Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[418]→     —[419]→  

ArribaAbajoArtículos y otras prosas (1920-1930)

  —[420]→     —[421]→  

ArribaAbajo Afirmaciones futuristas


El momento, la era y el juego de manos

El futurismo tiene plena conciencia de su importancia en la educación de la sensibilidad artística italiana. Cuando las escuelas francesas y suizas multiplican su producción en novísimas modalidades, y aquilatan el inconmensurable incremento del matiz; los jóvenes ingleses prosiguen sus audacias y los ultraístas españoles, ansiosos de hundir la hoz en el campo del dadaísmo o en el del creacionismo, pretenden exterminar cuanto ha quedado del imperio rubeniano, los futuristas de Italia nos recuerdan, en un manifiesto reciente, que ellos engendraron las dos corrientes pictóricas más típicas y sorprendentes: el futurismo y el cubismo. Al mismo tiempo, reconocen que ambas formas libertadoras y revolucionarias no han cumplido sino a medias su fin estético. Hoy corre un dulce y escondido remordimiento en ese manifiesto futurista publicado en Milán y suscrito por Leonardo Dudreville, Achille, Funi, Luigi Russolo y Mario Sironi, a fines del mes de las lilas. Hace mención el tal documento a todas las investigaciones y progresos que en cuanto a descomposición, deformación, compenetración de planos, simultaneidad de formas y sensaciones y dinamismo plástico han venido realizando de poco más de diez años a esta parte. Ahora bien: el empeño de la escuela, coronado, sin duda, por apreciables aciertos y singulares atisbos, ¿ha crecido para auge y riqueza del patrimonio de obras elaboradas, o tan solo para la sensibilidad de los iniciados?

En ciencia existen dos eras: la era de la hipótesis y la era de la fórmula. En arte existen dos momentos: el de aprehender las cosas, desquiciarlas y desbaratarlas de su armonía, y el de restituirlas, refundirlas y volverlas a crear, poniendo toda el alma en la empresa. El primer momento es el doloroso, y el tiempo del artista está integrado por momentos de esa índole; el otro es el momento deleitoso, el verdadero momento estético, definitivo y perpetuo, para eterno regodeo de espectadores. El arte futurista y cubista aguzó nuestra sensibilidad por una descomposición geométrica y dinámica de las cosas; pero, en honor de la verdad, sus obras no han proporcionado   —422→   deleite estético propiamente dicho. De los dos momentos antedichos, solo ha usado del analítico, de aquel en que se desconcierta todo lo visto en provecho del conocimiento, y, hasta ahora, ha prescindido del segundo momento, o sea del sintético, en que, después de trituradas, se restituyen las cosas, ya con el sello y la huella que el espíritu humano deja en ellas al volverlas a crear. ¿No se comprenden mejor las cosas a través de la obra de arte que al recibirlas directamente de la naturaleza? En el arte todo está ya humanizado, y a veces no alcanzamos a comprender plenamente un rostro o una campiña sino después de haber contemplado el paisaje o el retrato pintados. Análisis y síntesis son dos momentos de la creación artística; pero lo bello es el resultado, y no la urdimbre y el proceso.

El futurismo, en su último manifiesto, parece contrito de haber permanecido en estos once años apegado a una tarea de descomposición y sometido a una labor puramente de revelaciones de factura. Su confesión es admirable, porque es precisa y sincera. Dice así:

«Aquellas investigaciones nos condujeron, naturalmente, a un análisis de las formas harto minucioso y a una descomposición demasiado fragmentaria de los cuerpos, por estar obsesionados en presentar todos los desarrollos formales.

Este largo análisis, que nos permitió comprender integralmente las formas en sus puras esencias plásticas, ha terminado ya. Por eso sentimos ahora la necesidad de tener una más amplia y sintética visión plástica».



El mundo de 1920, que fue futuro y futurista para los soñadores iracundos del teatro Chiarella, de Turín, en las borrascosas sesiones de 1910, no niega su indulgencia al futurismo; pero sabe que su pecado estuvo en alargar demasiado el momento. No ignora que del instante de la creación artística en que solo se analiza ha venido a hacer, no una era, pero sí, por lo menos, a llenar una década.

Sin embargo, la promesa futurista es terminante y consoladora: «Hay que evitar sistemáticamente el análisis que nos hemos impuesto durante mucho tiempo».

Y es muy legítimo que todo futurista se niegue a pasar por el trance en que se puso aquel insigne chusco que anunció un juego de manos con un rutilante reloj de oro: lo machacó sin piedad, y después de arrojar los restos en un sombrero de copa, participó   —423→   a su dueño no podérselo entregar reconstituido, porque del juego de manos «se le había olvidado la segunda parte».




El retorno

Pero lo más importante del manifiesto de Milán es la voz de alerta, la denuncia de que ahora, en el período de reconstrucción y de síntesis, los sublimes analizadores pueden volver, en el retorno, a los modelos antiguos. Ya se apunta que hay cubistas que imitan a Ingres, expresionistas que siguen a Grünewald y futuristas que remedan a Giotto. Esta declaración es mucho más trascendental y dolorosa de lo que parece apenas leída, porque hace sesenta años que el arte analiza mucho y sintetiza poco, y en tal sentido se desequilibra. Y no es raro que el artista busque apoyo en las tentadoras normas del modelo antiguo. No es extraño que el prurito de personalidad le aleje del espíritu de la escuela y le haga buscar en una época más o menos remota del arte una analogía temperamental o de concepto y asimilársela y pactar con ella, con tal de sobresalir entre sus colegas y condiscípulos contemporáneos. Y esto sin hablar de las personalidades de artificio. En el caso del retorno es donde pueden contrastarse las personalidades legítimas y las personalidades fingidas. Permítaseme un ejemplo: la estatua ecuestre de Gattamelata, en Padua, es un modelo tentador para el retorno y muy atrayente cebo para quien haya de poner a caballo a un capitán o aventurero famoso y carezca de genio natural y profundidad de concepto. El encanto de la línea puede gozarse constantemente girando alrededor de la estatua, y en todas las posiciones será constante la emoción estética.

Además de su perfección, y dentro de ella, la tal estatua representa y significa el robusto y sereno homenaje a la Vida, aquella plenitud que el Renacimiento adquirió por educación de la sensibilidad, sin necesidad de retornar a nada. Ahora bien: si un artista adopta, por recurso de pseudopersonalidad, una característica del arte egipcio, pongo por imitación, y al presentar obras alargadas, bruñidas, de suaves y estirados contornos, insiste en hacernos creer que su estilización es temperamental y no erudita, cae en contradicción cuando en el momento del retorno, por una razón histórica y de comodidad, escoge un modelo de rebosante y perfecto equilibrio, como   —424→   es la antedicha estatua del Donatello. Y el resultado es plenamente lamentable cuando somete el modelo a su presunta personalidad, que no es más que amaneramiento erudito de hipogeo, y fabrica, por la fusión de dos modos de arte incompatibles y divergentes, una obra híbrida, desmayada y anacrónica, algo que no es más que la reaparición de Erasmo de Narní y su caballo después de treinta días de rigurosa dieta.

He puesto este ejemplo porque, si en Italia se han engolfado en prolongados análisis, en otro país se ha explotado el retorno. No están en lo cierto los que opinan que renacer es retornar, ni lo estuvo Gautier cuando dijo que una medalla revela a un emperador.




Marinetti, las modistas y los joyeros

Aquella simpática violencia del creador del futurismo aparece lozana y vigorosa en las primeras palabras de un manifiesto contra el lujo femenino, o sea, principalmente, contra las modistas y los joyeros. Así empieza: «La manía creciente del lujo femenino acusa cada día más, con la colaboración de la imbecilidad masculina, los síntomas de una verdadera enfermedad». Las razones que alega Marinetti son de gran fuerza. Nadie crea que, a semejanza de los que quieren evitar el nefando «retorno» a las viejas estéticas y encauzar a las generaciones nuevas hacia un construccionismo ininterrumpido, él sostiene también su cruzada contra modistos y joyeros por una razón de factura. No; él no alega argumentos calotécnicos ni económicos. Defiende la sencillez y la modestia del vestir en la mujer, en nombre de la conservación de la especie. Y aunque advierte que no le mueve la visión «del infierno de los curas», se entrevé en medio de las brutalidades de la hoja, impresa en casa de Taveggia, en la vía Ospedale, núm. 1, un impulso, un arranque de estirpe profundamente moral. ¿No parece una imprecación de púlpito esta máxima: «Cambiar de vestido tres veces al día equivale a exponer tres veces el cuerpo de la mujer en el mercado de los varones compradores»? La exposición de todas las calamidades que el lujo acarrea contribuye a que juzguemos esta plaga deliciosa más temible para la moral que para la higiene, la ciencia, la política, etc. El futurismo, aun cuando pierda todos los prestigios   —425→   que ha alcanzado después de tenaces y heroicas luchas, tendrá siempre un hondo, recóndito y trascendental valor ético. Aunque lo pierda todo en lo futuro, no naufragará la moral.

Hoy, como ayer, el futurista es un alma irreprochable. No olvidemos las últimas palabras de un manifiesto de 1910, en que los pintores de la nueva escuela hacen una declaración definitiva y capital: «En pintura, combatimos el desnudo, tan nauseabundo y antipático como el adulterio en literatura».

[España, 271, 10 de julio de 1920]





  —[426]→     —[427]→  

ArribaAbajo Rombo pedagógico


Olimpiadas

Irún es una ciudad estirada, calladita y modosa donde, prescindiendo de las casas de comisión, solo se ven consulados y peluquerías. Las astas de bandera, muy asomadas fuera del balcón, como novias imprudentes, solo pueden competir en número con las bacías de barbero y los letreros que dicen: coiffeur. A nadie extrañará la profusión de las primeras, pues en estas poblaciones fronterizas que están como al pie de una escalera no se puede pasar sin hablar con el portero con el pasaporte en regla. Pero ¿y las peluquerías? La imaginación, siempre un poco zumbona, nos hace construir una razón justificativa y suficiente. ¿Serán contrabando la barba y el pelo? Meditamos hasta que los tacones de los zapatos blancos de estas chicas que por el paseo de Colón van y vienen nos inducen a suponer, con pavor, que quizá el espíritu de Dalila reine aquí bíblicamente, con la complicidad de Fígaro. Cuando ellas se alejan tan ufanas y bien peinadas nos quedamos muy pensativos, porque no se puede definir una ciudad a base de dos características como los consulados y las peluquerías.

Yo ya sé cómo quiere que defina Irún esa muchacha de ojos húmedos y largos que me mira desde su mirador de madera. ¿Marichu, Águeda, Carmenchu?... ¡Quién sabe! Yo también la miro y sueño: ¿Si me quedara? Pero entonces, ¡ay!, en vez de definir la ciudad me definiría yo mismo. Horrorizado corro hacia el hotel y subo las gradas a saltos.

Allí reina una confusión indescriptible. Un chico de unos dieciséis años sufre una pataleta alarmante. Entre convulsiones y sacudidas se ha puesto cárdeno y todos salimos vociferando, pidiendo un médico. Cuando este llega diagnostica la congestión, purga al atacado y se restablece la calma.

-No tiene nada de extraño -me dicen-; aquí se pasan el día corriendo, saltando, jugando al foot-ball y nadando y, claro está, esos sofocos producen estos contratiempos que son muy desagradables y sensibles, pero algo debe costar el que sea   —428→   Irún una ciudad atlética invencible. Nadie puede a los de aquí. Ni los madrileños, ni los bilbaínos, ni los catalanes, ni los ingleses. Y no han dejado ir a Amberes a nuestros campeones, porque tienen miedo los franceses de que les quitemos los primeros puestos y han trabajado por que recusen a los más temibles. Aquí los jóvenes no dejan de ejercitarse.

¿Ciudad griega? Sí; los ojos puestos en el juego olímpico, los mancebos no temen los accidentes de palestra porque el lemnisco que ganen en el pancracio es toda su atención.

-Tengo yo un chaval -me dice un electricista de hotel- que tiene quince años y ya ha ganado en Francia cuatro carreras y ha traído dos relojes de oro y doscientos francos. No quiere hacer otra cosa más que correr. Ahora quería ir a Amberes, pero yo no le he dejado.

Existe aquí una aterradora y exclusiva vocación gímnica y, así, esta ciudad siempre dispuesta para ganar una olimpiada no necesita más para ser feliz y sonreír a todos. El ser temibles no la hace menos amable. Para nadie tiene un hosco gesto; para Francia, la vecina, menos. Todos estamos en el secreto.

El único que no se enteró fue Carlos V que puso a Fuenterrabía en el trance de mirar con mala cara a la tierra del otro lado del golfo retozón y minúsculo. La que fue ciudadela está tan violenta como una chica que juega «al serio» y, sin poderlo evitar, se ríe a mandíbula batiente, como una chochola, satisfecha y envanecida de su vestido azul y verde.




El aprendiz de filósofo

Todas las mañanas encuentro en la Concha al aprendiz de filósofo. Sentado en su silla de madera, a la misma hora y debajo de la misma acacia, me place verle y corresponder a su sonrisa cortés y escrutadora.

El aprendiz de filósofo es un ser esencialmente interrogativo. Es un punto de interrogación viviente, y como tal goza del privilegio de la reversibilidad. A veces está muy sobre sus talones; otras veces los echa a volar y anda de cabeza. ¿Es un dominguillo? ¿Es un acróbata que ejercita su cuerpo para luego, siguiendo la máxima de   —429→   Barbey d'Aurevilly, disciplinar análogamente su espíritu? No; sencillamente, es que su papel es el del punto de interrogación.

-¿Qué le parece a usted aquella mujer del jersey verde que hace ganchillo en la terraza?

-Suculenta -le respondo. (La dama es bellísima.)

-¿No me creerá si le digo que vengo todos los días a esta hora sólo por verla?

-Ya lo creo. Ustedes los filósofos cuando aman son tremendos.

-¿Qué me diría si le asegurara que no estoy enamorado de ella, que tan solo la considero como un espectáculo delicioso?

-Me parece menos bien, porque la juzgo digna de ser amada francamente.

-¿No cree que mi contemplación es más dulce y sobre todo menos engorrosa y molesta que un flirt, un asedioso galanteo aunque este adquiriera tintes de correspondido y prometedor?

-Yo creo que debería usted hincarse de rodillas y aquí mismo, ahora, a mediodía, recitarle todas esas poesías ultraístas que tiene inéditas y son infaliblemente cautivadoras para un corazón femenino.

El hombre interrogativo cambia de táctica y afirma:

-Usted no es un filósofo.

-No, señor.

-Entonces ¿para qué iba usted a la universidad a los mismos cursos que yo?

-Iba para recrearme, como usted iba para ir haciéndose pichón de catedrático.

-No es usted más que un poeta.

-Que no hace versos y deja que los hagan los pensadores.

-Yo los compongo por entretenimiento, porque en realidad soy un filósofo, un pequeño filósofo.

Este joven cuando afirma es de temer. A Ortega y Gasset le llama tanguista con mucho desenfado, y pretende haber descubierto en Pío Baroja la faceta donjuanesca de seductor de maizal y caserío (!). Aunque no parece enterarse bien de nada, traduce a Leibniz.

Cuando me despido de él para ir a La Perla me atenaza con la última interrogación del día:

-¿No le parece a usted que Schopenhauer ha ejercido una influencia muy directa y potente en la moderna corriente cubista, ultraísta y creacionista?



  —430→  
El infierno o la nada

Esta sala del crimen del Gran Casino es muy educadora. Precisamente por eso no se permite la entrada a los adolescentes y a los menores. Hay deleites que le están vedados a la juventud; entre ellos los del peligro y la insensatez, y su prohibición es funesta, pedagógicamente, porque el alma se hace tacaña y se atrofia. Se me puede hacer una objeción fácil: «¿Cree usted que la juventud no juega bastante en las grandes ciudades?». A quien me la hiciera habría de contestarle: «Juega demasiado y en muy malas condiciones. Va a timbarse las menudas pesetas a las chirlatas más sórdidas y a los círculos vergonzantes de camareros y aurigas que están encima de los cafés. Juega, no por jugar, sino para ganar».

No me frunza las cejas, señor moralista, y recuerde que el padre de una ética pensó: «El dinero, en el juego, es sólo pretexto».

Yo me guardo de pedir entrada libre en los salones privados para los menores inocentes, porque... ellos se encargan de entrar y salir cuando y como les place. «¡Imposible! ¡Es necesaria una tarjeta color barquillo que se expide después de llenar una hoja en la que se declaran cuántas corbatas tiene uno y cuál es la flor que más le gusta!» Yo lo que sé es que la sala del crimen está llena de jóvenes, alumnos de la emoción y de la estética del azar y el despilfarro. Como no creo en la generación espontánea, ni en la indulgencia del portero de calzón corto y plateados galones, sospecho la existencia de escotillas debajo de las mesas por las cuales se da acceso a los adolescentes con la condición de que se han de contentar con el espectáculo y la lección, y no han de jugar. Ellos ponen los ojos muy redondos y echan miradas furtivas y voraces a las fichas de cartón, a la bolita de marfil y a los escotes de las jugadoras que al tenderse sobre la mesa verde, raqueta en mano, ponen el corazón en las casillas de la ruleta. La douleur à la mort et l'enfer au néant... Los muchachos ven aparecer la tragedia absurda y azarosa de la vida mientras adivinan la dulce cañada entre los dos collados. Toda la belleza, la generosidad pródiga, el desgaire y el desdén por la vida seria y arquitectónica lo saborean... sin peligro. No tienen dinero, no pueden jugar; son los colegiales de un curso de zozobra y desasosiego, egregios espectadores por los cuales se arruinan y se suicidan otros hombres. Han entrado a hurtadillas, no se sabe si por el balcón, caballeros en una nube, o si han salido de debajo de los divanes. Son los enemigos más terribles   —431→   del Gran Casino. No serán jugadores nunca. Prematuramente han venido a beberse toda la emoción del juego, y cuando se sacien no volverán más por las salas del crimen por la misma razón que les impide volver a estudiar una asignatura aprobada.




La profesora espera...

No es linda, pero se la adoraría sin esfuerzo. Habla poco y sonríe mucho. Tiene esa distinción resignada e indulgente de la vascongada espiritual. Como mi memoria frágil e inválida no deja que le recite ninguna poesía, me habla de sus recuerdos de Madrid, de la Escuela Superior, de sus profesores predilectos (siempre Zulueta y siempre Hoyos). Después de terminar los estudios ha sido institutriz en Bilbao, acompañante de lujo de unos niños ricos como un perro caro o un borrego con cintas... La pobre muchacha está triste. Dentro de unos días va a posesionarse de la dirección de unas escuelas recién creadas. Es lástima que en este pueblo situado entre la montaña de Guipúzcoa y el mar no se pueda disponer de todos los juguetes y bufones con que el florentino obsequió a Mona Lisa. ¿Cómo va a inaugurar sus cursos esta pobre aburrida? Las Diputaciones vascas, que a todo proveen, deberían ofrecer a las profesoras entristecidas distracciones, bailes, serenatas y cinematógrafo en vez de dejarlas abandonadas en su balcón, reducidas al encaje de bolillos y a los enojosos fascículos de Pedagogía. El reflejo que lleve a la clase esta mujercita será un mortecino reflejo de ventana, y la gravedad del tedio padecido en la espera nunca se apartará de sus explicaciones. ¿De qué sirve obsequiar a los niños con juguetes si luego les da un aliento de enseñanza una profesora de melancolía? Como hay botiquines de urgencia y bombas de incendios, las Diputaciones vascongadas deberían tener circos volantes, compañías de teatro que fuesen velozmente, en camiones automóviles, con sus decoraciones y vestuarios para distraer a las maestritas mustias, a las nodrizas espirituales condenadas al bostezo, y que mañana tendrán que enseñar a los niños y a las niñas, al mismo tiempo que la tabla de sumar, su corazón, como si fuese una rosa.

Guipúzcoa, agosto de 1920

[España, 279, 4 de septiembre de 1920]





  —[432]→     —[433]→  

ArribaAbajo Los hombres y los sitios


Azorín en La Perla

Al fin llegué a San Sebastián. Bajé al andén tambaleándome, con las pestañas quemadas y los guantes mugrientos. Como si no estuviera suficientemente zarandeado, caí en un coche. No podía cerrar los ojos, ni moverlos. Un escozor agudo me impedía parpadear. Resignado, los abrí desmesuradamente, como un extático, sin fijarme en nada. Solo llegaba a mi conciencia un denso rumor de muchedumbre. Pensé: ¡Cuánta gente hay este año!

Estuve apoyando el timbre durante un cuarto de hora y nadie vino a abrir. El maletero me hizo una observación escalofriante: «Debe usted de haberse confundido. Este cuarto está desalquilado». Seguí apretando el ombligo de la puerta durante veinte, veinticinco, treinta minutos, al cabo de los cuales abrió la cocinera, muy repeinada, sin inquietud ni prisa, sonriente.

-Hola, señorito. Notó mi furor.

-Estoy sola. No hay nadie más. Las señoritas están en misa; el señor en el Casino, escribiendo unas cartas; el señorito en la playa. Las muchachas han ido a la iglesia o a la calle.

Abrí tanto los ojos que no sé cómo no se me cayeron de las órbitas.

-No se extrañe usted, señorito; es que hoy es domingo.

Salí. En la calle no se podía dar un paso. En la ciudad ni un solo habitante, habitual o temporal, debía de estar en su domicilio. Todo hervía de gente. Me interné en la Concha, por donde iba y venía un mar humano y selecto. Escurriéndome y empujando tardé hora y media en llegar a La Perla. Como era ya tarde, la rotonda se había despoblado. Me detuve un momento para respirar mirando la mancha marina, acariciante y consoladora. Después entré en la galería de los cuartos de baño. Una luz dorada y suave bailaba en aquel túnel bruñido e inmaculado, todo de azulejo blanco.   —434→   A primera vista no se advertía vestigio de ser humano. Ni siquiera se veían apetitosas bañeras, náyades de alpargatas y pendientes de perlas como avellanas. Solo en un lejano banco se adivinaba a alguien. Me acerqué. ¿Quién sería aquel señor de pantalón de franela y zapatos blancos que, detrás del diario desplegado, estaba allí, en aquel rincón, alejado, escondido, ajeno al ruido y a la confusión dominicales? Dejó caer el periódico. Era Azorín. Sólo él, por su finura y su pureza, podía estar acoquinado por lo que a nadie amedrentaba.

Lloraban los grifos canoros de los baños con húmedos y largos suspiros. El maestro, en el fondo del túnel claro, lejos del mundanal bullicio, y más lejos aún de la solución de Séneca, que en las cercanas pilas se ofrecía, leía la prensa con los labios muy apretados.




Emilio Carrere, catedrático

Viéndole ir y venir tantas veces por la calle Ancha, en la que va devanando la madeja del hilo de su vida, Emilio Carrere se nos ha antojado un catedrático, precisamente más por la disparidad de su espíritu con el del profesor-tipo que por la comunidad de itinerario. Sería un loco capricho desear que amaneciera a las doce de la noche o que todos los sábados hubiese eclipse de luna, porque tal afán se estrellaría en una necesidad cósmica absolutamente irreductible. Pero hacer de un anticatedrático un catedrático sería factible, gentil y laudable. ¿Quiénes deben ser los encargados de una labor docente? Sin duda aquellos que pueden transmitir a la juventud parte del caudal de su espíritu, cuando en este hay algo que interesa o halaga a aquella. Los estudiantes, aunque no llaman a Carrere el «poeta de nuestro tiempo», como el buen pueblo, se saben de memoria La musa del arroyo y El caballero de la muerte. Todos reconocen al poeta en el embozado sin afeitar que recorre la calle Ancha, lleva corbata de plastrón deshecho, habla del periespíritu y hace cincuenta carambolas de una tacada.

-¿De qué van ustedes a hacerle catedrático? -exclamarían muchos cascarrabias-. ¿Qué asignatura quieren que explique un hombre que no tiene más que sensibilidad? Que no explique nada y que sea catedrático de sensibilidad superior, es decir, educador de sensibilidades.

  —435→  

Bien están la cultura física y las disciplinas científicas, pero las juventudes, siempre un poco brutales y chabacanas, necesitan un profesor de emoción.

Esté tranquilo, no obstante, el ministro de Instrucción Pública presente y todos los futuros, porque no hemos de pedir para el poeta una cátedra que solo tiene un valor imaginario y simbólico. Solo por el sitio en que se le ve, por la trayectoria que sigue, codeándose en las aceras con los profesores de la Universidad, incluso con Cejador, y por la influencia tácita, subrepticia y misteriosa que ejerce sobre los jóvenes, hemos podido verle entre los antípodas de sus gustos y aptitudes.

Creo que su Universidad sea el universo, o cuando menos, el pedazo de universo prendido entre la glorieta de San Bernardo y la plaza de Santo Domingo. Su ambición y su orgullo son exclusivamente líricos. Hasta es posible que ese botón que le falta en la americana, en vez de ser un botón negro, fuese uno de aquellos de letrero rezase: «No me diga usted que no soy un gran poeta».

Catedrático numerario de emoción, espiritismo y billar es a todo momento y por doquier va. El profesor auxiliar de su cátedra es el señor Leza, hombre culto, delicado, sensitivo, de barba tan frondosa que nos hace pensar, al verle, en aquellos burgueses que salvaron la ciudad de Calais con la llave en la mano y la soga al cuello.




Ricardo Baroja en el parque del Oeste

Toda esa gente que en los días festivos y espléndidos de invierno camina apiñada y presurosa por el paseo de Rosales, formando una franja humana, me ha dado siempre la sensación de una muchedumbre que iba al Juicio Final. Sólo Pedro Brueghel, el Viejo, supo dar a lo múltiple esa misma variedad, y al conjunto gregario la simultaneidad de accidentes que ofrece tal cáfila de seres enamorados del sol, mitad lacértidos y mitad humanas. Por su semejanza con los desfiles apocalípticos de las tablas flamencas -siempre cómicas-, he creído que los domingueros de Rosales iban en pos de la última sanción. ¿Por qué tienen tanta prisa? ¿Por qué quieren atropellar a los que caminan delante? Por mucho que corran no podrán evitar que el sol que tanto aman les deje a todos a la misma hora. Y ese afán de no perder los rayos solares es el mismo de no perder la vida o la eterna salvación.

  —436→  

Una tarde de otoño, toda de oro y esmeralda, di con Ricardo Baroja en el parque. Cubierto de un sombrero informe, con unos pantalones viejos y una capa parda, el pintor y grabador parecía un aldeano feliz y vigoroso. Entre los labios llevaba una cachimba de tamaño respetable y era tan cortés con ella que la aprisionaba con una sonrisa. La luz vibraba tan límpida y sagazmente que solo en los ojos bruñidos de Ricardo Baroja tenía un reflejo auténtico y digno. Había yo soportado tanta mirada turbia y lacia que, al ver al vasco displicente y mal vestido, satisfecho de la ración de luminosidad que otorgaba noviembre, me pareció que él, como si hubiese vuelto la bóveda del cielo, bebía la certidumbre en un cuenco de diafanidad. Cuando la turba iba al Juicio Final, él, en dirección contraria, gozando en su regreso, sonreía como un emperador de la Simpatía y la Campechanería ante el peligro de las inexorables e ineludibles diligencias. Aquel gran artista despreocupado y jocundo nada tenía que temer en su fuero interno de hombre perspicaz que ve muy claras las cosas y posee la efusión suficiente para descartar ciertas dádivas y enloquecer por algunos irresolubles acertijos.




El profesor Retortillo frente a la estación del Mediodía

El elegante que en Madrid ha conseguido una elegancia más personal y perfecta es don Alfonso Retortillo, catedrático auxiliar de Derecho internacional en nuestra Universidad. No estriba la elegancia en ceder a las influencias de la moda, sino en resistir y perdurar en los detalles de indumento que más favorezcan y mayor carácter presten. Aquel gran elegante que se llamó Barbey d'Aurevilly, y que mal que pese a Ramón Gómez de la Serna nunca fue a los teatros «envuelto en una bufanda como en una toquilla», sino que jugaba con el bastón de puño cincelado sin quitarse los guantes negros bordados en oro -¡oh, sublimidad!-, fue también un rezagado, un refractario a la «última» moda. Ya muy entrada la República, se le veía en el patio de butacas, con su levita entallada y de vuelos, y un sombrero de copa de alabeados contornos y retorcidas alas, del tiempo imperial. El señor Retortillo es el Barbey de nuestro tiempo. Sus descomunales pajaritas, sus chalecos blancos, sus botines claros, sus corbatas de plastrón y, sobre todo, sus sombreros minúsculos, son testimonio de contumacia en admitir modas denigrantes (el cuello flojo, por ejemplo) y prueba, por el contrario, de obedecer a la innovación feliz (v. g.: el frégoli de paja). La verdadera elegancia es la que perdura en sus caracteres esenciales, y no la que cede y se adapta al capricho pasajero y trivial.

Yo recuerdo al profesor Retortillo caminando aparentemente hacia la estación del Mediodía, una tarde de invierno. En el fondo de aquel lienzo momentáneo se destacaba, a un lado, el bronce verdinegro de don Claudio Moyano y, al otro, los audaces y encabritados corceles que en lo alto del Ministerio de Instrucción Pública son el símbolo de lo que está en vilo. El catedrático, envuelto en un irreprochable y corto gabán azul, tocado de un sombrero pequeñito, más para el bregma que para el cráneo entero, caminaba despacio saboreando un habano.

Y como la proximidad de una estación es siempre desoladora, temí que el profesor de elegancia abandonara la ciudad y nos privase de esa lección que en sus paseos da sin explicarla. Fue un momento de emoción, ya que hasta quien toma billete de andén parece abandonarnos irremediable y definitivamente. Pero se disipó mi inquietud al verle pasar de largo.

[España, 286, 23 de octubre de 1920]





  —[438]→     —[439]→  

ArribaAbajo La persecución de lo paradisíaco (impresiones teatrales)


El valor de los escenarios

El valor que adquiera o conserve un escenario en el teatro nunca debe ser despreciado por el espectador. Antes bien, este debe atender siempre las fluctuaciones que tal valor sufra, procurando que ninguna variación pase inadvertida. Cuando se encuentra ante el telón de anuncios, toda sala bosteza y nadie se entera de lo que aquel intolerable medio de publicidad quiere meter por los ojos a todo el mundo. (Mal medio de levantar industrias marchitas.) Además, el telón de anuncios produce la impresión de una de esas vallas también de anuncios que, coronadas por altas armaduras, encubren muchos solares, y así, en la impaciencia y el hastío, el hombre de la butaca -ese hombre que ha comido de mala manera y ha blasfemado ante el espejo porque su corbata nueva no corría bien dentro del cuello planchado-, en vez de caer en los limbos de las sugestiones imaginativas que debe engendrar un escenario, sospecha estar ante un solar urbano, cubierto de alfalfa, ortigas y gramas y encubierto por telas pintadas.

Desde las localidades altas y modestas el escenario pierde esa estúpida rigidez que tiene desde el patio de butacas, y toma con la perspectiva prestigios de rombo. La madera del proscenio nos sugiere una música de carpintería -sierras, garlopas, guillames- que es confundible con la del indispensable cuarteto. La concha del apuntador parece un irritado divieso.

En los teatros grandes, en plena farsa, cuando el telón se cansa ya de estar escondido, el espectador, que no oye bien por defectos de acústica y magnitud de distancia, contempla el alvéolo de la escena donde evolucionan los inquietos y abigarrados monigotes de carne, con la misma curiosidad con que se mira un acuario en donde danzan algas, erizos y estrellas de mar y coquetean marítimas anémonas y seductores pólipos.

  —440→  

En las vastas y grandes Óperas, desde los paraísos -siempre la preocupación paradisíaca- las sopranos y los tenores se ven como inquietos infusorios de una preparación microscópica en la platina del escenario.

El teatro Eslava reserva una sorpresa. Hay en él unas butacas que se acurrucan debajo de los palcos y -la otra noche lo comprobé- no permiten ver la parte superior del escenario, cortándolo según la curva del anfiteatro y truncando el rectángulo -¡oh, maravilla!- en un desvencijado trapecio.

Sin embargo, así como no nos ocupamos del marco de la obra pictórica admirada, cuando el interés de la obra teatral nos traslada a un plano paradisíaco, el valor del escenario se iguala a cero.




La advertencia en el babero

Siempre recuerdo con emoción aquellos baberos azules y rosados que vi y traté en mi infancia. Cada uno tenía bordada o marcada una advertencia. Las más concisas eran las mejores; verbi gracia: «Come y calla». Al público del teatro hay que ponerle siempre una servilleta por si se le cae la baba de admiración y embeleso. Podría decirse que junto a la caja automática de sorpresas -caja que hace que los paletos se coman las pastillas de jabón creyendo que son bombones- hay siempre un brazo como de lavabo en que colgaba una servilleta -la cual, según el equívoco galo, podía ser toalla-. El señor Martínez Sierra ha ofrecido un manjar desconocido -Bernard Shaw pasado por el tamiz de Broutá- y ha bordado delicadamente en el babero del público: «No vayas a hacer ascos y pongas a toda la familia en ridículo. Esto es de lo más rico, sabroso y europeo que darse puede». ¿Exceso de previsión? Quizá, pero yo creo que el babero que saca aquel señor de frac que sale antes de alzarse el telón, y que muchos tomaron por un rollo de papeles, no se ha hecho en ocho días, ni siquiera en ocho meses como el equipo del primer niño de los recién casados. Es obra de años. También quizá sea ese su defecto.

El estreno de La intrusa, de Maeterlinck, en la Princesa fue bochornoso: el público se levantó de mal talante diciendo que le habían engañado. La mayoría no entendió la obra. Don Ramón del Valle-Inclán y don Antonio Zozaya, que presenciaron el desastre, algo pueden decir de esto.

No cabe duda de que hay niños que meten los dedos en la salsera y salpican las inmaculadas pecheras de los invitados.




La alumna antigua

Lo que pocos de los espectadores de Pigmalión han notado es que la adorable señora Bárcena era una antigua discípula -y muy aventajada- del profesor Enrique Higgins. Maravilloso ruiseñor, flauta encantada, ¿por qué has tardado tanto en encontrar a tu profesor de fonética? ¿Por qué no has corrido antes hacia él para acreditarle y darle gloria? Hacía ya mucho tiempo que la señora Bárcena tomaba lecciones del profesor Higgins. Ya el año pasado, el que escribe estas pobres líneas, con un dulce y adorado fantasma al lado, observaba desde un palco que la yankee de París New York hacía prodigios de imitación con su voz preciosa. Y, a veces, la imitadora, la fiel discípula de Higgins, le llevaba ventaja a la grande y encantadora actriz en que, por fidelidad en remedar y seguir una rigurosa disciplina, perdía su voz la expresiva claridad rotunda y se hacía tan exactamente americana -¡oh, prodigio!- que costaba trabajo entenderla. Dueña de la voz más linda y habiéndose perfeccionado en numerosas obras, no ha tenido inconveniente en descubrir el secreto y presentarse oficialmente como el portento que acredita el sistema Higgins. La Elisa del primer acto no nos puede engañar. Viene a hacer el examen de ingreso con la tesis doctoral en la faltriquera. Y a fe mía que Bernard Shaw debiera hacer un viaje a España para escuchar sus trinos.




La probabilidad paradisíaca

Un lechuguino me dijo en cierta ocasión: «Yo no puedo llegar al teatro antes del segundo acto». Y le repuse: «Eso prueba primero que es usted un hombre muy elegante, y segundo, que no le gusta a usted el teatro». En los coliseos nunca había ido a buscar el paraíso, y no como localidad porque era un lechuguino, sino en un viaje de purificador ensueño. La contemplación de una farsa es siempre pretexto para entrever lo paradisíaco, de lo cual no podemos formarnos otro concepto que el de un   —442→   espectáculo que por mucho que pretendiera distraernos y divertirnos solo lo conseguiría plenamente al ofrecernos los chismes, rencillas y enredos humanos, mejor que presentándonos una lozana frutería del tipo Brueghel-Teniers. El teatro podría ser educador, didáctico, didascálico, profiláctico, si las funciones se celebraran a las nueve de la mañana, y así saldría uno ungido de teatro como se sale ungido de devoción y buenas intenciones después de la misa matinal; pero a las diez y media de la noche, después de padecer los sinsabores cotidianos, el hombre sólo gusta del teatro paradisíaco, que no es tal sino porque nos parecen preferibles las intrigas humanas a todo bienaventurado sosiego. Me figuro que en algún Diccionario Enciclopédico del Planeta Marte debe de existir un artículo que rece aproximadamente: «Habitantes de la Tierra. -Seres que se pasan la vida afanándose en resolver conflictos políticos, sociales, jurídicos, técnicos y privados y que después de desazonarse durante el día van al teatro como al Paraíso que perdieron, por ver una ficción y un compendio de todo cuanto padecen en la vida, con la condición para su deleite de que para todo traidor haya justicia inmanente, y dulce himeneo para cualquier pareja de tórtolos».



«Nosotros no vamos al teatro a pensar sino a reír. La vida es demasiado complicada y cruel para que nos sacrifiquemos pecuniariamente por ver un trasunto de todos los conflictos que nos han afectado o puedan afectar, y que reanime y reverdezca la inagotable inquietud que llevamos dentro. Nosotros vamos a gozar.» Así habla parte del vulgo descomedido y francote. Pero lo cierto es que todos los espectadores de teatro asisten a él por placer; todos acuden en busca de un placer. Este estriba, para unos, en pensar; para otros, en reír; para aquellos, en llegar a emocionarse dolorosamente.

Si el espectáculo de la vida nos absorbiera deleitosamente y en un estado de arrobo constante presenciáramos el desarrollo de los acontecimientos que del trato común de la especie humana se derivan, nos hallaríamos en el paraíso, en el único paraíso posible, después de haber sido briznas vivientes en la selva de lo civilizado. El hombre no puede formar concepto de otro paraíso que aquel que sea lugar geométrico de todas las felicidades. Así en casi todas las religiones existe como premio a la virtud un estado en el que todas las dulzuras deseables son otorgadas al justo, y en el   —443→   que están contenidas todas las alegrías que se pueden imaginar. Fuera de lo que se puede imaginar, está el gozo de la gloria y bienaventuranza. Solo tenemos idea, o mejor dicho, representación, de las dichas que la existencia ofrece como óptimo límite, y solo a ellas aspiramos, en todos los juegos de nuestra imaginación.

La hora de ir al teatro es hora rezagada, arrinconada en el ángulo de la noche; a ella llega el hombre urbano con desasosiego y fatiga, y, sin embargo, aún le quedan fuerzas para escoger la corbata más linda, los últimos gemelos que le han regalado, el más maravilloso chaleco. La noche de antes estuvo hundido en un sillón, con las piernas extendidas, en una postura incorrecta, abrumado de amorfas preocupaciones y de denso hastío. Deseó algo sereno, cristalino, de un verde moroso y uniforme, un paisaje de laxas lejanías, de concentración (¿Patinir?). Y no encontró más anodino que el lecho. Esta noche en el palco lo olvida todo, y a la cuarta escena está solo pendiente del juego escénico y, tan enfrascado como un niño, duda que haya un paraíso de reposo y le entra el reconcomio: «¿Qué pasará? ¿Qué pasará?».

Pero ¡mucho cuidado!... No confundamos al espectador que silba discretamente y con sordina el mismo vals que el cuarteto solloza con ese hombre que entra hosco, el ceño fruncido, y que por una irrisión del destino se sienta en una localidad. Ese, el que viene al teatro por compromiso -un compromiso casi siempre consigo mismo-, es el hombre que no gozará porque trae dentro un drama, una comedia: ese hombre, aunque ha pagado su butaca, es un actor, es el protagonista de un conflicto interior que trae en el alma y sólo viene a cotejar su dolor o su deseo con las penas y los afanes fingidos del proscenio. Para ese nunca habrá paraíso en el teatro, ni en la entrada general, ni aun en el palco egregio si se lo abrieran. Ese, el pesimista, el que mide el universo con su particular rasero, el que quiere imponer las soluciones que ha tenido que aceptar, el cascarrabias que disiente de la actitud que se dibuja en la farsa representada porque no coincide con la que él quiere conservar en la farsa de que es actor, en la farsa de la existencia. Mientras el optimista ríe y confirma: «¡Tiene gracia!», el actor que no debiera ser más que actor y que, indebidamente, ocupa la luneta, masculla colérico: «¡Bonito estaría el mundo si obráramos de esta suerte!».

Así, están las salas divididas en dos bandos: los ingenuos, confiados, que ríen y gozan, olvidándose del bagaje de preocupaciones e inquietudes; y los otros, los endemoniados, los que no gozan del paraíso, aun estando en él, los que buscan, comparan   —444→   y establecen paralelismos entre su papel y el del histrión que tienen delante, las que no dejan de ser lo que son durante todo el día, los que no se distraen.

El mejor teatro es aquel que convierte en espectadores al mayor número de personas presentes y reduce al mínimum el de actores o protagonistas de su propia vida, que conservan tal carácter durante la representación. El peor teatro -en cuanto al problema de la persecución de lo paradisíaco- sería el que conservara la personalidad de cada uno de los asistentes sin arrebatársela, ni enajenarlos.

Si toda la conciencia se encauza en atención, y si el interés en una sala es tan agudo que pueda oírse el vuelo de una mosca, lo mismo en un sainete o mojiganga, en el sutil diálogo de la comedia y en la congojosa escena trágica, es porque al teatro no se va ni a pensar, ni a reír, ni a llorar, en relación con lo que se piensa, se ríe y se llora en la vida, sino que se va a estar en otro mundo absolutamente distinto del habitual, podría decirse que en otro planeta.

El mundo de la realidad y el del teatro nunca pueden compararse, porque siempre son diferentes. Cuando los dramaturgos y los comediógrafos los mezclan y hacen híbridas mixturas, pagan su desafuero con el más ruidoso de los fracasos. Y aunque para ellos sea inexplicable, con un poco de perspicacia se comprende que a veces los oyentes que se han deleitado en los primeros actos, en el último o en el desenlace protestan bravamente, cuando del plano inverosímil, irreal y paradisíaco se les hunde en una trivialidad de solución que solo en la realidad es posible.

Todos ansiamos un poema de cada cosa. Todos queremos que nos canten ese poema, y además deseamos que no nos lo anuncien. Risas, penas, filosofías... Sí, pero sobre todo que no sean las mías, las de este mundo; que sean las de un mundo paradisíaco en que por un ardid de prestidigitación se convierta aquel.



El teatro de Bernard Shaw ofrece un sorprendente ejemplo de construcción artística, hecha con los materiales de la vida, pero destinada principalmente a cobijar las más características y sutiles aspiraciones de nuestro tiempo. Discute la permanencia del tipo histórico y la niega en cuanto considera que cada modelo que pongamos -por ejemplo, Julio César- aparece en el espíritu de cada época con las modalidades y tendencias   —445→   espirituales que en aquel tiempo predominan. Así combate al Julio César de Shakespeare, alegando que tiene mas del espíritu caballeresco y de las ideas ambientes o personales del autor que del auténtico carácter del hombre histórico. Shaw por su parte lo presenta según el modo de pensar del siglo XX, y así se figura y cree que ha investigado y descubierto mucho más en el espíritu del hombre de Estado romano que el inmortal William. Debajo de su obra pudo añadir: «Mejor que la del mismo nombre y tema de Shakespeare». Sin embargo, yo no acierto a comprender cómo Bernard Shaw, que como nadie ha levantado un teatro irreal, inverosímil, no abandonando jamás los asuntos y muñecos de la más cotidiana y apremiante realidad, pero moviéndolos según un sistema que representa y traza el límite al que puede tender la realidad sin alcanzarlo nunca, y dentro de un espacio de distintas e inequiparables dimensiones, haya podido creer que el dramaturgo persigue lo real y no lo paradisíaco.

En Pigmalión, comedia de Shaw, que saborea y aplaude el público de Madrid, todo el segundo acto es de una intensidad, de ridículo en cuanto a la situación de todos, que en la vida sería insostenible. Ese espectador que no es espectador, ese hombre de piel dura que no se deja seducir y coteja a todo momento las decisiones de los personajes con las que él tuviera en su lugar; ese no podrá menos de objetar: «Un hombre tan impertinente y mal educado como es el profesor Higgins en este acto no podría repetir muchas veces esta escena con las visitas de su señora madre sin que le abofetearan. No es posible que la señora Eynsford, Clarita y Federico aguanten tanta grosería, sin iniciar la más ligera protesta. Respecto a la señora Higgins, es de una insensibilidad marmórea ante una insostenible situación de violencia. No se concibe asimismo que Elisa desbarre con tanto ahínco y siendo inteligente no perciba el deplorable efecto de sus palabras. Esto es inverosímil». El optimista, el que se ha reído durante todo el acto, le diría: «Pero no es imposible». «No es lógico», diría el otro. «Es que yo no voy a ver un corolario de mis opiniones en una obra teatral. ¡Viva lo imprevisto!» «Yo quiero que en el teatro no desaparezca el sentido común.» La disputa seguiría indefinidamente.

En verdad, lo que uno quiere es que el mundo del teatro se ciña al infierno que lleva dentro, y el otro goza al contemplar el universo que quisiera para sí y para los que le rodean. ¿Edén?

[España, 290, 20 de noviembre de 1920, y 292, 4 de diciembre de 1920]







  —[446]→     —[447]→  

ArribaAbajo Kinéscopo

El elogio de lo pasajero


EN UNO DE ESOS DESCANSOS de quince minutos llenos de temblores de timbres y de arabescos de tabaco inglés, mi amigo el ensayista y yo permanecemos con la boca abierta y los ojos entornados, de cara a las luminosas queseras de los cenitales. Repantigado en el diván, envuelto en el caparazón de su abrigo que nunca se quita, no me deja ver más que sus gafas y sus manos. Acciona con ágiles y elegantes movimientos digitales -más bien de hombre que quiere hacer figuras chinescas con las manos que de bailarina rusa- y, poniendo la siniestra delante de sus cristales redondos, alternativamente, intenta persuadirme, reforzando sus sutiles argumentos con el lenguaje de sus dedos que están capacitados para vencer el obstáculo de lo absurdo (sordera espiritual), que exista alzado en el alma de su interlocutor:

-He visto que concibe usted la historia del cinematógrafo según un desplazamiento de la imaginación del protagonista, más o menos visionario, hacia la imaginación del propio autor de películas. La película cómica o la que interpreta y camina a la sombra de una obra famosa fueron la expresión primera de que un arte nuevo se manifestaba en aquel poderoso medio auxiliar. Dejemos lo cómico aparte para tratarlo separadamente, y recordemos que el cinematógrafo empieza como ensayo de láminas animadas y variables de un libro histórico, de un poema famoso o de una fascinadora novela de caballería. Hago observar a usted, de pasada, que la ilustración complementaria tiene una importancia sin igual y que tiene, asimismo, sus límites en el género de la obra ilustrada. Una de las primeras películas que yo vi reproducía los más conocidos episodios de la vida de Guillermo Tell.

»Gustavo Doré ya había hecho, y con meritorio éxito, las ilustraciones de los libros. Faltaba, pues, la ilustración para la pantalla. Si Gustavo Doré tenía una imaginación poderosa y un alma llena de la prosopopeya de los grandes poemas, el cinematógrafo poseía la kinesis y el tiempo, es decir, la posibilidad de desarrollar y prolongar el momento alegórico y sintético del grabado. Ahora bien, los paisajes de   —448→   la imaginación tienen un prestigio muy distinto a los que la tramoya pueda levantar. La labor de reconstitución emigraba de la literatura y se dirigía hacia un arte nuevo donde podía encontrar cobijo grato y suntuoso.

-¿Y no cree usted que en esas torpes, ingenuas y rudimentarias reconstituciones legendarias o históricas se inicia y enciende el primer fulgor de la imaginación de un director artístico? ¿No cree usted que en las más rigurosas imitaciones de un período histórico no existan ya en germen los procedimientos, los trucos y los efectos que después, y cada día más, parecen definir insistentes las características del arte cinematográfico?

-No vaya usted tan deprisa, querido cronista, ni persiga la piedra filosofal de la estética de este espectáculo con tanta impaciencia. Me permito aconsejarle un poco de calma. Me considero muy dichoso al ver que concebimos el problema aproximadamente en la misma extensión; en la triple esfera del mundo del fantasma-protagonista, del creador o autor del poema luminoso, y del espectador. Para nosotros el cinematógrafo no es tal cinematógrafo. Cinematógrafo pudo ser para los que ansiaban ver en movimiento algún suceso histórico que excitaba su curiosidad. La impresión o reproducción de movimiento (kinema, kinomatos, marcha, y grafo, grabar) podía formar un vocablo expresivo de la bobalicona extrañeza que producía la adición de continuar en el tiempo los trasuntos y copias de los objetos en el espacio. Cinematógrafo es el vagido primero: tiene la torpeza de las cosas positivas. Hoy es una denominación demasiado larga, incómoda de pronunciar e insuficiente de significado. Cine es canalla e intolerable, aunque más genérico y alude con vaguedad a una oscilación, a una inquietud. Kinesis, que no solo al desasosiego físico sino al espiritual puede aplicarse, me parece más adecuado, si se tienen en cuenta las inquietudes y emociones del autor, del protagonista y del espectador. Creo que no debe usted llamarse cronista de cinematógrafo, que es cosa vieja que recuerda los sórdidos barracones de lona de los solares eternamente calvos que los arquitectos y maestros de obras dejaban en barbecho para una eternidad; debe usted titularse: el cronista del kinéscopo.

-No me parece mal y acepto la palabreja con muchísimo gusto.

-Bien; habíamos quedado en que, en la copia cinemática, se animaba el grabado y, con el prestigio del troquel histórico, se revestía una realidad fingida que transformaba el crimen indeleble en instante aterrador y la alegoría abrumadora en danzarín   —449→   y alado movimiento. Era restituir a la realidad los misteriosos signos que atormentaban las imaginaciones sedientas. Estas se fueron curando de sus torturantes preocupaciones, y el hecho de más resonancia y del cual queríamos ver un remedo más o menos aproximado tomó el valor de una vulgar cabalgata desprovista de todo encanto.

»El fracaso del cinematógrafo como ilustrador de poemas mostró el tesoro que encerraba tanto en las interpretaciones cómicas como en las dramáticas: la velocidad. La velocidad dio a lo trágico y a lo ridículo el valor que da un exponente y elevó sus potencias hasta los límites de lo imposible. Me he propuesto esta noche no decir una palabra acerca del problema de lo cómico. Mucho tengo que meditar en él, pues creo haber atisbado curiosas y definitivas relaciones. En cuanto a lo dramático, la intensidad se compensa con la rapidez, y los efectos no tienen ese regodeo de crueldad inquisitorial en que se complacen en poner al espectador sensible en el teatro. Lo más horrible sucede en un abrir y cerrar de ojos: una puñalada es siempre algo vago, impreciso, no en su resultado, sino en la actitud, ademán o movimiento. En la vida, es así también. En el teatro, por el contrario, el actor estudia todos los movimientos previos, que vienen a ser así como el prefacio al acto brutal, y después, en el impulso decisivo, toma una postura escultórica para asestar el golpe a la víctima, y como toda actitud escultórica debe conservarse, porque lo apolíneo siempre aspira a la inmortalidad, los pobres corazones del patio de butacas sufren un martirio excesivo y usurario (usurario, sabe usted) y las respiraciones se atropellan anhelosas y entrecortadas.

-Veo que es usted el más aguerrido y temible paladín de este arte.

-Mi buen amigo, si hubiera un operador que pudiera graduar la marcha de la cinta, es decir, el ritmo de un drama, sincrónicamente con la velocidad media de imaginación de cada uno de los espectadores, podría ofrecer el espectáculo ideal, la reproducción del mundo de la fantasía que todos llevamos dentro. No crea usted que si el kinéscopo (ya lo podemos llamar así) emociona menos dolorosamente que el teatro es porque no tenga el calor y cordialidad de vida de aquel, sino porque todo es más pasajero y dura menos aún que en la realidad, y así nos priva del dolor de padecer los trances angustiosos y en su inverosimilitud veloz nos priva de conocer el dolor y de sumirnos en la lógica y en el ritmo lento, que es otra forma de caer en el dolor.

[España, 296, 1 de enero de 1921]



  —[450]→     —[451]→  

ArribaAbajo Suplemento kinescópico

Las cintas de los candidatos


DESPUÉS DE LA LUCHA cruenta y terrible de la elección, los candidatos contrincantes se encuentran frente a frente ante un Tribunal de actas formado por magistrados del Tribunal Supremo. Y en tal ocasión, es de ver cómo cada cual, impugnador o defensor, utiliza y se vale de argumentos que no desdeñaría Pericles, «aquel que vencido en la palestra aún tenía en tierra razones para demostrar a todos que no lo estaba». Sin embargo, el período enconado y jadeante de la pelea ha transcurrido para dar acceso a las persuasiones de la habilidad. Alguna acritud se lanza como dardo postrero al «digno contrincante» que parece no oírla y estar ocupado exclusivamente en atusarse el bigote o en saborear una pastilla de clorato, pero no es frecuente que el informante se aleje de los límites de la benevolencia demostrando cuán magnánimo ha sido para con su adversario y cómo de todas las asechanzas que ha querido ponerle ha hecho caso omiso y apenas si quiere enumerarlas, y si cita alguna, es para que sepa el Alto Tribunal de parte de quién estaba la universal razón y la particular opinión del distrito. Mas a pesar de la aparente tranquilidad de los candidatos informantes ante el Supremo, nadie puede dudar que su caso es el de pronóstico más grave. Desde la proclamación por el artículo 29 que proporciona el acta candorosa, virginal, unánime y paradisíaca, hasta los fragores de la más espantosa lucha, existe una diferencia que debe tener en consideración todo aquel ciudadano que se sienta deseoso de representar algo en Cortes. Pero a veces y casi siempre es así; los distritos en que más trabajo ha costado conseguir una mayoría, más o menos nutrida, someten al fallo del Tribunal de actas una elección dudosa o indecisa. Y al triunfante y al derrotado, o a los dos triunfantes, o a los dos derrotados después del azaroso combate del drama de la elección, les queda el horrible trance, no de pasar por otro drama, pues suficientes alientos han cobrado para ello, ya que el arrojo es algo en que la velocidad adquirida no es de despreciar, sino de actuar como personajes de tragedia antigua y lucir, no el brío del pancracio, mas sí la sojuzgadora energía de un elegante, conciso y maravilloso   —452→   relato. Como los personajes de la tragedia, los candidatos han de suscitar una emoción que pueda serles favorable, extendiendo algo así como el lienzo retórico en que se dibujen con más precisión y evidencia los episodios que más convenientes sean a la demostración de las más correctas y legítimas conductas. En cuanto a tropos y comparaciones, el señor Montes Jovellar, maurista, para rebatir un aserto de su contrincante, el señor Espejo, habla de un espíritu que «fuera como el Espíritu Santo que dejara caer sus llamas en forma de papeletas electorales sobre las urnas»; esta audacia de parangón queda anulada porque es empleada en una reductio ad absurdum.

Si en lugar de una figura retórica pretendiera cualquier informante dar una representación de tal o cual suceso de los más importantes, la dificultad aumentaría. Hemos visto a los menos elocuentes esforzarse en dar a sus narraciones un notorio vigor plástico para que resaltara y fuera de intuición posible algún detalle en que la injusticia o anormalidad (esta es la palabra suave por excelencia para calificar el atropello electoral) resultara patente y visible. Yo he visto a muchos candidatos que, acosados por el apremiante plazo de un cuarto de hora que se les concede, parecían pensar: «Aquello era para visto. ¡Si tuviera yo unas fotografías! ¡Si fuera posible informar con un aparato de proyecciones!».

Creo que fue el señor Romero, electo por Fraga y defensor de su proclamación, quien dijo, el primer día, que era lástima que no existiera una sanción penal para aquellos que sin fundamento impugnaban un acta y con ello hacían perder tiempo al Tribunal. Como medida me parece un poco rigurosa ya que es posible rebatir con un buen relato una abrumadora relación con cifras. Si Pericles probaba, aun tocando en la arena sus hombros, que no estaba vencido, creo que le es permitido a cualquier informante hacer un relato vivo y agitado de los acontecimientos del día de la elección, algo así como su película electoral, y conste que no es en desdoro de las andanzas de nadie si así califico la narración de sucesos pintorescos, sino metafóricamente y amparándome en el precedente del fuego del Paracleto y las papeletas electorales en una reductio ad absurdum.

¡Ay, si pudiera sacarse una película del instante supremo de un pucherazo, del reparto clandestino de duros, tagarninas y pantalones de panal! Todo está demasiado encomendado a la oratoria, a la retórica. Cuando se formulan acusaciones graves, siempre son vagas. Si se denuncian abominables coacciones, faltan actas de referencia   —453→   y de presencia, y siempre queda pretexto al defensor para urdir un alegato convirtiendo la argumentación de su adversario en un arma de dos filos que hiera más hondamente a quien la ha esgrimido que a aquel contra quien se esgrime. ¿De qué medios dispondría el más sagaz abogado para anular cuanto pueda traer de comprometedor una cinta cinematográfica? La parte pintoresca que hoy se esfuerzan en poner de relieve cada uno de los informantes, y solo imperfectamente puede ser desenvuelta a causa de apremio de tiempo y de la pasión que atropella las imágenes y traba la lengua, habría de tener una reproducción, fiel, continua e íntegra, que no pudieran rebatir los letrados más duchos en hacer ver lo blanco negro. Y entonces los notarios se limitarían a dar fe de la autenticidad de la película electoral, de que se había hecho en el propio lugar de la elección y no en la Patagonia o los Estados Unidos, porque claro es que se corría el riesgo de que cuando se obtuviera una cinta animada, graciosa, convincente de puro real y significativa, se la prestaran unos candidatos a otros, y con una sola película se salvara de ataques toda una mayoría, empleando un recurso de empresa de cine.

[España, 298, 15 de enero de 1921]



  —[454]→     —[455]→  

ArribaAbajo Otra vez Herrera Reissig

MERECEDOR ES EL SEÑOR don Manuel A. Bedoya de una respuesta a sus afirmaciones estéticas añadidas como comentario al reseñar una fiesta de audacia, juventud y arte nuevo. Su conducta personal, su atención y compostura durante la fiesta fueron dignas de ser tenidas en cuenta. El señor Bedoya, que ocupaba un asiento en las primeras filas, parecía un buen alumno discreto y comedido en una sala de estudios en que el mayor desorden estuviera representado -claro es- por los «últimos de la clase». No he de ocuparme lo más mínimo de las manifestaciones de cierta manada de palmípedos, de los cuales el menos desconocido e insignificante era Juan José Llovet.

Con espíritu zumbón y maligno, pero con indiscutible fidelidad en cuanto a los hechos, el señor Bedoya dio cuenta en La Voz de las peripecias del festival ultraísta. En consonancia con el espíritu y el título del artículo: «En plena apoteosis del disparate», ciertas aseveraciones hubieran podido ser disculpadas; pero como bajo el epígrafe de «Unas cuantas apostillas en serio» pretendía, ambiciosamente, el señor Bedoya explicar la génesis de una escuela, es menester aclarar más de un aserto turbio, confusamente henchido y descabellado.

Me consta -y ello ha quedado patente- que, así como para Eutiquio Aragonés, Eugenio Noel era Dios (Noël = Dios), para el señor Bedoya, Vargas Vila es una divinidad, de la que él quiere ser el profeta. En cuanto a la influencia que le supone sobre la nueva escuela, me parece dudosa, y en lo que se refiere a mi amigo Vicente Huidobro, nula en absoluto. Sepa el señor Bedoya que si en el mundo civilizado y culto de América se lee mucho a Vargas Vila, en el mundo civilizado y culto de Europa se le lee muy poco. Pero dejemos a este brillante escritor, que tan grandes cosas ha hecho -sobre todo con la puntuación-, y ya que es uno de los mayores cariños de don Manuel (perdóneme que así le llame ya que sé que no le gusta, por su poema encantador Psicosis de las secreciones internas, pero no tengo confianza para llamarle Manolito), dejémosle a un lado. La señalada influencia de   —456→   Julio Herrera Reissig es la que me parece tema de que se abra amplia y minuciosa discusión.

Hace ya más de dos años, en agosto de 1918, el señor Cansinos Assens, en unos soporíferos artículos, monumentos de indocumentación y desfachatez, creyó probar que mi obra poética era una imitación de la del poeta uruguayo Julio Herrera Reissig. Las obras de este poeta no se habían publicado en España. Existía una edición Garnier, hecha en París en 1913, absolutamente desconocida por mí en la época en que publiqué El esfuerzo. No respondí entonces a los insidiosos y pérfidos ataques del señor Cansinos, porque, estimando que eran arma de dos filos, concedía al ridículo la misión de vengarme. Sin embargo, después he tenido lugar de comprender que los fundamentos absurdos en que se establecía mi subordinación y dependencia a la personalidad de Herrera Reissig habían adquirido cierto arraigo. Muchos pingüinos que no conocían la obra de Herrera ni la mía creyeron que era deber en ellos afirmar el parentesco, hasta que el luminoso espíritu de mi querido y admirado amigo el señor Blanco-Fombona tuvo la feliz iniciativa de editar Las pascuas del tiempo y me hizo la señalada merced de condensar en la persona de Cansinos Assens el criterio de mi dependencia respecto a Herrera, en una breve y amable nota preliminar.

Esto es cuanto a mí se refiere. Yo, por mi parte, niego que Herrera Reissig pueda haber influido en mí, por la razón de no haberle leído antes de la publicación del libro que se suponía influenciado por él. Yo pretendo escribir siempre en castellano, y el señor Herrera Reissig es un poeta que escribe en jerga bilingüe. Véase el ejemplo:


«Las damas ostentan aigrettes elegantes
de plumas que fingen rizos de flambeau,
y regios joyeles y polvos brillantes
que ostentan las reinas de un bello Watteau».



Yo, recordando que hay distinguidos puristas que cuidan y vigilan los vergeles del idioma, sólo he de invocar, glosando el bello romance:


«Dónde estás Julio Casares
que no te duele mi mal?».



  —457→  

Las infracciones al lenguaje eran tan abundantes como las lesiones a la delicadeza y los atentados al sentido común. Sirva de ejemplo esta estrofa de la Fiesta popular de ultratumba:


«Un estoico de veinte años, atacado por el asma,
se hallaba lejos de todos. "Denle pronto este jarabe",
dijo Hipócrates, muy serio. Byron murmuró, muy grave:
Aplicadle una mujer en forma de cataplasma».



Con estas breves citas, basta. No sé si habrá algún poeta joven de la nueva escuela que acepte estas influencias. Yo rechazo la imputación de haberlas imitado.

Y después de abierto este paréntesis en que he dejado de ocuparme -¡perdón!- de la creencia personal del señor Bedoya para exponer mi íntimo pensar en asunto que me afectaba, he de hacer resaltar que se abusa en atribuir excesivo influjo a autores que no han sido leídos.

Me permito aconsejar al señor Bedoya que busque en Mallarmé y en los poemas en prosa de Arturo Rimbaud los orígenes de la escuela creacionista que ha tomado de Apollinaire los esquemas formales y la afición al caligrama.

Mozo de espíritu es el señor Bedoya, y quizá, mejor enterado, se pase al bando ultraísta, pues tiene humor y bríos para ello, ya que nosotros no estamos todavía convencidos de que las grasas amarillas y las telarañas le cubran el corazón, como él mismo afirma en su citado poema -curiosísimo por cierto- y titulado Psicosis de las secreciones internas.

De buena fe le invito a pasar al bando prometedor y espléndido, y en prueba de mi sinceridad quiero dejar de manifiesto que aun después de haberse chungueado de lo lindo de los revolucionarios de la Parisina, yo, como abogado asesor de la Gran Compañía Anónima del ULTRA, no he caído en la tentación de pretender tomarle el pelo.

[España, 301, 5 de febrero de 1921]



  —[458]→     —[459]→  

ArribaAbajo El silencio por Mallarmé

MUY SEÑOR MÍO: En contestación a su requerimiento, confieso con toda sinceridad, es decir, con todo descaro, que durante los cinco minutos de la ceremonia muda en memoria de Mallarmé dominó en mí un profundo temor, el de quebrar el silencio con alguna exclamación irreprimible. El Jardín Botánico tiene la devoción de todos los años de mi vida. Allí aprendí a pronunciar las primeras palabras. Después, en las primaveras juveniles, he colgado muchos exvotos sentimentales en sus enramadas, junto a los racimos de las glicinas y los tirsos de las lilas. Ha sido para mí una basílica vegetal, con las agujas de sus cipreses, los arbotantes de los sauces, el claustro de su emparrado. Por otra parte, Mallarmé tiene para mí un altar en cualquier tiempo y sitio.

Sentí el pavor de dejarme seducir por un verso, una alusión o una reminiscencia que quizá me llevaran a proferir una voz o a dar un suspiro y a destrozar de ese modo la solemnidad de nuestro mutismo. Temía el castigo de las miradas agudas y magistrales que me hubieran reconvenido, y, además, la responsabilidad de la profanación. Así, procuré romper todos los hilos que tiraban de mi atención y me mantuve en un estado mental indeciso, inestable, punto ciego del pensamiento, mientras apretaba con miedo los labios.

¡Aquel silbato de tren, aquel rodar de coches, las gotitas de lluvia en la arena!... Cuando el cronometrador, señor Díez-Canedo, anunció el término de la ofrenda muda, yo no había escuchado el silencio; había oído todos los rumores de la ciudad, aun los más remotos. Y me despedí presuroso (pido perdón a todos) al sentir la campanita de una lejana parroquia que me llamaba a la dominical misa de doce. Es cuanto puede decirle su atento y seguro servidor.

[Revista de Occidente, 5 de noviembre de 1923]



  —[460]→     —[461]→  

ArribaAbajo El correspondiente de Amaranta en la Academia Española

EL PARANINFO UNIVERSITARIO en día de apertura de curso ofrece un espectáculo de baile de máscaras al que sorprendiera la luz meridiana. El salón de actos de la Academia Española, en tarde de recepción, tan limpio, tan fijo, tan poco esplendoroso, parece, por el contrario, una capilla protestante. ¿Por qué hay solemnidades jocundas y solemnidades tristes, pobres de solemnidad? El día primero de octubre, muy frío, muy serio, muy áureo casi siempre, en la Universidad la orquesta, en alto, toca un fox o una habanera, que acompañan a conterazos los bedeles vestidos de bastoneros, haciendo que les bailen los pies a los dominós azules, amarillos, rojos -también violados- que escuchan lo que dice un señor más o menos embriagado de elocuencia. Al revés, el salón de la Academia Española da la sensación de una de esas iglesitas luteranas cuyas paredes se hubieran dilatado desaforadamente, como se contraían las de la cámara móvil del pozo y el péndulo que soñó Poe. Ahora, yo no creo ni que la Universidad deje de ser esencialmente seria por una azarosa semejanza cromática y musical, ni pienso que nuestra Academia de la Lengua tenga nada de protestante, si no es esa aludida similitud de tinte frígido en paredes y vidrieras. Antes tengo a esta última por albergue de paladines de la Contrarreforma, como puede atestiguar la trinidad Maura-conde de la Mortera-Ricardo León.

Don Eduardo Gómez de Baquero ha ingresado en tan ilustre casa el 21 de junio de este año. Es un tanto doloroso entrar en la inmortalidad en una de esas tardes dominicales de primavera o estío en que los ojos ansían el verde del parque y el azul del cielo, cuando van a los toros las penúltimas flamencas en las últimas manuelas, con el postrer pañuelo de Manila en la capota. Al fin y al cabo, la Academia, que se precia de muy castiza y en cierto modo no lo es, establece competencia con los espectáculos verdaderamente nacionales y les resta público. Nadie olvide que nació en una época de afrancesamiento, y aunque hija del marqués de Villena, es algo sobrina de Richelieu.

  —462→  

El correspondiente de Amaranta merecía entrar en el territorio de decoro de esta Academia. Es un espíritu español, muy siglo XVIII, en el que el injerto del donaire y sensibilidad de las Galias han penetrado más feliz y fértilmente. La Academia, de aspecto luterano, es aljibe de las todavía copiosas escurriduras de la Contrarreforma; la Academia, figurín clásico copiado de Francia, según un patrón de gracia y gentileza espirituales, ha sido, cuando no una caraba de filólogos campesinos y cazurros, una tertulia de obispos y sacamuelas literarios. Bien está que el Sr. Gómez de Baquero haya entrado en el templo del idioma del brazo de Amaranta, espíritu contemporáneo de los fundadores de la institución. Quizá la piedra de su umbral haya sentido un estremecimiento al sentir el beso de sus finos tacones, y toda la casa haya sonreído al confirmarse en su destino verdadero, después de haber estado gris y fría tantos años, si no con cara protestante, por lo menos con ceño de protesta.

El discurso académico de Andrenio ha tenido por objeto la novela y no ha abandonado para fundamentar su argumentación el apoyo de los antiguos géneros literarios que a su juicio son tributarios de aquel, a quien no escatima el calificativo de imperial: «De la Dramática toma las formas vivas del diálogo y el eclipse de autor detrás de los personajes de la fábula; de la Lírica, las más delicadas voces del mundo interior; de la Épica, de que es directa heredera, la expresión de la vida colectiva, de los ideales y de la batalla del hombre con el mundo exterior, si no en la forma sintética de las viejas epopeyas, en una forma analítica, que es como una reconstrucción de la vida y puede elevarse, por composición de pormenores y partes, a una armónica síntesis». También analiza la influencia de la novela en los demás géneros literarios y precisa las causas de su apoteosis en el siglo XIX: Revolución francesa, revolución romántica y revolución científica de libre examen y tortura de la naturaleza. De estas tres revoluciones mencionadas bien se advierte que la única coetánea y connatural al desarrollo de la novela fue la romántica (exaltación de la personalidad individual) y que la científica, la de Descartes y Bacon, no produjo en literatura sino efectos problemáticos y aislados, cuando los métodos de Claudio Bernard fueron remedados bruscamente en el roman expérimental.

Parece otorgar el Sr. Gómez de Baquero a la novela la expresión, en su triunfo, de nuestro preferente gusto por los accidentes menudos de la vida privada, de nuestra curiosidad por considerar al ser humano, que en ciertos casos es o puede ser héroe,   —463→   poeta o personaje de drama, cuando en el tejido de su existencia no se manifiesta como en tal héroe, poeta o personaje de drama. Los altos valores del espíritu no se producen inagotablemente en el continuo vital: están embutidos en la argamasa amorfa de la llamada existencia vulgar. La novela, por acercarse a la vida, la desvaloriza.

No es el apogeo de la novela, ciertamente, el término o mojón que marque en el tiempo dónde la vida privada alcanza su auge de glorificación, sino el punto en que, en la historia, hace crisis aquel sentimiento de pudor y de reticencia que impedía mencionar los hechos cotidianos, íntimos y familiares del vivir fuera de toda manifestación satírica, es decir, ingenuamente. Con el desarrollo de la novela mengua, en proporción inversa, la sátira. Tomar la vida ordinaria demasiado en serio acostumbra a no tomarla nunca en chanza. En el Quijote, de Cervantes, está el verdadero punto de equilibrio, el verdadero límite donde se da a la novela y a la sátira, trenzadas y trabadas, la dosis que a cada una corresponde en una estimación de la vida que equidista del pormenor de la reseña cotidiana y de la fecha histórica, es decir, del hecho de vivir y de la hazaña. Si hoy la literatura novelesca mala se denuncia por algo, en cualquier país del mundo, es por su ausencia de sátira, de crítica, de ironía, o sea por seriedad borrical o terquedad dogmática.

[Revista de Occidente, 29 de noviembre de 1925]



  —[464]→     —[465]→  

ArribaAbajo Fernando Villalón

CONOCÍ A FERNANDO VILLALÓN no hace muchos años, en Sevilla, una noche de otoño incipiente, en una terraza de la puerta de Jerez. Fue la noche en que leyó a sus contertulios de café su proyecto de silfidoscopio. Se trataba de un aparato para ver las sílfides, de cuya percepción esperaba él el allanamiento de muchos problemas de esta vida y de otros muchos de después de esta vida. Más que requisitos técnicos, aquel bosquejo de artefacto fijaba las condiciones fundamentales que debía atender la mecánica y la ingeniería a quienes delegaba su construcción, pero a las que quería ilustrar acerca de las relaciones entre los planes espirituales y los estratos del mundo físico, nexos que en aquel trabajo aparecían distintamente jerarquizados dentro, claro está, de una esotérica y teosófica concepción del mundo.

Aquel picador de toros, aquel hombre sanguíneo, atlético, rural y terrazguero, era uno de los brujos más sutiles e inquietantes de nuestro tiempo. No muy lejos de Lebrija había secado con un conjuro una fuente donde bebían las adúlteras el agua mineral radioactiva de la infidelidad. Su gabinete mágico, sus endemoniados prodigios, y su prurito de entablar diálogos, socráticamente, con párrocos y religiosos acerca de temas espiritistas, le habían valido la excomunión de varios obispos.

Fuera de lo espiritual, el gran problema que preocupaba por entonces a Villalón era la repoblación de Tarfia. Su feroz individualismo había cedido en vista de la necesidad de crear una civilización en aquella islita del Guadalquivir, última reliquia de un archipiélago fluvial que había sido suyo. Era el último residuo de su poderío imperial, y aún sin darse por vencido, aspiraba a recoger allí el fruto de su experiencia y su sabiduría, en una peregrina organización social. No era la corte de Elba, familiar y reducida, ni la legislación de Santa Elena, último vestigio de un tirano ocioso, mal de su grado: era una abadía de Thelème para garrochistas y bailadoras de fandango, poetas, utopistas y gentes fantásticas. Por aquel otoño, en que nos conocimos y cenábamos juntos en la caseta de Labradores, bajo la luna verde y oronda del octubre   —466→   sevillano, Fernando Villalón era ya un emperador que, aun conservando su trono y atributos, veía todos los días palidecer su extraño y arrollador poderío.



Fernando Villalón-Daoiz y Halcón era hijo de un noble de Morón, aficionado a la historia, hombre misterioso que desde la alta celda de su palacio veía a las personas que entraban por el zaguán, por medio de un sabio y complicado juego de espejos, y de una dama de miniatura, alma romántica que yo sentí palpitar al leer su diario de recién casada en el viaje de novios por Italia, de sus primeras nupcias. Descendía de un señor francés de la Ville d'Almouses, que vino en tiempos de Alfonso VI a Navarra y cuya descendencia dominó en Aoiz. Entre sus últimos ascendientes pueden citarse a don Luis Daoiz, el artillero del Parque, y el conde de Aoiz, personaje tremebundo, de la Andalucía baja, arsenal viviente, panoplia ambulante, siempre ceñido de pistolas y puñales. Se cuenta del conde de Aoiz que fue en cierta ocasión a Jerez de la Frontera a desafiar a un matón tremendo. Era huésped el prócer del duque de San Lorenzo, y cierta mañana la duquesa dio con él en la escalera del palacio y mucho se extrañó de que no acompañara su saludo verbal con su habitual reverencia de besarle la mano, y de que el conde permaneciese en su presencia con las suyas sumidas en los bolsillos. Lamentose al duque, su esposo, de aquella descortesía; hasta que la informó de que habiendo reñido a puñaladas con el bandido, este le había pintado tan dilatado jabeque en el vientre que llevaba las manos en los bolsillos del pantalón para evitar la salida de la masa intestinal. «¿Cómo quieres que besara o estrechara tu mano?», preguntaba el duque, explicando la retirada a su alcoba de aquel señor marchoso y pendenciero que por su propio pie venía medio destripado.



Fernando Villalón nunca fue un camorrista, pero les mojó la oreja a los más tercos. Se apechugaba en las ventanas y tabernas con los curdas más pesados, y alguna vez le dio un beso de desafío a algún jaranero sacamantecas. Cuando seducía a docenas a las mocitas de los barrios, tenía a sus órdenes a los más aguerridas rufianes. Pero era un lujo de hombre dispendioso. Un día, en la plaza de San Francisco, pegó a todo el que se le acercaba. Era la época en que sólo vestía de corto. La Maestranza de   —467→   Sevilla tuvo reparos en recibirle en su seno, aun siendo uno de los más nobles caballeros y mejores jinetes de Sevilla.

Siendo muy joven salió de Morón a recorrer sus tierras y topó con el Vivillo, camino de Estepa. Fernando lo acechó desde unas espadañas con la culata en la mejilla y, al fin, le perdonó la vida.



Villalón, al terminar la guerra europea, poseía un millón de pesetas en ganado. Hubiera podido realizar aquellas mil cabezas, pero él era fiel a su ideal de ganadero. Es menester decirlo. Sacrificó su fortuna a su ideal taurino. Su propósito era modificar la fiesta de toros criando un tipo de res que habría de condicionar la lidia. Era un enamorado de ciertos estilos y se oponía al fácil y resonante éxito de ciertos toreros actuales, «porque los toros no eran toros, pues con toros verdaderos no podía hacerse aquello». La premisa del ganado le importaba cardinalmente para cualquier consecuencia en la fiesta. Ni fue joselista ni belmontista en momento alguno. En la descomunal batalla perdió, porque su religión y estética de la lidia no coincidió con el gusto del público y el ímpetu de la moda. Allí fue su fortuna contraria a la que tuvo en poesía, pues él era el único que hubiera podido reconciliar, con su noción del arte, tan viril y tan sincero, las fórmulas más exquisitas y difíciles con el gusto popular. La intuición de su sabiduría, tanto en el terreno en que perdió como en el que empezaba a ganar, era extraordinaria. Ya se sabía, para toros, la marisma.

Llanuras sin confín, lagos de plata rizados por los vientos marineros.

Para cereales, el triángulo que forman Lebrija, Trebujena y Sanlúcar. Para mujeres, las de Algeciras a Chipiona. Para cante, los Puertos. Él sabía dónde estuvo la vieja Tartessos, cuna de aquellas maravillas únicas: en el bajo de Guadalmedina. A veces, sintetizaba todas sus preferencias con su frecuente y deliciosa expresión: El mundo se divide en dos partes: Sevilla y Cádiz.



Anticuario, chamarilero de cuadros, brujo, garrochista, derribador de reses, agricultor meritísimo, teósofo y poeta lírico y dramático, era el más feliz poseedor de la más rica experiencia andaluza. Era un espléndido camarada español, docto en las   —468→   ciencias más ocultas y sabrosas. Su obra poética tiene a veces la torpeza del que posee más contenido que medios de expresión. En efecto, ni empezó pronto a escribir versos ni estuvo largos años sometido a una rigurosa disciplina de preceptos, de tanteo o de enseñanzas. En ciertas ocasiones, la tortura de la expresión se resolvía en una explosiva salida por la tangente, de un modo arbitrario o burlesco. Del mundo visible hubiera querido hacer una exacta traducción verbal. Sus propósitos poéticos en este sentido son francamente pictóricos. Recuerdo que en cierta ocasión llegamos de Sevilla a Cádiz, hallamos el mar bajo un temporal homérico. La bahía, con mar de fondo, era algo terrible, color de cieno, de azufre, de inmundicia. Las olas eran largas, atirantadas, insólitas. Aquel mar daba la impresión de cualquier cosa menos de ser el mar. Fernando buscó en vano un adjetivo para él. Le vi vacilar, trabajar y desistir. Al fin, exclamó: «Este es un mar, hijo de la gran p...».



Ahora que has muerto, Fernando Villalón, voy sintiendo con un escozor creciente el escamoteo de aquellas dos horas inevitables que pasábamos juntos en Sevilla, a riesgo de pasar juntos el día entero, y las noches entre cañeros y claveles con mujeres de ojos negros y jazmines en el moño. Iba yo a tu casa, por las calles de Santa Cruz, con sus buganvillas y sus gitanillas de pechos en las bardas de los jardines, y, al llegar a la plaza de los Refinadores, ya se advertía el rumor trafagoso y vocinglero, de pequeño comercio, autobuses de línea y vecindonería de la Puerta de la Carne. Alguna de las tardes, en vez de entrar por el callejón de Céspedes, entraba por la calle Verde, tan tierna, tan humilde, tan henchida de pueblo murillesco con sus fachadas, de una aguada pálida, color de rosa, de manzana o de malva, hasta la casa señorial, un poco escondida entre el viejo palacio de don Miguel de Mañara y Vicentelo de Leca, y la iglesia de San Bartolomé, color de bizcocho de feria, donde moraba, y donde ya no volveré a ver al poeta y al amigo de una época fantástica y magnífica.

[La Gaceta Literaria, 80, 15 de abril de 1930]





  —[469]→  

ArribaAbajo Los vanguardistas españoles44

EN LOS PRINCIPIOS del siglo XX, las letras, en todos los países, tienden a despeculiarizar los temas, a combatir todo localismo, y se busca una supuesta universalidad en un metropolitanismo o cosmopolitismo igualmente banales. La juventud de 1910 a 1920, en España, con mayor sensibilidad y más ignorancia que sus predecesoras, se deja deslumbrar por los intentos del arte en general que tienen por objeto criticar y simplificar los expedientes de la producción artística. Pero tal crítica puede hacerse de dos modos: sinceramente, es decir, rectificando todo lo anterior a tenor de los mandatos de propia experiencia interna, disconforme con lo ambiente, o miméticamente, obedeciendo halagadores modelos que suscitan, sin razón ni sistema, la adhesión del dilettante. Creo que debe llamarse movimiento de vanguardia al intento de reintegración de las letras o artes españolas al espíritu occidental, desde la terminación de la guerra a hoy. Supone objetivamente: adhesión a todo engrandecimiento de la jurisdicción de la sensibilidad del artista, petición de una nueva carta o constitución estética, amplificación de la sinceridad. Los fenómenos mas restañantes, de los que se sienten émulos los jóvenes -Apollinaire, Marinetti, Picasso-, constan de un elemento sustantivo: análisis de lo clásico, y un adjetivo pathos combativo. Es más fácil imitar el mero ademán: señal de la cruz, reverencia, puñada o corte de mangas, que comprender el sentimiento que lo impulsa y enlazarlo sistemáticamente con las causas de otros movimientos.

Con esto creo diferenciar el vanguardismo español estimable del vanguardismo español despreciable. Estimo que la ignorancia y la inconsciencia de algunos jóvenes ha confundido la forma de lo externo con la estructura o configuración interna. Hay un tomar el rábano por las hojas de que es cómplice de la inevitable incultura moza la   —470→   incompetencia de ciertos supuestos directores de movimiento o críticos, excelentes chupatintas metidos a pontífices del arte nuevo.

Además, justificado y explicado lo noble del vanguardismo en arte -carrera de galgo rezagado-, es menester denunciar lo reprobable y funesto. Hoy el vanguardismo es mal microbio para una juventud verdadera, cronológica y físicamente considerada. Propende a la restricción. Siempre se alude y adula a media docena de idolillos a los que se encumbra, envanece y estruja en su producción con propósito de llegar a compartir el prestigio y ventajas que disfrutan. Y esto es antijuvenil, antiartístico e inmoral. Pero en la más baja acepción, no deja de ser político.



  —[471]→  

ArribaAbajo [Traducciones de Mallarmé]45




ArribaAbajoEl mal sino


Dominando el rebaño de la humanidad horrenda
mostraban las hirsutas melenas por momentos
los mendigos de azul, perdidos en la senda.

Su estandarte agitaban encenizados vientos
que en sí llevan del mar la divina hinchazón,
y en torno a ellos abrían grandes surcos sangrientos.

Retaban al Infierno, la frente ante el ciclón,
y viajaban sin pan, sin cayado y sin urnas,
chupando del amargo Ideal el limón.

Casi todos murieron en barrancas nocturnas,
embriagados de gozo al verse malheridos.
La Muerte les besó las frentes taciturnas.

Es ángel poderoso quien les tiene vencidos;
enrojece el ocaso de su espada el fulgor,
pero están sus espíritus por el orgullo henchidos.

Ayer amamantados de Ensueño, hoy el Dolor
les da el pecho. Al medir sus llantos voluptuosos
se levanta su madre, se arrodilla en su honor
—472→

el pueblo; les consuela el ser majestuosos.
Mas a sus pies están los hermanos que humilla
el martirio irrisorio de azares tortuosos.

Surca el salobre llanto su pálida mejilla
y tragan las cenizas con idéntico amor;
la suerte los enroda, burlesca y ramploncilla.

Pudieron conseguir a toque de tambor
de razas ojisainas falsa compasión tierna,
prometeos sin un buitre devorador.

Mas no; viejos, frecuentan desiertos sin cisterna;
caminan bajo el látigo de un espectro rabioso:
El Mal Sino. Sus mellas ríen si se prosterna

la gente; él trepa encima, jinete pegajoso,
y del torrente lleva al barrizal que enfanga
y cambia en sucio orate al nadador brioso.

Quien por tocar la propia bocina se remanga,
gracias a él se verá por rapaces befado,
que soplando en sus puños remeden su charanga.

Gracias a él, si quieren tentar un pecho ajado
con flores que consiguen encender la impureza
le nacerán babosas al ramo condenado.

Gusanera en su axila, y en su monda cabeza
lleva chapeo de plumas el esqueleto enano.
Es, para ellos, el colmo de la humana tristeza,
—473→

y si, zurrados, retan al perverso tirano,
su estoque rechinando sigue al rayo de luna
que bruñe la osamenta y la atraviesa en vano.

Sin el orgullo austero de la mala fortuna,
aunque quieren odiar, solo guardan rencor;
de la afrenta desdeñan tomar venganza alguna.

Y así, son el sarcasmo de cualquier rascador
de rabel, de los chicos, de la astrosa ralea
que con la andorga huera danza de buen humor.

Predican sabios vates vengadora pelea,
y sin saber su mal, al verles fracasados
les juzgan impotentes, les niegan toda idea:

«Pueden, sin recoger suspiros mendigados,
cual se encabrita el búfalo que aspira la tormenta,
saborear ahora males eternizados.»

«De incienso embriagaremos al Fuerte porque alienta
en lucha con los fieros serafines del Mal;
cada farsante de estos sin ropa roja intenta

detenernos.» Y escupen su desprecio mortal
al desnudo que implora, de inmensidad indigente.
Y estos Hamlets ahítos de zozobra jovial
a ahorcarse de un farol van ridículamente.

  —474→  


ArribaAbajoNombramiento


¡Princesa, cómo envidio la suerte de esa Hebe
que de la taza sube hasta tus labios grana!
Mas quien no es ni aún abate, ni a desear se atreve
ver su desnudo en rosa sobre tu porcelana.

Yo no soy el cojín que dibuja tu codo
ni el carmín de tus labios, ni tu borla empolvada,
ni tu lindo abanico... Mas si a pesar de todo
me has mirado tú, rubia por orfebres peinada,

nómbrame... porque son tus sonrisas frambuesa
un travieso rebaño de corderos, Princesa,
que parecen corazones, rumian almas sumisas.

Nómbrame... y que Cupido alado de un extraño
abanico me pinte cuidando tu rebaño...
Princesa, nómbrame pastor de tus sonrisas.

  —475→  


Arriba Quand l'ombre menaça de la fatale loi...


La sombra amenazaba ya con su fatal ley
a un viejo Afán que mis vértebras ha deshecho;
triste por perecer bajo el fúnebre techo
sus alas posó en mí. ¡Ay, sala de carey

y de ébano, capaz de sobornar a un rey,
la Muerte las guirnaldas de gloria ha contrahecho
y es mentira tu orgullo para el que satisfecho
de fe, vive alejado de la equívoca grey!

Sé que en la inmensidad de esta noche la Tierra
arroja un resplandor de misterio que yerra
a través de los siglos, cual fúlgido remedio.

El idéntico espacio, anulado o crecido,
a los testigos fuegos muestra desde su tedio
que en un astro, entre fiestas, un genio se ha encendido.







  —[476]→     —[477]→  

Se acabó de imprimir
en Madrid
el 4 de febrero de 2004