Escena XII |
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EL CONDE;
D. PÍO, sin sombrero, que le ha
sustraído el huracán; lleva bufanda al cuello, que se enrosca y
desenrosca a cada instante; levitón largo, que se le pone por montera;
los pantalones arremangados.
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EL CONDE.-
(Con voz
firme.) ¿Quién es... quién me llama? Si es el
viento... perdone, hermano, no llevo suelto.
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D. PÍO.-
(Que se ve
obligado a agarrarse al
CONDE para no caer.) Soy yo, señor.
¿No me ha conocido? Soy Pío, el profesor de las niñas.
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EL CONDE.-
¡Ah! Coronado...
Acabáramos. ¿Y qué traes por estos sitios tan amenos, en
noche tan deliciosa?
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D. PÍO.-
En el momento de encontrar a
usía buscaba mi sombrero, que arrebató el viento.
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—303→
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EL CONDE.-
Pues no es fácil que te lo
devuelva. Si temes constiparte sin sombrero, ponte el mío. En verdad, no
me sirve más que de estorbo...
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D. PÍO.-
Gracias, señor Conde. Estamos
en el peor sitio. Agarrémonos bien el uno al otro, y vámonos a
lugar más abrigado y seguro... Por aquí, señor...
(Se agarran y se internan,
alejándose del cantil.)
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EL CONDE.-
Por lo visto, las revueltas del
Páramo te son familiares.
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D. PÍO.-
Si es mi paseo favorito. Esta soledad,
esta aridez, este ruido de la mar me enamoran. Llega para mí un momento,
al terminar el día, en que me hastían de tal modo las personas,
que me arrimo a los animales; pero me hastían también los
domésticos, y busco la compañía de los lagartos, de los
saltamontes, de los cangrejos, y de todo lo que más se diferencia de
nosotros.
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EL CONDE.-
Comprendo tu odio al género
humano, infeliz Pío. Dícenme que eres muy desgraciado en tu
casa.
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D. PÍO.-
(Llevándole a un sitio resguardado del viento.)
Sí, señor. Más de una vez he venido a estos cantiles con
el propósito de arrojarme por el más empinado. Pero...
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—304→
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EL CONDE.-
Te ha faltado valor.
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D. PÍO.-
(Candoroso.) Sí, señor... Me faltan
ánimos. Esta noche misma llegué decidido, tan decidido, que ya me
estaba viendo cenado por los peces; pero en el momento crítico...
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EL CONDE.-
¡Matarse, qué locura! Hay
que luchar, luchar sin desmayo para aniquilar el mal.
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D. PÍO.-
(Con
tristeza.) ¡Ah!, eso no es para mí. Luche quien pueda. Yo
no sirvo; nací para dejar que todo el mundo haga de mí lo que
quiera. Soy un niño, señor Conde, y no un niño de raza
humana, sino de la raza ovejuna; soy un cordero, aunque me esté mal en
decirlo. Nací sin carácter, y sin carácter he llegado a
viejo. Permítame que me alabe. Soy el hombre más bueno del mundo;
tan bueno, tan bueno, que casi he llegado a despreciarme a mí mismo, y a
futrarme, con perdón, en mi propia
bondad.
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EL CONDE.-
Y tuya es una frase que corre como
proverbial en Jerusa: «¡Qué malo es ser bueno!».
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D. PÍO.-
Porque de la bondad me vienen todas
mis desgracias... parece mentira. En mí no encuentro
—305→
fuerza para hacer daño a ningún ser, llámese mosquito,
llámese mujer u hombre. Donde yo estoy, está el bien, la verdad,
el perdón, la dulzura... y llueven sobre mí las desdichas como si
mi bondad fuera un espigón de metal que atrae el rayo... Señor,
he llegado a un extremo tal de sufrimiento, que ya no puedo más; quiero
arrojar por ese cantil el fardo de mi bondad, que es mi vida. Mi vida, o sea mi
bondad, ya me enfada, me apesta, me revuelve el estómago...
¡Váyase a los profundos abismos, bendita de Dios!
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EL CONDE.-
Ten paciencia, Pío. Si eres tan
bueno, Dios te dará tu merecido... Pero si hemos de charlar, desahogando
en la confianza y amistad recíprocas las penas de uno y otro, no
será malo, bendito Coronado, que me lleves a un sitio cómodo
donde pueda sentarme. Por mi nombre te juro que estoy cansado.
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D. PÍO.-
(Guiándole.) Precisamente llegamos a un recodo
donde estaremos a cubierto del vendaval. Entre estas peñas enormes, que
parecen dos formidables canónigos con sus sombreros de teja, he
descabezado yo mis sueñecitos algunas noches que he dormido fuera de
casa. Aquí podemos sentarnos, sobre esta limpia arena llena de
caracolitos, y hablar todo lo que nos dé la gana.
(Se sientan.)
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EL CONDE.-
Dime, Pío: ¿al fin se
murió tu mujer?
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—306→
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D. PÍO.-
(Tocando las
castañuelas.) ¡Al fin!, sí, señor. Dos
años hace ya que el infierno la quiso para sí.
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EL CONDE.-
¡Cuánto habrás
padecido, pobre Coronado! De veras te digo que no hay en la sociedad vicio
más desorganizador ni de peores consecuencias que la infidelidad
conyugal; y cuando ese atroz delito trae el falseamiento de la ley del
matrimonio y el fraude de la sucesión, no hay palabra bastante dura para
anatematizarlo. Pues bien: aquí donde me ves, yo estoy en el mundo para
combatir y anular las usurpaciones de estado civil, producidas por el
desacuerdo entre la Ley y la Naturaleza. Nuestros legisladores no han tenido
valor para abordar este problema. Yo lo tengo. He declarado la guerra a la
impureza de los nombres, y a todas las ilegitimidades producidas por el infame
adulterio.
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D. PÍO.-
(Embobado.) Ya... ¿Y qué hace el
señor Conde para...?
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EL CONDE.-
Por de pronto, descubrirla
usurpación... sacarla a la vergüenza pública... ¿Te
parece poco?
(D. PÍO, ensimismado,
no dice nada.) Pero no hablemos ahora de mis cuitas, sino de las tuyas.
Tu mujer, según creo, te dejó un mediano surtido de hijas.
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D. PÍO.-
(Secamente,
mirando al suelo.) Seis...
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—307→
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EL CONDE.-
Que son seis arpías,
según se cuenta.
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D. PÍO.-
(Con
aflicción.) Llámelas usía demonios o fieras
infernales, pues arpías es poco. No me tienen ningún respeto, ni
viven nada más que para martirizarme.
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EL CONDE.-
¡Y lo aguantas! Tu bondad, pobre
Coronado, raya en lo inverosímil, porque si no miente el vulgo...
permíteme que te hable con una franqueza que resulta tan extremada como
tu bondad... tus hijas... no son tus hijas...
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D. PÍO.-
(Después de una pausa.) Señor, por duro
que sea declararlo, yo... En efecto, tan cierto como ésta es noche, esas
hijas... no me pertenecen.
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EL CONDE.-
Y si de ello estás tan seguro,
¿cómo las tienes contigo?
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D. PÍO.-
Por ley de la costumbre, que es la
gran encubridora de las perrerías que hace la bondad. Desde que nacieron
las tengo a mi lado. Me quito el pan de la boca para dárselo a ellas...
Las he visto crecer, crecer... Lo peor es que de niñas me
querían, y yo... ¿para qué negarlo?... las he querido,
casi las quiero, no lo puedo remediar...
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(ALBRIT suspira.) No
tengo vergüenza, ¿verdad, señor Conde? No soy digno de
hablar con un caballero como usía.
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EL CONDE.-
Eres un desgraciado, y yo quiero que
seamos amigos. Dime otra cosa: esas tarascas, ¿permanecen solteras?
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D. PÍO.-
Dos casaron con los primeros ladrones
del pueblo. A una la abandonó el marido, y está otra vez en mi
casa: empina el codo, y me dice las cosas más indecentes que se le
pueden decir a un hombre. María y Rosario tienen por novios a dos
perdidos: el uno barbero, el otro muy dado al matute. Esperanza es loca por los
hombres, y se va tras ellos por las calles y caminos, sin reparar que sean
soldados, amoladores o titiriteros, y Prudencia, la más chica, me ha
salido un poquito bruja. Echa las cartas, cura por salutaciones... y roba todo
lo que puede.
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EL CONDE.-
(Con piadosa
lástima.) No conozco otro ser más dejado de la mano de
Dios. Sobre tu bondad caen todas las maldiciones del Cielo. ¿Cómo
en tantos años no has tenido un día, una hora de entereza de
carácter, para echar de tu lado a esas hembras espúreas que te
consumen la vida?
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D. PÍO.-
No me pida el señor Conde que
tenga carácter, que es como pedir a estas peñas que den
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uvas y manzanas. Soy bueno; me reconozco el mejor de los hombres.
En un punto está que uno sea un santo o un mandria. Mi mujer, que de
Satanás goce, me dominaba; me hacía temblar con sólo
mirarme. Yo hubiera tenido valor delante de una docena de tigres; delante de
aquel monstruo no lo tenía. Tan grande como mi paciencia era su
liviandad. Me traía los hijos; nacían en casa. Yo le decía
verdades como puños; pero no me escuchaba. ¿Qué
había de hacer yo con las pobres criaturas, ni qué culpa
tenían ellas? ¡No las había de tirar en medio de la calle!
Crecían, eran graciosas, se dejaban querer. El tiempo me alargaba la
bondad, y yo era más bueno cada día... y me dejaba ir, me dejaba
ir... Nunca tuve resolución... Mañana será otro
día, decía yo, y, en efecto, señor, todos los días,
en vez de ser otros, eran los mismos... El tiempo es muy malo, es como la
bondad... Entre uno y otro hacen estas maldades que no tienen remedio.
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EL CONDE.-
(Meditabundo.) Buen Pío, tu filosofía
resulta dañina; tu bondad siembra de males toda la tierra.
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D. PÍO.-
Déjeme que siga
contándole, para que acabe de despreciarme. Lo que sufro con esas
culebronas a quienes llamo hijas no hay palabras para decirlo. Ellas me pegan,
ellas me insultan, ellas me matan de hambre; ellas gozan con mis dolores, con
mi vergüenza... ¡Qué malas, qué malas son! Cada una es
un demonio,
—310→
y juntas el Infierno. Y que no me vale huir de mi
casa y abandonarlas, porque salen desaforadas a buscarme, y me cogen, y me
llevan por fuerza, y me besuquean y hacen mil carantoñas. Tengo el
corazón tan blando, que cuando veo llorar a alguien soy un río de
lágrimas. Pues cuando alguna se pone mala, ¡si viera usía
lo inquieto y apenado que estoy! Nada, que me falta tiempo para correr a casa
del médico, a la botica...
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EL CONDE.-
Eres cosa perdida. Vas al abismo, buen
Coronado.
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D. PÍO.-
(Agitadísimo.) Lo sé, señor
Conde... Por eso pido a Dios que me lleve pronto al Cielo, porque allí,
lo que es allí... supongo que podrá uno ser tierno de
corazón y de voluntad sin perjudicarse... allí puede uno ser todo
amor, sin que le descalabren, le pellizquen y le aporreen.
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EL CONDE.-
El Cielo, sí. Para ti no hay
otro sitio. Aquél es tu mundo, y no debiste, no, Coronado, no debiste
venir a éste.
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D. PÍO.-
(Con
desesperación.) ¿Pero acaso yo me he traído?
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EL CONDE.-
Si no te has traído, puedes
volverte cuando quieras. Ahora comprendo la razón y excelente
lógica de tus propósitos de suicidio.
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—311→
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D. PÍO.-
(Con
efusión.) Me suicido porque soy un ángel, y nada tengo
que hacer en este mundo.
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EL CONDE.-
(Indicando la
dirección del cantil.) Es verdad... Vete pronto al tuyo, al
Cielo. Por hacerme compañía no te entretengas.
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D. PÍO.-
(Que,
sintiendo frío en la cabeza, se la cubre con el pañuelo, y anuda
las puntas bajo la barba.) Si quisiera el señor Conde prestarme
su pañuelo para sonarme, pues el mío me lo he puesto por la
cabeza...
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EL CONDE.-
Hijo, sí; tómalo y
suénate todo lo que quieras... Me parece que debemos continuar andando,
porque nos enfriamos. Yo estoy aterido.
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D. PÍO.-
Como el señor Conde guste.
(Levántase y le da la
mano.) El viento afloja; ahora se descubre la luna.
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EL CONDE.-
(Andando los
dos del brazo.) Pues en este momento, mi buen Coronado, se me ocurre
una idea que puede ser tu salvación. Tú te librarás de
todo mal a que tu bondad te ha traído, y yo tendré el gusto de
producir en ti el único bien que has disfrutado en tu vida.
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D. PÍO.-
(Algo
inquieto.) ¿Qué idea es esa, Sr. D. Rodrigo?
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—312→
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EL CONDE.-
Pues muy sencillo. Tú no tienes
valor para lanzarte de este mundo al otro. El valor que a ti te falta, a
mí me sobra. Te agarro, te arrojo por el cantil, y al llegar abajo ya
eres cadáver y se han acabado tus sufrimientos.
(Pausa.)
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D. PÍO.-
(Que se rasca
la cabeza, metiendo la mano por debajo del pañuelo.) Es una idea
excelente. Por mi parte, no me opongo... Al contrario... Lo único que
temo es que la muerte no sea muy rápida...
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EL CONDE.-
¿Pero qué estás
diciendo? Morirás en menos de cinco segundos. No, no encontrarás
muerte mejor, ya emplees arma, veneno, o el ácido carbónico.
Muerte instantánea, súbita entrada en la felicidad, en el
Paraíso, de que nunca debiste salir. Si no me engaño, estamos en
una parte del cantil que ni de encargo. Aquí la cortadura es vertical,
la altura vertiginosa... Con que...
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D. PÍO.-
(Algo
alelado.) Sí, sí... Pero ahora caigo en otro
inconveniente, y éste sí que es grave, gravísimo,
señor Conde. Como alguien nos habrá visto venir hacia acá,
fácil es que acusen a usía de mi muerte; y le metan en la
cárcel... y causa criminal al canto, por homicidio, con nocturnidad,
alevosía... No, no, señor Conde. ¡Cómo había
yo de consentirlo!
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—313→
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EL CONDE.-
Nadie nos ha visto, ni es
lógico que sospechen de mí... Decídete: ya ves qué
fácil, ahora... ¿Oyes la mar que brama, como pidiendo que le
arrojen algo con que entretenerse?... Pero hay más, carísimo
Pío: figúrate tú el chasco que se llevarán tus
hijas cuando vean que ya no tienen a quién martirizar, que se les ha
escapado la víctima... ¡ja, ja!... Se revolverán unas
contra otras, y furiosas, tirándose de los pelos, se enzarzarán
con uñas y dientes...
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D. PÍO.-
(Riendo.) Sí, sí... y a ver quién
les mantiene el pico... ¡Y que van a rabiar poco esas bribonas cuando yo
me vaya! ¡Y con qué júbilo les diré yo desde
allá: «Fastidiaos ahora, grandísimas puercas...!». Por
supuesto, créame el Sr. D. Rodrigo, al recibir la noticia de que me ha
tragado la mar, llorarán... porque, en medio de todo, me quieren... a su
modo.
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EL CONDE.-
Y tú a ellas también.
Remachas tu bondad con el tremendo deshonor de amarlas. Para poner fin a tanta
ignominia es preciso...
(Le agarra fuertemente por la
cintura.)
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D. PÍO.-
(Riendo, para
disimular su temor.) Otro día, señor Conde, otro
día... Esta noche me encuentro algo destemplado.
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EL CONDE.-
(Soltándole.) Como tú quieras.
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—314→
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D. PÍO.-
(Alejándose del cantil.) No podemos, no podemos
tomar esa determinación sin que yo escriba un papel en que diga que
sucumbo de
motu proprio.
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EL CONDE.-
Bien. No está de más
hacer las cosas con la preparación y formalidad debidas.
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D. PÍO.-
(Gravemente.) Otra noche, después de disponerlo
todo muy bien, nos reuniremos aquí.
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EL CONDE.-
Pues mira, ahora me alegro de que se
quede la función para otra noche, porque así podrás darme
algunas informaciones acerca de mis nietas... Dime: ¿en dónde
estamos ya?
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D. PÍO.-
Cerca del Calvario, en el lindero del
bosque.
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EL CONDE.-
Pues al pie de la cruz echaremos otra
sentada... Me harás el favor de decirme...
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D. PÍO.-
Todo lo que el señor Conde
quiera.
(Despéjase un poco el cielo, y a
la claridad de la luna andan los dos ancianos con menos lentitud. Llegan al
Calvario, y se sientan en la meseta de granito que sustenta las
cruces.)
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—315→
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EL CONDE.-
Muy bien estamos aquí...
Hablemos de Nell y Dolly. Dime, ante todo: ¿tú te sientes con el
saber, con la suficiencia necesaria para instruir a mis nietas? ¿Te
reconoces verdadero maestro de lo que ellas ignoran?
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D. PÍO.-
Señor Conde, yo...
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EL CONDE.-
Nada, nada: deja a un lado el amor
propio, y respóndeme. Olvídate de quién soy y de
quién eres. Somos dos amigos.
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D. PÍO.-
(Olvidando las
categorías.) Pues amigo Albrit, diré a usted... digo a
usía que, tan cierto como ese astro es luna, yo no sé una palabra
de nada. Sabía, sí, sabía mucho, aunque me esté mal
el decirlo; pero las desgracias me han desconcertado horriblemente el
magín. Mi memoria es un desván lleno de telarañas. Subo a
él en busca de mi sabiduría, y sólo encuentro retazos
deshechos, trastos inútiles... Y como soy hombre de conciencia,
más de una vez le he dicho a D. Carmelo que busque otro preceptor para
las niñas... Una sola ciencia, o arte más bien, conservo en mi
caletre. Es lo único que me queda en esta dispersión
tristísima de mis conocimientos.
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EL CONDE.-
¿Qué es?
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—316→
|
D. PÍO.-
Pues la Mitología. Todo lo he
olvidado, menos el admirable y poético simbolismo de los griegos... Es
raro, ¿verdad? ¿Y a qué debo atribuir que se agarre a mi
entendimiento la dichosa Mitología? Pues lo atribuyo a que en ella todo
es falso. En conciencia, señor Conde, yo declaro que no puedo
enseñar a las niñas más que dos cosas: la reforma de
letra, por Torío, y la fábula mitológica.
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EL CONDE.-
Ya no tendrás que
enseñarles nada, bendito Coronado... Y ahora, vamos a mi asunto:
tú que las has tratado íntimamente, tú que has vivido en
contacto con sus inteligencias en capullo, con sus corazones virginales, dime:
¿cuál de las dos te parece más noble, más
moralmente bella, más digna de ser amada?
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D. PÍO.-
(Meditabundo.) No es tan fácil
determinar...
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EL CONDE.-
Porque iguales no han de ser. En la
Naturaleza no hay dos seres enteramente iguales.
|
D. PÍO.-
Igualdad, en efecto, no hay. Los
caracteres son distintos. Vaya usted a saber si salen al padre, a la madre, o a
los abuelos...
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—317→
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EL CONDE.-
Yo quiero que designes la mejor.
Figúrate que una ley ineludible te obliga a tomar una y a sacrificar la
otra.
(D. PÍO se muestra
sorprendido y confuso.) Hazte cuenta de que no hay más remedio,
de que no puedes evadir el dilema terrible.
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D. PÍO.-
(Rascándose la cabeza.) ¡Vaya un
compromiso! Pues si la cosa es tan por la tremenda, si no hay más
solución que escoger una...
(Decidiéndose, tras larga
vacilación.) Pues... con todas sus travesurillas, con toda su
inquietud diablesca, y, si se quiere, desvergonzada, la preferida es Dolly.
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EL CONDE.-
¿Y en qué te fundas
para tu preferencia?
|
D. PÍO.-
(Lleno de
confusiones.) No sé... Hay algo en Dolly que me parece superior
a cuanto vemos en el mundo. O mucho me equivoco, señor de Albrit, o la
engendraron los ángeles.
|
EL CONDE.-
(Gozoso de
encontrar una afirmación.) Mi Rafael era un ángel. Soy de
tu opinión con respecto a Dolly, agudísimo Coronado. Veo que tu
inteligencia sabe penetrar en la razón y fundamento de las cosas. Y me
figuro que tu juicio se funda en observaciones...
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—318→
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D. PÍO.-
(Con inocencia
angelical.) Sí, señor... también. Cuando estuvo
aquí toda la familia dos años ha, observé en el
señor Conde de Laín la misma preferencia.
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EL CONDE.-
(Excitado.) ¿De veras?... ¿Qué me
dices?
|
D. PÍO.-
Cuando paseaban, que era las
más de las tardes, Dolly iba colgadita del brazo de su papá.
|
EL CONDE.-
¡Oh, Coronado ilustre,
qué consuelo me das!
|
D. PÍO.-
(Apoyándose en la rodilla de
ALBRIT.) Y Nell del de su madre. D. Rafael
idolatraba a Dolly.
|
EL CONDE.-
¿Dices que hace dos
años?
|
D. PÍO.-
Y antes lo mismo. Después no
volvió por aquí.
|
EL CONDE.-
(Animadísimo.) Pío, gran Pío,
abrázame. La concordancia de tus ideas con las mías me llenan de
júbilo.
|
D. PÍO.-
(Con
desaliento.) El señor Conde es feliz. Sus nietas le adoran y le
dan mil consuelos. Yo, en cambio, tengo el Infierno en mi casa.
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—319→
|
EL CONDE.-
(Gozoso.) Respira, hijo. Tus infortunios
concluirán pronto, gracias a mí, y te hartarás de
bienaventuranza, y tu bondad podrá explayarse, ser eficaz, y servir de
ejemplo en el Cielo mismo.
|
D. PÍO.-
(Sorprendido
de la animación de su amigo.) Parece que está contento el
señor Conde.
|
EL CONDE.-
Sí... ¡Siento en
mí una alegría...! Me río de pensar en la cara que
pondrán Gregoria y Venancio cuando me vean entrar. Esta noche
cenarás conmigo.
|
D. PÍO.-
(Suspirando.) Bueno: así entraré
más tarde en casa. Cuando llegue a las tantas, y cenado, será
ella.
|
EL CONDE.-
Te acompaño, ¿quieres?,
y armados los dos con buenas estacas, daremos un recorrido a las bribonas de
tus hijas.
|
D. PÍO.-
(Contagiado
del humor festivo del
CONDE.) Por Saturno, padre de los dioses,
señor, que eso sería un lindo paso. Pero, ¡ay, cómo
se vengarían después las muy perras!
|
EL CONDE.-
(En vena de
hilaridad.) ¡Y ese
bon vivant de Carmelo, y el
Médico, que creen haberme dejado preso en los Jerónimos,
figúrate la cara que pondrán...!
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—320→
|
D. PÍO.-
(Tocando las
castañuelas.) Sí, sí: estará bueno el
sainete.
|
EL CONDE.-
(Impaciente.) Vamos, vamos, que ya es hora de que nos
riamos tú y yo, para desenmohecer nuestros espíritus,
quitándonos las murrias de esta noche lúgubre... Bendito
Coronado, padre general de los pelmazos, compendio de todos los males que
acarrea la bondad, ya mereces la alegría... Vena a mi casa... (Se agarran del brazo, y apoyándose el uno en el otro, se
dirigen con incierto paso a la Pardina.)
|
Escena XIII |
|
Comedor en la Pardina.
|
|
VENANCIO,
GREGORIA,
SENÉN, disponiéndose a cenar;
después
EL CONDE y
D. PÍO.
GREGORIA pone la mesa.
|
VENANCIO.-
Me parece mentira que estemos libres
de ese estafermo insoportable.
|
GREGORIA.-
¡Ay qué descanso! Ya
vivimos otra vez en la gloria. Cenaremos tranquilos, y nos acostaremos dando
gracias a Dios.
|
SENÉN.-
¿Y estáis bien seguros
de que se conformará con el encierro?
|
—321→
|
GREGORIA.-
Y si no se conforma, que llame a
Cachán.
|
VENANCIO.-
Dice D. Carmelo que se quedó
dormidito en el coro. Pues como se desmande y quiera escabullirse, no
faltará quien le sujete; que el Prior de Zaratán no es hombre de
mieles como nosotros, y las gasta pesadas.
|
|
(Óyese la campana de la
puerta.)
|
GREGORIA.-
(Temblando.) ¡Jesús me valga!
|
VENANCIO.-
Ha sonado la campana... Alguien
entra...
(Se asoma a la ventana.)
Será José María...
|
SENÉN.-
(Que
también se asoma.) ¡Qué chasco, si fuera
Albrit!...
|
GREGORIA.-
(Trémula.) Si me parece que he oído su
voz diciendo: «¡Ah de casa!».
|
VENANCIO.-
No puede ser...
(Mirando afuera.) ¡Rayos y
jinojos, él es!
|
GREGORIA.-
Será un alma del otro mundo...
|
—322→
|
SENÉN.-
Se ha escapado el león...
|
EL CONDE.-
(Entrando;
tras él
D. PÍO, que, distraído, conserva su
pañuelo a la cabeza.) Sí, aquí está la
fiera... Soy yo, mis queridísimos Gregoria y Venancio; el propio Albrit,
vuestro señor que fue, después vuestro huésped.
(Dirígese con calma al
sillón que suele ocupar.) Y me acompaña mi buen amigo D.
Pío Coronado, a quien veis en esa extraña facha porque el aire le
privó de su sombrero.
|
D. PÍO.-
(Con timidez,
quitándose el pañuelo.) Perdón les pido... Me
retiraré si estorbo.
|
EL CONDE.-
Aquí no estorba nadie...
(A
VENANCIO y
GREGORIA.) Ya comprenderéis que no
vengo a pediros nuevamente hospitalidad. Con vuestras groserías me
arrojasteis de la Pardina. No veáis en mí al pobre importuno que,
despedido cien veces, cien veces vuelve. No: no entro en vuestra casa; entro en
la casa de mis nietas, a quienes necesito ver esta noche.
|
VENANCIO.-
Señor... yo no he arrojado a
usía... Es que se creyó que estaría mejor en los
Jerónimos.
|
EL CONDE.-
¡Al diablo tú y los
Jerónimos!
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—323→
|
GREGORIA.-
La santa Virgen nos ampare.
|
SENÉN.-
(Queriendo
meter su cucharada.) Lo que quiere decir el señor Conde es
que...
|
EL CONDE.-
(Impaciente.) Lo que quiero decir es que necesito ver
a mis nietas pronto. ¿Dónde están? ¿Por qué
no han salido a recibirme?
|
GREGORIA.-
Ha olvidado el señor que las
convidó la señora del Alcalde.
|
EL CONDE.-
(Severo.) Que vayan a buscarlas inmediatamente.
(GREGORIA y
SENÉN se ofrecen a traer a las
niñas.) No, de ti no me fío... Tampoco tú eres de
fiar... D. Pío, hágame el favor de traerme a Nell y Dolly.
|
SENÉN.-
(Lisonjero.) Iré yo también, para que
vea usía con qué solicitud ejecuto sus órdenes.
(Vanse
SENÉN y
D. PÍO.)
|
VENANCIO.-
(Haciendo de
tripas corazón.) El señor querrá tomar algo.
|
GREGORIA.-
Como no contábamos con
usía, nada hay preparado.
|
—324→
|
EL CONDE.-
Os lo agradezco. Cuando vengan mis
nietas decidiré. Tú, Venancio, me harás el favor de ir a
la Rectoral, y decir a Carmelo que deseo verle esta noche.
|
VENANCIO.-
El señor cura estará
cenando...
|
EL CONDE.-
Eso no es cuenta tuya. Haz lo que te
digo.
|
VENANCIO.-
Bien, señor.
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GREGORIA.-
¿Y a mí qué me
manda usía?
|
EL CONDE.-
Que puedes irte a tus quehaceres.
Deseo estar solo.
(Apoyando en la mano su cabeza,
quédase meditabundo.)
|
GREGORIA.-
(A su marido,
que, al retirarse, amenaza con un gesto furtivamente al
CONDE.) ¡Por Dios, Venancio...!
|
VENANCIO.-
¡Otra vez en mi casa...! Yo te
juro que mañana no habrá en la Pardina más que un
león... el de piedra, que está en el escudo.
(Se van.)
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Escena XIV |
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Jardín y casa del
ALCALDE. Al llegar
SENÉN y
D. PÍO, ven y admiran el jardín,
iluminado con farolitos de colores colgados de los árboles. En la sala
baja, cuyas ventanas están abiertas, suena el cascabeleo del piano.
Óyense desde la calle alegres risotadas, cantos juveniles y pataditas de
baile.
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LA ALCALDESA,
SENÉN; después
NELL; mucha y diversa gente, pollas y chicarrones de
la localidad.
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SENÉN.-
(Hablando con
LA ALCALDESA en la puerta de la sala baja, que
está de bote en bote.) Sí, señora, que vayan al
momento. Nos ha mandado a D. Pío y a mí con esta comisión.
Al maestro le he dejado en el jardín como un palomino atontado. Esta y
no otra es la razón de que vengamos a turbar el regocijo de su fiesta
monocrástica.
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LA ALCALDESA.-
(Sofocando la
risa.) Onomástica, Senén.
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SENÉN.-
(Sin dar su
brazo a torcer.) En Madrid lo decimos de varios modos. Decimos
también
fiesta morganática.
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LA ALCALDESA.-
Bien, hombre, no riñamos por
una palabra... Pero no acabo de creer que el león se haya escapado de la
espléndida jaula de Zaratán. Cuando lo sepa José
María, ¡bueno se pondrá! ¡Y
—326→
D. Carmelo
tan confiado en que el Prior se daría sus mañas para
retenerle!
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SENÉN.-
Me inclino a
creer que no hay quien pueda con Albrit. Para su soberbia no se han
inventado jaulas ni barrotes fuertes.
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LA ALCALDESA.-
Te advierto que las chicas no saben
nada de esta conspiración para enjaular a su abuelo.
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SENÉN.-
Conviene que lo ignoren.
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LA ALCALDESA.-
Es un dolor que ese viejo extravagante
las llame en lo mejor de la fiesta. ¡Están tan divertidas las
pobres! Lo que han gozado esta tarde no puedes figurártelo. Entra, y
tomarás un dulce y una copa.
(SENÉN da las
gracias, y trata de ganar terreno dentro de la sala; pero el apretado
gentío se lo impide.) Está esto imposible... Pues
sí: ahora se ve que a estas infelices niñas de Albrit les gusta
la sociedad, y que para la sociedad han nacido. Da pena verlas hechas unos
saltamontes, del bosque a la playa y de la playa al bosque, cuando su centro,
su atmósfera, como quien dice, es la buena sociedad, el dar broma con
decoro, y el divertirse lícitamente. Esta tarde lo hemos visto.
¡Virgen, lo que han picoteado con Manolo y Serafín, los de la
confitería! Ellos son saladísimos, llenos de picardía, eso
sí; pero elegantitos. Estudian en Madrid.
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—327→
|
SENÉN.-
(Introduciéndose más.) Les conozco.
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LA ALCALDESA.-
Van a los estrenos, frecuentan las
reuniones, saben de memoria todas las tonadillas del género chico,
montan en bicicleta...
|
SENÉN.-
Son chicos muy simpáticos...
Allá veo a Dolly de conversación tirada con el tontaina de
Tomasín, el del Registrador. Como hay Dios, que le está tomando
el pelo.
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LA ALCALDESA.-
¿Esa? Es capaz de
tomárselo al lucero del alba.
|
SENÉN.-
Procure usted, Doña Vicenta,
echármelas para acá, y si no puede usted a las dos, cójame
a la que pueda... que ya es tarde y el león debe de estar impaciente,
sacudiendo las melenas.
|
|
(Intérnase
VICENTA.
NELL, rompiendo por entre el gentío,
sofocada, fulgurantes los ojos de la batahola del baile y de la
excitación de tanto charloteo, va en busca del antiguo criado de su
casa.)
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SENÉN.-
Señorita Nell, aquí
estoy.
|
NELL.-
¡Vaya un fastidio, Senén!
¡Qué poco nos dura el contento! ¿Por qué no nos deja
el abuelito
—328→
cenar aquí? ¿Se ha puesto malo?
(SENÉN
deniega.) Pues nos iremos. Espérate un poquito... A ver
dónde está Dolly.
|
SENÉN.-
(En tono de
protección.) ¡Es lástima que las señoritas
no disfruten de la sociedad!... Pero, según mis
informes autorizados, pronto se les
acabará el aburrimiento y la sosería de este destierro de
Jerusa.
|
NELL.-
(Con vivo
interés.) «Según tus noticias», has dicho...
Ah, Senén, tú has estado en Verola. ¿Hablaste con
mamá?
|
SENÉN.-
(Haciéndose el discreto.) Vine esta
mañana de Verola. Los vientos que allí corren son que la
señora Condesa, cuando regrese a Madrid, no dejará a sus hijas en
esta
villa provinciana.
|
LA ALCALDESA.-
(En alta voz,
en medio de la sala, dando palmadas.) Aquí no se cabe,
señoritas y caballeros. Al jardín, a mi jardín, que para
eso os lo he iluminado a la veneciana.
|
|
(Salida
impetuosa de la muchedumbre juvenil de ambos sexos, y de las personas mayores.
La juventud se precipita, toma la delantera a los viejos, y se desborda fuera
del recinto, ávida de mayor y más fresco espacio en que producir
su actividad bulliciosa; la oleada pasa junto a
SENÉN, pero no le arrastra.)
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—329→
|
NELL.-
(Que permanece
en la sala, conteniendo su afán de correr también hacia el
jardín.) Dime pronto. ¿Te habló mamá?
¿Nos llevará consigo?
(SENÉN
afirma.) ¿Pero es verdad, o suposiciones tuyas? ¿Vuelve
mamá por aquí?
|
SENÉN.-
Seguramente. Dentro de unos
días... Hay allí mucha grandeza, marqueses y duques.
|
NELL.-
¿Y eso qué...?
|
SENÉN.-
(Como quien
recela decir lo que sabe.) La señora no podrá... En fin,
no sé. Eso depende...
|
NELL.-
(Inquieta.) Habla pronto; dime lo que sepas, o me
voy.
|
SENÉN.-
No podré
comunicar nada a la señorita si no
tiene un poquitín de paciencia.
(NELL quiere conducirle al
jardín.) Mejor hablamos aquí. Ya ve la señorita
que nos hemos quedado solos.
|
NELL.-
(En quien por
el momento puede más la curiosidad que el anhelo de divertirse.)
Bueno: pues aquí me estoy.
|
SENÉN.-
Por esta noche, me limito a
consignar... y esta es noticia adquirida en
los centros oficiales...
—330→
que la señora Condesa ha decidido
presentar a sus niñas en sociedad.
|
NELL.-
Tú me engañas,
Senén maldito. ¡Oh! Pues si eso fuera verdad, y acertaras...
vamos, te regalaría yo muy pronto un alfiler de corbata mejor que ese
que llevas... ¿Hablas en broma?
|
SENÉN.-
(Radiante de
fatuidad.) Hablo con toda la seriedad propia de mi carácter. Y
si la señorita me promete guardar secreto, le diré otra cosa.
Pero ha de asegurarme que esto no saldrá de entre los dos.
¿Palabra?
|
NELL.-
Palabra... y el alfiler si resulta que
no me engañas.
(SENÉN remusga,
haciéndose de rogar.) Maldito, habla de una vez... Vamos, no
sé qué te haría.
|
SENÉN.-
Queda entre los dos... No fastidiar...
Pues... quieren casar a la señorita...
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NELL.-
(Vivamente,
poniéndose muy encarnada.) ¡A mí!
|
SENÉN.-
A usted... con el primogénito
de los Duques de Utrech... Ya sabe: Paquito Utrech, Marqués de Breda...
lleva ese título hace seis meses. ¡Vaya un partido! ¡Rico
él, elegante él, guapo él!...
|
—331→
|
NELL.-
(Afectando
incredulidad y conteniendo la risa, para que no le salga al rostro el contento,
que, no obstante, sale a borbotones.) ¡Vaya unos embustes que te
traes! Quita allá... ¿tú crees que yo soy tonta?... No me
digas esas cosas si no quieres que te...
|
LA ALCALDESA.-
(Llamando
desde el jardín.) ¡Nell, Nell!
|
NELL.-
Aquí estamos... Voy.
(Corre al jardín, y
SENÉN tras ella.)
|
LA ALCALDESA.-
Hija, no sé dónde se ha
metido tu hermana. Hace un momento estaba aquí...
|
NELL.-
(Llamando.) ¡Dolly!
|
SENÉN.-
Vámonos pronto.
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|
(Preguntando en los corros, se averigua
que
DOLLY hablaba momentos antes con
D. PÍO, y... no se sabía
más.)
|
NELL.-
Se habrá ido con él.
|
SENÉN.-
Sin duda. En la Pardina la
encontraremos.
|
|
(Despídese
NELL y sale con
SENÉN, a punto que entra el señor
ALCALDE, bufando. Viene de la sesión del
Ayuntamiento, que ha sido borrascosa. Sus colegas le han hecho el desaire de
rechazar la moción, por él presentada, para que a la calle de
Potestad se le cambie el nombre,
llamándola
Calle del Siglo XIX.)
|
Escena XV |
|
Comedor en la Pardina.
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EL CONDE, en la propia actitud en
que quedó al final de la escena XIII. Llegan sucesivamente
DOLLY, con
DON PÍO,
NELL, con
SENÉN;
VENANCIO y
GREGORIA,
EL CURA,
EL ALCALDE.
|
EL CONDE.-
(Oyendo
ruido.) Ya vienen.
|
DOLLY.-
(Entrando
presurosa.) ¡Abuelito de mi alma... aquí, tan solito, y
nosotras de fiesta!
|
EL CONDE.-
(Besándola.) Alma mía, paréceme
que hace un siglo que no te veo.
|
D. PÍO.-
(Sofocadísimo.) En cuanto le dije que
usía la llamaba, le faltó tiempo para echar a correr.
|
EL CONDE.-
¡Hija querida!
|
D. PÍO.-
Ni siquiera se despidió de
Doña Vicenta. Me ha traído ¡ay!, como si viniéramos
a apagar un fuego.
|
EL CONDE.-
¿Y Nell?
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—333→
|
DOLLY.-
Por no detenerme no me cuidé de
buscarla entre el tumulto.
|
D. PÍO.-
Ya me parece que llega.
|
NELL.-
(Entrando,
seguida de
SENÉN.) Albrit...
¿qué ocurre? ¿Qué le pasa al primer caballero de
España, mi ilustre abuelo?
|
|
(GREGORIA y
VENANCIO aparecen por el fondo.)
|
EL CONDE.-
(Sorprendido
del lenguaje ceremonioso que usa
NELL.) Chiquilla, desde que no nos vemos
has estudiado más de lo que creí... has adelantado
prodigiosamente en la ciencia del mundo.
|
NELL.-
¿Has paseado mucho...?
|
DOLLY.-
(Acariciando
al abuelo.) Demasiado... ¡Pobrecito! ¡Cómo
habíamos de permitir tal infamia si la hubiéramos sabido!
|
NELL.-
(Sorprendida.) ¿Pues qué ocurre?
|
|
(Entra el
CURA, un tanto cohibido. No sabe a quién
dirigirse primero, si a las niñas o al
CONDE.)
|
DOLLY.-
D. Carmelo te lo dirá.
|
—334→
|
EL CURA.-
Niñas mías,
podéis creer que al llevarle a Zaratán nos guiaba el deseo de
aposentarle dignamente. Creía y sigo creyendo...
|
EL CONDE.-
(Que sale
generosamente a la defensa del
CURA.) No te apures, Carmelo, por
sincerarte. Estas tontuelas no están bien enteradas. Todo se reduce a
que me llevasteis a dar un paseo en coche, y yo tuve la humorada de volverme a
pie en compañía del buen Coronado.
|
EL ALCALDE.-
(Que entra
presuroso, dando resoplidos.) Me lo temía, sí... me lo
temía. El señor Conde se nos ha vuelto un chiquillo...
|
EL CURA.-
(Animándose con el refuerzo del
ALCALDE.) Y desconoce el grandísimo
bien que hemos querido hacerle.
|
EL ALCALDE.-
(Con
petulancia.) ¡Vamos, que fugarse del Monasterio! No he visto
otra... ¡Desmentir así su respetabilidad!
|
EL CONDE.-
(Con
jovialidad desdeñosa.) Amigo Monedero, no es lo mismo hacer
fideos que encerrar leones.
|
EL ALCALDE.-
(Quemado.) En una y otra cosa, Sr. de Albrit, me tengo
por hombre que sabe su obligación.
|
—335→
|
EL CONDE.-
No la sabe muy bien cuando tan mal le
ha salido esta tentativa.
|
EL CURA.-
(Interviniendo
pacíficamente.) Permítame, señor Alcalde...
|
EL ALCALDE.-
(Echando
roncas.) Digo y repito que sé mi obligación, y que no
necesito que nadie me enseñe a sujetar a los que no deben estar
sueltos.
|
EL CONDE.-
(Con
desprecio.) No te conozco... No puedo ver en esas arrogancias al buen
Pepe Monedero, servidor que fue de mi casa, cuando aquí, siguiendo las
tradiciones de mi santa madre, consagrábamos parte de nuestra hacienda
al socorro de los desvalidos.
|
EL ALCALDE.-
(Desconcertado.) Pues si usted me desconoce, le
diré...
|
EL CONDE.-
No te empeñes en ello. No te
conozco. Sobre que no veo bien, la ingratitud desfigura los rostros...
|
DOLLY.-
No sea usted ingrato, D. José
María.
|
EL ALCALDE.-
(Reventando de
vanidad.) Haga usted entender a su señor abuelo que soy el
Alcalde de Jerusa.
|
—336→
|
DOLLY.-
(Estallando en
ira, con gallarda fiereza.) Pues al Alcalde de Jerusa, y al Cura de
Jerusa, y a todos los alcaldes y a todos los curas habidos y por haber en el
mundo, les digo yo que es una oficiosidad inicua lo que han querido hacer con
mi abuelo...
|
EL CURA.-
¿Pero tú...?
|
EL ALCALDE.-
¡Esta mocosa...! Usted...
|
DOLLY.-
(Creciéndose a cada palabra.) Sí,
señor, yo... yo misma. Han faltado al respeto que merece el noble
desvalido, el anciano, el padre de Jerusa, el que no debiera entrar en estos
valles y en este pueblo sin que antes las piedras se levantaran para
bendecirle, y hasta los árboles se arrodillaran para adorarle...
¿Por qué queréis privarle de libertad? No padece
más locura que el cariño que nos tiene; y si los que se han
criado a su sombra le menosprecian o le ultrajan, aquí estamos nosotras,
sus nietas, para enseñar a todo el mundo la veneración que se le
debe.
|
EL CONDE.-
(En pie,
cruzando las manos. La emoción le ahoga.) ¡Señor,
Señor, ella es... es la mía...! Su noble fiereza lo declara...
(Vuélvese a
CORONADO, que está junto a
él.) Esta, esta... la mía.
|
—337→
|
EL CURA.-
(Que ha
permanecido junto a
NELL.) Cálmate, hija mía:
tratábamos de mejorar su situación...
|
EL ALCALDE.-
¡Vaya un geniecillo!
|
NELL.-
(Corriendo al
lado del
CONDE.) Abuelito querido,
sosiégate. Creyeron que en Zaratán tendrías mejor albergue
que aquí... Y no me parece mala idea, francamente, porque si nosotras
nos vamos con mamá...
|
EL CONDE.-
(Con dulzura
un poco seca, sin rechazar sus caricias.) Sí: tú,
tú puedes marchar cuando quieras.
|
NELL.-
(Sin
comprender.) Se acabó la cuestión... Ahora descansas...
Antes se te dispondrá la cena. Dolly, démosle de cenar.
|
EL CURA.-
Podría venir a mi casa...
|
DOLLY.-
¡Pero si está en la
nuestra!
|
EL CURA.-
Dígolo porque... Bien
sabéis que las desavenencias de estos días han creado cierta
incompatibilidad entre el señor Conde y Venancio...
|
—338→
|
NELL.-
¡Incompatibilidad! Estamos en
nuestra casa.
|
VENANCIO.-
(Adelantándose, seguido de
GREGORIA.) Perdone la señorita. Las
señoritas, lo mismo que el señor Conde, están en mi
casa.
|
NELL.-
(Acobardada.) Es verdad; pero...
|
DOLLY.-
¿Qué dices...?
|
VENANCIO.-
Digo que, a pesar de todo, por esta
noche le alojaremos y le serviremos.
|
DOLLY.-
(Con brioso
arranque.) ¿Cómo se entiende? Por esta noche! Por esta y
por todas las noches del mundo, mientras nosotras estemos aquí. La casa
es tuya, es verdad; pero somos tus amas nosotras, mi hermana y yo: somos tus
amas, ¿lo entiendes bien? A excepción de esta huerta, las tierras
que cultivas y que tienes en arrendamiento casi de balde, o en
administración, nuestras son, nuestras. Somos las herederas de la casa
de Laín, y tú, Venancio, y tú, Gregoria, servís a
mi abuelo, no por caridad, que caridad está visto que no tenéis,
sino porque yo os lo mando, ¿lo entendéis bien?, yo os lo
mando...
(Repite el concepto con firme
autoridad.)
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—339→
|
VENANCIO.-
La que manda... es...
|
GREGORIA.-
La señora Condesa.
|
DOLLY.-
(Altanera.) Silencio. A disponer la cena...
(A
GREGORIA.) Tú a la cocina... de
cabeza... El Conde de Albrit vive con sus nietas. No nos tenéis de
limosna... Cenará aquí, cenaremos los tres aquí,
(Da un fuerte golpe en la mesa.)
en esta mesa. Dormirá en su aposento, que para eso se lo arreglé
yo misma esta tarde. Y si no queréis ir a la cocina, iré yo... Y
si habéis descompuesto la alcoba, irá Nell a arreglarla...
Pronto, vivo...
(A
VENANCIO y
GREGORIA.) A poner la mesa...
Señores, se les convida.
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EL ALCALDE.-
(Con
desvío.) Gracias.
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EL CURA.-
Pero, chiquilla, tú...
|
DOLLY.-
Yo... Me basto y me sobro. Nieta soy
de mi abuelo.
|
EL CONDE.-
(Con inmensa
ternura y entusiasmo, abrazándola.) ¡Sí,
sí!... ¡Sangre mía, corazón de Albrit!
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