Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Decorado y escenografía (de lo pintado a lo vivo)

Jerónimo López Mozo





A principios de 1980, se celebró en el teatro María Guerrero, sede del Centro Dramático Nacional, un ciclo de sesiones teatrales titulado El teatro de… en el que participamos varios autores. Se nos cedía el escenario por un día y en él podíamos representar lo que quisiéramos. Rompió el fuego Alberto Miralles. Cuando se alzó el telón, la escena representaba, si no recuerdo mal, el salón de una casa burguesa. El decorado estaba hecho con lienzos de papel pintados montados sobre los armazones de madera que forman los bastidores. En aquel marco, los actores interpretaban una escena de alta comedia. Transcurridos unos minutos, el propio Miralles irrumpió en el escenario como espontáneo que salta al ruedo y, ante la fingida sorpresa de los cómicos, hizo trizas papeles y envarillados. Enseguida, su lugar fue ocupado por una escenografía más acorde con el teatro de nuestro tiempo. Lo que vimos a continuación fue la obra que el autor quería mostrarnos. De esa manera simbólica escenificaba Miralles la muerte del viejo teatro y el nacimiento del futuro.

No es que él ignorara que la literatura y el arte es un diálogo del autor con su tiempo, que esa relación es la que determina el rumbo que toma en cada época y que eso vale también para el teatro. ¿Por qué, entonces, Miralles eligió, para representar ese tránsito, algo cuya función no va más allá de contribuir a crear el ámbito de la puesta en escena? Seguramente, porque quería recordar algo tan obvio como que el teatro no es sólo literatura, sino suma de varias artes, amén de que es terreno abonado para acoger las aportaciones de la técnica, cuyos progresos son constantes. No tengo la menor duda de que, si de todos los elementos que influyen en su desarrollo y transformación, eligió la escenografía es porque le pareció la forma más gráfica de expresar lo que quería.

He de confesar que yo participo de esa idea. En mi experiencia como espectador, he tenido la sensación de que la evolución del teatro está íntimamente ligada a la de la escenografía. Cuando empecé a frecuentarlo, allá por los años cincuenta y tantos del pasado siglo, todavía eran habituales los decorados como el que mostró Miralles al principio de su espectáculo. De lo que no estoy seguro es de haber conocido los telones pintados, salvo en zarzuelas y revistas, géneros a los que siempre tuve afición. Nada sabía entonces de que en Europa, muchos años antes de que yo naciera, un tal Appia, de cuya existencia supe bastante después, concebía el espacio escénico como un lugar en el que plataformas y elementos corpóreos debían reemplazar, con ayuda de la luz, a los telones. Tampoco sabía, por tanto, que sus ideas habían calado y que ya eran muchos los que habían desechado la ilusión pintada. En España, por ejemplo, empezaron a aparecer elementos corpóreos en las puestas escena de Rivas Cherif. Yo descubrí la tridimensionalidad en 1957 y, con ella, lo que se me antojó como el nacimiento de un nuevo teatro. Para mi lo era. Fue en el teatro Español. La obra se titulaba El diario de Ana Frank1. El decorado, diseñado por Sigfrido Burmann2, era, de acuerdo con los deseos del director José Luis Alonso, sólido y sin ningún toque de irrealidad. Representaba la parte alta de unos almacenes y oficinas en Ámsterdam. Ante un paisaje de chimeneas y tejados, se alzaban tres habitaciones con las paredes descarnadas por la humedad. Una de ellas era la cocina, en la que el fregadero tenía agua corriente, pero lo que más llamó mi atención fue que, cuando los personajes cerraban alguna puerta de forma violenta, las paredes no temblaban. Dos años después vi, en el mismo escenario, La muerte de un viajante, de Arthur Miller3. En realidad, se trataba de una reposición de la puesta en escena que José Tamayo había realizado en 19514, cuando yo tenía nueve años, pero, para mí, la representación tuvo el valor de un estreno. La escenografía también era de Burmann. Se trataba de un decorado simultaneo, es decir, que en él se mostraban durante toda la función varios espacios distintos, en concreto las habitaciones de la casa de Willy Loman, su protagonista. Hoy lo recuerdo como una de esas casas de muñecas que muestran su interior cuando se quita la fachada. En la planta baja estaba la estancia común; en una especie de entreplanta, la alcoba de Willy y su esposa; y en la bohardilla, la habitación de los hijos. No existían tabiques que definieran estos espacios, pero era fácil imaginarlos. No faltaban, sin embargo, elementos arquitectónicos que daban al conjunto aquella sensación de solidez que José Luis Alonso reclamaba en El diario de Ana Frank. Entre ellos, vigas de madera soportando imaginarios techos, recias puertas y los cortes transversales de dos gruesos muros que dejaban al descubierto su fábrica de ladrillo.

Durante años, mis ojos de espectador se llenaron de aquellos volúmenes inmóviles que diseñaban, además de Burmann, escenógrafos como Emilio Burgos, Vitín Cortezo, Manuel Mampaso y Vicente Viudes. Vinieron luego las aportaciones de nuevos profesionales, muchas de ellas importantes y enriquecedoras. Propuestas como las de Francisco Nieva para El rey se muere, de Ionesco, y el Marat-Sade, de Peter Weiss, realizadas en los años sesenta, o las concebidas dos décadas después por Fabiá Puigserver para El público y Comedia sin título5, ambas de García Lorca, ejercieron una poderosa fascinación sobre el público, que empezó a juzgar las funciones, y hasta la labor del director, por la escenografía. Gerardo Vera, admirador de ambos y autor, entre otras, de las magníficas escenografías de 5 Lorcas 5 y El jardín de los cerezos, de Chejov6, llegó a comentar que, cuando hacía un decorado para el María Guerrero o La Zarzuela, a veces la gente iba sólo por verlos.

En 1971 se produjo un acontecimiento sorprendente. Una escenografía cobró vida. El escenario estaba ocupado por un hexágono de hierro en cuyo interior, tensada por poleas, se extendía una lona negra salpicada de argollas que la unían, mediante cables, a unos ganchos situados varios metros sobre ella. Tal artilugio permitía que la lona modificara su posición. Ora estaba lisa como la piel estirada de un tambor, ora se plegaba o desplegaba llenándose de surcos profundos, ora se convertía en montaña de empinadas laderas, que los actores escalaban con no poco esfuerzo. Me estoy refiriendo al montaje de Yerma que el argentino Víctor García hizo por encargo de Nuria Espert7. No era la primera vez que, en España, una escenografía cobraba vida, pero sí que eso sucediera en un escenario a la italiana8.

Para muchos, la escenografía ha dejado de ser un complemento para definir el ámbito de la puesta en escena y ha pasado a ser identificada con el teatro mismo. No cabe duda que las cada vez mayores posibilidades técnicas y la aparición de nuevos materiales unidos al talento y poderosa imaginación de los creadores han contribuido a su creciente protagonismo. Las nuevas escenografías crean espacios casi mágicos que obnubilan a quienes las contemplan. Eso lo saben sus autores, hasta el punto de que parece que algunos convierten el escenario en una sala de exposiciones en la que mostrar su arte, olvidando que su trabajo es, en palabras de Nieva, el resultado de una intensa meditación sobre lo que ha de pasar a lo largo de la representación. Dicho con otras palabras, un conjunto de signos cuya función esencial es incidir en la enfatización del espectáculo. Así, cuando la aportación de la escenografía al teatro parecía acercarse al ideal, nos encontramos con la amenaza de que se consiga todo lo contrario. Recuerdo bien como a mediados de los años sesenta, ante el protagonismo alcanzado por los directores de escena, el autor de teatro fue marginado hasta el punto de que el teatro de texto quedó relegado a un segundo plano, cuando no expulsado de muchos escenarios. Ahora me invade la misma sensación, esta vez provocada por la megalomanía de ciertos escenógrafos empeñados, con el consentimiento y aplauso de quienes les contratan, en llenar la escena de desmesuradas escenografías, que, en no pocos casos, son auténticas obras de ingeniería. Como autor que soy, sufro por el papel al que a veces es reducido el texto, pero también me preocupa el que se reserva a los actores, convertidos en pequeños muñecos extraviados en laberintos escenográficos, cada vez más alejados de su primordial función, que no es otra que la de dar vida escénica a sus personajes.

Por supuesto, el faraonismo que denuncio no es general. Para practicarle se requieren unos medios económicos que no están al alcance de muchas empresas teatrales. En el extremo puesto, abundan los casos en los que los actores se mueven por escenarios sin otro decorado que sus paredes desnudas o, como mucho, un telón de fondo. A veces, es así por la falta de recursos materiales, pero no siempre. No faltan los creadores que, aun disponiendo de presupuesto suficiente, optan por la austeridad. Un claro ejemplo es el de Peter Brook, quién, a partir de unos pocos elementos escenográficos y de una sucinta utilería, permite que la imaginación de los espectadores complete el paisaje escénico en el que se desarrolla la acción. Así sucedía en Woza Albert!, Impressions de Pelleas y Je suis un phénomène9, por citar espectáculos vistos en España. En la primera obra, unos cuantos útiles que parecían rescatados de un basurero, un par de cubos metálicos, unas tablas mal clavadas y unos bastones conseguían recrear múltiples espacios surafricanos. En Impressions de Pelleas, ópera basada en el texto de Maeterlink y la música de Debussy, el agua vertida a un estanque era el único elemento escenográfico mostrado. En Je suis un phénomène, fiel a su línea de trabajo, algunos elementos mínimos dispuestos en una ordenada geometría ocupaban el escenario desnudo.

Insisto, pues, en que me estoy refiriendo a una parcela, quizás todavía pequeña, del arte escenográfico. Sin embargo, su principal escaparate son los centros dramáticos nacionales y otros teatros de titularidad pública, lo que le convierte en una importante referencia para el teatro privado. Si esta tendencia se amplía y consolida, el teatro habrá emprendido una peligrosa deriva que podría desembocar en la ruptura del equilibrio que se había alcanzado en el uso del conjunto de signos escénicos que intervienen en el hecho teatral. De esto quiero hablar y lo haré sirviéndome de dos espectáculos importantes que han sido representados en los últimos años. Se trata de La Celestina, allá cerca de las tenerías, a la orilla del río, inspirada en la obra de Fernando de Rojas, y de Cara de plata, de Valle-Inclán.

La primera fue representada a caballo de los años 2004 y 200510. Hagamos un poco de historia. El proyecto, largamente acariciado por el canadiense Robert Lepage, director de la compañía Ex Machina, halló vía libre cuando consiguió que cinco instituciones españolas se comprometieran a coproducirle11. El proceso de creación fue largo, algo habitual en los trabajos de Lepage. Tras varias audiciones celebradas en Madrid para confeccionar el reparto que había de acompañar a la protagonista, Nuria Espert, las primeras reuniones tuvieron lugar en La Caserne Dalhousie, antiguo parque de bomberos de la ciudad de Québec y actual sede de la compañía. Allí permanecieron reunidos durante dos semanas actores y técnicos para analizar la obra y realizar los primeros ensayos. Entre los presentes estaba, naturalmente, Carl Fillion, el escenógrafo habitual de Lepage. En esas dos semanas, su principal tarea consistió en realizar los bocetos para la escenografía y en reproducir a escala real algunos de ellos para ser utilizados por los actores. Transcurrido ese tiempo, el trabajo se suspendió para reanudarlo unas cinco semanas antes del estreno. En ese periodo, Fillion construyó la escenografía definitiva.

El principal reto que se le planteaba era cómo introducir en el escenario los múltiples espacios en los que se desarrolla la acción: el huerto de Melibea, plazas, calles y las casas de Celestina, Calisto, Sempronio, Areusa y Centurio… Añádase que el trasiego de personajes entre estos lugares es continuo, lo que aconsejaba que las mudanzas se hicieran en el menor tiempo posible. Sin embargo, de las muchas Celestinas que se han visto en España, pocas hay que se hayan montado con complicadas escenografías. Más bien, suele ocurrir todo lo contrario. En la memoria conservo alguna que bien pudiera calificarse de minimalista, como aquella que protagonizó Amparo Rivelles en 1988, cuyo decorado, de Carlos Cytrynowski, se resumía en una plataforma central rodeada por una pista circular y ondulante y, al fondo, un ciclorama que representaba el cielo12. Y nada digamos de las que se muestran en salas alternativas o locales con escenarios pequeños13. La propuesta de Fillion consistió en un enorme panel de aluminio y acero revestido de madera que se deslizaba sobre el escenario, acercándose o alejándose de la sala. Un panel formado por plataformas y prismas en continuo movimiento que, según la posición que adoptaban y con el auxilio de elementos suspendidos del telar, sugerían los espacios antes citados. Estoy describiendo una escenografía viva en la que, en cuestión de segundos, las paredes se convertían en suelos, los interiores en calles y jardines, las puertas en ventanas y las camas en mesas. Todo un confuso conjunto de compartimentos situados a diversas alturas comunicados por huecos. En la rueda de prensa celebrada con motivo de la presentación del espectáculo en Madrid, la actriz Nuria Espert definió la obra de Fillion como un gran retablo barroco con pequeñas casillas esenciales para la comprensión del texto.

Para hacerse una idea de la envergadura de la escenografía conviene saber que superaba las veinte toneladas de peso y que, para su transporte, eran necesarios tres camiones con remolques de más de quince metros de longitud. Para descargarla y montarla se requería el concurso de unos cuarenta operarios y técnicos, si bien hay que señalar que, una vez instalada, bastaban unas nueve personas para su manejo, habida cuenta de que su funcionamiento, controlado desde monitores, estaba, en gran medida, automatizado gracias al empleo de cuatro motores hidráulicos. Si Nuria Espert comparó el decorado con un retablo barroco, uno de los técnicos que lo manipulaba decía de él que eran veinte mil kilos de tragicomedia.

Aquella escenografía fue la gran protagonista del espectáculo, desplazando a un segundo plano el interés suscitado por ver a Nuria Espert asumir, por vez primera en su dilatada carrera profesional, el papel de Celestina. No niego que hubo críticos que mostraron su entusiasmo por la propuesta de Fillion y que, en la última edición de los Premios Max, figuró en la terna finalista en el apartado reservado a la escenografía. Mi opinión, sin embargo, es otra. Contemplé la representación de la obra con desasosiego. El artilugio que ocupaba el escenario era espectacular y bello, aunque frío, pero una vez superada la sorpresa inicial provocada por su puesta en funcionamiento, el continuo escamoteo y reaparición de los mismos espacios, por otra parte tan parecidos unos a otros, me produjo un profundo tedio. En nada se diferenciaba la casa de Calixto de la de Celestina o la estancia de una casa noble de la alcoba de un burdel. Así mismo, me resultaba difícil reconocer en una de aquellas celdas de madera el patio de una casa, por mucho que por un escotillón saliera una fuente de atrezzo. Tampoco el ruido producido por el movimiento de los paneles resultaba agradable. Pero lo más preocupante para mi fue ver como aquella imponente mole era motivo de distracción para los espectadores y un serio obstáculo para el trabajo de los actores. ¿Cómo actuar y decir bien su texto si, al tiempo, inmersos en aquel laberíntico y cambiante decorado, se veían forzados a practicar una agotadora gimnasia que les situaba en los límites de lo circense? Por poner un solo ejemplo, resultaba patético ver a Melibea, en los momentos que preceden a su muerte, encaramada a la tapia del huerto suspendida de unos cables bien visibles que convertían su caída al vacío en un inverosímil y torpe vuelo lento.

Me preguntaba si Lepage, cuyo sistema de trabajo es modélico si lo comparamos con el habitual en estos pagos, no percibía estos inconvenientes. En España es frecuente que los actores ensayen sin conocer hasta las vísperas del estreno la escenografía que les va a acoger ni el vestuario que han de lucir, lo que, a veces, se convierte en un grave inconveniente. El director canadiense, por el contrario, procura que todos los elementos del espectáculo estén presentes en el proceso de puesta en escena desde los primeros compases. Así había ocurrido también en esta ocasión. Yo no lograba entender que el desequilibrio a favor de la escenografía y en detrimento de de la labor actoral y de la comprensión del texto fuera tal. Me costaba atribuirlo a un error de concepción del espectáculo, pero la otra alternativa, que fuera premeditado, me parecía disparatada. Digo que me parecía, porque hoy no tengo ninguna duda al respecto. La casualidad ha querido que apenas un año después de aquella representación, contemplara un video y abundante material gráfico del espectáculo titulado , que Robert Lepage ha dirigido en Las Vegas para Le Cirque du Soleil14.

Para materializar el encargo recibido, Lepage contó con la colaboración del arquitecto y escenógrafo británico Mark Fhiser, especializado en organizar ceremonias de apertura de acontecimientos deportivos como los Juegos Olímpicos de Sydney o diseñar las escenografías de conciertos de rock para grupos como los Rolling Stones o U2. Fhiser dispuso de cerca de doscientos millones de dólares para poner en pie una compleja estructura formada por una plataforma de unas cuarenta toneladas de peso y un sinfín de espirales, pasadizos, puentes tendidos sobre el público y escenarios suspendidos en el aire. El inmenso aparato, atendido por más de ciento cincuenta personas, albergaba espectaculares combates navales, pantomimas acuáticas, mascaradas y escenas de fuego y humo que conformaban un barroco monumento visual puesto al servicio de una nueva cultura de masas. No hace falta decir que el lugar de los actores estaba ocupado por bailarines y atletas. Doy por sentado que Robert Lepage hizo lo que se le había pedido. Su capacidad para abordar el proyecto queda fuera de toda duda, como el entusiasmo con el que acepto el encargo. Pero después de ver aquellas imágenes me convencí de que, para su progreso, el teatro no necesita de estos talentos.

Pasemos al otro espectáculo, Cara de plata, de Valle-Inclán. Producida por el Centro Dramático Nacional, fue estrenada en el año 200515, con dirección de Ramón Simó16. De nuevo, estamos ante una obra cuya acción se desarrolla en numerosos lugares: un roquedo en los montes gallegos de Lantaño, caminos, puentes, huertos, ventas y otros espacios exteriores, con portones, atrios y zaguanes de pazos, palacios e iglesias. Tampoco faltan los interiores, con grandes salas, hornos y alcobas. Y transitando por todos ellos, los personajes principales, los secundarios, que son muchos, y una legión de aldeanos, chalanes, feriantes, buhoneros, mendigos y hasta el cortejo de una procesión. Eso sin contar los caballos, alguna punta de vacas y otras bestias.

El director quería contribuir, como cuantos se acercan a la obra del autor gallego, a desterrar la idea de que el teatro de Valle es irrepresentable. En su opinión, lo es si se toman al pie de la letra las minuciosas acotaciones, pues entiende que fueron escritas para ayudar a los actores. No creo que fuera eso lo que moviera a Valle a redactarlas, pero ese no es el asunto que ahora nos ocupa. Consideraba Ramón Simó que lo importante era imprimir a la acción una gran agilidad. Para ello era imprescindible que el cambio de espacios se hiciera con rapidez, de forma que el tiempo no se detuviera mientras se producían. Contó para ello con el concurso del escenógrafo suizo Christoph Schübiger. Su respuesta fue, más que un decorado móvil, un decorado vivo.

He de señalar que Schübiger no es un desconocido en España. Con anterioridad a Cara de plata había realizado tres trabajos por encargo del Centro Dramático Nacional. El primero, hace dieciséis años, la escenografía de Combate de negro y de perros17, de Koltés, que dirigió Miguel Narros; dos años después, la de Morirás de otra cosa18, pieza escrita y dirigida por Manuel Gutiérrez Aragón; y, por último, en 1995, Terror y miseria del III Reich19, de Bertolt Brecht, dirigida por José Pascual. Repasando aquellos espectáculos, hay, en las dos primeras escenografías, algunas características que reaparecen en la que nos ocupa. No así en la tercera, que llamó la atención por su sobriedad, siendo su aspecto más novedoso que prescindía del escenario a la italiana, pues la acción transcurría en una ancha franja que dividía la sala en dos partes. En Combate de negro y de perros, Schübiger reunió en un solo espacio los que aparecen en la obra. Era la única licencia que se tomó, pues todos ellos respondían fielmente a la descripción hecha por Koltés y recreaban con acierto el ambiente de la construcción de una obra pública en plena selva africana. En el escenario estaban el bungalow del maestro de obras, un macizo de buganvillas, las empalizadas, un río de barro y, sobre todo ello, un puente de hormigón a medio construir. Un puente que, atrapado en la caja del escenario del María Guerrero, apabullaba por sus dimensiones. En alguna crítica se decía que la escenografía estaba en la onda de los decorados impresionantes que entran por los ojos y su autor se preguntaba si merecían la pena esos impactantes alardes visuales. En todo caso, hay que decir que aquella presencia inmóvil no entorpecía el desarrollo de la obra. Luego vino Morirás de otra cosa. A mi me pareció, tal vez influido por la condición de cineasta de su autor y director, que el escenario había sido convertido en un inmenso plató sobre el que Schübiger levantó una pesada escenografía, que, a diferencia de la anterior, se desplazaba de un lado a otro, produciendo chirridos molestos y quebrando continuamente el ritmo de la acción.

Estos son, sin duda, los antecedentes del trabajo llevado a cabo por el escenógrafo en Cara de plata. Unas impresionantes rocas negras reproducían unas montañas más escarpadas y desnudas que el roquedo descrito por Valle, con sus ruinas en la cima y verdes brañas en el regazo. Cumplida la primera escena, cuando el tropel de chalanes parte en cabalgata, apenas iniciado el tránsito hacia la segunda, una cosa se hizo evidente: que aquella mole escenográfica ya no representaba las rotundas rocas, sino que simulaba un juego de gruesos y pétreos cortinones dispuestos en tres filas, que, al abrirse, cerrarse, avanzar hacia el proscenio y retroceder, acotaban los espacios en los que se sitúa la acción. Su identificación sólo era posible por los objetos de la utilería. Como los espacios son muchos, el movimiento era continuo, hasta el punto de resultar molesto y monótono. Era una escenografía tan llena de vida que se diría que actuaba, hasta el punto de que competía con los actores e, incluso, les estorbaba. Allí se ahogaban éstos y se perdía el hermoso texto de Valle. De nuevo la escenografía se convertía en protagonista indiscutible de un espectáculo teatral. El único alivio a tan fea y fría estética lo proporcionaban unos videos proyectados sobre la superficie pulida de las cortinas. En la primera parte, hermosos y bravos caballos. En la segunda, el cuerpo desnudo de una mujer joven. Curiosamente, aquellas imágenes resumían los dos principales asuntos del retablo gallego: la prohibición del paso del ganado por las tierras del caballero Montenegro y la disputa de éste y su hijo Cara de plata por la posesión de Sabelita.

Yo no sé si esta diatriba contra ciertas tendencias de la moderna escenografía es razonable o fruto del celo de un autor que vuelve a ver en peligro el papel de la palabra en el teatro. A veces dudo, pero, cuando suceden ciertas cosas, pienso que no estoy equivocado. La más reciente es el aplazamiento sine die de la puesta en escena de Decadencia, de Steven Berkoff, en el María Guerrero20. El Centro Dramático Nacional había encomendado la puesta en escena a Jorge Lavelli y éste, la escenografía a su habitual colaborador Agostino Pace21. Faltando apenas un mes para el estreno, todo quedó en suspenso porque la estructura del teatro no podía soportar el peso del decorado22. Por el camino que seguimos, llegará el día en que, si el autor de la obra habla de la existencia de un río, por el escenario discurra una verdadera corriente de agua, aunque para ello sea preciso construir un cauce artificial e instalar motores para impulsarla. Cuando eso suceda, yo echaré de menos aquellos ríos fruto de la imaginación y de la sencillez consistentes en unas cintas azules y verdes sostenidas por sus extremos por un par de actores que las agitaban o aquellos lienzos verticales por cuyo borde superior se deslizaban barcos y peces.

He de confesar que, ante la invasión de los escenarios por estas sofisticadas moles escenográficas, cada vez me atraen más los espacios desnudos, en los que las luces y, a lo sumo, una tarima son suficientes para que la imaginación del espectador los vista. Lo he dicho antes, al hablar de Peter Brook, y no me importa repetirlo. Como tampoco me importa recordar las palabras que este mismo artista escribió al principio de su ensayo El espacio vacío. Decía que todo lo que se necesita para realizar un acto teatral es que un hombre camine por un escenario desnudo mientras otro le observa.





 
Indice