Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

El antiguo Madrid

Paseos históricos-anecdóticos por las calles y casas de esta villa

Tomo I

Ramón de Mesonero Romanos



portada



  —V→  

ArribaAbajoAdvertencia a la primera edición

Estos paseos por el antiguo Madrid, que hoy se ofrecen al público reunidos en un volumen, no fueron escritos para ser publicados en esta forma ni constituir una obra especial, y mucho menos una historia de esta villa. Algunos de ellos, borrajeados en distintos tiempos y ocasiones, vieron ya la luz en las publicaciones periódicas: otros entraron en las diversas obrillas, ya descriptivas, ya administrativas, criticas o morales, relativas a esta capital, que en el transcurso de treinta años han ejercitado mi escasa inteligencia y voluntaria tarea; y otros, en fin, escritos expresamente y para colmar las lagunas que en aquéllos quedaban, produjeron hoy esta narración seguida, esta obra especial, y diversa en su índole y en su objeto de las que antes consagré a las cosas de esta villa.

  —VI→  

Cuando por los años 1831 publiqué el Manual descriptivo de ella (que luego en ocasiones posteriores he tenido que reproducir o rehacer del todo con arreglo a las radicales variaciones ocurridas), así como también en otros escritos sobre la administración económica o reforma material de esta población que trabajé en desempeño de los diversos cargos concejiles y honoríficos que me fueron impuestos, hube de ocuparme exclusivamente del Madrid material, describirle y considerarle bajo sus diversos aspectos, estadístico, topográfico y administrativo.

En otra obrilla literaria bien conocida, que durante los diez años de 1832 a 1842 fácilmente se deslizó de mi entonces juvenil imaginación a la festiva pluma, claro es que me propuse pintar a mis paisanos en su vida activa, trazar los caracteres, rasgos y fisonomía de su condición social; el cuadro, en fin, filosófico en el fondo, aunque risueño en la forma, del Madrid moral. -Pero en las Escenas matritenses, así como en el Manual descriptivo, siempre había considerado a este pueblo desde el punto de vista moderno o contemporáneo; para completar su estudio en diversas fases, faltábame contemplarle en su vida pasada, en la marcha de su historia y de su cultura.

Aquí (lo confieso francamente) tropecé con   —VII→   mayor dificultad, porque todo el entusiasmo, laboriosidad y diligencia que pude aplicar no alcanzaron a dar a mi pluma el impulso y energía bastantes a lanzarse en las altas regiones de la historia; mas no queriendo, ni estando en mi carácter, renunciar al propósito una vez formado, hube de contentarme con ejercitar aquélla dentro de los limites de la narración anecdótico-topográfica, encarnándola, por decirlo así, en la localidad material; y de aquí resultó esta leyenda del Madrid antiguo o histórico, que con las anteriores del moderno, físico y social, forme bien o mal la trilogía que me propuse dedicar a mi patria con más sana intención que confianza en el acierto.

Contando en esta ocasión, como en las anteriores, con la benevolencia de mis lectores, no intentaré aquí desarmar o conjurar la crítica con defensas anticipadas. Creo sinceramente que en un libro de esta índole, obra más que de la imaginación, de erudición y de estudio, y ocasionada, por consecuencia, a muchas equivocaciones, se hallarán fácilmente, a poco que se intente buscarlos, errores de apreciación y aun de hecho; redundancias, repeticiones, y hasta contradicción entre alguna de sus páginas, escritas, como antes dije, a largas distancias, y con diverso objeto y   —VIII→   estilo. Una cita equivocada, un error de fecha, una impropiedad de expresión, podrá tal vez regocijar a quien haya de juzgarle con acrimonia; pero en mi descargo sólo podré decir que he procurado sinceramente huir de estos escollos, tan frecuentes cuando se navega en el océano de la historia, rodeado de libros de todos tiempos, entre la balumba de manuscritos y mamotretos de índole, forma y objeto diferentes, y la penosa tarea de prolijas y encontradas averiguaciones materiales. No me lisonjea la idea de haberlo conseguido del todo; pero si habré de decir (aunque sea en perjuicio propio) que, tales como aparezcan, aciertos o errores, son obra exclusivamente personal, que no he contado con colaboración alguna para este pobre trabajo, ni más ayuda que el de mi propio criterio, escasa inteligencia y tenaz laboriosidad. Sobre nadie, por lo tanto, ni corporación, ni individuo, podré declinar aquellas faltas, porque a nadie he solicitado, a nadie demandado favor.

En cuanto a protección de otra especie, excusado es decir que jamás en mis humildes y gratuitas tareas la he pretendido ni deseado, y que nunca, por consecuencia, tuve merced que agradecer ni desaire que deplorar.

Tal cual es esta obrita, sale, pues, a luz, sin   —IX→   otra pretensión, repito, de parte de su autor, que la de rendir este nuevo tributo de adhesión a su patria; sin otro Mecenas que la simpatía y benevolencia de sus paisanos; sin otra recomendación que la firma de un patricio sincero, de un buen hijo de esta villa, que, contento con el aprecio de sus convecinos, no aspira a extender su fama literaria ni social más allá de los límites del arrabal de Chamberí.

(1861).

Ramón de Mesonero Romanos.





  —1→  

ArribaAbajoIntroducción: Reseña histórico-topográfica y civil de Madrid


ArribaAbajoÉpoca desconocida

MADRID, como todas las ciudades, como todos los estados, como todos los personajes, que enaltecidos por la suerte llegaron a adquirir cierta importancia política, tuvo muy luego sus aduladores panegiristas, que, no contentos con defender esta importancia y justificar aquel engrandecimiento con los méritos especiales del tal pueblo o del tal sujeto, estribándolos en las dotes de su valor más bien que en el privilegio de su fortuna, trataron de rebuscar su origen en la más remota antigüedad, enlazándole con los héroes mitológicos o fabulosos, para forjarle luego una empergaminada ejecutoria en que poder ostentar sus heráldicos blasones.

  —2→  

Todo esto es muy entretenido y sabroso, si no muy verosímil ni importante a los ojos un tanto escépticos de la actual generación, en cuyas almas no arde ya aquella fe sincera y entusiasta que enaltecía al carácter y formaba las delicias de nuestros apasionados abuelos; y ni aun quiere dispensar a éstos los honores de la controversia en materias que considera de escaso interés, por remotas, improbables y que a nada conducen. Por eso los modernos historiadores dejan a aquellos ardientes admiradores de lo desconocido, mano a mano entretenidos con sus héroes mitológicos, con sus fantásticas o místicas apariciones, con sus hiperbólicas consejas y gratuitas y cándidas conjeturas, y procuran sólo aprovechar los datos fehacientes, ya sea que puedan hallarlos escritos, o ya los vean consignados materialmente en los sitios y monumentos; y en llegando a la época en que viene a faltarles aquel hilo conductor, dejan a la historia envuelta en la noche de los tiempos, y continúan tranquilos su narración.

Por el opuesto sistema, los entusiastas y prolijos coronistas de Madrid, Gonzalo Fernández de Oviedo1, el maestro Juan López de Hoyos2, Gil González   —3→   Dávila3, el licenciado Jerónimo Quintana4, Antonio León Pinelo5, Juan de Vera Tassis y Villarroel6, D. Antonio Nuñe de Castro7, y otros que en los siglos XVI y XVII, a consecuencia de la rápida importancia adquirida por esta villa con la traslación a ella de la corte de la monarquía, dedicaron sus plumas y desplegaron toda la fuerza de su voluntad a rebuscar y consignar con más celo que buen criterio, mil confusas tradiciones, mil absurdas conjeturas con que enaltecer a su modo al pueblo que los había visto nacer y cuya historia o panegírico intentaban trasladar; ocuparon muchas páginas de sus indigestos cronicones en aserciones notoriamente falsas, en consejas maravillosas y en deducciones temerarias y hasta ridículas, que, si pudieron ser admitidas en la época en que se escribían, hoy sólo alcanzan de la crítica sensata una sonrisa desdeñosa.

Nada, sin embargo, debemos extrañar que así sucediera, y que tan patriotas y eruditos escritores pagasen tributo a la moda de aquellos tiempos, que quería que la remota alcurnia fuese el primer título de gloria para los   —4→   pueblos como para los individuos; y que dominados por el deseo de hacer aparecer con mayor esplendor a su villa natal, objeto de su entusiasmo y reciente emporio de la monarquía, no titubeasen en admitir como buenos todos los delirios, fábulas y comentos que pudieron hallar consignados en los falsos cronicones, en los ecos populares o en las maravillosas consejas del vulgo; que no retrocediesen ante el temor de ser tratados algún día de ligereza por la critica severa y la sana razón, ni que tampoco hiciesen escrúpulo de alterar o desfigurar los textos más respetables, atormentándoles a su modo para sacar consecuencias absurdas que pudiesen conducir a su objeto preexistente.

Al decir de aquellos cándidos o amartelados escritores, la fundación de Madrid precedió en diez o más siglos a la de Roma; se verificó en los primeros tiempos de la población de España, a muy pocos años después del Diluvio universal, y cumpliría en el de gracia que atravesamos 4030 de respetable fecha, según muy seriamente afirmaba hace pocos años nuestro Calendario oficial. -Añaden que dicha fundación fue verificada por el príncipe Ocno-Bianor, hijo de Tiber, rey de Toscana, y de la adivina Manto, cuyo nombre quiso dejar consignado en esta villa apellidándola Mantua. Pero semejante origen mitológico de nuestro Madrid no es más que un plagio del que plugo a Virgilio dar a la otra Mantua de Italia, su patria; y no podía de modo alguno aplicarse racionalmente a Madrid en la época en que se supone fundada, anterior en más de mil años a dicho príncipe Ocno, que si existió efectivamente, fue diez siglos después, en tiempo de la guerra troyana.

No menos peregrinos son los demás cuentos con que engalanan nuestros cronistas la cuna de su pretendida Mantua, alegando, para probar su predilecto ensueño del   —5→   origen griego, datos tan concluyentes o chistosos como el espantable y fiero dragón que se halló esculpido en una de sus puertas, y que, según ellos, era el emblema que usaban los griegos en sus banderas y dejaban como blasón a las ciudades que edificaban; o bien ciertas laminas de metal que se suponen halladas al derribar el Arco de Santa María, y que escritas (probablemente en caldeo) probaban, según ellos, haber sido construido aquel muro y puerta por Nabucodonosor, rey de Babilonia, a su paso por Madrid.

La crítica moderna, más concienzuda o menos apasionada, rechaza al dominio de la fábula todas estas gratuitas e improbables aseveraciones; y en busca de los datos fehacientes que pudieran conducirla al esclarecimiento de la verdad, no ha hallado en esta villa el más ligero indicio ni la más remota señal de tan primitivo origen; sólo ha visto señalada en las Tablas de Tolomeo una población apellidada Mantua, que estaba situada en la región carpetana; pero la situación geográfica señalada por aquél a esta Mantua (según la demostración de los más insignes hombres de ciencia), contradice absolutamente a la de nuestro Madrid, y difiere de éste algunas leguas; siendo unos de opinión (como los coronistas Pedro Esquivel y Ambrosio de Morales) de que puede referirse al pueblo conocido ahora por Villamanta, y otros a Talamanca (Armántica), que se aproximan o cuadran mejor a aquella situación, que conservan aún en sus nombres más raíces o analogías con el primitivo de Mantua, y en que se observaron también ruinas y hallaron vestigios de remota antigüedad.

En este sentido hicieron preciosas observaciones, a fines del siglo último, los eruditos escritores y arqueólogos maestro Enrique Flórez, D. Antonio Ruy-Bamba, y sobre todos, D. Juan Antonio Pellicer, en dos obras   —6→   especiales8, el cual llegó hasta averiguar y demostrar el origen de la equivocada antigüedad y nombre dados a Madrid, explicándola en el texto adulterado de dichas Tablas de Tolomeo de la edición de Ulma, en 1491, en el cual se lee esta nota, puesta por ignorada mano («Mantua; Viseria olim; Madrid»), cuya gratuita explicación no se lee en las primeras o anteriores ediciones de aquel gran geógrafo, según puede consultarse en la de 1475 (la más antigua que se conoce) y que existe en nuestra Biblioteca Nacional, y cita también dicho erudito escritor.

Resulta, pues, probado hasta la evidencia, que lo de la fundación de Mantua por el príncipe Ocno-Bianor es a todas luces falso e imposible, y que la población que cita Tolomeo con aquel nombre (ya fuese fundada por griegos, cartagineses o romanos) no es ni pudo ser con algunas leguas de diferencia la que actualmente se denomina MADRID; que el mismo Tolomeo no dijo tal cosa, sino que fue una ligereza de alguno de sus ignorados anotadores. Acaso, sin embargo, pudo existir Madrid en tiempo de la dominación romana en España, y aun antes, como pretenden la mayor parte de los escritores antiguos y muchos modernos, e intentan probarlo con algunas lápidas sepulcrales que dicen haberse hallado en esta villa y describen e interpretan a su sabor; pero en ninguna de dichas lápidas (que pudieron ser traídas, y alguna consta que lo fue efectivamente, de otros puntos), aun violentando todo lo posible las interpretaciones, se encuentra la más mínima referencia a Madrid con el nombre de Mantua ni con otro alguno.

  —7→  

Si existió Madrid en tiempo de los romanos y, como se ha pretendido, fue municipio de alguna importancia; si recibió en ellos la sagrada luz del Evangelio, viniendo a predicarle el Apóstol Santiago o alguno de sus compañeros; si fue por entonces ensanchada la población y fortificada con sólidos muros, y vio nacer dentro de ellos, como se ha defendido, a San Melchiades y San Dámaso, papas, y morir en el martirio a San Ginés y otros en defensa de la fe, ¿cómo, pues, se llamaba esta población, que ya vemos que no era Mantua y que tampoco está señalada en el Itinerario de Antonio Pío con los nombres de Viseria, Ursaria ni Majoritum, que dicen aquellos historiadores recibió de los latinos? -La crítica moderna (ya lo hemos dicho) niega absolutamente la primera de aquellas denominaciones, Viseria, probando que es nacida del mismo error de la nota puesta a Tolomeo y que traduce «Manto» (Viseria olim, Adivina en otro tiempo); conviene hasta cierto tiempo con que pudo ser llamada Ursaria por los muchos osos de que abundaba su término, y que al fin vinieron a formar el emblema de su escudo, y contradice y demuestra absolutamente que el nombre supuesto de Majoritum no es antiguo, sino pura y simplemente el posterior del Magerit morisco, latinizado de diversos modos más o menos bárbaros en los documentos posteriores a la conquista; como Majoridum, Mageriacum, Mageridum, Magritum, Matritum, y otros muchos de que inserta un largo árbol etimológico el citado Pellicer en su Disertación histórica sobre el origen y nombre de Madrid, y añade otros muchos la diligente investigación del difunto escritor contemporáneo D. Agustín Azcona9.

  —8→  

Estos y otros críticos Modernos, en vista de todas aquellas observaciones, y a falta absoluta de datos fehacientes de los que se encuentran frecuentemente en pueblos de aquella antigüedad, tales como ruinas de monumentos, inscripciones, medallas, o simple mención en la historia, han concluido por dudar o negar rotundamente la existencia del Madrid griego y romano con el nombre de Mantua ni con otro alguno; pero otros no menos apreciables la creen probable, y entre ellos merece especial mención el ilustrado y respetable académico, que fue, de la Historia, D. Miguel Cortés y López, el cual, en artículos especiales de su importante Diccionario geográfico histórico de la España antigua, y en dos cartas que se sirvió dirigirnos desde Valencia, y que conservamos con el mayor aprecio, consagró toda la fuerza de su talento y de su perspicacia a demostrar que en el sitio en donde la actual villa de Madrid, estuvo, no la MANTUA de Tolomeo, sino la mansión militar romana señalada con el nombre de MIACUM en el Itinerario de Antonino; supone dicha voz hebreo-fenicia, y de su genitivo Miaci deduce el de Madrid, y de las voces Miaci-Nahar (equivalentes a río de Miaco) el del que hoy es conocido con el nombre de Manzanares; asentando, ademas, que si con documentos antiguos y auténticos se pudiera probar que Madrid en algún tiempo se llamó Ursaria, no seria preciso inferir que este nombre derivase del latino Ursus, sino, con más verosimilitud, de la voz hebrea Ur, que significa fuego, con lo que vendría a decir ciudad de fuego, y se justificaría el dicho de Juan Mena,

«En la su villa, de fuego cercada»,   —9→   teniendo también muchísima analogía con la voz Miacum, que significa lo mismo, ciudad levantada sobre un terreno de fuego o volcánico, aunque otros creen que este dicho aluda más bien a la muralla que estaba formada de grandes pedernales.

Vemos, pues, que todo esto no son más que conjeturas más o menos ingeniosas, y que nada puede asegurarse absolutamente por falta de datos fehacientes, durante la dominación de los griegos y romanos, y lo que es más, ni aun después de la caída del imperio, y de la irrupción y dominio de los godos en nuestra España; porque no sólo, como queda dicho, no se hallan ni han hallado en Madrid restos algunos que demuestren con evidencia que existió en aquellas épocas, ni hay otra razón para creerlo que tradiciones poéticas y maravillosas, sino que tampoco se ve siquiera hecha mención de esta villa en las antiguas crónicas de España, hasta la de Sampiro, que la nombra por primera vez con su nombre morisco y con referencia al siglo X, dos centurias después de la invasión musulmana.




ArribaAbajoÉpoca histórica: Madrid morisco

(SIGLO X)

A las simples conjeturas y a los ingeniosos argumentos dirigidos a probar la existencia anterior de Madrid, sucede ya aquí la evidencia, producida por las palabras terminantes de la historia. -«Reinando Ramiro II seguro (en León), consultó con los magnates de su reino de qué modo, invadiría la tierra de los caldeos, y juntando su ejército, se encaminó a la ciudad que llaman de Magerit, desmanteló sus muros, hizo muchos estragos en un domingo, y   —10→   ayudado de la clemencia de Dios, volvió a su reino en paz con su victoria»10.

Esta es la primera vez que figura Madrid en nuestra historia, si bien es ya con el carácter de ciudad murada e importante; éralo en efecto, porque defendiendo a Toledo, corte de los musulmanes, de las invasiones de los castellanos y leoneses, que solían pasar los puertos de Guadarrama y Fuenfría, procuraron los árabes fortificarla con alcázar y castillo seguro, con fuertes murallas, con robustas torres y con sólidas puertas; por lo que es muy regular que se aplicasen luego a reparar la parte de muros que desmanteló D. Ramiro, pues vivían siempre recelosos y amenazados de los enemigos. -Esta acometida del Rey leonés la señalan los coronistas por los años 933, y también hacen mención de otra posterior, verificada por D. Fernando I (el Magno), en 1047, en la cual maltrató las murallas de Magerit, y algunos suponen que la tomó, que recibió en ella la visita de Alimenon, rey moro de Toledo, y que le hizo su tributario, abandonándole después su conquista.

Sobre la suerte de Magerit11 durante la dominación   —11→   de los sarracenos, se ha delirado también bastante, suponiéndole unos pueblo grande y rico, con muchas mezquitas e iglesias muzárabes, con grandes y poblados arrabales, notables escuelas de Astronomía, célebre en los cantares de sus dominadores, y fortalecido por ellos, que dieron a su alcaide la primera voz entre los del reino de Toledo; pero otros pretenden rebajar mucho de este brillante cuadro, y de todos modos, son sumamente escasas las pruebas que se presentan de aquellas aserciones, pues sólo a fines del mismo siglo X, el escritor árabe Ebu-Kateb hace mención de Magerit, diciendo era una pequeña población cerca de Alcalá, y por aquel mismo tiempo se citan los nombres de Moslema Ben-Amet, gran matemático y astrónomo, conocido por el Magriti, y de Said Ben Zulema y Johia, madrileños también, que enseñaban las ciencias y la Filosofía en Toledo y Granada.

No es de suponer, pues, que fuese tan grande la importancia de esta morisca población, apenas citada en las historias árabes, y de que tan escasos y mezquinos restos quedaron después de la conquista; con ausencia absoluta de importantes ruinas, de algunas construcciones de las que tan frecuentemente se encuentran en nuestras ciudades muslímicas, tales como mezquitas y palacios, fábricas, baños, hospitales y acueductos, y únicamente el Alcázar   —12→   o fortaleza (cuyo origen puede presumirse de aquel tiempo), y la muralla y puertas que aun se conservaron largo tiempo después, revelan el verdadero carácter militar o la importancia estratégica de la población, situada orillas del Manzanares. Si ésta fue fundación de los musulmanes, como parecen indicarlo sus condiciones y forma especial, la fisonomía y nombre con que aparece por primera, vez en la historia, o si la hallaron ya fundada por los godos o romanos, es lo que sería aventurado resolver.

Únicamente puede sospecharse que la primitiva población, ya fuese goda o romana, ocupó efectivamente un recinto mucho más pequeño de aquel con el que sucumbió en el siglo XI ante las armas victoriosas de su conquistador D. Alfonso VI. -Dicho recinto primitivo (que es el atribuido por los historiadores poéticos a su pretendida Mantua) era tan estrecho, que arrancando la muralla en el alcázar o fortaleza, seguía rectamente a la puerta de la Vega, y luego, por detrás del sitio donde hoy está la casa de Consejos, revolvía hacia el frente de la calle del Factor, donde estaba, mirando a Oriente, otro arco o puerta llamado luego de Santa María (que permaneció aun después de la ampliación), subía luego por dicha calle del Factor al altillo de palacio, y tornaba a cerrar con el alcázar por su frente meridional. -Esta muralla, que suponen fuerte los historiadores, tenía frente al alcázar y donde ahora están las casas del marqués de Malpica, una torre llamada Narigües, sobre las aguas y huertas del Pozacho, que estaban donde ahora la calle de Segovia, y otra llamada torre Gaona, fuera de los muros, e inmediato a los Caños del Peral.

Pero admitida o allanada (no sabemos en qué tiempo) esta primera muralla, se construyó (más probablemente por los moros que no por los romanos del tiempo de Trajano, como se ha pretendido) la segunda y verdadera   —13→   con que aparece Magerit en la historia, y de que no puede dudarse absolutamente, tanto por hallarse descrita por autores que aun la conocieron en pie, y que dicen que era de doce pies de espesor, de sólida cantería y argamasa, y que, según Marineo Sículo, aún ostentaba, en tiempos del emperador Carlos V, ciento veinte y ocho torres o cubos en sus lienzos, cuanto porque la vemos materialmente reproducida casi por toda su extensión, y siguiendo exactamente la dirección que la dan los historiadores, en el gran. Plano topográfico de Madrid, grabado en Amberes en 165612, y en el cual se distingue perfectamente dicha muralla, aunque interrumpida por las construcciones posteriores; últimamente, porque por los restos de ella, que en nuestros mismos días se han hallado con ocasión de los derribos de casas, se puede apreciar en términos precisos su dirección, cubos y fortaleza. Aquélla era, pues, la siguiente:

Arrancando, como la anterior, por detrás del Alcázar (que, como es sabido, estaba en el mismo sitio que hoy el Real Palacio), seguía recta hasta la Puerta de la Vega (hasta aquí pudo ser el trozo de la muralla primitiva, si es que existió), y penetrando luego por entre las casas del marqués de Povar (hoy de Malpica), y de la conocida actualmente por la chica de Osuna (que fue primero hospital de San Lázaro), bajaba a las huertas del Pozacho, que se hallaban en lo que hoy es calle de Segovia, hacia las casas viejas de la Moneda, dirigiéndose luego a ganar las alturas fronteras de las Vistillas por el terreno que   —14→   ahora es conocido con el nombre de Cuesta de los Ciegos; desde dicha altura penetraba por detrás del moderno palacio del Duque del Infantado, hasta salir delante de San Andrés al sitio donde estaba la Puerta de Moros, que hoy conserva aún este nombre; de aquí, tocando en los límites de lo que después se llamó la Cava Baja y calle del Almendro, seguía casi la dirección que actualmente dichas calles, saliendo a la Puerta Cerrada, la cual estaba situada hacia el mismo sitio en que hoy la cruz de piedra. -Aquí desaparece, en el plano citado, la continuidad de la muralla, ofuscada con las posteriores construcciones; pero se sabe que, subiendo por la Cava de San Miguel hacia el sitio y trozo de la calle Mayor, conocido después por las Platerías, alzábase en él la Puerta de Guadalajara enfrente de la embocadura de la actual calle de Milaneses, y continuaba luego la muralla por entre las calles del Espejo y de los Tintes (hoy de la Escalinata) a los Caños del Peral, torciendo, por último, hacia el Alcázar, cerca del cual, y mirando al Norte, había otra puerta llamada de Balnadú.

-Tal era el recinto interior averiguado del Magerit morisco, y aunque los historiadores modernos suponen ya entonces la existencia de grandes arrabales y aun de ciertos templos extramuros durante la dominación musulmana, esto es, por lo menos, discutible; y de toda manera, no se halla mención en ningún documento de dichos arrabales hasta el siglo XIII, cuando iban ya trascurridas casi dos centurias después de la conquista.



  —15→  

ArribaAbajoMadrid restaurado

(SIGLOS XI AL XVI)

Llegó, en fin, la época de la restauración definitiva de esta villa por las armas cristianas, cuya gloria estaba reservada al rey D. Alfonso VI de Castilla. Verificola, según se cree, por los años de 1083, cuando emprendió la conquista de Toledo, aunque hay quien piensa que después de la de aquella ciudad. En la de Madrid dan algunos autores la palma a los segovianos, diciendo que por haber llegado más tarde que los de otras ciudades al llamamiento del Rey, pidiendo alojamiento, éste les contestó «que se alojaran en Madrid»; acordáronlo así los segovianos, y otro día al amanecer ganaron la puerta de Guadalajara y plantaron en ella las banderas de Alfonso. Pero otros autores (entre ellos Quintana) niegan a los segovianos aquella participación en tan importante suceso, y lo prueban, a nuestro entender, con buena crítica y datos difíciles de combatir.

Conquistada, en fin, esta villa, y fijada al mismo tiempo en Toledo la corte castellana, empezó a tomar Madrid importancia histórica, acreció considerablemente la población, extendió su recinto y contribuyó con su riqueza, con su lealtad, y con el valor y patriotismo de sus moradores, al proseguimiento de las guerras encarnizadas y seculares contra la morisma.

Alfonso VI (el Conquistador o el Bravo) y sus nietos, también Alfonsos, el VII (llamado el Emperador) y el VIII (el de las Navas), que ocuparon el trono   —16→   castellano durante todo el siglo XII y parte del XIII, manifestaron desde luego grande inclinación a esta villa, visitándola frecuentemente y preparando en ella sus expediciones guerreras; purificaron y convirtieron en iglesias sus pobres mezquitas, dando a la principal la advocación de Santa María de la Almudena, por la milagrosa imagen que, según la tradición, se halló el día 9 de Noviembre de 1083 (el mismo año de la conquista), escondida en un cubo de la muralla cerca del Almudin o pósito de trigo; repararon sus murallas y defensas; fundaron, a lo que se cree, algunos grandes edificios, palacios e iglesias; señalaron los términos de la villa; proveyeron a su organización municipal; dictaron sus fueros y ordenanzas, y fundaron, o por lo menos extendieron considerablemente, los arrabales, concediendo notables privilegios al monasterio de San Martín para poblar el término de esta villa, de que resultó la segunda ampliación de su recinto, verificada a fines del siglo XIII.

Muchos antiquísimos y preciosos documentos, que prueban todo esto, y dan una idea de lo que pudo ser por entonces la villa de Madrid, se conservan todavía, y su inserción y estudio ocuparían algunos volúmenes13. Pero contrayéndonos a nuestro propósito en esta rápida reseña, sólo hacemos mención de dos de los más antiguos y principales.

El primero, en el orden de antigüedad, está expedido en Toledo, en l.º de Mayo, era de mil ciento noventa   —17→   (correspondiente al año de 1152)14, por el rey D. Alfonso el VII, llamado el Emperador, y en él hace carta de donación al Concejo de Madrid de los montes y linderos que son y están entre la villa de Madrid y Segovia, particular y señaladamente desde el puerto del Verrueco y aparte el término entre Segovia y Ávila hasta el puerto de Lozoya, con todos sus intermedios y montes y simas y valles, así y de la manera que corre el agua y desciende de la cumbre de los montes hacia la dicha villa y hasta la dicha villa de Madrid; cuya donación expresa hacer por el beneficio y servicio que le prestó esta villa en las tierras de los moros y por la fidelidad (inconcusa fidelitas) que siempre encontró en los vecinos de Madrid; dicha carta de donación fue seriamente combatida durante siglos por los vecinos de Segovia y de Ávila, que intentaron varias veces poseer y poblar el Real de Manzanares; y en su consecuencia, hay otros muchos privilegios confirmativos, expedidos por los monarcas posteriores, y muchas Reales cédulas amparando a Madrid en su derecho contra las agresiones de Segovia en aquellos términos.

El segundo en el orden de los tiempos, aunque no en importancia histórica, es el famoso Códice de los fueros, que no fue conocido hasta 1748, en que se encontró y fue mandado copiar por el ministro de Estado D. José Carbajal y Lancáster, con este título: Ordenanzas y fueros Reales que mandó hacer el rey D. Alfonso el Octavo   —18→   para gobierno de la villa de Madrid en la era MCCXL (que es el año 1202)15.

Este precioso documento es el mejor dato que existe para juzgar del estado civil de esta villa en su primer período subsiguiente a la conquista ha dado lugar a no menos preciosos trabajos e investigaciones críticas de los Sres. Llaguno y Amirola, maestro Sarmiento, P. Burriel y Pellicer, en el siglo pasado, y últimamente, al interesantísimo del digno académico de la Historia Sr. D. Antonio Cabanilles, que le inserta íntegro y analiza con gran copia de discretas observaciones y delicado criterio16.

La brevedad impuesta a nuestra pluma en esta reseña histórica, no nos permite seguir a aquellos laboriosos y eruditos escritores en la explanación de las importantes deducciones que ofrece este curioso documento, para juzgar la organización, régimen y vida íntima (digámoslo, así) de aquella sociedad, de aquel pueblo, en época tan remota y poco conocida. Y ciertamente, que en renunciar a este estudio, a esta exposición crítica y filosófica de aquel período de imperfecta cultura, aunque de grandes y generosos instintos, hacemos un sensible sacrificio; si bien nos complacemos en reconocer que este trabajo   —19→   interesante está hecho, y hecho con más perfección que pudiera recibir de nuestra débil pluma, en la preciosa Memoria ya citada del Sr. Cabanilles.

Limitándonos, pues, a los objetos materiales existentes en aquella época, bastará a nuestro propósito decir que en dicho códice se hace referencia en lo interior de la villa de El castiello, las calles, casas, el corare, la alcantariella de San Pedro, los portiellos, la puerta de Guadalfajara, el Palacio, las plazas o azoches, las tabernas, las diez parroquias de Santa María, San Andrés, San Pedro, San Justo, San Salvador, San Miguel, Santiago, San Juan, San Nicolás y San Miguel de Sagra; habla de las aldeas de Balecas, Belemeco, Húmara, Sumasaguas, Rivas y Valdenegral, y también del Prado de Tolla, el Carrascal de Balecas, molinos, canal et toda la renda de Rivas, del Arroyo de Tocha en Valnegral, y otros sitios y nombres hoy desconocidos.

De los arrabales de Madrid (que los historiadores, y especialmente Quintana, quieren que existieran ya en tiempo de los moros, y suponen habitados entonces por los cristianos) nada hablan expresamente los fueros, ni tenemos noticia de su existencia hasta fines del siglo XIII, entre otras causas porque Juan Diácono, que escribió una Memoria sobre la vida y muerte de San Isidro, y que vivía en 124017, habla de dicho arrabal, y aún declara hacia qué parte caía, que era cerca de la iglesia de San Martín.

La fundación de este antiquísimo monasterio se ha   —20→   querido también remontar a los tiempos anteriores a la invasión musulmana (en que acaso aún no existía Madrid), pero parece lo más probable fuese fundado por el rey don Alfonso VI a pocos años de la conquista. -Sea de esto lo que quiera, lo cierto es que el mismo Monarca concedió al prior y monjes de San Martín, y su nieto Alfonso VII confirmó, en 1126, el importante privilegio que inserta el P. Yepes para que pueda poblar el término de San Martín según el fuero de Santo Domingo y de Sahagún, y que los que fuesen sus vasallos no puedan servir a otro señor ni ser vecinos de otro lugar; que nadie pueda edificar casas sin licencia especial del prior de San Martín, y el que viviese dentro del término dé parte de ello al prior; y si el que de allí se saliese vendiese algunas casas, las pueda comprar el convento por el tanto, y que si no halla quien las quiera comprar, se queden por del monasterio; con otras cláusulas no menos expresivas del mismo privilegio. -Debe, pues, considerarse esta carta de población como el fundamento u origen del Vicus Sti. Martini, extramuros de Madrid, y luego incorporado a la parte principal del pueblo en la segunda ampliación, así como de la inmensa extensión de la feligresía de dicha parroquia hasta los límites de la nueva villa.

Otra fundación religiosa, también extramuros de Madrid, contribuyó a principios del siglo XIII a aumentar por aquel lado del arrabal. Esta fue la que hizo el patriarca Santo Domingo de Guzmán, que en 1217 envió desde Francia (donde se hallaba en la guerra con los albigenses) a algunos religiosos para pedir al Concejo de Madrid sitio en que verificarlo, y concedido que fue uno fuera de la puerta de Balnadú, y auxiliado ademas con cuantiosas limosnas del vecindario, dieron principio a la fundación; pero habiendo venido el mismo Santo Domingo a Madrid al año siguiente, determinó establecer en esta casa una   —21→   comunidad de monjas, en vez de la de religiosos, que trasladó a otro sitio. Desde entonces los monarcas, los magnates, el Concejo y los vecinos de Madrid manifestaron su devoción y simpatía hacia aquella santa casa, dotándola de privilegios especialísimos y cuantiosas donaciones, entre las cuales es notable la que les hizo el Santo rey don Fernando III, de la extendida huerta que llegaba hasta las inmediaciones del alcázar, y se llamaba de la Reina y después de la Priora.

Estos dos famosos monasterios fueron, pues, indudablemente la causa de la formación de aquel extenso arrabal o parte nueva de la población, llamada por entonces el arrabal de San Martín. No es, sin embargo, cosa tan fácil como parece el designar con precisión el orden con que fue poblándose aquella barriada abierta y creciente con la sucesión de los tiempos, hasta incorporarse más tarde y formar un conjunto con la población principal; pero, sea como fuere este progreso, los cronistas matritenses dicen que ya por los tiempos de Alfonso VIII, o sea en la segunda mitad del siglo XIII, fue necesario hacer otra nueva cerca de la villa, incluyendo los arrabales de este lado del Norte, y también los que se habían formado hacia el Oriente y Mediodía, y de que hablaremos después. No se marcan con exactitud los puntos intermedios por donde corría esta cerca, ni ha quedado de ella vestigio alguno que los señale, siendo de suponer que, si existió efectivamente según el plano de su contorno que publicó el diligente D. José Álvarez Baena18, no impidió ni contuvo en nada el progreso del caserío por la parte exterior.

Debemos suponer, por la consideración del rumbo   —22→   marcado a dicha tapia, por la forma del terreno, por los puntos o colocación de los portillos o entradas, y por algunas especies sueltas y alusiones a dichas puertas que suelen hallarse en las fundaciones y títulos de los edificios contiguos, que, arrancando por detrás del alcázar, comprendía y encerraba dentro de ella la huerta de la Priora (hoy Plaza de Oriente), y por las cuestas o vistillas del río (después de doña María de Aragón) subía a la plazuela de Santo Domingo, donde abría otra entrada con este nombre, mirando al Norte, y como al frente de la futura calle ancha de San Bernardo. Continuaba luego por entro las calles hoy de Jacometrezo y los Preciados, siguiendo el pie de la colina que ocupa hoy la primera de aquellas calles, y al llegar frente al monasterio de San Martín, abría otro postigo al arranque de la calle que hoy conserva aún este nombre, y continuaba luego rectamente hasta la Puerta del Sol, donde efectivamente hubo otra entrada con este título, situada frente a la embocadura de la antigua calle de los Preciados y entre los Olivares y Caños de Alcalá y el Arenal de San Ginés, que se extendía hasta los barrancos de los Caños del Peral.

Hasta aquí el arrabal de San Martín. Pero el caserío extramuros no sólo había crecido por este lado y en dirección al Norte, sino también, y muy de antiguo hacia la banda oriental desde la Puerta de Guadalajara a la del sol, y aun desde esta última mucho más adelante hacia el Prado de Atocha, como aproximándose por instinto tradicional al antiquísimo santuario o ermita de Nuestra Señora de Atocha; por último, por los lados de Mediodía y Poniente se había formado otra extensa barriada, siempre en dirección a otro santuario contemporáneo del de San Martín, y era el devotísimo de San Francisco, fundado también en 1217 por el mismo santo patriarca; conque vino a hacerse necesaria la nueva cerca en que   —23→   abarcar todo este importante caserío. -Hasta la Puerta del sol queda ya detallada su dirección; desde aquí, intestando bastante por el camino o calle del Sol (después Carrera de San Jerónimo) llegaba hasta más allá de donde hoy las Cuatro Calles, y torciendo aquí en escuadra hacia el Mediodía, a salir por donde se formó después la Plazuela del Matute al frente de Antón Martín, en la calle de Atocha, abría allí otra entrada con el nombre de Vallecas, y revolvía luego la tapia hacia Occidente (suponemos que por donde ahora las calles de la Magdalena y del Duque de Alba) hasta la ermita de San Millán, entre la cual y el futuro hospital de la Latina, hubo otro postigo, que después tomó este nombre, yendo a terminar la nueva tapia, e incorporarse a la antigua muralla en Puerta de Moros.

Son, como vemos, tres los trozos de caserío que, después de formarse independientemente como arrabales, vinieron a ingresar de consuno en la antigua población, a saber: el de San Martín, el de San Ginés y Santa Cruz, y el que llamaremos de San Milán. -Pero el primero, dividido como lo estaba naturalmente de los otros por los barrancos de los Caños del Peral y el Arenal de San Ginés, venía a formar una burgada completamente separada de la principal, que era la que ocupaba el espacio entre la puerta de Guadalajara y las del Sol y Vallecas. Esta parte del caserío (hoy centro de la villa) es la que por espacio de tres o   —24→   cuatro siglos (hasta mediados del XVI, en que se trasladó la corte a esta villa) viene designada por antonomasia en los documentos de la época, y en el lenguaje, vulgar, con el nombre de El arrabal de Madrid; añadiéndose únicamente en algunos de aquéllos las palabras a San Ginés o a Santa Cruz, según la inmediación respectiva a aquellas dos antiguas parroquias. -El arrabal del Norte continuó llamándose El Postigo de San Martín. Tales fueron los límites que conservó aún Madrid durante cuatro siglos después de la conquista, verificada a fines del XI, hasta mediados del XIV, en que, con la venida de la corte, se verificó una tercera ampliación.

Pero más que en población y caserío creció la villa de Madrid en importancia política, y ya sea por su situación ventajosa y central, ya por la inclinación que mereció, según queda dicho, a su restaurador D. Alfonso VI y sus inmediatos sucesores, la vemos continuar sin interrupción figurando dignamente en la historia nacional, como frecuente residencia de los reyes de Castilla, como punto de reunión y partida de sus huestes para las grandes expediciones contra los infieles, como sitio preferente para la convocación de grandes juntas, asambleas políticas y militares, y hasta las mismas Cortes del Reino.

Los vecinos de Madrid, señalándose desde el principio, por su valor y gallardía y por su adhesión sin límites a los monarcas y a la causa nacional, no solamente supieron resistir las acometidas que todavía intentaron los sarracenos contra los muros de esta villa, en principios del siglo XII, acaudillados por los reyes de Marruecos Tejufin y Alí, según unos, o a fines del mismo siglo por Aben-Jucef, rey de los Almorávides, según otros, que llegó a dar vista a la villa, poniendo sus reales a la parte occidental, en el sitio llamado todavía el Campo del Moro, sino que, reunidos con los habitantes de Ávila y Segovia, emprendieron la sorpresa de Alcalá y otros pueblos; y el pendón de esta villa, donde figuraba como enseña el oso prieto en campo de plata19, se ostenta ya en la famosa expedición   —25→   preparada en Madrid por el rey D. Alfonso VIII, contra el reino de Murcia en 1211, y en el año siguiente, en la célebre batalla de las Navas de Tolosa y en la que el Concejo de Madrid llevó la vanguardia, a las órdenes del señor de Vizcaya D. Diego López de Haro. En esta celebérrima jornada es donde se cuenta haberse aparecido al Rey, en el traje de rústico pastor, el glorioso patrón de Madrid   —26→   San Isidro labrador, mostrándole los senderos por donde podía penetrar en la fragosidad de la sierra y atacar al ejército musulmán.

Distinguiose igualmente nuestro concejo, acaudillado por el caballero madrileño Gómez Ruiz de Manzanedo, en el cerco y toma de Sevilla por D. Fernando III en 1248, como se puede ver detalladamente en la crónica, y más adelante, en el sitio de Algeciras y en la desgraciada batalla llamada de los Siete Condes, a las órdenes del infante D. Juan, arzobispo de Toledo.

Por premio de todos estos y otros servicios obtuvo Madrid grandes privilegios y donaciones de todos estos Monarcas, en términos los más expresivos y que prueban bien la lealtad con que habían sido servidos por los madrileños, y la afección especial con que eran recompensados por parte de aquéllos.

No fue menor la que mereció a D. Alfonso el Sabio, como puede verse en las notables cédulas expedidas en su tiempo acerca de las desavenencias con los de Segovia sobre poblar el Real de Manzanares y sobre aprovechamiento de pastos, sobre restauración de los baños públicos (que debía de haber desde más antiguo hacia la calle de Segovia), y otros puntos conducentes al engrandecimiento de esta villa; privilegios y donaciones confirmadas después por D. Sancho III, D. Fernando IV y don Alfonso XI. -Don Sancho IV (llamado el Bravo) enfermó gravemente en Madrid en 1295, y trasladado a Toledo, murió a poco tiempo, dejando de tierna edad a su hijo y sucesor D. Fernando IV, y encomendada su tutela y la gobernación del reino a su viuda la heroica doña María de Molina, apellidada justamente la Grande. En tiempo de D. Fernando renováronse más agriamente las contiendas y luchas entre los concejos de Madrid y de Segovia sobre el Real de Manzanares, y este Monarca   —27→   expidió a favor de Madrid nuevos privilegios en este ruidoso asunto, libertó a sus habitantes de ciertos impuestos y les dispensó la facultad de nombrar jueces y alcaldes según su fuero. -Últimamente, en su época se reunieron en Madrid por primera vez, en 1309, las Cortes del Reino, para acordar la declaración de guerra al Rey de Granada, y a ellas asistieron la reina madre doña María y los infantes, el Arzobispo de Toledo, los maestres de Santiago y Calatrava y otros prelados y ricos-homes, y los procuradores de las ciudades, y entre éstos, los de la villa de Madrid, que tenla voto en ellas20. -Nuevas Cortes fueron reunidas en Madrid por D. Alfonso XI en 1329 y 1335, que presidió él mismo en persona, y determinaron servirle con numerosas cuantías para la guerra de moros y sobre otros asuntos, entre ellos un curioso acuerdo de que el Rey «había de sentarse dos días en la semana en lugar público, donde pudieran verle y llegar a él los ofendidos y querellosos, señalándose los lunes para las peticiones y querellas contra los oficiales de su casa, y el viernes para que oya a los presos y a los rieptos».

Este Monarca varió la antigua forma de gobierno de Madrid, que consistía en estados de nobles y pecheros, los cuales ponían gobernador a quien llamaban Señor de Madrid, justicia, y demás empleos en preeminencia, y   —28→   estableció doce regidores con dos alcaldes. Por último, en su tiempo figura también el concejo de Madrid en la memorable batalla del Salado, en el cerco de Algeciras en 1343, en que por primera vez se hace mención en nuestras historias de haberse jugado por los moros la artillería, y en el de Gibraltar en 1350, en que falleció el mismo D. Alonso, dejando por sucesor a su hijo D. Pedro, apellidado por unos después el Cruel y por otros el Justiciero.

A este último Monarca (que residió muchas veces en Madrid y vino a ser sepultado en él)21 se atribuye por algunos la fundación del alcázar sobre el mismo sitio donde existió la antigua fortaleza de los moros, aunque otros suponen que no hizo más que restaurarla. Sucedida la guerra civil entro ambos hermanos, D. Pedro y don Enrique, se declaró Madrid por su legítimo monarca, y aunque sitiada la villa y el Alcázar por las huestes de don Enrique, hicieron los madrileños, acaudillados por los Vargas, Luzones y otras ilustres familias de esta villa, una memorable defensa, que sólo cedió a la inmensa superioridad de las fuerzas enemigas. Muerto después don Pedro por su mismo hermano en la funesta noche de Montiel (23 de Marzo de 1369), vino D. Enrique a esta villa, a quien tomó particular afecto por la misma heroica lealtad con que había defendido a su legítimo rey; hizo nuevas obras, o, según otros, reedificó por completo el antiguo Alcázar, recibió suntuosamente en esta villa al Rey de Navarra y al príncipe D. Carlos, su hijo, y añadió nuevas mercedes privilegios a los madrileños, hasta que falleció   —29→   en Santo Domingo de la Calzada, a 29 de Mayo de 1379.

Reinando D. Juan I, y por los años de 1383, vino a España D. León V, rey de Armenia, a dar gracias al de Castilla por haber alcanzado la libertad, por su causa, del Soldán de Babilonia, que le había ganado el reino; y don Juan, compadecido de su desgracia en haberle perdido en defensa de la fe católica, lo dio el título de Señor de Madrid y de otros pueblos, haciendo que le rindiesen pleito-homenaje. Dominó en Madrid dos años, confirmó sus fueros y privilegios, reparó las torres del Alcázar, y después de su muerte, el rey D. Enrique III, a solicitud de los de Madrid, por su cédula de 13 de Abril de 1391, alzó el pleito-homenaje que le habían prestado los madrileños.

El rey D. Juan I murió en Alcalá, de una caída del caballo, en 9 de Octubre de 1390, y su hijo y sucesor don Enrique III, a la sazón en Madrid, fue proclamado en ella, a los once años de edad, antes que en ninguna otra ciudad; aquí se reunieron los grandes del Reino, nombrados tutores hasta la mayor edad del Rey, y aquí tuvieron lugar las famosas discordias sobre la gobernación del Reino. Acordada la formación de un gran Consejo, compuesto del arzobispo de Toledo, D. Pedro Tenorio; el de Santiago, los maestres de las órdenes militares, los condes de Benavente y Trastamara y otros magnates, se reunieron en la iglesia de San Martín, adonde fueron sitiados por dichos condes de Benavente y Trastamara, individuos del mismo Consejo, trabándose una sangrienta lucha, que se reprodujo muchas veces y ofreció diversos aspectos, hasta que en 1393, y cumplidos los catorce años, tomó Enrique III las riendas del gobierno. Inmediatamente convocó a las Cortes del Reino en Madrid, y en ellas recibió el juramento y ofreció solemnemente reinar con blandura y justicia. -Poco después celebró sus bodas con su prima   —30→   doña Catalina de Inglaterra, con cuya ocasión hubo en Madrid grandes fiestas y regocijos.

Este Monarca residió casi siempre en Madrid; construyó nuevas torres en el Alcázar para custodia de sus tesoros; recibió en él a los embajadores del Papa, de Francia, de Aragón y de Navarra, y envió como tal, cerca del célebre conquistador de Oriente Timur Lenk (Tamorlan) al noble caballero madrileño Ruy González Clavijo, su camarero, quien a su regreso de Samarkanda escribió su curiosísima Relación de viaje, que anda impresa. Fundación de este monarca fue también el Real Sitio del Pardo, a dos leguas de Madrid, que casi vino a ser su corte. Falleció en Toledo, para donde había convocado las Cortes, en 25 de Diciembre de 1406, a la temprana edad de veinte y siete años, dejando a su hijo y sucesor D. Juan II, niño de catorce meses, bajo la tutela de su madre doña Catalina y de su tío el príncipe D. Fernando el de Antequera, que gobernó el reino durante doce años, nombre del Rey menor, con la bravura e hidalguía que le reconoce la Historia, hasta que en 1412 heredó y fue proclamado rey de Aragón. En 1418 falleció la Reina madre en Valladolid, y fue declarado mayor de edad el rey D. Juan II, verificando luego su casamiento con su prima doña María, hija del Infante de Antequera; trasladose a Madrid en 20 de Octubre de 1418, y al año siguiente se abrieron las Cortes en el Alcázar Real, con inmensa concurrencia de príncipes y magnates.

En 1433 recibió a los embajadores de Francia, arzobispo y senescal de Tolosa, estando sentado en su trono Real y teniendo a sus pies un león manso, de que recibieron no poco susto los embajadores. -El célebre valido y condestable D. Álvaro de Luna vivió en Madrid largo tiempo en la casa-palacio de Álvarez de Toledo (que hoy no existe), contigua a la parroquia de Santiago, en   —31→   casa le nació un hijo, con cuyo motivo hubo grandes fiestas en la villa, dispuestas por el Rey, padrino del recién nacido. Pocos años antes había muerto en ella el célebre D. Enrique de Villena, maestre de Calatrava, eminente literato y astrólogo, cuyos preciosos manuscritos fueron quemados, de orden del Rey, por Fr. Lope Barrientos, en los claustros de Santo Domingo, con sentimiento de los amantes de la ciencia; fue sepultado en el antiguo monasterio de San Francisco.

En tiempo de este monarca hubo varios bandos sobre el gobierno de la villa, que tuvo gran dificultad en apaciguar. Al reinado de D. Juan el II corresponden también las dos grandes calamidades de las lluvias e inundaciones de 1434, que quedó señalado en Madrid por el año del diluvio, y la gran peste de 1438, y de él recibió Madrid una Real cédula de que en lo sucesivo no pudiera ser enajenado de la corona Real, así como también, por otro privilegio de 8 de Abril de 1447, la merced de poder celebrar dos ferias anuales, una, por San Miguel y otra por San Mateo, en remuneración de las villas de Cubas y Griñón, que pertenecían a Madrid y que dio el Rey a un su criado llamado Luis de la Cerda.

Don Enrique IV, conocido en la historia por el desdichado apodo de el Impotente, sucedió a su padre D. Juan en 1454, y heredando la afección de aquél hacia la villa, de Madrid, residió casi constantemente en ella, dándola ya todo el carácter de corte de Castilla. En ella reunió en varias ocasiones las Cortes del Reino, recibió a los embajadores de los monarcas extranjeros, y al legado del Papa, que le trajo el estoque y el sombrero bendecido, según costumbre en la noche de Navidad; celebró con grandes funciones sus segundas bodas con la princesa D.ª Juana, de Portugal, y festejó a los enviados del Duque de Bretaña con incomparables fiestas en Madrid y en el Real   —32→   sitio del Pardo, cuyo relato asombra todavía, y que terminaron por el célebre Paso honroso, sostenido en el camino de aquel real sitio por D. Beltrán de la Cueva, privado del Rey. Este, en memoria de aquella suntuosa fiesta, fundó en el mismo punto el monasterio de San Jerónimo del Paso, que después trasladaron los Reyes Católicos a lo alto del Prado.

Habiéndose declarado el embarazo de la reina D.ª Juana, hallándose en Aranda, la hizo conducir Enrique en silla de manos o litera a esta villa, saliendo a esperarla a gran distancia, y haciéndola subir a las ancas de su caballo, la condujo de este modo al Alcázar. En él nació, en 1462, la desdichada princesa D.ª Juana, apellidada en la historia la Beltraneja, que, aunque fue jurada por princesa de Asturias, no llegó nunca a reinar, por la ilegitimidad que se la supuso. Por último, en las largas turbulencias del reinado de D. Enrique, promovidas por el infante D. Alfonso y por los grandes del Reino, que le obligaron a declarar su impotencia y a desheredar a su propia hija, siempre Madrid le fue fiel, y Enrique por su parte recompensó aquella adhesión con notables privilegios y exenciones de tributos, facultad de un mercado franco los martes de cada semana, nombramiento de un magistrado para su gobierno, llamado primero el Asistente y después el Corregidor, y el título de villa muy noble y muy leal, que aún lleva22. Finalmente, era tal su predilección hacia Madrid, que en ocasiones críticas hizo conducir al Alcázar sus tesoros, y más tarde hizo custodiar también en él   —33→   por el Maestre de Santiago a la misma reina D.ª Juana, reducida a prisión a causa de su liviandad. Enrique IV es el primero de los reyes de Castilla que murió en Madrid, en 1471, y fue enterrado en el monasterio de San Francisco, así como igualmente la reina D.ª Juana, que falleció poco tiempo después.

Sabidas son las parcialidades y bandos ocurridos con motivo de la sucesión a la corona, defendiendo unos el derecho de la princesa D.ª Juana la Beltraneja, hija de Enrique IV, y sosteniendo otros el de la hermana del mismo, la ínclita D.ª Isabel; y aunque ésta fue decididamente aclamada reina, y jurada en Segovia, no pudo de pronto reducir a Madrid, donde los partidarios de doña Juana, acaudillados por el Marqués de Villena, sostenían el Alcázar y gran parte de la villa, que no consiguieron dominar el Duque del Infantado y las tropas de Isabel sino después de una larga y obstinada resistencia. Vencida ésta, en fin, y reducida esta villa a su obediencia, los Reyes Católicos hicieron su entrada solemne en ella en 1477, aposentándose por entonces en las casas de D. Pedro Laso de Castilla, contiguas a San Andrés, que aún subsisten. Al año siguiente reunieron en esta villa las Cortes del Reino, y posteriormente residieron en ella todas las ocasiones que se lo permitían sus continuadas expediciones y guerras. La augusta D.ª Isabel, que, al decir de muchos autores, había nacido en esta villa23, la manifestó en   —34→   todos tiempos tan singular predilección, que solía decir, hablando de sus moradores, que «el oficial y cortesano de Madrid y oficios mecánicos vivían como hombres de bien, que se podían comparar a escuderos honrados y virtuosos de otras ciudades y villas, y los escuderos y ciudadanos (añadía) eran semejantes a honrados caballeros de los pueblos principales de España, y los caballeros y nobles de Madrid, a los señores grandes dé Castilla».

Muchas fueron las mercedes y declaraciones honoríficas que hicieron los Reyes Católicos a la villa de Madrid, agregándole definitivamente los terrenos disputados por Segovia desde los tiempos de la conquista, concediéndola nuevas franquicias y exenciones, dispensando su amistad y favor a sus principales moradores, hijos o representantes de las antiquísimas familias madrileñas; a los Ramírez, Laso de Castilla, Vargas, Ocaña, Gato, Luzón, Luján, Vera, Manzanedo, Lago, Coalla, Alarcón, Cárdenas, Zapata, Bozmediano, Barrionuevo, Ayala, Coello, Arias, Dávila, Jibaja, Ludeña, Herrera, etc. Más adelante estas nobilísimas familias, entroncadas con los Toledos, Girones, Guzmanes, Cisneros, Mendozas, Sandovales, Pimenteles, Silvas, Lunas, Cerdas, Velascos, Pachecos, Bazanes, Osorios, Córdovas, Aguilares, que formaban la   —35→   primera nobleza y que siguieron a la corte para fijarse definitivamente en Madrid, constituyeron la Grandeza del Reino y enlazaron unos y otros blasones heráldicos en los escudos de los Duques del Infantado, de Osuna, de Frías, de Alba, de Lerma, de Medinaceli, de Pastrana, de Híjar, de Rivas, etc.; de los condes de Paredes, de Oñate, de Santisteban, de Castroponce, de Altamira; de los marqueses de San Vicente, del Valle, de Villafranca, del Carpio, de Denia, de La Laguna, de Leganés, y de otros muchos, ofreciendo en su genealógica descendencia una larga serie de personajes históricos, que con sus altos hechos honraron en los siglos posteriores a la villa de Madrid, su cuna; figuraron en su corte o ejercieron las primeras dignidades del Reino al frente de sus ejércitos en Granada, Italia y el Nuevo Mundo, y en las cortes extranjeras, como representantes del poderoso Imperio español24.

Algo también añadieron los Reyes Católicos al aumento y mejora material de esta villa, en la forma que entonces se acostumbraba o se dispensaba esta protección, costeando o favoreciendo la construcción de casas religiosas, entre las que merece notarse la ya citada del convento de San Jerónimo del Prado (que fue fundado primero, como queda dicho, camino del Pardo), la de las monjas llamadas de Constantinopla (derribado en nuestros días), la renovación de la iglesia de San Andrés, convertida por ellos en capilla Real, y a la que hicieron tribuna y paso (que aún existía hasta hace poco) desde el contiguo palacio de Laso de Castilla, que solían habitar. En dicho palacio recibieron, en 1502, a su hija D.ª Juana y su esposo el archiduque D. Felipe, celebrando notables fiestas con este motivo.

  —36→  

Muerta, en fin, la Reina Católica en 1504, y suscitadas grandes turbulencias sobre el gobierno del reino, los vecinos de Madrid, acaudillados de un lado por D. Juan Arias y de otro por los Zapatas y Castillas, aclamaron respectivamente a la reina D.ª Juana y al príncipe don Carlos, hasta que el Rey Católico, en las Cortes reunidas en la iglesia de San Jerónimo de Madrid en 1509, juró gobernar como administrador de su hija y como tutor de su nieto. -En 1146 murió D. Fernando el Católico, y el arzobispo de Toledo, Jiménez de Cisneros, y el Deán de Lovayna, gobernadores del Reino, trasladaron a Madrid su residencia, aposentándose en las dichas casas de don Pedro Laso de Castilla (hoy del Duque del Infantado). En ellas se tuvo la célebre Junta para disponer del gobierno de Castilla, en la que, resentidos los grandes de la autoridad concedida al cardenal Cisneros, le preguntaron con qué poderes gobernaba; respondió el Cardenal que con los del Rey Católico; replicaron los grandes, y el Cardenal, sacándolos a un antepecho de la casa que daba al campo, hizo disparar toda la artillería que tenla, y les dio aquella célebre respuesta, propia de su enérgico carácter, diciendo: «Con estos poderes, que el Rey me dio, gobernaré a España hasta que el príncipe venga»25. Vino, en efecto,   —37→   Carlos, y entregándose del gobierno, cesaron los disturbios que su ausencia ocasionaba. En el principio de su reinado padeció en Valladolid una penosa enfermedad de cuartanas, y habiéndose venido a Madrid, curó prontamente de ellas, con lo que cobró grande afición a este pueblo.

El fuego de la guerra civil llamada de las Comunidades prendió también en Madrid en 1520, abrazando su vecindario la causa de Toledo, Ávila y otras ciudades, y poniendo sus huestes a las órdenes de Juan de Padilla. Los partidarios del Emperador se sostuvieron, sin embargo en esta villa, levantando grandes fortificaciones, fosos y barricadas a la parte nueva de la población, que carecía de murallas, y construyeron un castillo cerca de la Puerta del Sol, hasta que, vencidos los comuneros en Villalar, y regresando aquél a España, volvió Madrid a ser la residencia frecuente del Monarca y su corte.

Hallándose en ella Carlos, recibió la noticia de la victoria de Pavía y la prisión de Francisco I, rey de Francia, que fue conducido de su orden a Madrid y custodiado por Hernando de Alarcón, primero en las casas de Ocaña, llamadas después de Lujan, en la plazuela de la Villa, y después en el Alcázar Real. A poco tiempo vinieron a Madrid su madre y hermana, para solicitar del Emperador su libertad, que no tardaron en conseguir, a consecuencia de la concordia que se ajustó, estipulándose, entre otras cosas, el matrimonio del Rey de Francia con la infanta D.ª Leonor, hermana de Carlos. Verificada la paz, vino éste a Madrid desde Toledo a visitar al Rey como amigo y cuñado; saliole Francisco a recibir en una mula con capa y espada a la española, e hicieron juntos su entrada, porfiando cortésmente, sobre cuál llevaría la derecha, que al cabo tomó el Emperador.

También este Monarca convocó en Madrid las Cortes del Reino, primero en 1528, en la iglesia de San   —38→   Jerónimo, para la jura de su hijo D. Felipe como príncipe de Asturias, y después en 1534; también favoreció a esta villa con notables privilegios y distinciones, eximiéndola de pechos, concediéndola nuevas franquicias y mercados, y accediendo a la petición de sus procuradores de colocar una corona Real sobre el escudo de sus armas, y el título de villa imperial y coronada. -Últimamente, contribuyó también a su engrandecimiento material emprendiendo la suntuosa reedificación del Alcázar, convertido ya por él en palacio Real; la fundación verificada por su hija la princesa D.ª Juana del Real monasterio de las Descalzas, sobre el mismo sitio que ocupaba el antiguo palacio en que nació la misma fundadora; la de los hospitales e iglesias del Buen Suceso, San Juan de Dios, casa de Misericordia y otros; la suntuosa capilla llamada del obispo don Gutierre de Vargas, contigua a San Andrés; la del convento Real de Atocha; la parroquia de San Ginés, y otras varias iglesias y casas religiosas; y en su tiempo, en fin, empezó a poblarse el dilatado campo que mediaba entre la Puerta del Sol, el convento de San Jerónimo y la puerta de Alcalá al Levante; y al Norte, desde el Postigo de San Martín, plazuela y puerta de Santo Domingo hasta las de Fuencarral y Santa Bárbara.

Hasta este tiempo no había, sin embargo, progresado Madrid materialmente al compás de la importancia que ya la daban su carácter de corte casi constante de Castilla; pues según el testimonio del apreciable historiador de Indias Gonzalo Fernández de Oviedo, natural de ella, y que ya hemos dicho se ocupó mucho en su descripción, la población de esta villa en los principios del siglo XVI no pasaba de tres mil vecinos, si bien crecía o se aumentaba rápidamente, como lo expresa el mismo escritor en estos términos: «En el tiempo en que yo salí de aquella villa para venir a las Indias, que fue en el año de 1513, era   —39→   la vecindad de Madrid de tres mil vecinos, et otros tantos los de su jurisdicción et tierra; et cuando el año que pasó de 1546 volví a aquella por procurador de la ciudad de Santo Domingo et de esta isla Española... en sólo aquella villa y sus arrabales había doblado o cuasi la mitad más vecinos, et serian seis mil poco más o menos, a causa de las libertades, et franquicias, et favores que el emperador rey D. Carlos nuestro Señor le ha fecho».

Efectivamente, consta va que algunos años después de la época en que escribía Oviedo, y aun antes que el monarca Felipe II determinase fijar en Madrid su corte, encerraba ya esta villa una población de veinte y cinco a treinta mil almas, y un caserío de más de dos mil quinientos edificios, que era el comprendido en los límites que quedan descritos la segunda ampliación. Este progreso, que venía indicándose y desenvolviéndose durante todo el siglo XV, por la especial predilección que había merecido Madrid a los monarcas anteriores, especialmente a don Juan II y D. Enrique IV, que residieron, como vimos, casi constantemente en ella; a la católica reina D.ª Isabel, y últimamente al poderoso emperador D. Carlos, era todavía nada comparativamente con el que hubo de recibir en el mero hecho de ser escogida por su hijo y sucesor Felipe II para corte y capital de la monarquía.




ArribaAbajoLa corte en Madrid

(A MEDIADOS DEL SIGLO XVI)

Este acontecimiento histórico (aunque sin declaración previa y solemne que precise absolutamente su fecha) debió tener lugar, según se infiere de varios documentos   —40→   que obran en el archivo de esta villa, en el año de 1561, trasladándose a Madrid el sello real, los tribunales y regia servidumbre, desde Toledo, donde a la sazón se hallaba la corte.

Medida tan importante y trascendental, adoptada por el hijo del César Carlos V a los pocos años de haber empuñado, por abdicación de su padre, el cetro más importante del orbe, ha sido agriamente censurada por muchos escritores, juzgada a posteriori por nuestros contemporáneos y como que parece que ha caído en gracia la calificación de desacierto, atribuido con este motivo a Felipe.

Se ha dicho y repetido hasta la saciedad (aunque harto ligeramente) que la villa de Madrid era un pueblo mezquino, impropio, sin importancia política y sin historia; situado en el interior, y el más lejano de las costas de un reino peninsular, en un territorio pobre y desnudo, careciendo de un río caudaloso y de otras condiciones materiales de prosperidad, así como también de los grandes monumentos del arte, que elevan en el concepto público a las ciudades y las imprimen el sello de majestad y poderío. Y procediendo luego por comparación, se han encarecido hasta lo sumo las ventajas que en todos estos conceptos llevan a Madrid varias capitales de provincia, que pudieron obtener la preferencia para el establecimiento definitivo de la corte en ellas.

Sin negar absolutamente todas las razones que en este sentido se vienen alegando en agravio de la corte madrileña, pero remontándonos, para proceder con la debida imparcialidad, a la época en que recibió aquella augusta investidura, no podremos menos de presentar otras muchas políticas y de conveniencia que las contradicen, y pudieron y debieron influir poderosamente en el ánimo de Felipe II, como venían ya influyendo en el del gran Cardenal Cisneros y en el del emperador Carlos V, para   —41→   dar a la villa de Madrid la preferencia en tan solemne elección.

La reunión bajo un solo cetro de los diversos reinos que compusieron la Monarquía española no llegó, como es sabido, a verificarse hasta los fines del siglo XV, y en las augustas manos de los esclarecidos Reyes Católico, doña Isabel y D. Fernando.

Hasta entonces no pudo ni debió haber naturalmente capital del reino, y los diversos monarcas tuvieron la suya respectiva en el punto más conveniente de sus estados; en León, en Burgos, en Sevilla, en Toledo, en Barcelona, en Zaragoza, etc.; pero operada la reunión definitiva de las coronas de Castilla y Aragón y la toma de Granada y expulsión total de los sarracenos, los Reyes Católicos, después que hubieron terminado su alta empresa y las continuas guerras que les obligaban a la constante variación de la corte, debieron sentir la necesidad de fijarla definitivamente en un punto céntrico, importante y autorizado; pero fluctuaron, al parecer indecisos, entre Valladolid, Toledo y Madrid. Las dos primeras tenían en su favor los recuerdos de su historia como cortes de Castilla, ventaja inapreciable a los ojos de la reina doña Isabel; la última, además de su situación más central, ofrecía en su misma novedad mayor simpatía a los ojos del Rey de Aragón. La misma reina Isabel, que, si no había nacido en ella, como ya dijimos más arriba, la manifestó, por lo menos, en todos tiempos singular predilección, parece como que se complacía en residir en ella, y darla todo el carácter de corte Real. Posteriormente, el gran político y Cardenal-regente del reino, Jiménez de Cisneros (aunque arzobispo de Toledo), debió igualmente participar de esta opinión ventajosa hacia el pueblo madrileño; y acerca de la conveniencia de establecer en él la nueva corte, pensó sin duda que llevaba la ventaja   —42→   de no representar el exclusivismo de ninguna de las anteriores, parciales y muchas veces antagonistas entre sí. Carlos V, en fin, a estas consideraciones políticas, hubo de añadir en la balanza la especialísima del hermoso clima de Madrid, que lo hizo recuperar la perdida salud.

Pero ni durante su reinado ni el de sus antecesores pudieron permitir las continuas guerras el solaz suficiente para realizar aquel gran pensamiento, que parecía ya dominante en las altas regiones del Trono, y la corte oficial de Toledo luchó todavía medio siglo con las de Valladolid y Madrid. Subió, al fin, al trono Felipe II, y en pacífica y omnímoda posesión del reino, fue naturalmente el llamado a realizar aquel político pensamiento; debiendo suponerse en su alta penetración que lo meditó detenidamente y bajo todos sus aspectos antes de resolverlo en pro de Madrid.

¿Cuáles fueron o pudieron ser estas consideraciones, que hoy se afecta desconocer, y que llegaron entonces a pesar tanto en el ánimo de aquel gran Rey? -A nuestro entender, la primera fue, sin duda, la política ya indicada, de crear una capital nueva, única y general a todo el reino, ajena a las tradiciones, simpatías o antipatías históricas de las anteriores, y que pudiera ser igualmente aceptable a castellanos y aragoneses, andaluces y gallegos, catalanes y vascongados, extremeños y valencianos. Un pueblo que, aunque con suficiente vida e historia propia (y por cierto bien honrosas y nobles), pudiera absorber y fundir en su seno todos aquellos distintos provincialismos, identificarse y representar simultáneamente aquellas diversas poblaciones, y ser, en fin, la patria común, la expresión y el compendio de las varias condiciones de los habitantes del reino. Estos, de los cuales unos habían respetado como cabeza a los mismos pueblos que los otros habían combatido o conquistado, necesitaban, pues, un centro   —43→   mutuo y sin antecedentes de antagonismo o parcialidad, en que venir a confundirse bajo el título común de españoles; y esta cualidad (que las antiguas cortos de Castilla, de León de Aragón o de Navarra no podían disputarla) fue sin duda alguna la que hizo aceptable para todos a la nueva capital de la Monarquía española, corte de un reino nuevo también.

En situación central y equidistante de los diversos límites de la Península, también Madrid llevaba a todas, bajo este aspecto, la preferencia; circunstancia por cierto muy ventajosa y propia para la gobernación y dominio de tan apartadas provincias y encontradas nacionalidades. La corte de Toledo o Valladolid no podía nunca dominar políticamente a la de Barcelona o Zaragoza; la de Sevilla no era posible tuviese el prestigio suficiente, ni estaba en situación material para regir a Castilla y Aragón. Por último, los que muy ligeramente, a nuestro entender, han censurado en Felipe II el no haber elegido a Lisboa para capital de la Península, no reflexionan, primero, que cuando colocó la corte en Madrid no poseía ni poseyó todavía en muchos años el Portugal; y segundo, que cuando, en 1580, hubo heredado y conquistado aquel reino, hubiera sido la medida más altamente política la de desnacionalizar su capital y trasladarla al pueblo conquistado, al confín de la Península; medida que, cuando menos, hubiera dado entonces por resultado la inmediata separación de la coronilla aragonesa, o que el curso del Ebro marcara, como ahora los Pirineos, el límite del territorio español.

Ciertamente que aquella ciudad (Lisboa) y la de Sevilla brindaban ventajas naturales muy espléndidas y superiores a las de Madrid; pero ya quedan indicadas las políticas razones a que debieron naturalmente ceder. En cuanto a Valladolid, Burgos y Toledo, además de esta   —44→   desventaja para entrar en la lucha, no poseían tampoco mejores condiciones de centralidad, clima y fertilidad de su término.

A la verdad que al tender la vista por la árida campiña que rodea hoy a Madrid, se creería con dificultad que estas mismas lomas, áridas hoy y descarnadas, fueron en otro tiempo célebres por su feracidad y hermosura. Sin embargo, los testimonios que de ello tenemos son irrecusables. Testigos de vista los más imparciales nos han trasmitido la descripción de sus frondosos bosques, montes poblados y abundantes pastos. El agua, este manantial de vida, abundante entonces y espontáneo en esta región, ofrecía su alimento a la inmensidad de árboles que la poblaban y que describe el Libro de Montería del rey don Alonso XI; y este arbolado, esta abundancia de aguas, hacían el clima de Madrid tan templado y apacible como lo pintan Marineo Sículo26, Fernández de Oviedo y otros célebres escritores27.

  —45→  

Pero el establecimiento de la corte, que debía ser para esta comarca la señal de una nueva vida, sólo fue de destrucción y estrago. Sus árboles, arrasados por el hacha destructora, pasaron a formar los inmensos palacios y caseríos de la corte, y servir a sus crecientes necesidades. Desterrada la humedad que atraían con sus frondosas copas para filtrarla después en la tierra, dejaron ejercer después su influjo a los rayos de un sol abrasador, que, secando más y más aquellas fuentes perennes, convirtieron en desnudos arenales las que antes eran fértiles campiñas. De aquí la falta de aguas en Madrid, de aquí la miseria y triste aspecto de su comarca, y de aquí, finalmente, el destemple actual de su clima; porque, no encontrando contrapeso ni temperamento los rayos del sol canicular, ni los mortales vientos del Norte, alteraron las estaciones y aumentaron el rigor de ellas, haciendo raros   —46→   entre nosotros los templados días de primavera. Pero esto mismo hubiera sucedido, y por iguales causas, a Valladolid y Toledo, sin tener para compensar aquellos contratiempos el alegre cielo, el aire trasparente y puro de Madrid. -Valladolid, aunque convenientemente situada en una extensa llanura y en medio de fértiles campiñas, es por demás nebulosa y enfermiza, y el satírico Quevedo la definió en estos términos:


«Vienes a pedirme raso
En Valladolid la bella,
Donde hasta el cielo no alcanza
Un vestido de esa tela».

En cuanto a la piramidal Toledo en cuyas estrechas, costaneras y laberínticas calles no hemos podido nunca   —47→   comprender cómo cabía la corte de Carlos V, la aplicaremos los versos del mismo gran poeta:


«Vi una ciudad de puntillas
Y fabricada en un huso,
Que si en ella bajo, ruedo
Y trepo en ella, si subo».

La gran falta natural de Madrid para su futuro desarrollo, como ciudad populosa y corte de tan importante monarquía, era la de un río caudaloso, que surtiendo a las necesidades de un crecido vecindario, sirviese también para fertilizar y hermosear su término y campiña. Esta falta grave, representada en la exigüidad del modesto Manzanares, ha dado también motivo a las continuadas burlas y chanzonetas de los poetas satíricos, del mismo Quevedo, de Góngora, de Tirso de Molina y otros, de que podía formarse una abultada colección. Pero es preciso tener en cuenta que la mayor parte de nuestras ciudades importantes del interior se hallan en el mismo caso; que nuestros ríos, tan celebrados de los poetas por sus arenas de oro y sus ondas transparentes, no son ningunos Támesis, Senas o Danubios caudalosos, navegables y conductores de salud, de civilización y bienandanza; por lo cual vemos que aun en los pueblos fundados en sus inmediaciones, no trataron de albergarles o darles paso dentro de su recinto, como lo están los que bañan las primeras ciudades de Francia, Inglaterra y Alemania, etc., y aun así se vieron expuestas las nuestras a las súbitas inundaciones, invernales o a la maligna influencia de sus sequedades del estío. -El padre Tajo, que circunda la imperial Toledo, aunque también a respetuosa distancia, sólo empieza a ser verdaderamente río cuando corre por territorio portugués. Lo mismo el Duero y el Guadiana; el Ebro y el   —48→   Guadalquivir son los que más se acercan entre nosotros a aquellas condiciones civilizadoras; pero ya a las extremidades de su curso, en los confines de la Península.

No se ocultó, sin embargo, esta falta al ilustrado Felipe II, y sabido es de todos el proyecto que formó, y que entonces se creyó realizable, de traer el Jarama a Madrid, incorporándolo con el Manzanares. Este último también por entonces debía ser bastante más caudaloso, o correr menos oculto en la arena, pues tenemos la relación del viaje que Antonelli hizo desde Lisboa por el Tajo y el Jarama, y continuó luego por el Manzanares hasta el Pardo. Posteriormente, y según fue haciéndose sentir más y más la necesidad, se renovaron otros proyectos análogos, y a fines del siglo XVII se ideó la canalización hasta Vacia-Madrid, y luego, con el auxilio del Jarama, hasta Toledo; proyecto que no fue admitido por la Reina Gobernadora doña Mariana de Austria, hasta que en el reinado de Carlos III se construyó por espacio de dos leguas el que luego existió, aunque por cierto con bien escaso resultado.

Pero, a falta de río, se acudió al medio de adquirir las aguas potables por filtración en unas minas subterráneas que se extienden a cierta distancia y recogen las que derraman las sierras inmediatas. Estos viajes, algunos de los cuales ya existían, y otros, como los grandes y copiosos de Amaniel y Abroñigal, se descubrieron y formaron en el reinado de Felipe III, y bastaron, aunque no abundosamente, para surtir las primeras necesidades de la población; hasta que, creciendo ésta, y aumentándose y multiplicándose aquéllas de un modo extraordinario en el presente siglo, ha sido necesario acometer y llevar a cabo la obra gigantesca del canal del Lozoya, que cambiará dentro de pocos años las condiciones materiales de Madrid.

Esta hermosa población, situada bajo mi cielo limpio y   —49→   sereno disfrutando de una atmósfera trasparente, un dilatado y hermosísimo horizonte, rara vez turbado por las tormentas exento de miasmas pestilentes, ajeno a las epidemias, inundaciones, terremotos y otros azotes tan frecuentes en poblaciones de su importancia; rodeada al Norte por las sierras Carpetanas, los bosques del Pardo y la maravilla del Escorial; al Sur, por los vergeles de Aranjuez; al Levante, por las llanuras del Henares y las pintorescas campiñas de la Alcarria; y al Poniente, por los fértiles campos de Talavera; centro de todos los caminos que cruzan el reino en todas direcciones; surtida por esta razón de todas las producciones más ricas y preciadas de nuestro suelo, y ciudad central, común y sin fisonomía especial de esta o aquella provincia, de esta o aquella historia, la villa de Madrid (digan lo que quieran los escritores antagonistas) justificó desde luego la preferencia que la diera el gran político Felipe II al elevarla al rango de corte de la Monarquía; y cuando algunos años después, en 1601, y por un capricho inmotivado del joven rey Felipe III, trasladó su corte a Valladolid, muy pronto las ventajas políticas y naturales de Madrid sobre aquélla se hicieron tan sensibles y universalmente reconocidas, que a los cinco años (en 1606) volvió a ser trasladada definitivamente a esta villa28.

  —50→  

En cuanto a la injusta calificación de pueblo sin historia propia ni importancia política, repetida contra Madrid por los modernos escritores, con no menos ligereza, aunque en sentido inverso de la que guió a los del siglo XVII para remontar su origen a los tiempos fabulosos y hacerle figurar en los anales griegos y romanos, no puede menos de rechazarse con energía, y obligará repetir, con la historia nacional en la mano, a los que pretenden negarla, que cuando la villa de Madrid aparece en ella a principios del siglo X y en poder de los sarracenos, era ya una población importante y fortificada, que suponía indudablemente algunos siglos de existencia anterior. -Que su conquista en el siglo XI fue una de las grandes empresas del rey D. Alfonso VI de Castilla, y que el mismo monarca y sus inmediatos sucesores la ampliaron y fortificaron más; la dotaron de fueros y privilegios, en cuyo contenido se echa de ver la importancia que tenía ya esta población. -Hallará también que el pendón del Concejo de Madrid llevaba la vanguardia en la famosa batalla de las Navas de Tolosa, a las órdenes del señor de Vizcaya, don Lope de Haro, y algunos años después asistió con gran prez en el cerco de Sevilla, a las órdenes del santo rey   —51→   D. Fernando III. -Que todos los monarcas de los siglos XIII y XIV residieron frecuentemente en nuestra villa, tuvieron en ella su corte y celebraron grandes juntas y actos solemnes desde que, a principios del XIV, D. Fernando IV congregó en ella, por primera vez, las Cortes del Reino, cuyo ejemplo fue repetido después frecuentemente por los sucesivos monarcas.-Que en la perra civil entre D. Pedro y D. Enrique dio Madrid pruebas de acrisolada lealtad en defensa del legítimo rey. Que en esta villa empezó su reinado D. Enrique III y tuvieron lugar las turbulencias que señalaron su minoría, hasta que, declarado mayor de edad a los once años, tomó en ella las riendas del gobierno; y habiendo cobrado afición a este pueblo, residió en él casi siempre, renovó su Alcázar y recibió a los embajadores extranjeros, enviando por su parte al gran conquistador Timur Lenk, al madrileño Rui González de Clavijo, su camarero. -Que también su hijo, D. Juan II, hizo su residencia ordinaria en esta villa y recibió de Madrid especial apoyo en las revueltas de su reinado; así como D. Enrique IV, en las promovidas contra él por su hermano D. Alfonso, siendo Madrid declarado defensor de la buena causa. -Que en esta villa nació y fue jurada en Cortes princesa de Asturias la desgraciada doña Juana, llamada la Beltraneja, cuya sucesión defendió a la muerte de D. Enrique. Que los Reyes Católicos residieron también en muchas ocasiones en esta villa, y así como todos sus antecesores, reunieron en ella las Cortes del Reino, y que en las celebradas en 1509 en la iglesia de San Jerónimo, después de la muerte de la reina doña Isabel, el Rey Católico juró gobernar como administrador de su hija doña Juana y como tutor de su nieto D. Carlos. -Que a la muerte de aquél, los gobernadores del Reino, Cardenal Cisneros y Deán de Lovayna, trasladaron a Madrid su residencia, y que desde ella gobernaron hasta la venida   —52→   del Emperador. Que también esta villa abrazó ardientemente la noble causa de las Comunidades, y sostuvo contra las huestes de aquél una porfiada resistencia; pero venido luego a esta villa, y curádose en ella de unas pertinaces cuartanas que padecía, la cobró decidida afición, la colmó de mercedes y privilegios, residió frecuentemente en ella, dándola de hecho el carácter de corte de su Imperio poderoso; reedificó su Alcázar, convirtiéndole en magnífico palacio Real, y a él hizo conducir al augusto prisionero de Pavia; y por último, añadió

Véase, pues, si un pueblo que durante cuatro siglos y medio venía figurando tan dignamente en la historia nacional, venía sirviendo de residencia y de corte a los monarcas, de lugar de reunión a las Cortes del Reino, de apoyo y defensa a las grandes y nobles causas y a los altos intereses del Estado, era un pueblo sin historia ni antecedentes, insignificante, nulo y poco digno de recibir la alta investidura de capital del reino.

En cuanto a la historia de esta villa en los tres siglos siguientes, puede decirse que es la historia de la monarquía; la parte tan principal e iniciativa que le ha cabido en ella hace palidecer la suya propia en los siglos anteriores, y la corte de la Monarquía Española oscurece las glorias de las antiguas de Castilla, de León, de Aragón, de Sevilla y Barcelona.

Madrid, capital del Imperio de aquel gran monarca don Felipe II, cuya voz obedecía la Europa entera; centro de su acción y poderío; foco de aquel sol español que alumbraba constantemente con sus rayos a los países más remotos del orbe; capital donde residía el supremo Gobierno, los consejos y tribunales de tan remotos países; de donde salían los grandes capitanes, los virreyes y   —53→   gobernadores para descubrir otros, conquistar o dominar en ellos, y adonde, cargados de trofeos, de merecimientos y servicios, regresaban un D. Juan de Austria, un Gonzalo de Córdoba, un Duque de Alba, para poner a los pies del Monarca los trofeos de Lepanto, de San Quintín, de Italia, Flandes y Portugal, que aun cuelgan pendientes de las bóvedas del templo de Nuestra Señora de Atocha o de los techos de la Real Armería. -La corte de Felipe III, que recibió en sus muros a los enviados del Shah de Persia y del Gran Señor, y otros remotos imperios, y bajo cuyo cetro vinieron a reunirse, no sólo los diez y ocho reinos de la España peninsular, sino también el Portugal, Nápoles, Sicilia, Parma, Plasencia y el Milanesado en Italia; el Rosellón, el Bearnés y la Navarra, el Artois y el Franco Condado en Francia; las dos Flandes y Holanda en los Países-Bajos; en África casi todas las costas, Angola, Congo, Mozambique, Orán, Mazarquivir, Mostagan, Tánger, Túnez y la Goleta; además de las islas africanas, Azores, Madera, Cabo Verde, Malta, Baleares y Canarias; que tenía un imperio en el Asia en las costas de Malabar, Coromandel y la China, y derecho a los Santos Lugares de Palestina; que poseyó también las ricas e inmensas islas Filipinas, Visayas, Carolinas, Marianas y de Palao, de la Sonda, Timor, Molucas y otras innumerables del mar Pacífico; y extendió, en fin, su dominación como emperador de Méjico, del Perú y del Brasil, a casi todo el continente de América o Nuevo-Mundo, y a casi todas las islas del Océano; imperio colosal, que excedió a los antiguos orientales, a los de Alejandro, Roma, Cartago, Carlo-Magno y Napoleón; como que contaba una población calculada en 600 millones de almas y una extensión de territorio de 800.000 leguas cuadradas, o sea la octava parte del mundo conocido. -La caballeresca y poética corte de Felipe IV, emblematizada en el sitio del   —54→   Buen Retiro, que vio lucir el bullicio y esplendor de las fiestas palacianas, de las justas y torneos caballerescos; que escuchó la musa de Lope de Vega y Calderón, de Tirso y de Moreto, de Solís y de Quevedo, a quienes había visto nacer en sus muros; la corte en que florecían además un Cervantes y un Mariana, un Velázquez y un Murillo; la que recibía, espléndidamente a los monarcas extranjeros que venían a solicitar la alianza del español o la mano de sus hijas y hermanas; la que después del tristísimo paréntesis del hechizado Carlos II, tornó a recobrar su animación y su influencia, y dio luego tan altas pruebas de su no desmentida lealtad, de su energía y su valor en pro de la nueva dinastía de Felipe de Borbón; que vio nacer en sus muros a los dos esclarecidos monarcas Fernando VI y Carlos III, que más adelante habían de engrandecerla y renovarla; la que a principios de este mismo siglo alcanzó a dar, el DOS DE MAYO DE 1808, la heroica señal del más noble y generoso alzamiento que señalan los fastos de nuestra nación, por su independencia y libertad; el pueblo, en fin, que en sus fastos antiguos y modernos puede ostentar páginas tan brillantes, tan altos y nobles merecimientos, tiene en ellos su defensa mejor, su más preciada ejecutoria.

Pero nos hemos extralimitado demasiadamente de nuestro propósito; y al tratar del suceso que más influencia tuvo en la prosperidad y fortuna de esta villa, y que tan combatido se ha visto por la ligereza de algunos escritores, no hemos podido contener nuestra pluma dentro de los límites del período a que ahora particularmente nos referimos.



  —55→  

ArribaAbajoLa Villa y Corte de Madrid en el siglo XVII

Desde la venida de la corte a Madrid, y con el considerable aumento consiguiente en su población y en su riqueza, fue extendiendo de tal manera sus límites, que, vuelta de muy pocos años, borró las huellas de los anteriores, allanó sus cercas e hizo avanzar sus puertas, quedando sólo los nombres de las antiguas, como recuerdos históricos, a los sitios en que estuvieron.

Este rápido crecimiento, que triplicó o cuadruplicó el antiguo caserío de la villa y sus arrabales, se verificó simultáneamente por todos lados, excepto a la parte occidental, donde continuaron (como continúan) sirviéndola de límites el Real Alcázar y sus jardines, los enormes desniveles o cuestas de la Vega y las Vistillas, que bajan al río Manzanares. -La puerta de Segovia, o Nueva de la Vega, construida por entonces, así como el famoso puente frontero, obra del insigne Juan de Herrera, y el último trozo de calle del mismo nombre desde las casas de la Moneda, adelantaron, algún tanto, sin embargo, por aquel lado, rebasando la antigua muralla. -Multiplicose extraordinariamente el caserío entre los altos de las Vistillas y el antiguo convento extramuros de San Francisco; convirtiéronse en calles animadas el camino o carrera que a éste guiaba desde la vieja Puerta de Moros, el Humilladero de Ntra. Sra. de Gracia, las tierras y huertas contiguas al camino real de Toledo; siendo necesario colocar la salida de la Latina (que, como ya queda expresado   —56→   anteriormente, se hallaba entre la plazuela de la Cebada y San Millán), mucho más abajo, y en el mismo sitio próximamente a donde la actual Puerta de Toledo. -El Rastro, la dehesa de Arganzuela y la de la Villa, la de la Encomienda de Mortalaz, la Huerta del clérigo Bayo y los rápidos desniveles y barrancos, ventas, tejares y mesones en dirección al Barranco de Lavapiés, se trasformaron en las célebres barriadas de estos nombres. -La puerta de Antón Martín fue sustituida por otra también denominada de Vallecas, situada cerca del arroyo de Atocha, extendiéndose hasta ella la hermosa calle de este nombre, y se formó la Alameda en el antiguo prado de Atocha, desde el famoso santuario de aquella veneranda imagen hasta la subida a San Jerónimo. La parte de dicha Alameda, que después llevó el nombre de Prado de San Jerónimo y hoy es la principal de aquel magnífico paseo, se allanó y regularizó por primera vez según el testimonio de nuestro Juan López de Hoyos), en 1570, con ocasión de la entrada solemne de doña Ana de Austria, última, esposa de Felipe II. -La Puerta del Sol avanzó por este tiempo al camino de Alcalá, como hacia donde está hoy la entrada del Retiro, y entonces se formaron y poblaron la principal y hermosísima calle de Alcalá y el extendido, cuarto de circulo de E. a N. trazado entro ella y las de la Montera, Hortaleza y Fuencarral, a cuyos extremos se abrieron los portillos de Recoletos, de Santa Bárbara y de los Pozos de la Nieve. -Colmose el otro extenso distrito entre esta última calle y la Ancha de San Bernardo (llamada entonces de los Convalecientes, por el hospital que había en ella), a cuyo final pisó la puerta que estaba en la plazuela de Santo Domingo; y por último, las pueblas nuevas, hechas por D. Joaquín de Peralta hacia el monte de Leganitos, terminaban al N. y N. O. con los portillos de Maravillas, de Amaniel, del Conde Duque   —57→   y de San Joaquín (después de San Bernardino), quedando fuera la posesión conocida después por Montaña del Príncipe Pio, con las huertas de las Minillas, la Florida, Buytrera y otras, hasta el puente del Parque de Palacio, que venía a estar donde hoy la fuente de la Regalada, a la bajada de las Reales Caballerizas. Dicho Parque de Palacio y campo llamado del Rey se extendían, como hoy, hasta la cuesta de la Vega.

Vese, por lo dicho, que los nuevos límites señalados hace tres siglos a la población de Madrid no han tenido más alteraciones sustanciales, en tan largo período, que la inclusión dentro de ellos del Real sitio del Buen Retiro, fundado por Felipe IV, y alguna mayor extensión hacia la puerta de Alcalá; y por el lado occidental, la Montaña del Príncipe Pío y bajada o paseos de la Puerta de San Vicente. Pero aquellos límites, que entonces se señalaron a Madrid, incluyendo multitud de huertas, tierras de cultivo y eriales, tardaron en rellenarse todo el siglo que medió entro la mitad del XVI a la mitad del XVII, en términos que en esta última época ya presentaba Madrid, con corta diferencia, la misma figura en su perímetro y el mismo trazado de sus calles que hoy día, salvas algunas excepciones de cerramientos o variaciones posteriores. -De todo ello podemos juzgar cumplidamente por la inspección material del gran Plano grabado en Amberes en 1650, de que hicimos mención y que vamos a reproducir.

En esta nueva población, trazada ya para servir a más importantes necesidades, se buscó con preferencia un terreno menos accidentado, se abrieron o formaron en él calles más rectas y espaciosas, algunas muy extensas, como las bajas de Toledo y de Atocha, la Carrera de San Jerónimo, la de Alcalá, la Montera, Fuencarral, Hortaleza y Ancha de San Bernardo, y se construyeron en   —58→   ellas multitud de edificios de consideración. -Sin embargo es de lamentar que a la creación, puede decirse, de nueva planta, de la villa capital del Reino, no presidiese mayor gusto y esmero, no se tuviesen en cuenta ciertas condiciones indispensables para su futura prosperidad. No pretendemos, por esto, que la nueva villa fuese improvisada con la regularidad y fatigosa monotonía de un tablero de damas, sino que, procurándose todo lo posible la nivelación de los terrenos, dándose a todas sus calles la conveniente anchura, cortes y comunicaciones, proporcionándose a distancias convenientes plazas regulares, desahogadas avenidas y puntos de vista calculados, se hubiese en ellas construido el caserío con cierta regularidad, y algunos edificios públicos de necesidad y grandiosa perspectiva; hubieran, en fin, consignado los monarcas de Castilla de aquella época en la corte del Reino el gusto y la magnificencia que ostentaban en otras ciudades del reino, en el de Italia, y en las nuevas que por entonces se fundaban en la América española. No fue, sin embargo, así; y ni los tesoros del Nuevo Mundo, ni la fuerza de voluntad, poderío y alta inteligencia de Felipe II; ni el colosal y privilegiado talento de Juan de Herrera y sus contemporáneos y sucesores los Toledos, Monegros, Moras y Vegas alcanzaron a imprimir Madrid aquel sello de grandeza y majestad que requería la corte de la monarquía.

El Alcázar de Carlos V y Felipe II, obra de Cobarrubias y de Luis de la Vega; la puente segoviana, de Juan de Herrera, en tiempo de Felipe II; la Plaza Mayor, del reinado de Felipe III, y el sitio del Buen Retiro, obra de Felipe IV, son los objetos más dignos que recibió la corte de Madrid de los monarcas de la dinastía austriaca; si bien, por un celo indiscreto, aunque muy propio de aquel siglo, consumieron sus tesoros en fundar en ella setenta o más conventos, con otras tantas iglesias, todas   —59→   medianas nada más, y de ningún modo comparables a nuestras magníficas catedrales, no diremos las antiquísimas de Toledo, Burgos o Sevilla, pero ni aún de las modernas o contemporáneas de Granada, Segovia y Salamanca; así como los pocos edificios civiles de aquellos reinados, tales como la Cárcel de Corte, el Ayuntamiento y la casa de Uceda (los Consejos) no pueden sostener comparación con los alcázares de Toledo y de Granada, la Lonja de Sevilla, y otros muchos de aquella época.




ArribaAbajoPlano topográfico de 1656

Pero vengamos, en fin, a la descripción ofrecida del Plano topográfico del Madrid del siglo XVII, que hemos tenido la suerte de exhumar del olvido, y por el cual podemos juzgar completamente del estado y aspecto de la corte de los Felipes. Ningún libro ni descripción nos servirá tan cumplidamente para ello como la vista material el estudio de este gran plano. Su extensión, la exactitud y minuciosidad con que está reproducido en perspectiva caballera todo el caserío de la villa, en escala bastante extensa para poder apreciar sus pormenores, hacen de este grabado un documento tan precioso como generalmente ignorado por los que han tratado de la historia de Madrid; y como es de temer que con el tiempo lleguen a faltar los rarísimos ejemplares que aún pueden existir, creemos hacer un servicio en consignar aquí sus detalles.

Consta dicho plano de veinte hojas de gran marca, las cuales, unidas y pegadas sobre lienzo (como están en el precioso ejemplar que poseemos, y también en el otro muy bien restaurado que conserva el Ayuntamiento), ocupan una extensión de unos ocho pies de altura por diez de ancho, o sean cerca de ochenta superficiales.

  —60→  

En la parte superior de dicho Plano se lee esta inscripción: Mantua Carpetanorum sive Matritum urbs regia. Al lado derecho están las armas Reales sobre trofeos, y se lee: Philipo IV rege Catolico forti et pio. Urbem hanc suam et in ea orbis sivi subjecti compendium exhibit MDCIV.: y debajo, en una tarjeta sostenida por figuras alegóricas y trofeos, se encuentra la siguiente inscripción:

Topografía de la villa de Madrid, descrita por D. Pedro Texeira, año de 1656, en la que se demuestran todas sus calles, el largo y ancho de cada una de ellas, las rinconadas y lo que tuercen; las plazas, fuentes, jardines y huertas, con la disposición que tienen las parroquias, monasterios y hospitales; están señalados sus nombres con letras y números que se hallarán en la tabla, y los edificios, torres y delanteras de las casas están sacadas al natural, que se podrían contar las puertas y ventanas de cada una de ellas.

A la izquierda está la tabla y las escalas de 1/1870, y debajo dice: Salomon Sauri cara et solicitudine Joannis, et Jacobi Vanveerle, Antuerpiae.

Efectivamente, la minuciosidad y exactitud del dibujo son tales, que dejan poco que desear, no sólo en cuanto a la demostración del giro y disposición de las calles, sino en el alzado de las fachadas y topografía interior de los edificios, pudiendo juzgar de la conciencia con que fue hecho aquel precioso trabajo por los varios públicos y particulares que aún se conservan en el mismo estado en que los representa el plano, con la misma repartición de su planta, con el propio número de pisos, puertas y ventanas, y la misma forma general de su ornato arquitectónico.

Los límites de la población marcados en este plano eran los que quedan anteriormente expresados, y son, con corta diferencia, los que comprende el actual perímetro de Madrid. -La Puerta de Alcalá (que era mezquina, y formada por dos torrecillas) se hallaba situada más   —61→   adentro que el actual arco de triunfo, poco más o menos frente a la glorieta o entrada moderna del Buen Retiro. Como no existían aún los edificios del Pósito ni los Hornos de Villa Nueva, construidos después, corría la cerca por detrás de las huertas de Recoletos y otras, formando el mismo recodo saliente que hoy con la que después fue de la Veterinaria. La puerta o portillo de Recoletos (que también era sumamente mezquina) estaba poco más o menos en el mismo sitio que la que acaba de derribarse, y seguía la tapia derecha hasta la de Santa Bárbara, haciendo aquí un saliente notable hasta el portillo, que estaba en el mismo sitio, y es acaso el propio que hoy alcanzamos; y en las afueras no se señala más que tierras de labor, no existiendo la huerta después llamada de Loinaz (hoy de Arango). -A la izquierda del portillo de Santa Bárbara aparece un edificio que puede ser el mismo o una buena parte de la actual Fábrica de Tapices, y en él se mira un molino de viento. -Siguen luego algunos trozos muy irregulares de cerca, hasta la puerta o salida llamada de los Pozos de la Nieve, en el mismo sitio que la moderna de Bilbao. -Más diferencias se observan entre ésta y la de Fuencarral (entonces llamada todavía de Santo Domingo), y se ve otra salida o puerta llamada de Maravillas al fin de una calle, que puede ser la de San Andrés, cerrada luego por el jardín que fue de Bringas. -Veíase después el palacio de los duques de Monteleón, con su extendida huerta y cerca, que formaba y forma la de Madrid por aquella parte, aunque no parece tan saliente como ahora. -Corría luego por la izquierda hasta la salida del Conde-Duque de Olivares (cuyo palacio y jardines aparecen en los sitios en donde hoy están el de Liria y el cuartel de Guardias), y luego continuaba con la misma imperfección que hoy, hasta la de San Joaquín (portillo de San Bernardino). Fuera de éste había un   —62→   humilladero de cruces, que seguiría sin duda hasta el convento, y se señalan varios caminos al Molino quemado, a la Huerta de Buytrera, etc., por el interior de la montaña llamada hoy del Príncipe Pío. -Ésta quedaba, como queda dicho, fuera de la población, pues la cerca bajaba costeándola desde el portillo de San Joaquín hasta el camino del río, cercando las huertas llamadas de las Minillas, la Florida, Buytrera, etc., hasta el puente del Parque, que, según dijimos, venía a estar donde hoy la fuente de la Regalada, por bajo de las Reales caballerizas. -El dicho Parque de Palacio (que seguía después adelantando, como hoy los jardines, hasta el río y la Tela) consistía, por lo visto, en unas alamedas y paseos sin grande importancia, y llegaba hasta la puente Segoviana, y la bajada de la Vega. Al lado opuesto del río se ve la Casa de Campo, poco más o menos en los términos que hoy, aunque con mayor frondosidad. -La puerta de la Vega tenía aún dos cubos, y aparece de alguna fortaleza, y la de Segovia la misma que hemos visto derribar hace pocos años. Desde ella subía la cerca por las Vistillas -Y huerta del Infantado, como hoy, hasta la del convento de San Francisco, no viéndose todavía el portillo que mandó después abrir y a que dio su nombre el licenciado Gil Imon de la Mota, fiscal del Consejo de Hacienda, que tenía allí sus casas, en donde es hoy hospital de la V. O. T. Por último, la cerca seguía a la puerta de Toledo (que estaba algo más arriba que la actual),

Estos eran y son todavía los límites del perímetro de Madrid a mediados del siglo XVII, hace dos siglos cabales.   —63→   El corte interior de la población era también idéntico, con algunas excepciones de rompimientos o cierres posteriores de algunas calles, y los nombres de éstas se conservaron en la mayor parte los mismos hasta estos últimos años.

La descripción interior de dichas calles, según se observan en el plano, nos llevaría muy lejos y alargaría esta Reseña, tanto más importunamente, cuanto que, habiendo de ser dicha descripción el objeto de nuestros paseos históricos, nos veríamos obligados a repetir aquí lo que con mayor extensión hemos de consignar después en el ingreso de esta obrita. Por lo tanto, nos limitaremos a indicar algunas consideraciones generales sobre el interior de la población tal como se presenta en el plano.

La construcción del caserío era en general impropia y mezquina. La grandeza del reino, agrupada en derredor del trono, y viniendo a formar la parte principal de la población de Madrid, se contentó con levantar enormes caserones, que sólo se diferenciaban de los demás por su inmensa extensión; y el vecindario en general, dividiendo y subdividiendo hasta un término infinito los terrenos o solares, llegó a formar hasta el número próximamente de las doce mil casas que entonces se contaban, y que hoy, refundidas en mayores edificios, no pasan acaso de siete mil; pues si por un lado la abundancia de jardines pertenecientes a ellas, y la multitud de grandes monasterios, que hoy se han utilizado para construcciones particulares, ocupaban una buena parte del perímetro, por otro los edificios construidos posteriormente son mucho más extensos, como que en cada uno de ellos se han ocupado solares de tres o cuatro de las antiguas casas. Las doce mil, además, que suponen los historiadores del siglo XVII, puede explicarse por el lente de aumento con que solían mirar a Madrid, o por la hiperbólica dicción de un par   —64→   de casas con que acostumbraban designar a cada edificio que tenía dos pisos o habitaciones.

Generalmente estos eran pocos, por muchas razones en primer lugar, la población era mucho menor todavía, y la vida interior del pueblo debía ser tan modesta y poco ganosa de comodidades, que quedaba satisfecho con cualquier cosa, con un hediondo portal, con una oscura empinada escalera y con media docena de estrechos desnudos aposentos, coronados por un mezquino zaquizamí; todo esto formado y multiplicado en el reducido espacio que toleraban los conventos (que en Madrid, como en la mayor parte de las ciudades del reino, constituían la parte principal de la población), y aun aquella tolerancia en favor del vecindario estaba las más veces limitada en la altura de las casas fronteras y contiguas, en el número de las ventanas, en sus salidas y comunicaciones, que no habían de privar de las luces, ventilación e independencia a los amplios monasterios de ambos sexos; no habían de registrar sus espaciosas huertas, ni impedir que sus extendidas y solitarias cercas dominasen en calles despobladas, y sus elevadas torres levantasen hasta el cielo sus agujas y chapiteles.

Por último, otra razón muy poderosa para limitar y reducir a mezquinas condiciones el caserío general de Madrid fue la gravosa carga que el establecimiento de la corte trajo consigo, y era la conocida con el nombre de Regalía de aposento. Este pesado servicio del alojamiento de la Real comitiva y funcionarios de la corte recaía naturalmente sobre las casas que tenían más de un piso y cierta espaciosidad, y aunque posteriormente, y cuando en 1606 se restituyó a Madrid la corte desde Valladolid (adonde se había trasladado en 1601) fue compensado y capitalizado aquel penoso gravamen con el servicio de 250.000 ducados que ofreció la villa por   —65→   equivalente a la sexta parte de los alquileres de las casas durante diez años, continuó pesando por vía de contribución exclusivamente sobre todas las que tenían más de un piso, razón por la cual continuaron las construcciones de malicia o sólo piso bajo. Así lo vemos expresado terminantemente, entre otros varios documentos de la época, en el primitivo Registro general del aposento, concluido en 1651 (manuscrito interesante, que posee uno de nuestros amigos), donde dice: «Calle de Toledo (antes de la Mancebía). Una casa de Mari-Méndez, mujer de Blas Caballero, soldado de la Guardia Española, que era de aposento, y el que mandó se hiciese de malicia, tasada en 36 ducados». Atendiendo también a esta expresiva significación de aquella palabra, dijo el festivo Quevedo, hablando en uno de sus romances de cierta mujer de mundo, de las que él solía tratar:


«Por no estar a la malicia
Calzada su voluntad,
Fue su huésped de aposento
Antón Martín el galán».

La cerca general que marca hoy los límites de la villa tardó todavía un siglo en construirse, como se puede ver por la Real cédula expedida por el señor D. Felipe IV, fecha 9 de Enero de 1625, en que se manda al Ayuntamiento de Madrid levantarla, aplicando para ello la sisa del vino, que antes lo estuvo a la obra de la Plaza Mayor. Dicha Real cédula (que obra en el archivo de la Villa) expresa claramente que la mencionada cerca se construyó más bien para contener que para favorecer la ampliación; error que ahora lamentamos, y que impidió a esta villa continuar su conveniente desarrollo. He aquí los términos en que está concebido el curioso preámbulo de dicha Real cédula:

  —66→  

«Desde muchos años a esta parte se han reconocido los daños que se causan de no estar cercada la villa de Madrid, donde reside mi corte, así por lo que sus límites se van extendiendo con los edificios, como por las salidas que hacen al campo las más de las calles, y ser por ellas franca y libre la entrada de gente y mercaderías en el lugar, por no poder poner en ellas (siendo tantas) la guarda que conviene, con lo cual falta también la noticia necesaria de los que entran y salen de esta corte, y a los delincuentes les es fácil salir de ella y librarse de no ser presos por las justicias, que tendrían más mano en su prisión si las salidas fuesen ciertas. Y siendo de tanta importancia para la conservación de mi Real Hacienda y las alcabalas y sisas que se pagan, que de tal manera entren los bastimentos y mercaderías por puertas ciertas en que se registren que no puedan divertirse ni entrar por otras, y que esta misma utilidad y conveniencia se halla cuanto a la administración de las sisas y beneficio de las sisas que para causas públicas tengo concedidas a esta villa, y mucho mayor y de necesidad precisa para guardarla, si, lo que Dios no permita, sucediese en ocasiones de peste; habiéndome diversamente consultado, por los de mi Consejo y considerando en esto atentamente he acordado que en la posada de vos, el Presidente, se haga una Junta para este efecto, en que se hallen con vos los dichos Pedro Tapia y Gil Imon de la Mota y el corregidor de Madrid y seis diputados que están nombrados o se nombrasen en adelante por el Ayuntamiento de esta villa... y someto a la dicha Junta para que en ella ordenéis y dispongáis que con la mayor brevedad que se pueda se cerque esta dicha villa por las partes y sitios y con la forma de edificios que por vosotros en la dicha Junta se acordase, dejando las puertas que conviniesen y fuesen necesarias en las principales   —67→   entradas y salidas de esta villa, cada una con la fábrica y adornos que os pareciese, según los sitios y parte donde hubiesen de quedar etc.».

La referida cerca se emprendió a consecuencia de esta Real cédula y a costa de la villa y por el Patrimonio, que tomó a su cargo la parte del nuevo sitio de Buen Retiro, de la Montaña del Príncipe Pío y del Parque; pero tardó mucho tiempo en concluirse: de suerte que algunos años después todavía pudo muy bien decir el Maestro Tirso de Molina en una de sus comedias29.


«Como está Madrid sin cerca,
A todo gusto da entrada;
Nombre hay de Puerta Cerrada,
Mas pásala quien se acerca».

Realizose al fin, aunque muy lentamente y sin pretensiones de muralla, limitándose a la construcción de una fuerte tapia, la misma que, restaurada en algunos trozos, ha llegado todavía hasta nuestros días, y que si no ha servido para defender a Madrid contra las acometidas exteriores, ha sido bastante obstáculo para contener o limitar su desarrollo prudente y hacerle permanecer más de dos siglos encerrado en el círculo de mampostería que se le trazó de Real orden.

Considerada, pues, en su forma material, ¿qué era lo que ofrecía a la admiración de los contemporáneos y de los venideros la opulenta corte de los Felipes de Austria? ¿Y de qué modo se justifican aquellos encomios tan repetidos de sus impávidos coronistas? -Ya lo hemos dicho: pocos, muy contados edificios civiles de alguna importancia; multitud de conventos de ambos sexos, más notables en general por su extensión que por su mérito   —68→   artístico, y un general caserío, comparable por su mezquindez al de una pobre aldea; escasos y mal dispuestos establecimientos de beneficencia, de instrucción y de industria, y dos míseros corrales para representar los inmortales dramas de Lope y Calderón. -Bajo el punto de vista de la comodidad y de la policía urbana, todavía aparece más deplorable aquel cuadro: las calles, tortuosas, desiguales, costaneras, y en el más completo abandono, sin empedrar, sin alumbrar de noche, y sirviendo de albañal perpetuo, y barranco abierto a todas las inmundicias. La salubridad, la comodidad del vecindario y el ornato de la población, desconocidos absolutamente; la misma seguridad, amenazada continuamente en medio de un pueblo belicoso, altanero y siempre armado, que en todas ocasiones fiaba al acero y al valor la razón más concluyente.

Pero si, bajo el aspecto material y civil, muy poco o nada puede interesarnos la descuidada capital del siglo XVII, no así desde el punto de vista romántico o novelesco.

El reinado, sobre todo, de Felipe IV (que empezó en 21 de Marzo de 1621, a la muerte de su padre Felipe III) es sin duda alguna para esta villa el período más brillante y ostentoso; y aunque en él se preparase fatídicamente la inevitable y próxima ruina del Imperio colosal de Carlos V y Felipe II, el carácter personal, poético y caballeresco del joven Rey, la elegante cultura de su corte, y los brillantes festejos con que supo encantar su ánimo el poderoso valido Conde Duque de Olivares, dieron a la corte de Madrid un aspecto de animación y de elegancia, en que sólo excedió después la magnífica y espléndida corte de su yerno Luis XIV de Francia. -La venida del Príncipe de Gales para pedir por esposa e la hermana del Rey fue motivo de funciones magníficas. Las celebradas en 1637, con ocasión de haber sido elevado al Imperio el   —69→   rey de Bohemia y Hungría, D. Fernando, cuñado del Rey, costaron de diez a doce millones de reales; y en los cuarenta días que duraron, las comedias, los toros, las máscaras se sucedían sin cesar. El Palacio Real y el del Retiro eran el foco de estas continuas diversiones, y el Rey, siguiendo su inclinación favorita se interesaba vivamente en ellas.

En tal apogeo de su aparente esplendor es como vamos a considerar en esta obra a la antigua corte de Madrid. -El período a que nos referimos es seguramente el más interesante de su historia, el más romancesco también y propio para ejercitar la pluma de los poetas y literatos; el período en que un monarca joven, poeta, y amante de las letras y de las artes, aunque frívolo y descuidado en política, cuyo peso descargaba en hombros de su favorito, se entregaba ardientemente a sus aventuras galantes más o menos reprensibles, al bullicio y esplendor de las fiestas palacianas, tomaba parte activa en las justas y torneos caballerescos y en las representaciones escénicas, y patrocinaba con su ejemplo y liberalidad a Velázquez y Murillo, Lope de Vega y Calderón; época y corte en que florecían además un Quevedo y un Saavedra, un Tirso y un Moreto, Solís, Montalván, Guevara, Alarcón y tantos otros, que hicieron apellidar aquel siglo de oro de nuestra literatura; en que recibía y obsequiaba a los ilustres potentados y embajadores de las más poderosas naciones; en que los reyes de Francia, de Inglaterra y de Alemania solicitaban la mano de las hijas o hermanas del monarca español; época también de brillante corrupción, que describe admirablemente el ignorado autor del Gil Blas; en que el arrogante Conde Duque de Olivares, fascinando al Monarca con el ruido y movimiento de los continuos festines, le hacía ignorar las pérdidas de su corona, hasta el punto de exclamar, con ocasión de la de una de   —70→   sus más importantes plazas del Franco-Condado: «¡Pobrecito Rey de Francia!», y congratularse porque la insurrección del Duque de Braganza le proporcionaría algunos Estados más, al propio tiempo que se sentía con bríos para escribir al general de las tropas de Flandes aquella lacónica carta que decía: «Marqués de Espínola, tomad a Breda».

Pero estaba escrito que toda aquella fantástica gloria, que todo aquel fingido esplendor, habían de pasar rápidamente, sumiendo a la España en ruda y sensible oscuridad. La continuada y afortunada rebelión del Portugal, Italia, Flandes, el Rosellón, el Franco-Condado, la Cataluña misma, contra el descuidado Felipe, que dio por resultado la rápida desmembración del Imperio de sus abuelos; los graves disgustos que le ocasionaba la política de toda Europa, conjurada contra él; los temores por el descontento de sus pueblos; las enfermedades, la vejez, y los escrúpulos de su propia conciencia, le lanzaron a la superstición y la melancolía, y terminaron con su vida el largo reinado de casi medio siglo. -Para colmo de desventura de la España, dejaba por sucesor a un niño de cuatro años, enfermizo y delicado (después el mezquino Carlos II, conocido en la historia con el apodo de el Hechizado), y bajo la tutela de su madre la reina viuda doña María Ana de Austria.

Conocidos son los sucesos ocasionados durante aquella larga y turbulenta minoría, con motivo de la privanza y valimiento que la Reina gobernadora dispensó primero a su confesor el padre jesuita Everardo Nithard, y luego a D. Fernando de Valenzuela, combatidos ambos arrogantemente por el príncipe D. Juan José de Austria, hijo natural de Felipe IV. -En estas turbulencias, que agitaron durante algunos años a todo el reino, tocó representar a Madrid una parte principal, como tomando la   —71→   iniciativa o sosteniendo enérgicamente las agresiones y motines preparados por el príncipe D. Juan contra ambos validos, hasta derrocarlos, y a la misma Reina madre, cuya desgraciada gobernación terminó con la menor edad de su hijo D. Carlos, que, bajo la influencia, o más bien bajo la autoridad de su hermano D. Juan, tomó las riendas del Gobierno en 1677, en que cumplió los catorce años. -Pero las desdichas del país no por eso terminaron, ni siquiera se contuvieron en la rápida pendiente a que las impulsaba la mala gobernación. -Mal miradas o perseguidas las ciencias, descuidada la educación del pueblo, patrocinado el empirismo y la codicia de los asentistas extranjeros, ofuscadas las imaginaciones por la ignorancia, el fanatismo o la intriga, y descuidados y hasta olvidados los principios más sencillos de una buena administración, poco o nada pudo hacer el príncipe D. Juan en la corta época que bajo el nombre de Carlos II gobernó el reino, como ni tampoco este desdichado Monarca, luego que se desprendió de aquella segunda tutela.

La capital del reino, fiel trasunto y emblema, en todas ocasiones, del estado próspero o adverso del país, siguió presentando el aspecto más triste y deplorable. -Su administración embrollada y nula, su población menguada por la miseria, su vitalidad amortiguada y embrutecida por el fanatismo y la ignorancia, destruida y aniquilada su riqueza o sumergida en el abandono y la desidia de un pueblo estúpido e indolente. -Ofuscadas las artes o corrompidas por el mal gusto que difundió su dañada semilla por todos los ramos del saber, sólo ofrecía Madrid espectáculos ominosos, edificios mezquinos y escritos extravagantes. -Las únicas mejoras materiales que recibió en aquella época fueron la suntuosa capilla de San Isidro, en la parroquia de San Andrés; la casa Real de la Panadería, en la Plaza Mayor, renovada con motivo de haberse   —72→   quemado este lienzo de la plaza, y el arco de la Armería; todas las demás obras de aquella época desdichada fueron dignas por cierto de ella y de la grotesca imaginación de los Donosos, Churrigueras y otros arquitectos semejantes, que en tal tiempo empezaron a lucir su peregrina habilidad.

La salud del Rey se debilitaba al mismo tiempo que la monarquía; los conjuros o exorcismos más extravagantes, las penitencias y rogativas más señaladas, los tremendos, y memorables autos de fe, de 1680, y otros, en que desplegó todo su rigor e imponente aparato la suprema Inquisición, nada fue suficiente para alejar del ánimo y de la doliente imaginación del Monarca los pretendidos espíritus malignos de que se creía apoderado, hasta que, resintiéndose cada vez más y más su débil complexión a impulsos de esta congoja, llegó a enfermar gravemente, en 1696, y empezó a ocupar la atención de los políticos la sucesión posible a la corona de España por falta de descendencia directa de Carlos. -Madrid, con este motivo, llegó a ser el centro de las intrigas y manejos de las cortes extranjeras, sostenidas respectivamente por sus representantes en ella y por los principales magnates del país, inclinados unos a la dinastía austriaca, y otros a la francesa de Borbón, entroncada con aquélla por el matrimonio, de la hermana de Carlos II con Luis XIV. -En tanto, el pueblo madrileño, que no se había mostrado parte en esta cuestión futura, la tomó, y grande, en la presente del desgobierno, miseria y abatimiento general; y un día de 1699, con pretexto del encarecimiento del pan, acudió en tumultuoso desorden bajo las ventanas del Real Alcázar, pidiendo, o más bien ordenando, al Monarca pusilánime que despertase de su letargo y acudiese a remediar las públicas necesidades. -Carlos II apenas tuvo fuerzas para otra cosa que para conjurar aquella nube tumultuaria y hacerla descargar contra su ministro el Conde de Oropesa,   —73→   quien, por fortuna, pudo escapar de las iras del pueblo madrileño. Por fin, viéndose Carlos cerca ya del sepulcro, ordenó su famoso testamento, en que designaba por su heredero al nieto de Luis XIV, Felipe, duque de Anjou, y falleció en el primer día de Noviembre de 1700, dejando a la nación, por último regalo de su impotencia, el triste legado de una guerra civil y europea.

Aquí debiéramos terminar esta Reseña histórica, como destinada a servir de introducción a los paseos que vamos a emprender por el antiguo Madrid; pero los graves acontecimientos políticos, y las radicales alteraciones que han sido su consecuencia en estos dos últimos siglos, borraron de tal modo en nuestra capital las huellas de los anteriores, imprimieron tan nuevo carácter a su fisonomía material y a su condición civil, que necesariamente, y aunque no sea más que para la inteligencia y explicación lógica de aquellas trasmutaciones, que hemos de señalar en el curso de nuestros paseos, nos vemos precisados a extralimitarnos, haciendo una excursión en la historia del



IndiceSiguiente