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ArribaAbajo El mantón de Manila

MAS, AUNQUE TARDE, adquirió la triste y desconsoladora certeza de que Agliberto ya no la amaba. Comprendió la inanidad de sus atributos de mujer soñada, y tuvo la clara intuición de su derrota frente a la desenvuelta y arriesgada muchacha que, con un nombre feo, sin sus perfecciones canónicas de estatua, sin sus virtudes, no siendo casi nada, había engendrado el supremo mito vital para la captación del amor viril, y había ido haciéndose, completándose, desarrollándose, quizá perfeccionándose por la acción laboriosa de un conjunto de mentiras de la realidad, de patrañas de la acción y de la pasión, superiores en encanto y seducciones a los más dulces trampantojos de la fantasía. Y aunque tarde, Mab, que también era de carne y hueso, quiso luchar de mujer a mujer con la que le arrebataba un amor de derecho casi divino. También ella lubricaría una realidad, sin escrúpulos, sin miramientos, a todo arrojo y a todo peligro. No era tan solo un problema de amor propio, era un verdadero problema de amor. Además, a ella, prometida de un solo hombre, no le cabía el recurso de buscar a otro. Era, pues, un conflicto trágico de esencia: de ser o de no ser.

El domingo de Carnaval de 1924 coincidió con el 2 de marzo. Fue un día amarillo, transparente y traspasado de un vientecillo fino y fresco. Agliberto estaba citado con Mab y con Celedonia casi a la misma hora. Acudió primero a ver a la ideal; su erupción había desaparecido; después de misa y de un paseo corto se despidieron a condición de que él prescindiese de todo contacto con las máscaras y pasara la tarde en casa de ella. Después vio a la real, estaba más enojada que otras veces por la demora forzosa que le impuso la primera entrevista. Saldría, según dijo, al paseo, disfrazada, en un coche engalanado con Carmela Ponce, Marisol y otras amigas, pero necesitaba verle en el Palace a las siete y media. Aquellas circunstancias favorecían al galán; el reparto de tiempo se hacía cómodo y dar satisfacción a ambas era perfectamente compatible.

Su intachable prometida le manifestó por la tarde el deseo de ir al baile del Real del lunes. Él, que presumía la asistencia de Celedonia, arguyó:

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-Pero hija, ¡con un luto! ¡No hace ocho meses que murió tu padre!

En efecto, la madre y Pastora se escandalizaron. Hubo aspavientos, protestas, reconvenciones y llamadas al decoro de una mujer irreprochable. Pero ella respondió sin inmutarse:

-Es inútil. He decidido ir al baile e iré. Unas amigas tienen un palco. Van con su padre y sus hermanos. Debajo de mi antifaz y mi mantón, ¿quién puede conocerme? No creo que el dolor que me produjo la muerte de mi padre, dolor que nadie ha sentido sino yo, vaya a ser puesto en duda por mi firme deseo de divertirme, de bailar contigo, Agliberto, de gozar un poco de esta vida que se va, que se escapa, rápida y escurridiza, como el agua entre los mimbres de una cesta. Yo iré al baile y tú vendrás conmigo. Sin ti, nada; contigo, todo -decía al joven estupefacto-. No me importa el «qué dirán», la opinión ajena. Me importa ir al baile a pesar de mi luto y la falsa tribulación que la sociedad me impone. Iré. Soy capaz de dejar esta casa, de abandonaros a todos -la familia se hacía cruces en presencia de la rebeldía de una criatura siempre modosa y sumisa-. Iré al baile del Real. ¡No faltaba más!

Después de tomar el té atrajo a Agliberto para que viera el mantón de Manila que había de llevar. Era una de esas prodigiosas reliquias familiares que se guardan en muebles antiguos, entre rosas secas, membrillos, naftalina o alcanfor. En el respaldo de un sillón exhibía las suntuosidades orográficas de su relieve policromado, realce de sedas, zarabanda de colorines. Tenía algo de capa pluvial pagana, con los rostros y las manos de los chinos labrados en marfil y los pavos reales bordados en hilo de vieja plata. Era como una vidriera de catedral flexible, portátil y maleable. Seducía la vista el bulto mórbido del recamo y daba un vértigo de embriaguez el profuso abigarramiento sobre el fondo negro del crespón.

Estaban ellos dos solos y Mab declaró, serena, pero enardecida por una pasión inédita:

-Ya sé que una mujer perfecta debe guardar un luto puntualmente. Pero yo ya no soy mujer modelo. Quiero dejar de serlo y, desde hoy, rescindo mi contrato de maniquí moral. Por conservar la línea de un patrón ético he estado a punto de perderte. Has caído en las redes de Celedonia. Mi exceso de confianza, mi convicción de conservar mi papel ideal han acarreado el hecho absurdo de que prefieras sus brazos a los míos. La ves todos los días, la amas y has estado dispuesto a abandonarme a mí.   —383→   Pero la culpa, más que de ella, ha sido mía; no he sabido comprender que cuando te declarabas a gritos querías vencer el recuerdo de esa Celedonia vulgar que se te metía por los ojos; que cuando me hablabas de las estrellas pensabas en un amor desaforado, sin precauciones ni programas; que cuando me invitaste a la fuga querías abolir y superar con mi compañía la persecución de que fuiste objeto por parte de ella; que cuando me llenaste la casa de nardos era por insuflarme un poder voluptuoso que necesitabas, para soliviantar mi honradez remachada, para enardecerme. Y yo no me he enterado hasta que te he perdido. No me lo niegues. Agliberto, no; conozco vuestras relaciones, sé hasta dónde os veis, en una casita de los Cuatro Caminos, en un despoblado, y no lo sé por Mencía, que ya no me dice nada; lo sé porque me he enterado yo, Agliberto, al sentir tu abandono, provocado por mis remilgos. Pero no te perderé. Dejaré mi envoltura de perfección y seré una mujer vulgar y corriente, pero una mujer. Puestas a competir, vamos a ver cuál de las dos gana. ¿Acaso voy a dejar que me quiten tu cariño?

Un resplandor desconocido brillaba en sus pupilas. El fuego de la hembra llameaba en todo su ser, como si hasta entonces no hubiera tenido sentidos. Entre lágrimas y suspiros, espontánea y bizarra, se acercó para sorberle el escaso amor que aún sentía por ella, con besos abrasadores. Al tenerla en sus brazos, tan poderosa y firme de formas, tan a su medida, Agliberto sintió una suavidad bruñida de ámbar, un cosquilleo de rizos negros, un olor muy trabado, muy denso de claveles y de canela y un sabor de lágrimas y de labios entre el limón y la alcaparra, que eran los aguijones específicos de su encandilamiento.

-¿Vendrás al baile conmigo mañana?

-Sí, Mab, siempre. Siempre junto a ti.

Ella le había derribado a besos en el sillón donde yacía el portentoso pañuelo de chinos. Una fogosidad hasta entonces no revelada se manifestaba en el jadeo de su respiración. Sus dedos finos, burilados, de sus manos selectas, de cobre rosa, ensayaron las caricias más traviesas en una virgen incólume y respetuosa de sí misma; sus finas uñas de ágata rozaban voluptuosamente en unas cosquillas insoportables el pabellón de los oídos de Agliberto, mientras le embalsamaban el olfato los prestigios de la mirra y las especias de sus senos. Ella estaba inclinada sobre él, de modo que cuando la mano del joven buscó el talle para un abrazo casto, encontró el borde del vestido,   —384→   acortado por la postura, y al sofaldarlo dio, por cima de las medias del luto coquetón, con unos muslos de pórfido liso y templado. La hubiese hecho suya en aquel instante, de no llegar Pastora, no sabemos si oportuna o inoportunamente.

Como el coloquio revistió solemnidades de inopinada dulzura, Agliberto llegó tarde al Palace; después de las ocho. Preguntó por Celedonia a un compañero de la Escuela de Caminos.

-Sí, por ahí anda. He bailado dos veces con ella.

Aquello le produjo una impresión de disgusto. Iba teniendo cominerías de marido exigente. Al fin dio con ella.

-Ya veo que te diviertes -le dijo.

-Sí, mucho. ¡Vaya unas horas de venir! -después le husmeó-. ¡Qué perfumado vienes! ¿Dónde habrás estado? -una sombra morada corrió por los verdes ojos de la alegre niña. Después le preguntó-: ¿Qué te parece este vestido?

Estaba lindísima, con un traje de charmeuse ribeteado de piel de mono. Salieron y pasearon de bracete por Trajineros. Se veían máscaras fatigadas, fantasmas azules o rojos que pasaban, bamboleantes, bajo las luces eléctricas o del gas. Celedonia exclamó:

-¡Qué aburrido es el Carnaval! No me he divertido nada. No he hecho más que pensar en ti. Mañana lunes te acaparo, nos vamos a nuestra chabolita y nos pasamos allí la tarde.

-¿No vas al baile del Real?

-No. ¿Vas tú?

-Yo no -mintió él, muy serio.

Luego pensó para sí: «Tendré tiempo de dejar a esta; vestirme, cenar y acudir a casa de Mab a las once para ir con ella y su hermano al teatro».

En efecto, al día siguiente por la tarde fue el joven a la Castellana. Entre grandes remolinos de confetti, el enjambre humano exhibía al sol más cálido y prometedor sus percales, sus caretas de cartón, sus pelucas. Como en grandes ruecas, las serpentinas arrolladas a los árboles esperaban el viento hilandero. Entre los coches y las tribunas se cambiaban piropos con ramitos de violetas. Los socios de los casinos ofrecían bombones y copas de jerez a las mujeres que iban en las capotas; pero al reanudarse el ritmo trafagoso de la circulación quedaban con las manos extendidas cuando el vehículo se disparaba, dejando un vuelo de chorreras de gasa, de echarpes y de perfumes flotantes, al desaparecer entre las risas.

Agliberto participaba como mero espectador de todo aquello. Luego apresuró el paso, pues estaba citado con Celedonia en la glorieta de la Iglesia. Un taxi los llevó a un hotelito. Pasaron tres horas ardorosas y entusiastas. Cuando salieron eran las nueve. Unas estrellas vivísimas parpadeaban en el cielo despejado.

No tuvo el afortunado amador más que el tiempo preciso para vestirse y cenar ligeramente. A las once y media llegó a casa de Mab. Estaba ya dispuesta para salir envuelta en su pañuelo, impaciente por llegar al baile. Su hermano, el médico, la acompañaba. Fueron a recoger a las amigas, unas señoritas de Huelva mal educadas, rabisalseras y de buen palmito, a las que acompañaba un papá con aspecto de coronel y dos pollastres. Llegaron al Real antes de medianoche, a esa hora precoz y precipitada en que se presentan las familias decentes que se van pronto o no se van.

Mab y Agli bailaron desde las primeras piezas, ya en el palco, ya abajo. A ella, que nunca había ido a un baile de máscaras, le gustaba mucho ver llegar a las mujeres ataviadas con disfraces vistosos, que ocupaban las plateas o buscaban un asiento en el escenario, junto a la orquesta. Todos los dorados, las purpurinas, los reflejos del teatro entraban por los ojos de la moza deslumbrada y le rebañaban los recovecos de la sensibilidad con un cosquilleo pecador. Iba reconociendo a muchos amigos de su padre en los hombres que allí había. Hubiera querido también arrancar el antifaz a todas aquellas mujeres; saber a qué condición social pertenecían y quiénes eran. Allí habría algunas que deberían guardar luto. Y que, como ella, bajo la mascarita de terciopelo negro vendrían a gozar del jocundo paladeo de la vida; debía de haber muchas solteras; pero viudas, más. Pensaba que tampoco debían de faltar las adúlteras y hubiera querido que estas llevaran un disfraz especial para distinguirlas y conocerlas, aun sin ver su rostro, pues se le antojaba que las mujeres infieles habrían de bailar, inclusive, de un modo distinto a las demás.

Agliberto, mientras danzaban, reconocía las supremas aptitudes coreográficas de ella: «En esto supera a Celedonia», pensaba. No obstante, le parecía respirar todo el aroma personal de la criatura a quien había estrujado entre sus brazos unas horas antes, como si se hubiera instilado en su ser y brotase después por evaporada   —386→   emanación. Al revés de lo que le ocurrió en su viaje, parte de su cuerpo estaba ahora en poder de Celedonia, pese a la presencia de Mab, como entonces había acontecido viceversa. Además, el fenómeno actual le parecía más explicable que el pretérito.

A las tres decidió todo el grupo cenar en el foyer, aprovechando el descanso. El viejo militar se había encalabrinado con una jovencita, amiga de sus pimpollos, y tenía ganas de meterse en gasto y juerga. Corrió el champaña, cayeron casi todas las caretas, y todos, incluso el hermano de Mab, decidieron quedarse en el baile después del intermedio. Agliberto empezó a notar los efectos de su actividad sexual y coreográfica, complicada con las libaciones profusas y la desorientación sentimental. Parecíale que una corona de hierro caliente le cercaba las sienes, y al enfriarse y contraerse le oprimía las paredes del cráneo; una sensación de punzada, mezclada a otra de tirantez de parche, se le repetía en dos hileras de puntos simétricos a lo largo de la columna vertebral. Podía bailar, pero haciendo un gran esfuerzo. Como eran más de las cuatro y ya había sonado la hora de la caída de las camisas en los palcos, de los curdas y las broncas, el coronel o brigadier de la juerga y sus niñas, a la par que Mab, decidieron irse a la Malva Real, como sitio más decente y más adecuado para cobijar el regocijo de una sociedad burguesa.

Era la Malva Real un establecimiento mestizo de restaurante de noche, colmado y burdel, decorado de un modo pérfido, con escayolas morunas pintarrajeadas, ajimeces alicatados, y arcos de herradura en generosa profusión. Era un lugar suficientemente caro para que pudieran asistir a él personas de todas las condiciones sociales. Camareros con chaquetilla blanca -rufianes de acento sevillano- iban y venían con bandejas y cañeros. Las cazuelas de las pepitorias y de las paellas las llevaban unos veteranos fondones -tipos de guitarristas o buñoleros retirados- que, con afectados donaires taurómacos, las escamoteaban de entre los cuernos de las innumerables cabezas de toro disecadas que adornaban tanto los testeros como las esquinas.

Ofrecieron a los recién llegados un reservado con sillas de anea y otros asientos de madera, alrededor de una mesa almagrada con matasellos de millares de chatos húmedos y pegadizos. En las paredes se veían carteles de corridas de toros con manolas color de regaliz y cornúpetos embestidores, entre banderas españolas y otras alianzas de color, agrias y feroces. Las niñas ya no querían beber más. El camarero dijo que lo   —387→   que estaba mejor a aquellas horas eran los pollos. Los jóvenes palmotearon dando su aprobación, y ellas, sin sonrojarse, se echaron en sus brazos para bailar un chotis, exhalado por un gramófono que sonaba Dios sabía dónde. El caballero de aspecto militar hablaba al oído de una mujer como de treinta años, amiga de sus hijas, y, al fin, decidió que trajeran pescado frito y Moriles.

Se oía en los otros reservados y en los pasillos un estruendo de zambra soez y descabalada, de voces que desafinaban al cantar, de aixuxúes nórdicos mezclados con jipíos aflamencados, de medias granadinas que se convertían en jotas aragonesas. Se oía el acento enronquecido de los honrados varones, padres de familia ejemplares e hijos modelo que azotaban con manotazos de sonoro estampido las nalgas y las nucas de las señoritas de a diez duros la dormida. También había cañís auténticos, catedráticos del cante, gente del bronce, profesionales de la estafa de la diversión nocturna, gente prima-hermana de los sepultureros -su eterna alusión- peinados con persianas, abrazados a sus sonantas relucientes como a niños por bautizar. Junto a los funcionarios en disposición báquica, pasaban, con empaque de solemnidad, los más ternes adalides de la matonería. Entre los verdaderos lidiadores de toros, con traje de etiqueta y gardenia en la solapa, había alemanes y norteamericanos con disfraces risibles de picadores y vaqueros.

Agliberto sentía que se le iba la cabeza. Entre las confusas impresiones que llegaban a su conciencia dominaba un preferente sentimiento de repugnancia. Mab parecía muy divertida y se ceñía a él en los bailes como una recién casada.

De pronto, tambaleándose en sus carcajadas, apareció en la puerta una mujer confundida, que se había equivocado de reservado. Era un tipo cruzado de española y de india, bella y gallarda, de piel de membrillo, y ojos azules de puro negros. Dio un traspiés pisándose un pañuelo enorme, color sangre y ocre. Se excusó y salió riendo.

-Mejicana, ¿dónde te metes? -chillaron los del departamento inmediato.

-Tenía deseos de perder mi perfección -musitaba Mab al oído de Agliberto-. Quería entrar en la alegría de la vida, aunque fuese en la más canalla. ¿No me quieres en la realidad de la existencia? Luego, salimos al pasillo un momento. Quiero darte un beso muy fuerte. En el palco apenas nos han dejado solos.

Él sentía un cansancio cada vez mayor, una repugnancia invencible, un desfallecimiento que contrapesaba con el entusiasmo de su novia idealizada. Apenas podía   —388→   llevar el compás de la música y le dio algún pisotón que otro. Aburrido, algo ebrio, fatigadísimo.

-Cántate algo, mejicana -decían al lado.

Con dejo americano y excelente timbre se oyó una seguidilla pícara y graciosa:


«Si los cuernos lucieran
como la luna,
no sería precisa
vela ninguna.
Sería un portento
ver que era cada calle
un monumento».

Entonces las niñas de Huelva se sintieron aguijoneadas por la coacción lírica. No tenían allí guitarrista, ni instrumento. Además, hubiera sido estéril buscarlo, dada la baraúnda que ensordece, en aquella colmena de borrachos enloquecidos. Se cantó aquel fandanguillo de la patria chica, palmoteando con las manos en los bordes de la mesa, jaleando todos a una el ritmo saltarín y trivial:


«¿Qué importa que Madrid tenga
el Retiro y la Gran Vía,
si Huelva tiene el Conquero,
la Rábida y Punta Umbría?».

Y todos corearon al final:


«¡Y el fandanguillo choquero!».

Después otra de las niñas, la más callada y prudente, entonó una canción poética y cándida, del Andévalo, esa región de collados tiernos como senos nacientes, más Extremadura que Andalucía:

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«La luna se va, se va.
Déjala d'ir, que se vaya;
la luna que a mí me alumbra
no anda por estas montañas».

Eran las seis de la mañana. Del cuarto de al lado venían a oírse trozos de diálogo, amenazas, mandatos poco edificantes.

-¡Que me quites el carmín de la pechera! ¡Que te sacudo! ¡No te pongas los pantalones, mejicana, que me vas a limpiar la camisa mojándolos en ginebra! ¡Menudo cisco se arma si me ven en casa esto!

Las honestas muchachitas reían estas y otras frases. El brigadier de la juerga seguía poniéndole los puntos a la mujer de treinta años. Agliberto y Mab salieron al pasillo para cambiar un beso de película, largo, a toda esclerótica, pero que sabía a contagio canalla y hez de vino. De todas las puertas abiertas o entreabiertas, llegaban rasgueos, ayes, gritos y ruidos de jarana. Las granadinas de «Salero, viva mi barrio» y «Viva Graná, que es mi tierra» se retorcían, ansiosas, como llamas agitadas, mezclándose con tarantas, polos, guajiras... Se cortaban en peregrinas interferencias la brusca bulería que escupe por el colmillo y el soberano martinete, pontífice del cante de fragua, que arrastra las cadenas de oro y plata de su melodía y de sus temas, símbolos de la esclavitud amorosa.

De un cuarto donde había cañís y gentes que sabían decir lo más jondo del alma andaluza en esos ininteligibles cantares se oyó:


«En las montañitas de Burgos
suspiraba un cundí la otra tarde,
y en sus lamentos decía:
"Júntame las carnes, manteca de Flandes,
que estoy arrecía"».

Volvieron al reservado. Alguien entonó el fandango de:

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«Dices que te llamas Laura,
pero no de los laureles;
que los laureles son firmes,
y tú para mí no lo eres».

Agliberto se sentía desfallecer. A través del sueño y de la fatiga, en las ráfagas de lucidez, pensaba en Celedonia. Mab sintió revivir dentro de sí todo el prestigio de su estirpe, toda su genealogía hereditaria, y quiso empujarla, echarla a combatir con su prosapia ideal de mujer elaborada en una mente. Pertenecía a una familia de Sanlúcar y de los Puertos, de la tierra en donde la seguidilla y la debla de la Mancha bajó a glorificarse en la epopeya del cante desde el siglo XIII a hoy. Era de esa tierra, trabada en nupcias con el mar, que acuna el azul del cielo en los esteros melancólicos, junto a las pirámides de una sal que da envidia a la plata y a la nieve juntas. Era una reina de Egipto del salero andaluz. Con aquello no contó Agliberto al soñarla; pero el que fuera graciosa no era sino un premio de añadidura que Dios le daba. Se arrancó con una seguiriya gitana de lo más fino que escuchó en San Fernando:


«No me duele el alma,
no me duele el cuerpo;
me duele que creas que lograrás irte
de mi pensamiento».

A Agliberto le dolía el espíritu y la carne. Veía cómo ella pugnaba por entrar en la realidad, por seducirle con ella, pero no advertía que en vez de hacerse, de crearse, se deshacía con aquellas inoportunas e indelicadas vehemencias de amor. Pensaba que, en efecto, aquella elegante jugadora de tenis llevaba dentro un alma popular, callejera, de una plebeyez indudable, comprobada aquella noche al contacto con la realidad vinosa, villana y prostibularia. Ella, por su parte, transgredía sus compromisos de obediencia a la norma ideal para luchar con la competencia de una mujer viviente, rival suya. Y creía -¡terrible y supremo error!- que tendría más realidad a medida que fuese y se manifestase como más hembra.

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Sonó una explosión de sevillanas, con chasquido de crótalos y palmas; Mab saltó sobre la mesa y cruzándose el pañuelo de Manila, danzó las sevillanas entre los olés frenéticos de los presentes. Hasta su propio hermano la jaleaba. Las rúbricas que sus brazos y sus piernas signaban en el espacio eran de una gracia inefable. Eran nada menos que la resurrección a la vida de un imposible sueño humano. Pero Agliberto pensaba: «No hay duda; el anónimo de doña Mencía guardaba algo de cierto. Esta mujer descubre con esto la obscuridad y la miseria de su origen. Es una gitana, una titiritera, incorporada no sabemos cómo a la familia de don Fausto. Esta no es la mujer que me conviene para consumar el porvenir que me brinda mi carrera».

Ella se enardeció más en la danza. Revoloteaba su mantón negro, bordado de mil colores, a impulso de sus pulidos brazos de ámbar, como el mapa en relieve de todas las gracias y seducciones universales que contiene este planeta. Tenían los flecos, alternativamente, caricias de alas o de cola de ave y golpe de zarpa de fiera. Mab ya no bailaba; ardía en baile y en amor. Y en efecto, se incendiaba, se consumía. Creyendo rehacerse, se deshacía cada vez más. Agliberto, ebrio y rendido, vio que se convertía en una enorme llamarada que le cegó y le hizo perder el conocimiento.



Cuando volvió en sí se encontró de bruces en el reservado de la Malva Real. Estaba solo. Su smoking tenía una desgarradura en el codo y la pechera de su camisa estaba maculada de vino y polvo. Se incorporó pesadamente. Una sed pastosa y abrasadora le atormentaba. Por una ventana entraba un sol dorado y gozoso. Consultó el reloj, que aún andaba. Eran cerca de las once de la mañana. Muy cerca de él yacía el prodigioso mantón de Mab, que parecía un crespón negro con un montón de piedras preciosas encima. Entre sus pliegues se veían, a trechos, pavesas y ceniza como de tabaco. Recordó la danza, la llamarada, y el terror hizo que le castañetearan los dientes. Nunca hasta entonces había tenido la sensación de volverse loco.

Llamó a gritos y llegó un camarero sonriente. Le contó lo ocurrido en la madrugada. Cuando Mab bailaba las sevillanas se colaron por la puerta entreabierta unos marchosos y la tomaron por una de tantas. Protestó uno de los jóvenes, hermano o   —392→   novio de las onubenses, y el flamenco le deshizo la nariz. Entonces el coronel le arrugó la mandíbula al agresor y la batalla acabó echando a todos a la calle.

-Quedaron aquí usted, que estaba algo mareado, y el pañuelo de Manila. Yo le eché la llave al reservado para que usted descansara y además porque ese señor mayor, del bigote blanco, pagó con tanta precipitación a la hora de najarse que no me dio propina.

Agliberto sacó un billete de cincuenta pesetas y se lo dio. Después, con el codo roto, el sombrero sobre la oreja y arrastrando el precioso mantón de Manila, salió a la calle, bajo la plena luz de mediodía, a buscar un taxi.





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ArribaAbajo Epopeya en un simón

DURMIÓ CASI TODO el martes de Carnaval, agitado por terrores y pesadillas confusas e insistentes. Al anochecer pudo conciliar un sueño más denso e igual. Prescindió de sus citas con Mab y Celedonia. Todo su empeño se concentraba en substraerse a la conciencia, evitar la vigilia clarividente. A la hora de cenar se sentó entre los suyos. Su padre le reconvino por los desórdenes que había observado en su conducta. Le intimó a un mayor arreglo y a una puntualidad rigurosa a las horas de cenar.

-Te agradeceré que no vengas después de las diez -le dijo con tono seco y dolorido.

Las hermanas rectificaron:

-Mejor sería que cenáramos siempre a las nueve y media. No hay medio si no de llegar a tiempo al teatro o al cine.

Agliberto prometió la mayor exactitud desde aquel día. La zurcidora le devolvió el smoking arreglado y después de cenar volvió a vestirse y fue a otro baile. Le produjo una impresión penosísima. Parecía que el universo estaba enrarecido, como si estuviera bajo una enorme campana neumática. Salió de aquella diversión, entró en un café, y, después de beber media botella de agua mineral, fue a acostarse. Aquella nueva etapa de sueño fue más apacible y reparadora. Despertó en la mañana gris del miércoles de Ceniza con deseo de emprender su ritmo de vida pragmática, corregido y regulado. Fue a hacer entrega del maravilloso pañuelo de los chinos a casa de Mab, que le recibió jocunda. Le habían puesto la ceniza lustral en la iglesia y daba la impresión de haber sido totalmente incinerada. Tenía algo calcinado, de morena carbonizada, en su apariencia de mujer reingresada en la normalidad vital, después de un incendio voraz y extraordinario, tras de una quema que dejaba unos vestigios de tizne y unas exhalaciones de chamusquina.

-¡Qué bien lo pasamos anteanoche! ¡Si no hubiera sido por la cuestión final!...

Después le preguntó:

-¿Vendrás esta tarde?

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Él inventó un pretexto. Quería huir de ella, y en cambio ver a Celedonia. Se sentía defraudado, con un desaliento rencoroso en que se había deshecho toda su ilusión por la futura y un ardor de cobijarse bajo el amor de la ya conseguida y acogerse definitivamente a él. Después de inquirir el paradero de esta durante toda la tarde, al fin encontró a su rubia amante en casa de Betty. Era ya muy tarde, y solo tuvo tiempo de acompañarla hasta cerca de su casa. Estaba un tanto quejosa por no haber acudido a su cita del martes. Además, le habían dicho que él había ido al baile del Real.

-Celedonia, quisiera estar contigo mañana.

-No, mañana no es posible -contestó ella.

Era la primera negativa que le daba; la primera vez que rehusaba su encuentro y compañía. La respuesta le dolió como un golpe en un codo.

-¿Qué tienes que hacer? -preguntó él, con un ansia de náufrago.

-Voy a casa de Claudia; a las seis y media saldremos, pues ella va al teatro y yo aprovecharé para ir a casa de una amiga que está muy mala y a la que no quiero dejar de ver. Después, a las ocho, vengo a casa de Betty, pues es el santo de su hermana.

-Entonces te espero a la puerta de casa de Claudia, a las seis y media.

-No -respondió con viveza-. Vendrá Marisol, e iremos juntas. Pasado mañana, allá, en nuestra casita, a las siete. Iré directamente en un taxi.

¿Por qué no quería encontrarle al día siguiente? La sierpe de una sospecha creciente se le enroscó al alma. ¿Qué motivo tenía para esquivarle?

Formó en seguida su plan de marido celoso. Ponerse a la puerta de Claudia a la hora dicha, esperar si salía y espiarla. A la mañana siguiente, jueves, Agliberto recibió una carta de Mab suplicándole que no dejara de asistir a su casa a la hora del té. Su deseo de vigilar a Celedonia le hubiera determinado a eludir aquella entrevista, pero de nuevo Mab le instó por teléfono a acudir. Su voz vibraba tan implorante, tan armoniosa que prometió ir a las siete. Supuso que en aquella media hora habría tiempo más que suficiente para observar a una y después acudir a complacer a la otra. Caso de tener que seguir a la primera, el retraso no podía ser muy grande para la segunda. Además, media hora de dilación en ver a Mab era lo de menos. Lo interesante, lo curioso era saber adónde iba Celedonia.

Claudia habitaba en una calle solitaria, sin tiendas, de un barrio aristocrático. Agliberto había hablado con ella un par de veces y, después del verano, apenas había   —395→   cambiado con ella más que un saludo y un apretón de manos. Era muy explicable que Celedonia evitase su encuentro para soslayar cualquier alusión a Portugal, donde ella estuvo junto a él, haciendo creer a su familia que vivía con la viuda y declarando a la viuda que estaba con él primero; luego, con otra amiga.

El joven llegó con luz de tarde, decidido a aguardar la salida de la niña rubia. Eran poco más de las seis. El tiempo había cambiado. Ya no tenía el cielo, hacia occidente, aquella clara sonrisa verde de los buenos crepúsculos de febrero. El cierzo de marzo corría entre dos chaparrones, evaporaba el agua de los alcorques de los árboles y arrancaba de las ramas los abigarrados caireles de las serpentinas carnavalescas. Entre dos piaras de nubarrones presurosos se echó de menos, al obscurecer, un creciente de luna de afilados cuernos. Agliberto tiritaba de frío y de impaciencia; pensaba que la mejor cita de amor es la no convocada. Pero temía algo en lo más recóndito de su conciencia. La ventisca le obligaba a andar y le apagaba la cachimba en que fumaba tabaco inglés que le habían regalado días antes. A las seis y media Celedonia no había bajado. «Ya es hora de que salga Claudia para ir al teatro.» Se acercó al portero y preguntó si había visto entrar a la visitante.

-Sí. Esa señorita ha subido, pero no he visto bajar a ninguna de las dos.

Se arrepintió al punto de haber consultado al cerbero, pues quizá descubriera su presencia y deshiciera su incógnita e inopinada vigilancia. Poco deberían tardar en salir. Una fila de carruajes concentraba su sueño de marmotas en la acera frontera a la casa. Aquellos coches y los tenues fustes de una doble hilera de acacias eran las únicas trincheras tras de las cuales podía ocultarse. Transcurrieron los minutos, desde las seis y media hasta las siete menos cuarto, con una longitud de semanas. El tabaco inglés se apagaba cada dos por tres y las cerillas se le agotaron. ¿A qué hora llegará Claudia al teatro?

A las siete apareció en la calle un oficial que empezó a pasar frente a la casa con cierto empacho desembozado y fanfarrón; calzaba botas de montar e iba envuelto en un capote de vueltas rojas, como la franja de la gorra de plato, que apenas dejaba ver una faz térrea de permisionario de África. «Debe de tener cerillas», pensó Agliberto, mirando su pipa apagada. Pero no se atrevió a pedir candela. ¿A quién esperaría aquel hombre? Durante un rato se cruzaron las impaciencias de ambos jóvenes, esgrima de arriba y abajo, con las espadas de los paseítos recelosos y de las mutuas miradas suspicaces.

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A las siete y cuarto, mientras Mab aguardaba ansiosa, el enorme topacio del portal se enturbió con la presencia de Celedonia. Ni Marisol ni Claudia la acompañaban. Agliberto se escondió tras un tronco de árbol, en anheloso acecho. El militar cruzó la calle y se acercó a ella. Hablaron, y, tras breve deliberación, doblaron la esquina para acercarse a un punto de coches. Un simón huyó. El oficial abrió la portezuela de otro, que se tragó a Celedonia como una negra boca infernal. Agliberto, de puntillas, les había seguido, poseído de una curiosidad furiosa. El conductor de aquel vehículo no estaba en el pescante, sino en una cercana taberna de cortinillas rojas. Antes de que el oficial palmoteara lo suficientemente recio, el joven ingeniero entró en la tasca y, poniendo un billete pequeño en manos del auriga, le asió la gorra y el impermeable, proponiéndole:

-Yo haré este servicio.

La sorpresa irónica del buen hombre se resolvió en una negativa. El joven Otelo sacó un billete de cincuenta pesetas y se lo entregó.

-Yo no dejo a nadie mi coche y mi caballo -respondió el cochero, de mal talante, pensando: «¿Qué clase de locura será la de este?».

-Prometo entregarle, además, el importe del paseo y la propina íntegra -argüía Agliberto con un tercer billete en la mano-. Se trata de la honra de mi hermana. Se ha metido en el carruaje con el novio. Quiero impedir o saber...

-Mi vehículo no es teatro de dramas. Además, yo ahora los llevo adonde sea y después se lo digo a usted, sin interés ninguno... -gruñía el Faetón, mirando los billetes.

El celoso tuvo la perspicacia de la situación y el acierto psicológico del momento; sustituyó los dos billetes pequeños por uno de veinte duros. La mano del cochero se abrió, y trocaron el abrigo, el sombrero y un reloj de oro del ingeniero, que quedaron en prenda, por un raído impermeable, una sucia gorra de visera y una sórdida bufanda. Apenas efectuado el canje, el joven Marte llegó, indignado, a la taberna.

-Vamos, hombre, vamos, ¿no estás todavía bastante borracho? -dijo con voz cuartelera.

Agliberto salió disfrazado, bajándose la visera, alzándose el cuello, con la fusta a rastras.

«Insúltame -decía para sí-. Te he de matar tarde o temprano.» Subió al pescante y le ordenaron desde dentro:

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-A pasear por la Castellana.

Ciego de ira, de emoción y de curiosidad descargó un trallazo al jamelgo. Fue tan rudo el arranque que con el crujir de todas las ensambladuras del coche se presintieron los chichones de tan recio vaivén. Un doble grito salió del interior. «¡Bruto!» No oyó más de la conversación. Los cocheros de punto, muy acostumbrados antaño a esta clase de aventuras, no perdían palabra de los diálogos; pero él, novicio y angustiado, solo percibía el estruendo de una melodía bárbara, trenzada con un acompañamiento enloquecedor de los platillos de los cristales, el trombón de la caja del vehículo, los contrabajos de las ballestas, los crótalos insolentes de los cascos del caballo en los adoquines. Agliberto se desentendía de la conducción, tiraba de las riendas a impulso de su frenesí celoso y estaba atento tan solo a espiar lo que ocurría dentro del coche. Volvía a cada instante la cabeza para mirar al interior, a la vitrina de la traición, al escaparate de su desgracia; solo llegó a ver unas medias botas espoladas, muy formales, junto a los zapatitos de Celedonia. Desgobernado el vehículo dibujaba unas eses de caligrafía arbitraria. Tres veces embistió a los automóviles, siempre diestros en regatear aquella empecatada querencia.

Se desplomaba sobre la ciudad una bruma fría y anisada, con azucarillo de nevazo diluido. El pobre auriga improvisado aguzaba el oído, pero no percibía nada, absolutamente nada. Por una asociación caprichosa vino a su mente la tarde en que les habían sorprendido las sombras a aquella infame coqueta, más falsa que Judas, que ahora estaría besando con sordina al teniente, y a él en la carroza real del Museo de Belén. La enamorada habíase convertido en la perfecta infiel, el cojín regio en asiento de pescante de simón. ¡Fullerías de la fortuna! ¿Cómo los mataría? ¿Con qué armas? No llevaba revólver. Había que utilizar las palancas o manivelas de los cocheros. Mas ¿era igualar el combate frente al espadín o pistola de un militar? Volvió la cabeza el infeliz engañado varias veces. Los cristales habíanse empañado con el frío. Ya no se veían las espuelas belicosas ni las hebillas de los pies amados.

Nueva conmoción. Un farolillo por tierra. Una soga rota. El caballo de manos en una zanja. Hundida la gorra, sumido en la mugre del impermeable, Agliberto se apeó, bajo las injurias de los ocupantes. Se oyó la voz de la mujercita, encarnizada e insolente, que decía:

-Este cochero es lo más estúpido que he visto.

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«Estás en lo cierto, aunque no me hayas visto», pensaba el aludido.

Después de vanos esfuerzos, el militar salió para ayudarle a restablecer el caballo en su peana de asfalto.

-Quítese el impermeable, buen hombre. ¡Cómo quiere usted hacer nada con esa bufanda que le tapa las narices y esa visera que le cubre los ojos! Aligérese de ropa. Pero el falso auriga, disculpándose como friolero, no quería prescindir de su máscara.

Al fin pudieron sacar el caballo. Volvió Otelo a su sitio, y la pareja se reintegró a los dulces y almohadillados hules.

Otra vez el enigma de lo que ocurría dentro del coche, sin otra visión que la del trote ladeado de las ancas puntiagudas y el rumor de los cueros jadeantes, de la madera crujidora. Pero era indispensable aquella prueba; era el camino aquel que recorrían el de la comprobación de la infidelidad. Tornaron las asociaciones increíbles e insospechadas. Aquel matalón de tartamudo trote, lamentable, resignado y ridículo le trajo a Agliberto una de las pocas poesías que le enseñó una institutriz francesa. Se titulaba Le cheval de fiacre, y de ella le obsesionaban estos versos:


«Le jour la nuit, partout, glissant sur le verglas
ruisselant sous l'averse».

Se perdió, llorando en el pescante, en recuerdos infantiles y enternecedores. Distraído, tiró de una de las riendas, y una de las ruedas delanteras saltó el encintado, pasó al andén del paseo y abrazó un tronco de un árbol con estrépito. Cayeron las dos ventanillas con espanto y doble exclamación:

-¿Es que quiere usted matarnos?

-Precisamente -respondió Agliberto.

Estaba furioso. No había sorprendido ni un beso, ni un ademán condenador, ni una palabra. Y él necesitaba la prueba flagrante; lo que necesita un celoso: la evidencia. Cuando el carruaje se desenganchó del árbol, el teniente pronunció un nombre de calle, un número. ¡Allí debía de estar el nido infame!

Caía un confetti de aguanieve cuaresmal. Las farolas levantaban polvaredas de flor de azufre en luz. No tenía pistola. ¿Matarlos con unas tenazas o una llave inglesa? Los   —399→   condujo sin contratiempo, con ansia y asco de sorprender el matute de su clandestinidad; pero grande fue su sorpresa cuando al llegar se dio cuenta de que la supuesta meta de la traición no era otra sino la casa de Betty. Celedonia se apeó sola y se despidió del oficial sin gran efusión, ciertamente. Este voceó al conductor: «Frente a la estatua de Espartero». Entonces Agliberto diose a pensar en todas las posibilidades que hubieran podido ocurrir en el coche, en los grados de la traición, en la verdad de lo acontecido allá dentro, detrás de los cristales empañados, en la invencible obscuridad que no había podido resolver su mirada de auriga impertinente. No había más que un medio de saberlo: preguntárselo al protagonista. Cuando llegaron al término de su viaje experimentó una honda y súbita alegría al contar solamente dos reales de propina.

«Esta gratificación no supone un gran pecado», supuso. Pero estaba tan enloquecido por los celos que pretendió cerciorarse por boca de su mismo rival, interpelándole, y blandiendo la fusta:

-Diga usted, caballero, ¿quiere usted explicarme...?

El teniente, por no disputar con un villano, le alargó una peseta más, con lo que le dejó inerme, desconcertado, patidifuso. Agliberto quedó como muerto en el pescante. Durante largo rato estuvo preguntándose a sí mismo: «¿Qué cantidad de complacencia cocheril se puede comprar con seis reales? ¿Qué habrá ocurrido aquí dentro?». Arreó el caballo y dejó las riendas sueltas. No tenía ni fuerzas para empuñarlas. El caballo fue al punto por instinto. El cochero en propiedad, encantado de no ver sangre ni acribilladuras como en las carrozas de los regicidas, le felicitaba, cambiando con él las ropas en la taberna.

-¡Que sea enhorabuena! ¡Ya me figuraba yo que no se podía dudar de la virtud de la señorita!

-No se puede dudar de la virtud de nadie -suspiró Agliberto, haciendo pucheros.

Luego imploró el postrer favor, después de entregar al auriga auténtico lo que le dio el militar por el servicio.

-La realidad es indecorosa y repugnante. Solo me queda una ilusión. Lléveme, cochero, a casa de la reina Mab.

Hizo en ella su entrada después de las nueve. La madre y los hermanos tuvieron para él las miradas más hostiles y los saludos más erizados. Mab le llamó aparte y, fría   —400→   y hierática, le anunció la terminación de sus relaciones, gravemente ofendida por sus retrasos y sus veleidades. Solo doña Mencía, que estaba de visita, tuvo para él frases cariñosas y miradas de afecto. Su reconciliación había sido sincera y Agliberto necesitaba aquella noche de un gran caudal de ternura en que consolar su desgracia. Se sentía henchido, rebosante de bondad, capaz de todos los sacrificios, dispuesto a todas las generosidades.

Mab le despidió, pidiéndole la devolución de los retratos y cartas. Bajó doña Mencía en busca de un taxi o un simón, aunque la posibilidad de entrar en uno de estos le horrorizaba. Llovía horrible, copiosamente.

En vano esperaron media hora, y, al fin, se decidió a acompañarla a pie camino de Tetuán. Sentía una necesidad imperiosa de ser magnánimo, cortés y honrado en el mundo que tan duro era para con él. De su desventura desbordaba un torrente de enternecimiento, un géiser de cariño universal, eterno, inagotable, un afán de fraternidad que hubiera querido llevar hasta el aniquilamiento. Así, ofreció su paraguas y su compañía a aquella pobre vieja chismosa, comadreja y cizañera que, sin duda, había contribuido al ruinoso desenlace sentimental de su novela. Pero en el mayor dolor se encuentra el perdón más fácil. Las aguas y los vientos entrecruzaban sus X X X en temibles matasuegras. Ofreciendo el brazo a doña Mencía, protegiéndola de las lanzadas de la ventisca, la llevó hasta cerca de su casa. Le contó su ruptura con Mab, y aunque calló la traición de Celedonia, encontró en la sexagenaria, que tan enemiga suya había sido, tanto consuelo y promesa de intercesión que se echó en sus brazos como si fuera su madre, con el apremio del cariño maltratado, hecho trizas. La señora se arrepintió de su campaña contra él, y mezcló sus lágrimas a las gotas de lluvia.

-No tenga cuidado, Agliberto; yo le prometo que, como antes le atacaba, ahora le defenderé con toda mi alma. ¡Qué bueno es usted!

A las once llegó el joven ingeniero a su casa. El llanto habíale abierto el apetito, pues aunque es la expresión del dolor, es también un jugo de marisco salaz y estimulante. Sus hermanas habían ido al teatro. Su padre, colérico, amenazador, se irguió implacable:

-Ya estamos cansados de que nos tomes el pelo. ¡Bien cumples tus promesas! Esta noche cenarás donde quieras, porque en esta casa ya se ha cenado.

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Cariacontecido, deshecho, el joven salió a la calle. En un café comió mecánicamente. Allí encontró a su amigo el periodista, borracho. Bebieron de madrugada cerveza, ajenjo, morapio. En su embriaguez desacostumbrada, las imágenes dolorosas despertaron en Agliberto la tentación del suicidio. Bajó al Manzanares con intención de ahogarse. La crecida era imponente, pero el alba rompió con un ballet de nubes rosadas y adolescentes, con un pedazo de luna de oro y con un azul tan rico que desistió de sus propósitos ante la aurora del nuevo día.



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ArribaAbajo Los platillos de la balanza

AL DÍA SIGUIENTE, en el chalet de los amantes, Celedonia, acusada de alta traición, contestaba al interrogatorio inexorable, entre la espada de los celos y la pared de sus tartas y retratos devueltos, en el banquillo de las enamoradas.

-¿Quién es ese teniente?

-Un teniente.

-Te saludó al salir de casa de Claudia.

-Me saludó.

-Subisteis juntos a un coche de punto.

-¡Qué calumnia! Yo no he ido en coche con ningún hombre, si no es contigo. ¿Quién ha dicho eso? ¿Qué pruebas tienes? Una silueta en el estribo, el reflejo de un farol que ilumina dos caras, imprecisas, confundibles... ¡Una equivocación!

-No hay error posible. Yo iba en el pescante, Celedonia. Yo era... el cochero que os llevaba.

-¡Ay, qué tres sustos me diste! Ya lo decía yo: «Este hombre parece que no ha conducido nunca». ¡Creí que nos matabas! Pero estoy contentísima porque tú, por tus propios ojos, observarías lo formal de nuestra conducta. No pudo ser más ejemplar.

Yo no sé nada, ni vi nada. Los cristales estaban empañados. Atendía tan solo al caballo.

-No mientas, pequeño mío. ¡Ay, si mi alma sabe que tú eras aquel cochero embozado que volvía la gaita para mirarnos! Me subo al pescante y te como a besos, en vez de ir con ese... imbécil.

-¿Quién es ese hombre, hembra vil?

-No puedo decírtelo, Agliberto.

-¿Quién es? -gritó él-. ¿Es acaso un secreto?

-Sí, es un secreto que debo guardar.

El joven saltó sobre ella como una fiera y oprimió su blanco cuello entre las manos para estrangularla. La derribó en un diván, pero una de sus crueles y duras rodillas   —404→   tropezó con un seno tan blando, tan familiar, tan querido, que reprochó con su morbidez indulgente e implorante la brutalidad de la rótula dominadora.

La sensación fue tan inesperada y oportuna que Agliberto desasió a Celedonia y cayó en una silla, horrorizado de su intento. Ella, llorosa, enardecida y contenta de aquella violencia que jamás sospechara, se acercó a él.

-Para ti no hay secretos, amor mío. Te lo diré todo, aunque prometí y juré no revelarlo. Este hombre ha sido el amante de la hermana de Carmen Ponce, la casada. La ha comprometido vilmente, además de otras fechorías. Ella deseaba recuperar sus cartas y me encargó tal misión.

-¿Y para eso era preciso ir en coche?

-Preciso no, pero yo no quería que me vieran con ese hombre en ningún sitio. Creí encerrarme en el mejor incógnito y he cometido la peor de las imprudencias de mi vida. He perdido mi felicidad al perderte. ¡No me abandones, Agliberto; ten lástima de mí! Sin ti no podré vivir -gritó llorando, desesperada, suelto el cabello.

Estaba, más que linda, hermosísima.

Así lo reconoció su amante. Y, sobre todo, estaba, si no completa, casi completa. Era la mujer disputada, la mujer sin garantías, de la que no estaría nunca seguro.

Era la antítesis de Mab, hecha para él, y solo para él, personal e intransferible, incapaz metafísicamente de toda infidelidad.

Entonces aquel hombre de veinticinco años, lego y lerdo en la vida, atisbó una gran verdad: que las mujeres pueden engañar a los hombres estando perfectamente enamoradas de ellos, y quizá por eso mismo. ¿Además, qué pruebas existían de que le hubieran engañado?

Y como el celoso es insaciable en la sospecha, pero también lo es en la justificación y aniquilamiento de ella, la tomó en sus brazos como a un delicioso compendio de la absurda paradoja, de la nunca bien ponderada contradicción del mundo.

Sin embargo, es preciso advertir que fabricada, esculpida, rehecha con los agudos y sutilísimos buriles de los celos, estaba a todo momento en entredicho su entereza e integridad.

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Existen martillos y cinceles de rápida y milagrosa ejecución, pero que siempre dejan en la obra una desconchadura.

Desde aquel día, el amor de Celedonia predominó sobre el de Mab, quien por su parte no tuvo inconveniente en reconciliarse también con Agliberto. ¿Por qué siguió este simultaneando sus amores con ambas?

La adoración se polarizó hacia la amante rubia, creadora del mito real. Por ella no hacía nada a derechas, derribaba los mejores fruteros de la ocasión, y en su pasión desaforada, intolerable, se le caía la baba al contemplarla, alocada, frenética, inverosímil. Su nombre, que a él se le antojaba tan dulce, le servía para llamar las cosas más queridas; hubiera deseado que su madre, que las ciencias, los paisajes y los manjares preferidos se llamaran Celedonia. En su amor, justo es decirlo, perseguía a la muerta de aquel viaje en que estuvo tan displicente con ella; quizá también a la sirena. Pero la amante de ahora le pagaba con la mejor moneda, aunque siempre dejaba lugar a dudas respecto a su fidelidad. Fueron casi felices bajo los panales de las lunas llenas, pero a causa de la calumnia, la denuncia o la experiencia aparecía siempre como una obra sin terminar, incompleta o ya acabada y desportillada; ella, la Celedonia amada, no había sido ofrecida por la Naturaleza o la Divinidad, sino elaborada por la nostalgia del tiempo derramado y perdido, por los celos, por los errores, es decir, por lo ya desaparecido e irremediable. Lo que no podía rescatarse ya, eso le faltaría siempre; y entre lo irreparablemente ausente, figuraban las ocasiones desperdiciadas, los días malgastados; quizá también la flor de la virginidad.

Y he aquí la razón por la cual el caprichoso ingeniero continuaba su noviazgo con Mab. Poseía esta un aditamento, un adorno, un asa, un algo que no sé cómo llamar, pues ignoro, lector, el nombre con que tú quisieras designarlo. Aquel trozo, aquella laña, aquella cualidad era necesaria quizá para el acabamiento artificial de Celedonia. Por este motivo, un día cualquiera, no sabemos si fausto o aciago, Agliberto no pudo sufrir la ostentación del privilegio de Mab, y estrujándola en un abrazo se apoderó de él, suponiendo que así remendaba la imperfección de Celedonia.

Es preciso atestiguar que no consiguió rematar con éxito la empresa. No se hace una mujer con ingredientes que pertenezcan a dos distintas. Pero él llegó a esa solución vital, que otros calificarían de delito, quizá con razón.





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ArribaAbajo Intento de epílogo

¡Cuánto ignora, cuánto yerra
el que, químico de amor,
vive de hacer experiencias!

CALDERÓN DE LA BARCA
La niña de Gómez Arias (jornada 1.ª, escena VI)
               


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ArribaAbajo Una visita al novelista

UNA JUGOSA TARDE de mayo Agliberto, ya ingeniero, con un bello traje gris y un clavel rojo en el ojal, llegó a casa del Novelista. Este le recibió entre contrariado y sonriente, en medio de cuartillas desparramadas y libros abiertos. En un jarrón de vieja loza de Sevilla se esponjaban unas rosas.

-¿Quién es usted y qué desea? -preguntó el escritor, apoyándose en el respaldo de un sillón Renacimiento francés.

-Soy Agliberto, personaje de novela.

Y le relató sus amores hasta el punto en que quedaron al final del capítulo último.

-¡Ah, ya! ¿Viene usted a brindarme su novela para que la descifre y orqueste?

-No, señor. Yo no soy un personaje pirandelliano. Soy más sencillo y concreto; yo no vengo a incorporarme a la producción de usted ni a pedirle tampoco que intervenga en la creación de hechos que pertenecen a mi carácter y destino. Con que me dé su diagnóstico y receta me basta. Mi propósito no es originarle sinsabores y espero de su amabilidad que procure no ocasionarme ninguno, porque...

-Perdóneme -interrumpió el Novelista-; yo no he requerido aquí su presencia. Usted, espontánea y libremente, ha venido a mi casa. No acierto a explicarme la razón de esas condiciones previas...

-Yo no vengo a alterarle la vida ni los nervios, señor Novelista. No se irrite. Tampoco vengo a que me explique a mí lo que yo solo puedo explicar. No quiero que analice, defina y catalogue mis conflictos amorosos. Vengo a consultarle acerca de la solución que debo darles. Así como cuando se cree padecer una enfermedad se acude a ver al médico, cuando se avecina un pleito se conferencia con un abogado, que son peritos técnicos ante semejantes contratiempos, yo, con dos amores simultáneos, vengo a consultar a usted, Novelista, hombre versado en la soberana ciencia de la felicidad...

-¿Así que usted estima que nosotros, los novelistas, tenemos consulta abierta, bufete o clínica para cualquier conflicto o dolencia?...

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-¿No son ustedes los usufructuarios de los métodos para alcanzar la dicha humanamente posible? Todo lo supeditan a la felicidad, y dan por explicados y bien empleados todos los esfuerzos, los afanes y los sacrificios, no solo de los personajes al vivir la novela, sino de ustedes mismos al escribirla, con tal de que, al fin, se casen los protagonistas. No ignoro que hay ciertos escritores amargos a los que repugna tal desenlace. Pero es porque son unos pesimistas o son terapeutas de distinta laya. Pero desde luego la novela debe ser considerada como un tratamiento enderezado a la curación, que es el epílogo. ¿Qué culpa tengo yo de que, consciente o inconscientemente, trabajen en sentido de que pueda siempre consultárseles como a médicos o abogados? Usted sabe ya que tengo dos amantes...

-Perdóneme, joven Agliberto; está usted en un error. Los personajes de nuestras novelas, de las que brotan de nuestra pluma, jamás nos consultan sus determinaciones. Viven su vida, con una independencia, con una personalidad desconocida en los otros seres de carne y hueso. Nosotros no ejercemos el menor influjo en sus crisis y resoluciones. Después de escritos nuestros epílogos siguen ellos llevando la existencia que mejor les parece hasta que mueren.

-¡Pero si ustedes los matan casi siempre! -interrumpió el joven ingeniero.

-¡Otro error profundo! Nunca he sido un asesino, ni siquiera un verdugo, un ejecutor de la justicia humana o divina. Los personajes van ellos, por sí, unos por imprudencia, otros por conjunción de circunstancias, a la muerte. Créame, cuando sucede esto, nosotros, los escritores pasamos muy mal rato, sobre todo si son antiguos amigos, buenos frecuentadores de nuestra fantasía. (¡De la fantasía habría tanto que decir, amigo mío!) Quisiéramos salvarlos del peligro, de la enfermedad, del puñal o del veneno; pero ¡imposible! ¡Con la vida que llevaban y el carácter que tenían! Los personajes descarriados y los poco venturosos nos producen muchos disgustos.

-No pretenda engañarme, señor Novelista, con tanto pirandellismo. No intente persuadirme de que el contenido de las novelas es la misma vida textual y en bruto del personaje. Además, aunque así fuera, ustedes tienen la facultad de cortar la cinta por donde mejor les place.

-Pero no para modificar el proceso, el desarrollo, el desenvolvimiento interior de los sucesos -protestó el escritor-. Esa es una cuestión de punto de vista, de escuela literaria o de pereza, simplemente.

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Agliberto arguyó:

-Pero no me negará que tienen buen cuidado de callar muchos detalles y de subrayar otros.

-¡Bueno fuera que no lo hiciéramos! ¡Si supieran los lectores las cosas que tenemos que ocultarles! ¡Cuántas calaveradas y estupideces cometen los personajes de las cuales no puede darse publicidad!

-Entonces ya está hecha la confesión de una labor propia: preparar disculpas, enhebrar alcahueterías. Ya aparece ahí su función en embrión y principio.

-Sí, es verdad; lo confieso. En honor de ustedes, los lectores...

-Yo soy Agliberto, personaje de novela. No soy un lector de usted. Algo leo, sí, pero ante todo ¡soy personaje! No lo pierda de vista. Ustedes, los literatos, en cuanto ven a un ser viviente le tratan como lector y nada más que como lector posible. ¡Eso es industrialismo exagerado! Tráteme como quien soy. ¿No soy un personaje? Pues considéreme como tal. ¡Esto ya es intolerable!

Y golpeaba, furioso, la mesa con los puños. Tentado estuvo el Novelista de ponerle en la escalera, pero disculpando sus vehementes excesos le dijo:

-No se exalte. Ahora me toca a mí recomendarle mesura y prudencia. Veamos; expóngame su pretensión y veremos en qué puedo servirle.

El ingeniero se paseaba, absorto, de un lado a otro del despacho. De una cama turca levantó un violín melado, bruñido, rutilante.

-¿Usted toca esta clase de instrumentos?

-No -replicó el escritor-. Es de una señorita que viene aquí algunas veces.

-¿Su amante, sin duda? -dijo Agliberto-. Lo malo no es una. Yo tengo dos amantes. Mi situación es insostenible. Ni un médico, ni un confesor, ni un agente de negocios pueden aconsejarme. Vamos, señor Novelista, dígame su opinión. Hace un año Mab era una plena y rebosante realidad erótica para mí. Celedonia no era nada, absolutamente nada. Después, su conducta, su elaboración de mitos, su travesura, su nombre le han hecho adquirir preponderancia. Claro que es una mujer incompleta, y lo que le faltaba se lo he ido arrancando a Mab para hacer con elementos de ambas la amada integral y sintética. Pero esto es solo posible para mi vida íntima, espiritual y soñadora. Práctica y humanamente, en cuanto a la moral y el derecho, he adquirido con dos mujeres compromisos y usos incompatibles. Es preciso quedarse con una   —412→   y desechar a la otra. La promiscuidad se ha hecho imposible. ¿Con cuál de las dos cree usted que debo quedarme, para ser feliz, entiéndame bien?

-Yo creo que a esa novela se le podrían dar varios finales -continuó el Novelista distraído-. Yo no sé la que podría agradar más al lector. Veamos, usted, o mejor, Agliberto..., déjeme hablarle en tercera persona, seguiría haciendo el amor a las Mab escultóricas, y Celedonia seguiría paseándose misteriosamente con capitanes y tenientes en coches de club o de punto, pero eso quizá hiciera interminable el relato y fuera quizá, ademas, una innoble mentira, una calumnia. ¡No, es preciso tener tino y no ofender a nadie sin justificación! Se me ocurren dos soluciones de novela.

Primera. -Casar a Celedonia con Agliberto. Desenlace moral, y por ende, fácil. Darles un niño. También le es fácil a un novelista. Para el lector sería algo abusivo dejar a Mab en el mayor abandono. Habría que casarla con cualquiera; con un banquero, con un jugador de golf, con otro ingeniero, y hacer que diera a luz una niña. Una niña para que, corriendo los años, se casara con el hijo de Celedonia y Agliberto. Al lector compasivo y tierno, amigo de las novelas simétricas como frontones griegos, le agradaría mucho esta solución.

Podría haber una segunda. -Aumentar las dificultades, los escándalos, las infidelidades entre Celedonia y Agliberto y provocar la boda de este con Mab. Celedonia caería enferma de muerte, sin morir. Últimos sacramentos. Transfusión de la sangre del amado ante un coro de gentes admiradas. Celos, desafíos, hundimiento, puñalón o tifoidea. Muerte de Agliberto. Celedonia desesperada, no pudiendo morir de pena por impedírselo su temperamento, ingiere unas pastillas de sublimado corrosivo. Esta solución no me parece mal.

Agliberto estaba rojo de ira:

-He tenido la paciencia de escucharle, pero ya no aguanto más. Usted habla como si fuera a dar final a una novela, a encontrar la clave de la venta de su edición y yo vengo a consultarle para que me diga lo que usted haría, hombre real, en mi piel y en mi situación. A mí no me importa la novela; a mí me importa mi felicidad de hombre.

-Hombre, yo, por mi parte, continuaría en amores con ambas, si son tan deliciosas como usted describe. Pero a usted, que es personaje...

-Pero, señor Novelista, ¿no me ve usted que soy un ser real?

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-Esa es una pretensión quizá alucinatoria, de creación literaria. Usted no es tan real como cree. Usted es algo contradictorio, desafinado, incompleto en presencia de personalidades femeninas íntegras, enterizas, de una pieza, frente a la Celedonia de la realidad o la Mab de la fantasía. Cuando no le faltaba a usted el cuerpo le faltaba el espíritu, o viceversa. En el momento en que usted ha creído completarse, superponiendo su alma a su materia, no ha podido optar entre una y otra y ha sacado de ambas lo que más le ha convenido. Lo que usted ama actualmente no es la criatura ideal ni la hembra palpitante, sino un monstruo mixto que tiene algo de una y de otra.

-No nos entendemos, señor Novelista. Usted sigue en sus trece: considerar inmutable todo lo que no sea el personaje central. Yo estoy en el punto de vista vital, aunque sea sólo personaje. Creo que han sido ellas las que han mudado de contenido y volumen eróticos. Y ante su mutuo trasiego y transmutación recíproca, pido quedarme con una. Lo quiero, lo exijo. Por creer que ambas son indispensables como circunstancias usted me aconseja y casi me impone que continúe con ambas. ¡Pero yo quiero ser dichoso! Tengo derecho a ello. ¡Soy un ser viviente, libre, desligado de la imaginación tirana de un literato!

-Pero ¿no entró usted diciendo que era un personaje? Pues como tal le he tratado. Repare en que nuestras discrepancias han surgido porque usted no quiere ser considerado como protagonista de novela, sino como hombre de sociedad o ciudadano.

-Como hombre. Soy tan humano como el que más. Tengo una vida tan poderosa y tan independiente como la de usted. Pero tengo derecho a pedir su asistencia y su consejo. Es un pacto tácito entre ustedes y nosotros. ¿No ejercen tutela los autores sobre los personajes? ¿No los explotan? Pues esta relación, aunque nuestra independencia está ya reconocida por todo el mundo, no puede ser despreciada. Es un derecho del hombre-personaje. Como los novios piden el consentimiento paternal, nosotros hemos de solicitar el consejo de los autores. No es una renuncia de nuestra autonomía; es exigir simplemente al escritor que en sus rendimientos y gloria no se vaya tan de rositas y acepte la responsabilidad de aconsejarnos como si fuéramos prójimos, semejantes, seres libres. Existe un vínculo entre nosotros y a ustedes debe imputarse, bien por culpa, por ignorancia o inhibición, que no seamos más felices en nuestra existencia.

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El Novelista quedó pensativo, abrumado. Reconoció que, en efecto, aun viéndole tan material y tangible, le había tratado como a un fantasma, pero no pudo o no supo decidirse. Y dijo como en sueños:

-Sí, sin duda; estas exigencias, estos tremendos tiquismiquis de los personajes son los que han traído la actual decadencia de la novela.

-No hay evasiva posible -argumentó Agliberto-, porque he conseguido la absoluta identidad conmigo mismo. Ya no vivo de prestado, ya no pido vivir como parásito sobre la personalidad de un jefe de Administración, ni a la sombra de la endemoniada ejemplaridad de don Juan; ahora mi cuerpo y mi alma están tan coincidentes como las figuras iguales de la geometría en el artificio de las demostraciones. ¡Ahora sí que soy un ser viviente!

-En efecto -reconoció el Novelista-. Ha habido un equívoco en nuestra conversación. Quizá le haya tratado como una realidad fingida. Usted tuvo la culpa al presentarse como personaje y requerir que le tratase como tal. Ahora reconozco su vitalidad, y al reconocerla le digo: ¿para qué necesita de consejos y autorizaciones de nadie quien está dotado de la mayor espontaneidad y autonomía biológicas? Por otra parte, según su relato, yo sé a quién usted prefiere: a Celedonia. Es la que le solivianta y le hace superponibles la carne y el espíritu como dos figuras geométricas iguales. Además es la que le engaña a usted y esa siempre es la preferida. Ya sabe usted lo que decía Descartes del espíritu maligno: Me engaña, luego yo existo. No me venga con hipocresías; esa es la que le gusta a usted. ¿Para qué quiere que intervenga yo en la comedia de un beneplácito que no puedo otorgar ni rehusar, y que usted pide para una de las dos soluciones, con una parcialidad manifiesta?

-¿Así es que se resiste a aconsejarme, a rehuir la consulta?

-Me lavo las manos. Declino la responsabilidad. Esto es todo, ni más ni menos.

-¡Esto es repugnante! -vociferó Agliberto, haciendo batimanes y tomando el sombrero y el bastón-. ¡Nunca se ha visto a un novelista tratar con igual desconsideración a un personaje!

El escritor, por su parte, algo malhumorado, arregló sus libros, recogió sus cuartillas y, después de admirar las rosas -unas rosas como para besarlas-, fue a dejar en la cama turca el violín de la virtuosa.

-¡Gracias al cielo! -exclamó-. ¡Ya se ha marchado! ¡Qué impertinentes son estos jóvenes personajes de novela!



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ArribaAbajo Otra vez frente al mar

AGLIBERTO SE OLVIDÓ de Mab, la desechó. Han pasado dos, tres años. Los que quieras, lector. Mediodía. Una playa. Ellos, los dos (no hay que preguntar quiénes), semidesnudos en sus trajes de baño. El cuerpo de ella apenas cubierto por un leve antifaz del torso, ingles y axilas por fronteras.

CELEDONIA.   -¿Habéis inventado las matemáticas los ingenieros o las matemáticas se han inventado para vosotros?

AGLIBERTO.   -No, Celedonia, no; el origen de la matemática no arrancó de una necesidad práctica. Hay momentos, tanto en el dolor como en el placer, en que nos sentimos tan rebosantes, tan henchidos que ya no soportamos el menor acrecimiento de alegría o de pena y venimos a decir a nuestro propio sentimiento: «Basta, basta ya; no seas tan pródigo», como si estuviese colmada la vasija de nuestro aguante. De esa noción metafórica del alma como envase o crátera de nuestras congojas o regocijos; del padecimiento de su rebase nació el concepto de capacidad y de él el de la quantitas y el de lo mensurable. Esa es la progenie del número y de la matemática elemental. Esa camama de la voluminosidad de las sensaciones debe entenderse al revés. Solo por emociones, por sentimientos puede adquirirse la intuición de los volúmenes. Nuestras impaciencias humanas son las que tienen solo tres dimensiones. El espacio es la desazón mayor, la máxima angustia.

CELEDONIA.   -¡Caramba! ¡Qué chusco! ¿De modo que matemáticas quiere decir todo eso?

AGLIBERTO.   -Celedonia, «matemáticas» significa, en su acepción estricta, conocimiento de todo conocimiento. Vivió un griego que pensaba que no es verdad lo que pasa, lo que transcurre, ni lo que tiene la pretensión de ser en una falaz permanencia; que no hay más verdad esencial que número.

CELEDONIA.   -Pues a mí me parece muy antipático y jeringoso eso de que siete por ocho sean siempre, sin remedio, cincuenta y seis. ¿Son cincuenta y seis? Y que todas nuestras ansias, nuestras ilusiones; esta ternura que yo siento por ti, inmensa,   —416→   brincadora como ese mar que está frente a nosotros, no sirvan, según tu explicación, más que para producir un cinco y un siete, trabajados, bordaditos como en los dechados de los colegios. Me parece insufrible, ¿sabes?

AGLIBERTO.   -Mira, niña, la vida del espíritu es poderosa, espumeante, rica, pero no hay medio para sujetarla en sus vehemencias. Los humanos hemos inventado dos camisas de fuerza; la matemática y la lógica. La ciencia es la receta económica entre los desbarajustes de la pasión y el capricho; el freno, la serreta del pensamiento.

CELEDONIA.   -¡Pues es una soberbia birria toda la ciencia! ¡No te rías, no, que lo digo muy en serio!

AGLIBERTO.   -Yo creí que tú albergabas una malograda vocación científica. Uno de los grandes enigmas sin dilucidar entre nosotros, uno de los grandes enigmas es el de por qué declaraste, en aquel primer viaje, al pasar la frontera, que ibas a aquel país a montar un laboratorio. ¿No tenías otro recurso mendaz? ¿No pudiste declararte manicura, cantante de ópera o abolicionista de la bebida? ¿No prueba ello una secreta afición a la ciencia?

CELEDONIA.   -A la química, sí, Agliberto. Es una ciencia divertida, es decir, no exacta. Mi padre, que era médico; mi padrastro, usurero y boticario, me han iniciado en los alcances y delicias de esa rama del saber humano. Se echan en un cacharro una sal y un ácido. Dicen todos los libros que darán un precipitado rojo. Y no es así; el precipitado sale siempre verde, azul o amarillo. Esa, esa es la ciencia que a mí me gusta. Cuando fui detrás de ti en aquel viaje yo ignoraba si era la sal o el ácido. Pero cualquiera hubiera supuesto el color del precipitado. No obstante, salió de todos los colores, menos del presumible. Y así ocurre siempre. Tú también creías precipitadamente que tu destino era precipitarte sobre aquella estúpida Mab, que tanto me ha hecho sufrir, y has caído en este otro precipicio de mi amor y mi desvelo.

AGLIBERTO.   -Celedonia, estás desbarrando.

CELEDONIA.   -Oye, tú, pocholito, ¿no crees tú que nuestros amores han tenido mucho de película y de experiencia química?

AGLIBERTO.   -De película, lo terrible; la desproporción de ritmos: apresuramiento, aceleración, gracia atropellada; otras veces, ralenti, desesperante y ridículo. De experiencia química imperfecta, el desconocimiento de los ingredientes. Así, todo ha sido, por gracia tuya, imprevisto y mitológico: condiciones que hacen buenas las   —417→   películas cómicas y malos los experimentos de laboratorio, que no pueden ser nunca cómicos. Cintas excelentes son aquellas en que sale verde el precipitado anunciado como rojo y deplorables aquellas en que sale rojo de veras, al revés que...

CELEDONIA.   -Sí, ya comprendo. Pues reniego de la química perfecta y escrupulosa, si no es tan divertida como el cine. Dime, bobito, ¿y cuál es el otro gran enigma de mi existencia que te hace cavilar tanto?

AGLIBERTO.   -Toda tu personilla hace que me devane los sesos a menudo, pero nunca he llegado a explicarme cómo desapareciste en el mar aquella mañana; cómo te sumergiste dejando la vacante a la sirena y luego reapareciste en Deauville.

CELEDONIA.    (Sonriendo con una sinuosidad burlona, después de una solemnidad de gran mentira.)  -Estaba convencida, Agliberto, de que jamás me amarías. Hubiera sido de un heroísmo dulce para mí ahogarme aquel día. El mar tenía el sabor de mis propias lágrimas. La sirena te vio en la playa y, ¡claro!, se enamoró de ti. ¡Éramos tan iguales! Nos parecíamos como dos gotas del inmenso mar de nuestro amor. Me arrebató de brazos del bañero, llevándome a un islote despoblado. Allí puso a mi disposición su vestuario y su cocinero poseidónicos. Viví vestida de algas y corales. Comía salmón a todo pasto y nidos de golondrina, que traían del Extremo Oriente los tritones y las aves del mar. A los diez días, la sirena volvió desconsolada: «Hija mía -me dijo-, eso no es un hombre; es un ingeniero, pero no de piedras y hierros, sino de quimeras y delirios; un ingenioso». Me llevó en sus hombros, cantando, hasta la playa francesa. Allí me devolvió las ropas, facturadas a mi nombre. ¿Está claro ahora el enigma?

AGLIBERTO.   -Sí, es una patraña muy clara, perfectamente lógica, muy bien explicada.

CELEDONIA.   -Una mentira que nos ha conducido a una verdad terrible y pecaminosa, la del amor profano y maravilloso; la del amor material, diríamos en lenguaje científico...

AGLIBERTO.   -Sí, que es lo menos material que hay en el mundo...

Están oreados de brisa, casi desnudos, en la playa de arena rosa. El mar, más que sonrisa o sendero, es la comba innumerable que hace saltar infinitas sirenas de blanca espuma. Celedonia y Agliberto, de cuando en cuando, se dan un beso, unas veces con frenesí; otras, con el abandono de la ternura indeleble y definitiva.