También antes lo he mencionado a toda prisa. En un mismo año, 1927, Bacarisse
publica en casi todas las revistas del arte nuevo, pero a ninguna de ellas envía los poemas que cabía esperar del hombre de la gabardina en el homenaje a Góngora en
Sevilla. Al contrario: es prosa narrativa que está lejos de la que él mismo da en la novelita de 1927, Las tinieblas floridas, y muy cerca, en lo que tiene de «narcisismo estructural y enunciativo»
34, de la prosa que procura el entorno de Ortega desde 1926 con la colección «Nova novorum». Para 1927 han editado apenas cuatro títulos de
Benjamín Jarnés, Pedro Salinas o Antonio Espina. Las cuatro prosas de Bacarisse aparecen en revistas que son la recentísima invención
de los jóvenes y nuevos, desde La Gaceta Literaria (que publica «Sirena de recambio» en septiembre) hasta tres cabeceras más
que han publicado ya, entre mayo y julio, otros tantos capítulos: Verso y Prosa, de Murcia, y dos revistas andaluzas, la ovetense Papel de Aleluyas y la sevillana Mediodía.
Bacarisse sabía desde abril de ese año que la novela no aparecería en la colección nueva
de los buenos y se enfadó. Los cuatro capitulejos, casi todos brevísimos en su versión actual también, se mantienen con los mismos títulos en la versión ampliada,
o ampliadísima: en el primer original de 1927 era una novelita de cien cuartillas, según el propio autor, mientras el manuscrito final se fue a las seiscientas, o trescientas cuarenta y cuatro páginas impresas de Los terribles
amores de Agliberto y Celedonia. Su irritación tiene poco de cábala caprichosa. Está confesada tres años después en la dedicatoria de la novela a Ramón Gómez de la Serna, y fue Ramón quien aconsejó rebajar en aquella página el rencor diferido, aunque quedase escrita la falibilidad del «antedicho censor asturiano»
(por Vela), y el dato escueto de que su
«breve relato erótico-burlesco [...] no gustó al Sr. García Vela y no se publicó»
en «Nova novorum»35.
No era del todo extraordinario el proceder de Vela ni, desde luego, el de Bacarisse. Uno de los menos indiferentes a las decisiones del sanedrín de la Revista iba a ser
—XLIV→
un poco después Rafael Alberti, y hoy de ese episodio sabemos unas cuantas cosas divertidas. Junto a su correspondencia con José María de Cossío se publicó hace unos años un Auto de
fe de Alberti inequívocamente vengativo, brotado del rencor por otro no del secretario de Revista de Occidente:
«¿Sabes que el monísimo de Fernandito Vela -escribe Alberti a Cossío en agosto de 1928- me ha devuelto las poesías que me pidió para la
Revista? Dice que, como las que publiqué en Carmen, no le gustan, que no se parecen en nada a
mis cosas anteriores (¡!), etc. Un verdadero asco. ¿Para qué hablar? [...] Ya algún día ese mierda de hortera las pagará todas juntas»
. Pagarlas las pagaron todos al cabo de nada, pero a Vela y al grupo
de la Revista los sometió a un auténtico Auto de fe sin sangre pero con subtítulo que divide la obra en «un gargajo y cuatro cazcarrias»
, aunque en realidad consta de dos vómitos que valen por los dos actos de la pieza. Es despiadado con todos los asiduos de Ortega, empezando por las marquesas paralíticas que se chupan el dedo catatónicas y la rivalidad comercial de escritores que se envidian la diferencia que va de vender siete u ocho... unidades de sus libros. El círculo literario de la Revista aparece como un club de ventajistas sometidos al déspota Maestro, y entre los que salen peor parados están Fernando Vela -«heme aquí constituido en censor de la literatura universal y, si soy sincero, tengo que confesaros que cada vez entiendo menos»
-, Antonio Espina, José Díaz Fernández, Manuel García Morente o Benjamín Jarnés. En el caso de este último, recién publicada su biografía
Sor Patrocinio, Alberti ensaya una carnicera parodia de la bonhomía legendaria de Jarnés en estilo sor: «Vayamos a todo con bondad y alegría. Nunca con violencia. Siempre con amor»
. Vela debe decidir qué hace con un poema de Alberti que acaba de recibir; consulta con Ortega y con García Morente, pero no resuelve el asunto porque apenas le hacen caso. Cuando Ortega le
ordena «Vete»
, deduce para sí: «Eso quiere decir que no debo publicarlo. Además, es sucio. ¿Qué pensarán de la Revista la duquesa de Pipó, la marquesa de Papipupipua
, la vizcondesa de Chichú? Nada, voy a escribir a su autor diciéndole... Pero ¿qué le digo?»
.
Ramón Gómez de la Serna también sale en ese Auto de fe porque el año anterior,
1929, ha aparecido en la Revista su obra teatral Los medios seres, que se estrena en diciembre sin éxito. Cuando Alberti escribe su bufonada cruel, en marzo de 1930, lo saca también ahí solo para hacerle entregar a Vela el poema de Alberti que decidirá no publicar.
Ramón saluda a la tertulia (o como dice la acotación escénica: «Saloncillo circular
de la Revista de Occidente, adornado como por una cocotte recién elevada a querida
de cualquier duque venido a poco más o menos»
) y la describe con sus propias palabras: «Dijérase esto el Asilo de la Merced o el alcantarillado de la intelectualidad española»
36. La nómina de agraviados de la
Revista debió de ser interminable, y entre ellos estuvo Bacarisse porque dejó de mandar cosas a la misma, o dejaron de
publicárselas desde 1927. No había sido mucho hasta entonces, pero estaba desde el número 5 con el silencio de Mallarmé, había publicado poemas y reseñó algunas obras de interés. Comentó inteligentemente la edición de Lope de Vega que preparó
José Femández Montesinos -y elogia la liberación de Lope «de la clave doméstica o chismosa
de la biografía»
-, examina libros traducidos de André Maurois o Anatole France, redacta la necrológica de Francisco A. de Icaza o, por último, se divierte con
una burlona crónica del ingreso en la Academia de Eduardo Gómez de Baquero, Andrenio, recogida en
el apéndice final de este tomo.
Es verdad que Los terribles amores responden a un patrón novelesco «de aventuras urbanas»
propio del momento, como ha explicado José M. del Pino37, pero también lo es que Bacarisse lo aborda con la escritura desatada gracias precisamente al rechazo de Vela y Ortega. Quiero decir que la libertad de estilo y estructura de su novela son propias de quien no debe rendir cuentas y actúa bajo la aventura de ensayar caprichosamente formas improbables,
incluso para libros experimentales. Las trescientas cuarenta páginas están escritas como si la novela no estuviese en la cuerda floja de la identificación del género, o como si fuese una forma ordinaria de escribir novelas. Es evidente, sin embargo, que ese tipo de estructura fragmentaria y deslavazada, paródica y burlona, no responde a los patrones de la novela clásica,
ni siquiera la novela modernista. Cuando Ródenas puntualiza en un trabajo reciente que la aspiración primordial de los jóvenes fue antes una nueva prosa que una nueva novela, está señalando
—XLVI→
una de las raíces de la personalidad literaria del propio Bacarisse, aunada a su raíz de poeta de verso antes que de poema: «La depuración defendida insistentemente lo era tanto de la prosa realista, que para los jóvenes tenía los achaques del casticismo y el provincianismo, cuanto de la prosa recargada de sensaciones y sonoridades del modernismo»
38.
Los ingredientes que combina en Los terribles amores... son muchos y todos ellos tienden a desenfocar la realidad para hacerla cinematográfica, solipsista y autónoma, filtrada por un escritor hiperconsciente, autorreferencial, con puntos estrictamente fantasiosos. La ironía como atmósfera distingue a un escritor que, además, procura pensar mientras difiere la acción, exactamente como hace su protagonista Agliberto, víctima de una semejante biología indecisa, y tan afín al propio Bacarisse. Afronta la redacción de la novela sin el temor a hacer un producto raro, porque la misma rareza experimental es parte de la razón para escribirla: forma de rebeldía contra las poéticas más usuales y conocidas, como trata de argumentar en el epílogo. Por delante, está solo la aventura de escribirla libre de cualquier patrón mejor o peor adaptado, y esa independencia fue seña muy particular de Bacarisse en su vida literaria. Y quizá entre los factores más personales está la libertad digresiva no en clave lírica sino en clave especulativa y reflexiva, sin renunciar a la farsa general, al disparate y al juego, como si esa quiniela de mujeres y situaciones simétricas, de parodias y bromas, pudiese engendrar de veras una base apta para pensar sobre la felicidad, que es evidentemente el tema del libro: la naturaleza incierta de lo que está vivo, los espejos falsos de la conciencia, el miedo a elegir y el error como necesidad. No son temas pegados a la novela sino que toda ella se nutre de esa inquietud vital por las figuraciones ilusas de la conciencia del bien, la ansiedad de acertar, frente a la intemperie de un vivir ajeno a patrones fijos, modelos estables, condiciones insoslayables.
En Mauricio Bacarisse también todo suele venir
de atrás. El primer estímulo para esta novela me parece que arranca de la traducción de La Eva futura, de Villiers de L'Isle-Adam. Eso fue en el año 1920, y cité unas páginas atrás la razón que daba Ramón
—XLVII→
Gómez de la Sema para encargársela. Bacarisse era el único dispuesto a tolerar tantas digresiones divagatorias en el cuerpo de una novela, y, en efecto, así iba a ser también la suya. Pero me remonto a ella no solo por la cantidad de interpolaciones,
o enredos caprichosos, sino porque la raíz argumental de Bacarisse tiene directamente que ver con la novela francesa, incluido el componente fantasioso o mágico-fantasioso, cuando Celedonia se convierte en sirena y todo sigue con perfecta naturalidad. En rigor, la novela de Bacarisse es esencialmente la respuesta filosófica a Villiers de L'Isle-Adam
por parte de un nietzscheano frío, dispuesto a defender una suerte de instinto inteligente, una equilibrada ecuación entre cálculo cerebral e instinto primario. Y todo nace de la desconfianza hacia el idealismo. Las ideas como teorías fabricadas antes o al margen de lo real no logran dar cuenta de la experiencia material y sentimental, precisamente porque el amor material es lo menos material que hay en el mundo
, tal como se explica al principio y al final de la novela.
En La Eva futura -reimpresa en la traducción de Bacarisse por Valdemar- hay un protagonista trucado, el inventor Edison, que se propone fabricar una mujer que colme los sueños diurnos y nocturnos de Lord Ewald. La mujer creada «dejará de ser la REALIDAD y será el IDEAL»
(pág. 72). Ese es, de manera muy simplificada, también el conflicto que ha de dirimir Agliberto entre Celedonia y Mab, y eso es lo que estimula la reflexión narrativa de Bacarisse, comprender los límites del deseo, el lugar de la imaginación con respecto a la realidad e incluso entender la parte que la realidad
contiene de ideal. El acordeón reflexivo se nutre del intento de mostrar, a través de los amores de Agliberto, la naturaleza ilusa del ideal en tanto que empobrecedor de la realidad múltiple. Cuando el conde Ewald tiene a la Eva futura no la desea ni siente atracción sexual alguna, la admira sólo, gélido y contemplativo: «No es más que la radiante obsesión de mi espíritu»
(pág. 68), que son palabras que podrían estar en boca de Agliberto en alguna de las múltiples fases por las que su cerebro pasa en relación con Mab, como ideal de perfección humana y doméstica, o con Celedonia, como muchacha que no entraba en sus planes, y que se impondrá por el azar y la fuerza de las cosas vividas.
El sentimiento de que la mujer deseada por Lord Ewald es imperfecta es el que hace concebir a Edison una operación legendaria: «Sacaré un
segundo ejemplar transfigurado según nuestros anhelos»
para sustituir en la mujer el alma que hastía al Lord
—XLVIII→
e
infiltrarle «algo como un alma distinta»
(pág. 85). En esencia el conflicto que tiene Agliberto entre Celedonia y Mab consiste en lo mismo: intercambiar cuerpo y alma, como se dice varias veces en la novela de Bacarisse, en expresión que está también en la novela de Villiers de L'Isle-Adam. Cuando el proyecto está realizado y el sueño de una mujer inventada para ajustarse a los deseos físicos y espirituales del Lord se cumple, el
inventor Edison le apremia: «Decidíos, ahora, entre el fantasma y la realidad»
(pág. 262), y cuando accede a quedarse con la Eva futura, Edison sintetiza lo que ha sucedido: «Habéis optado por el mundo de los ensueños; llevaos a la incitadora»
(pág. 263). En efecto, se la lleva, pero el barco en el que viaja naufraga. La novela de Bacarisse es exactamente la defensa de la lógica contraria: la invitación a vivir de acuerdo con la conciencia y la imaginación sin sujetar la vida al patrón prefabricado por la idea de lo que ha de ser lo real, incluida la mujer soñada.
De hecho, es tan descarada la vocación experimental
de esta novela que bien pudiera retrotraer, sin voluntad, a los planteamientos científicos de Le Roman expérimental de Zola. Con algo parecido a eso se juega en el epílogo de
Los terribles amores, aludiendo a lo que la novela tiene de experiencia química imperfecta, imperfecta porque trata sobre el amor y las personas. De ahí algunas de las indulgencias que se permite el escritor cuando razona la construcción estereotipada de los personajes femeninos. Vienen a ser elementos que ponen a prueba el raciocinio y los sentimientos de un hombre vacilante. Se pone a prueba a Agliberto para experimentar con él y pensar. Las dos mujeres sirven solo para el desarrollo reflexivo y caviloso de Agliberto, por mucho que sean también los ingredientes que dotan de un humor regular a la novela: las dos muchachas están tratadas «de modo legendario o mítico»
, según explica Bacarisse en el prólogo, porque están al servicio del experimento de saber cómo afectan a la realidad mental del muchacho. Son simplificaciones, ardides novelescos construidos con «su prestigio de irrealidad, de inverosimilitud»
...,
que era exactamente el primer ingrediente de fábula novelesca de que se nutría La Eva futura. Con ese recurso, el novelista ha ganado plena libertad de movimientos y ninguna atadura al realismo o la verosimilitud como mundo de la novela. Y por cierto, entre las virtudes destacadas del libro está rehuir patrones elementales del tipo: guapa tonta / fea lista, porque eso estropearía desde la raíz su capacidad iluminadora. Se trata, como en el fondo
dice el epílogo, de utilizar la novela para pensar la realidad humana,
—XLIX→
no para enmascararla de prototipos y soluciones predecibles, usuales entre novelistas, y más o menos consoladoras de un mundo imperfecto.
Agliberto suele remansarse en meditaciones que su propio narrador le reprocha porque el cerebralismo convierte «la palpitación presente»
en «pura arqueología de lo razonable, donde todo es irremisible y nada tiene arreglo»
. Hay una lógica nietzscheana
oculta, disfrazada. Aludo a la creencia en la superioridad de un instinto que se asocia con la vida, aunque deba prosperar aliado al control racional y lúcido, pero no sumiso
o reprimido. Ese conflicto es gran parte de la raíz central que interesa a Bacarisse, y que le interesó desde El esfuerzo.
El narrador define a su pareja de protagonistas inicial, Agliberto y Celedonia, como «incapaces»
de «emoción auténtica»
dada su cultura solo incipiente, pobre aún y demasiado fiada al azar o la credulidad, lo que me parece un excelente hallazgo. Son legos en la tentación no solo por jóvenes sino por incultos, ignoran el peligro de emprender, como han hecho, «un viaje secreto, confiados en una mutua y problemática indiferencia»
que acabará siendo el acicate fundamental de su relación, pese a que no sepan desarrollarla, pese a que se inhiba Agliberto
de acuerdo con aquella afición tan honda del propio Bacarisse, que cité muy atrás. Por eso no supieron encontrar en esa fase de la novela «el ritmo en la música, el del ímpetu dionisíaco de la vida, y, por no ir a compás, desistieron de la danza»
(pág. 95). El alma, escribe el narrador, a menudo se convierte en una suma de
capas que tapan el instinto escondido con embustes, conveniencias, formas inauténticas de la existencia destinadas a desintegrar, a escindir la conciencia. En ese caso se encuentra Agliberto a lo largo de la novela, como hombre desintegrado (pág. 99).
La novela quiere dramatizar un conflicto teórico por la vía de la aventura semigalante, y ese conflicto es enfocado desde puntos de vista múltiples que no incluyen solo a Agliberto. La reflexión afecta a las razones de fondo que justifican una decisión mientras que la decisión misma es solo la trama narrativa para mantener la reflexión. Lo que importa a la novela es dramatizar el choque entre una aspiración imposible y complicada, «una rareza»
(Celedonia), por un lado, y por el otro un «porvenir a la medida»
del ensueño perfecto, «una existencia segura y garantizada»
(Mab). Por eso Mab encarna en la novela aquellas virtudes que ha deseado el pobre Agliberto antes de haber empezado a vivir, antes de que la misma experiencia de vivir le quite rigidez,
le añada ductilidad y empiece a mostrarle la naturaleza prematura de sus convicciones,
—L→
la traición a la vida que a menudo anida en la elección de un ideal. Mientras Mab obedece al deseo ideal, teórico, de Agliberto -«yo construí el patrón de ella»
(pág. 142)-, Celedonia es producto de la imaginación alimentada por la misma existencia diaria y material, por el instinto de lo real, por lo que Bacarisse suele llamar, paradójicamente, mítico. La suntuosidad de Celedonia y la sirena simbólica en que se convierte procede «de lo que han recogido
los buzos de la imaginación, en los bajos, en los fondos, en las praderas submarinas, en los sótanos del abismo y del arcano»
(pág. 142). Y el poder de esa fuerza sobre el hombre cerebral y cauteloso que quiere ser Agliberto está cerca del
canto de sirenas al que debe resistirse... La sirena que se le ha aparecido es mitad mujer mitad mito, «mentira, de fantasía arrolladora, de instinto ciego y arcano azul. No me ofendas»
, le dice la sirena «en lo que poseo de humano y semejante a ti, aunque no te dignes aceptar lo que tengo de bestia inferior peligrosa e imposible»
(págs. 151-152). Ese es el problema de Agliberto, el miedo a lo impredecible, el temor a desafiar el azar, es decir la existencia, para seguir la ruta que
marca un patrón prefijado antes de empezar. Y el proceso mental de la novela empieza cuando la duda se alía al instinto y el deseo sexual por Celedonia, más allá de si responde o no al patrón de mujer que había hallado en Mab. Por eso
Agliberto «se despreciaba a sí mismo un poco, por no acatar la novedad, la improvisación, el regalo imprevisto, y aferrarse a lo más viejo, manido y gastado de su ilusión amorosa»
(pág. 156). Se siente con Mab más cerca de sí
mismo, lo que significa más cerca del muchacho que proyectó una mujer ideal que ha ido siendo desbaratada por la viva vivida. No hay moralina ni moraleja en la novela, porque los motivos sentimentales están sometidos, y la expresión es de Juan
Chabás, a un «escorzo irónico»
y desdramatizador39. Hay el intento de experimentar con un sujeto indeciso, con tendencia a inhibir sus compromisos y a permanecer en los quicios de las puertas sin saber exactamente hacia dónde dar el paso siguiente.
No es nada extraño que don Juan (por cierto, otro mito) vaya a servir para ratificar a Agliberto en la vía de la experiencia antes que del prejuicio o la teoría asépticamente programada. Don Juan le asegura no haber necesitado mitificar nada «para
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amar, con la
realidad me ha bastado. Es tan hermosa como el sueño más azulirrosado»
(pág. 244). Y desde luego el don Juan de Bacarisse no está para nada con los «médicos de cien duros la consulta»
que se han atrevido a romper el mito y «hasta dicen que no le gustaron jamás las mujeres»
(pág. 240), en obvia alusión a Gregorio Marañón, que armó
algún revuelo con el ensayo sobre don Juan que más tarde reuniría en libro40.
En un capítulo inédito de su tesis, Ródenas razona bien que se trata de una novela de tesis, aunque su formato y sutileza, o su propia textura argumentativa, sea más diversa de la clásica. Desde luego, hay tesis en ella, pero toda la novela se plantea
como un estudio de la inmadurez que permite pensar las bases éticas e intelectuales de una vida feliz o satisfactoria, y buscar situaciones y contextos que pongan a prueba dos actitudes diversas. La tesis de la novela está implícita en la victoria de Celedonia porque significa la vida «interpretada como sorpresa pura e inagotable»
frente a la «vida tomada como corolario, aunque sea de principios muy altos y sagrados»
. Mab no puede satisfacer una parte integral de la experiencia misma de vivir porque está prefabricada en un laboratorio de formas ideales, adolescentes en el fondo, y ajenas a la experiencia. El intento de ductilizar, de hacer algo más imperfecta
a Mab, es nada menos que «un imposible metafísico»
(pág. 273). Ciertamente Celedonia es un «mito de la realidad, nacida de lo real imprevisible»
porque a fin de cuentas Agliberto la conocía desde hacía muchos años y nunca había sentido nada particular por ella. Su patrón mental de mujer encajaba con Mab, mientras que el viaje en tren a Portugal que emprende con Celedonia y los sentimientos de ella por él están en el origen de su amor. La alteración en el juego que produce esa situación permite mostrar una idea de la vida moral y
sentimental. La novela se decide a favor de la mujer que «elaboraba lo imprevisto en perjuicio de la que garantizaba las anticipadas seguridades»
(pág. 272). La dinámica entre cerebralismo y vitalismo está inclinándose hacia un nietzscheanismo teórico, si quieren rebajado o aguado, pero en cuya raíz está el respeto al instinto
de vivir como materia modelable y contra la presunción de concatenar
—LII→
proyectos, instrumentos y resultados de manera infalible. Sobejano lo había advertido en los versos del muchacho de veinte años que escribe El esfuerzo, y el desarrollo de la misma
idea de fondo es lo que explica la unidad múltiple, diversa y sobreabundante de esta novela.
La obsesión de Bacarisse no ha cambiado porque, además, tiene mucho que ver con la necesidad de justificar su propio comportamiento en la vida real. También él pudo ser algo parecido a su protagonista, un «Hamlet rubio, cortés, ingenioso y desconcertante»
(pág.
297), alguien indeciso pero progresivamente seducido por la riqueza de lo real frente a la quimera confeccionada en la mente. Mab sale derrotada frente a una muchacha de nombre feo y ajena a la perfección canónica de Mab: «No siendo casi nada, [Celedonia] había engendrado el supremo mito vital para la captación del amor viril, y había ido haciéndose, completándose, desarrollándose, quizá perfeccionándose por la creación laboriosa de un conjunto de mentiras de la realidad, de patrañas de la acción y de la pasión, superiores en encanto y seducciones a los más dulces trampantojos de la fantasía»
(pág. 302).
Enfocada así la novela, el epílogo multiplica su interés. No se trata solo de un obvio homenaje a Niebla, de Unamuno, sino también una huella
más del pirandelismo del momento, el que pudo acusar Mario Verdaguer en algunas de sus mejores novelas (y que le reprocharía un crítico como Andrenio). La rebeldía del personaje que visita al novelista consiste en discutir con él el modelo de novela que está haciendo para que sepa respetar la vida real, humana, de un personaje. Pero en realidad el modelo novelesco de Bacarisse ha sido defendido a lo largo de toda la obra, con intervenciones asiduas del narrador para corregir o amonestar a sus personajes, para adelantar desastres, para burlarse implícitamente de otros novelistas..., como ha hecho desde el prólogo también, y a ello vuelvo en seguida. Cuando alude al cabello rubio de la protagonista sabe que se acoge a un «convenio de cuento de hadas»
(pág. 28); cuando Agliberto inicia su viaje en tren opta por ejecutar como un actor el papel del hombre mayor y experto que no es, y tampoco es extraño que acuda, como tantos escritores del momento, a la parodia del género sentimental y rosa, bromeando sobre situaciones novelescas que alcanzan «tensión de nervios de tercer acto de drama»
con una mujer, Celedonia, que es una «enredadera humana»
y vive «cada vez más amenazadora, más empapada de melodrama, de catástrofe y de fatalidad»
(pág. 82). Pero nada
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de todo ello lo toma en serio el lector porque sabe
que es un ejercicio de burla y de parodia, de mirada irónica sobre conductas estereotipadas de mujeres y de hombres a los que el autor aplica una zumba displicente muy característica. El eje del
epílogo tiene que ver con ese conflicto entre coherencia humana y coherencia literaria, de género novelesco. Y por eso tantas veces se usa la comparación con otras novelas, como cuando el propio Agliberto define su comportamiento diciendo que «hice lo clásico, lo tradicional, lo que se recomienda en todas las novelas»
, en el sobrentendido de que están llenas de estupidez y patrañas (pág. 105). Y puede ser el propio narrador el que deplora lo que hacen sus personajes metidos en una
«comedia interna con reparto de papeles para los afectos más o menos farsantes»
(pág. 117). Esa zumba sirve tanto para burlarse del envaramiento protocolario de un determinado portugués como de las indecisiones pusilánimes o escrupulosas de Agliberto. Incluso una página
es directa autoparodia de las incapacidades dramatúrgicas del propio Bacarisse, cuya primeriza vocación teatral naufragó pronto, como quizá le hubiera pasado a Agliberto: no sabe «resolver las situaciones»
, pero, a cambio, como le contesta Celedonia, sabe «endilgar una digresión entretanto»
(pág. 91).
A Jarnés no le debió de gustar el atropello velado que había en el prólogo de la novela y la leyó con mal pie. Porque su comentario es desapacible y poco exacto. Presumiblemente Jarnés se supo aludido detrás de uno «de nuestros estilistas más celebrados»
, inmediatamente después de la condena de Bacarisse a un modo de tratar la sexualidad y el erotismo en novela que parece exasperarle: «Hora es ya de denunciar ese truco inaguantable por el cual muchos espíritus de presunta pureza, con los almíbares destilados en cien alquitaras, endulzan las más bajas y cochambrosas tendencias de la sensibilidad»
(pág. 7).
Jarnés no vio nada claro el experimento de Bacarisse, y en el fondo acabó condenándolo por anfibio, como si estuviesen mal conjuntadas las partes de un libro que era «mitad apólogo, mitad poema: mitad disquisición filosófica, mitad fábula»
(pág. 295). Y aunque pueda tener razón Jarnés al reprocharle insuficiente compromiso vital o insuficiente entrega a su literatura -«nunca embriaguez de nada...»
, dice Jarnés-, sospecho que ese mismo reparo se ajusta al propio autor más de lo que quisiera. Compara los amores de Agliberto con los de Werther y echa de menos la pasión, la entrega emotiva y la fuerza sentimental de la novela de Goethe..., lo que no deja de
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resultar chocante, porque justamente se trata de hacer otra cosa. Es extraño que a Jarnés se le escapase la ironía que galvaniza todo el libro, o no quiso entender la diferencia que va de Werther como efusión romántica a Agliberto como irónico romántico que deja a la vista las bambalinas de los sentimientos, merodea en los decorados de la indecisión, disuelve pasiones pensándolas o difiriendo su cumplimiento, incapaz de arrebatos literarios... De materiales semejantes está hecho el arte moderno, reacio a la efusión sentimental o pasional, como en las propias novelas de Jarnés, por cierto. Y todavía más significativo es que Jarnés juzgue esa novela apelando a la misma protesta que Bacarisse formuló contra el futurismo y el cubismo, en aquel artículo de 1920 y tan cerca de lo que pensaba también en 1930. Jarnés alaba en Bacarisse el sentido crítico pero le reprocha la pobreza de su «sentido novelístico»
, incapaz de refundir y vivificar lo analizado por el sentido crítico. Pero es que eso estaba muy lejos de los propósitos del propio Bacarisse. Al final
de su nota le atribuye un desdén nihilista que no está tampoco en la novela, o que está como vestimenta de un especulativo cauto que no renuncia a vivir pero tampoco acepta el engaño ni el autoengaño, ni accede a hacer pasar por voluptuosidad sensualista lo que puede no ser más que fantasía solipsista de hombre apocado41. Jarnés se desentiende de lo que tiene la novela de proyecto o de experimento y desdeña no solo la novela sino la misma estrategia reflexiva que permite verificar lesiones morales, perseguir las heridas de un hombre que repiensa sus sentimientos hasta perderse de vista a sí mismo, haciéndose ridículo: modélico ejemplo de autoparodia que Jarnés no llegó a apreciar.
Cuando Agliberto visita al novelista en el epílogo le importa sobre todo exigirle verdad literaria. No quiere que improvise un desenlace adaptado a criterios comerciales, conveniencias morales, expectativas de lectura femenina o cualquier otra razón ajena a la coherencia vital de las personas / personajes. Agliberto no quiere ser tratado como tipo narrativo sino como persona compleja y reflexiva, aunque perpleja, desnortada, indecisa, Hamlet rubio. El epílogo discute una poética de la novela, no un asunto metafísico o parametafísico. Y tampoco se desentiende del eje central del relato ni contradice su defensa hermosa y radical del amor como química imperfecta y —LV→ frágil, como saber inestable y corrosivo, pleno y extraño. Fundamentalmente, deplora las soluciones falsas que tienden a adoptar los novelistas de acuerdo con el patrón de lectores y novelas ya escritas, en lugar de apoyar coherentemente la lógica feliz o desdichada de sus historias contadas. La novela invita a proteger el vitalismo, el amor imprevisto y la libertad de la experiencia reflexiva frente a toda cortapisa, la peor de todas la sumisión del deseo y la voluntad al cálculo mezquino de conveniencias materiales. Invita a proteger esos valores precisamente porque los sabe frágiles y falibles, demasiadas veces subordinados a otros intereses. Y en cambio a Bacarisse le gusta pensar hacia arriba, de acuerdo con aquel impulso vital y trágico que describió Sobejano. Protege esa idea de la vida moral porque se ve acechada por intereses aparentemente más seguros, supuestamente más importantes que el deseo o el cumplimiento del amor material, que es la cosa menos material que existe: ratifica la aspiración a una vida mejor, materialmente mejor, en el terreno incierto de los sentimientos. A Bacarisse le gustó pensar lo posible y divagar entre conjeturas e ideas porque la vida está hecha de ideas. Pero ideas pasadas por la experiencia y el roce, la biografía y los deseos, muy enemigo todo ello de las conciencias sumidas en sus propios cortocircuitos, quizá saturadísimas de ideales puros, pero seguramente también instaladas en la pasividad de la decepción o en el rencor de la frustración.
J. G.
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DE MAURICIO BACARISSE
Poesía
El esfuerzo, Madrid, Tipografía y encuadernación de José Yagües, 1917.
El paraíso desdeñado, Madrid, La Lectura, Cuadernos literarios, 18, Madrid, 1928.
Mitos, Madrid, CIAP, Mundo Latino, 1930.
Ediciones
Antología, Madrid, 1932, prólogo de Ramón Gómez de la Serna.
Memoria poética 1895-1931, Sevilla, Dendrónoma, 1981, prólogo de Jorge Urrutia.
Poesía completa, Barcelona, Anthropos,1989, edición de Roberto Pérez. [En el Apéndice de las páginas 295-297 se relacionan las Antologías en las que se ha publicado algún poema de Bacarisse, entre las que hay que sumar, desde entonces, al menos la que ha preparado para esta misma colección José Luis García Martín, Poetas del novecientos, y las traducciones incluidas en Cien años de Mallarmé, Ricardo Cano Gaviria (ed.), Montblanc, Igitur / Poesía, 1998.]
Novelas
Las tinieblas floridas, Madrid, La Novela Mundial, 1927.
Los terribles amores de Agliberto y Celedonia, Madrid, Espasa-Calpe, 1931.
Su prosa ha sido incluida en algunas antologías de la vanguardia, entre ellas la clásica de Ramón Buckley y John Crispin, Los vanguardistas españoles, 1925-1935, Madrid, —LVII→ Alianza Editorial, 1973; las dos fundamentales preparadas por Domingo Ródenas, Proceder a sabiendas, Barcelona, Alba, 1997, y Prosa del 27, Madrid, Austral, 2000, y la de Ana Rodríguez-Fischer, Prosa española de vanguardia, Madrid, Castalia, 1999.
Traducciones
La Eva futura, de Villiers de L'Isle-Adam, Madrid, Biblioteca Nueva, 1919, prólogo de Ramón Gómez de la Serna. [Reeditada por Valdemar, Madrid, en 1988.]
Literatura alemana, de Enrique Heine, Madrid, Editorial América, 1920.
Los poetas malditos, de Paul Verlaine, Madrid, Mundo Latino, 1921, prólogo de M. B.
Antaño y ayer, de Paul Verlaine, Madrid, Mundo Latino, 1924, prólogo de M. B.
Edipo Rey, de Sófocles, traducción directa del griego de Luis Fernández Ardavín y M. B., Madrid, Espasa-Calpe [1925].
BIBLIOGRAFÍA SELECCIONADA
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—[LX]→ —[1]→
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A Enrique Díez-Canedo,
con gratitud y admiración
1913
—8→
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—9→ | ||||||||||||||||||||
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1914
—10→
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1914
—15→
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1916
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1911
—21→
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—22→ | ||||||||||||||||||||
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1914
—23→
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1914
—25→
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1915
—30→
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1916
—33→
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1916
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—38→ | |||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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1916
—39→
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1916
—42→
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—44→ | |||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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1917