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Trescientas cuarenta y cuatro

También antes lo he mencionado a toda prisa. En un mismo año, 1927, Bacarisse publica en casi todas las revistas del arte nuevo, pero a ninguna de ellas envía los poemas que cabía esperar del hombre de la gabardina en el homenaje a Góngora en Sevilla. Al contrario: es prosa narrativa que está lejos de la que él mismo da en la novelita de 1927, Las tinieblas floridas, y muy cerca, en lo que tiene de «narcisismo estructural y enunciativo»34, de la prosa que procura el entorno de Ortega desde 1926 con la colección «Nova novorum». Para 1927 han editado apenas cuatro títulos de Benjamín Jarnés, Pedro Salinas o Antonio Espina. Las cuatro prosas de Bacarisse aparecen en revistas que son la recentísima invención de los jóvenes y nuevos, desde La Gaceta Literaria (que publica «Sirena de recambio» en septiembre) hasta tres cabeceras más que han publicado ya, entre mayo y julio, otros tantos capítulos: Verso y Prosa, de Murcia, y dos revistas andaluzas, la ovetense Papel de Aleluyas y la sevillana Mediodía.

Bacarisse sabía desde abril de ese año que la novela no aparecería en la colección nueva de los buenos y se enfadó. Los cuatro capitulejos, casi todos brevísimos en su versión actual también, se mantienen con los mismos títulos en la versión ampliada, o ampliadísima: en el primer original de 1927 era una novelita de cien cuartillas, según el propio autor, mientras el manuscrito final se fue a las seiscientas, o trescientas cuarenta y cuatro páginas impresas de Los terribles amores de Agliberto y Celedonia. Su irritación tiene poco de cábala caprichosa. Está confesada tres años después en la dedicatoria de la novela a Ramón Gómez de la Serna, y fue Ramón quien aconsejó rebajar en aquella página el rencor diferido, aunque quedase escrita la falibilidad del «antedicho censor asturiano» (por Vela), y el dato escueto de que su «breve relato erótico-burlesco [...] no gustó al Sr. García Vela y no se publicó» en «Nova novorum»35.

No era del todo extraordinario el proceder de Vela ni, desde luego, el de Bacarisse. Uno de los menos indiferentes a las decisiones del sanedrín de la Revista iba a ser   —XLIV→   un poco después Rafael Alberti, y hoy de ese episodio sabemos unas cuantas cosas divertidas. Junto a su correspondencia con José María de Cossío se publicó hace unos años un Auto de fe de Alberti inequívocamente vengativo, brotado del rencor por otro no del secretario de Revista de Occidente: «¿Sabes que el monísimo de Fernandito Vela -escribe Alberti a Cossío en agosto de 1928- me ha devuelto las poesías que me pidió para la Revista? Dice que, como las que publiqué en Carmen, no le gustan, que no se parecen en nada a mis cosas anteriores (¡!), etc. Un verdadero asco. ¿Para qué hablar? [...] Ya algún día ese mierda de hortera las pagará todas juntas». Pagarlas las pagaron todos al cabo de nada, pero a Vela y al grupo de la Revista los sometió a un auténtico Auto de fe sin sangre pero con subtítulo que divide la obra en «un gargajo y cuatro cazcarrias», aunque en realidad consta de dos vómitos que valen por los dos actos de la pieza. Es despiadado con todos los asiduos de Ortega, empezando por las marquesas paralíticas que se chupan el dedo catatónicas y la rivalidad comercial de escritores que se envidian la diferencia que va de vender siete u ocho... unidades de sus libros. El círculo literario de la Revista aparece como un club de ventajistas sometidos al déspota Maestro, y entre los que salen peor parados están Fernando Vela -«heme aquí constituido en censor de la literatura universal y, si soy sincero, tengo que confesaros que cada vez entiendo menos»-, Antonio Espina, José Díaz Fernández, Manuel García Morente o Benjamín Jarnés. En el caso de este último, recién publicada su biografía Sor Patrocinio, Alberti ensaya una carnicera parodia de la bonhomía legendaria de Jarnés en estilo sor: «Vayamos a todo con bondad y alegría. Nunca con violencia. Siempre con amor». Vela debe decidir qué hace con un poema de Alberti que acaba de recibir; consulta con Ortega y con García Morente, pero no resuelve el asunto porque apenas le hacen caso. Cuando Ortega le ordena «Vete», deduce para sí: «Eso quiere decir que no debo publicarlo. Además, es sucio. ¿Qué pensarán de la Revista la duquesa de Pipó, la marquesa de Papipupipua , la vizcondesa de Chichú? Nada, voy a escribir a su autor diciéndole... Pero ¿qué le digo?».

Ramón Gómez de la Serna también sale en ese Auto de fe porque el año anterior, 1929, ha aparecido en la Revista su obra teatral Los medios seres, que se estrena en diciembre sin éxito. Cuando Alberti escribe su bufonada cruel, en marzo de 1930, lo saca también ahí solo para hacerle entregar a Vela el poema de Alberti que decidirá no publicar. Ramón saluda a la tertulia (o como dice la acotación escénica: «Saloncillo circular de la Revista de Occidente, adornado como por una cocotte recién elevada a querida de cualquier duque venido a poco más o menos») y la describe con sus propias palabras: «Dijérase esto el Asilo de la Merced o el alcantarillado de la intelectualidad española»36. La nómina de agraviados de la Revista debió de ser interminable, y entre ellos estuvo Bacarisse porque dejó de mandar cosas a la misma, o dejaron de publicárselas desde 1927. No había sido mucho hasta entonces, pero estaba desde el número 5 con el silencio de Mallarmé, había publicado poemas y reseñó algunas obras de interés. Comentó inteligentemente la edición de Lope de Vega que preparó José Femández Montesinos -y elogia la liberación de Lope «de la clave doméstica o chismosa de la biografía»-, examina libros traducidos de André Maurois o Anatole France, redacta la necrológica de Francisco A. de Icaza o, por último, se divierte con una burlona crónica del ingreso en la Academia de Eduardo Gómez de Baquero, Andrenio, recogida en el apéndice final de este tomo.

Es verdad que Los terribles amores responden a un patrón novelesco «de aventuras urbanas» propio del momento, como ha explicado José M. del Pino37, pero también lo es que Bacarisse lo aborda con la escritura desatada gracias precisamente al rechazo de Vela y Ortega. Quiero decir que la libertad de estilo y estructura de su novela son propias de quien no debe rendir cuentas y actúa bajo la aventura de ensayar caprichosamente formas improbables, incluso para libros experimentales. Las trescientas cuarenta páginas están escritas como si la novela no estuviese en la cuerda floja de la identificación del género, o como si fuese una forma ordinaria de escribir novelas. Es evidente, sin embargo, que ese tipo de estructura fragmentaria y deslavazada, paródica y burlona, no responde a los patrones de la novela clásica, ni siquiera la novela modernista. Cuando Ródenas puntualiza en un trabajo reciente que la aspiración primordial de los jóvenes fue antes una nueva prosa que una nueva novela, está señalando   —XLVI→   una de las raíces de la personalidad literaria del propio Bacarisse, aunada a su raíz de poeta de verso antes que de poema: «La depuración defendida insistentemente lo era tanto de la prosa realista, que para los jóvenes tenía los achaques del casticismo y el provincianismo, cuanto de la prosa recargada de sensaciones y sonoridades del modernismo»38.

Los ingredientes que combina en Los terribles amores... son muchos y todos ellos tienden a desenfocar la realidad para hacerla cinematográfica, solipsista y autónoma, filtrada por un escritor hiperconsciente, autorreferencial, con puntos estrictamente fantasiosos. La ironía como atmósfera distingue a un escritor que, además, procura pensar mientras difiere la acción, exactamente como hace su protagonista Agliberto, víctima de una semejante biología indecisa, y tan afín al propio Bacarisse. Afronta la redacción de la novela sin el temor a hacer un producto raro, porque la misma rareza experimental es parte de la razón para escribirla: forma de rebeldía contra las poéticas más usuales y conocidas, como trata de argumentar en el epílogo. Por delante, está solo la aventura de escribirla libre de cualquier patrón mejor o peor adaptado, y esa independencia fue seña muy particular de Bacarisse en su vida literaria. Y quizá entre los factores más personales está la libertad digresiva no en clave lírica sino en clave especulativa y reflexiva, sin renunciar a la farsa general, al disparate y al juego, como si esa quiniela de mujeres y situaciones simétricas, de parodias y bromas, pudiese engendrar de veras una base apta para pensar sobre la felicidad, que es evidentemente el tema del libro: la naturaleza incierta de lo que está vivo, los espejos falsos de la conciencia, el miedo a elegir y el error como necesidad. No son temas pegados a la novela sino que toda ella se nutre de esa inquietud vital por las figuraciones ilusas de la conciencia del bien, la ansiedad de acertar, frente a la intemperie de un vivir ajeno a patrones fijos, modelos estables, condiciones insoslayables.

En Mauricio Bacarisse también todo suele venir de atrás. El primer estímulo para esta novela me parece que arranca de la traducción de La Eva futura, de Villiers de L'Isle-Adam. Eso fue en el año 1920, y cité unas páginas atrás la razón que daba Ramón   —XLVII→   Gómez de la Sema para encargársela. Bacarisse era el único dispuesto a tolerar tantas digresiones divagatorias en el cuerpo de una novela, y, en efecto, así iba a ser también la suya. Pero me remonto a ella no solo por la cantidad de interpolaciones, o enredos caprichosos, sino porque la raíz argumental de Bacarisse tiene directamente que ver con la novela francesa, incluido el componente fantasioso o mágico-fantasioso, cuando Celedonia se convierte en sirena y todo sigue con perfecta naturalidad. En rigor, la novela de Bacarisse es esencialmente la respuesta filosófica a Villiers de L'Isle-Adam por parte de un nietzscheano frío, dispuesto a defender una suerte de instinto inteligente, una equilibrada ecuación entre cálculo cerebral e instinto primario. Y todo nace de la desconfianza hacia el idealismo. Las ideas como teorías fabricadas antes o al margen de lo real no logran dar cuenta de la experiencia material y sentimental, precisamente porque el amor material es lo menos material que hay en el mundo, tal como se explica al principio y al final de la novela.

En La Eva futura -reimpresa en la traducción de Bacarisse por Valdemar- hay un protagonista trucado, el inventor Edison, que se propone fabricar una mujer que colme los sueños diurnos y nocturnos de Lord Ewald. La mujer creada «dejará de ser la REALIDAD y será el IDEAL» (pág. 72). Ese es, de manera muy simplificada, también el conflicto que ha de dirimir Agliberto entre Celedonia y Mab, y eso es lo que estimula la reflexión narrativa de Bacarisse, comprender los límites del deseo, el lugar de la imaginación con respecto a la realidad e incluso entender la parte que la realidad contiene de ideal. El acordeón reflexivo se nutre del intento de mostrar, a través de los amores de Agliberto, la naturaleza ilusa del ideal en tanto que empobrecedor de la realidad múltiple. Cuando el conde Ewald tiene a la Eva futura no la desea ni siente atracción sexual alguna, la admira sólo, gélido y contemplativo: «No es más que la radiante obsesión de mi espíritu» (pág. 68), que son palabras que podrían estar en boca de Agliberto en alguna de las múltiples fases por las que su cerebro pasa en relación con Mab, como ideal de perfección humana y doméstica, o con Celedonia, como muchacha que no entraba en sus planes, y que se impondrá por el azar y la fuerza de las cosas vividas.

El sentimiento de que la mujer deseada por Lord Ewald es imperfecta es el que hace concebir a Edison una operación legendaria: «Sacaré un segundo ejemplar transfigurado según nuestros anhelos» para sustituir en la mujer el alma que hastía al Lord   —XLVIII→   e infiltrarle «algo como un alma distinta» (pág. 85). En esencia el conflicto que tiene Agliberto entre Celedonia y Mab consiste en lo mismo: intercambiar cuerpo y alma, como se dice varias veces en la novela de Bacarisse, en expresión que está también en la novela de Villiers de L'Isle-Adam. Cuando el proyecto está realizado y el sueño de una mujer inventada para ajustarse a los deseos físicos y espirituales del Lord se cumple, el inventor Edison le apremia: «Decidíos, ahora, entre el fantasma y la realidad» (pág. 262), y cuando accede a quedarse con la Eva futura, Edison sintetiza lo que ha sucedido: «Habéis optado por el mundo de los ensueños; llevaos a la incitadora» (pág. 263). En efecto, se la lleva, pero el barco en el que viaja naufraga. La novela de Bacarisse es exactamente la defensa de la lógica contraria: la invitación a vivir de acuerdo con la conciencia y la imaginación sin sujetar la vida al patrón prefabricado por la idea de lo que ha de ser lo real, incluida la mujer soñada.

De hecho, es tan descarada la vocación experimental de esta novela que bien pudiera retrotraer, sin voluntad, a los planteamientos científicos de Le Roman expérimental de Zola. Con algo parecido a eso se juega en el epílogo de Los terribles amores, aludiendo a lo que la novela tiene de experiencia química imperfecta, imperfecta porque trata sobre el amor y las personas. De ahí algunas de las indulgencias que se permite el escritor cuando razona la construcción estereotipada de los personajes femeninos. Vienen a ser elementos que ponen a prueba el raciocinio y los sentimientos de un hombre vacilante. Se pone a prueba a Agliberto para experimentar con él y pensar. Las dos mujeres sirven solo para el desarrollo reflexivo y caviloso de Agliberto, por mucho que sean también los ingredientes que dotan de un humor regular a la novela: las dos muchachas están tratadas «de modo legendario o mítico», según explica Bacarisse en el prólogo, porque están al servicio del experimento de saber cómo afectan a la realidad mental del muchacho. Son simplificaciones, ardides novelescos construidos con «su prestigio de irrealidad, de inverosimilitud»..., que era exactamente el primer ingrediente de fábula novelesca de que se nutría La Eva futura. Con ese recurso, el novelista ha ganado plena libertad de movimientos y ninguna atadura al realismo o la verosimilitud como mundo de la novela. Y por cierto, entre las virtudes destacadas del libro está rehuir patrones elementales del tipo: guapa tonta / fea lista, porque eso estropearía desde la raíz su capacidad iluminadora. Se trata, como en el fondo dice el epílogo, de utilizar la novela para pensar la realidad humana,   —XLIX→   no para enmascararla de prototipos y soluciones predecibles, usuales entre novelistas, y más o menos consoladoras de un mundo imperfecto.

Agliberto suele remansarse en meditaciones que su propio narrador le reprocha porque el cerebralismo convierte «la palpitación presente» en «pura arqueología de lo razonable, donde todo es irremisible y nada tiene arreglo». Hay una lógica nietzscheana oculta, disfrazada. Aludo a la creencia en la superioridad de un instinto que se asocia con la vida, aunque deba prosperar aliado al control racional y lúcido, pero no sumiso o reprimido. Ese conflicto es gran parte de la raíz central que interesa a Bacarisse, y que le interesó desde El esfuerzo. El narrador define a su pareja de protagonistas inicial, Agliberto y Celedonia, como «incapaces» de «emoción auténtica» dada su cultura solo incipiente, pobre aún y demasiado fiada al azar o la credulidad, lo que me parece un excelente hallazgo. Son legos en la tentación no solo por jóvenes sino por incultos, ignoran el peligro de emprender, como han hecho, «un viaje secreto, confiados en una mutua y problemática indiferencia» que acabará siendo el acicate fundamental de su relación, pese a que no sepan desarrollarla, pese a que se inhiba Agliberto de acuerdo con aquella afición tan honda del propio Bacarisse, que cité muy atrás. Por eso no supieron encontrar en esa fase de la novela «el ritmo en la música, el del ímpetu dionisíaco de la vida, y, por no ir a compás, desistieron de la danza» (pág. 95). El alma, escribe el narrador, a menudo se convierte en una suma de capas que tapan el instinto escondido con embustes, conveniencias, formas inauténticas de la existencia destinadas a desintegrar, a escindir la conciencia. En ese caso se encuentra Agliberto a lo largo de la novela, como hombre desintegrado (pág. 99).

La novela quiere dramatizar un conflicto teórico por la vía de la aventura semigalante, y ese conflicto es enfocado desde puntos de vista múltiples que no incluyen solo a Agliberto. La reflexión afecta a las razones de fondo que justifican una decisión mientras que la decisión misma es solo la trama narrativa para mantener la reflexión. Lo que importa a la novela es dramatizar el choque entre una aspiración imposible y complicada, «una rareza» (Celedonia), por un lado, y por el otro un «porvenir a la medida» del ensueño perfecto, «una existencia segura y garantizada» (Mab). Por eso Mab encarna en la novela aquellas virtudes que ha deseado el pobre Agliberto antes de haber empezado a vivir, antes de que la misma experiencia de vivir le quite rigidez, le añada ductilidad y empiece a mostrarle la naturaleza prematura de sus convicciones,   —L→   la traición a la vida que a menudo anida en la elección de un ideal. Mientras Mab obedece al deseo ideal, teórico, de Agliberto -«yo construí el patrón de ella» (pág. 142)-, Celedonia es producto de la imaginación alimentada por la misma existencia diaria y material, por el instinto de lo real, por lo que Bacarisse suele llamar, paradójicamente, mítico. La suntuosidad de Celedonia y la sirena simbólica en que se convierte procede «de lo que han recogido los buzos de la imaginación, en los bajos, en los fondos, en las praderas submarinas, en los sótanos del abismo y del arcano» (pág. 142). Y el poder de esa fuerza sobre el hombre cerebral y cauteloso que quiere ser Agliberto está cerca del canto de sirenas al que debe resistirse... La sirena que se le ha aparecido es mitad mujer mitad mito, «mentira, de fantasía arrolladora, de instinto ciego y arcano azul. No me ofendas», le dice la sirena «en lo que poseo de humano y semejante a ti, aunque no te dignes aceptar lo que tengo de bestia inferior peligrosa e imposible» (págs. 151-152). Ese es el problema de Agliberto, el miedo a lo impredecible, el temor a desafiar el azar, es decir la existencia, para seguir la ruta que marca un patrón prefijado antes de empezar. Y el proceso mental de la novela empieza cuando la duda se alía al instinto y el deseo sexual por Celedonia, más allá de si responde o no al patrón de mujer que había hallado en Mab. Por eso Agliberto «se despreciaba a sí mismo un poco, por no acatar la novedad, la improvisación, el regalo imprevisto, y aferrarse a lo más viejo, manido y gastado de su ilusión amorosa» (pág. 156). Se siente con Mab más cerca de sí mismo, lo que significa más cerca del muchacho que proyectó una mujer ideal que ha ido siendo desbaratada por la viva vivida. No hay moralina ni moraleja en la novela, porque los motivos sentimentales están sometidos, y la expresión es de Juan Chabás, a un «escorzo irónico» y desdramatizador39. Hay el intento de experimentar con un sujeto indeciso, con tendencia a inhibir sus compromisos y a permanecer en los quicios de las puertas sin saber exactamente hacia dónde dar el paso siguiente.

No es nada extraño que don Juan (por cierto, otro mito) vaya a servir para ratificar a Agliberto en la vía de la experiencia antes que del prejuicio o la teoría asépticamente programada. Don Juan le asegura no haber necesitado mitificar nada «para   —LI→   amar, con la realidad me ha bastado. Es tan hermosa como el sueño más azulirrosado» (pág. 244). Y desde luego el don Juan de Bacarisse no está para nada con los «médicos de cien duros la consulta» que se han atrevido a romper el mito y «hasta dicen que no le gustaron jamás las mujeres» (pág. 240), en obvia alusión a Gregorio Marañón, que armó algún revuelo con el ensayo sobre don Juan que más tarde reuniría en libro40.

En un capítulo inédito de su tesis, Ródenas razona bien que se trata de una novela de tesis, aunque su formato y sutileza, o su propia textura argumentativa, sea más diversa de la clásica. Desde luego, hay tesis en ella, pero toda la novela se plantea como un estudio de la inmadurez que permite pensar las bases éticas e intelectuales de una vida feliz o satisfactoria, y buscar situaciones y contextos que pongan a prueba dos actitudes diversas. La tesis de la novela está implícita en la victoria de Celedonia porque significa la vida «interpretada como sorpresa pura e inagotable» frente a la «vida tomada como corolario, aunque sea de principios muy altos y sagrados». Mab no puede satisfacer una parte integral de la experiencia misma de vivir porque está prefabricada en un laboratorio de formas ideales, adolescentes en el fondo, y ajenas a la experiencia. El intento de ductilizar, de hacer algo más imperfecta a Mab, es nada menos que «un imposible metafísico» (pág. 273). Ciertamente Celedonia es un «mito de la realidad, nacida de lo real imprevisible» porque a fin de cuentas Agliberto la conocía desde hacía muchos años y nunca había sentido nada particular por ella. Su patrón mental de mujer encajaba con Mab, mientras que el viaje en tren a Portugal que emprende con Celedonia y los sentimientos de ella por él están en el origen de su amor. La alteración en el juego que produce esa situación permite mostrar una idea de la vida moral y sentimental. La novela se decide a favor de la mujer que «elaboraba lo imprevisto en perjuicio de la que garantizaba las anticipadas seguridades» (pág. 272). La dinámica entre cerebralismo y vitalismo está inclinándose hacia un nietzscheanismo teórico, si quieren rebajado o aguado, pero en cuya raíz está el respeto al instinto de vivir como materia modelable y contra la presunción de concatenar   —LII→   proyectos, instrumentos y resultados de manera infalible. Sobejano lo había advertido en los versos del muchacho de veinte años que escribe El esfuerzo, y el desarrollo de la misma idea de fondo es lo que explica la unidad múltiple, diversa y sobreabundante de esta novela.

La obsesión de Bacarisse no ha cambiado porque, además, tiene mucho que ver con la necesidad de justificar su propio comportamiento en la vida real. También él pudo ser algo parecido a su protagonista, un «Hamlet rubio, cortés, ingenioso y desconcertante» (pág. 297), alguien indeciso pero progresivamente seducido por la riqueza de lo real frente a la quimera confeccionada en la mente. Mab sale derrotada frente a una muchacha de nombre feo y ajena a la perfección canónica de Mab: «No siendo casi nada, [Celedonia] había engendrado el supremo mito vital para la captación del amor viril, y había ido haciéndose, completándose, desarrollándose, quizá perfeccionándose por la creación laboriosa de un conjunto de mentiras de la realidad, de patrañas de la acción y de la pasión, superiores en encanto y seducciones a los más dulces trampantojos de la fantasía» (pág. 302).

Enfocada así la novela, el epílogo multiplica su interés. No se trata solo de un obvio homenaje a Niebla, de Unamuno, sino también una huella más del pirandelismo del momento, el que pudo acusar Mario Verdaguer en algunas de sus mejores novelas (y que le reprocharía un crítico como Andrenio). La rebeldía del personaje que visita al novelista consiste en discutir con él el modelo de novela que está haciendo para que sepa respetar la vida real, humana, de un personaje. Pero en realidad el modelo novelesco de Bacarisse ha sido defendido a lo largo de toda la obra, con intervenciones asiduas del narrador para corregir o amonestar a sus personajes, para adelantar desastres, para burlarse implícitamente de otros novelistas..., como ha hecho desde el prólogo también, y a ello vuelvo en seguida. Cuando alude al cabello rubio de la protagonista sabe que se acoge a un «convenio de cuento de hadas» (pág. 28); cuando Agliberto inicia su viaje en tren opta por ejecutar como un actor el papel del hombre mayor y experto que no es, y tampoco es extraño que acuda, como tantos escritores del momento, a la parodia del género sentimental y rosa, bromeando sobre situaciones novelescas que alcanzan «tensión de nervios de tercer acto de drama» con una mujer, Celedonia, que es una «enredadera humana» y vive «cada vez más amenazadora, más empapada de melodrama, de catástrofe y de fatalidad» (pág. 82). Pero nada   —LIII→   de todo ello lo toma en serio el lector porque sabe que es un ejercicio de burla y de parodia, de mirada irónica sobre conductas estereotipadas de mujeres y de hombres a los que el autor aplica una zumba displicente muy característica. El eje del epílogo tiene que ver con ese conflicto entre coherencia humana y coherencia literaria, de género novelesco. Y por eso tantas veces se usa la comparación con otras novelas, como cuando el propio Agliberto define su comportamiento diciendo que «hice lo clásico, lo tradicional, lo que se recomienda en todas las novelas», en el sobrentendido de que están llenas de estupidez y patrañas (pág. 105). Y puede ser el propio narrador el que deplora lo que hacen sus personajes metidos en una «comedia interna con reparto de papeles para los afectos más o menos farsantes» (pág. 117). Esa zumba sirve tanto para burlarse del envaramiento protocolario de un determinado portugués como de las indecisiones pusilánimes o escrupulosas de Agliberto. Incluso una página es directa autoparodia de las incapacidades dramatúrgicas del propio Bacarisse, cuya primeriza vocación teatral naufragó pronto, como quizá le hubiera pasado a Agliberto: no sabe «resolver las situaciones», pero, a cambio, como le contesta Celedonia, sabe «endilgar una digresión entretanto» (pág. 91).

A Jarnés no le debió de gustar el atropello velado que había en el prólogo de la novela y la leyó con mal pie. Porque su comentario es desapacible y poco exacto. Presumiblemente Jarnés se supo aludido detrás de uno «de nuestros estilistas más celebrados», inmediatamente después de la condena de Bacarisse a un modo de tratar la sexualidad y el erotismo en novela que parece exasperarle: «Hora es ya de denunciar ese truco inaguantable por el cual muchos espíritus de presunta pureza, con los almíbares destilados en cien alquitaras, endulzan las más bajas y cochambrosas tendencias de la sensibilidad» (pág. 7).

Jarnés no vio nada claro el experimento de Bacarisse, y en el fondo acabó condenándolo por anfibio, como si estuviesen mal conjuntadas las partes de un libro que era «mitad apólogo, mitad poema: mitad disquisición filosófica, mitad fábula» (pág. 295). Y aunque pueda tener razón Jarnés al reprocharle insuficiente compromiso vital o insuficiente entrega a su literatura -«nunca embriaguez de nada...», dice Jarnés-, sospecho que ese mismo reparo se ajusta al propio autor más de lo que quisiera. Compara los amores de Agliberto con los de Werther y echa de menos la pasión, la entrega emotiva y la fuerza sentimental de la novela de Goethe..., lo que no deja de   —LIV→   resultar chocante, porque justamente se trata de hacer otra cosa. Es extraño que a Jarnés se le escapase la ironía que galvaniza todo el libro, o no quiso entender la diferencia que va de Werther como efusión romántica a Agliberto como irónico romántico que deja a la vista las bambalinas de los sentimientos, merodea en los decorados de la indecisión, disuelve pasiones pensándolas o difiriendo su cumplimiento, incapaz de arrebatos literarios... De materiales semejantes está hecho el arte moderno, reacio a la efusión sentimental o pasional, como en las propias novelas de Jarnés, por cierto. Y todavía más significativo es que Jarnés juzgue esa novela apelando a la misma protesta que Bacarisse formuló contra el futurismo y el cubismo, en aquel artículo de 1920 y tan cerca de lo que pensaba también en 1930. Jarnés alaba en Bacarisse el sentido crítico pero le reprocha la pobreza de su «sentido novelístico», incapaz de refundir y vivificar lo analizado por el sentido crítico. Pero es que eso estaba muy lejos de los propósitos del propio Bacarisse. Al final de su nota le atribuye un desdén nihilista que no está tampoco en la novela, o que está como vestimenta de un especulativo cauto que no renuncia a vivir pero tampoco acepta el engaño ni el autoengaño, ni accede a hacer pasar por voluptuosidad sensualista lo que puede no ser más que fantasía solipsista de hombre apocado41. Jarnés se desentiende de lo que tiene la novela de proyecto o de experimento y desdeña no solo la novela sino la misma estrategia reflexiva que permite verificar lesiones morales, perseguir las heridas de un hombre que repiensa sus sentimientos hasta perderse de vista a sí mismo, haciéndose ridículo: modélico ejemplo de autoparodia que Jarnés no llegó a apreciar.

Cuando Agliberto visita al novelista en el epílogo le importa sobre todo exigirle verdad literaria. No quiere que improvise un desenlace adaptado a criterios comerciales, conveniencias morales, expectativas de lectura femenina o cualquier otra razón ajena a la coherencia vital de las personas / personajes. Agliberto no quiere ser tratado como tipo narrativo sino como persona compleja y reflexiva, aunque perpleja, desnortada, indecisa, Hamlet rubio. El epílogo discute una poética de la novela, no un asunto metafísico o parametafísico. Y tampoco se desentiende del eje central del relato ni contradice su defensa hermosa y radical del amor como química imperfecta y   —LV→   frágil, como saber inestable y corrosivo, pleno y extraño. Fundamentalmente, deplora las soluciones falsas que tienden a adoptar los novelistas de acuerdo con el patrón de lectores y novelas ya escritas, en lugar de apoyar coherentemente la lógica feliz o desdichada de sus historias contadas. La novela invita a proteger el vitalismo, el amor imprevisto y la libertad de la experiencia reflexiva frente a toda cortapisa, la peor de todas la sumisión del deseo y la voluntad al cálculo mezquino de conveniencias materiales. Invita a proteger esos valores precisamente porque los sabe frágiles y falibles, demasiadas veces subordinados a otros intereses. Y en cambio a Bacarisse le gusta pensar hacia arriba, de acuerdo con aquel impulso vital y trágico que describió Sobejano. Protege esa idea de la vida moral porque se ve acechada por intereses aparentemente más seguros, supuestamente más importantes que el deseo o el cumplimiento del amor material, que es la cosa menos material que existe: ratifica la aspiración a una vida mejor, materialmente mejor, en el terreno incierto de los sentimientos. A Bacarisse le gustó pensar lo posible y divagar entre conjeturas e ideas porque la vida está hecha de ideas. Pero ideas pasadas por la experiencia y el roce, la biografía y los deseos, muy enemigo todo ello de las conciencias sumidas en sus propios cortocircuitos, quizá saturadísimas de ideales puros, pero seguramente también instaladas en la pasividad de la decepción o en el rencor de la frustración.

J. G.





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ArribaAbajo Bibliografía

DE MAURICIO BACARISSE

Poesía

El esfuerzo, Madrid, Tipografía y encuadernación de José Yagües, 1917.

El paraíso desdeñado, Madrid, La Lectura, Cuadernos literarios, 18, Madrid, 1928.

Mitos, Madrid, CIAP, Mundo Latino, 1930.

Ediciones

Antología, Madrid, 1932, prólogo de Ramón Gómez de la Serna.

Memoria poética 1895-1931, Sevilla, Dendrónoma, 1981, prólogo de Jorge Urrutia.

Poesía completa, Barcelona, Anthropos,1989, edición de Roberto Pérez. [En el Apéndice de las páginas 295-297 se relacionan las Antologías en las que se ha publicado algún poema de Bacarisse, entre las que hay que sumar, desde entonces, al menos la que ha preparado para esta misma colección José Luis García Martín, Poetas del novecientos, y las traducciones incluidas en Cien años de Mallarmé, Ricardo Cano Gaviria (ed.), Montblanc, Igitur / Poesía, 1998.]

Novelas

Las tinieblas floridas, Madrid, La Novela Mundial, 1927.

Los terribles amores de Agliberto y Celedonia, Madrid, Espasa-Calpe, 1931.

Su prosa ha sido incluida en algunas antologías de la vanguardia, entre ellas la clásica de Ramón Buckley y John Crispin, Los vanguardistas españoles, 1925-1935, Madrid,   —LVII→   Alianza Editorial, 1973; las dos fundamentales preparadas por Domingo Ródenas, Proceder a sabiendas, Barcelona, Alba, 1997, y Prosa del 27, Madrid, Austral, 2000, y la de Ana Rodríguez-Fischer, Prosa española de vanguardia, Madrid, Castalia, 1999.

Traducciones

La Eva futura, de Villiers de L'Isle-Adam, Madrid, Biblioteca Nueva, 1919, prólogo de Ramón Gómez de la Serna. [Reeditada por Valdemar, Madrid, en 1988.]

Literatura alemana, de Enrique Heine, Madrid, Editorial América, 1920.

Los poetas malditos, de Paul Verlaine, Madrid, Mundo Latino, 1921, prólogo de M. B.

Antaño y ayer, de Paul Verlaine, Madrid, Mundo Latino, 1924, prólogo de M. B.

Edipo Rey, de Sófocles, traducción directa del griego de Luis Fernández Ardavín y M. B., Madrid, Espasa-Calpe [1925].

BIBLIOGRAFÍA SELECCIONADA

CANSINOS ASSENS, Rafael, Obra completa, Diputación de Sevilla, 2000, t. I, págs. 499-504 y 505-521.

CARRERO ERAS, Pedro, La obra de Mauricio Bacarisse, tesis doctoral, Universidad Complutense de Madrid, 1988.

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VILLALÓN, Fernando, «Cartas a Mauricio Bacarisse», Separata, primavera de 1980, págs. 8-15, edición de A[ndrés] T[rapiello].





  —[LX]→     —[1]→  

ArribaAbajo Poesía

  —[2]→     —[3]→  

ArribaAbajo El esfuerzo

1917


A Enrique Díez-Canedo,
con gratitud y admiración

  —[4]→     —[5]→  

ArribaAbajo Las canciones candorosas




ArribaAbajoMusmé

Eres bella y elegante
y tu alma extravagante
en amar no se marchita;
gozas la dicha completa.
Dios no te hizo tan coqueta
al hacerte tan bonita.

Brotan lujuriosas luces
de tus ojos andaluces
y de tu pelo africano,
y eres como una musmé
cuyo diminuto pie
caber podría en mi mano.

Tienes los labios de fresa
y las manos de abadesa;
son tus mejillas de grana,
y hasta en tu voz argentina
eres la mujer divina
con alma de cortesana.
—6→

Tu maldad no se adivina,
tu roja boca fascina
para asesinar después,
y es una flor de granado
que al besar, ha envenenado
al que lloraba a tus pies.

Yo te amé por tu elegancia
y por la rara fragancia
de las rosas de tu ser;
por tu traje azul turquesa,
por tu sangre de duquesa
y tu crueldad de mujer.

Eres una triste rosa
cuya esencia ponzoñosa
marchitó mi corazón,
y hoy me queda la tristeza
de contemplar tu belleza
y recordar tu traición.

Quizás comprendas mañana,
princesa esquiva y liviana,
la agonía de emoción
de aquel ingenuo amor mío
que murió yerto de frío
debajo de tu balcón.

¡Qué grato sería amarte
y entre los labios besarte
si tu espíritu tirano
fuese bondad, luz y calma;
—7→
si tú tuvieses el alma
tan blanca como la mano!

Prodiga el amor mortal
que me hirió como un puñal
con tu gracia de musmé,
y al amante hazle traición,
pues tienes el corazón
tan pequeño como el pie.

1913

  —8→  


ArribaAbajo Fragilidad

Mi alma tierna y melancólica
se ha enamorado de ti,
Magdalena hecha en mayólica
por Bernardo Palissy.

Serás mi único tesoro
hasta que venga la Intrusa;
eres lo que más adoro
con mi madre y con mi musa.

Como un ópalo en mi dedo
turba mi felicidad
ese inexpresable miedo
a tu gran fragilidad.

Eres un alma perdida
del Infortunio en las fauces;
eres Ofelia subida
a las ramas de los sauces.

Eres de nieve y cristal,
y si te estrecho en mis brazos
la copa del Ideal
ha de quebrarse en pedazos.

Eres un astro de oros
en mi existencia confusa;
eres lo que más adoro
con mi madre y con mi musa.
—9→

Por si algún día estoy falto
de tu amor y tu bondad,
vivo en triste sobresalto
por tu gran fragilidad.

1914

  —10→  


ArribaAbajo La infanta velazqueña


Era la Primavera cadenciosa.
La noche prodigaba sus zafiros;
arrullaba la fuente rumorosa
y el viento se llevaba entre suspiros
una lluvia de pétalos de rosa.

Cruzaste los jardines de mi ensueño
como una grácil y amorosa infanta;
me destoqué del negro castoreño,
pero al ir a besar tu egregia planta
tus ojos se apiadaron de mi empeño.

Llevaba el corazón atravesado
por todas las infamias de la vida
bajo el amplio manteo ensangrentado,
y al verte tan propicia y tan rendida
me eché a tus pies romántico y cansado.

Comprendí que no habías de saciarme
de la sed de ideal que en mí brotó;
pero tu amor quería recordarme
que don Diego Velázquez te pintó
y que el lienzo dejabas para amarme.

Yo, fuerte en el baluarte de mí mismo,
-golondrina anidada en su metopa-,
desconocí rencor y escepticismo,
pues desbordaba el vino de mi copa
en una espuma de romanticismo.
—11→

Contemplé al hombre desde mi alta cumbre;
vi su tragedia triste y aburrida,
y ardiendo el alma en la sagrada lumbre
la fe envolvía de la eterna vida
entre las flores de la certidumbre.


Era la Primavera cadenciosa
que perfumaba nuestra vida estulta.
La Noche suspiraba melodiosa
y Citerea nos llamaba oculta
tras unos setos de laureles rosa.


Mi verso tuvo luz en la esperanza
que vale más que imperios y fortuna,
y mirando la Dicha en lontananza
con tus besos al claro de la luna
vio los paisajes de la bienandanza.

En tus manos de infanta velazqueña
posé de mi cabeza los ardores
y fuiste mi alegría al ser mi dueña.
¡Qué importaba que hubiese sinsabores
si contigo la vida era risueña!

Y era en aquella noche dulce y bella
un concierto de ósculos y orquestas,
un rumor de suspiro y de querella
—12→
que deshojó el rosal de las florestas
bajo el mirar de una amorosa estrella.


Hizo estragos de amor galante riña
en la noche de seda de tus rizos,
y con mirada y con candor de niña
despertaste los mágicos hechizos
dormidos al calor de tu basquiña.

Te quise como quise al mundo entero;
como quise a los viejos y a los niños;
como quise a los lirios del sendero,
con fe de ascetas y pudor de armiños,
con un amor viril, fuerte y sincero.


Murió la Primavera cadenciosa
en una estival noche lujuriante
y agonizaba de dolor la rosa
al ver que abandonabas a tu amante
y te alejabas bella y donairosa.

Apuñalaste el corazón sincero
de quien fuiste la estrella y la fortuna,
y sin pesar ni llanto lastimero,
del Olvido me echaste en la laguna
sin grito y sin sollozo verdadero.


¿Y eres tú, infanta de la infame mueca,
la que ofrendaba besos voluptuosos
—13→
e hilaba hechizos en amable rueca?
¿Dónde están ya los días venturosos,
mujer vacía como estatua hueca?

Se han muerto ya, princesa de princesas
de todos los pictóricos estilos,
las flores del jardín de las promesas
crecidas bajo el palio de los tilos
y el otoño ha aventado sus pavesas.

Fue tu amor una sarta de falacias
de tu alma hecha de afeite y badulaque.
Escondiste taimada con audacias
tras la pompa del amplio miriñaque
las liviandades de las lises lacias.


Te alejaste una noche, donairosa,
con ritmo y con sonrisa singulares;
en tu seno se abría una gran rosa,
y en tu falda los locos farfalares
bailaban una danza tumultuosa.

La infamia era la rosa de tu pecho
que exhalaba un aroma de mentira;
la deshojé con rabia y con despecho,
y así engarcé en las cuerdas de mi lira
una flor mustia y un amor maltrecho.


Y Citerea besos triunfales
daba a la Noche que su manto abría
—14→
como la flor del loto en los canales,
y la luna en blancor de eucaristía
nevaba apoteosis de rosales.

1914

  —15→  


ArribaAbajo Psiquis

¡Dentro de unas noches te quedarás muerta!
Como las umbelas de los heliotropos
se ajarán tus senos de hermosura yerta,
y no tendré rimas, ni ritmos, ni tropos

para retratarte dormida en los copos
de tu albo reposo. Huirá tu alma incierta
libre por las crueles tijeras de Átropos.
Aullarán los canes rondando la puerta...

(La ojera morada cual flor de cantueso
y el nematelminto que nos monda el hueso
después de los besos de la última cita...)

Y luego un sollozo que oprime mi glotis
y una mariposa color de myosotis
ahogada en la concha del agua bendita.

1916



  —[16]→     —[17]→  

ArribaAbajo La miseria




ArribaAbajo El Príncipe Sainete


Es soberano de la alegría,
de amores viejos, de galanía;
tiene de diablos un zaguanete
y cuando pasa cual leve brisa
todos le obsequian con franca risa
porque es el Príncipe Don Sainete.

Es una sombra que nos recuerda
galante vida que no fue cuerda
y que evocamos las almas solas
en abanicos de pastorelas,
en los retratos de las abuelas
y en las figuras de las consolas.

En borbotones de risa fresca
viste su grácil Musa diablesca
con la mantilla, con los caireles
y con la falda de medio paso,
y ambos le ponen a su Pegaso
una collera de cascabeles.

Es el que rinde marquesas locas;
muerde las fresas de bellas bocas
—18→
de las devotas de las Salesas;
todas le quieren, todas le admiran
y sonrientes todas le miran
desde los tronos de sus calesas.

Es Don Sainete prócer burlesco
y aunque muy noble, muy picaresco.
Desprecia el tedio, reta a la Muerte;
en su manteo siempre embozado,
Goya sublime le ha retratado
entre las sombras de un aguafuerte.


Cosas vulgares, cosas grotescas,
muecas estultas y pierrotescas,
que son las flores de tu tablado...
Con tus escenas hemos reído;
lo que tú dices lo hemos vivido;
lo que tú lloras lo hemos llorado.

Tu egregio padre fue Don Ramón
de la Cruz, genio que en su canción
puso desgaires y desparpajos,
y en sus escenas, sin par galanas,
cantó los ojos de las villanas
y las hazañas de nuestros majos.

Tu carcajada bella y jocunda
todo lo invade, todo lo inunda;
la vida seria te importa un bledo.
Tú siempre hieres, siempre desgarras;
—19→
has heredado las antiparras
que hace tres siglos usó Quevedo.

Tu agudo ingenio la vida traza
de nuestra sangre, de nuestra raza,
de nuestra pobre gloria perdida;
es el talento que se interesa
en el desnudo de una duquesa
como en los frescos de la Florida.

Eres la España frívola y loca
que con piropos siempre en la boca
-pero sin ansias de Prometeo-
iba a la zaga de las manolas
mientras volaban las Carmañolas
del otro lado del Pirineo.

Y con los jácaros, con los chisperos
tomaste todos los derroteros
en que dejamos nuestros tesoros;
mas conservando grata alegría,
siempre gozaba y en Dios creía
el feliz pueblo de pan y toros.

Y era aquel pueblo rudo y valiente;
eran leones de ardor latente
aunque fingían galán desmayo;
resucitaron glorias guerreras
—20→
y se batieron como unas fieras
en la jornada del Dos de Mayo...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Cosas vulgares, cosas grotescas,
muecas estultas y pierrotescas
que son la flores de tu tablado...
Con tus escenas hemos reído;
lo que tú dices lo hemos vivido;
lo que tú lloras lo hemos llorado.


Las existencias ya desfloradas
mueven a llanto o a risotadas;
a nuestra pobre gloria perdida
la mordaz burla siempre acomete.
Más que tragedia siempre es sainete
ese sainete de nuestra vida.

1911

  —21→  


ArribaAbajo Princesa

Tiene su pelo raros destellos
cuando de noche sueña en los bancos;
es la que tiene los ojos bellos;
es la que tiene los dientes blancos.

Es juglaresa de las aldeas;
sus danzas cínicas son turbadoras;
tiene el encanto de las napeas
cuando el sol bruñe sus crenchas moras.

Es la que canta las barcarolas
y de las rondas saca dinero;
es la que baila las farandolas
al son latino de su pandero.

Es la morena que jocoseria
mira la vida como una injuria;
es la princesa de la Miseria;
es la princesa de la Lujuria.

Tiene un perfume sublime y raro
su piel de raso tostada y blonda;
tiene los ojos de un verde claro,
de un verde claro color de fronda.

La más hambrienta de las hermosas
huele a un aroma de cien jardines;
en vez de hebillas, lleva dos rosas,
dos frescas rosas en los chapines.
—22→

Es mi gitana fiel y divina;
es mi pantera, mi defensora;
la que mis males siempre adivina,
es mi sultana y es mi señora.

Es la más bella de las mujeres;
es la que cura mis sinsabores;
es la princesa de mis placeres;
es la princesa de mis dolores.

Pero es la esclava de mis antojos...
Tiene por lechos quicios y bancos.
Es la que tiene bellos los ojos;
es la que tiene los dientes blancos.

1914

  —23→  


ArribaAbajo Bebedor de ajenjo


Si siempre estoy ensayando
mi sonrisa amarga y triste,
es porque estoy esperando
a una mujer que no existe.


Víctima del desencanto
sufro martirios letales;
por eso adoro yo tanto
mis dichas artificiales.

Paraísos artificiales
que huyen del ruido y del sol...
¡Mis rimas son inmortales,
pues son hijas del alcohol!

Soy mísero y decadente;
en mi alma el Hastío muerde.
Por eso adora mi mente
los sueños del licor verde.

Licor venenoso y triste
que como un suave beleño,
un grato perfume diste
al cadáver de mi ensueño.

Licor que tiene el matiz
de unos ojos que yo amé,
—24→
y del tinte del tapiz
en que danzó Salomé.

(Ojos glaucos y perversos
que asesinasteis mi vida,
y le disteis a mis versos
fragancia de flor podrida.)

Turbio ajenjo sibilino
que tienes el sabor fuerte;
que harás de mi desatino
vestíbulo de la Muerte.

Cómplice de la locura,
mis hojas muertas no arranques,
licor que todo lo cura,
licor de color de estanques...


Si siempre estoy ensayando
mi sonrisa amarga y triste,
es porque estoy esperando
a una mujer que no existe.

1914

  —25→  


ArribaAbajo El tremedal


En la sala lijosa del burdel repugnante
hay un enorme gato que duerme en la tarima,
unos muebles muy sucios, un reló sollozante
y un cromo de la Virgen con una cruz encima.


Al amor del brasero, un conjunto gregario
de grofas se calienta las manos ateridas,
esas manos que ofrecen un beso mercenario
en las encrucijadas de las calles perdidas.

¡Oh, los dedos dormidos como sierpes hipnóticas
recibiendo los besos cordiales de la lumbre,
garfios siempre propicios en las noches caóticas
-como las pesadillas llenas de pesadumbre-
a invitar a una gorja de miseria y de olvido!

Una vieja buscona, solemne, ha removido
las ascuas rutilantes con la negra badila,
y en un rojo arabesco, cual reptil retorcido,
se ha reflejado el fuego sobre cada pupila.
En la ceniza pálida hay ojos de animales...
Brillan los tizoncillos cual granates tallados,
y trazan unas grecas de audaces espirales
como en los laberintos de los damasquinados.

Las pobres diaconisas de la carne alquilona
tienen el alma hueca y los párpados bajos;
—26→
de cuando en cuando estallan en risa retozona
sacudiendo a compás sus gayos calandrajos.

Dividida en dos crenchas, corta a media melena
todas peinan igual la mata de cabello
que nimba tristemente el mohín de la pena
en sus rostros sedientos de lo justo y lo bello.

Los límites sociales son ruecas de cristal;
los hilos que se rompen ya no se anudan nunca.
¡No han de ser más que sapos de hediondo tremedal
aquellas que han entrado en la negra espelunca!

Muestran las pantorrillas de alabastro poluto
enfundadas en medias azules o rosadas.
Las cabezas morenas fingen rosas de luto
y las rubias recuerdan las custodias sagradas.

Enseñan las hileras de dientes carcomidos
en una algarabía de carcajadas cínicas,
porque una ancila vieja narra los sucedidos
en los tristes presidios y en las cruentas clínicas.


¡Palidez atroz
de polvos de arroz
que la faz armiña
de la que hace puerta!
A una sombra incierta
los ojuelos guiña
—27→
con dengue de niña
y tinte de muerta.
Trina en el dintel
con siseo igual;
parece un cimbel
en un tremedal.


¡Triste Necesidad, manantial de injusticias,
para dar el joyel de la trilla en las eras
el agro necesita un beso de inmundicias!
¡Las floridas ciudades necesitan rameras!

Nacen en las negruzcas malditas madrigueras,
como crecen las rosas en un estercolero,
los hijos de las sucias vitandas carcaveras.
¡Espigas que han brotado en medio de un sendero!

Y esos niños contemplan un cuarto desabrido:
la colcha de percal que rameada y roja
cubre un lecho de hierro desquiciado y vencido...
La Miseria doliente que repugna y enoja
es la eterna nodriza que amamanta mil veces
a esas larvas nacidas bajo infandos cobijos.
Son sus primeras letras epígrafes soeces
que ennegrecen ventanas, tabiques y escondrijos.

Tiernos espectadores de los abrazos zurdos
en los enjalbegados aposentos ingratos;
—28→
oidores del choclear de los zapatos burdos,
de pendencias y bullas, zambras y malos tratos.

Al son del garlar vil de la escuela del vicio
se les briza la cuna en las alcobas frías.
Mientras el niño duerme la madre hace su oficio.
¡Rosas de lupanares, niños de mancebías,
vidas que serán necias, ladronas e intranquilas,
hijos de la canalla, hijos del vicio pobre,
niños de las manflotas que tienen las pupilas
redonditas y oscuras cual monedas de cobre!


¡Borrad las jerarquías innobles y rastreras;
cortad un día rojo esos sociales cánceres
que producen enfermos, mendigos y rameras!
¿Por qué las degollinas no las hacen los mánceres?


En la sala lijosa del burdel repugnante
hay un enorme gato que duerme en la tarima,
unos muebles muy sucios, un reló sollozante
y un cromo de la Virgen con una cruz encima.


Suena en el umbral
un silbo alarmante
—29→
como el de un cristal
que rasga un diamante.
Aburrida y yerta
la hembra de la puerta
da bajo el dintel
su siseo igual.
Parece un cimbel
en un tremedal.

1915

  —30→  


ArribaAbajo Manifestación de hambre


Un frío domingo antipático
vi un lijoso y doliente enjambre:
en un paseo aristocrático
una manifestación de hambre.

Fue en la Castellana elegante,
jardín de modas y arrumacos,
donde resuena extravagante
la sandez de los currutacos.

Pobres obreros miserables,
mujeres, ex-hombres gorkianos,
niños de faces espantables,
todos asidos de las manos,

formando sartas de miseria,
henchidos de un rencor de infierno.
¡Inanición, ira y laceria
entre la bruma de un invierno!

Cielo gris de un día holgazán,
ausencia de oro y de arrebol,
y gente huérfana de pan
en la ciudad viuda de sol.


La Castellana era aquel día
de famélicos peregrinos.
—31→
¡Escaparate de cursilería
de niñas bobas y sietemesinos!

El menestral de ojos de lumbre
fruncía el ceño en fuerte arruga,
y subía la muchedumbre
ondulante como una oruga.

Y la almibarada inconsciencia
mirábalos con repugnancia,
sin saber que era una advertencia
que hacía el Hambre a la Elegancia.

Puros perfiles de medallas,
damiselas de porte rico,
como mujeres de pantallas
o de países de abanico,

¿no os asustó en el sucio fango
la Multitud, plural vestiglo,
rosas de «tennis» y «te tango»
de la maceta de este siglo?

Orlas de nutrias y de encajes
tenía la mueca melancólica;
brillaba el raso de los trajes
como un esmalte de mayólica.

¡Rencor de plebe desgraciada,
que, tiritando con sus niños,
veía la carne aburguesada
bajo el calor de los armiños!
—32→

¡Burguesías, faunas asqueadas
de ver andrajos, tizne de hulla!
¡Rebaños que aman las bordadas
rosas de oro de una casulla!

Aristocracia contumaz,
¿te enseñará el social dolor
una guillotina voraz
una tarde de Termidor?


Vi en aquel domingo holgazán,
sin luces de oro y de arrebol,
a un pueblo huérfano de pan
en la ciudad viuda de sol.

Vi a un albacea de Jesús
destrozando la flor del Bien
y a Teresita Cabarrús
haciendo guiños a Tallien.

1916

  —33→  


ArribaAbajo La cojita de las injurias


El mediodía en la barriada pobre
prendía lentejuelas al andrajo
y, a toda luz, era color de cobre
el Madrid de la greña y del zancajo.

De cúpulas de iglesia realzada
la ciudad en sus perfiles recortados
parecía una hembra calcinada
que enseñase los senos abrasados.

¡Incandescencia de fulgores duros!
El astro en sus lumínicas lujurias
arrancaba luceros de los muros
en el hoyo que forman Las Injurias.

El tinte rubio de la purpurina
embadurnaba las casuchas hoscas,
y el parpadeo de la venturina
se destacaba en las paredes toscas.

Por una cuesta pina y pedregosa
una chiquilla coja y despeinada
bajaba como una grulla temblorosa.
En su muleta corta iba apoyada

como un náufrago a un remo redentor.
La pierna ausente parodiaba el palo.
(Para los que claudican con rencor
la vida es un sendero áspero y malo.)
—34→

Con un melindre de caricatura,
excitando el sollozo o el ludibrio,
bajaba aquella pobre criatura
haciendo maravillas de equilibrio.

Un gozquejo sarnoso la seguía
importunando su marcha acrobática;
temerosa la niña se evadía
con precisión perfecta y matemática.

Se deslizó por la pendiente gualda
igual que un saltamontes malherido.
El perro inmundo se enganchó a su falda
mordisqueando un volante descosido.

Y la mofa del can, triste e inicua,
hacía a la infeliz tambalearse.
Sobre los guijos de la cuesta oblicua
creí que la cojita iba a estrellarse.

Por fin llegó al final de la barranca,
a un africano aduar sucio e infecto
donde el proscrito duerme y se esparranca
con el dolor, el hambre y el insecto.


La cojera infantil era simbólica
en el barrio canalla y condenado
donde la carne enferma y melancólica
se revolcaba al sol rudo y dorado.
—35→

Cual la niña alegórica y tullida,
en las ocres viviendas requemadas
hay gentes que renquean por la Vida
bajo los mimos de sus dentelladas.

1916




ArribaAbajo La Salomé de San Martín


Ante una calle vil y escueta,
al núcleo de una encrucijada,
San Martín yergue su silueta
torpe, blanquizca y desconchada.

Como unas lenguas parlanchinas,
rompen sus címbalos volteantes
serenidades matutinas
con carrillones atronantes.

Incienso y cristianas congojas
llenan el templo de humo y voces.

Un eucalipto con las hojas
curvadas como verdes hoces
sobre el blanco muro del huerto
se alza ante un barrio podre y tuerto:
Burdeles y tabernas rojas.


    En las losas los cayados repican.
Los nudosos mendigos, lacras del cáncer patrio,
plasmados, gimotean y suplican
bajo los perifollos y platerescos de un atrio.

Es un grupo de ciegos y tullidos
que, tras la oración, lanzan la blasfemia estrambótica
por sus belfos violáceos y torcidos
con un girar inútil de su turbia esclerótica.
—37→

A coro mosconean su salmodia
deseando peculio y salud a las beatas.
Tienen sus voces dejos de parodia.
La animosidad surca sus vidas poco gratas.
Es gente que maldice porque odia.

Frente al pórtico hay un puesto de flores
vernales. De los fétidos mantones y tabardos
se apagan los misérrimos hedores
con los blancos aromas de azucenas y nardos.

Quien más riñe, gruñe y charlatanea
es Salomé, mendiga engañosa, ciega y chata,
que se acurruca en su silla de anea
y enciende los coloquios, discute y disparata.

Su lenguaje es atroz como su facha.
Ama las libaciones con alcohol nauseabundo.
Es Salomé pintoresca y borracha.
Cuando ha bebido un poco, insulta a todo el mundo.

Pide con voz descontenta y sabática.
Un plato de latón se engarza en sus falanges.
Su fea faz rememora, hierática,
a los ídolos romos de los bordes del Ganges.

Esa mujer blasfema y despotrica
sumida en el castigo de sus tristes tinieblas;
en su ceguera el furor se fabrica
entre las azuladas aguardentosas nieblas.
—38→


En el bisel de una arista del muro
el astro-rey se estrella en un reló gnomónico.
¡De tu retina el destino es mas duro,
Salomé, ver no puedes el sol rubio y armónico!

La Miseria social se simboliza
en los denuestos acres que tu boca nos suelta.
La Materia se caricaturiza
en tus labios de esfinge y en tu nariz en delta.


De mirra y de incienso un bautismo
unge a los mortales que en coro
rezan con tierno misticismo.

Fingen constelaciones de oro,
sollozando su céreo lloro
los cirios del catolicismo.

El eucalipto entre sus hojas
curvadas, como verdes hoces,
muestra sangrientas manchas rojas.

Y se adormecen los feroces
dicterios de la mendicanta
que, bulliciosa y maldiciente,
nos emociona y nos espanta.
Y espera la hora de su fin
entre nieblas de aguardiente
la Salomé de San Martín.

1916

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ArribaAbajo El Madrid de las rondas


Hay un Madrid que no tiene ni flores, ni fuentes, ni frondas.
Un Madrid paria y viudo. Sus acacias orondas
y sus olmos son muy pobre limosna para sus vías mondas.
¡Oh, Madrid de las rondas!

Madrid de los gasómetros redondos, cual grandes tambores.
Madrid de las esbeltas humeantes chimeneas.
Madrid de los obreros denegridos y trabajadores
y de las hembras feas.

Madrid de los alegres lavaderos. La carnal materia
se hacina en vergonzosos absurdos falansterios.
Madrid compendio de desdicha y hambre. Haz de la miseria
y de los cementerios.


¡Oh, Manzanares, al que motejaba de arroyo aprendiz
el buen Francisco Gómez de Quevedo y Villegas!
¡Ruin y estéril complemento del grato goyesco tapiz
que ni bañas ni riegas!

Dehesa de la Arganzuela. Primavera. Luz de esmeraldinas
praderas como aquellas de Patinir, divinas;
un manzano en flor contempla en las aguas azules, hialinas,
sus guedejas albinas.

Granja del Atanor toda de oro. Otoño dehiscente.
El follaje desgrana su ambarino abalorio.
—40→
Lleno de hojas-monedas parece el tazón de la fuente
plato de petitorio.

Suciedad, senectud. Fragmentos de mil ruinas herrumbrosas
tiradas en el polvo: la Ronda de Toledo.
Bajo el sol, juega al cané la canalla con cartas pringosas
sin zozobra ni miedo.

Bajo un convento y un Palacio Real la Ronda de Segovia
se arrodilla sumisa como una pobre novia.
Allí hay hambre. El hombre como un can aúlla en su hidrofobia.
La sed social agobia.

Allí se tuestan bajo el sol las chozas del pobre suburbio.
Allí están virtualmente la huelga y el disturbio.
Hierve en el pecho de sus habitantes un odio intenso y turbio.
¡Oh, rencor del suburbio!


Rudos brazos transforman la energía en útil trabajo.
Negras locomotoras jadean arrastrando
su gusano de acero y de madera. ¡Hombre del andrajo,
te redimes sudando!

Estación de las Pulgas, manufacturas, fábricas rojizas.
Las arterias fabriles laten con feroz pulso.
Los enigmas se rompen con volantes, hullas y cenizas,
con ciencia y con impulso.

Igual que flautas las máquinas silban. Como contrabajos
zumban roncas dínamos un sinfónico scherzo.
—41→
Es la gran orquesta de los armoniosos pujantes trabajos.
¡Sonata del esfuerzo!


Tras el tapial de un viejo camposanto se alzan con dolor,
negros, aciculares, con perfil neto y fuerte,
los siniestros cipreses que recuerdan al hombre en su labor
la Miseria y la Muerte.

1916

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ArribaAbajo El lazarillo del cíclope


¡Can sumiso y acólito, como el can de Durero;
lazarillo cuadrúpedo, junto al Diablo y a la Muerte
conduciendo leal y fuerte
al Hombre en su sendero...!
¡Can sumiso y acólito, como el can de Durero!

Y este ciego mendigo de rostro rasurado
de procónsul de Roma, de trapense o de chalán,
sigue a su guía y guardián
porque Dios le ha cavado
dos profundos alvéolos en su rostro afeitado.

¡Este ibero de bronce golpeaba los yunques!
Ordeñaba los fuegos de bigornias siderúrgicas;
pero dos chispas quirúrgicas
aquietaron las mazas demiúrgicas
abrasando las córneas que alumbraban los yunques.

Cuando se nos extingue la vida cinemática,
el mundo es ya peor...
¡Insultan los fariseos
y faltan los cirineos!
En la noche antipática
solo un perro consuela la viudez cinemática.

¡Benditos sean los gozques, los caballos, los bueyes
que conducen los féretros, las carretas y los ciegos;
que del Bien tienen los fuegos
y no saben de éticas, purgatorios ni leyes!
¡Benditos sean los gozques, los caballos, los bueyes!
—43→

Esta bestia sagrada, ladrona y anarquista,
saquea las banastas mugrientas del mercado,
y los frutos que ella ha hurtado
nutren al pobre hambriento del festín de la vista.
¡Bestia facinerosa, sagrada y anarquista!

¡En atrios y conventos hay que gañir plegarias!
Robar es más valiente, más bello y más deleitoso
que la honradez y el reposo
en horas adversarias...
¡En atrios y conventos hay que gañir plegarias!

Nodriza de la inopia, furriel del pordiosero,
guarda entre sus mandíbulas las monedas sustraídas.
(Las gentes no son buenas, pero son distraídas.)
Codicia el can el dinero
y hace de los descuidos una hucha al pordiosero.

¡Discos nuncios del crimen y de las epidemias;
sucias piezas de cobre que llevas en la alcancía
de tu quijada bravía!
¡Hostias de las blasfemias,
discos nuncios del crimen y de las epidemias!

¡Te matará un imbécil -alguacil o perrero-
bestezuela cordial! Quedará el ciego tullido
de su órgano preferido
y solo en el sendero...
¡Te matará un imbécil -alguacil o perrero-!
—44→


Mientras tanto, prosigue. El cíclope vencido
ha menester tus claras retinas y tus dientes...
Camina en la calzada escueta y pedregosa
junto al Diablo y la Muerte, como el can de Durero.

1917