la frente de Celedonia. Hartos habían sido los desaires hacia un premio tan reiteradamente ofrecido para coronar su aceptación con una distraída indiferencia. No se trataba de una aventura, ni de una boda sagrada y legal. Era cuestión de esmerarse en una culminante exquisitez. Ni más ni menos.

Cuando se cercioró de que en toda la ciudad no había un aromoso y viviente símbolo de doncellez eran las dos de la tarde. Regresó a su casa acongojado y tembloroso. Sin sentir apetito, reacio al almuerzo, se despojó de sus ropas de ceremonia. Ceremonia exquisita de husmear mantillos y corolas, de acariciar tiestos, de requebrar a   —342→   los jarrones y a los búcaros que contenían mil flores, menos la que él ansiaba y tanta falta le hacía.

Iba recordando mientras, desenvolviendo dentro de sí, los enhiestos pinares giratorios, mareados por el tren, los sicomoros, los cauchos, los baobabs vistos en los jardines botánicos o en sus sueños, las ruborosas buganvillas de sus paseos con ella, alientos de color para siempre desvanecidos, suspiros de un afán menospreciado, único, incunable. Se vistió de americana, indumento suficiente al viaje de novios, un viaje de novios ilusorio con un itinerario que no iba a andar, sino a desandar, reversión del desdén en homenaje, camino de displicentes ilusiones que no haría, que más bien intentaría deshacer. Tomó un coche y se disparó hacia las afueras, donde existen huertos y parques dedicados al cultivo de las flores, vastas y tibias estufas, donde las orquídeas se columpian suspendidas dentro de unos vasos dorados, lámparas de arcilla de una luz sólida, rizada y preciadísima. Pero tampoco había flores de naranjo con que significar de un modo solemne la pascua de la entrevista. El campo, dorado con su luz delicada, tímida y saludable, exhalaba un olor de lluvia escalofriante y amenazador, que llegaba al alma. Nunca le pareció a Agliberto más apetecible la vida. Jamás pidió a Dios, con el deseo, una mayor dilación de la muerte. No obstante, los árboles -chopos y plátanos-, columnas doradas del barroco retablo otoñal, dejaban caer al suelo sus hojas bien labradas con un chasquido siniestro. Visitó más jardines y viveros. Con sus quiebras y balbuceos de luz se anunciaron las cinco.

En una quinta un hombre sentencioso le dijo:

-Es muy mala época para esa clase de flor. Quizá en Valencia...

El joven galán hubiera ido hasta el fin del mundo. Pensó como en lo más natural de lo posible: «¿Habrá tiempo de ir a Valencia y volver para la hora de la cita?». Quiso buscar más lejos, pero se arrepintió, y pensó que en Madrid, en alguna tienda, encontraría una diadema de azahar artificial. Era una lamentable transigencia respecto a su designio, pero era inevitable.

Celedonia, anticipada más que puntual, se encerró en un taxi, almendra inefablemente sabrosa, cobijada bajo una capota, como dentro de su cáscara. Un temblor convulsivo, de felicidad, hacía vibrar la caja del vehículo sobre sus muelles, y es difícil expresar sus pensamientos, pues en ello se iría un libro largo y además indescifrable.

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Mientras tanto, Agliberto entraba y salía de múltiples comercios sin dar con lo que pretendía: con una imitación, con una mixtificación floral digna del caso. Perdió en buscarla el remanente de fuerzas y entusiasmo que le quedaba; dilapidó con la serenidad la noción del tiempo, más esquivo e irrescatable que el favor de las mujeres coquetas, y dejó pasar las seis y las siete, teniendo a su amada en un alarido dentro de un auto de alquiler.

-No, no era posible. ¡No me ha amado nunca! -decía la pobre, echando sartas de lágrimas.

Pero a él las flores de pasta, de cera, con su visible esqueleto de alambre y sin ningún perfume, no le satisfacían. Cuando las pértigas ganchudas iban ya a rasguear en los cierres metálicos, sintió que era menester decidirse. En una pasamanería modesta, llena de muestrarios, carretes de hilo y pieles de gato, compró al fin lo que debía representar su alta estima del sacrificio que se le brindaba. Mientras, Celedonia, desesperada y enloquecida, no estaba ya en el lugar donde le había esperado dos horas.

Entonces Agliberto pensó:

-Ahora sí que la he perdido para siempre. ¡Cuán poco me parezco a don Juan! Se encaminó a su horrible chalet. La bordadora le interrogó con la mirada. No, no traía a su amante. Traía otra cosa. Desenvolvió una caja de cartón blanquecina y tosca, donde se enroscaba una coronita de novia pobre, triste recuerdo de la flor del naranjo, de cera amarilla y papel de un verde chillón. Era lo más cursi, lo más lamentable y desatinado que había podido hallar. Con una emoción desalentada la dejó alrededor de uno de los boliches del amplio lecho de nogal, feo y bruñido como un peón, y se retiró dando traspiés.





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ArribaAbajo Nupcias

-LO QUE NO PUEDO explicarme es por qué no estás enfadada conmigo, Celedonia.

-Quizá sea ése nuestro destino. Estar siempre muy próximos y siempre desunidos. No me quieres, no me has querido nunca, Agliberto. Es posible que no me quieras, que no puedas quererme jamás. ¡Qué le vamos a hacer! No me entristece en el grado que tú supones. Me hace llorar mucho, a veces. Pero en seguida me repongo y río y bailo de contento al suponer que, sin tenerte, puedo hablar contigo y mirarte.

-Celedonia, ¿no te parece que las nubes tienen un tinte dorado sobre sus pieles grises, sobre su petit-gris de aviadoras frioleras?

-Sí, Agliberto; parece que sobre su piel gris tienen un reflejo dorado...

-¿Te gustaría viajar conmigo en una de esas nubes?

-Sí, me gustaría ir contigo en una de esas nubes.

Después, entre distraída y llorosa, exclamó, sin que hubiera podido dar cuenta de la intención que puso en sus palabras:

-¿Para qué más nubes que nosotros?

-Tú que sabes latín, Celedonia, nupcias viene de nubere; casarse quiere decir ennubecer, porque la desposada va envuelta en un velo como una estrella en un celaje. Nupcial es lo mismo que nuboso.

-Déjate de etimologías, Agliberto. No quieras sacar los luceros de nuestros destinos, hasta cierto punto nada más, del cascarón de una palabra.

-Y, sin embargo, en principio fue el verbo. La realidad del mundo se ha tallado con la gubia de la palabra. ¿De dónde proviene el beso? ¿Cuál es su origen? Indudablemente el alma encontró el vocablo, la modulación de la voz que podía crear algo después de la gran creación de la expedición divina, y contentándose con el movimiento de los labios, se fue hacia otros labios a comunicarle, sin decírselo, el secreto íntimo y definitivo del mismo... Tu nombre es mi universo; tu nombre, que nadie ha comprendido y valorado antes que yo. Tu nombre, Celedonia, ha sido la solución   —346→   del enigma universal para mí y el dibujo muscular del beso que voy a darte ahora mismo delante de todas estas gentes.

Se besaron, en efecto, en el salón de té, en un rinconcito discreto, y si alguien lo vio, no halló en ello el menor escándalo. Después Agliberto, como un sonámbulo, como un médium, sin darse cuenta, propuso:

-¿Si fuéramos hoy?

-Allí.

Ella comprendió, y no dejó de estremecerse. Después, una sonrisa escéptica y desencantada le corrió por el rostro. Salieron. Hubieran podido emplear el medio más acelerado para abreviar esa impaciencia que había de suponérseles y en modo alguno sentían. Un placer de nostalgia imprecisa, y al propio tiempo un prurito de dilación, les hacía ir demorando su definitivo enlace en una marcha de lenta pausa y acompasado retardamiento que a veces se desleía en la parada, síntoma de la timidez o el miedo a lo dulcemente desconocido. El cielo tenía esos contrastes lúgubres de palidez y obscuridades cárdenas de noviembre. Las hojas de los árboles, de los plátanos especialmente, habían adquirido una calidad de bronce veteado de cardenillo, que da al otoño una acritud metálica, a veces sensible en el ruido de la caída de la hoja, cuyo amortiguado rumor nos defrauda de un previsto estruendo de espetera derribada.

Llegaron después de su dilatoria caminata a la glorieta de los Cuatro Caminos. Un aire azulino, de niebla y de humo mezclados, iba resolviéndose, para agravarse en livideces, en sombras acardenaladas; luego, en sombras pizarrosas o en fondos sepias cercanos de la negrura. Gallinejas, churros, puestos de recuelo y aguardiente daban con el muestrario de sus exhalaciones una referencia de los consuelos del paladar del pueblo, digno de mejores recompensas.

Junto a los puestos de las castañas miraban danzar la paleta agujereada sobre el hornillo grupos de niños pobres, de bufandas nuevas y zapatos viejos. Las castañas recién asadas, con su polvillo azul y su risotada amarilla, fascinaban a los ojos infantiles, donde se reflejaba el resplandor de azufre de los faroles de gas recién encendidos. Los prometidos esposos pasaron frente a un edificio de ladrillo vinoso con un ángel de purpurina y siguieron por aquel trozo de suburbio con carácter de aldea incorporada a la ciudad: casas de planta baja y un piso, bares misérrimos, tabernas donde humeaban las fritangas, tiendas con percales, paños de hábito y quincalla humilde y pintoresca.

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Sobre el descampado en que estaba su hotel unas estrellas procaces brillaban sobre las nubes. Las luces de la casita estaban encendidas. Se oían dentro rumores y voces atropelladas y angustiosas. Los amantes temblaban, como si fueran a examinarse. Un torrente de imágenes, un mundo de temores les hacía castañetear los dientes. La campanilla de la cancela sonó como un alarido, sin duda para estar acorde con un concierto de suspiros, querellas, llantos e imploraciones que salieron de la casa al abrirse la puerta. La flamenca gruesa apareció desmelenada, gemebunda, con los ojos como dos ascuas.

Al verlos tuvo que apoyarse en una jamba de la puerta para no caer. Hizo un gesto de repugnancia y de horror ante aquella deliciosa y paradisíaca pareja.

-Váyanse -dijo entre dientes-. Hoy no puede ser.

Levantó los ojos con una mirada de odio y de vencimiento a la vez. Una luz de tragedia alumbraba aquel mísero y reducido interior. Un aroma de cirios y espliego lo sahumaba.

-Mi madre ha muerto repentinamente esta tarde. Váyanse. Hagan el favor -suplicó, hipando, la bordadora.

Agliberto no previó aquel drama concreto, pero no había dejado de sospechar algún obstáculo. Indudablemente, la fatalidad le acechaba en todas las circunstancias para que Celedonia no fuera suya jamás. Ella quedó boquiabierta, enternecida.

-¡Pobre mujer! ¿Necesitará usted algo?... -dijo. La heroica flamencota se echó a llorar. Necesitaba compañía. Necesitaba dinero. Necesitaba consuelo.

El joven sintió que se enfurecía.

-Vámonos -dijo.

Hervía en él la protesta contra la extemporaneidad de la muerte, inoportuna aguafiestas de la vida. Si balbuciente y vacilante vino, ahora se hallaba en plena posesión de ese vigor no utilizado, resurgido por reacción, patente en la imposibilidad, cohibido y esclavizado en la libre y propicia ocasión. Pero la hermosa niña rubia, que había venido a perderse en el amor y por el amor, se conmovió de caridad dulcísima, y solidarizada con el dolor de la desgracia, se ofreció, consolatriz, a aquella mujer a quien no había visto nunca. Entraron en la casa exigua, donde apenas tenía sitio para instalarse la muerte, con sus exigencias protocolarias de espacio. Sobre la amplia cama de matrimonio, destinada a los amantes, la vieja, rígida, apergaminada y astillosa,   —348→   daba la impresión de un leño mal tallado y carcomido, toda salientes y ángulos agudos. En el boliche de la cama todavía estaba la coronita de azahar por la que Agliberto faltó a la primera cita. Un feroz egoísmo varonil le empujaba ahora fuera de allí. Aquella imprevista imagen mortuoria le molestaba con una significación inversa a la de los horrores pintados por Valdés Leal; era una advertencia del mal uso que hacía de la vida, de la vida lozana y suculenta, del goce de la existencia, de cuya brevedad efímera era rudo y contundente testimonio aquel espectáculo. Nunca se sintió más don Juan que entonces. Hubiera querido tirar a la vieja difunta por la ventana y hacer suya a Celedonia, entonces y allí, en aquel tálamo que a tal hora le correspondía por derecho propio. Una pasión desconocida le impelía a la barbarie, al desatino, a la monstruosidad del cumplimiento caprichoso del arbitrio personal, de eso que pudiéramos considerar como fuente de los derechos mismos del hombre. Quiso sacar de allí a Celedonia, pero esta, hecha cargo de la miseria de aquellas pobres mujeres, se incorporó al punto, sentimentalmente, al sesgo y significación de la catástrofe.

-Vete tú si quieres. Yo me quedo aquí para acompañar y socorrer a esta infeliz y para velar el cadáver.

-¿Y qué te importa a ti todo esto? Ven conmigo. Esto es espantoso.

-No, Agliberto; llégate a mi casa y dile a mi padrastro y a mi hermana que pasaré la noche aquí.

-¿Pero estás loca? ¿Cómo voy a decirles la calle y la casa donde tú y yo...?

-La casa está tan inocente como nosotros. Cuéntales lo que quieras; pero ten en cuenta que esta mujer, sin familia, y a quien las vecinas dejarán para acostarse, no puede quedarse sola esta noche.

Nunca había estado Celedonia más bonita ni más tentadora que en aquel ambiente tétrico. Frente a ella, su amante se miraba al espejo. La coincidencia y superposición de su alma y su cuerpo nunca habían sido tan precisas como entonces. Salió como un autómata.

-Vendrás a velar -le dijo ella suplicante.

Tenía prisa de huir. Los juegos de prestidigitación que le brindaba el destino se le antojaban, y muy justificadamente, cada vez más siniestros.

Todo el arrabal, con su caserío enano, con su eyaculación de luces crudas y chillonas, que denunciaban la pobreza esclava de las gentes friolentas y abrigadas, le causaba   —349→   un profundo malestar. Llamó por teléfono a Adolfina desde un café. La explicación fue embarazosa. Celedonia no iría a dormir a casa. A preguntas de su hermana sólo supo responder que había de velar a la madre de una amiga, sin que pudiera precisar el nombre y el domicilio, y colgó el auricular. Los mitos que se iban engendrando eran cada vez más tristes y más truculentos. Era preciso, imprescindible, traer a la realidad social y doméstica a aquella criatura que, como su nombre, iba multiplicándose en su metamorfosis igual que una maravilla de la gentilidad teogónica. Pero para eso era menester estar en posesión de su propia alma y de su propio cuerpo de hombre. Al abrazar a Celedonia volvería a la realidad él también, a una realidad vital, económica y bien administrada, como la que soñó encargándole a Dios la confección de Mab. ¿Qué haría un jefe de Administración en tal caso? Agliberto se perdía en una tromba de perplejidades. No había precedentes, no había precedentes. Aquello pasaba por primera vez en el mundo desde su creación.

Creyó que cenaría con verdadero apetito. En efecto, un cierto estímulo le hizo aceptar el primer plato; después apenas pudo probar los restantes.

Salió después de cenar. Había prometido velar a la muerta incógnita y había que cumplirlo. ¿Qué haría Celedonia sola en aquella casita toda la noche? ¿Tendría miedo, tendría frío? ¿Cómo y qué habría comido? Aquellas preguntas eran otros tantos imanes que le atraían hacia Tetuán de las Victorias; pero, por otra parte, se sentía poco dispuesto a compartir el generoso sacrificio de su amada. ¿Amada? Sí; allí, pero en tales circunstancias... No obstante, no había otro remedio...

Pero antes de ir allá, ¿no podía ver una función, algo satisfactorio y frívolo? ¿Una revista, verbigracia? Fue a un teatro donde se representaba una fantasía submarina, con deslumbrantes decorados y profusos coros de mujeres casi desnudas. Pero todo el brillo coruscante y la pulpa deliciosa de la fruta humana se le aparecieron con un encanto mate, borroso, esmerilado, como si viviese en otro planeta o estuviese en sueños.

Parte del último acto lo pasó en el vestíbulo, fumando cigarrillos. A la una le pareció pronto para acudir allá. Entró en varios cafés, bebió coñac, whisky, pippermint. Después penetró en un cabaret. Su desaliento le hizo perder la brújula de la orientación y el sentido del ritmo. Bailó, arrastrado por la música, pero fastidiado por los movimientos. La galantería del ambiente, los hombros desnudos de las mujeres le horrorizaron. En la calle detuvo un taxi para acudir al velatorio, pero a mitad del camino   —350→   mandó que se detuviera. Eran las tres de la madrugada. Había lloviznado. Medio peneque, se arrastró por las calles embadurnadas de barro fino y pegajoso. En lo alto de la calle de Fuencarral encontró a un amigo suyo, abogado sin pleitos, periodista, político, curda sempiterno. Esgrimía una pistola descargada ante un farol asmático que resoplaba como una lechuza. Fueron juntos a una taberna de la calle de Carranza, donde un hombre barbado, con gorra de visera, exigió al bohemio la cancelación de cierta deuda. Las negociaciones empezaron en el más cordial de los tonos. Se interrumpieron después para pedir unos huevos fritos y un frasco de morapio; después debieron de reanudarse con peor cariz, porque, al fin, estalló la bronca y el noctámbulo tramposo fue expulsado a empellones.

Agliberto quedó solo, después de comer y libar, adosado al zócalo de madera negra, escuchando a los grupos de trasnochadores mal encarados que le rodeaban. Había algún licenciado de presidio, pero eran aquellas gentes honradas en su mayoría. El rencor y la ferocidad de su mirada era producto de esa exacerbación que da el vinazo y la proximidad del alba. Alternaban los requiebros con los insultos, dirigiéndose a los chicos y medidores de la taberna, ganímedes de mandil listado a rayas verdes y negras; escupían briznas de tabaco o la tripa de la butifarra, mientras suspiraban unos fandanguillos. La imagen de Celedonia aparecía en la mente abotagada, confusa y tumefacta del joven, bajo los horrores, el desvelo y la estupidez alcohólica de la noche de insomnio. Era preciso ir allá, pero una fuerza superior le retenía. El sueño le hacía cabecear. Medio dormido, escuchaba el relato de sus vecinos de mesa:

-El compare Ortega era el tío más célebre que había parido madre. Se compraba las botas en casa de Ayalde, pero como los callos no le dejaban andar le metía una cheira o un raspador al charol para desahogar el pie. ¿Qué os parece? Otra vez..., esto es más grande que Dios, se murió un amigo suyo que siempre estaba boqueras. Y se fue a velarlo a una buhardilla de la calle de Don Felipe, él y una hermana del interfecto que estaba fetén, un manojo de rosas; y, claro, como se helaban y no había más calorífero que un cirio y un número de La Correspondencia que prendieron, se arrimaron uno a otro para aprovechar la única manta, y empezaron a calentarse...

El narrador bajaba la voz y los circundantes acercaban las jetas en señal de interés. Uno de ellos, más alejado, debió de perder algún detalle del relato, y preguntó con insolencia:

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-Bueno, ¿y qué pasó?

-Na, que se le fumigó delante del muerto -comentó un exégeta.

Agliberto pagó y salió. Amanecía con un sigilo temblón y escurridizo. Era menester, necesidad urgente, ir allá. Pero las piernas apenas podían sostenerle. No se veía un coche de punto; un taxi, menos. El cansancio no podía vencer tanta distancia. Una procesión de carretas vacías, con sus bamboleos ruidosos, la oscilación de sus palos y el tintineo de los cencerros, avanzaba, perezosa en su estruendo a impulso de los bueyes corpulentos, desgarbados, patizambos, por la calle de Luchana. Preguntó la ruta que llevaban. Iban a Colmenar. Trató con uno de los boyeros para que le dejase ir en una.

-¡Si no tiene mucha prisa! -argumentó el hombre, con sorna.

Se tendió en la carreta, cara al cielo. El tiempo había mejorado.

Los añiles cenitales, muy diluidos, dejaban ver unas madejas de oro, unos rizos desparramados, entre ráfagas de un rosa dulcísimo. Entre las estacas de pino se veía cómo los aleros del caserío iban encandilándose. El campaneo, el temblor, el choque, el desvencijamiento del vehículo fueron adormeciendo al remolón. Vio salir algo de humo de algunos tejados. Una hoja seca le acarició la frente. Pensó en Don Quijote cuando en un carromato semejante fue también tumbado boca arriba a desencantar a Dulcinea. La suya, su Celedonia, sí que estaría desencantada... Sin embargo, el acto piadoso habrá podido compensarla de la quiebra erótica...

El frío iba poniéndole su antifaz alfilerado; a pesar de ello, quedó dormido. Soñó con el fondo de los piélagos insondables, quizá por influencia de la revista que vio. En unas praderas de flores azules, en que la soledad era dulcísima, halló acurrucada a una sirena rubia y sonrosada, con cola de argento y nácar. El ser maravilloso pareció salir de un letargo secular. «Creí que estabas muerta», le dijo Agliberto. «¿Qué es eso?», había preguntado la criatura marina. «¿No sabes lo que es la muerte?» «No; no sé lo que puede ser la muerte.» Le había tomado de la mano y habían bogado por la inmensidad fría del mar, en busca del sol de su techumbre. Despertó, helado, maltrecho por la agitación de la carreta, que pasaba en aquel momento muy cerca de la casa de Mab. Se apeó, dio un par de pesetas al boyero y subió las escaleras de la mansión de la amada. Una criada le abrió.

-Pero señorito, ¡si no son las siete todavía!...

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-Tengo precisión de ver a la señorita Mab...

Oyó que la doncella hablaba con la madre o con Pastora y le decían:

-Que vuelva a una hora conveniente. ¡Vaya unas prisas!...

Salió furioso. Cuando llegó a su hotel-chabola, el sol de noviembre, del mejor oro de ley, lo envolvía todo en sus filigranas. Los árboles, candelabros vegetales, brillaban, encendidos de alegría.

En el interior de la casita, en lugar del mutismo y el duelo sonaba un trajín de vida normal. Celedonia y la bordadora desayunaban en un velador. La vieja había resucitado y sonreía en un sillón.

-¡Estamos de enhorabuena, Santísima Virgen del Carmen! ¡Ya ve usted que se trataba tan solo de un caso de catalepsia!

Celedonia no estaba decepcionada. Para festejar la vida, Agliberto la cubrió de besos.



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ArribaAbajo Mab palidece

EL AUTOR DE ESTE RELATO no puede satisfacer la curiosidad de sus lectores en el punto de afirmar concretamente si Celedonia cayó en brazos de Agliberto definitiva y totalmente aquella mañana en el chalet de la cataléptica. Pero sí puede conjeturar que si no fue aquel día fue al siguiente, o dos después. Ni la desidia ni el falso pudor ni la exacerbada discreción en no franquear el supuesto territorio de su jurisdicción son la causa de esta laguna histórica. El autor no ha consultado sino con el alma de sus personajes, y esta no ha podido darle datos fidedignos, ni por parte de ella, ni por parte de él. Del hecho que pudiéramos llamar, bárbaramente, material no aducen detalle, ni impresión particular. Estoy convencido de que si su sinceridad les hubiera movido a algún pormenor descriptivo no habrían tenido la reticencia de escamotearlo en gracia de que la novela no resultara pornográfica. Transcribo, pues, lo que la pareja ha declarado: que no tienen nada que alegar en justificación del hecho, considerado por Celedonia como inexplicable y por Agliberto como axiomático, estando, pues, de acuerdo; que asumen la responsabilidad de él; que no pueden dar el menor informe introspectivo del acto, definido exclusivamente para su conciencia como un mero despertar. Al volver en sí, reanimados con su resurrección, deslumbrados por el mundo nuevo, ni apuntaron sus sensaciones ni se dieron cuenta del día de la semana en que vivían, pues prescindieron, entre otras cosas, de mirar calendarios, periódicos u otras ridiculeces impresas.

Lo cierto es que se vieron y amaron siempre que les fue posible en su apartado escondrijo. El universo sonaba, para ellos, como una gigantesca collera de infinitos cascabeles. Celedonia se quitaba las ropas con presteza, sola, en un cuarto contiguo. Con sus cabellos largos, sin cortar por entonces, se hacía dos trenzas doradas y larguísimas, que dejaban muy atrás, al caer, el borde de su corta camisa. Descalza, casi desnuda, era la niña adulta que juega a la comba con el amor y está más en el aire que en el suelo. Al fin, se decidía a acercarse a su amado, besaba una medallita de oro que llevaba al cuello, y luego le besaba a él, como si hubiera vuelto ileso de un combate.   —354→   Después entraba en el lecho de la colcha y los cuadrantes bordados sollozando de frío, de pudor y de alegría, para aceptar allí su egregio papel de primera actriz en el teatro de las sábanas blancas.



La felicidad que encontraron hizo palidecer a Mab. Aquel ángel de retablo, de la mejor madera, estofado con el oro del más alto prestigio de las virtudes soñadas, de la dote y del amor ciego, fiel e inalienable, no pudo resistir la rivalidad de una mujer cualquiera, de una Celedonia de carne y hueso. Pero ¿era realmente de carne y hueso? Agliberto, el que más motivos tenía para ello, no se hubiera atrevido a certificarlo. La posesión reiterada no hace más que aumentar la vaguedad; el ansia, la imprecisión; la sed, la vaporosidad de la mujer amada; y para él era más que una mujer, una nube, cuya realidad cambiante se diluía ante sus ojos y se le deshacía entre los dedos. Esa era la prueba de que la amaba única y absolutamente. Y entonces, ¿por qué no tuvo la lealtad de declarárselo a Mab y romper con ella, a quien quería cada día menos, ya que es imposible amar a dos mujeres a un tiempo? Mab era también de carne y hueso; era una creación de Dios, para dar cumplimiento a sus ensueños y divagaciones de adolescente; no era un fantasma frente a una realidad palpitante. Tanto la una como la otra vivían; eran ambas una mixtura de nube, de delirio, de ficción, y, por otra parte, de eso que se llama principio físico, naturaleza, materia; pero en el predominio de una porción sobre la otra llevaban un camino, un proceso de dirección contraria. Mab era el ensueño convertido en realidad. Celedonia la realidad transformándose en humo, desvarío, espíritu, y esta vencía a aquella, porque los mitos de la realidad superan siempre a los mitos de la fantasía. Pero al desrealizarse Celedonia en la íntima y abrasadora experiencia sexual (después de la intimidad erótica la hembra no conserva para el varón el significado y valor anteriores y su dilema es: evaporarse, eterizarse, o hacerse repulsiva y despreciable) iba dejando un hueco de sí misma, iba quedando tullida, amputada e incompleta. Y el vacío que dejaba, Agliberto intentaba rellenarlo con la presencia noviazguera de Mab. Esta venía a ser el remiendo, la cuña, la laña de que se valía el joven ingeniero de caminos para recomponer a la incompleta Celedonia, para sintetizar con dos mujeres un solo y único   —355→   objeto amado. Mas lo cierto era que la niña rubia, espontánea, traviesa iba absorbiendo cada vez con mayor fuerza la casi totalidad del objeto mixto del amor, y cada vez, en el alma del joven, necesitaba menos de la colaboración de la canónica e irreprochable doncella morena, trasunto de virtudes imaginables, dechado doméstico, patrón de la perfecta casada. Lo que una ganaba otra perdía. La victoria iba decidiéndose por la que elaboraba lo imprevisto en perjuicio de la que garantizaba las anticipadas seguridades.

Agliberto lo repetía, a todas horas, al ponerse la corbata, al pasear, en el Círculo, al acostarse.

-Sí, sí. Es cierto; los mitos de la realidad superan los de la fantasía.

No obstante, satisfecho y saturado de los besos y ternuras de una, acudía a casa de la otra, atraído por el señuelo de su ejemplaridad de futura mater admirabilis, suspenso y embelesado por la inquebrantable virtud de aquella mujer confeccionada a base de sus preocupaciones y egoísmos burgueses. Sin embargo, tales ventajas le iban pareciendo cada vez más ridículas, más empalagosas y cargantes, después de recibir la ducha de caricias, de aquella catarata de besos, de vitalidad y de aventura, que era Celedonia. Como su nombre desabrido y amargo en un principio se hacía dulcísimo y balsámico a medida que se saboreaba, su amor enojoso al iniciarse llegó a fascinarle en la entrega, en el abandono y la pasión. Si Mab se hubiera ofrecido entera, en cuerpo y alma, habría podido luchar con ella en igualdad de condiciones. Pero su entrega total estaba en pugna con su propia esencia: era una contradicción de su origen y de su destino: un imposible metafísico. Y así iba, la pobre, ángel de Ribera o Montañés, con su garrida belleza, su perfil de medalla, sus ojazos negros y su cuerpo mollar, a la más irremisible de las derrotas, a pesar de su espada, su guitarra y su raqueta de tenis, pues nunca hay paridad en el combate entre la vida, interpretada como sorpresa pura e inagotable y la vida tomada como corolario, aunque sea de principios muy altos y sagrados.





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ArribaAbajo Doña Mencía

ES DIFÍCIL SOSTENER amores con dos mujeres a un tiempo. Las horas destinadas a una son acaparadas por la otra en demoras inexplicables, retrasos casi siempre interpretados de modo certero por una intuición misteriosa, un sexto sentido de escama que mantiene al espíritu femenino siempre dispuesto a desconfiar.

Con tal dualidad suspicaz no hay posibilidad de programa ni de recta administración de la vida. El descontento, la desgana subsiguiente a ese desequilibrio de economía cronológica, hace muy desgraciados, en su desconcierto, a los bígamos y hombres de amores múltiples. Agliberto, al mes de entablar sus relaciones con Mab había hecho de Celedonia su amante. Estaba obligado a una doble asiduidad y a una forzosa exhibición con ambas. El luto, riguroso y reciente, de la novia le eximía de acompañarla a los espectáculos públicos; pero, en revancha, le obligaba a una asistencia ineludible a misas y funciones de iglesia. Pero Celedonia, por su parte, no perdonaba acto alguno de alto rango espiritual: conferencia, concierto o exposición. Era, al fin y al cabo, una universitaria fracasada. Además, se pirraba por la ópera y el cine, sin desdeñar el drama. Adoraba los tés de los grandes hoteles y de los saloncitos en boga, y sentía una debilidad burguesa si que también intelectual por el club de la Puerta de Hierro. De este modo el joven ingeniero estaba a todas horas muy comprometido, y su situación era angustiosísima para salir adelante con sus dos idilios. La incompatibilidad de citas, las horas de oficina, de noviazgo oficial en casa de una, las clandestinas o públicas entrevistas con la otra le obligaban al uso perpetuo del vehículo, poniéndole en tensión nerviosa continua, y le imponían un malabarismo de imaginación, de pretextos y de embustes realmente agotador. Solo la pícara vanidad masculina podía soportar aquel alarde de recursos, con sus gastos, sus riesgos y sus molestias. Advertía el revuelo de extrañeza que entre los amigos y conocidos de vista ocasionaba el trueque de pareja, la dual alternativa en el galante o amartelado acompañamiento de ambas muchachas. Los incidentes, las sospechas de una y otra empezaron a manifestarse a fin de año, pero sin tempestuosa gravedad. Ellas, entre sí, se conocían sin tratarse y se   —358→   odiaban hace tiempo por esa antipatía profética y adivinadora, tan mujeril, de posibles antagonismos en lo futuro. No conocieron lo terrible de su rivalidad, sino después de muy avanzada su competencia. Un día, una tía de Mab le sorprende con Celedonia en un concierto matinal; otro, un amigo de esta le denuncia por esperar a aquella frente a una iglesia. Los comentarios de la duplicidad de su amor se multiplican en chismes, insidias y leyendas. Empieza el martirio del asno de Buridán sentimental, al correr del mes de enero, después de dos meses de estratagemas y delicias.

Doña Mencía siempre detestó a Agliberto. No se sabe por qué linaje de indicios se le antojó un galán inconveniente y sospechoso, incapaz de llevar la felicidad al corazón de la niña modelo, digna pareja de su hijo Torcuato. Cuando llegaron a sus oídos los rumores de intimidad entre Celedonia y Agliberto, se indignó con el malvado que llevaba la ruina, la deshonra y el escándalo a dos dignos hogares. Su odio se desencadenó torrencial e irreprimible. Hubiera deseado que se reinstaurara la Inquisición para que pudieran dársele todos los tormentos merecidos. Era de la más urgente justicia aplicarle el castigo más feroz y cruel.

El rostro apilongado y ratonil de la caduca dama hacía visajes sin encontrar una represión suficientemente encarnizada y ejemplar. Cuando pensaba que aquel botarate había arrebatado el partido incomparable a su hijo se enfurecía y rompía los objetos que tenía más cerca, pero su cólera llegaba a los últimos extremos cómicos cuando consideraba que, como madre de hijas, también sus pimpollos podían caer en las redes de un hombre tan abominable como aquel. ¡Es como para matarle!... Hubiera deseado la inexistencia del código penal o la impunidad a favor de uno de sus hijos o su esposo para que dieran muerte a aquel ser, verdadero azote infernal. Su sed de venganza le impidió realizar acto alguno encaminado a ella, en tres o cuatro días. Una mañana, después de un invencible insomnio, corrió a casa de Mab y le refirió las infidelidades de su prometido. La joven la escuchó en silencio; después se secó una lágrima, luego se deshizo los bigudíes y quedó su rostro sumido en una catarata de negruras que impidió ver los demás testimonios de pena y aflicción. Por la tarde, recibió a Agliberto con una acogida normal, pero reservada y sin efusión. Llevaba al cuello un medallón de pórfido negro y una Dolorosa de plata, embutida en él. Desde su luto no se había puesto zapatos de charol hasta aquel día. Un temblor rosa corría por sus medias, de un tejido más claro y sutil.

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-Hoy tomaremos el té tú y yo solos, porque mamá y Pastora merendarán fuera de casa.

En un velador lejano de los oídos familiares se sentaron.

-¿Tú conoces mucho a Celedonia Contreras?

-Sí, bastante.

-¿Hace mucho tiempo?

-Siete u ocho años.

-¿Habéis sido novios?

-No, nunca. ¿Por qué?

-Se dice que lo sois ahora. No te sobresaltes; es la versión más decorosa. Alguien dice que vuestras relaciones son más estrechas. Verdaderamente, no creía merecer semejantes homenajes de tu parte.

-¡Todo eso es mentira! ¡Es una calumnia! -gritó Agliberto.

-No te descompongas. ¡Ya ves qué tranquila estoy! No grites; no es la cosa para tanto. Ella no vale una escena trágica; es una chica de reputación discutida, muy loca y siempre en lenguas de la gente.

-No, Mab; es una mujer irreprochable. Te juro que entre ella y yo...

-Agliberto, has perdido la noción de la realidad. No admito tales justificaciones. Nosotros no nos hemos elegido. Siempre se elige entre un grupo. Nosotros estamos hechos el uno para el otro, pero no según el dicho corriente, sino por la expresa voluntad de Dios. ¿Podré sentirme celosa? ¿Podré temer que me arrebate tu amor una mujer cualquiera? ¡Y de una mujer cualquiera una que se llame Celedonia! Su nombre ya es una garantía para no tomar en serio su antagonismo. Nuestro amor es indestructible, Agliberto; es así porque no puede ser de otra manera. Es como el cariño del imán y los granitos de hierro, como el de las cosas iluminadas y su sombra.

-Mab, ¿cómo has podido suponer? Si yo te adoro...

-No me extrañaría que fueras su amante; pero debes dejar de serlo. Dentro de quince años, en la tierna delicia de nuestro hogar, después de besar a nuestros hijos dormidos de bruces en la mesa, al doblar la servilleta, me dirás: «¡Qué bien hiciste aconsejándome que dejara de ponerme en evidencia con aquella prójima a quien no se podía presentar en parte alguna ni nombrar en la intimidad por llamarse ¡Celedonia!». No hay duda; lleva la burla, el fracaso, la infamia en su propio nombrecito. No   —360→   me puedo sentir celosa de mujer alguna. Hecha para ti, por el omnímodo designio de Dios, tu desvío, tu abandono es más imposible que que dos y dos sean cinco. Y desde luego la competencia con una Celedonia, tan Celedonia de conducta como de nombre, ni la supongo, ni la admito y tú mismo debes de estar persuadido de tu error, si es que has errado, o mejor, has pecado en tan indigna promiscuidad.

-En cuanto al nombre -replicó Agliberto-, parece feo porque fue escarnecido por saineteros y autores de género chico, y esto lo hizo risible, pero es de lo más hermoso que puede proferir boca mortal. En lo que respecta a mis relaciones con ella puedo jurarte...

-Bueno, prescinde de toda amistad con ella, para evitar habladurías y chismes. Es lo que te pido, porque quitarme tu amor no es posible.

Aquella seguridad serena, aquella imperturbable confianza que Mab le otorgaba, figuró en sus sueños de adolescente como garantía de una perfecta armonía y paz conyugales. Pero en aquel trance le molestaba con empacho, incluso con náuseas, porque se le antojaba excesiva y desatinada. Aquella mujer que estaba delante de él, aquella perfecta casada, hecha a la medida, ¿no reaccionaría nunca con mayor ímpetu y vehemencia? Un disgusto hondo, profundísimo, se apoderaba de él. Sentía ahora junto a ella la impresión de lejanía entre seres próximos, síntoma de aversión y de protesta, que le privó meses antes de todo deseo de posesión de Celedonia o la sirena, cuando las tuvo en sus brazos. Si el cuerpo entonces quedó con el alma, ¿ahora el espíritu debía quedar aprisionado por la materia? Pero ¿qué eran esas palabras: materia, espíritu? Desde luego, eran muy feas y no valían la palabra Celedonia...

Salió muy apesadumbrado y fue al encuentro de la calumniada. Conversaron alegremente; pero al sacar un espejito del bolso, Agliberto vio una carta, y dos postales de la misma letra. Con un ademán indiscreto quiso leerlas, pero ella cerró el broche con brusquedad, y dijo: «No tienen importancia. Son de una amiga que me pide dinero». Él hubiera jurado que estaban escritas por mano varonil, pero calló y tascó freno. Por la noche, en el Aéreo, jugó una partida de carambolas con un capitán aviador; mientras él se engolfaba en una tacada prolija, el militar, dándole a la badana con la tiza, le preguntó:

-Dicen que andas en amores con Celedonia, pero que piensas casarte con otra. Hay que divertirse con las que dan juego.

  —361→  

-¿De qué la conoces tú? -preguntó el ingeniero.

-Hace dos años, en San Sebastián, se enamoró de Castañeda.

-¿Y qué pasó?

-No sé; según él, la cosa avanzó bastante -repuso con sorna el aviador disponiéndose a tirar porque Agliberto no había llegado a dar bola.

Aquella noche no pudo conciliar el sueño.

El nombre de la amiga era cada vez más dulce, y el ser que representaba era cada vez más real, más seductor, más completo, a medida que le hacía sufrir más.



Al día siguiente acudió a casa de Mab. Pero ella se excusó de recibirle. Pastora, con su cutis de rubia y su pelo castaño, apareció, sonriente, para manifestarle que su hermana estaba ligeramente indispuesta. Era la perfecta cuñada, irreprochable, correctísima, sin asomo de impaciencia ni de egoísmo; escultórica de cuerpo, perfectamente modelada de brazos y de piernas. No fascinaba tanto por su porte canónico como por las calidades de lozanía de su persona. No era tan alta como Mab, ni sus facciones eran tan correctas, pero su tez tenía algo de pétalo de rosa y el esmalte de sus dientes y el cristal de su esclerótica azul gozaban del brillo de las piedras preciosas y rarísimas. Cantaba a menudo, reía con facilidad y se ruborizaba por cualquier motivo. Y no obstante, no olvidaba ese empaque fraternal, no en balde llamado político, esa diplomática afabilidad, mezclada a la cortés y familiar llaneza, en que se guardan las distancias y se prodigan los halagos para consumar el parentesco adventicio, misión sacerdotal de esas mujeres que parecen imposibles, y no lo son siempre, y que son las cuñadas en perspectiva, mayores de edad y saber que la futura esposa. Detrás de una cortina apareció doña Mencía, con su hocico de musaraña y sus melosidades peligrosas. Pastora desapareció y quedó a solas con Agliberto.

-¿Qué tal van esos amores? -preguntó con mirada taladradora, que desconcertó al joven. No sabía qué responder y titubeó-. Parece que se vacila, ¿eh? ¿Es que hay más que estos? ¡Vaya, no me sorprendería! Se le ve a usted mucho con una rubita muy mona. Me parece que es la sobrina de una compañera de colegio mía. Creo recordar que la madre de esas chicas (son dos hermanas) quedó viuda en un viaje a   —362→   Suiza, y se casó por segunda vez cuando eran muy pequeñitas... Luego murió ella... ¿No es así? ¿Por qué no me atiende, Agliberto? Le veo a usted muy distraído, muy ensimismado...

-No, señora, no; muy enajenado, que es distinto. El día en que esté ensimismado, es decir, en poder de mí mismo, empezaré a realizar grandes actos que no llevo a cabo por estar un poco ausente de mí: romperé la cabeza a varias personas de ambos sexos, raptaré doncellas en serie en un coche como el de las Ursulinas; contribuiré a abolir la prostitución, la usura o cualquier otro testimonio espléndido de la cultura; prenderé fuego a esta casa, a su chalet de la Dehesa de la Villa o cometeré un atentado político.

-Está usted muy demacrado, Agliberto. Yo no quiero asustarle, pero ha perdido en cuatro meses más de cinco kilos. Se ve que está usted consumiéndose en una perpetua excitación nerviosa. Hasta el pelo se le ha desrizado. Tiene usted cada día peor color y va a caer enfermo. Y es que es muy complicado sostener amores con dos muchachas al mismo tiempo. En el mes de noviembre nadie advirtió nada, pero en diciembre ya se ha extrañado en esta casa sus retrasos. Cuando se le citaba a las cinco llegaba a las seis menos cuarto. Por las mañanas, ¡qué prisa para dejar a Mab! Estamos a fines de enero y a veces se retrasa usted más de dos horas. También sé yo que la otra se lleva plantones de hora y media y a veces micos irremediables. Y eso no es lo peor. Yo, que le quiero bien y miro por su salud, le aconsejo que se deje de novelas, de devaneos y de líos. Además, a su edad y con esa imaginación volcánica, no debe pensar en casarse. Deje a Mab, que puede encontrar un buen partido, y no comprometa tampoco a la otra pobre criatura...

-Bien está, doña Mencía, que procure usted alejarme de Mab para favorecer la candidatura de Torcuato. La disculpo, en gracia a su amor maternal, de la delación ante Mab de mi inocente amistad con Celedonia, pero ¿por qué quiere usted privarme de una y de otra?

-Yo no he delatado nada. ¡Pero si eso se sabe hasta en Belchite, hijo de mi alma! Lo que me pasa es que su desmejoramiento me inquieta; ahora, en invierno, época en que todo el mundo se repone, usted parece salirse por el cuello de la camisa. Desengáñese; lo que su vanidad de castigador gana su cuerpo lo pierde. ¡Y no se tiene más vida que una! Además, ¡a mí no me la da usted! ¿Para qué hacer de perro del hortelano,   —363→   si no ha de casarse con Mab? ¿Acaso el amor, el verdadero amor, le ha llevado a la conquista de Celedonia? (¡Ay, qué nombre! ¡Supongo que en la intimidad hará que se la llame de otro modo!) Usted no quiere ni a la una ni a la otra. Siente usted la fascinación de un ser mixto que ha compuesto en su imaginación, algo así como una quimera o un dragón que tiene partes de ambas. El que toma el vino aguado no es un apasionado ni del vino, ni del agua; es alguien a quien repugna algo de lo que pueden tener esos líquidos en toda su pureza. Convénzase de que la mujer que entra por el ojito derecho desbanca a cualquier otra, a la más pintada...

-¿Pero usted quedaría satisfecha con que rompiera con Mab? -preguntó el joven.

-Pollo, yo procedo con una intención generosa. No quiero infernar ningún idilio; pretendo de su buen criterio obtener el convencimiento de lo falsa, inmoral y antihigiénica que esta situación es para usted. Ni por miras interesadas, ni por perfidia puedo meterme donde no me llaman. No tome como chantage lo que es buena voluntad de esta vieja amiga suya.

Y le dio unos golpecitos en la mano. Agliberto quiso sondear el ánimo de la cautelosa dama, y la interrogó a boca de jarro:

-¿Entra dentro de sus suposiciones la intimidad de relaciones entre Celedonia y yo?

-Yo la tengo por una muchacha decentísima y no creo que su conducta se aparte un ápice de tal concepto -respondió la señora.

La vieja era taimada. Había que atacarla con osadía.

-Y si usted fuera requerida para dar su opinión y sus informes por Mab, ¿se comprometería a defender mi excusa y a justificar mi amistad con esa señorita dignísima?

-No quiero proceder con doblez. Soy enemiga de toda deslealtad. Puedo declarar y jurar que no le he denunciado; pero con toda franqueza le confieso que no estoy dispuesta a encubrir el doble engaño de que son víctimas ambas chicas. Además, descubriré la verdad, por el propio bien de usted, como le he dicho, y usted mismo me quedará agradecido por ello después de seis meses.

Era una declaración de guerra. Tentado estuvo de estrangularla. Pero ¿por qué no le quería dejar ninguna de las dos? Decidió marcharse. Ni la madre ni los hermanos de la amada salieron a saludarle. Solo Pastora un momento, para despedirle.



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Mab no accedió a recibirle dos días seguidos. Doña Mencía era, sin duda, el bacilo de aquella indisposición inexplicada. Agliberto, que odiaba a la vieja desde que se la habían presentado, iba reconcentrando su rencor. Por otra parte, los celos respecto a Celedonia aumentaban con el ardor de las citas, de los abrazos y de las pequeñas disputas de los dos amantes. A primeros de febrero, en plena exaltación febril de insomnios, husmeos, inquisiciones y furor para los obstáculos que se levantaban ante su doble amor, el joven ingeniero recibió en un día dos anónimos. Eran breves, escritos a máquina, de pareja extensión y, probablemente, enviados por la misma persona.

El uno decía textualmente:

«Abandona a Celedonia. Su amor, su apasionamiento son los lazos corredizos para conseguir un marido. Tu candor no será tan descomunal que te creas el primero en la serie de sus amantes numerosos. Ha estado enredada con todos los tenientes de un regimiento de húsares. Sus casi incestuosas relaciones con su padrastro, con ser las más misteriosas, no son las menos ciertas. Ten cuidado. Es una Salomé que pondrá tu cabeza en la bandeja de plata del ridículo con las arras del matrimonio alrededor».

El otro anónimo decía:

«Rompe con Mab. Es un maniquí encantador. Tiene virtudes, belleza y dote; pero un gran misterio rodea su origen. No se sabe de quién es hija. Ni el difunto Fausto, ni la que figura como madre son sus progenitores. La recogieron y declararon. No se sabe quiénes son sus padres ni de dónde vino. Un joven de carrera brillante no debe desdeñar estas cuestiones de alcurnia, que pueden traer desde la tragedia de Edipo a las más menudas contrariedades. Puede ser, incluso, tu hermana».

Agliberto quedó anonadado. La ferocidad de ambos anónimos, su truculencia, su atroz insidia, venían a confirmar obscuras o subrepticias sospechas de su conciencia o de su inconsciente. Indudablemente, provenían de doña Mencía. Pero ¿aquella alusión literaria de Edipo? Al punto recordó que tenía un hijo que escribía en revistas y periódicos, y tal reminiscencia confirmó sus conjeturas.

  —365→  

-Un golpe doble había sido dirigido con sagaz habilidad a los prejuicios burgueses tradicionales más encendidos en un joven de Escuela especial. La impugnación de doncellez y de los antecedentes de la mujer amada, y la declaración de obscuridad de linaje en la futura esposa habían de ser gotas de veneno en el corazón de un ingeniero de veinticinco años.

-Por si esto fuera poco, Agliberto tropezó con un amigo en la calle:

-¿No te casas?

-Quizá, sí -había dicho.

-¿Vas a casarte con la rubita?

-No, con esa no.

-Ah, ¿no es novia tuya?

-Amiga, nada más.

Anteayer la vi en la estación del Mediodía. Esperaba a uno que llegó en el expreso de Andalucía; debe de ser de su familia o de toda su confianza, porque se arrearon con dos besos como primera providencia.

-Pero ¿estás seguro de que fuese ella? -preguntó, despavorido, Agliberto.

-No lo sé, chico. ¡Con estos sombreros tan echados sobre los ojos! Pero me parece que sí.

Una tormenta de celos, de incertidumbre, de cólera se desencadenó en él con aquel vago informe. Dos días antes Agliberto citó a Celedonia en el chalet de sus dulces clandestinidades; pero ella se excusó pretextando una visita, negativa que le produjo la mayor contrariedad porque el encastillamiento de Mab le dejaba la tarde vacía. ¿Y le había dejado para recibir a aquel hombre a quien abrazaba en público? Se enloqueció con los celos, y sin dormir en toda la noche fue a la mañana siguiente a casa de Celedonia.

No había frecuentado su domicilio, aunque su camaradería era antigua y desinteresada. Había ido de visita alguna vez, en función de acompañante de alguna amiga de ellos. Pero aquella mañana tenía necesidad de injuriarla, de fustigarla con su ira; devolverle los retratos, las cartas con los apóstrofes más vigorosos, con el desprecio incisivo y encarnizado.

Ella no se extrañó de su presencia. Aquella carne pálida de pulpa de albaricoque de jardín estaba más descolorida que de costumbre. Unas ojeras de color de rosa cerraban   —366→   el arco de las cejas, verdes de puro doradas. Sin embargo, sonrió con una sonrisa fresca y abierta. Agliberto, enloquecido por la noticia de la traición, arrojó sobre la mesa las cartas, los retratos, los menudos recuerdos que tenía de ella. Le echó en cara su coquetería; la intromisión en su existencia para después burlarle del modo más torpe e irritante. Ella se defendía vigorosamente. Afirmó y juró no haber ido a la estación a esperar a nadie y prometió demostrar el empleo de aquella tarde con satisfactorias pruebas testificales.

-Tienes prevista la coartada, infame monstruo -rugía Agliberto-. Pero no quiero de ti nada, ni la amistad, ni el recuerdo, ni el nombre...

Al decir esto se detuvo. No pudo continuar. En efecto, su nombre estaba exento de las impurezas a que aludía el anónimo de doña Mencía; era, además, el compendio de ocho años de camaradería y de tres meses de incomparable felicidad.

Ella quiso rodearle el cuello con los brazos; pero él la rechazó tan violentamente que a punto estuvo de derribarla.

Celedonia entonces rompió a denostarle, iracunda, desencajada, tremenda:

-Eres un infame, un impostor, un embustero. Todo eso es la disculpa para dejarme, para abandonarme. ¡Eres un miserable! Estoy enterada de que quieres a otra mujer, a Mab, y de que te casas con ella en otoño. Ni mientas, ni me insultes; ya sé que vas a dejarme morir en el abandono y en el deshonor...

Se echó en un sofá. Sus sollozos altos, sibilantes, angustiosos, desconcertaron al celoso. ¿Aquella mujer tendida y convulsa, que se mesaba el cabello y se destrozaba el rostro con las uñas, podía ser la infiel que abrazó al viajero dos días antes? Escuchar sus lamentos, oír sus gemidos era demasiado cruel. Quedó en pie, silencioso, sufriendo horriblemente, durante unos minutos que fueron siglos. En una intermitencia de la crisis la joven se incorporó, y al verle petrificado, rendido por la duda y la emoción, se acercó a él implorante, tendidas las manos, dispuesta a caer de rodillas.

-Dime, amor mío, que no te casas; que es una falsedad, que es una mala intención. Dímelo, por Dios...

Por la mente de Agliberto cruzaron las imágenes de Jorge, del sueño que tuvo la víspera de Todos los Santos; los vio como los había visto en el salón de Embajadores, de la Alhambra; después la vio en brazos de toda la oficialidad de un regimiento; después, abrazada a su padrastro.

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-Pues es verdad -gritó-. ¡Me caso! ¡Me caso! ¡Me caso con una mujer digna!

Celedonia se irguió con los ojos cerrados y, como si hubiese recibido un golpe, se desplomó, rígida, sobre el suelo. Durante un segundo, Agliberto creyó que aquel desmayo era un ardid teatral; pero cuando oyó el golpe, el chasquido leve del cráneo en el pie de un mueble, le pareció que se derrumbaba el mundo. La levantó en sus brazos desvanecida, sin conocimiento. Al tomar su cabeza entre las manos la sensación de un líquido caliente le golpeó el dorso de la mano, y le entró por el laberinto de todo su ser con una conmoción de terremoto. ¡Sangre! Sí; corría, huidiza, apresurada, bulliciosa entre la filigrana del oro ardiente del pelo para inundarlo con su rojo avasallador y pavoroso. Se le vino a la mente la noche en que ella se hirió en un cuarto del hotel y él fue a prestarle socorro. Había sido la primera noche que la había visto desnuda o semidesnuda. Su sangre, entonces, le había parecido algo lindo y festejable, algo tan curioso como un accidente meteorológico: ««Es un fenómeno de aparición rara, semejante en eso a los eclipses y las auroras boreales», había dicho. Lo recordó, precisamente.

Asustado por la herida, y más asustado de sí mismo, Agliberto pidió auxilio. Acudieron Adolfina, el ama de llaves y las criadas. Se llamó a un médico. Celedonia abrió los ojos, y después de curada buscó al joven para estrecharle la mano, tierna y ansiosamente.

-No te dejaré nunca. No te abandonaré por nadie, ni por nada -dijo él.

Aquel ruido amortiguado de la cabeza querida al chocar contra un mueble y la sensación de la sangre ardiente y presurosa en el dorso de la mano eran ingredientes imprevisibles, y como tales, tremendos en su eficacia para determinar la polarización de sus emociones. Eran elementos inéditos en su conciencia; aportaciones que no pudo soñar nunca; hechos que iban a tener en su batalla sentimental una influencia decisiva.

-¿Quién te ha dicho que me casaba? Es mentira. Ahora lo juro -dijo, solemne y sentencioso.

-He recibido un anónimo en que me lo anunciaban -dijo la pobre rubita con su cabeza vendada.

Entonces Agliberto vio claro que doña Mencía quería aniquilarle su mundo sentimental, y que le emponzoñaba la vida a él, a Mab y a Celedonia con todo linaje de   —368→   delaciones, insidias calumniosas y estratagemas despiadadas. Se dirigió a un continental, y escribió a la bienhechora:

«Distinguida alimaña: Procure hacerme gracia de su presencia. Ninguna de las maquinaciones urdidas por su perfidia de bruja han dejado de dar sus correspondientes y funestos resultados. Prevenga la formación de un zaguanete integrado por su esposo, hijos, sobrinos y demás parientes si quiere evitar que le dé el trato debido a las comadrejas. -Agliberto».





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ArribaAbajo La primavera médica

EL TORBELLINO ESCANDALIZADO que aquella misiva levantó en el ánimo de doña Mencía cundió hasta casa de Mab. El joven ingeniero, arrepentido a los pocos minutos de tan brutales expresiones, fue requerido por la familia de su novia para dar explicaciones a la ofendida, ya dispuesta a que todos sus hijos lidiasen con el insolente para vengar tan grosero ultraje. No obstante, la señora, menos inflamada que Arias Gonzalo, hubiera encontrado en el joven Agliberto un peligroso Diego Ordóñez, deseoso de vengar la traición de que había sido víctima, de no haberse aclarado el motivo del retraimiento y reserva de Mab en varios días. La retirada a sus habitaciones -según confesión de ella- no obedecía a resentimiento o a manifiesta intención de gazmiarse. La verdadera causa de haberse apartado de su dulce amor era una pequeña erupción, un sarpullido ligerísimo ocasionado por el movimiento de humores en esa anticipación vernal que se llama la primavera médica. Para demostrarlo, se exhibió, no sin dengues y escrúpulos, ante él, envuelta la cabeza en un cachemir.

-Perdóname -le dijo-, estoy muy fea. Una mujer hecha según un patrón ideal debe ser obediente a su modelo toda la vida. Estas cosas de la sangre son para desilusionar a cualquiera. ¿Me soñaste tú alguna vez, me pediste, me apeteciste con estas pintitas en la cara? ¿No es mejor evitarte este pasajero desencanto?

Al oír la palabra sangre, pensó él en aquella llama roja líquida que le corrió por la mano, abrasándole con una emoción desconocida, cuando levantó en sus brazos a Celedonia. Ahora lo que le desencantaba era el intento de dar importancia a la sangre de las erupciones cutáneas, la sangre de la coquetería decente, frente a la otra, a la insospechable sangre volcánica de las erupciones dramáticas. «¡Esta Mab hace todo lo que puede para perder terreno!», pensó.

A pesar de tantas explicaciones, Agliberto no se avino a presentar sus excusas a doña Mencía, ni a reconciliarse con ella inmediatamente. Cuando Celedonia se repuso de su descalabradura, cedió mucho su enojo. Entretanto, esperaba que el marido o los hijos de la arpía le enviaran de un momento a otro los padrinos o le apalearan en   —370→   un café. Era preciso prevenir un encuentro. Para cuestiones de honor no había nadie en Madrid como don Juan. Hombre de sala de armas, de tribunales de honor y de actas para satisfacción de caballeros, era un especialista con el que había que contar para concertar o evitar un duelo.

Aquella charranada de pretender birlarle a Mab había sido olvidada por el joven, no solo por el castigo que a ella puso el ridículo y el fracaso, sino también por esa tendencia juvenil a la amnistía y al perdón que disuelve los odios y rencores. Así, no tuvo inconveniente en ir a su casa, sobre todo atendiendo a que, después de la grotesca escena del sofá de primeros de noviembre, su actitud fue circunspecta e irreprochable.

Don Juan es, al fin y a la postre, un caballero, aunque a veces se olvide de que lo es. El primer don Juan, el creador del donjuanismo, hubo de ser necesariamente un contemporáneo del emperador Carlos V y de Martín Lutero. Pero era más viejo que ellos. Estaba muy impregnado de privilegios, de señorío, de espíritu feudal. Don Juan es un alma del siglo XIV, siglo apasionado y candente, que despierta a principios del XVI, cuando se traduce a Platón, y reverdecen los mitos grecolatinos y el desnudo, al par que se agranda el mundo, se descubre un continente nuevo, se empieza a imprimir y a dudar de los dogmas de la Iglesia. En el siglo XIV se hizo la horma del Renacimiento, y a principios del XVI su zapato, siempre posterior a la horma. Pero ese mismo siglo del despertar, del amanecer de la nueva y fructuosa alegría humana, se encontró con la horma de su zapato: con don Juan. Fue el amoroso ímpetu que soñó dos siglos antes el mundo de Marsilio Ficino, de Rafael Sanzio y de Lutero y se encontró con todo aquello realizado. Pero, espíritu frenético y desbordado, era más viejo, más atrasado, más conservador que la nueva época exultante. Y don Juan sigue siendo un tipo de romance, de torneo, de juego floral, pese a su nueva indumentaria de gregüescos y jubones con rayaduras. Es el galán del Tiziano, que toca en el clavecín mientras la desarropada ánfora de ámbar femenino sonríe a la melodía. Es uno de los caballeros, vestidos también, del concierto campestre del Giorgione, que tañe un laúd frente a una dulce espalda sin cubrir. Siempre vestido ante el desnudo, retraído, retrasado; en el fondo feudal, demoníaco, un poco arcaico ya. Don Juan es el hombre de la Edad Media que usufructúa el Renacimiento, pero que no lo comparte o participa en él. El estudio de su alma en la literatura dramática o lírica se inicia   —371→   o se acentúa en el siglo XVII o en el XIX, cuando el espíritu del Renacimiento cede o cree ceder ante las sugestiones medievales.

El libertinaje de don Juan es el resultado de la rotura de trabas, de la dilatación de límites para un temperamento expansivo. Pero sigue siendo un gran goloso del desnudo y un vergonzoso incorregible para desnudarse. Don Juan existe en todas las épocas y existirá siempre; pero siempre creerá él -profundo error- que existe mayor afinidad que la verdadera entre su propio ser y lo que él ama.

Confiado en su hidalguía, no dudó Agliberto en ir a casa del burlador, que le recibió con paternal afecto. Leyó unos fragmentos del Código Cabriñana y le hizo exhibición de unas espadas españolas y unas pistolas de combate; pero el joven, hombre de su época, no sintió gran emoción ante aquellas antiguallas. Un desafío con el esposo o los vástagos de la comadreja se le antojaba cada vez más ridículo.

La conversación versó sobre los motivos del incidente. Hablaron de los anónimos y de su contenido.

-Usted mejor que nadie, don Juan, puede disipar mis perplejidades en este doble asunto. Sobre todo en la cuestión del origen y nacimiento de Mab. Amigo de don Fausto de toda la vida, podrá certificarme la legitimidad natural de su compañía, herencia y apellido respecto de él y su familia, y aclararme esta terrible incertidumbre de si es hija suya o no, si fue adoptada o incorporada por él a su hogar, y a qué título y por qué causa.

-No puedo satisfacer tu curiosidad. En la época en que esa niña vino al mundo y se educó, yo estuve en el extranjero o fui gobernador en provincias. No he oído jamás que se pusiera en duda la paternidad de mi amigo en cuanto a ella. Pero, desde el punto de vista providencial, tampoco me extrañaría que hubiese sido incorporada, agregada a su familia por una causa fortuita. No hay duda de que esa criatura se hizo para ti y nada más que para ti. No lo niego; pero la Providencia divina, para ponerla a tu alcance, quizá se viera forzada a un expediente complejo e indirecto. Con una visión panteísta, es decir, determinista, la unión de los seres más adecuados o idóneos mutuamente se haría de un modo necesario, como la armonía preestablecida entre alma y cuerpo que admiten ciertos filósofos. Pero en cuanto se tiene en cuenta el libre albedrío, la formación de la personalidad, del gusto y de las preferencias (es menester admitir una libertad erótica en el hombre), la Providencia debe de   —372→   estar obligada a una asistencia ocasional para ponerle lo más cerca posible de los más afines; y en el caso de hallar, en un momento de la creación viviente, un ser que coincida exactamente con los gustos, con los ensueños y con las dimensiones ideadas por el otro, para facilitar su encuentro me figuro yo que estará obligada a desarticular la normalidad con el fin de allanar la afición de esos dos seres hechos el uno a la medida de la imaginación del otro. Este ha sido mi problema, según dicen los exégetas. Pero a mí nunca me ha proporcionado mi media naranja deseada e imaginada. La divina Providencia no me ha asistido, y de ahí mi rebeldía y mi escepticismo. También podrían invertirse los términos y decirse que a causa de mi rebeldía y descreimiento no me ha prestado ella sus auxilios. Lo cierto es que nunca he sentido devoción por ella. Pero mi falta de confianza personal no impide que considere la posibilidad de que dos seres elaborados por la Creación y situados uno en la Patagonia y otro en Moscú estén hechos el uno para el otro. Desde luego su acercamiento no puede producirse sin la intervención de motivos extraordinarios: ruina de una de las familias, viajes, naufragios, secuestros, etc. Así, no me parece inverosímil que, al notar el Creador que en tu alma de niño fermentaban ciertas aspiraciones, escamoteara a Mab de algún lugar remoto y la insertara del modo más novelesco en el domicilio de mi difunto amigo Fausto para que tú pudieras encontrártela una tarde en la Carrera de San Jerónimo.

-Estas cosas, don Juan, son vertiginosas. No puedo pensar en tales posibilidades. Se me va la cabeza. Yo no sé si se lo pedí a Dios; pero en la sociedad actual es fundamental casarse con una mujer de incontrovertida alcurnia. Pero este quebradero de sesera, con ser muy enojoso, no me tortura tanto como los celos que me da Celedonia, y ahora, después del anónimo, algo peor que los celos presentes: los celos retrospectivos...

-En cuanto a la determinación de la virginidad de Celedonia, nadie como tú para tener un testimonio cierto. En cuanto a su lealtad, esa es harina de otro costal. Ya lo dijo el sabio Salomón: tres huellas son difíciles de reconocer: la de la nave en el agua, la de la serpiente en la piedra, la del ave en el aire; pero hay un vestigio imposible de discernir: el del hombre en la mujer. Ahora que se quiere investigar la paternidad para utilizarla como prueba jurídica, ¿por qué no se llega a investigar la fidelidad? Indudablemente, iba a traer una verdadera revolución a los códigos...

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-Contra lo que usted cree, don Juan, nada o apenas nada puedo certificar de la doncellez de Celedonia. Yo no soy un hombre experimental. Creí en su virginidad y le compré una coronita de azahar que dejé colgada en la cabecera del lecho. Cuando la abracé, el vértigo, el frenesí, el hechizo me envolvieron en una tromba de la que todavía no he salido; y, claro, en tales condiciones no me entretuve en realizar comprobaciones de laboratorio. No se ría, don Juan, no se ría, yo no soy un hombre experimental. El hecho de cerciorarse está justificado en un marido viejo; en ciertos casos, por razón de Estado, pero como se dice de la boda de los Reyes Católicos, en que los magnates exhibieron las sábanas de la primera noche; pero en un hombre sorprendido por la catarata del amor, ¿se concibe? En efecto, si no recuerdo mal, se dieron algunas pruebas; pero usted, que es hombre de experiencia en tales trances, usted que es un verdadero especialista, ¿puede afirmar que existe una prueba verdaderamente concluyente?

Don Juan pareció buscar en su memoria y, al fin, moviendo la cabeza, declaró con gesto estoico:

-Es verdad. Prueba irrefragable no existe, o a lo menos yo creo que no existe en condiciones absolutas y universales.

-El amor -declaró Agliberto- se substrae a toda comprobación. Las nupcias, lejos de ser algo material, tienen la misma esencia de su etimología. Son más que otra cosa un choque de nubes, una delicuescencia deliciosa, una nebulosidad lo más reacia al método experimental. La posesión física desmaterializada fantasmaliza a la mujer amada. A medida que se repite el hecho de abrazarla va haciéndose más esquiva e inaprehensible. Así, queda fuera de la inercia y de la pesantez por gracia de los procesos eróticos. Estoy convencido, don Juan, de que el amor material es lo menos material que hay en el mundo.

-Exacto, hijo mío, exacto -repitió el burlador, recapitulando en un momento su desaforada e ilimitada experiencia.

Además -continuó Agliberto-, Celedonia no estaba entera...

-¿Cómo que no estaba entera? -interrumpió don Juan.

-En mi drama de tres personajes no he conseguido ni un instante que cualquiera de los tres esté íntegro y cabal. Cuando viajaba con Celedonia, yo tenía el alma, y puede decirse que el cuerpo, en poder de Mab. Cuando volví, esta había perdido   —374→   con la muerte de su padre y el luto una buena parte de su ser. Entonces empecé, en vista de mi desencanto, a ceder parte de mi alma, y quizá de mi cuerpo, al recuerdo de Celedonia, a quien creía muerta. Cuando resucitó tampoco venía completa. La sirena le había arrebatado algo. Desde entonces se estableció entre ambas criaturas, Celedonia y Mab, esa relación que existe entre las ampollas de los relojes de arena; una de ellas estaba más llena que la otra, y las sacudidas bruscas de las peripecias amorosas hacían que alternaran en la supremacía de contenido de su realidad seductora. Cuando en ambas ampollas, es decir, en ambas mujeres, se equiparó esa realidad seductora, mi carne y mi espíritu coincidieron, pero mi Amada era como un helado Arlequín: tenía la mitad de la una, la otra mitad de la otra. Cuando seduje a Celedonia casi toda la arena dorada de la fascinación cayó en su ampolla; pero después, por la posesión sexual, su persona empezó a desrealizarse. Y, sin embargo, va triunfando de la otra, tiene más realidad, mucha más. ¿Sabe usted por qué y cómo compensa la desintegración del uso erótico? Pues porque me engaña, porque me la pega, o, a lo menos, así lo creo. El acto de engañar es siempre positivo; es la máxima afirmación del engañado. Al fin y al cabo, es una tarea que se efectúa en honor y acatamiento de alguien, aunque no en su provecho; es una industria aplicada, enderezada, a un objeto: el ser engañado. Engañar, y en amor más, equivale a una toma en consideración. El traicionado, el cornudo, no es el menos amado en la mayoría de los casos. Y en última instancia, no es el menos real y existente, porque yo soy engañado, luego existo.

-Agliberto -intervino don Juan-, vas por muy mal camino. Esa dialéctica cartesiana, esa lógica de matemático, es peligrosísima.

-No lo crea usted. ¿Quién de los dos es más feliz, más entero, más real, usted, don Juan, el eterno burlador, siempre consumido en la eterna argucia, en el perpetuo e inagotable dolo, o yo, el Agliberto burlado, objeto del fraude, en vista probablemente de la conservación y el desarrollo de un gran amor de mujer?

Don Juan quedó mohíno, perdido en remembranzas remotas, en nostalgias sabrosísimas y evanescentes.

-Sí, quizá. A las mujeres las creaba, las afirmaba yo con mis engaños, pero luego las extinguía, las anulaba con mis besos. Toda mi vida ha sido el telar de Penélope. ¡Qué le vamos a hacer! Pero ten cuidado por tu parte, Agliberto; mientras tengas   —375→   la mitad de tu amada en una mujer y la otra mitad en otra, no serás más que un fantasma.



Después de aquella entrevista el joven ingeniero consintió en dar explicaciones a doña Mencía y su reconciliación fue leal y sincera por ambas partes, pues el ardor beligerante siempre consigue tras de las treguas una paz duradera. Pero Mab no quería mostrar su sarpullido. Y mientras tanto, Agliberto corría a resarcirse de tal desamparo olvidándola en brazos de Celedonia. Procuraba verla a todas horas: por la mañana, por la tarde, por la noche; en la calle, en los teatros, en los bailes y, sobre todo, en el chalet de la cataléptica. Cuando no la encontraba o no había ocasión de verla, los celos se desencadenaban en su alma; no comía, ni dormía, ni alentaba pensando en ella y en su traición posible, y aquella zozobra que rayaba en la tortura se le antojaba la más hermosa y concluyente afirmación de la vida.





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ArribaAbajo Napoleón otra vez

CARMELA PONCE, Betty y Marisol eran las tres mejores amigas de Celedonia; una sevillana garrida, de ojos magníficos; una inglesa criada en Madrid, y una madrileña en su propio jugo. Betty no era bella de rostro, pero era selecta de formas en lo espiritual y en lo corporal. Marisol se parecía a la Maja de Goya. Chicas solteras, ociosas, ricas, deliciosamente inútiles para lo que no fuera el deporte, el baile, el flirt y quizá el amor, campaban por su desenvuelta alegría más que por sus respetos y recato. Las tres conocían los amores de Mab y de Agliberto, y aun sospechando la intimidad de este con Celedonia, nunca le denunciaron a ella. El lozano y florido goce de la existencia las eximía de toda mezquindad. Guapas mozas, sanas y protegidas de la fortuna, andaban como moro sin señor, independizadas de la moral burguesa, de sus familias y sus confesores, y no sentían mojigata malquerencia por aquel Hamlet rubio, cortés, ingenioso y desconcertante, siempre muy respetuoso y distanciado respecto de ellas. Agliberto las utilizó durante todo el invierno con calculado sentido pragmático para encontrar a Celedonia en casa de cualquiera de las tres. El pretexto del tango o el mah-jong en su domicilio particular le excusaba de más públicas exhibiciones. Ellas quizá sorprendieran la razón utilitaria de su frecuentación, pero lejos de resentirse miraban con complacencia al supuesto que hacía el mozo del apartamiento, retiro y secreto que ellas tácitamente le brindaban.

Todo aquel mes de febrero, en que sortearon las nieves con los soles. Agliberto se consagró por entero a Celedonia. Iban con frecuencia casi cotidiana al chalet de Tetuán de las Victorias, a veces con indumento de alpinista y botas de sierra, porque junto a la verja de su albergue de amor llegó a formarse un nevero difícil de franquear con zapatos. Otras veces, en esos crepúsculos de fin de invierno, tan finos y tan tersos, con su cielo verde y colorado como una manzana, él la esperaba en un lugar poco concurrido y la raptaba en su moto hacia el modesto y, no obstante, soberano paraíso. Nadie podía reconocerlos; él, cubierto por su casco; ella, embutida en el sidecar entre las pieles de su abrigo.

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Allí todo eran festejos de la mejor liturgia vital. Entre el cuadrante y el embozo, pulquérrimos, prodigiosamente bordados por la flamenca solterona, saboreó Agliberto las mejores mieles de la vida y la óptima perspectiva del universo que no había podido ni vislumbrar en los contactos mercenarios o pasajeros que constituían su modesto bagaje de pretérito amoroso. Nunca adquirió el mundo para él mejor color, matiz más sabroso, que bajo aquella lucecita con pantalla roja de sarampión.

Pasados los pudores de la primera época, ya le era dado disfrutar de la visión del desnudo de su amiga. Después de las dulces batallas, la sorprendía peinándose ante un espejo o poniéndose las medias en un sofá. Era la nube de primavera, era el tornasol de aurora más lindo que habían presenciado sus ojos en su corta vida. Bajo la deslumbrante cabellera rubia, verde de puro rubia, palpitaba la nebulosa del amor real, incompleta aún, pero cada vez menos vaga; esbelta y henchida, a la par, como una rosa.

Un sentimiento de confianza, de serenidad balsámica, invadía el corazón de Agliberto, al ver cómo iba cubriendo ella su desnudez y adquiriendo otra vez su mostrenca apariencia social. Aquel almanaque chillón, de colorines estruendosos, colgado en la pared, no le inspiraba ningún terror; su rollizo taco, rebosante, iba deshojándose poco a poco para disolver la inefable dicha que junto a él traería siempre aquella niña pizpireta y pecadora que se daba, antes de ponerse el sombrero, los últimos toques de rimmel en los ojos o de carmín en los labios.

Mientras tanto, Mab se curaba su erupción en la más recatada y obstinada soledad. Fiel al tipo ideal que pretendía representar a toda costa, iba suicidándose poco a poco, sin darse cuenta. Y su prometido halló cada vez mayor libertad y satisfacción en retrasar las visitas. Consecuencia de su reclusión por no mostrar su sarpullido fue el abandono de Agliberto. Dejó cuatro, cinco días sin visitarla, ni escribirla, ni telefonearla. Por aquella época él se consagró a Celedonia y sus exigencias fueron cada vez más apremiantes.

Carmela, Marisol, Betty fueron las brújulas de su ardoroso afán; cuando deseaba verla y no sabía dónde estaba, acudía a los lugares donde una de aquellas amigas le indicaba el derrotero de la niña rubia. Así se pasó aquel mes, sorprendiéndola con chocolatinas y ramos de flores, raptándola hacia escondrijos sabrosos, besándola infatigablemente.

Pero a fines de febrero Celedonia se hizo más difícil de ver. Alegaba quehaceres, visitas, compromisos sanitarios de dama de la Cruz Roja, obligaciones familiares. Ya sus amigas no podían dar de ella las pistas exactas, ni podían precisar los rastros infalibles de sus movimientos. Fue aquello para él, enardecido amante, pábulo temporal de una exaltación celosa más vibrante e intransigente. Su nueva crisis revistió los más álgidos y agotadores caracteres. La escribía, la llamaba por teléfono. Ella siempre respondía entusiasta, seductora, amabilísima, pero siempre dejaba en el corazón del enamorado un residuo sediento, de insaciabilidad que no le dejaba ni comer ni dormir... Nunca creyó la posibilidad del cuasi incesto, de las espantosas y denunciadas relaciones de Celedonia con su padrastro hasta aquellos días. En el desconcierto del joven podía germinar la suposición de la más monstruosa calumnia.



Dos días antes de la semana de Carnaval la citó a mediodía en la Castellana (ella vivía en el barrio de Salamanca). Llevaba cuarenta o cincuenta horas sin verla y la esperaba ansioso en la esquina de la calle de Lista. El día era un buen anticipo de primavera. De los árboles, completamente desnudos, unos podados y reducidos a ridículos muñones, otros respetados en la sutil blonda que se recortaba en el intenso azul del cielo, parecía querer brotar una prematura eclosión de yemas en ese delicioso cardenillo vegetal del despertar de primavera. Vino Celedonia, rebosante de alegría, en su vestido sastre de aquel kasha color palo de rosa que fue la moda hegemónica de aquel año. Agliberto había salido a cuerpo -hongo, americana negra, pantalón rayado y botas de charol-, porque tenía que asistir a una boda por la tarde. Caminaba la pareja en el más cordial de los coloquios, en la más pública y manifiesta declaración de su enamoramiento, cuando de frente se les acercó un tropel de mocitos bien trajeados, de diecisiete a veinte años, repetida réplica del litri, del gótico, del pera actual. Debían de conocerla a ella de vista, porque menudearon los comentarios entre sonrisas procaces y guiños convencionales entre ellos. El joven ingeniero se dispuso a un desigual combate. Hombre de condición irritable, ahora menos que nunca aguantaría una ofensa o una mortificación. Pero la manada de gansos pasó sin demostración agresiva. Sólo uno de ellos dijo en voz alta:

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-No, no es este. Este es otro. Napoleón no llevaba pantalones a rayas.

¿Quién era aquel personaje con quien podía ser confundido y al que vinculaban con Napoleón? Era, sin duda, un militar. Celedonia siempre había manifestado una gran debilidad por ellos, especialmente por los de Caballería. Enmudeció Agliberto, y anduvo largo trecho junto a ella, taciturno, preocupado, asaeteado por las dudas, los celos y una frenética disposición policíaca por descubrir quién fuera aquel Napoleón. Repetía el nombre de aquella urgente tromba histórica, lo retorcía en su mente, lo desleía entre el paladar y la lengua como si de aquella trituración mental de un vocablo pudiese salir el óleo o la fécula del secreto. Por una perversa y extraña asociación de ideas recordó con demasiada insistencia el consejo napoleónico de que «en amor no hay más victoria que la huida».

Aquella máxima, desde un punto de vista lógico, parece que iría a aplicarse mecánicamente a Celedonia, pero por una de esas sorprendentes paradojas del corazón humano tenía por blanco y meta el fiel y ejemplar amor de Mab. La huida, sí, la huida -como decía Bonaparte-. Era preciso abandonar a la novia ideal, a la encarnación de lo previsto, al ideal de encargo, con objeto de tener tiempo para investigar quién era el rival que le disputaba a Celedonia y a quien esta amaba, ocultamente.