(1925)
Un Generalife (a Isabel García Lorca,
hadilla del Generalife)
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Paraíso
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Criatura afortunada
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Réquiem de vivos y muertos
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Canto de partida
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Los pájaros de yo sé
dónde
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¿Al fin poetas?
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Árboles hombres
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Distinto
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Un ojo no visto del mundo
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Allí estaba el secreto guardado en sí, recojido en sí mismo hasta lo | ||||
último. | ||||
Yo podía cojerlo, descifrarlo, hacerlo mío; hacer que no fuera secreto. | ||||
Hacer de él un diamante evidente para todos; un ojo visto del mundo. | ||||
Pero no quise. Lo prendí en la llama del hogar y lo vi arder. El soporte | ||||
del secreto, su cuerpo ya conocido de mí, se fue quemando en oro, en rojo, | ||||
en azul, violeta, negro; todos los colores del espectro del secreto y algunos | ||||
más. Entonces, el secreto mismo incolor, se fue hacia arriba con el tiro del | ||||
aire de la campana de la chimenea. | ||||
Me dejó, sin embargo ¡secreto mío! en prenda de agradecimiento, de | ||||
amor, de fe, quizás de esperanza, un aliento suyo, una esencia. El aroma indecible | ||||
de lo secreto total, total secreto: la esencia verdadera del secreto, que | ||||
yo no puedo decir, porque las palabras no podrían traducirla ni aún esa | ||||
música sin notas que yo a veces invento; una esencia que tiene que ser sola | ||||
para mí solo. Y, ahora, por él soy yo el secreto quemable, Inquisidores; soy | ||||
yo el ojo no visto del mundo. | ||||
Una colina meridiana |
La trasparencia, Dios, la trasparencia
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Dios del venir, te siento entre mis manos, | ||||
aquí estás enredado conmigo, en lucha hermosa | ||||
de amor, lo mismo | ||||
que un fuego con su aire. | ||||
No eres mi redentor, ni eres mi ejemplo, | ||||
ni mi padre, ni mi hijo, ni mi hermano; | ||||
eres igual y uno, eres distinto y todo; | ||||
eres dios de lo hermoso conseguido, | ||||
conciencia mía de lo hermoso. | ||||
Yo nada tengo que purgar. | ||||
Toda mi impedimenta | ||||
no es sino fundación para este hoy | ||||
en que, al fin, te deseo; | ||||
porque estás ya a mi lado, | ||||
en mi eléctrica zona, | ||||
como está en el amor el amor lleno. | ||||
Tú, esencia, eres conciencia; mi conciencia | ||||
y la de otro, la de todos, | ||||
con forma suma de conciencia; | ||||
que la esencia es lo sumo, | ||||
es la forma suprema conseguible, | ||||
y tu esencia está en mí como mi forma. | ||||
Todos mis moldes, llenos | ||||
estuvieron de ti; pero tú ahora, | ||||
no tienes molde, estás sin molde; eres la gracia |
Soy animal de fondo
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De un oasis eterno de lo interno
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Como tú, mi amor, miras
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A esta música cálida
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Concierto
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Echada en otro hombro una cabeza, | ||||
funden palpitación, calor, aroma | ||||
y a cuatro ojos en llena fe se asoma | ||||
el amor con su más noble franqueza. | ||||
¡Unión de una verdad a una belleza, | ||||
que calma y que detiene la carcoma | ||||
cuyo hondo roer lento desmorona | ||||
por dentro la minada fortaleza! | ||||
Momento salvador por un olvido | ||||
fiel como lo anteterno del descanso: | ||||
La paz de dos en uno. | ||||
Y que convierte | ||||
el tiempo y el espacio, con latido | ||||
de ríos que se van, en el remanso | ||||
que aparta a dos que viven de su muerte. |
Espacio
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Fragmento primero
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(Sucesión)
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«Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo». Yo tengo, | ||||
como ellos, la sustancia de todo lo vivido y de todo lo porvivir. No soy pre- | ||||
sente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin. Y lo que veo, a un lado y otro, en | ||||
esta fuga (rosas, restos de alas, sombra y luz) es sólo mío, recuerdo y ansia | ||||
míos, presentimiento, olvido. ¿Quién sabe más que yo, quién, qué hombre | ||||
o qué dios, puede, ha podido, podrá decirme a mí qué es mi vida y mi | ||||
muerte, qué no es? Si hay quien lo sabe, yo lo sé más que ese, y si quien lo | ||||
ignora, más que ese lo ignoro. Lucha entre este ignorar y este saber es mi | ||||
vida, su vida, y es la vida. Pasan vientos como pájaros, pájaros igual que flores, | ||||
flores soles y lunas, lunas soles como yo, como almas, como cuerpos, | ||||
cuerpos como la muerte y la resurrección; como dioses. Y soy un dios sin | ||||
espada, sin nada de lo que hacen los hombres con su ciencia; sólo con lo que | ||||
es producto de lo vivo, lo que se cambia todo; sí, de fuego o de luz, luz. ¿Por | ||||
qué comemos y bebemos otra cosa que luz o fuego? Como yo he nacido en | ||||
el sol, y del sol he venido aquí a la sombra, ¿soy de sol, como el sol alumbro?, | ||||
y mi nostaljia, como la de la luna, es haber sido sol de un sol un día | ||||
y reflejarlo sólo ahora. Pasa el iris cantando como canto yo. Adiós iris, iris, | ||||
volveremos a vernos, que el amor es uno y solo y vuelve cada día. ¿Qué es | ||||
este amor de todo, cómo se me ha hecho en el sol, con el sol, en mí conmigo? | ||||
Estaba el mar tranquilo, en paz el cielo, luz divina y terrena los fundía | ||||
en clara, plata, oro inmensidad, en doble y sola realidad; una isla flotaba | ||||
entre los dos, en los dos y en ninguno, y una gota de alto iris perla gris temblaba | ||||
en ella. Allí estará temblándome el envío de lo que no me llega nunca | ||||
de otra parte. A esa isla, ese iris, ese canto yo iré, esperanza májica, esta | ||||
noche. ¡Qué inquietud en las plantas al sol puro, mientras, de vuelta a mí, | ||||
sonrío volviendo ya al jardín abandonado! ¿Esperan más que verdear, que | ||||
florear y que frutar; esperan, como un yo, lo que me espera; más que ocupar | ||||
el sitio que ahora ocupan en la luz, más que vivir como ya viven, como | ||||
vivimos; más que quedarse sin luz, más que dormirse y despertar? Enmedio | ||||
hay, tiene que haber un punto, una salida; el sitio del seguir más verdadero, | ||||
con nombre no inventado, diferente de eso que es diferente e | ||||
inventado, que llamamos, en nuestro desconsuelo, Edén, Oasis, Paraíso, | ||||
Cielo, pero que no lo es, y que sabemos que no lo es, como los niños saben | ||||
que no es lo que no es que anda con ellos. Contar, cantar, llorar, vivir acaso; | ||||
«elojio de las lágrimas», que tienen (Schubert, perdido entre criados por un | ||||
dueño) en su iris roto lo que no tenemos, lo que tenemos roto, desunido. | ||||
Las flores nos rodean de voluptuosidad, olor, color y forma sensual; nos rodeamos | ||||
de ellas, que son sexos de colores, de formas, de olores diferentes; | ||||
enviamos un sexo en una flor, dedicado presente de oro de ideal, a un amor | ||||
virjen, a un amor probado; sexo rojo a un glorioso; sexos blancos a una novicia; | ||||
sexos violetas a la yacente. Y el idioma, ¡qué confusión!, qué cosas nos | ||||
decimos sin saber lo que nos decimos. Amor, amor, amor (lo cantó Yeats) | ||||
«amor en el lugar del escremento». ¿Asco de nuestro ser, nuestro principio | ||||
y nuestro fin; asco de aquello que más nos vive y más nos muere? ¿Qué es, | ||||
entonces, la suma que no resta; dónde está, matemático celeste, la suma | ||||
que es el todo y que no acaba? Hermoso es no tener lo que se tiene, nada | ||||
de lo que es fin para nosotros, es fin, pues que se vuelve contra nosotros, y | ||||
el verdadero fin nunca se nos vuelve. Aquel chopo de luz me lo decía, en | ||||
Madrid, contra el aire turquesa del otoño: «Termínate en ti mismo como | ||||
yo». Todo lo que volaba alrededor, ¡qué raudo era!, y él qué insigne con lo | ||||
suyo, verde y oro, sin mejor en el oro que en lo verde. Alas, cantos, luz, palmas, | ||||
olas, frutas me rodean, me envuelven en su ritmo, en su gracia, en su | ||||
fuerza delicada; y yo me olvido de mí entre ello, y bailo y canto y río y lloro | ||||
por los otros, embriagado. ¿Esto es vivir? ¿Hay otra cosa más que este vivir | ||||
de cambio y gloria? Yo oigo siempre esa música que suena en el fondo de | ||||
todo, más allá; ella es la que me llama desde el mar, por la calle, en el sueño. | ||||
A su aguda y serena desnudez, siempre estraña y sencilla, el ruiseñor es sólo | ||||
un calumniado prólogo. ¡Qué letra, universal, luego, la suya! El músico | ||||
mayor la ahuyenta. ¡Pobre del hombre si la mujer oliera, supiera siempre a | ||||
rosa! ¡Qué dulce la mujer normal, qué tierna, qué suave (Villon), qué forma | ||||
de las formas, qué esencia, qué sustancia de las sustancias, las esencias; qué | ||||
lumbre de las lumbres; la mujer, madre, hermana, amante! Luego, de | ||||
pronto, esta dureza de ir más allá de la mujer, de la mujer que es nuestro | ||||
todo, donde debiera terminar nuestro horizonte. Las copas de veneno, ¡qué | ||||
tentadoras son!, y son de flores, yerbas y hojas. Estamos rodeados de veneno | ||||
que nos arrulla como el viento, arpas de luna y sol en ramas tiernas, | ||||
colgaduras ondeantes, venenosas, y pájaros en ellas, como estrellas de cuchillo; | ||||
veneno todo, y el veneno nos deja a veces no matar. Eso es dulzura, | ||||
dejación de un mandato, y eso es pausa y escape. Entramos por los robles | ||||
melenudos; rumoreaban su vejez cascada, oscuros, rotos, huecos, mons- | ||||
truosos, con colgados de telarañas fúnebres; el viento les mecía las melenas, | ||||
en medrosos, estraños ondeajes, y entre ellos, por la sombra baja, honda, | ||||
venía el rico olor del azahar de las tierras naranjas, grito ardiente con gritillos | ||||
blancos de muchachas y niños. ¡Un árbol paternal, de vez en cuando, | ||||
junto a una casa, sola en un desierto (seco y lleno de cuervos; aquel tronco | ||||
huero, gris, lacio, a la salida del verdor profuso, con aquel cuervo muerto, | ||||
suspendido por una pluma de una astilla, y los cuervos aún vivos posados | ||||
ante él, sin atreverse a picotearlo, serios). Y un árbol sobre un río. ¡Qué | ||||
honda vida la de estos árboles; qué personalidad, qué inmanencia, qué | ||||
calma, qué llenura de corazón total queriendo darse (aquel camino que partía | ||||
en dos aquel pinar que se anhelaba)! Y por la noche, ¡qué rumor de primavera | ||||
interna en sueño negro! ¡Qué amigo un árbol, aquel pino, verde, | ||||
grande, pino redondo, verde, junto a la casa de mi Fuentepiña! Pino de la | ||||
corona ¿dónde estás? ¿estás más lejos que si yo estuviera lejos? ¡Y qué canto | ||||
me arrulla tu copa milenaria, que cobijaba pueblos y alumbraba de su forma | ||||
rotunda y vijilante al marinero! La música mejor es la que suena y calla, | ||||
que aparece y desaparece, la que concuerda, en un «de pronto», con nuestro | ||||
oír más distraído. Lo que fue esta mañana ya no es, ni ha sido más que | ||||
en mí; gloria suprema, escena fiel, que yo, que la creaba, creía de otros más | ||||
que de mí mismo. Los otros no lo vieron; mi nostaljia, que era de estar con | ||||
ellos, era de estar conmigo, en quien estaba. La gloria es como es, nadie la | ||||
mueva, no hay nada que quitar ni que poner, y el dios actual está muy lejos, | ||||
distraído también con tanta menudencia grande que le piden. Si acaso, en | ||||
sus momentos de jardín, cuando acoje al niño libre, lo único grande que ha | ||||
creado, se encuentra pleno en un sí pleno. Qué bellas estas flores secas sobre | ||||
la yerba fría del jardín que ahora es nuestro. ¿Un libro, libro? Bueno es dejar | ||||
un libro grande a medio leer, sobre algún banco, lo grande que termina; y | ||||
hay que darle una lección al que lo quiere terminar, al que pretende que lo | ||||
terminemos. Grande es lo breve, y si queremos ser y parecer más grandes, | ||||
unamos sólo con amor, no cantidad. El mar no es más que gotas unidas, ni | ||||
el amor que murmullos unidos, ni tú, cosmos, que cosmillos unidos. Lo | ||||
más bello es el átomo último, el solo indivisible, y que por serlo no es ya | ||||
más, pequeño. Unidad de unidades es lo uno; ¡y qué viento más plácido levantan | ||||
esas nubes menudas al cenit; qué dulce luz es esa suma roja única! | ||||
Suma es la vida suma, y dulce. Dulce como esta luz era el amor; ¡qué plácido | ||||
este amor también! Sueño ¿he dormido? Hora celeste y verde toda; y | ||||
solos. Hora en que las paredes y las puertas se desvanecen como agua, aire, | ||||
y el alma sale y entra en todo, de y por todo, con una comunicación de luz | ||||
y sombra. Todo se ve a la luz de dentro, todo es dentro, y las estrellas no son | ||||
más que chispas de nosotros que nos amamos, perlas bellas de nuestro roce | ||||
fácil y tranquilo. ¡Qué luz tan buena para nuestra vida y nuestra eternidad! | ||||
El riachuelo iba hablando bajo por aquel barranco, entre las tumbas, casas | ||||
de las laderas verdes; valle dormido, valle adormilado. Todo estaba en su | ||||
verde, en su flor; los mismos muertos en verde y flor de muerte; la piedra | ||||
misma estaba en verde y flor de piedra. Allí se entraba y se salía como en el | ||||
lento anochecer, del lento amanecer. Todo lo rodeaban piedra, cielo, río; y | ||||
cerca el mar, más muerte que la tierra, el mar lleno de muertos de la tierra, | ||||
sin casa, separados, engullidos por una variada dispersión. Para acordarme | ||||
de porqué he nacido, vuelvo a ti, mar. «El mar que fue mi cuna, mi gloria | ||||
y mi sustento; el mar eterno y solo que me llevó al amor»; y del amor es este | ||||
mar que ahora viene a mis manos, ya más duras, como un cordero blanco | ||||
a beber la dulzura del amor. Amor el de Eloísa; ¡qué ternura, qué sencillez, | ||||
qué realidad perfecta! Todo claro y nombrado con su nombre en llena castidad. | ||||
Y ella, enmedio de todo, intacta de lo bajo entre lo pleno. Si tu mujer, | ||||
Pedro Abelardo, pudo ser así, el ideal existe, no hay que falsearlo. Tu ideal | ||||
existió; ¿por qué lo falseaste, necio Pedro Abelardo? Hombres, mujeres, | ||||
hombres, hay que encontrar el ideal, que existe. Eloísa, Eloísa ¿en qué termina | ||||
el ideal, y di, qué eres tú ahora y dónde estás? ¿Por qué, Pedro Abelardo | ||||
vano, la mandaste al convento y tú te fuiste con los monjes plebeyos, | ||||
si ella era, el centro de tu vida, su vida, de la vida, y hubiera sido igual contigo | ||||
ya capado, que antes, si era el ideal? No lo supiste, yo soy quien lo vio, | ||||
desobediencia de la dulce obediente, plena gracia. Amante, madre, hermana, | ||||
niña tú, Eloísa; qué bien te conocías y te hablabas, qué tiernamente | ||||
te nombrabas a él; ¡y qué azucena verdadera fuiste! Otro hubiera podido | ||||
oler la flor de la verdad fatal que te dio tu tierra. No estaba seco el árbol del | ||||
invierno, como se dice, y yo creí en mi juventud; como yo, tiene el verde, | ||||
el oro, el grana en la raíz y dentro, muy adentro, tanto que llena de color | ||||
doble infinito. Tronco de invierno soy, que en la muerte va a dar de sí la | ||||
copa doble llena que ven sólo como es los deseados. Vi un tocón, a la orilla | ||||
del mar neutro; arrancado del suelo, era como un muerto animal; la | ||||
muerte daba a su quietud seguridad de haber estado vivo; sus arterias cortadas | ||||
con el hacha, echaban sangre todavía. Una miseria, un rencor de haber | ||||
sido arrancado de la tierra, salía de su entraña endurecida y se espandía con | ||||
el agua y por la arena, hasta el cielo infinito, azul. La muerte, y sobre todo, | ||||
el crimen, da igualdad a lo vivo, lo más y menos vivo, y lo menos parece | ||||
siempre, con la muerte, más. No, no era todo menos, como dije un día, | ||||
«todo es menos»; todo era más, y por haberlo sido, es más morir para ser | ||||
más, del todo más. ¿Qué ley de vida juzga con su farsa a la muerte sin ley | ||||
y la aprisiona en la impotencia? ¡Sí, todo, todo ha sido más y todo será más! | ||||
No es el presente sino un punto de apoyo o de comparación, más breve | ||||
cada vez; y lo que deja y lo que coje, más, más grande. No, ese perro que | ||||
ladra al sol caído, no ladra en el Monturrio de Moguer, ni cerca de Carmona | ||||
de Sevilla, ni en la calle Torrijos de Madrid; ladra en Miami, Coral Gables, | ||||
La Florida, y yo lo estoy oyendo allí, allí, no aquí, no aquí, allí, allí. ¡Qué | ||||
vivo ladra siempre el perro al sol que huye! Y la sombra que viene llena el | ||||
punto redondo que ahora pone el sol sobre la tierra, como un agua su | ||||
fuente, el contorno en penumbra alrededor; después, todos los círculos que | ||||
llegan hasta el límite redondo de la esfera del mundo, y siguen, siguen. Yo | ||||
te oí, perro, siempre, desde mi infancia, igual que ahora; tú no cambias en | ||||
ningún sitio, eres igual a ti mismo, como yo. Noche igual, todo sería igual | ||||
si lo quisiéramos, si serlo lo dejáramos. Y si dormimos, ¡qué abandonada | ||||
queda la otra realidad! Nosotros les comunicamos a las cosas nuestra inquietud | ||||
de día, de noche nuestra paz. ¿Cuándo, cómo duermen los árboles? | ||||
«Cuando los deja el viento dormir», dijo la brisa. Y cómo nos precede, | ||||
brisa quieta y gris, el perro fiel cuando vamos a ir de madrugada adonde sea, | ||||
alegres o pesados; él lo hace todo, triste o contento, antes que nosotros. Yo | ||||
puedo acariciar como yo quiera a un perro, un animal cualquier, y nadie | ||||
dice nada; pero a mis semejantes no; no está bien visto hacer lo que se quiera | ||||
con ellos, si lo quieren como un perro. Vida animal ¿hermosa vida? ¡Las | ||||
marismas llenas de bellos seres libres, que me esperan en un árbol, un agua | ||||
o una nube, con su color, su forma, su canción, su jesto, su ojo, su comprensión | ||||
hermosa, dispuestos para mí que los entiendo! El niño todavía me | ||||
comprende, la mujer me quisiera comprender, el hombre... no, no quiero | ||||
nada con el hombre, es estúpido, infiel, desconfiado; y cuando más adulador, | ||||
científico. Cómo se burla la naturaleza del hombre, de quien no la | ||||
comprende como es. Y todo debe ser o es echarse a dios y olvidarse de todo | ||||
lo creado por dios, por sí, por lo que sea. «Lo que sea», es decir, la verdad | ||||
única, yo te miro como me miro a mí y me acostumbro a toda tu verdad | ||||
como a la mía. Contigo, «lo que sea», soy yo mismo, y tú, tú mismo, misma, | ||||
«lo que seas». ¿El canto? ¡El canto, el pájaro otra vez! ¡Ya estás aquí, ya has | ||||
vuelto, hermosa, hermoso, con otro nombre, con tu pecho azul, gris cargado | ||||
de diamante! ¿De dónde llegas tú, tú en esta tarde gris con brisa cálida? | ||||
¿Qué dirección de luz y amor sigues entre las nubes de oro cárdeno? Ya has | ||||
vuelto a tu rincón verde, sombrío. ¿Cómo tú, tan pequeño, di, lo llenas | ||||
todo y sales por el más? Sí, sí, una nota de una caña, de un pájaro, de un | ||||
niño, de un poeta, lo llena todo y más que el trueno. El estrépito encoje, el | ||||
canto agranda. Tú y yo, pájaro, somos uno; cántame, canta tú, que yo te | ||||
oigo, que mi oído es tan justo por tu canto. Ajústame tu canto más a este | ||||
oído mío que espera que lo llenes de armonía. ¡Vas a cantar! toda otra primavera, | ||||
vas a cantar. ¡Otra vez tú, otra vez la primavera! ¡Si supieras lo que | ||||
eres para mí! ¿Cómo podría yo decirte lo que eres, lo que eres tú, lo que soy | ||||
yo, lo que eres para mí? ¡Cómo te llamo, cómo te escucho, cómo te adoro, | ||||
hermano eterno, pájaro de la gracia y de la gloria, humilde, delicado, ajeno; | ||||
ánjel del aire nuestro, derramador de música completa! Pájaro, yo te amo | ||||
como a la mujer, a la mujer, tu hermana más que yo. Sí, bebe ahora el agua | ||||
de mi fuente, pica la rama, salta lo verde, entra, sal, rejistra toda tu mansión | ||||
de ayer; ¡mírame bien a mí, pájaro mío, consuelo universal de mujer y hombre! | ||||
Vendrá la noche inmensa, abierta toda, en que me cantarás del paraíso, | ||||
en que me harás el paraíso, aquí, yo, tú, aquí, ante el echado insomnio de | ||||
mi ser. Pájaro, amor, luz, esperanza; nunca te he comprendido como ahora; | ||||
nunca he visto tu dios como hoy lo veo, el dios que acaso fuiste tú y que me | ||||
comprende. «Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tienes tú». | ||||
¡Qué hermosa primavera nos aguarda en el amor, fuera del odio! ¡Ya soy | ||||
feliz! ¡El canto, tú y tu canto! El canto... Yo vi jugando al pájaro y la ardilla, | ||||
al gato y la gallina, al elefante y al oso, al hombre con el hombre. Yo vi | ||||
jugando al hombre con el hombre, cuando el hombre cantaba. No, este | ||||
perro no levanta los pájaros, los mira, los comprende, los oye, se echa al | ||||
suelo, y calla y sueña ante ellos. ¡Qué grande el mundo en paz, qué azul tan | ||||
bueno para el que puede no gritar, puede cantar; cantar y comprender y | ||||
amar! ¡Inmensidad, en ti y ahora vivo; ni montañas, ni casi piedra, ni agua, | ||||
ni cielo casi; inmensidad, y todo y sólo inmensidad; esto que abre y que separa | ||||
el mar del cielo, el cielo de la tierra, y, abriéndolos y separándolos, los | ||||
deja más unidos y cercanos, llenando con lo lleno lejano la totalidad! ¡Espacio | ||||
y tiempo y luz en todo yo, en todos y yo y todos! ¡Yo con la inmensidad! | ||||
Esto es distinto; nunca lo sospeché y ahora lo tengo. Los caminos | ||||
son sólo entradas o salidas de luz, de sombra, sombra y luz; y todo vive en | ||||
ellos para que sea más inmenso yo, y tú seas. ¡Qué regalo de mundo, qué | ||||
universo májico, y todo para todos, para mí, yo! ¡Yo, universo inmenso, | ||||
dentro, fuera de ti, segura inmensidad! Imájenes de amor en la presencia | ||||
concreta; suma gracia y gloria de la imajen, ¿vamos a hacer eternidad, vamos | ||||
a hacer la eternidad, vamos a ser eternidad, vamos a ser la eternidad? ¡Vosotras, | ||||
yo, podemos crear la eternidad una y mil veces, cuando queramos! | ||||
¡Todo es nuestro y no se nos acaba nunca! ¡Amor, contigo y con la luz todo | ||||
se hace, y lo que haces amor, no acaba nunca! |
[...] Desde que estoy en América, esta luna eterna que desde niño ha sido tanto para mí (la novia, la hermana, la madre, de mi romántica adolescencia, la mujer desnuda de mi juventud, el desierto de yeso que la astronomía luego me definió) me trae en su superficie la vista de España. Veo la luna como nuestra tierra, nuestro planeta visto desde fuera, desde el saliente a la nada del desterrado para quien su patria lejana hace lejano todo el mundo. Y en ella (la luna, la tierra, el mundo, la bola del mundo) perfectamente definida en gris rojizo sobre blanco, la hermosa figura de España. Ahora la luna no es la luna de otros tiempos de mi vida, sino el espejo alto de mi España lejana. Ya no es más que un espejo. Ahora la luna, al fin, me es de veras consoladora. Cuántas presencias muertas, vivas y muertas me trae. No, ¿ya no se unirán nunca esos pedazos tuyos para ser tú, ya el sol no te dará nunca en tu cara escueta, ya no se alzará tu mano fina y fuerte a tu cabeza? Y tú, España, ahí siempre, allí enmedio de la tierra, el planeta, con todo el mar, enmedio del mundo, exacta de lugar y forma, piel del toro de Europa, locura y razón de Europa; España única, España para mí. Mi madre viva, de quien yo lo aprendí todo, hablaba como toda España. Y España toda me habla ahora a mí, desde lejos, como mi madre lejana. Mi madre muerta, desde dentro de España, enterrada, es abono de la vida eterna e interna de España. Su muerte viva. España, cómo te oigo al dormirme, despierto, desvelado, en sueños. Los malos pies, estraños que te pisan la vida y la muerte, mi vida y mi muerte, pasarán pisándote, España. Y entonces te incorporarás tú en la flor y el fruto nuevos del futuro paraíso donde yo, vivo o muerto, viviré y moriré sin destierro voluntario...
Qué bello el heroísmo del hombre cultivado y sereno, qué feo el del hombre bruto y revuelto. [...] Bruto revuelto que deja morir de cárcel a Julián Besteiro, el ecuánime, que caza al hombre honrado y sensitivo que se refujia por necesidad en otro país y lo ahorca o lo fusila, como los dictadores de España, los vengativos, a este bueno y honrado Cipriano Rivas Cherif, entre otros que no conocí personalmente. Qué bien se portó Rivas con nosotros en aquel agosto de l936. Gracias a su buen ánimo jeneroso y a la libre comprensión y noble dilijencia de Manuel Azaña, pudimos salir al aire más libre, entonces, del mundo, ya que en el de España, [...], nos ahogábamos. No olvidaré nunca aquel salón amarillo con vistas a Guadarrama humeante donde Azaña, sereno y sonriente, no parecía un preso; y con qué pena dejé a algunos de los que dejé en Madrid, que hubiera querido llevarme conmigo. Aquí tenéis, casticistas, la tan cacareada «reciedumbre» de España; Azaña muerto de tristeza, Besteiro de ingratitud, Rivas de venganza, en nombre de lo castizo.
Qué diferencia entre estos hombres de alma pequeña y oscura que hoy pisan fuerte y hueco a España y el General Mannerheim de los finlandeses [...]
Algunos simpáticos compañeros se han empeñado en añadir tres letras a mi pobre R y en creer que yo -Juan Ramón Jiménez- me llamo Juan Ruiz, como el divertido arcipreste de Hita. Y aunque bien quisiera yo ser otro Juan Ruiz, reconozco que mi alma tiene poco tesoro de refranes, de sátiras, de sales y de chistes. Séame concedido abreviar mi nombre vulgarísimo; y en este deseo encuentro ya mi parecido con el eximio arcipreste:
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Así pues, a los compañeros que me llaman tan cariñosamente Ruiz, les ruego con encarecimiento que no me lo llamen, y que después de mi R pongan sólo un punto.
El ambiente de Segovia ha hecho brillar mi corazón en su temple místico y caballeresco, bajo el sol de la patria, entre hierros nobles y conventos viejos. Soñando en el rincón de pena de mi alma, está -a su luz y a su melancolía- el antiguo claustro del convento de las hijas de Santa Clara, con su filigrana de piedra dorada y su jardín abandonado, su jardín chiquito, como hecho para dos corazones: el corazón de una novicia melancólica y mi corazón de solitario; con cipreses verde-oro, con un pozo sin agua, con la hierba alta y seca y las flores santas del suelo. Después sueña en mi recuerdo el convento de Dominicas, serio y sombrío, con muros sin ventanas, con musgo y humedad... Y callejas retorcidas, y paredes adornadas, y la casa del comunero Don Juan Bravo, con su callejón obscuro y sus miradores calados, frente a otro convento; y mucho sol castellano en escudos de piedra y en rejas enmohecidas...-En el muro de una casa noble: Se proive berter. Pena de un ducado-. Y recios aldabones, y portales de sombra y humedad, con columnas en el fondo; y campanas melancólicas en la tarde de España. Una ciudad para Don Francisco de Quevedo o para Don Francisco de Goya; una ciudad para pintores decadentes, para poetas decadentes, muerta, engolada, con sol triste, con hierba en las gradas de piedra de las iglesias ruinosas.
... Cuando salí de la ciudad volviendo los ojos, ya en el campo alegre y dorado, surgió a lo lejos la mujer muerta, la muerta gigantesca de granito, como la estatua yacente de una tumba, muda, grave y quieta en el poniente del sol, las manos sobre el pecho, muerta hacia el cielo de la patria, azul de nostalgia, azul de España, de un azul heroico y heráldico, azul de raso antiguo, desteñido y joyante.
La mujer es la música, el aroma, el color, la alegría, el ensueño, y el hombre no puede comprenderla. Es un secreto desentrañable, un cofre cerrado que solo muestra un encanto: la belleza. Ella se esfuerza en ondular, en cantar, en dar fragancia; inconsciente como un árbol, como un arroyo, como un ocaso, como el mar... Por un instante, el hombre en tensión la abraza tembloroso; entonces empieza a entrever allá en el fondo de sus ojos. Pero todo cae, como la tarde, como la hoja seca, y viene la fatiga y la tristeza, y el encanto se va como un pájaro de oro.
¡Urna sagrada, manantial ignoto de la vida!
¡Qué bellos son tus pechos! ¡Qué blancos! ¡De una seda tan suave, tan tibia, tan fresca, tan blanca! ¡Violetas y rosas entre leche, entre nieve, entre armiño, entre espuma! ¡Claveles blancos con rocío!
Son redondos y pequeños. Entre ellos, una turjencia llana y cálida. En sus cimas los pezoncillos rosados lijeramente aureolados. Ni la frivolidad de la rubia, ni el carnoso y oscuro botón de la morena. ¡Una gracia sensual y adolescente!
Yo juego con sus dos pechos como si fuera un niño. ¡Qué de besos en sus flores tibias! ¡Cuánto apretón! ¡vienen justos a mis manos cóncavas y el izquierdo es un poco mas grande que el derecho!
¡Qué bellos son sus pechos! ¿Quién tendrá otros semejantes? ¿Qué mujer, que niña, a qué edad, de qué país? ¡Oh!, ¡corazones blancos, seda y rosa, nieve, espuma! ¡Violetas y rosas entre armiños!
No es ninguna hora, ni estamos en ninguna parte; estamos en lo absoluto. Nuestras vidas han sido sólo un camino para llegar hasta ese instante Para que este instante no se quede atrás, debiéramos morir... Yo quería morir...
Desde niño, con todas las formas, con todos los colores, he caminado hacia ti; pero nunca he sido yo hasta ahora; hasta este momento en que nuestros ojos nos copian nuestras vidas de este modo... Mas no quiero morir...
Mirando en el fondo de tus ojos veo el camino de tu vida. Siempre has venido hacia mí. Para que nunca vayas hacia otro, debiéramos morir.
He roto mi camino. Lo he puesto al fin de tu corazón: Mirándote en los ojos veo que tu camino mío está pasado, viejo. Yo no quiero morir...
Antes que sea una hora, que estemos en un sitio, que la vida invada lo absoluto; antes que tú seas otra y yo sea otro, antes de algún instante que nos amenaza ¡ay! antes de niño o de niña, debiéramos morir... Mas no quiero morir.
¿Te acuerdas de las tardes de esta primavera? Aunque para mí eras ya una mujer, tú te creías aún una niña y te reías de mí, de mi barba, de mis versos, y te burlabas de todo lo que yo te decía... Bruscamente apartabas tu mano de mis manos.
Ha pasado por ti el estío colmándote de dones. Aún eres una niña y eres ya una mujer. Tus ojos y tu boca pintan de un nuevo colorido sensual y pletórico el dibujo inefable de su inocencia.
¡Y este otoño dulce y pensativo, cómo vienes a mí! ¡Qué bien te hallas a mi lado! Todo se olvida por verme. Y cuando te hablo, Lucía, escuchas hondamente, me preguntas una palabra que no has oído bien o que quieres oír de nuevo, tus ojos negros están quietos y tristes y ya no te burlas... Ya me dejas tu mano entre las mías.
Cuando estamos juntos, estamos los dos en los ojos de los dos. Cuando estamos lejos, estamos los dos en el corazón de los dos. ¡Vámonos lejos uno del otro, para estar más cerca!
¡Adiós! Cuanto más se abre el adiós, vuela más, pájaro más grande: ¡Adiós! Ya el adiós y el beso del adiós son inmensos como el mundo. ¡Adiós, adiós, adiós!
Estamos, plácidamente, tú sin mí, yo sin ti, por nuestra casa, como convalecientes de una herida, mirando las cosas cercanas sin verlas; dormidos en un sueño cuyo ensueño fuera la distancia entre los dos -¡adiós!- en dos eternidades.
Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: «¿Platero?», y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal...
Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas, mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar, los higos morados, con su cristalina gotita de miel...
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra. Cuando paso sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:
-Tien' asero...
Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
Vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura gris de Platero.
Cuando, yendo a las viñas, cruzo las últimas calles, blancas de cal con sol, los chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de los harapos verdes, rojos y amarillos, las tensas barrigas tostadas, corren detrás de nosotros, chillando largamente:
-¡El loco! ¡El loco! ¡El loco!
... Delante está el campo, ya verde. Frente al cielo inmenso y puro, de un incendiado añil, mis ojos -¡tan lejos de mis oídos!- se abren noblemente, recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y divina que vive en el sin fin del horizonte...
Y quedan, allá lejos, por las altas eras, unos agudos gritos, velados finamente, entrecortados, jadeantes, aburridos:
-¡El lo... co! ¡El lo... co!
El gato negro del umbral de Viaña soñaba sin duda en Dolores Arrayás, la redonda, blanca mate estanquera de la esquina de la Calle Vendederas y el callejón de Mariano.
El gato la realzaba, siempre de blanco, un blanco muy planchado y crujiente, que dejaba un poco gris la blancura de la casa, el cuello y los brazos y las manos de Lola Arrayás.
Cuando un parroquiano llegaba por tabaco y por sellos ella, como en un rito, sacaba la cajetilla de cigarros o el sello y esperaba el dinero con los brazos tendidos en el mostrador, brazos que parecían de duro coco.
Josefito iba más a veces a comprarle a ella que a otros. Venía menos a ella porque sentía timidez ante su hermosura de una sensualidad de azucenón. A veces, cuando infante iba.
¿Qué estás pintando? Tengo que ir a ver los cuadros del Casino, que me dice Paco Flores que son muy bonitos.
Josefito la miraba a ella y al mismo tiempo a su hija, que cuando lo oía hablar se venía al mostrador, de la camilla de dentro. Josefito consideraba tanto aquella madre y aquella hija tan iguales, sino que la madre era la madre. Josefito pensaba en cómo habría sido la madre cuando era como la hija. Y la hija cuando fuera como la madre. Veía a las dos, en una, pero la madre que lo comprendía, quería separárselas, separarse. Anda, Lolita, vete por hojaldre. Y cuando se quedaba sola con Josefito alzaba sus brazos y se los cruzaba sobre la nuca.
¡Ay qué bonitos aquellos cristales blancos y carmines, tan limpios, tan primaverales, tan melodiosos, que él no quisiera que cambiasen en mucho tiempo!
-Mira, Paco, qué precioso. Ten cuidado, no los varíes.
-Es verdad, tú, qué precioso, Juan.
Y él veía venir, primero pequeñita, luego mayor, ya en fin riendo y hablando, desde la verja de madera verde a la galería de la casa de Fuentepiña, por el camino de eucaliptos, pinos y naranjos, a Montemayorcita Jote, la costurera, que venía a pasar unos días cosiendo en el campo, con su hábito blanco tan planchado y luciente y su pañuelo granate al cuello.
Se acordaba de aquella noche en que a él le dio aquel dolor en el pecho, y con qué cariño, con qué dulzura lo miraría ella que parecía la misma Virjen de Montemayor; de la complacencia alegre con que lo saludaba cuando él pasaba por la ventana donde ella estaba cosiendo.
Él sabía bien la casa pobre y limpia de la Calle de San José donde ella vivía, pero él desviaba la casa a otra mejor de la misma calle, que tenía aquella cancela de colores a un patio y balcones floridos. Y allí la colocaba, señorita de su barrio, merecedora de un amor que ya vendría a quererla entre las flores, y a tenerla siempre tan planchada y tan limpia con su vestido de percalina blanca y su pañuelo grana de seda.
Fernandillo venía al oscurecer, cuando a mí me iba entrando el sueño; entonces, al menos, me decían que venía. «¡Ahí viene Fernandillo!» Y yo abría inmensamente los ojos y miraba absorto, estático, asombrado, ya casi sin ver, a la lámpara del comedor, es decir, al florón hueco de rosas de yeso que tenía el cielo raso en el sostén de la lámpara, en cuyos agujeritos negros, no he sabido nunca por qué, situaba yo a Fernandillo.
Como era un ser que venía cuando yo me estaba durmiendo, lo veía más en el sueño que en la realidad, lo veía en su propio reino, y verdaderamente. Y como el panadero de casa se llamaba Fernando, y era raro, desgarbado, borrachín, negrusco, sordo, clavado para soñar en él y trastornarlo, yo veía a Fernandillo en los sueños de mi sueño como un Fernando el panadero visto en la bola de cristal azul de la escalera, pequeño y deformado, y a propósito para escurrirse por el adorno vano del sostén de la lámpara del comedor y entrárseme por el rabillo del ojo.
Fernandillo era un ente casi de la familia, con existencia, para mí, como la de la gata, el perro, la tortuga o el verdón, pero fea y odiada, algo parecida a la de los ratones. Y aunque yo, después de comer, para no dormirme pegaba la cara contra los cristales de la cancela del jardín y me ponía a mirar las estrellas, las campanillas azules, la fuente de ladrillo, la morera, y hacía cuanto estaba en mi pobre poder de niño, a ver si Fernandillo no venía, mi cabeza se rendía, y me dormía, me dormía, y él venía todas las noches, y él venía como un murciélago que se entrara del cielo negro al comedor con su carita de panadero y su risita mala. (1910)
Avisaron de la casa de Huelva que por la tarde vendría Castelar con mi tío Paco. Que se tuvieran abiertas las bodegas y las iglesias. Un parte azul.
Yo tenía una idea de Castelar. Retrato en casa de Don Rafael Velarde, «Republicano». Al aperador lo llamaban Castelar por lo que hablaba.
Me imajinaba a Castelar como un loro o una máquina habladora, hablando todo el día, sin parar, como si ese fuera su oficio.
Fui con el parte a la iglesia mayor, al Ayuntamiento, a Santa Clara, a San Francisco, al Hospital y al Diezmo, a la Castellana, a la Calle Ilascuras. Se regó todo.
Yo corría, de un lado a otro. Nublado. El Trasmuro.
Toda la tarde mirando a la carretera de Palos por la verja cerrada, cada vez que un coche...
Fue cayendo la tarde. Nubes moradas bajaron al poniente. Y yo volví por la calle de San Antonio, de Palos, del Sol, de la Cárcel, del Vicario Viejo, de la Fuente... Y cada vez que veía el ocaso por una bocacalle, veía, en el sol poniente que quedaba el loro de Castelar, hablando, siempre siempre...
Les han traído a los niños la Sabinita, la canaria vieja, verde y cana que era de Doña Sabina, castellana de las «vigoletas». Ellos han estado locos con ella una hora, agradándole, haciéndole cosas; y al fin se han cansado y la han dejado sola. Entonces yo me he ido a su abierta prisión necesaria (¿cómo la vamos a soltar? ¿adónde va una canaria vieja?) y le he hecho también y a mi modo fiestas: «Sabinita, pi, pi».
«Sabinita, pi, pi». Y la canaria, un poco menos triste, me ha contestado, con un vuelecillo de lirio heno mustio de los alambres: «Pi, pi».
Durante toda la tarde, mientras he estado trabajando, la he acariciado, sonriéndole, desde mi poesía. Palabras y silbidos en mis pausas, y a veces, en plena creación: «Pi, pi». Siempre me ha respondido la Sabinita, el ojito alegre, revolvando en momentánea abierta flor menos seca: «Pi, pi».
Ahora, ya anochecido, la Sabinita ha metido su pena en el ala esponjada en recuerdo y se ha dispuesto a dormir, no en el palillo, en la tabla. Todavía mi resignación le ha dicho una vez: «Pi, pi». Y la Sabinita ha sacado un verde ojito vivo de su cabecilla casi blanca, y me ha contestado, no sé si en los cambios de sueños de la muerte: «Pi...»
Pasaba entre nosotras dejando sus ojos negros que no veían, mirando a sus alas en nuestra amoratada y fresca melancolía. Y nosotras nos poníamos codo en la tierra y la barba en la mano, como esos ánjeles de Rafael, para que descansara plácido. Su barba, negra y dorada, le daba aire de nazareno lírico...
Primer Madrid, sin patria aún. Frente a mi casa hay una fonda. Es de Jesús, el madrileño. La fonda está decorada con estampas de La Lidia y El Motín. Jesús, bajito y colorado, morado, entra y sale, ahogándose, con una mano metida en el chaleco, sobre el pecho. Tiene una hija, ya mujer, de quien dicen todos que es muy agraciada -yo sólo veo que se ríe siempre- que a veces viene a mi casa, y se llama Carmen. Carmen Díaz.
A veces, llegan a la fonda, en el coche, viajantes de comercio, que salen por la tarde a la puerta, con barba de diez días; y toreros, que se asoman al balcón de enmedio, entre la admiración jeneral y el estupor mío, vestidos de colores, plata y oro, con el sol de las tres.
Un día, vino a la fonda un ciclista. Estuvo un mes -dicen- en Moguer. Era un hombre joven y alto, que nos admiraba. Iba y venía con su bicicleta a la Ribera. Y al anochecer, la bicicleta estaba siempre allí en el zaguán, sobre las losas de mármol blanco y negro.
Tras un borroso cuento que no entiendo, oigo aquí y allá, que Carmen Díaz se ha ido a Madrid con el joven de la bicicleta. Entonces, Madrid se aparece en mi sueño, como un Moguer mayor, con muchas torres, lejano, inasequible, misterioso, vacío, -digo, con toreros y anarquistas, y en una fonda de una calle muy grande, Carmen Díaz.
Valle-Inclán me manifestó, desde el primer instante, una verdadera simpatía. Entonces estaba publicando en Los Lunes del Imparcial «Sonata de otoño», que yo leía en los bancos del jardín por las mañanas. Una tarde vino a traerme el libro forrado de papel verde de paredes.
Valle-Inclán era llano, afable conmigo, diez años menos. Me recitaba mis cosas que más le gustaban y nunca olvido una tarde en que me leyó -¡qué bien!-:
«Declinaba la tarde...»
Cuando venía Valle-Inclán, había el gran alboroto entre las niñas: un escándalo.
Un día de gran nevada -tres días incomunicados con Madrid- apareció Valle-Inclán, delgado y negro, en la soledad blanca. Bajé a abrirle la verja:
-Pero Valle, cómo viene usted con este día.
-Se lo había prometido.
Aunque era un Sanatorio de cirujía, el Doctor Simarro había conseguido que me dieran en él, como en un hotel, un dormitorio y una sala porque yo no toleraba los ruidos del centro de Madrid.
Don Luis Simarro me trataba como a un hijo. Me llevaba a ver personas agradables o venerables: Giner, Sala, Sorolla, Cossío, me llevaba libros, me leía a Voltaire, a David Hume, a Nietzsche, a Kant, a Wundt, a Spinoza, a Carducci.
No sé las veces que alejó de mi alrededor, dándome voluntad, paz y alegría, la muerte imajinaria.
Más tarde, muerta su mujer, la bella y buena Mercedes Roca, me invitó a pasar un año en su casa.
Nunca olvidaré aquellas tardes de invierno, nieve, frío, lluvia, alrededores solitarios, cuando inesperadamente, a última hora, veía yo llegar, desde mi ventana, tras el jardín tristón, la lenta berlina de Simarro.
Eran las hermanas más jóvenes. La hermana Pilar Ruberte, la hermana Filomena y la hermana Amalia Murillo. Yo les traía golosinas que ellas, aunque les estaba prohibido, se comían conmigo alrededor de mi estufa. Cuando había tormenta, venían gritando a mi cuarto. Me vestían de monja una escoba, y me la ponían sentada en el sofá, y una fotografía que tenía yo, encima de la chimenea, de una amiga francesa, me la encontraba puesta por ellas [?] en mi cama sobre mi almohada.
La verdad es que lo pasábamos tan bien las tres y yo. Jugábamos por los pasillos, en verano sobre todo, cuando no había enfermos.
En las razas más cultivadas, más afinadas, más nobles, el sentimiento luce como la última calidad del ser. Un hombre verdaderamente culto cuida su sentimiento en la flor, en el niño, en la madre.
Hoy, una jeneración ridícula, dominada por el injenio y el alarde, hace gala en el arte, en la poesía, en la vida, de prescindir de lo noble. Porque al amor, de que tanto se habla, tampoco se da un valor noble, un equilibrio de espíritu y cuerpo. Pero de pronto nos llega un mensaje lejano de ciertos países -el Japón, los Estados Unidos-, y en él estos valores profundos nos dan el ejemplo.
Don Francisco en esto, como en otras tantas cosas, era un universal. Los grandes hombres de las civilizaciones pasadas, los grandes hombres de hoy, tienden a la jeneralidad del sentimiento sin esclusión. Naturaleza, amor, casa, obra; y en la naturaleza la montaña y la verbena, en el amor la mujer, la hermana, el amigo, el hijo, el animal; en casa el goce, el cuidado, el esmero; en la obra la totalidad, la recreación de la totalidad, la llevada a la totalidad de lo que uno quisiera para lo eterno.
Claro que esto depende también del paisaje, de la casa, de la obra, del amor -madre, mujer- que se ha tenido. Hombre superior es el hombre sólo intelijente, pero la intelijencia no da el sentimiento por añadidura. Pero mucho más superior es el hombre de profundo sentimiento en donde se da, por añadidura, la intelijencia.
Él, que había mandado su luz, con el sol del día, a los cuatro confines del mundo, se recojía en sí mismo, con toda su luz en sí, como, envainado, el acero.
Los que lo visteis muerto, tendido en su camita blanca, ¿no parecía una espada envainada, con toda su luz en sí?
«La Aurora» le puse yo cuando lo conocí (1902, laboratorio de Juan Madinaveitia y Luis Simarro, calle General Oráa, cerros entonces, chopos solitarios y sierra libre).
Donde él entraba, parecía que entrara el primer sol, un sol primero universal, anjélico, diabólico, de todos los jóvenes orientes, con luces, rayos, lenguas de todos los buenos días. Y aunque a él le gustaba poco entrar como médico por la puerta, curaba, como el sol no médico, por las ventanas, con sus fatales rayos ultra.
Sí, yo no sé qué había, hay siempre en él de borrachera, embriaguez rubia del espíritu en el cuerpo recibidor. Un champaña rosa y oro con sol fino de abril. Se ve que le está tocando, en ardiente entusiasmo, el centro del corazón, por algún sitio delicado y hondo, a la vida. Lleva como sangre ideal en sus manos sin fatiga eléctrica. El búho de Minerva vive bien en su hombro, hombrera gris descuidada con algún pelo de la melena oro; pero con la luz en los ojos de un canario belga o andaluz, sin gayarrismo, a no ser irónico. («Alado Gayarre», le decía al pájaro amarillo un buen maestro de Alcalá de Guadaira que intentó enseñarme a gorjear en mi adolescencia.)
De todos sus viajes, patrias, idiomas, bailes, laboratorios, músicas, alpinismos, libros, pinturas, conserva y lleva encima este internacional banderas de gracia y cultivo jenerales, que flotan al viento como cabelleras de mujer y diosa, premio simpático cuando se echa cantando contra él. ¡Qué no le paren en su fuga! Si alguno lo pone amargo, le jura desde el vallado de su huida, en siete lenguas estranjeras y una, auténtica, bilbaína. Alegre, dinámico, inquieto y bueno, Nicolás Achúcarro.
... Y ahora, un poco tocado de un secreto otoño prematuro, resol de no sé que lado triste del mundo, fijo frente a su sonrosada fe, tiene algo de canario enfermo, de chopo enfermo, pero a través de cuyas hojas de oro en muda, alas en muda de oro, ¿hacia dónde?, siquiera siempre despuntando, aunque tal vez por ocaso, un sol mayor, más visible, más cercano, más astronómico, con rara inminencia de eclipse próximo, sol de verdad, de belleza y de sabiduría profundas y raras, con apariencia lijera de disco traslucido... Y serio. ¿Serio? ¿Ha dado una vuelta el mundo, por este vasco libre? Algo le rinde las tres virtudes amarillas, que antes eran rocíos verdes primaverales.
Parece que la aurora sin aurora, sin él, está pasando en él, sin él quererlo, dejándolo apartado y mudo de la punzada y con encojido calambre, por una estraña, temida fase.
Como son tantas las ventanas, y cada una tiene su paisaje, parece este corredor un mudable y perene museo natural de cuadros maravillosos.
Por una se ve, ahora, el primer chopo, ramazón triste sobre el ocaso grana, como un escobón grande -bandera de carbonero contra un distante rey rico-, en el que quedara cojida alguna hojilla negra. Por otra, el Hipódromo, verde y banal, con sus tribunas solitarias, sus chopos marcadores del Canalillo sinuoso, deslumbrada toda su yerba crecida de rojo. Por otra, siete Picos, el Montón de Trigo, las Cabezas de Hierro, las ansiadas soledades solas, malvas y celestes en un cielo semirosa. Por otra, como ojos azules entre las odiosas torrecillas de Chamartín, las últimas estribaciones de Guadarrama, allá al fin del gran campo arado sobre el que se coloran redondas nubes rosas. Por otra, en fin, un espejo brillante del canal, con sus grandes chopos de humo, contra los paredones traseros de cuadros rojos y blancos, y sus parejas lentas de enamorados por la orilla...
Cierro, con un rápido paseo de retorno, el largo álbum desdoblado, saco la cabeza por el último cuadro, y me pongo, deslumbrado, a proyectar mi futuro en el ocaso.
Aunque son ya las nueve, y están los niños del solar jugando al balón, Guadarrama sigue durmiendo, embozada en nubarrones pardos. Debe haber pasado, como yo, mala noche. De vez en cuando, se despierta un poco, se remueve, y enseña un hombro nevado, una rodilla, un pecho, la frente; pero torna a arroparse en cielos, se vuelve contra la pared del norte, y sigue durmiendo otra vez.
Delante, el campo de lomas está todo cobrizo, pajizo de semisol. En la mañana vacilante de marzo, es más evidente y más agria la miseria del alrededor, la «impureza del campamento» madrileño. Basuras y escorias, arbolucos con andrajos, casuchas de latones, empalizadas viejas, todo esto que el sol cubre siempre, al salir, de oro, yace abandonado a su bicharraquera fea, preso en sí y como sin fundamento.
¡Pobre campo de Madrid, todo y sólo pies, sin Guadarrama! La montaña es la verdadera, poética reina blanca que ennoblece, buena, el reino miserable y chico. Olvidadiza, trasnochadora, adusta e insomne ella -¡monarquía natural!-, el campo es como un sórdido, arrastrado y sañudo idiota acechador; no como un degollado, un sin fin frente -sin idealidad, sin claros instintos, sin altos sueños-.
Yo lo veía ya en mis hondos sueños de niño, sueños perdidos de adolescente, doblado como un indómito arco de fuego por el viento grande del vehemente crepúsculo de otoño (de esos cortos, ácidos, únicos, casi falsos, que levantan hasta su sorda negación el cenit); como un prodijioso meteoro de la tarde (súbito mártir secreto, arraigado solo a su misterio errante), derramando inútilmente en el potro de la alta soledad sus chispas bellas primero; gotas, luego, de roja luz; al fin, divinas hojas de oro.
¡Terrible ya, entonces, loco, ardiente chopo español solitario!
Aquí, bajo esta estranjera palma dorada del Retiro, cuyas hojas derramadas dulces acaricia la luz, el alma del agua, temblando; junto a este olivo forastero, que gotea el sol plateado en el agua del surtidor, veo pasar, estas tardes, en larga hilera, las sombras de los universales españoles, tristes y pensativos.
Son todos los que no se contentaron con el solar y la raza, los que no creían que fuera lo varonil el jesto brusco español y el denuesto colorado, los execrados por hablar con voz de todas partes, los ridiculizados por sentir esas cosas que en España se siguen considerando como cosas de mujeres o de poetas... clásicos: la flor, el pájaro, el niño, la mujer delgada, el entretiempo, en suma, lo delicado.
Pasan, pasan, bastantes y qué poco oídos. Son como el pájaro alto en el cielo abierto, sobre el huerto cerrado, sobre el asno trabado, sobre el camino con fin, sobre el nombre puesto a la tierra única y consustancial, como con hortalizas. Son los eternos proscritos, los verdaderos españoles amigos de la vida, del hombre, de la eternidad.
Pájaros en los almendros en flor. Violetas por todo el suelo. En los negros troncos, los grandes lunares amarillos de las grandes ramas podadas.
Al fondo, alto de nivel, el estanque con su cabrilleo deslumbrador, que trae una nostaljia del mar del sur. La bandera española y una fila de lanchas verdes y amarillas contra la verde felpa de la orilla nueva, como en un pesebre de primavera.
Sobre el fondo verdeoscuro de esta otra agua estancada, los rosales frescos, transparentes de sol.
Aún es agosto. Pero estos olmos que con la sequía (polvo, insectos, telarañas) se han picado le dan al jardín un aspecto seudootoñal, de un otoño raro y diferente, como de otros climas o planetas
¿Habéis encontrado alguna vez por el campo, una cigarra, un gañafote comido de las hormigas? Ha quedado de él, una cigarra, un gañafote trasparente, hueco -como de talco- y completo. Así las hojas de este olmo. Contra el sol de la mañana, que quema el azul puro entre ellas, parecen escamillas nacaradas, esqueletos de plata, encaje de cristal. Y el árbol es como una inmensa joya blanca, vagamente contajiada del verdefino de las hojas que aquí y allá quedan medio sanas todavía; como una gran ala abierta, de un pájaro cándido y enfermo, que anhelara remontar un ancho y débil vuelo hacia la muerte.
Olmo picado, sé bien que no es justa esta sensualidad en lo que decae; que es triste y cruel el piropo a una hermosa enfermedad cuya belleza es a costa de la savia o de la sangre. Sí, pero deja, olmo picado, que te diga como a Carmen, la tísica: ¡Qué bello eres!