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ArribaAbajoMadrid moderno: siglo XVIII

Hemos recorrido, aunque ligeramente, y según lo ha permitido la índole y forma de esta reseña, las diversas fases políticas y materiales de nuestra villa de Madrid desde los tiempos más remotos hasta fines del siglo XVII; la hemos contemplado en su humilde origen, y creciendo después en importancia, hasta el punto de merecer el   —74→   insigne honor de ser escogida para corte Real y capital de la monarquía española, deteniendo más particularmente nuestra consideración en aquellos siglos XVI y XVII, en que bajo este concepto representó tan importante papel en Europa, como centro del poder y grandeza de los monarcas de la dinastía austriaca. -Hemos visto también que, a pesar de que estos quisieron enaltecerla con el pomposo título de capital de dos mundos, no acertaron, sin embargo, a darla apenas ninguna de las condiciones necesarias a un pueblo tan principal; y como los tesoros del Nuevo Mundo y el inmenso poderío de los Carlos y Felipes, y sus arrogantes validos los Lermas y Calderones, Olivares y Oropesas, Nitardos y Valenzuelas, apenas dejaron otras señales de su paso por Madrid, que la inmensa multitud de iglesias y monasterios con que cubrieron la tercera parte de su suelo30.

En punto a la organización administrativa, a su fomento material, a su comodidad, su policía y ornato, la vimos   —75→   permanecer durante siglo y medio, después de recibir la alta investidura de corte, no sólo inferior a esta elevada categoría, sino también muy por bajo de varias de nuestras ciudades de provincia. De todo ello dan cumplido testimonio los escritos de aquel tiempo, que podríamos extractar, si creyésemos oportuno detenernos más en aquella enojosa exposición.

Cúmplenos ahora más grata tarea, que consiste en   —76→   consignar que sólo al empezar con el siglo XVIII la nueva dinastía de Borbón, acertó a comprenderse la importancia y la necesidad de dotar a la corte de grandiosos edificios de decoroso ornato y de establecimientos de ilustrada administración. El nieto de Luis XIV, aquel joven animoso, nacido y criado en la esplendente corte de Versalles, pudo y debió echar de menos su magnificencia y halagos,   —77→   cuando atravesando yermas campiñas, miserables aldeas y escabrosos caminos, llegara a verse encerrado en el vetusto y desmantelado Alcázar de Madrid, o recorriese las calles tortuosas, sombrías y eriales, su miserable caserío, sus débiles cercas y puertas, sus incultos paseos, su carencia de fuentes y monumentos públicos, de todo ornato, en fin, y policía de comodidad; y no podría menos de reír al leer los hiperbólicos encomios de los Dávilas,   —78→   Quintanas, Pinelos y Núñez de Castro sobre las grandezas de esta villa, que entusiasmaban a los unos, extasiaban a los otros, y hacían prorrumpir al último en su donoso libro, titulado «Sólo Madrid es corte».

El hecho es que, considerado bajo el aspecto material y de cultura, sólo llegó a serlo desde el advenimiento de la augusta casa de Borbón. -Felipe V, que pagó la decidida afición de este pueblo hacia su persona, por lo menos con otra igual, dio el impulso y los primeros e importantes pasos en el camino de su regeneración. Vamos, pues, a consignarlos; pero como la historia política de su reinado está tan enlazada con la suerte de Madrid, a quien cupo en ella tanta parte, necesariamente habrá de ocuparnos antes, siquiera sea brevemente, su indicación.

Felipe de Borbón, aclamado en Madrid por rey de España a consecuencia del testamento de Carlos II, hizo su entrada pública en la capital de la Monarquía el día 14 de Abril de 1701, y en este mismo año celebró su casamiento con la princesa doña María Luisa Gabriela de Saboya; pero declarada la famosa guerra de Sucesión, a causa de pretender la corona de España el Emperador de Austria para su hijo el archiduque Carlos, fue reconocido éste por otras potencias y por los reinos de Aragón, Valencia y Cataluña, de que se apoderó el ejército inglés y portugués, mandado por el mismo Archiduque. -Por consecuencia de las alternativas de esta sangrienta guerra, en que las armas de Felipe, victoriosas, unas veces, eran vencidas otras, fue invadido Madrid por primera vez por tropas extranjeras, entrando en 1706 las inglesas y portuguesas, mandadas por Galloway y el Marqués Das Minas; y habiéndose la Reina y la corte retirado a Burgos los ingleses y portugueses proclamaron en Madrid al Archiduque. Pero muy luego, atacados con intrepidez por   —79→   los mismos madrileños, viéronse obligados a retirarse y entregar el Alcázar: a pocos días volvió a entrar Felipe, que fue recibido con el mayor entusiasmo; y dejando por regente a la Reina, marchó a tomar el mando del ejército. Las batallas de Almenara y Zaragoza, perdidas por éste, pusieron a los aliados en disposición de internarse de nuevo en Castilla en 1710; Felipe salió con la corte a Valladolid y fueron seguidos de más de treinta mil moradores de Madrid, después de lo cual volvió a entrar el Archiduque; pero la repugnancia del pueblo madrileño hacia su persona era tal, que no viendo Carlos gente en las calles, ni en los balcones, al llegar a la Plaza Mayor y portales de Guadalajara, se volvió por la calle Mayor y de Alcalá, diciendo que Madrid era un pueblo desierto; y apenas él y su ejército habían dejado estas cercanías, oyeron el ruido de las campanas, fuegos y regocijos con que celebraba la villa la nueva proclamación de Felipe V, que volvió a entrar en 13 de Diciembre del mismo año, en medio del entusiasmo universal. Poco después las batallas de Brihuega y Villaviciosa aseguraron en la cabeza de Felipe la corona de España.

Un siglo nuevo, y con él una nueva era de progreso y cultura se inauguraba, en fin, para la nación con el cambio de dinastía, completamente distinta en origen e inclinaciones de la que acababa de regirla. Durante el último período de ésta había pasado el país por el angustioso de una larga minoría, por el desdichado gobierno de un monarca enfermizo y pusilánime, último vástago masculino directo de la gran estirpe de Carlos V; una larga y complicada guerra civil y europea, durante catorce años, había después yermado nuestras ciudades, asolado nuestros campos, y apartado de las artes, de las ciencias y las letras a una generación que sólo parecía llamada a pelear. -Por fortuna, y a pesar de tantos desastres, y a vueltas   —80→   de las considerables pérdidas materiales de territorio, que fueron consecuencia de aquella lucha encarnizada, de aquel cambio de dinastía, quedaron todavía unidas al imperio español preciosas y dilatadas regiones en uno y otro hemisferio, que bien regidas, como toda la monarquía, por la vigorosa mano de Felipe de Borbón (el Animoso) en el largo periodo de aquel primer medio siglo, pudieron caminar a un alto grado de esplendor y de prosperidad, pudieron devolver al cetro español una parte del brillo y poderío que ostentara en las manos del segundo de los Felipes.

A la sombra de la paz, y correspondiendo a los generosos instintos e ilustradas miras de un buen monarca, las artes, las ciencias y las letras, que casi habían desaparecido en el último tercio del siglo anterior, bajo el cetro de El Hechizado, tornaron a aparecer en nuestro suelo; y si bien habían perdido su original y espontánea lozanía, venían ahora engalanadas con el clásico colorido de la corte del gran rey que desde las orillas del Sena dictaba el movimiento político e intelectual de Europa y daba nombre a su siglo. -El nieto de Luis XIV, colocado en el trono español por las simpatías y el ardimiento de sus pueblos; nacido y criado en la ilustrada corte de Versalles, dotado de gran energía y varonil esfuerzo, de talento y probidad, y dominado, en fin, por el sentimiento de gratitud y amor hacia un pueblo que tan leal se le había mostrado, no pudo menos de corresponder con toda su solicitud soberana a las legítimas esperanzas fundadas a su advenimiento al trono español; y efectivamente, no sólo supo conquistar hasta el último corazón de los que ofuscados le negaron en un principio la obediencia; no sólo terminó personalmente una guerra tan delicada y desastrosa, haciendo reconocer su corona por todas las potencias de Europa, sino que acertó a curar las profundas llagas abiertas   —81→   por las pasadas calamidades; estableció un buen sistema administrativo y económico; procuró aliviar las cargas públicas; creó y sostuvo un brillante ejército y una respetable marina, y protector especial de las ciencias y de las artes, fundó academias encargadas de restaurarlas, y atrajo a su corte célebres artistas, que volviesen al buen gusto el imperio, que había perdido a impulsos de la ignorancia y la osadía.

La construcción de más importancia en Madrid, durante su reinado, fue la del suntuoso Palacio Real, levantado de nueva planta por su orden, a consecuencia de haberse incendiado en la Noche Buena de 1734 el antiguo Alcázar de Madrid. -Sabido es que este ilustre monarca, deseoso de edificar para los reyes de España una morada digna de su grandeza, y considerando el lamentable estado a que había llegado el arte en nuestro país por aquella época, llamó para encargarse de esta importantísima obra al abate Jubara, célebre arquitecto de Turín, el cual proyectó un modelo de palacio gigantesco y magnífico, que, reducido después a menores proporciones, fue llevado a efecto bajo la dirección de D. Juan Bautista Saqueti, su discípulo, y es el que hoy existe. -La grandeza de la capital y el buen gusto del arte recibieron, sin duda alguna, un notable refuerzo con esta bella obra; mas, por desgracia, el empeño de Felipe de hacerla levantar en el mismo sitio que ocupaba el antiguo Alcázar, malogró el pensamiento de Jubara, que era el de colocarla a la parte Norte de Madrid, hacia la puerta de San Bernardino, y transformar la montaña del Príncipe Pío en magníficos jardines reales. Esto, sin duda alguna, hubiera llamado la población hacia aquella parte, permitiéndola extenderse luego, por todos los terrenos que median entre dicho portillo y la Fuente Castellana, y regularmente, de este modo, la apremiante necesidad hubiera adelantado más de un siglo   —82→   la traída de las aguas suficientes a aquellos contornos, y la ampliación consiguiente de Madrid.

Pero, en fin, ya que así no se hizo, y ya que el distinguido Saqueti, siguiendo las órdenes del Rey, colocó su bello palacio en el punto elevado y pintoresco que ocupa, habría sido de desear que el mismo Monarca, o sus sucesores, que continuaron aquel edificio (el cual no estuvo habitable hasta 1764, reinando ya Carlos III), hubiesen adoptado o procurado llevar a cabo el plan magnífico de obras contiguas a él, que presentó el mismo Saqueti, y que original se conserva en el archivo de la Real casa31. Consistían éstas en prolongar ambas alas de la fachada del Mediodía con dos pabellones (de los cuales hay uno concluido), continuando luego con terrazas sobre galerías, de arcos, y en llegando al edificio de la Armería, suponiendo que desapareciera éste, cerrar la plaza con una gran verja; la galería de la izquierda contendría el cuartel para la guardia, y la de la derecha, abierta con vistas al campo, se había de continuar luego hasta la misma altura, con dobles arcadas, atravesando por medio de un extenso puente la cuesta de la Vega y la calle de Segovia, hasta las Vistillas de San Francisco, con lo cual, no sólo se establecía la necesaria comunicación entre ambos extremos de Madrid, sino que se daba a éste un ingreso y vista asombrosos. Detrás de esta galería magnífica, y hacia donde ahora está la plazuela de Santa María, descollaba, según el plan de Saqueti, la elevada cúpula de una hermosa iglesia catedral, un teatro, biblioteca Real, casas de oficios y otras bellas construcciones en todo lo que es   —83→   hoy plaza de Oriente, con que quería dotar Saqueti las inmediaciones de la Real morada, y que formando un magnífico conjunto con el palacio, enaltecía en extremo aquellos sitios y daba a la capital del Reino un aspecto sorprendente.

Al mismo tiempo que la obra colosal del Real Palacio, se emprendieron y llevaron a cabo por Felipe las importantes del puente de Toledo, el Seminario de Nobles, el teatro de los Caños del Peral, los nuevos del Príncipe y el de la Cruz, la iglesia de San Cayetano, la de Santo Tomás, el Hospicio, la Fábrica de Tapices y otros varios edificios de consideración; si bien en todos ellos, así como en las fuentes públicas de la Puerta del Sol, Antón Martín, Red de San Luis y otras, se echó de ver el extravagante gusto peculiar de sus directores los Churrigueras, Riveras y otros a este tenor, que aún duraban de la desdichada época anterior.

La fundación de las Reales Academias Española y de la Historia, la de la Biblioteca Real, el Gabinete de Historia Natural y otros establecimientos científicos y literarios, la del Monte de Piedad, hospicios, hospitales y otros institutos de beneficencia, todas estas ventajas debió la corte española al feliz reinado del primer Borbón; y al terminar, en fin, su larga y gloriosa carrera en 1746, pudo legar a su hijo y sucesor Fernando VI un reino tranquilo y obediente, un tesoro desahogado, un pueblo pacífico y animado por las ideas más nobles de patriotismo y honradez.

FERNANDO VI.

Durante el corto, pero tranquilo reinado del piadoso Fernando, germinaron estas ideas; la paz y la   —84→   abundancia hicieron sentir sus beneficios; los pueblos, desahogados de graves atenciones, pudieron atender a sus necesidades y mejoras. A la ilustrada y enérgica voz del ministro Marqués de la Ensenada, se alzó en nuestros puertos una nueva y poderosa armada abriéronse muchas y fáciles comunicaciones, entre las cuales es muy señalada la magnifica entre ambas Castillas por el puerto de Guadarrama, vecino a Madrid; fundáronse algunos establecimientos importantes, tales como el Pósito, los hospitales generales y Escuelas Pías. Creose la Academia de Nobles Artes de San Fernando, y se levantaron algunos edificios notables, entre los que sobresale por su grandiosidad el suntuoso monasterio de las Salesas Reales. Protegida decididamente la ilustración, combatidos, hasta donde la época lo permitía, los errores, se prepararon, en fin, los medios y la opinión a la nueva era de cultura y de prosperidad que había de llegar a tan grande altura bajo el reinado siguiente.

Todas estas ventajas trascendentales al reino entero se reflejaban naturalmente, en ambos reinados de Felipe y de Fernando, en la corte y capital de la monarquía española; pero como el error había echado tan hondas raíces, nada hay que extrañar que tardaran muchos años en alcanzar éxito feliz los sacrificios hechos para combatirle. Fijando, pues, por ahora nuestras miradas en esta última época, trataremos, según nuestro propósito, de examinar la fisonomía o aspecto material de Madrid antes de la ilustrada administración del inmortal Carlos III.

Nuestros lectores han visto en los párrafos interiores cuál era éste durante el reinado de Felipe IV, cuando ya llevaba una centuria con el carácter de corte; ahora nos cumple trazar el que presentaba desde 1746 a 1759, que ocupó el Trono español Fernando VI. -Para la posible exactitud de aquel cuadro, tuvimos a la vista el gran Plano topográfico de 1656, en que se halla retratada   —85→   minuciosamente esta capital. Hoy, para ofrecer a nuestros lectores una pintura semejante (aunque a un siglo de distancia de aquella época, y otro de la actual), podemos disponer de otro documento aún más explícito y acabado, que debe Madrid al ilustrado gobierno de Fernando el VI, aunque no fue terminado en sus días.

Titúlase Planimetría general de la villa de Madrid, y visita de sus casas, asientos y razón de sus dueños, sus sitios y rentas, formada de orden de S. M. por la Regalía del Real Aposento de Corte, a virtud de Real cédula, fecha en San Lorenzo a 22 de Octubre de 1749, refrendada por D. Cenón Somodevilla, Marqués de la Ensenada. -Este magnífico trabajo, en que tomaron parte como arquitectos de la Real Hacienda y de la villa D. José Arredondo, D. Ventura Padierna, D. Nicolás Churriguera, D. Fernando Moradillo y D. Francisco Pérez Cobo, está autorizado por D. Manuel Miranda y Testa, visitador del Real aposento, y D. Miguel Fernández, teniente Director de la Academia de San Fernando y arquitecto de Palacio, y no quedó terminado hasta 1767. Verificose, por ella la numeración de las casas de Madrid (de que hasta entonces carecieron), dando un resultado de 7.049 casas, contenidas en 557 manzanas o grupos de ellas; midiose exactamente el perímetro de cada casa, señalando su figura topográfica en la proporción de la escala 1/300, y hasta indicando en los planos, por medio de diversos colores, el estado de la conservación de cada edificio en aquella época; y aparte de los planos, se consignó en un Registro general el resultado de estas mediciones, el valor de cada casa en renta, el origen y trasmisiones de su propiedad, y la cuota de su gravamen por razón de Aposento, cuyas preciosas noticias se han continuado hasta el día en los expedientes respectivos, seguidos en la administración de aquel ramo, según la obligación impuesta a   —86→   cada nuevo poseedor de pasar por aquel registro la adquisición de su propiedad.

Tan precioso trabajo (que probablemente será único de su clase en España) consta de doce volúmenes en marca imperial; los seis primeros comprenden los Planos, y los otros seis el Registro y explicación. De esta excelente obra, hecha modesta, aunque concienzudamente y sin grandes pretensiones, se mandaron sacar por el Gobierno, y existen, tres copias: una para ser colocada en el Archivo de Simancas, otra para la Biblioteca Real, y otra para la de la Academia de Nobles Artes de San Fernando. En cuanto a la villa de Madrid, a quien principalmente interesaba el conocimiento de su topografía y riqueza, no tomó, al parecer, parte en él, y ni aun se ocurrió a su Ayuntamiento el natural deseo y solicitud de obtener para su archivo otra copia o ejemplar de aquella preciosa obra32.

De este mismo tiempo existe también el primer plano Manual de Madrid, por D. Tomás López, y el que publicó el célebre arquitecto D. Ventura Rodríguez en 1760, con lo cual, y los escritos de aquella época, podemos formar una idea exacta del estado topográfico de la villa. En cuanto a su administración y policía interior, existen varios libros impresos, que nos ofrecen datos preciosos para formar un juicio muy aproximado33. Sobre todo   —87→   poseemos un apreciable libro MS. de la época, con el título de Discurso sobre la importancia y las ventajas que puede producir la creación del gobierno político y militar de Madrid nuevamente creado34, el cual lleva la fecha de 26 de Noviembre de 1746, forma un tomo en 4.º bastante abultado, y parece dispuesto para la imprenta. -Con todos estos datos y documentos a la vista, vamos a trazar el cuadro topográfico y civil de Madrid a mediados del siglo XVIII, como ya lo hicimos en el mismo período del anterior.

En primer lugar, vemos que los límites de la villa no habían tenido sustancial alteración desde que por la Real cédula de Felipe IV, expedida en 1625 (de la cual hicimos mención en las páginas anteriores), se mandó al Ayuntamiento proceder a la construcción de la nueva cerca o tapias, que son las que aún permanecen en gran parte. De modo que la villa de Madrid no ha crecido en extensión en dos siglos y medio, si bien ha aumentado considerablemente en caserío, construyendo en los sitios que entonces estaban solares u ocupados por casas bajas mezquinas, otros edificios más considerables y con cuatro o cinco pisos de elevación; razón por la cual, sin aumentar su perímetro, ha podido triplicarse su vecindario, y subir de tal modo su riqueza inmueble, que calculados los productos en 1765 (en que se dan a Madrid 7.250 casas), en unos diez y ocho millones de reales, pasan hoy de ochenta los que se regulan para las contribuciones.

Entre las varias causas que, sin duda alguna, contribuyeron a no dejar crecer en extensión a nuestra villa, ya   —88→   dijimos que puede colocarse la inoportuna medida de su cerca, limitación oficial que posteriormente se fue autorizando más, con la construcción de suntuosas puertas de entrada y la carencia de arrabales extramuros, y redujo, a los centros de la población la vitalidad y el movimiento. -Los solares (ya mezquinos desde un principio) se subdividieron aún más y más, y crecieron en valor, tan desproporcionado respecto a los distantes de aquel centro, que, según la tarifa inserta en las Ordenanzas de Madrid, de D. Teodoro Ardemans, vemos, por ejemplo, que dándose precio de 88 reales por cada pie superficial en las inmediaciones de la Plaza Mayor, se calculaba a 12 reales en la Puerta del Sol35, a 4 reales en la calle de Alcalá, frente al Carmen Descalzo, a 6 reales en el medio de la calle de Fuencarral, a 5 reales en la calle de Atocha, hacia los Desamparados, a 4 reales en la Ancha de San Bernardo, y a real y a medio real en las inmediaciones a las puertas de Alcalá, Atocha, Segovia, Toledo, etc.

La misma Regalía de Aposento (que, por otro lado, hizo a Madrid el importante servicio ya indicado de realizar su planimetría y numeración) contribuyó también, como queda también dicho anteriormente, a impedir el desarrollo de la construcción de buen caserío. Esta enojosa gabela, que pesaba sobre los pisos principales, y que se dividía en casas sujetas a huésped, casas reducidas a dinero, y otras compuestas con piezas señaladas para el aposento, y cuyo producto total ascendía a 150.000 ducados anuales, que se distribuían entre la Real servidumbre, los ministros, embajadores, consejeros y otros funcionarios de corte, por consideración de casa o aposento, hizo que el interés, bien o mal calculado, de los dueños de solares los   —89→   dividiese en pequeños trozos de a mil, de quinientos, de trescientos pies, y en ellos, por sustraerse a aquella contribución, construían casas bajas o de malicia, como se las apellidó por no tener piso principal, y de éstas se componían, hasta fines del siglo pasado, las dos terceras partes del caserío de Madrid36.

La construcción de este caserío siguió el deplorable rumbo que en los anteriores había tomado desde un principio, y gracias por un lado a las poderosas causas anteriormente indicadas y al sórdido egoísmo de los dueños y merced también a la ignorancia o mal gusto de los arquitectos, las calles de Madrid continuaron presentando el agrupamiento más discordante de casas altas y bajas, extensas y diminutas, y ridículas fachadas del peor gusto posible. Nada de desmontes o rellenos oportunos para disimular los desniveles de las calles; nada de alineación ni de proporciones en la altura de las casas; nada de ensanche de la vía pública, ni de disminución o remedio de sus tortuosidades, ni de conveniente formación de anchas plazas y avenidas de elegante perspectiva; nada, en fin, de ornato exterior ni de comodidad interior para el vecindario.

Si de la inspección material pasamos ahora a la de su administración y policía, aún habremos de reconocer que   —90→   sean cualesquiera los errores de la actual generación, sabe mejor que las anteriores procurar aquellas comodidades y halagos que embellecen algún tanto la existencia del hombre en sociedad, y a que tiene derecho, a cambio de las penalidades a que la civilización por otra parte le sujeta.

Todavía hemos alcanzado a comprender en algunas de nuestras ciudades y villas, especialmente de Castilla la Vieja, Extremadura y Galicia, el espectáculo que podría ofrecer un pueblo en los tiempos primitivos, o por lo menos de la Edad Media, abandonado absolutamente al instinto individual de sus moradores, desnudo absolutamente de todas las condiciones de comodidad y aseo, y desprovisto, en fin, de todo cuidado y auxilio de parte de la pública administración; a no ser así, no podríamos formar una idea, siquiera aproximada, del aspecto miserable de la villa imperial y coronada de Madrid, no sólo al tiempo del establecimiento de la corte en ella, a mediados del siglo XVI, sino dos centurias después, a la mitad del siglo XVIII, a que ahora alcanza nuestra revista retrospectiva.

Aquellas calles estrechas, tortuosas y costaneras apenas podían decirse empedradas, si hemos de atender a los términos en que hablan de ello los escritos de la época, y especialmente las ordenanzas e instrucciones de 1745 al 47, y hasta el reinado de Carlos III, que adoptó y llevó a cabo en 1761 el proyecto del ingeniero Sabatini para el empedrado y limpieza de Madrid, que mal o bien llegó a establecerse en los términos, bien mezquinos por cierto, en que aún le hemos conocido a principios del siglo actual. -La numeración de las casas tampoco se verificó hasta 1751, pero entonces lo fue por el mal sistema de dar vuelta a la manzana, que ha durado hasta nuestros días, y ocasionaba tan considerable embrollo por la coincidencia muy frecuente de los mismos números en una   —91→   calle. -No existían apenas sumideros ni alcantarillas subterráneas para la necesaria limpieza: las inmundicias que arrojaban de las casas por las ventanas y las basuras amontonadas en las calles convertían a éstas en un sucio albañal. -No había más alumbrado que el de algunas luces que se encendían a las imágenes- que solía haber en las esquinas, o tal cual farolillo que se colaba de los cuartos principales de las pocas casas que los tenían y cumplían con los bandos que lo mandaban. -Las fuentes públicas, pocas y escasas; los mercados, reducidos a los miserables tinglados y cajones de la Plaza Mayor, de la Cebada, de Antón Martín, Red de San Luis, y algunos puestos y tiendas ambulantes en las esquinas, apellidados bodegones de puntapié, desprovistos todos hasta de lo más preciso, y sujeto el vecindario a los abastos y tasas y a acudir a los sitios privilegiados donde se despachaba el pan, la carne y los demás alimentos en limitadas proporciones y a los precios del abasto. Por consecuencia de todo aquel desorden y abandono, las calles, inundadas de mendigos de día, de rateros por la noche, sin verso el transeúnte protegido por los vigilantes o serenos (que no se crearon hasta el reinado de Carlos III) ni ninguna otra precaución de parte de la autoridad. -Todo aquel que, por necesidad o por recurso, había de echarse a las calles después de cerrada la noche, tenía que hacerlo bien armado y dispuesto además con el auxilio de alguna linterna; y las señoras que iban en sillas de manos a las tertulias, debían hacerlo precedidas de lacayos con hachas de viento, para apagar las cuales solía haber, en las puertas y escaleras de los grandes señores, cañones o tubos de fábrica en forma de apagador, de que aún quedaba una muestra en la casa del señor Marqués de Santiago, hoy Casino, en la Carrera de San Jerónimo.

Mas para completar el cuadro del estado lamentable de   —92→   la policía urbana de Madrid en aquella época, dejemos hablar al anónimo autor del manuscrito oficial ya citado, el cual, con fecha 19 de Noviembre de 1746 (el mismo año en que entró a reinar Fernando VI), la reseñaba magistralmente en su extenso informe al nuevo Gobernador, en estos párrafos, que tomamos al acaso:

«Dicen los que han viajado por las cortes extranjeras, que en algunas nunca hay noche, porque jamás oscurece, tanto es el cuidado de suplir con luz artificial la falta de la del sol. El pensamiento es muy racional y muy cristiano, porque la noche es capa de facinerosos... Esta providencia, que en todas las cortes es muy justa, en la nuestra es sumamente necesaria, porque en ésta, más que en otra alguna, son frecuentes los robos y los insultos, y la lobreguez ayuda para ellos: también favorece a la lascivia, y nuestra corte está en este vicio lastimosa. En atención a esto, se tomaron, algunos años ha, distintas disposiciones; mas todas fueron inútiles; se echaron bandos, mas siempre sin efecto, porque se burló de las disposiciones la inobediencia, o fue un remedio insuficiente. Mandose poner faroles en los balcones de los cuartos principales, y solía haber tanto claro entre uno y otro farol, que en poco se remediaba la oscuridad37. Los pobres que no puedan costear esta luz están, por su pobreza, exentos de la ley, y sea por esto o por aquello, o que se procedió con descuido, no tenía Madrid más luz que la del día, y por la noche apenas se distinguía de una aldea. Para ocurrir una fealdad tan perniciosa a las costumbres y seguridad pública, pudiera imitarse la práctica de París, donde cuelgan los faroles en distancias proporcionadas, y queda la   —93→   villa, no solamente lucida, sino segura. Esto puede verificarse por asiento», etc.

«La limpieza de la corte se ha hallado hasta aquí como imposible, porque aunque se han presentado varios proyectos para su logro, no han tenido efecto alguno, y por esto no solamente es Madrid la corte más sucia que se conoce en Europa, sino la villa más desatendida en este punto de cuantas tiene el Rey en sus dominios, y es hasta vergüenza que, por descuido nuestro, habite el Soberano el pueblo menos limpio de los suyos». -(Aquí se extiende el autor en consideraciones sobre las malas consecuencias de tal desaseo para la salubridad pública, y otros perjuicios, entre los cuales enumera el que el aire inficionado toma y tiñe la plata de las vajillas, los galones y los bordados de los trajes, diciendo con mucha candidez): «Un vestido de tisú, que en otro pueblo pasará siempre de padres a hijos, en Madrid debe, arrimarse antes del año, y hacerse otro, porque con la mayor brevedad deja de ser tisú, y es un tizón».

«Hace sucio a Madrid lo que se vierte por las ventanas (continúa nuestro discreto y anónimo escritor de 1746), y dícese que es muy difícil remediarlo; pero no confundamos lo difícil con lo imposible, y tengamos presente que si se quisiese de veras, se puede remediar; la prueba evidente es que en otros pueblos no hay esta suciedad. Sin embargo, haciéndome cargo de lo arduo de esta empresa, diré que, aunque ninguno hay que no desee la limpieza de Madrid y vitupere su piso y empedrado, estos mismos, si se les incomoda con el gasto o con la obra, serán los mayores impugnadores de su remedio. Muchas cosas, sin embargo, se pierden, no porque no las podamos alcanzar, sino porque no las osamos emprender, y todo lo puede vencer el espíritu y la perseverancia de un ministro sostenido por la voluntad de su Rey, y a la verdad el que   —94→   consiguiese el fin sería digno de inmortal alabanza, porque sería hacer corte a Madrid... Comprendiendo esta importancia, Sevilla, Toledo, Valencia y otras ciudades han tomado tales providencias, que solo por noticias de Madrid conocen la inmundicia; pues ¿por qué no imitaremos su buen gusto, teniendo tan cerca de nosotros mismos el ejemplo?» -(El autor se extiende luego en tratar de este ramo de policía de las ciudades, recordando y describiendo las cloacas máximas de Roma, los comunes públicos y sumideros de Sevilla, las alcantarillas de Toledo, y las grandes obras subterráneas de Valencia, y propone, en su vista, los remedios convenientes para imitar respectivamente en los diversos sitios de Madrid obras análogas, con lo que podía prohibirse en adelante verter a las calles, y si sólo por los comunes y pozos de las casas, poniéndose en comunicación con aquéllas, concluyendo sus juiciosas observaciones con estas palabras): «Bien conozco que para todo esto es menester mucho; pero lo que no se emprende no se logra, lo que no se empieza no se acaba».

Trata después de los caminos del término y de los paseos extramuros de Madrid, y de todas sus indicaciones se deduce la carencia absoluta de ellos, y que el acceso a la capital del Reino por todos lados era obra verdaderamente de ánimos heroicos. Las escarpadas cuestas sobre que asienta el Real Palacio, la de la Vega, la de las Vistillas y del puente de Toledo, estaban, a lo que se infiere del dicho del autor, poco menos que inaccesibles a seres humanos; no existían ningunas de las cómodas bajadas, caminos y paseos que hoy las facilitan y trasforman; tampoco las que dan vuelta a Madrid por toda la Ronda estaban desmontadas, y a la salida de la puerta de Atocha no había tampoco el paseo llamado de las Delicias, y sólo si el asqueroso arroyo o manantial que venía descubierto por todo el Prado viejo desde la Fuente Castellana;   —95→   quéjase además el autor de que a dicha salida de Atocha, hacia los hospitales, se arrojaban o depositaban los escombros de las obras, formando tales alturas, que estrechaban y reducían a un callejón el camino real. Tampoco existía el Canal de Manzanares, ni había sobre el río más que los dos puentes de Segovia y de Toledo. -Desde el Retiro a la Montaña del Príncipe Pío no había tampoco paseo alguno, ni más camino que el de Alcalá y el de Francia. Tampoco se había abierto aún la bajada al río por la cuesta de Areneros, ni los paseos de la Florida, Nuestra Señora del Puerto y bajada de San Vicente. Por todo recreo y desahogo quedaba a los tristes habitantes de Madrid el paseo del Prado viejo, en los términos en que a su tiempo le describiremos, y los jardines del Buen Retiro, aunque estos, más que paseos públicos, tenían entonces el carácter de parques y dependencias del Real Sitio, en que casi constantemente residió durante su reinado Fernando VI.

Siguiendo luego nuestro autor su apreciable revista, trata del empedrado, diciendo: -«También el empedrado de la corte está tenido por una de las grandes dificultades; pocas o ninguna habrá que tengan para ello situado tan crecido, y sin que nada lo baste, está una mitad mal empedrada, y la otra sin empedrar. Pónense las puntas hacia arriba, porque suponen que se quebrantarían las piedras si las pusieran en otra forma; pero siendo esta forma tan ofensiva a los carros de las bestias, vienen a causar su estrago. Aun todo se pudiera tolerar si no padeciese también la gente de a pie; pero se lamentan a todas horas de tener los pies mortificados, por caminar por suelos puntiagudos, de que se originan molestias que, si no matan, atormentan.

Lo peor es que ni aun a este coste se logra el intento porque siempre tiene el suelo muchos claros. De todo esto tiene la culpa la mala piedra que se gasta, y el abuso que he observado algunas veces de componer las calles con las   —96→   piedras que se encuentran, sin traer otra alguna, supliendo con tierra la falta de ellas; pero si en esto se imitase la moda de París, nos fuera más útil y cómodo que imitarla en la moda del vestido. Úsanse allí, y en algunas calzadas, caminos de Francia, una piedra de figura cuadrada, del tamaño de un pie, y las colocan tan perfectamente unidas, que parecen sólo una, pero con una aspereza tan a propósito en su superficie, que siendo muy suave para la gente de a pie, es bastante detención para que los caballos no puedan resbalar. No sucede con aquellas piedras lo que con las que usamos en España. Con éstas se ve que en quitándose una de su lugar se lleva otras muchas tras sí, por falta de trabazón; con aquéllas sucede que, en quebrantándose una, se pone otra, sin que padezcan las compañeras; y tiene otra utilidad más este modo de empedrado, y es que gastada una piedra por un lado, se pone por el otro, y vuelve a servir de nuevo, de forma que en la conveniencia y en la duración lleva muchas ventajas al nuestro este modo de empedrar. Si esto pareciese de excesivo coste para Madrid, háganse a lo menos los empedrados por cajones, con piedras más grandes que las que hoy se usan, las puntas hacia abajo y los anchos arriba, bien unidas y de la aspereza que se ha dicho, y puestas así en buena forma las calles, dese en arriendo la contribución de ellas», etc38.

  —97→  

Tras de estos radicales defectos de que adolecía la policía urbana de Madrid en el pasado siglo, y como si ellos no bastasen para hacerla indigna morada de los monarcas, corte y gobierno de sus dilatados reinos, todavía describe el autor otros abusos escandalosos, que acababan por darla el aspecto de una aldea miserable, o más bien de una burgada del interior del África. Sirva de muestra el siguiente, que escogemos entre otros por no cansar la atención del lector:

«Para que sea una corte embarazosa, le basta su numerosa gente, sus carrozas, sillas de mano y coches; éste es un embarazo tolerable; pero Madrid tiene otros muchos que por ningún caso toleraría la policía de otros pueblos. Los cerdos que llaman de San Antón se han hecho famosos por la atención que han merecido, no solamente a la corte, sino aun a la Real Cámara por vía de patronato. Ellos se pasean en crecidísimo número por el lugar, sin límite conocido de jurisdicción, y sin que sus dueños (que son los padres de San Antón Abad) tengan para ello más que un privilegio mal entendido según dice la sala de los Alcaldes, porque sólo se extiende su facultad a pastar en las dehesas de Madrid. Los inconvenientes de este abuso son tan abultados, que no es menester decirlos, porque todos vemos que con ellos no hay empedrado seguro; porque, revolcándose en la hediondez, hacen todavía peor el mal olor de Madrid; porque, acosados y huyendo de los perros, hacen caer a muchos; porque, introducidos entre las mulas de los coches, hacen muchas veces que aquéllas se disparen; y en fin, por otras perjudiciales resultas, que sería razón evitar. Los tales cerdos privilegiados acuerdan (acarrean) los chirriones, que sin dada se conservan por anticuados; éstos, destrozando los empedrados, producen un ruido insoportable, y parecen estar reducidos a transportar sólo hasta treinta arrobas, acaso por lo mucho que pesa   —98→   el carro. Pues ¿para qué se ha de conservar esta antigualla, y no se ha de examinar, oyendo a los peritos, cómo se podía remediar esto y sustituir en su lugar lo que sea más útil?... Buena prueba son los carros catalanes, que pocos años ha se introdujeron en la corte, y hoy los usan todos, porque con sus tres mulas, puestas una detrás de otra, y con el auxilio que facilita su construcción, traen de ochenta a cien arrobas cada uno de Barcelona a Madrid», etc.

Entrando, en fin, el autor en más amplias y trascendentales reformas, discurre luego sobre la que cree posible, la traída de las aguas del Jarama a los altos de Santa Bárbara; sobre la apertura del canal de navegación desde Madrid a Aranjuez; sobre la creación de algunos edificios públicos de absoluta necesidad en una corte; sobre el levantamiento (por cierto bien excusado) de una cerca o muralla bastante fuerte; sobre el del puente que atravesando la calle de Segovia, uniese los barrios de Palacio y de San Francisco39; sobre el rompimiento de los paseos de alrededor de la villa, y otras obras; y en punto a buena policía, propone, entre otras cosas, la prohibición de la capa y el chambergo, que entonces era de uso casi general; la de llevar más de dos mulas en cada coche, o carroza; el planteamiento del servicio de fiacres o coches de plaza, como ya existía en París; la reforma del ramo de abastos de comestibles, como la entendían en su tiempo; la ampliación y conclusión del pósito y alhóndiga, y la formación de otros depósitos de aceite y carbón; y para atender a todo ello acude a las sisas de la villa de Madrid. Propone además la reforma completa del ramo de   —99→   hospitales, hospicios y demás casas de Beneficencia; y por cierto con muy preciosas observaciones, que honran al autor de este apreciable trabajo, y que han tardado un siglo entero en obtener su aplicación.

Tal es la luminosa Memoria dirigida al Gobierno de Fernando VI en el primer año de su reinado; mas, por desgracia, no eran aún llegados los tiempos en que en la esfera del Gobierno y de la opinión tuviesen acogida los sanos e ilustrados principios de una culta administración. A pesar del sincero deseo del acierto del Monarca, a pesar de la buena disposición de sus delegados, los errores, los abusos y despropósitos continuaron, como hasta entonces, su desatentada marcha; los escritos y esfuerzos más interesantes hechos para combatirlos fueron olvidados al siguiente día, y la capital del reino poderoso que daba reyes a Nápoles y Sicilia, virreyes a Méjico y Lima, gobernadores a tantos otros pueblos en las cuatro partes del mundo conocido, ofrecía el contraste mas extraño y lamentable, con la grandeza y majestad de aquellas mismas capitales que de ella recibían las leyes. -Y todo esto precisamente en una época en que la paz interior no fue interrumpida por más de medio siglo; en un periodo próspero y tranquilo, en que, después de colosal impulso dado a nuestra marina y a nuestro ejército, todavía sobraban caudales para hundir las apuntaladas tesorerías, para comprar la paz a todo precio, y para emplear ochenta y tantos millones en la piadosa fundación de Las Salesas Reales de Madrid. -Debemos, sin embargo, convenir en que este contrasentido entre la paternal solicitud del Monarca y de su Gobierno y sus errores administrativos era hijo de la época, fruto del atraso de las ideas y de las necesidades posteriores que la mayor ilustración ha creado. Mucho es, sin embargo, para aquella época el que empezaran a sentirse y a reconocerse esas exigencias de la moderna   —100→   cultura, y mucho es también que en el breve, reinado de Fernando el VI se diesen los primeros pasos para satisfacerlas en algún modo.

CARLOS III.

Por fortuna de Madrid, al arribar a sus puertas, el día 9 de Noviembre de 1759, el gran Carlos III, para sentarse en el trono español por la muerte de su hermano Fernando VI, hubo de llamar sin duda, su ilustrada y soberana atención el repugnante cuadro de una corte tan descuidada; y a la mágica voz con que en su anterior reino de Nápoles supo imprimir su nombre y su grandeza a aquella hermosa capital, supo elevar a Caserta y desenterrar a Herculano, hizo, como a éste, salir a Madrid, si no de sus ruinas, por lo menos de su letargo; le engrandeció con todos o casi todos los edificios públicos más importantes que hoy ostenta, tales como el grandioso Museo del Prado y las suntuosas fábricas de la Aduana, las puertas de Alcalá y San Vicente, la casa de Correos, la Imprenta Nacional, el Hospital general, el templo y convento de San Francisco el Grande, el Observatorio Astronómico, las Reales Caballerizas, la Fábrica platería de Martínez, la de Tapices, la de la China, y otros ciento; transformó en uno de los paseos más deliciosos de Europa el Prado de San Jerónimo, con sus bellas fuentes; abrió el de la Florida y el de las Delicias; embelleció el sitio del Buen Retiro con suntuosas obras, entre ellas la dicha fábrica de la China (destruida por los ingleses en 1812); abrió el canal de Manzanares y casi todos los caminos que conducen a la capital. -Todas estas concepciones de su inteligencia privilegiada y paternal encontraron robusto apoyo e impulso en sus famosos ministros los condes de Aranda y   —101→   de Floridablanca, en la ciencia y buen gusto de los arquitectos Rodríguez, Villanueva y Sabatini, verdaderos restauradores del arte en nuestra moderna España. De este tiempo data el levantamiento del Plano topográfico de Madrid, por D. Antonio Espinosa, dedicado al ilustrado ministro Conde de Aranda, en 1769, y por entonces se concluyó la Visita y Planimetría de las casas, emprendida en el reinado anterior.

Llevando Carlos III a más elevado punto sus miras generosas, creó nuestros establecimientos principales de instrucción y de beneficencia, de industria y comercio; fundó Academias y Museos, Colegios y cátedras públicas; estableció el Gabinete, de Historia Natural, el Jardín Botánico, el Observatorio Astronómico, la Sociedad de Amigos del País, el Seminario de Nobles, las Escuelas Pías y las gratuitas de instrucción primaria; estableció las diputaciones de caridad, fundó el Banco Nacional de San Carlos y las opulentas compañías de los Cinco Gremios, Filipinas y otras; mejoró considerablemente los pósitos, los hospitales y hospicios, y protegió de todos modos las artes, las ciencias y la laboriosidad.

En cuanto a la comodidad de los habitantes de Madrid, a su seguridad y recreo, ocurrió con el establecimiento de los vigilantes nocturnos (serenos) y el de un regular alumbrado; la limpieza y empedrado de la villa sufrió también una reforma, si no perfecta, por lo menos muy adelantada sobre la que existía; por consecuencia también de sus sabias disposiciones, se reformó el sistema pernicioso de abastos, y consiguió que Madrid estuviese abundantemente surtido de víveres; así como por otras acertadas medidas, dirigidas a la buena administración de la corte, pudo al fin hacer que ésta se elevase, si no a la altura de tan gran monarca, por lo menos a la del título de capital, todo esto en pro comunal, y como dice la bella inscripción   —102→   que D. Juan Iriarte colocó sobre la portada del Botánico: Civium salute et oblectamento.

Las honrosas guerras que sostuvo con más o menos éxito no llegaron a afectar a Madrid, a quien también hizo plaza de armas. Este pueblo, admirador de su monarca, tuvo la honra de poseerlo durante su reinado, y sólo extraviado por la intriga política de cierta clase, pudo atreverse a alterar su tranquilidad un domingo de Ramos, 23 de Marzo de 1766, con la célebre conmoción dirigida contra el ministro Esquilache.

Carlos III, llorado de sus pueblos, murió en Madrid en 1788. En esta misma villa había nacido, en 20 de Enero de 1716, y ciertamente es reprensible que, después de un siglo de fecha, aún no se ostente en el sitio más privilegiado de Madrid la estatua del noble monarca, su verdadero restaurador.




ArribaAbajoSiglo XIX


ArribaAbajoCarlos IV

El siglo actual se inauguró, para la capital y para el reino entero, bajo muy tristes auspicios. Al reinado paternal y fecundo del gran Carlos III había sucedido, en los últimos años del anterior, el vacilante de su hijo, cabalmente en un tiempo en que rugía a nuestras puertas el terrible huracán de la Revolución francesa, y era necesario al frente del país un espíritu superior para dominar la crítica situación de los ánimos, y hasta para sacar de ella el mejor partido posible. El bondadoso y tímido Carlos IV no era seguramente este genio privilegiado, y en tan imperiosa situación, en presencia de una revolución   —103→   exterior amenazadora, de una población ya preparada, por cierto grado de ilustración, de aspiraciones y deseos, a los grandes cambios y reformas políticas; de una generación, en fin, que había crecido y desarrollado su inteligencia a la sombra de los Arandas y Floridablancas, Feijoos y Olavides, Sarmientos, Campomanes y Jovellanos, Islas y Clavijos, Juanes y Llagunos, Sarmientos y Cabanilles, Montianos y Luzanes, y tantos otros ilustrados ministros y sabios escritores del reinado anterior, no encontró más recurso que abandonar tranquilamente el ejercicio del poder soberano, confiar las riendas del Gobierno en las inexpertas manos de un favorito improvisado, de un joven sin estudios ni experiencia, y reservarse para su tarea ordinaria las brillantes cacerías en los bosques del Pardo y en las florestas de Aranjuez.

Aquel recurso tradicional en nuestros antiguos monarcas, no ofrecía ciertamente al ánimo de Carlos (si consultaba la historia) ejemplos muy halagüeños de resultado favorable; antes bien, a poco que en ella hubiera meditado, habría conocido los sinsabores profundos, los disturbios y penalidades que a sus remotos antecesores D. Juan el II y D. Enrique IV ocasionaron las fatales privanzas de don Álvaro de Luna y D. Beltrán de la Cueva; y sin ir tan lejos, tenía más inmediatas las de Antonio Pérez, del Duque de Lerma, de D. Rodrigo Calderón y del Conde Duque de Olivares, bajo el gobierno de los tres Felipes de Austria; de los Nitardos, Valenzuelas y Oropesas, en la minoría y reinado de Carlos II; de las de la Princesa de los Ursinos, Alberoni, Riperdá, Patiño y Farinelli, en los dos primeros reinados de la casa de Borbón. Hasta el mismo de su magnánimo padre ofrecía también en el ministro Esquilache un ejemplo vivo de lo mal que solía recibir el pueblo español esta clase de sustituciones en el ejercicio de la regia autoridad. Y cuenta que, en el caso   —104→   presente, todavía era más grande la responsabilidad, tanto, por recaer tan inesperada renuncia en los hombros de un sujeto absolutamente oscuro, sin antecedentes algunos, y que necesariamente había de chocar con todas las clases del Estado, cuanto porque las circunstancias excepcionales de la nación y las de la Europa entera eran harto más graves y complicadas que las que tuvieron que arrostrar los monarcas anteriores y los validos o favoritos ya indicados.

No es ésta la ocasión, ni nuestra modesta pluma lo consiente tampoco, de entrar de lleno en la historia política de aquel reinado, comprendido entre 1789 y 1808, ni trazar la rápida marcha de los sucesos políticos comunes a todo el reino, ni los errores cometidos por el poder o por la opinión, ni la dirección más o menos acertada que en manos de D. Manuel Godoy, favorito y ministro, casi constante de Carlos IV, generalísimo, almirante y príncipe de la Paz, recibieron los negocios públicos; ni las guerras, en fin, más o menos afortunadas, que sostuvo en el exterior contra la República francesa, el Portugal y los ingleses, y sus luchas políticas con el formidable poder de Napoleón, en que vino al fin a estrellarse.

Todo esto no entra en nuestro humilde propósito, limitado a trazar rápidamente la marcha política y social de nuestra villa y corte de Madrid en aquel periodo; y si lo indicamos someramente, es sólo como punto de vista para colocar nuestro trazado.

La corte de Carlos IV y María Luisa, con su arrogante favorito, su ligereza, su voluptuosidad, sus errores y hasta su inmoralidad, si se quiere, tenía también su lado brillante para la capital; y era la ostentación y magnificencia, la tolerancia y libertad práctica de las opiniones, la ausencia de toda persecución política o religiosa, la protección y el impulso dispensado a las Letras y las Artes por ese mismo Godoy, a quien políticamente pudieran   —105→   hacerse severos cargos; a quien la mayoría de la opinión aborrecía de muerte; a quien la Revolución y la venganza llevaron a expiar sus faltas en una muerte oscura en país extranjero, al cabo de un destierro de cuarenta años; a quien la historia contemporánea ha estado escarneciendo durante medio siglo por todos los modos posibles con una exageración apasionada y rencorosa.

Sin embargo, en medio de aquellos cargos que pretenden justificarse, no podría sin injusticia negarse a Godoy un grado no vulgar de talento, un espíritu profundamente nacional, un arrojo hasta temerario en acometer grandes luchas, y una sagacidad muy marcada para sostener su poderío y para desconcertar a sus contrarios internos y externos. La lectura y meditación de las Memorias que el mismo Godoy publicó en el destierro, en 1836, son hasta ahora la única historia de aquel reinado; y aunque naturalmente escritas con la parcialidad que es de suponer en el propio protagonista, contestan, a nuestro entender, victoriosamente a muchas de las vulgaridades estampadas por sus implacables acusadores.

Haciendo, pues, más justicia a aquella época y a aquella administración, tan terriblemente atacada, precisa es confesar que a los grandes nombres que ilustraron el reinado anterior y que siguieron brillando en éste, a los Arandas, Floridablancas, Campomanes y Jovellanos, hay que añadir los de los Azaras, Lerenas, Rodas, Espinosas, Saavedras, Soler, Cabarrús y otros muchos en la Administración y en las ciencias políticas; los de Urrutia, Mazarredo, Socorro, la Romana, Ofarril, Castaños, Gravina, Ciscar, Vargas Ponce, Galiano, Churruca y muchos más en el ejército y marina; Forner, Cadalso, Meléndez, Iglesias, Cienfuegos, Conde, Moratín y Quintana en las buenas letras; Rojas Clemente, Pavón, Ulloa, Bails, Ortega, Luzuriaga, Badía en las ciencias; Goya, Carmona,   —106→   Selma, Álvarez, Villanueva, Solá y Pérez en las Bellas Artes. -De aquel periodo datan el inmortal Informe sobre la ley agraria, de Jovellanos; los célebres escritos de Campomanes; las obras científicas de Pavón, Tofiño, Bails, Boules, Antillon, Cabanilles, Rojas Clemente; los atrevidos viajes políticos y científicos de Badía (Alí Bey) en África y en Asia; los de Balmis en América, para la propagación de la vacuna; las obras literarias de Capmani, Marina, Clemencín y Navarrete; la restauración de la poesía lírica castellana por la musa de Meléndez, de Iglesias, de Cienfuegos y de Quintana; la gloriosa creación del teatro moderno por el inmortal Fernández de Moratín.

Todos estos y otros muchos ilustres nombres políticos, científicos, literarios y artísticos menos conocidos, brillaron en todo su esplendor en la corte de Carlos IV; todos disfrutaban del favor del Monarca y del especial del favorito, trabajaban en pro de la ilustración y del buen gusto, bajo los auspicios y muchas veces a impulsos y excitación suya. -No sólo protegió las letras y la ciencia con este apoyo en las personas de sus más genuinos representantes, sino que impulsó de varios modos la instrucción pública, creó en Madrid diversos establecimientos científicos, tales como el Depósito Hidrográfico, la Junta de Fomento y Balanza, la Escuela de Ingenieros, la Institución Pestaloziana y el primer Conservatorio de Artes; atacó, aunque disimuladamente, y tuvo a raya el fanatismo y el poderío del poder inquisitorial, la educación frailuna y escasa de los conventos, y la pedantesca de las universidades; combatió las preocupaciones vulgares contra ciertas clases; procuró aliviar en lo posible las cargas públicas, y dando la señal de la desamortización de la propiedad del país (que estaba casi toda afecta a capellanías, memorias y obras pías), abrió un nuevo y esplendente manantial a la riqueza pública y particular.

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La capital del reino, sólo con este motivo, pudo asegurar ya su futura renovación; miles de casas raquíticas o ruinosas, afectas a aquellas religiosas fundaciones, fueron vendidas, en los primeros años de este siglo, por disposición del Gobierno de aquella época, preludiando de este modo la completa desamortización religiosa y civil, que más adelante habían de obrar las revoluciones. Y a la verdad que, sin este punto de partida, nada podría hacerse en Madrid, cuyo perímetro en su mitad estaba ocupado, como hemos visto, por más de setenta conventos, sus huertas y accesorios, y el resto lleno de un mezquino caserío (propiedad, en sus cuatro quintas partes, de manos muertas), tolerado más bien que protegido por los verdaderos dueños del territorio.

La Administración pública siguió, sin embargo, poco más o menos envuelta en aquel caos de confusión, en aquel tejido secular y formidable de trabas ingeniosas, que tenían al país envuelto en la impotencia y en la ignorancia de sus propias fuerzas; con su Consejo y Cámara de Castilla y su Sala de Alcaldes de Casa y Corte, omnipotentes e inevitables en todos los actos de la vida pública y privada, desde la sucesión del trono hasta el ejercicio de la pesca, o de la caza con hurones; desde los bandos de buen gobierno para el orden político de la población, hasta la tasa del pan y del tocino; desde el pase de las bulas pontificias, hasta la censura de una novela o de un tomo de poesías; desde las causas de alta traición y lesa majestad, hasta los matrimonios contra la autoridad paterna y los amancebamientos privados; desde los pleitos de tenuta, hasta los amparos y moratorias; desde la provisión o consulta para las altas dignidades de la Iglesia y de la Magistratura, hasta el examen de los escribanos y alguaciles; desde las pragmáticas sanciones y leyes constitutivas del reino, hasta la presidencia de los teatros y   —108→   diversiones; desde la decisión de los litigios más graves y complicados, hasta el permiso para una feria o para una corrida de toros por cédula Real.

La administración local estaba confiada a la corporación municipal, compuesta de regidores perpetuos por juro de heredad, con un corregidor al frente (por lo general salido de las salas de aquel mismo Consejo o su sala de Alcaldes de Casa y Corte), que giraba dentro de la órbita que le marcaba aquel planeta; y apoyada después en las innumerables juntas de abastos, de tasas, de bureo, de aposentamiento, de sisas y de propios, etc., flanqueada por las corporaciones religiosas y profanas, los gremios y cofradías, ofrecía un todo digno de tales medios; esto es, una paralización y un marasmo intelectual, lógico resultado de tantas trabas o de tan encontrados agentes.

Todavía hemos alcanzado a oír de boca de los mismos que tuvieron valor suficiente para combatir aquellos errores el espectáculo indecoroso y repugnante que ofrecía a principios del siglo actual, y en medio de la esplendorosa corte de Carlos IV, la capital de la monarquía. -Su aspecto general (a pesar de las considerables aunque parciales mejoras que había recibido de los tres monarcas anteriores) presentaba todavía el mismo aire villanesco que queda descrito por un testigo contemporáneo a mediados del siglo anterior; su alumbrado, su limpieza, su salubridad, su policía urbana, en fin, eran poco más que insignificantes; la seguridad misma, comprometida absolutamente a cada paso, hacía preciso a todo ciudadano salir de noche bien armado y dispuesto a sufrir un combate en cada esquina; sus mercados desprovistos de bastimentos y sólo abiertos en virtud de las tasas y privilegios, a las clases más elevadas; sus comunicaciones con las provincias poco menos que inaccesibles; sus establecimientos de instrucción y de beneficencia en el estado más deplorable;   —109→   sus calles y paseos yermos y cubiertos de hierba o de suciedad por la desidia de la autoridad y el abandono de la población, y los cadáveres de ésta sepultados en medio de ella, en las bóvedas o a las puertas de las iglesias, o exhumados de tiempo en tiempo en grandes mondas para ser conducidos en carretas al estercolero común... ¡Así irían seguramente ignorados los del inmortal Cervantes, y así fueron también en los primeros años de este mismo siglo, los del Fénix de los ingenios, LOPE DE VEGA, que yacía en las bóvedas de la parroquia de San Sebastián!

La fábrica de Tabacos, el convento, hoy cuartel, de San Gil; el Depósito Hidrográfico, la casa de la calle del Turco, que sirve hoy de Escuela de Caminos; el convento de las Salesas Nuevas, calle Ancha de San Bernardo, fueron los únicos edificios públicos que legó a Madrid el reinado de Carlos IV; pero como el buen gusto en las artes iba infiltrándose en la opinión general, se revela también su progreso en las construcciones particulares de aquella época, tales como el palacio de Liria y el de Buena Vista, la casa de los Gremios, la del Nuevo Rezado, la del Duque de Villa-Hermosa, y la reforma principiada en la de Altamira.




ArribaAbajoFernando VII

El famoso levantamiento de 18 de Marzo de 1808, en Aranjuez, que puso término a aquel reinado con la abdicación de Carlos, y redujo, por consiguiente, al poderoso valido a la más estrepitosa caída, tuvo un eco instantáneo en la población de Madrid, que, ebria de entusiasmo y dominada por el más rencoroso encono contra éste y sus hechuras, renovó con creces el famoso motín de 1766 contra el ministro Esquilache, y por una coincidencia   —110→   fortuita, reprodujo las mismas escenas violentas en los sitios mismos contra la casa del nuevo ídolo derrocado, en la calle del Barquillo, contigua a la llamada de las Siete Chimeneas, que habitaba el antiguo en el siglo anterior.

Aquel memorable día empezó la nueva era española, y Madrid, cegado por el vértigo de las malas pasiones, se mostró terrible e implacable en sus enconos contra el poder derrocado y sus hechuras, envolviendo en tan horrible proscripción los buenos y los malos; atacó despiadada y frenéticamente las casas de Godoy y de su madre y hermanos, la del corregidor Marquina, la del ilustrado ministro Soler, la del intendente D. Manuel Sixto Espinosa, y amenazó también la de otros muchos tan inofensivos como el célebre poeta Fernández de Moratín.

Tan horrible desentono cedió lugar a pocos días, al más férvido entusiasmo de la población madrileña, al recibir en sus calles al nuevo rey Fernando VII, a quien en 1789 había jurado en San Jerónimo por Príncipe de Asturias, a quien prodigó el 24 de Marzo de 1808 las demostraciones de una verdadera idolatría. Pero este regocijo se vio mezclado con el fundado recelo que infundía la presencia del ejército francés, que, bajo las órdenes del Príncipe Murat, había entrado en Madrid la víspera que el nuevo Rey. -La patriótica agitación, la incertidumbre del objeto, de esta venida de los ejércitos del Emperador, y los temores por la independencia del país, conmovieron a Madrid en aquellos días; y esta agitación, estos temores subieron de todo punto cuando vio salir de sus muros, el 10 de Abril siguiente, a su amado Fernando. El funesto y desatentado viaje del Rey a Bayona vino a llenar la medida de la cólera de los madrileños, y tomando por pretexto la salida de los demás individuos de la Real familia, que habían quedado en Palacio, dio rienda suelta a su frenético coraje, y señaló en los fastos matritenses   —111→   el día más célebre que registra en sus males. -Este día fue el DOS DE MAYO DE 1808. -En él la población de Madrid, arrojando el guante al vencedor de Austerlitz, de Marengo y de Jena, dio a la Europa atónita el grandioso espectáculo de la resistencia posible a aquel coloso, hasta entonces invulnerable y omnipotente.

Los franceses, dueños de Madrid a tan cara costa, sólo permanecieron entonces hasta 1.º de Agosto, en que, a consecuencia de la célebre batalla de Bailén, hubieron de retirarse, y las tropas españolas, mandadas por el general Castaños, ocuparon a Madrid. Pero Napoleón en persona, con un ejército formidable, se presentó delante de la capital el 1.º de Diciembre del mismo año de 1808. La resistencia de este indefenso pueblo en los tres primeros días de aquel mes es otro de los sucesos que raya en lo heroico y aún temerario; pero que mereció hasta el aprecio del sitiador, que lo ocupó el 4 bajo una honrosa capitulación.

Gimió Madrid cerca de cuatro años bajo el peso de la dominación extranjera, y durante ellos no se desmintió un solo momento en sus patrióticas ideas. -Ni los halagos que al principio se usaron, ni el rigor, ni la miseria, ni el hambre más espantosa, pudieron hacerle retroceder. Firme en sus propósitos, no lo venció el temor ni le lisonjearon las ilusiones de una encarecida felicidad. Jugando a veces con las cadenas que no podía romper, combatía con la sátira y la ironía todas las acciones del intruso Rey y de su Gobierno, le mofaba en las calles, en los paseos y en las ocasiones más solemnes; revestido otras de una fiereza estoica, moría a manos de la horrible hambre de l812, antes que recibir el más mínimo socorro de sus enemigos. En vano se emplearon, para debilitarle, los medios más eficaces; sus habitantes, muriendo a millares   —112→   de día en día, le dejaban desierto, pero no rendido40.

Llegó, por fin, el 12 de Agosto de 1812, célebre en los fastos de Madrid. En este día, habiéndose retirado los franceses, de resultas de la batalla de Salamanca, fue ocupada la capital por el ejército aliado anglo-hispano-portugués, al mando de lord Wellington, que hizo su entrada entre demostraciones inexplicables de alegría. Pero aún faltaba a Madrid parte de sus padecimientos, pues vuelto a acercarse el ejército francés, tornó a ocuparle en 3 de Diciembre del mismo año de 1812. Por último, en 28 de Mayo de 1813 salieron los franceses la última vez de Madrid, y lo ocuparon las tropas españolas al mando de D. Juan Martín Díez el Empecinado. El 5 de Enero de 1814 se trasladó a Madrid desde Cádiz la Regencia del Reino y el Gobierno, y a pocos días se abrieron, en el antiguo teatro de los Caños del Peral, las Cortes generales, con arreglo a la Constitución política promulgada en Cádiz a 19 de Marzo de 1812.

Las novedades introducidas por ella en el gobierno de la monarquía afectaron por entonces poco al pueblo de Madrid, que sólo ansiaba reponerse de los estragos de la   —113→   guerra y esperaba gozoso la vuelta de su deseado Fernando.

Verificose, por fin, ésta el día 13 de Mayo de 1814, en medio de un entusiasmo grande, si bien neutralizado en parte con las consecuencias del célebre decreto de Valencia de 4 del mismo mes, por el cual abolía el Rey la Constitución y las Cortes, y mandaba volver las cosas al ser y estado que tenían en 1808; cuyo acto altamente impolítico, y las terribles persecuciones suscitadas por aquellos días contra los diputados y demás personas comprometidas en el nuevo régimen, dieron la señal de esa larga serie de reacciones funestas, cuyos efectos sentimos aun después de medio siglo de fecha.

El estado material de Madrid al terminarse la ocupación francesa y regreso de Fernando era, a la verdad, desastroso. Aquel Gobierno (a quien, sin duda, guiaba un deseo ardiente de reformas y de popularidad) emprendió derribos considerables, la mayor parte (preciso es confesarlo) muy necesarios; pero que no fueron comprendidos entonces ni apreciados como tales por la actitud hostil del vecindario. Éste, que veía desaparecer, sin más motivo. A su juicio, que el deseo de hacer mal, sus antiguas, pobres y respetables parroquias de Santiago y de San Juan, San Miguel y San Martín; sus templos venerandos de Atocha y San Jerónimo, los Mostenses, Santa Ana, Santa Catalina, Santa Clara y otros; sus palacios del Retiro, así como también manzanas enteras de caserío en toda la extensa superficie de lo que hoy son Plaza de Oriente y de la Armería, no comprendía que aquello pudiera hacerse por un cálculo más o menos exagerado, pero de acuerdo con la reforma material de la población; y por otro lado, como esta clase de mejoras sólo lo son tales cuando, reclamadas por la necesidad y por la opinión, encuentran inmediatamente su apoyo y medios de realización en el   —114→   interés privado, que es quien en último término ha de llevarlas a cabo, y esto era imposible en el estado de abatimiento y hostilidad de la población de Madrid, de aquí el error y hasta la injusticia con que se calificó de actos vandálicos muchos de estos derribos determinados por el Gobierno intruso; de aquí el odio y la animosidad que llegó a profesar a José Napoleón, a quien apellidaba el Tuerto, Pepe Botellas, el Rey Plazuelas, por las que había formado en Madrid. Hasta muchos años después, hubiera corrido riesgo el que se hubiera determinado a apreciar de otra manera estos actos de la administración francesa y a dar la razón a aquel Gobierno en su plan de reforma de Madrid.

En él entraba, sin embargo, la formación de la plaza de Oriente, y la continuación del Palacio Real hasta la Armería; el empalme de ésta con los barrios de las Vistillas, por medio del puente de la calle de Segovia, propuesto ya por Saqueti a Felipe V, y la transformación de la iglesia de San Francisco en salón de las futuras Cortes; el ensanche de la calle del Arenal y de la Puerta del Sol, con la formación de un teatro en la manzana del Buen Suceso, y la construcción de la Bolsa de Comercio en el sitio de los Basilios, con otras muchas de las reformas propuestas y adoptadas después con general satisfacción, pero que no era dado hacer a un Gobierno intruso y aborrecido. Faltábale a éste la fuerza moral y los medios materiales para realizar estas costosas reformas, y su única misión parecía estar reducida a destruir los obstáculos existentes para su futura realización. -Esta misión la cumplió efectivamente, dejando a Madrid cubierto literalmente de escombros; pero en cuanto a la reconstrucción proyectada, nada pudo hacer José Napoleón, que apenas salía de su palacio más que para la contigua Casa de Campo, se limitó a algunas obras de reparación en las   —115→   avenidas de aquél y en esta Real posesión; y a su Gobierno sólo cupo la gloria de haber hecho efectiva una mejora local mandada ya, aunque infructuosamente, desde el reinado de Carlos III, que fue el establecimiento de los cementerios extramuros de Madrid.

El regreso del cautivo Monarca al seno de su capital, y el beneficio de la paz material que obtuvo el país durante los seis primeros años del gobierno de Fernando VII; la afición particular que manifestaba éste al pueblo de Madrid, y el aparato de una corte montada con arreglo a la antigua etiqueta castellana, templaban en parte la agitación política que sordamente iba minando los espíritus, y adormecían el ánimo del Monarca, que se complacía en adquirir cierta popularidad, presentándose improvisadamente, y sin ningún aparato, en los establecimientos, paseos y diversiones públicas, dispensando cuantiosos socorros a aquéllos, especialmente a los religiosos, para reedificar sus conventos destruidos por los franceses, y emprendiendo por su cuenta varias obras, entre las cuales la más notable, y que forma hoy una hermosa página de su reinado, fue la reparación y terminación del Museo del Prado, y la colocación en él de su rica colección de Pintura y Escultura, en cuya gloria cabe no poca parte a la reina doña María Isabel de Braganza, con quien había contraída Fernando matrimonio en 1816. Igualmente data de aquella fecha el embellecimiento y adorno del Real Sitio del Buen Retiro (que habían dejado los franceses convertido en una ciudadela); la reparación y mejora del canal de Manzanares y sus contornos; la formación y colocación del Museo Militar y Parque de Artillería en el palacio de Buenavista; el lindo Casino de la Reina y sus Jardines, regalados a la misma por la villa de Madrid; el derribo del teatro de los Caños del Peral, y los principios del de   —116→   Oriente, con otras obras de utilidad y ornato para la villa de Madrid.

La revolución de 1820, que dio por resultado el juramento de la Constitución de 1812 por Fernando, verificado solemnemente en el seno de las Cortes en 9 de Julio de dicho año, vino a apagar en el ánimo del Monarca aquellas ideas de mejora material, y puede decirse que en el ruidoso periodo de los tres años desde 1820 a 1823, la población de Madrid, agitada continuamente con los graves sucesos políticos, las borrascosas sesiones de las Cortes y Sociedades patrióticas, las conspiraciones y los temores por la guerra civil, encendida en las provincias en defensa del absolutismo, pudo atender muy poco a su particular interés. Únicamente quedaron de aquella época turbulenta dos hechos, que han tenido grande influencia en la mejora progresiva que se advirtió luego en nuestra capital. El primero fue la reunión de los propietarios de ella, verificada en 1821, para formar la Sociedad de Seguros mutuos contra incendios, la cual, por sus sencillas bases, orden y excelentes resultados, puede citarse como modelo, y el segundo fue la desamortización y venta de las fincas de los extinguidos monacales, las cuales recibieron grandes mejoras en manos de los compradores.

Los sucesos políticos más señalados, entre los muchísimos parciales de aquel periodo en nuestra capital, fueron los del 7 de Julio de 1822, en que se dio una sangrienta acción en la Plaza Mayor entre la Milicia Nacional y la Guardia Real, y los de 20 de Mayo de 1823, en que la guarnición de Madrid, al mando del general Zayas, batió y dispersó en las afueras de la puerta de Alcalá a la vanguardia de las tropas realistas que precedían al ejército francés. El Duque de Angulema, general en jefe de éste, verificó su entrada en Madrid en 24 del mismo mes, e instalando en la capital la regencia del Reino, marchó a   —117→   poner sitio a la plaza de Cádiz, adonde se había retirado el Gobierno constitucional, llevando consigo al Rey. -Libre, en fin, éste el 1.º de Octubre, y siguiendo su sistema favorito, anuló por un Real decreto, de la misma fecha, la Constitución, las Cortes, y todos los actos de los tres años, persiguiendo duramente a sus partidarios, a cuya consecuencia fue preso y conducido a Madrid el caudillo principal, D. Rafael del Riego, y en 7 de Noviembre del mismo año fue ahorcado en la plaza de la Cebada. Fernando V regresó a Madrid el 13 del mismo Noviembre, haciendo su entrada pública con grande aparato y festejos.

Otro periodo histórico más largo, aunque no tan agitado por graves sucesos políticos, sucedió al constitucional, y éste fue la famosa década apellidada Calomardina, desde 1823 a 1833. No es ésta la ocasión de seguirle en sus distintas fases, y prescindiendo del uso que Fernando, restaurado por los franceses en el lleno de la soberanía, hizo o pudo hacer de la suprema autoridad, nos limitaremos sólo a consignar los adelantos y mejoras que por aquella época mereció al Monarca y su Gobierno la capital del Reino.

A su protección y continua residencia en ella, y al inestimable don de la paz, en este periodo bastante prolongado, se debió la creación de muchos establecimientos y otras reformas útiles y de comodidad. La policía urbana recibió considerables mejoras; la instrucción de la juventud se facilitó sobremanera con el establecimiento de escuelas y cátedras gratuitas de las diputaciones de los barrios, de los Conservatorios y Museos, de los colegios de jesuitas, dominicos y escolapios; llevose a cabo por el Rey, además de la grande obra del Real Museo de Pinturas, la del militar de Artillería e Ingenieros, el Gabinete topográfico y la nueva colección de la Biblioteca Real, en un   —118→   edificio especial; creó el Conservatorio de Artes, con su gabinete y cátedras, mandando celebrar las primeras exposiciones públicas de la industria española; el Conservatorio de Música, bajo la protección y nombre de su augusta esposa doña María Cristina; la Dirección de minas, su gabinete y cátedras, ordenando nuevas leyes y disposiciones beneficiosas a este ramo; el Consulado de Madrid y la Bolsa de Comercio; restauró los palacios y sitios Reales; mandó reparar los caminos y abrir nuevos paseos, que circundan a la capital; hizo emprender notables trabajos preparatorios para el abastecimiento de aguas suficientes; empezó y siguió, aunque sin concluirlo, el teatro de Oriente; terminó las cocheras Reales, la puerta de Toledo, el cuartel de caballería, a la bajada de Palacio, y la fuente de la Red de San Luis; y dando, en fin, una prueba de magnanimidad y patriotismo, poco común hasta entonces, mandó fundir en bronce la estatua de Cervantes para colocarla en una plaza pública, e hizo poner un recuerdo honorífico en la casa en que murió aquel insigne escritor.

El aumento de la población, consiguiente a las mayores comodidades, hizo también que el interés particular se asociara naturalmente a este movimiento de progreso. Centenares de casas particulares se alzaron o repararon en pocos años con mayor gusto; multitud de compañías y empresas industriales se formaron, ya para la rápida comunicación con las provincias, ya para el abastecimiento de los objetos de consumo, ya, en fin, para la elaboración de muchos artefactos desconocidos antes en nuestra industria; y por consecuencia de todos estos adelantos, empezó Madrid a disfrutar de más comodidad y abundancia en los bastimentos, de más elegancia en los vestidos, en las habitaciones, en los muebles, en todas las necesidades de la vida, que fueron desconocidas a nuestros mayores.

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La llegada a Madrid, en 11 de Diciembre de 1829, de la reina doña María Cristina de Borbón, cuarta y última esposa de Fernando VII, fue uno de los sucesos memorables de aquella época en que más parte activa tomó la población de Madrid. Acompañaban a aquella augusta señora sus padres, los reyes de las Dos Sicilias, y con tan fausto acontecimiento, se hicieron grandes festejos y demostraciones de público regocijo. Repitiéronse éstas en 10 de Octubre de 1830, al nacimiento de la princesa doña Isabel, declarada heredera del trono, al tenor de la ley hecha en Cortes en 1789, y publicada por Fernando; y últimamente, subieron de todo punto estas gratas demostraciones cuando, en 20 de Junio de 1833, fue jurada la misma ISABEL como Princesa de Asturias por las Cortes del Reino, convocadas a este efecto en la iglesia de San Jerónimo. Las fiestas Reales celebradas con este motivo, las iluminaciones, fuegos, toros, carreras, torneos, máscaras, comedias y evoluciones militares se sucedieron sin cesar durante quince días, que fueron una de las épocas más brillantes de Madrid en el presente siglo.




ArribaAbajoIsabel II

La muerte del rey Fernando VII, ocurrida en Madrid en 29 de Septiembre del mismo año de 1833, vino de nuevo a complicar la situación política del reino, y a paralizar por el pronto todas las mejoras y progresos materiales. Aclamada en 24 de Octubre la reina DOÑA ISABEL II en la tierna edad de tres años, y cometida la gobernación del reino a su augusta madre DOÑA MARÍA CRISTINA, no tardó en levantarse de nuevo el pendón de la guerra civil, sostenida en las provincias por el pretendiente, infante D. Carlos, y sus numerosos partidarios, al paso que los de   —120→   Isabel y de Cristina acometieron simultáneamente la obra de la nueva revolución política, que siguiendo diversos períodos, pareció al pronto satisfecha con la promulgación del Estatuto Real, otorgado por la Reina Gobernadora en 10 de Abril de 1834, y fue creciendo después hasta la nueva promulgación de la Constitución de 1812, verificada en 16 de Agosto de 1836, y luego la nueva de 18 de Junio de 1837, formada y sancionada por las Cortes generales, que después fue modificada en 1845, y rige todavía.

Largo y enojoso, a par que delicado, sería el consignar aquí los diversos y gravísimos acontecimientos de que en aquella angustiosa época, fue teatro la capital del reino; pero no puede tampoco dejar de recordarse los más importantes y memorables. Entre ellos, ocupan el primer lugar los días 16, 17 y 18 de Julio de 1834, que quedaron inscriptos en la historia de Madrid con la sangre inocente de los religiosos, asesinados inhumanamente al pie de los altares, a impulsos del vértigo agitador de las pasiones políticas y del funesto cólera-morbo, que por aquellos días se desarrolló en la capital de un modo asombroso. Al través de este espantoso cuadro, se ofreció en aquellos mismos días a la vista de sus habitantes el magnífico episodio de la apertura de las Cortes del Reino, en sus dos Estamentos de Próceres y de Procuradores, verificada en persona por la Reina Gobernadora.

No fueron menos graves los acontecimientos de 15 de Agosto de 1836, que dieron por resultado el restablecimiento de la Constitución de 1812; los del 11 de Setiembre de 1837, en que llegó D. Carlos con su ejército hasta las tapias de Madrid, sin poder penetrar en él; los del 1.º de setiembre de 1840, cuya consecuencia fue la abdicación de la Reina Gobernadora y su salida de España, y la elevación a la regencia del reino del general D. Baldomero Espartero, duque de la Victoria; la tentativa   —121→   armada contra el Gobierno de éste en la noche del 7 de Octubre de 18411 de que fue víctima el general D. Diego León y otros compañeros de infortunio; la especie de sitio puesto a Madrid a mediados de Julio de 1843 por las tropas pronunciadas contra el Regente, hasta la entrada de ellas y del Gobierno provisional en 22 del mismo Julio, y últimamente, la declaración solemne de la mayoría de la reina doña Isabel II, verificada por las Cortes, y el juramento prestado en ellas por la misma Reina en 10 de Noviembre de 1843.

En medio de tan graves acontecimientos, al través de una guerra civil de siete años, obstinada y dudosa, agitados los espíritus con la revolución política que el curso de los acontecimientos y de las ideas hizo desarrollar, comprometidas las fortunas, preocupados los ánimos y careciendo de la seguridad y de la calma necesarias para las útiles empresas, parecía natural que, abandonadas éstas, hubieran hecho retrogradar a nuestro Madrid hasta despojarle de aquel grado de animación que había llegado a conquistar en los últimos años del reinado anterior.

Pues sucedió precisamente todo lo contrario; y el que regresaba a la corte después de una ausencia de algunos años, no podía menos de convenir en los grandes adelantos que se observaban ya en todos los ramos que constituyen la administración local y la comodidad de la vida.

La parte material de la villa sufrió en aquel periodo una completa metamorfosis. La revolución política, al paso que hizo variar absolutamente la organización del supremo gobierno, tribunales y oficinas de administración pública, dejó también impresas sus huellas en los objetos materiales; borró con atrevida mano muchos de nuestros monumentos religiosos e históricos; levantó otros de nuevo, y aspiró a presentar otras formas exteriores de una nueva época, de diversa constitución.

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Por consecuencia de la supresión de las comunidades religiosas, verificada en 1836, quedaron vacíos multitud de conventos, que fueron luego destinados a diversos usos y tales como oficinas civiles, cuarteles, albergues de beneficencia, y sociedades literarias; otros fueron completamente derribados para formar plazas, mercados y edificios particulares; estos son los de la Merced, Agustinos Recoletos, la Victoria, San Felipe el Real, Espíritu Santo, San Bernardo, Capuchinos de la Paciencia, San Felipe Neri, Agonizantes de la calle de Atocha, Monjas de Constantinopla, la Magdalena, los Ángeles, Santa Ana Pinto, el Caballero de Gracia, las Baronesas y la parroquia de San Salvador, que desaparecieron del todo.

La completa desamortización y venta de las cuantiosas fincas del clero regular y secular fue también causa de que, pasando éstas a manos activas, se renovasen en su mayor parte. La reunión de capitales sin ocupación, y el mayor gusto y exigencia de la época, llamaron el interés privado hacia este objeto, y renovaron en su consecuencia, o alzaron de nuevo, multitud de casas, que forman calles, barrios enteros; tales fueron las de la Plaza de Oriente a la derecha del Real Palacio, las de San Felipe el Real, la Victoria y otros sitios; pero al interés y el buen gusto particular y demás causas indicadas, se unió, para fortuna de Madrid, una principal, y fue la feliz coincidencia de una autoridad celosa, que en los años 1834, 35 y 36 estuvo al frente de la administración municipal, y en quien se vieron felizmente reunidos los conocimientos, el gusto y el prestigio necesarios para entablar un sistema general de mejoras locales, que ha podido después ser continuado fácilmente. No seríamos justos si dejáramos pasar esta ocasión sin consignar el tributo de gratitud que todo Madrid rinde a la memoria de su malogrado corregidor don Joaquín Vizcaíno, marqués viudo de Pontejos.

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Colocado inopinadamente en 1834 al frente de la Administración municipal de Madrid, sin salir, como sus antecesores, de las aulas universitarias de las salas de los Consejos, ni de las antecámaras del Palacio, antes bien del seno de la parte más culta, ilustrada y vital de nuestra sociedad, conocedor práctico de las necesidades y deseos de ésta, observador diligente de los adelantos de otras naciones, y dotado de una mirada certera y de un instinto de buen gusto, de un don de autoridad irresistible, de una franqueza y caballerosidad de trato singulares, supo romper la cadena de la rutina que venían arrastrando los que le precedieron en el mando, sobreponerse a las preocupaciones vulgares, y salvando con increíble constancia y fuerza de voluntad los innumerables obstáculos que la ignorancia y la mala fe le oponían al paso, acertó a iniciar y asentar sobre sólidas bases el grandioso pensamiento de la reforma material y administrativa de Madrid, que después han podido continuar sus sucesores sin tanto esfuerzo.

Por desgracia para esta población, las revueltas políticas y las injustas disidencias de los partidos apartaron demasiado pronto de la autoridad a aquel dignísimo funcionario, el cual, en medio de sus reconocidas y excelentes cualidades de mando, tenía para aquéllos el achaque imperdonable de no pertenecer a bandería determinada, limitándose únicamente a su especialidad administrativa y local.

La numeración de las casas se reformó en su tiempo completamente por el mismo sistema que vinimos proponiendo en nuestro MANUAL DE MADRID de 1831. La rotulación de las calles igualmente fue reformada; el empedrado y aceras recibieron grandes mejoras en todas las calles principales, y ensayó en muchas de ellas los sistemas más modernos y acreditados, colocando también las   —124→   nuevas aceras anchas y elevadas. La limpieza de día se empezó a verificar con mayor regularidad, y el alumbrado fue también completamente establecido, con buenos reverberos, colocados a convenientes distancias. Concluyéronse al mismo tiempo varios edificios y monumentos públicos, tales como el Colegio de Medicina, el teatro del Circo, cuatro mercados cubiertos, el mausoleo del Dos de Mayo y el obelisco de la fuente Castellana; se formaron nuevas plazas y paseos en lo interior de la villa y en todos sus alrededores; plantáronse árboles en las plazas y calles principales, y en los cafés, tiendas y demás establecimientos públicos se empezó a desplegar un gusto y elegancia hasta entonces desconocidos.

Si adelantamos a buscar reformas de más importancia, no dejaremos de reconocerlas en gran número y de la mayor trascendencia. -El albergue de mendicidad de San Bernardino, creado y sostenido por la caridad del pueblo de Madrid; las Salas de asilos o Escuelas de párvulos, institución benéfica, planteada por la Sociedad para mejorar y propagar la educación del pueblo; la Caja de Ahorros, servida igualmente por otra junta de personas benéficas; la ampliación y considerable aumento del Monte de Piedad; la formación y trabajos de la Sociedad para la reforma del sistema carcelario; la de otras sociedades contra los incendios y granizo; las muchas de socorros mutuos que sustituyeron a los montes píos, y otra multitud de establecimientos útiles, demuestran bien que no fueron olvidadas, aun en aquellos momentos de vértigo, los sanos principios de una buena administración; así como también la reinstalación de la Sociedad Económica Matritense, la formación del Ateneo científico, la del Liceo artístico y literario, la del Instituto y otras sociedades de estímulo e instrucción, la apertura del Museo nacional de la Trinidad, la de nuevos espectáculos, casinos y otros   —125→   establecimientos de recreo, prueban también que se procuró infundir en nuestra sociedad aquel grado de cultura y comodidad que exigen ya las necesidades del siglo.

El reinado de Isabel II, que propiamente empieza desde 1843, en que fue declarada por las Cortes mayor de edad y empuñó las riendas del Estado, ha sido hasta ahora el más fecundo en prosperidad para la corte de la monarquía, y en él se encierra el periodo de renovación casi completa de la antigua villa capital.

Los graves sucesos políticos acaecidos en este largo periodo no han influido, por fortuna, en detener el progreso material y social de Madrid, y terminada ya la guerra civil de los siete años, La podido seguir la marcha civilizadora del siglo, aprovechar los ejemplos de países más adelantados, y remediar en lo posible sus propios errores o desaciertos.

No han faltado, sin embargo, en estos diez y siete años periodos turbulentos, épocas agitadas por las pasiones políticas, y en ellas tuvo que pasar Madrid por ser teatro de episodios más o menos trágicos y lamentables; tales fueron los ocurridos en Marzo y Mayo de 1848, a consecuencia de la parodia intentada de la revolución francesa de Febrero de aquel año; y los más trascendentales aún del levantamiento general de la nación en 1854, que dio por resultado la violenta desaparición de aquel gobierno, el destierro de la Reina madre, la subida al poder del general Espartero, duque de la Victoria, y comienzo del famoso bienio de 1854 al 56; últimamente, la contrarrevolución, que así puede llamarse, de este último año, en que tuvo que sufrir Madrid no poco, viéndose bombardeados y ametrallados sus edificios y las barricadas de sus calles, y sujeta la revolución por la fuerza del Gobierno, a quien casi siempre había logrado aquélla burlar.

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Por otro lado ha ofrecido también muy diverso aspecto con faustos y memorables sucesos políticos, en cuya celebración ostentó su antiguo esplendor. Señalemos entre estos últimos brillantes acontecimientos y festejos los de los últimos días de Marzo de 1844, al regreso de S. M. la reina madre doña María Cristina, las espléndidas funciones celebradas con motivo de las Reales bodas de S. M. la reina doña Isabel II con su augusto primo, y de S. A. la infanta doña Luisa Fernanda con el Sr. Duque de Montpensier, que tuvieron lugar el 10 de Octubre de 1846; las siguientes a que dio ocasión el nacimiento de la infanta doña Isabel, en 20 de Diciembre de 1851, y el del serenísimo Príncipe de Asturias en 29 de Noviembre de 1857, dejaran memoria en la presente generación, y forman en el presente siglo gratos episodios para la capital del reino.

En la tendencia de prosperidad, de fomento de las ciencias, de las artes y de la riqueza del país, general ya y dominante en el nuestro, ha cabido sin duda la gloria de dar la señal y los primeros pasos a la capital de la monarquía, que por razones políticas que se dejan conocer, ejerce hoy en la actual forma de gobierno más influencia, reúne mayor prestigio, y atrae a su centro mayores medios de acción que en los sistemas anteriores. -Como queda expuesto, todos los adelantos, todas las mejoras que había experimentado en los siglos pasados el pueblo de Madrid, así como los demás del reino, eran obra exclusiva de los monarcas y sus gobiernos; ahora, el mismo pueblo, vivificado, rejuvenecido, y con la conciencia de sus propias fuerzas, es quien se encarga especialmente de desarrollar sus elementos de prosperidad, de ilustración y de riqueza.

Queda, pues, sentado, en los párrafos anteriores, el principio de aquel movimiento, inaugurado casi al mismo tiempo, que la revolución política, y desarrollado en   —127→   medio de sus vaivenes, y en oposición a sus desmanes, hasta un punto que parecía increíble y temerario cuando nos atrevimos a indicarle en el recinto de la corporación municipal en 184641; pero precisamente data desde entonces la verdadera restauración y vida de nuestro Madrid, que hoy presenta una nueva y lisonjera faz.

Desde 1843 dio la señal el Gobierno con la inauguración de obras públicas de la mayor importancia, tales como el Palacio del Congreso, la Universidad, los Ministerios, el Teatro Real, el Hospital de la Princesa, la Casa Fábrica de Moneda y los cuarteles. -La reina doña Isabel II, con más decisión y magnánimos bríos que sus padres o abuelos, acometió la empresa verdaderamente colosal de terminar el Real Palacio y sus magnificas avenidas y jardines, que renuevan con notables aumentos las gratas memorias del romántico Parque, célebre en las comedias de Lope y Calderón. -La municipalidad matritense (aunque siempre rezagada por la escasez de medios y otras causas) procuró en lo posible corresponder a aquella voz de orden, terminando y decorando convenientemente la hermosa Plaza Mayor, formando y regularizando otras calles y plazas, adoptando un buen empedrado de adoquines, el alumbrado de gas, y mejor y más frecuente sistema de limpieza; abriendo nuevos, cómodos y hasta bellísimos paseos, tales como el de la fuente Castellana, la cuesta de la Vega y otros, y haciendo levantar un excelente plano geométrico de Madrid para su futura y progresiva regularización y belleza. -Y el interés privado, en fin, siguiendo inmediatamente las huellas de la administración y el instinto de un buen cálculo, acudió   —128→   solícito a donde éste le llamaba, y renovó casi instantáneamente calles, barrios, distritos enteros, dándoles con las nuevas construcciones un aspecto brillante y lisonjero. La bella plaza de Oriente, las de Bilbao y del Progreso, los distritos del Barquillo, del Congreso y de Recoletos, y últimamente la nueva Puerta del Sol y calles adyacentes, han hecho surgir un nuevo Madrid sobre las ruinas del antiguo. -El elegante caserío de estos nuevos distritos y de la mayor parte de las calles de la capital; la creación en ella y en sus inmediaciones de fábricas de suma importancia, de numerosos establecimientos benéficos, científicos, literarios, industriales y mercantiles; los ya muy importantes arrabales; y más que todo, el aumento considerable de la población, casi duplicada en lo que va de siglo, y que hoy se eleva a 300.000 almas próximamente, hacen ya necesaria y urgente una considerable ampliación, que aunque no tan extensa quizás como la propuesta, decretada y mandada llevar a cabo en este mismo año será para el Madrid actual lo que fueron las de los siglos XIII y XVI para el anterior.

Para dar a este engrandecimiento motivado de Madrid condiciones de estabilidad y firmeza, y elevar a la capital del reino al grado de comodidad y de importancia que requiere el estado de la nación, y el suyo propio, faltábanle sólo dos circunstancias vitales, cuales eran la abundancia de aguas con que atender suficientemente a las infinitas necesidades de una población creciente, rica, industrial y productora; y la rapidez de sus comunicaciones con las diversas provincias, costas y fronteras del reino. Ambas cuestiones han sido ventajosamente resueltas en estos últimos años, y Madrid, que cuenta ya en su seno una población numerosa y creciente, una influencia política decisiva como capital del reino, una riqueza considerable en propiedad, en industria y en comercio, puede   —129→   también prometerse el sólido desarrollo de todas estas ventajas, con la desaparición de los dos inconvenientes u obstáculos que antes se oponían a todos sus planes de mejora, y a asegurarla su puesto como corte y capital del reino.

El magnífico canal de Isabel II, que conduce a esta villa en abundoso raudal las aguas del Lozoya, y la red de los ferrocarriles, que la enlazan ya con los puertos del Mediterráneo y muy pronto lo harán con los del Océano y con nuestras fronteras terrestres han variado radicalmente nuestras condiciones de vida, nuestra razón de ser, como ahora se dice. -El silbido de la locomotora, que escuchó Madrid por la primera vez el día 9 de Febrero de 1850, y el inmenso grito de regocijo con que saludó, el 24 de Junio de 1858, la llegada a sus muros de las aguas del Lozoya, son, pues, los dos sucesos clásicos verdaderamente decisivos para el Madrid del siglo XIX.

Con ellos terminamos aquí esta breve reseña de su historia moderna; y al recorrer las terminamos que dejamos trazadas, no podrá menos de convenirse en que sólo a Carlos III parece que le ocurrió el pensamiento de que Madrid era su corte, y que sólo en el reinado de Isabel II ha caído el propio Madrid en la cuenta de que es la capital de la monarquía.

Pero al revestirse de este nuevo manto purpúreo y verdaderamente imperial, al ascender de hecho al primer puesto entre nuestras poblaciones y a uno de los más importantes entre las capitales de Europa, la morisca villa del Oso y el Madroño no puede menos de imponerse el sensible sacrificio de ver desaparecer hasta los últimos restos de su vieja fisonomía. Llegado, pues, con el transcurso del tiempo, este plazo fatal, permítasenos que, como hijos de esta villa, entusiastas por ella, y dedicados por afición a su estudio, nos apresuremos a recoger y   —130→   consignar algunos recuerdos de su antigua condición, algunas páginas de su gloriosa historia; y todo ello antes que estos restos materiales se alejen para siempre de nuestra vista, o se olviden por completo de nuestra memoria.

Tal es el objeto que nos unió en los paseos históricos por el antiguo Madrid, que vamos a ofrecer a nuestros lectores.

Aquí terminábanlos en 1860 esta reseña histórica y topográfica de Madrid. Desde entonces y en los veinte años transcurridos se ha operado una completa transformación en el caserío de la villa, que ha duplicado en perímetro y en población; viendo desaparecer hasta los últimos restos de su antigua fisonomía.