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ArribaAbajoEscena X

 

Los mismos; VENANCIO y un MOZO con paraguas y capotes.

 

VENANCIO.-   Locos buscándole, señor Conde... En cuanto vi venir el nublado, salimos... Mira por aquí, mira por allá. Nos dicen que en el bosque... nos dicen que en la playa, nos dicen que en la gruta.

EL CONDE.-   Es muy de agradecer tu solicitud. Nos hemos mojado poco. Las chiquillas, tan contentas.

VENANCIO.-   A casa. La humedad no es buena para usía. Lo ha dicho el médico.

  —226→  

EL CONDE.-    (Con humorismo.)  Pues si lo ha dicho el médico... boca abajo. Vamos a donde quieras. Tú mandas, Venancio.

VENANCIO.-   Yo no mando, señor.

EL CONDE.-    (Levantándose.)  Que sí. Eres el amo, y aquí estamos todos para obedecerte.

DOLLY.-    (Displicente.)  No necesitamos de tu oficiosidad, Venancio. Nada nos pasa, y sabemos volver a casa.

EL CONDE.-    (Chancero.)  Ya lo ves... Te riñe esta mocosa. Chiquilla, no: hay que respetar las jerarquías... Vaya, pongámonos en marcha, conforme al deseo del señor de la Pardina... Yo te digo, Venancio, que hoy has sido muy previsor... No, no quiero capote. Supongo que será tuyo... Póntelo tú.

NELL.-    (Dando el brazo a su abuelo.)  Yo contigo.

EL CONDE.-   Sí... y vayan delante Venancio y la pintora. Adelantaos todo lo que queráis. Esta y yo no tenemos prisa, ni hemos de perdernos. Adiós, Marqueza. Que prosperes... que vivas muchos años.

LA MARQUEZA.-    (Despidiéndoles afectuosa.)  Vayan con Dios... Señorita Nela, señorita Dola, la Virgen las acompañe.


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ArribaAbajoEscena XI

 

Comedor en la Pardina.

 
 

EL CONDE, NELL, DOLLY, EL CURA, EL MÉDICO, sentados a la mesa; VENANCIO y GREGORIA, que les sirven.

 
 

(La cena toca a su fin. EL CONDE, en el sitial, a la cabecera de la mesa, tiene a su derecha a NELL; enfrente EL CURA, teniendo a su derecha a DOLLY. Entre las dos parejas, EL MÉDICO.)

 

EL CONDE.-   ¿Qué secretos son ésos, pastor Curiambro? Toda la noche picoteando con Dolly.

EL CURA.-    (Riendo.)  ¡Ah!, son cosas nuestras. La señorita Dolly es muy simpática y ocurrente. Yo celebro infinito que el señor D. Rodrigo haya alterado esta noche la colocación de costumbre, y me haya cedido a una de sus nietas...

EL CONDE.-   Por variar. Cuando están las dos a mi lado, me aturden.

EL CURA.-   A mí esta me encanta... ¡Qué pico, qué sal!

DOLLY.-   Como está tan desganadito, no sé cuántas cosas tengo que decirle para hacerle comer.

  —228→  

EL CURA.-    (Riendo.)  ¡Si es ella la que no come, y tengo que partirle la comida en pedacitos, y dárselos envueltos en un poco de sermón para que no me desaire!

DOLLY.-   Yo me como el sermón y él los pedacitos. Cada uno lo que más le aprovecha.

EL CURA.-    (Riendo más fuerte.)  ¿Te gustan mis sermones?

DOLLY.-   Sí, padre; quiero enflaquecer.  (Todos ríen.) 

EL CONDE.-    (Deseando volver a un tema interrumpido.)  Cuando acabes de reír las gracias de Dolly, continuaremos lo que hablábamos de los monjes de Zaratán, y del Prior...

EL CURA.-    (Tragando a prisa para poder hablar.)  ¡Ah! sí... ahora voy...

EL CONDE.-    (Al MÉDICO.)  ¿Decís que el Prior desea verme?

EL MÉDICO.-   Sí, señor... quieren ofrecer sus respetos a D. Rodrigo de Arista-Potestad, cuyos antecesores fundaron aquel insigne Monasterio.

  —229→  

EL CONDE.-   Y lo dotaron espléndidamente. Después vinieron años malos, la exclaustración. Siendo yo niño vi frailes en Zaratán. Desde aquel tiempo hasta hace poco ha permanecido el edificio como un panteón en ruinas.

EL CURA.-   Hasta que el Conde de Laín, Diputado por Durante, gestionó que se incluyera una partida para restauración, y que volvieran los monjes...

EL MÉDICO.-   No ha tenido poca parte en la resurrección del Monasterio el actual Prior, hombre de gran virtud, de una actividad asombrosa, conocedor del mundo...

EL CURA.-   Como que es de la escuela romana... hombre de mucha sociedad, instruidísimo. Treinta y tantos años ha estado en las oficinas De Propaganda Fide.

EL CONDE.-   ¿Y cómo se llama ese sujeto?

EL MÉDICO.-   Padre Baldomero Maroto...

EL CONDE.-    (Festivo.)  Baldomero... Maroto... Pues debiera llamarse con más propiedad. El abrazo de Vergara.

  —230→  

EL CURA.-   Eso dice él... y se ríe... Su nombre y apellido no carecen de simbolismo, porque el hombre es el puro espíritu de la conciliación...

EL MÉDICO.-   Enlace entre las ideas que pasaron y las vigentes, siempre dentro del dogma...

EL CURA.-    (Con énfasis en el elogio.)  Y por su trato se diría que ha pasado la vida entre aristócratas... ¡Qué finura, qué tacto y delicadeza en la conversación!

EL MÉDICO.-   He oído decir que procede de una gran familia.

EL CONDE.-   ¿Es navarro quizás?

EL CURA.-   No, señor; malagueño... Es punto muy fuerte en heráldica, y cuando se pone a hablar de linajes no acaba. Conoce el Becerro como nadie.

EL CONDE.-   ¡Ah!... pues sí, me gustaría charlar con él.

NELL.-    (Bajito, al CONDE.)  Abuelito, ¿qué Becerro es ese?

EL CONDE.-   Un libro... ya te lo explicaré.

  —231→  

DOLLY.-    (Por lo bajo al CURA.)  Don Carmelo, ¿qué es el Becerro?

EL CURA.-   Ya te lo diré.

NELL.-    (A DOLLY.)  Un libro. Debe de ser como un Diccionario.

EL CURA.-    (Encomiástico.)  ¡Ah!, lo que tiene usted que ver, Sr. D. Rodrigo, es el monasterio.

EL MÉDICO.-   Han hecho maravillas, en el año y medio escaso que llevan en él.

EL CONDE.-   Yo lo he conocido habitado por los lagartos.

EL MÉDICO.-   Pues ahora... ¡qué amplitud, qué comodidad! Luz y ambiente por los cuatro costados. No hay en toda la provincia lugar más higiénico.

EL CONDE.-   ¿De veras...?

EL CURA.-   Resguardado de los vientos del Norte por el monte de Verola, disfruta de un temple meridional.

  —232→  

EL MÉDICO.-   Y la huerta, que propiamente es un extenso parque, rodeado de tapias, mide ochenta hectáreas.

EL CURA.-    (Hiperbólico.)  ¡Oh!, allí verá usted toda clase de cultivos, desde el naranjo al almendro.

EL MÉDICO.-   Son agrónomos de primera... Además, tienen vacas holandesas, faisanes, un palomar con más de quinientos pares, gallinas de famosas razas, colmenas... estanques con riquísimas carpas... y qué sé yo...

EL CONDE.-    (Con donaire.)  Convengamos, amigos míos, en que esos pobres frailecitos se dan una vida de perros.

EL MÉDICO.-   Ellos trabajan infatigables, eso sí, de sol a sol. Por la vida común, por la igualdad en el disfrute de los dones de la tierra, por el orden y la división del trabajo, vemos en el instituto religioso de Zaratán como un esquema de las futuras organizaciones sociológicas...

EL CURA.-   ¡Ah, ya te lo diré yo...!  (Arde en ganas de definir el verdadero papel de la Iglesia en la vida social; pero no conviniéndole abandonar el asunto que en aquel momento se trata, aplaza discretamente el punto evangélico-sociológico. NELL y DOLLY atienden con toda su alma, sin chistar, a la conversación de los mayores.) 

  —233→  

DOLLY.-    (Muy bajito.)  D. Carmelo, ¿qué es esquema?

EL CURA.-   Es...  (Con desdén.)  Cosas de estos sabios... nada.

 

(Las dos niñas, de un lado a otro de la mesa, con visajes y alguna palabra suelta, se entienden, y comentan lo que oyen.)

 

EL CONDE.-   Hermoso será sin duda.

EL CURA.-   De mí sé decir que siempre que voy a Zaratán me dan ganas de ponerme la cogulla y quedarme allí.

EL CONDE.-   ¿Por qué no te quedas? Te convendría, créeme, entablar relaciones con el azadón.

EL CURA.-    (Suspirando.)  ¡Oh!, sí... Pero no soy libre. Pertenezco a mis feligreses. Usted sí, Sr. D. Rodrigo; usted sí que debería ser el Carlos V de ese Yuste.

EL CONDE.-    (Vagamente, sin mirarles.)  No es mala idea...

EL MÉDICO.-    (Pensando que no es pertinente manifestar el deseo ni menos el propósito de llevarle a Zaratán.)  El señor Conde no gustará quizás del excesivo regalo y confort que allí tendría.

  —234→  

EL CURA.-   Seguramente no. Los monjes le tratarán con demasiado mimo, y el mimo y los agasajos excesivos pugnan con el carácter rudo y llanote del Conde de Albrit.

EL CONDE.-   Según y conforme, amigos míos.  (Con sutil malicia.)  Antes de resolver nada en este delicado punto, la primera persona con quien debo consultar es Venancio, a quien debo generosa hospitalidad... Venancio, acércate. ¿Has oído? Sí, tú todo lo oyes. ¿Qué te parece? ¿Debo ir a Zaratán?

VENANCIO.-    (Oportunamente aleccionado por EL MÉDICO y EL CURA, contesta todo lo contrario de lo que tan ardiente desea.)  Señor, en ninguna parte está usía como en su casa.

EL CONDE.-    (Con finísima marrullería.)  Ya veis... ¡Cómo he de desairar yo a este hombre tan bueno para mí... que me hace la limosna con cristiana delicadeza!... ¡Ea!, hablemos de otra cosa.

EL CURA.-    (Contrariado de que EL CONDE desvíe tan bruscamente la conversación.)  Pero esto no es óbice para que el señor Conde reciba al Prior...

EL MÉDICO.-   Ni para que le pague la visita. Iremos todos. Yo quiero que se haga cargo de la organización admirable de Zaratán.

  —235→  

NELL.-    (Gozosa.)  ¿Iremos, abuelito?

DOLLY.-   D. Carmelo... ¿iremos nosotras?

EL CONDE.-    (Impaciente por pasar a otro asunto.)  Veremos esa maravilla... Gregoria.  (Adelántase GREGORIA.)  Ven acá, mujer... Quiero felicitarte delante de todos por la excelente cena que nos has dado. Sin necesidad de que yo te lo advirtiera, te has esmerado esta noche, porque tenemos dos buenos amigos a nuestra mesa. Así me gusta. El régimen de sobriedad y economía se guarda, naturalmente, para cuando estamos solos las niñas y yo.

GREGORIA.-    (Azorada.)  Señor...

EL CONDE.-    (Envolviendo su sátira en formas exquisitas.)  Yo alabo tu arreglo, y me parece muy bien que, cuando como solo con éstas, no se conozca que eres buena cocinera, ni que tu despensa está bien surtida, ni que posees vajilla elegante y manteles limpios. Decidido a dejarme educar por vosotros en la sordidez y en la miseria, que tan bien cuadran a este tristísimo fin de mi vida, os daría la satisfacción, si lo quisierais, de comer con vosotros en la cocina...  (Mutismo enojoso de GREGORIA y VENANCIO. Este traga saliva muy amarga. EL CURA y EL MÉDICO no saben qué decir.)  Yo te felicito una y otra vez, porque distingues, con claro talento, entre mi persona   —236→   humilde y la de mis amigos. Nos debemos a la sociedad.  (GREGORIA recoge las migajas y el servicio del postre sin decir una palabra. La procesión va por dentro. VENANCIO se retira.)  Y estoy bien seguro, porque te conozco, de que el café de esta noche será excelente, como tú sabes hacerlo cuando no estamos en familia, en la santa llaneza a que os obligan vuestros escasos recursos...

GREGORIA.-    (Tragándose la ira.)  El Sr. Angulo toma té, ¿verdad?

EL MÉDICO.-   Sí: el café me desvela.

EL CURA.-   A mí, no: venga café.

DOLLY.-   Lo serviremos nosotras.

NELL.-    (Levantándose.)  Ponlo en aquella mesita.

GREGORIA.-    (Poniendo el servicio donde se le indica.)  Aquí está.

 

(EL CURA saca su petaca, y da un cigarro al CONDE. Ambos encienden. EL MÉDICO no fuma.)

 

EL CONDE.-   Chiquillas, servidnos ya.

NELL.-    (Vivamente.)  Yo le sirvo al abuelo.

  —237→  

DOLLY.-   Le sirvo yo.

NELL.-   Yo...

DOLLY.-   A mí me corresponde.

NELL.-   ¿A ti, por qué?

DOLLY.-   Porque no me senté a su lado. De algún modo se ha de compensar...

NELL.-   No me conformo.  (Disputan con cierto calor sobre cuál servirá al abuelo.) 

EL CURA.-   Vaya, no reñir, niñas. ¿Qué más da?

DOLLY.-    (Testaruda.)  Sí da.

EL MÉDICO.-   Pues que lo echen a la suerte.

NELL.-   Eso es: dos pajitas.

  —238→  

EL CURA.-   Vaya... A la suerte.  (Coge rabillos de guindas que han quedado en la mesa.)  Una pajita grande y otra chica.  (Las prepara y las da al CONDE.)  En manos del león de Albrit está la suerte.

EL CONDE.-   Sea. Chiquillas, venid, y aquí tenéis la solución de vuestro destino.

 

(Van las niñas, y de los dedos del abuelo cada una saca un palito.)

 

NELL.-    (Con alegría.)  Yo gané.  (Muestra la pajita grande.) 

DOLLY.-    (Retirándose corrida.)  Ha habido trampa.

NELL.-   ¿Qué?

DOLLY.-    (Con ligereza, sin saber lo que dice.)  El abuelo ha hecho trampa.

EL CONDE.-   ¡Que yo hago trampas!

DOLLY.-   Porque no me quiere.

EL CONDE.-    (Meditabundo, hablando solo.)  ¡Qué innoble! No hay duda, es la falsa, la mala, la intrusa.

 

(Las niñas llenan las tazas.)

 
  —239→  

EL CURA.-   ¡Si os quiere a las dos! Dolly, no te enfades.

DOLLY.-   Yo no me enfado.  (Se ríe.) 

EL CONDE.-    (Para sí.)  ¡Se ríe... qué descarada... después de ofenderme!

NELL.-    (Llevando al abuelo su taza.)  Abuelo... ahí lo tienes como te gusta, amarguito.

EL CURA.-   Dolly me sirve a mí. Ya sabes: pónmelo dulzacho.

DOLLY.-   Ahí va. Ahora el té para el doctor.

EL CONDE.-    (Para sí.)  ¡Y aún se ríe!... Carece de delicadeza... No le hacen mella los desaires. Epidermis moral muy gruesa... extracción villana.  (Alto.)  ¿Qué tal os sirve la pintora?

EL CURA.-   Divinamente.

EL CONDE.-   Siempre juguetona y atropellada.

  —240→  

EL MÉDICO.-   Señor Conde, un poquito de ron.  (Ofreciéndole de una botella que acaba de traer GREGORIA.)  Es riquísimo; le probará bien.

EL CONDE.-   No me sientan bien los alcoholes. Pero si te empeñas... Y parece muy bueno.  (Catándolo.)  ¡Qué guardadito lo tenías, Gregoria! Así se hace: estas cosas ricas para las ocasiones.

EL CURA.-    (Después de servirse ron.)  Ahora, chicuelas, un poquito para vosotras.

NELL.-    (Retirando su copa.)  No, no... ¡qué asco!

DOLLY.-   Yo, sí... póngame media copa, D. Carmelo.

EL CURA.-    (Riendo.)  Te emborrachas unas miajas, y a la camita.

EL CONDE.-    (Para sí, mirándola beber.)  ¡También eso!... ¡Qué ordinaria! ¡Buena diferencia de esta mía, que en todo revela su origen noble!...  (Bebe de un trago, y al instante siente desvanecimiento en su cabeza.) 

EL MÉDICO.-    (Observando que cierra los ojos, y articula palabras ininteligibles.)  ¿Qué... qué es eso?

  —241→  

EL CONDE.-   Nada... se me va un poco la cabeza... Ya te dije... los alcohólicos...  (Se confunden sus ideas; aléjase la realidad; ve a los comensales y a sus nietas como sombras esfuminadas, y oye sus voces como un murmullo distante de hojas secas que arrastra el viento.) 

EL CURA.-   Parece que se aletarga.

EL MÉDICO.-    (Sacudiéndole suavemente el brazo.)  Sr. D. Rodrigo...

NELL.-   Está fatigado.  (Llamándole.)  ¡Abuelito!

EL CONDE.-    (Volviendo en sí, y pasándose la mano por los ojos.)  Lo he soñado.

DOLLY.-   ¡Pero si no has tenido tiempo de soñar nada! Ha sido un instante.

EL MÉDICO.-   Medio minuto.

EL CONDE.-    (Mirando detenidamente a todos.)  Lo he soñado... ¡Qué imitación tan perfecta de la realidad!

DOLLY.-    (Asustada.)  ¿Qué dices?

  —242→  

EL CONDE.-   Le he visto... como ahora te veo a ti.

NELL.-   ¿A quién?

EL CONDE.-   A tu padre... Entró por aquella puerta. No le veíais, yo sí... Acercose a la mesa, y se sentó junto a Dolly... sin decir nada... A mí sólo miraba.  (Vuelve a pasarse la mano por los ojos. DOLLY, medrosa, no acierta a pronunciar palabra alguna. VENANCIO y GREGORIA espían desde la puerta.) 

NELL.-    (Abrazándole.)  Papaíto, debes retirarte... Estás rendido.

EL CURA.-   Sí, sí: a la cama.

EL MÉDICO.-   Vamos.  (Dispuesto a llevársele, le coge del brazo.)  Sr. D. Rodrigo, a dormir.

EL CONDE.-    (Levantándose con dificultad, ayudado de NELL y de ANGULO.)  No tengo sueño ya... Pero, pues tú lo quieres, Nell, vamos... Tú mandas, hija mía...

NELL.-   Señores, mi abuelito les pide permiso para retirarse.

EL CURA.-   Sin cumplidos... ¡No faltaba más!

  —243→  

EL MÉDICO.-    (Viendo que EL CONDE suelta su brazo.)  ¿No quiere que le acompañe a su dormitorio?

EL CONDE.-   No es preciso. Gracias, querido Salvador. Estoy bien... muy bien. Carmelo, buenas noches.

DOLLY.-    (Despidiéndose del CURA y del MÉDICO.)  

Buenas noches.  (Va tras de su abuelo, que, apoyado en NELL, avanza lentamente hacia la puerta.) 

EL CONDE.-    (Volviéndose hacia ella bruscamente.)  No vengas.  (Con displicencia.)  Acompaña a estos señores. Aprende a ser cortés.  (Pausa.) 

 

(Retíranse despacio EL CONDE y NELL. DOLLY vuelve al centro de la estancia, se sienta, apoya en la mesa los codos, la cara en las palmas de las manos.)

 

EL CURA.-   ¿Qué tienes, chiquilla?

EL MÉDICO.-   También la marea el ron.

DOLLY.-    (Sollozando.)  El... abuelo... no me quiere.



ArribaAbajoEscena XII

 

Dormitorio del CONDE. Es de noche. Una lamparilla de aceite, puesta en una rinconera, alumbra la estancia; la luz es chiquita, tímida, llorona, un punto de claridad que vagamente dibuja y pinta de tristeza los muebles viejos,   —244→   las luengas y lúgubres cortinas del lecho y del balcón. Profundo silencio, que permite oír el mugido lejano del mar como los fabordones de un órgano. El viento, a ratos, gime, rascándose en los ángulos robustos de la casa.

 

El CONDE.-    (Solo. Después de un sueño breve y profundo, se viste precipitadamente, y se sienta en el borde de la cama.)  Bien despierto estoy, no puedo dudarlo... En vela, paréceme que duermo; dormido, veo y toco la realidad. ¿Qué es esto? Tan cierto como esa es luz, yo vi a Rafael entrar en el comedor, acercarse a la pequeña y... La primera vez no hizo más que mirarme... movimiento, ninguno: no tenía brazos. La segunda vez, Rafael tenía brazo derecho y mano... nada más que un brazo y una mano. No sé qué arma era la que llevaba. Sólo sé que así, así... de un golpe, mató a Dolly. La pobre niña no dijo ¡ay! Murió calladita y risueña... como un ángel, cumpliendo la ley del destino, que ordena que las hijas paguen las culpas de las madres...  (Tratando de despejarse, da algunos pasos.)  Sueño ha sido; mas no debemos despreciar los sueños como obra caprichosa de los sentidos, ni creer que éstos, al dormirnos, se sueltan, se embriagan, se dan a la imitación burlesca y desenfrenada de los actos normales dictados por el juicio... No, no son los sueños un Carnaval en nuestro cerebro. Es que... bien claro lo veo ahora... es que el mundo espiritual, invisible, que en derredor nuestro vive y se extiende, posee la razón y la verdad, y por medio de imágenes, por medio de proyecciones de lo de allá sobre lo de   —245→   acá, nos enseña, nos advierte lo que debemos hacer...  (Se pasea vacilante, sin guardar la línea recta en sus idas y venidas.)  ¡Cómo suena esta noche la mar! ¡Y yo, durmiendo, creía que ese bum-bum eran mis ronquidos! ¡Y es el mar el que ronca!  (Detiénese a escuchar.)  ¡Qué silencio en la casa! Todos duermen: las niñas también, ignorantes de que urge expulsar a la intrusa. Ley de justicia es. No he inventado yo el honor, no he inventado la verdad. De Dios viene todo eso; de Dios viene también la muerte, fácil solución de los conflictos graves. Tiene razón Laín: el que usurpa, debe morir, debe ser separado... Rafael y yo separamos, apartamos lo que por fraude se ha introducido en el santuario de nuestra familia.  (Coge maquinalmente su palo, por costumbre de andar con él.)  Esto es más claro que la luz. Siempre lo has dicho, Albrit; siempre lo has dicho. La causa de que las sociedades estén tan podridas, la causa de que todo se desmorone es la bastardía infame... el injerto de la mentira en la verdad, de la villanía en la nobleza... Tú lo has dicho, Albrit; tú debes sostenerlo. Albrit... (Sale de su cuarto cautelosamente, y tentando las paredes avanza por un largo pasillo. La claridad de la luna le permite llegar sin tropiezos insuperables hasta una puerta, por cuyos resquicios se filtra la luz. Es el cuarto donde duermen NELL y DOLLY. Aproxímase, procurando evitar todo ruido, y aplica el oído a la cerradura.)  No duermen... Parece que rezan. Oigo confusas sus dos voces, que no son más que una.  (Con súbita emoción afectiva.)  ¡Oh, Dios! ¡Si me parece que las amo a las dos; que no puedo separarlas en mi amor; que la falsa se agarra a la verdadera y se hace con ella una sola persona...! Esto no puede ser; esto es una cobardía...   —246→   Albrit, mira quién eres: la justicia, la verdad están en tu mano... ¡Oh!, ahora distingo mejor las voces...  (Poniendo toda su alma en el oído.)  No, no hay cántico de ángeles que iguale a sus vocecitas... No rezan; ahora hablan. Nell parece que quiere consolar a Dolly... Oigo mi nombre... «el abuelo...». Dolly solloza... Sin duda se aflige porque la reñí, porque le manifesté despego, diciéndole que no viniera conmigo, como de costumbre.  (Con desesperación muda.)  ¡Señor, Señor, haz que las dos sean legítimas!... Pero ni Dios, con todo su poder, puede impedir que Dolly sea falsa... La denuncia su carácter villano... es el contrabando infame introducido en mi casa por esa ladrona de mi honor...  (Asaltado de una idea terrible, se clava en el cráneo las uñas de la mano derecha.)  ¡Y si las dos son falsas, si las dos son...!  (Pone la mano en la puerta, con intención de abrirla suavemente. Espantado de sí mismo, se aleja.)  No, no, Albrit; tú no puedes, no sabes... no sirves para la ejecución de estas obras crueles, por más que sean justas...  (Volviendo a la puerta.)  ¿Y de qué modo se amputa y arroja la maleza, si una ley torpe, inicua, ampara el fraude?  (Nueva indecisión. Su voluntad, turbada, gira rápidamente a impulsos de un huracán.)  ¡Pobrecitas, se asustarán si entro tan a deshora!... Y Nell me dirá... de seguro me lo dirá... «Abuelo, no mates a Dolly». Tú lo has dicho también, Albrit; tú lo has dicho: «Todo ser humano que tiene vida debe vivir». Dios se la dio... nosotros no debemos quitársela...  (Se aleja pausadamente.)  Hasta podría ser... sí... podría suceder que la espúrea, que es Dolly, fuera buena... buena y espúrea, ¡qué sarcasmo!... ¡Así anda el mundo, así anda la justicia!... Pero de eso no tenemos culpa los pobres   —247→   mortales: es el de arriba quien tiene la culpa, el que permite la rareza extravagante de que salga buena la falsa...  (Avanza. En mitad del pasillo es sorprendido por VENANCIO.) 



ArribaAbajoEscena XIII

 

EL CONDE, VENANCIO; después, GREGORIA y criados.

 

VENANCIO.-    (Con malos modos.)  ¿Por qué está levantado el señor Conde?

EL CONDE.-    (Arrogante.)  Porque quiero... ¿Quién eres tú para interrogarme en esa forma descortés?

VENANCIO.-   Nada tiene que hacer usía a estas horas en los pasillos oscuros, rondando como alma en pena.

EL CONDE.-   Si tengo o no tengo que hacer, eso no es cuenta tuya.

VENANCIO.-    (Con autoridad.)  Entre usía en la alcoba.

EL CONDE.-   ¡Lacayo!... ¿te atreves a mandarme?

VENANCIO.-   Me atrevo a guardar el orden en mi casa, y a no permitir...

  —248→  

EL CONDE.-    (Furioso.)  Vil... vete de mi presencia.

VENANCIO.-   Estoy en mi casa.

EL CONDE.-    (Que devora su ira, apretando los dientes y los puños.)  ¡En tu casa, sí!... Pero eso no es razón para que te insolentes con tu señor.

VENANCIO.-   No hay señor que valga. A mí sólo me manda una persona, la señora Condesa de Laín.

EL CONDE.-    (Con intenso coraje reconcentrado.)  Es cierto... Eres un villano que dice la verdad... y yo estoy aquí de limosna... Pues bien: quiero mandar un recado a tu ama, dignísima reina de tal vasallo.

VENANCIO.-   ¿Qué?

EL CONDE.-   Un mensaje de gratitud...  (Con rápida acción enarbola el palo, y con la fuerza que le imprime su insensata cólera, lo descarga sobre la cabeza de VENANCIO, sin darle tiempo a esquivar el golpe. Es palo de ciego, palo nocturno. Formidable acierto.)  Toma... De mi parte.

VENANCIO.-   ¡Ay!... ¡Maldito viejo!

  —249→  

GREGORIA.-    (Que acude en paños menores; tras ella, dos criados con un farol.)  ¡Sujetarle!... Ese hombre está loco.

EL CONDE.-    (Cuadrándose fiero.)  ¡Villanos, al que se atreva a poner la mano en el león de Albrit, al que manche estas canas, al que toque estos huesos, le mato, le tiendo a mis pies, le despedazo! (Inmóviles y mudos, no se atreven a llegar a él. Dirígese ALBRIT impávido a su estancia, y penetra en ella sin mirarles.) 

VENANCIO.-    (Mientras se restaña con un pañuelo la herida, de que brota sangre.)  ¡Encerradle, encerradle!

 

(Un criado da vuelta a la llave y la quita.)

 

 
 
FIN DE LA JORNADA TERCERA
 
 



  —[250]→     —[251]→  

ArribaAbajoJornada IV


ArribaAbajoEscena I

 

Terraza en la Pardina.

 
 

GREGORIA, disponiendo la mesa para servir al CONDE su desayuno; VENANCIO, con la cabeza vendada; SENÉN, que entra por el fondo con una maletita en la mano.

 

SENÉN.-   Aquí me tenéis otra vez.

VENANCIO.-    (Abrazándole.)  Senén de todos los demonios, te juro que me alegro de verte.

GREGORIA.-   Muy pronto has vuelto de Verola.

VENANCIO.-   ¿Qué?... ¿traes instrucciones de la Condesa?

SENÉN.-   Sí... lo primero, que me alojéis aquí... Descuidad: os molestaré muy poco.

GREGORIA.-   Te pondremos en el cuartito de arriba.

  —252→  

VENANCIO.-   Próximo al del Conde. Sin duda la señora quiere que nos ayudes a quitarle las pulgas al león.

GREGORIA.-   ¡Y qué pulgas, Senén!

SENÉN.-    (Fijándose en la venda de VENANCIO.)  Ya, ya llegó a Verola la noticia de tu descalabradura. Una caricia de la fiera.

VENANCIO.-    (Renegando.)  ¡Que uno aguante esto!

SENÉN.-   Es un viejo de cuidado. A los sesenta años conserva los músculos de acero de sus buenos tiempos, y la voluntad de bronce. No hay quien le amanse. Te digo que más quiero verme ante un tigre hambriento que ante el Conde de Albrit irritado.

VENANCIO.-    (Dando patadas.)  Pues yo le juro que de mí no se ríe. Un hombre libre, que vive de su trabajo y paga contribución, no está en el caso de sufrir esas arrogancias de figurón de comedia.

SENÉN.-   Poco a poco, Venancio. La señora Condesa me encarga te diga que... tengas paciencia.

  —253→  

VENANCIO.-   ¿Más paciencia, jinojo?

SENÉN.-   Y que sigáis guardándole las consideraciones que se le deben por su rango, por sus desgracias, sin perjuicio de vigilarle...

GREGORIA.-   Y si nos mata, que nos mate.

VENANCIO.-   Por si acaso, desde ayer le vigilo... con un revólver.

SENÉN.-   Calma...  (Receloso, mirando.)  ¿Vendrá por aquí?

GREGORIA.-   Me ha mandado que le sirva el desayuno en la terraza.

SENÉN.-   Pues le espero.

VENANCIO.-   ¿También traes instrucciones para él?

SENÉN.-   No; pero necesito... sondearle. Ya sabéis: soy muy largo, me pierdo de vista. Con que... me tenéis de huésped.

  —254→  

GREGORIA.-    (Cogiendo la maleta.)  ¿Vienes a tu cuarto?

SENÉN.-   Luego. Me atrevo a suplicar a mi simpática patrona que en el cuidado de esta maleta ponga sus cinco sentidos. La quiero como a las niñas de mis ojos.

VENANCIO.-   ¿Qué traes ahí?

GREGORIA.-   Pues pesa, pesa...

SENÉN.-   Es mi relicario. Recuerdos, cositas que sólo para mí tienen interés. Y juro por mi honor, que no la estimaría más si la trajera llena de brillantes del tamaño de almendras. En fin, Gregoria, usted me responde de ese tesoro.

VENANCIO.-    (Mirando por la derecha.)  El león viene.

GREGORIA.-   Voy por el café.



ArribaAbajoEscena II

 

VENANCIO, SENÉN, EL CONDE, GREGORIA.

 

EL CONDE.-   Buenos días... Hola, Senén, ¿qué traes por aquí?

  —255→  

SENÉN.-   ¿Qué ha de traer el pobre más que las ganas de dejar de serlo?

EL CONDE.-   Y con las ganas, la decidida voluntad de enriquecerte. Eres joven; tienes estómago de buitre, epidermis de cocodrilo, tentáculos de pulpo: llegarás, llegarás... ¿Y tú, Venancio?... ¿Cómo va esa herida? Vamos, hombre, no es para tanto. Poco mal y bien quejado. Ya estarás bien.

VENANCIO.-   Todavía, todavía... El señor tiene un genio imposible.

EL CONDE.-   Sí, sí... Y tú crees que la miseria debe ser mordaza y grillete para este genio maldito que me ha dado Dios. No sé, no sé: gran domadora es la pobreza; pero soy yo muy bravo. Me propongo contenerme dentro de la humildad y sumisión; pero llega un momento de prueba... un insensato que con frase agresiva me ofende, echándome al rostro mi humillante miseria, y entonces... ¡ay!, no soy dueño de mí, pierdo la cabeza...

GREGORIA.-    (Poniendo en la mesa el servicio de café, que se compone de piezas de latón y loza ordinaria.)  Aquí tiene, señor.

  —256→  

EL CONDE.-    (Sentándose.)  Pero no tardo en recobrar mi serenidad de persona bien nacida y educada; vuelvo a sentir la hidalga benevolencia con que he tratado siempre a los inferiores, y... ya tienes al león aplacado, y pesaroso de su fiereza...

VENANCIO.-   Pensara el señor esas cosas antes de levantar el palo...

EL CONDE.-   Es mi manera de aleccionar a los que quiero bien... En fin, Venancio, hoy, como ayer, te pido que me perdones. Yo no te faltaré... pero has de guardarme, fíjate bien en esto, la consideración que me debes...  (A SENÉN.)  ¿Quieres café?

SENÉN.-   Mil gracias, señor Conde. Me desayuné con aguardiente y buñuelos en el parador.

EL CONDE.-    (Examinando el servicio con repugnancia.)  ¿Pero qué servicio es éste?

GREGORIA.-    (Para sí.)  Fastídiate, viejo regañón.

EL CONDE.-   ¿Qué habéis hecho de la cafetera y del jarrito de plata en que me servisteis estos días?

VENANCIO.-   Mandamos que los limpiaran, y...

  —257→  

GREGORIA.-   Y para no hacer esperar al señor...

EL CONDE.-   ¿Y aquellas tacitas de porcelana fina...? En fin, con tal que el café esté bueno...  (Se sirve.)  ¿Lo has hecho tú?

GREGORIA.-   Con muchísimo cuidado... Veremos si hoy está a su gusto.

EL CONDE.-    (Probándolo.)  ¿Qué es esto?  (Con asco.)  ¡Agua indecente de achicoria... y recalentada... y fría!... Vamos, las sobras del café de anoche, que ya era malo adrede...  (Cogiendo el pan y tratando de partirlo.)  ¿Y de dónde habéis sacado esta piedra que me dais por pan?... Con ser tan duro, no lo es tanto como vuestros corazones.

VENANCIO.-   Culpa del panadero, señor...

EL CONDE.-   Culpa de vuestra sordidez villana.  (Les arroja el pan.)  Echad esto a vuestros perros, y dadme a mí lo que para ellos tenéis, pues de fijo les dais trato mejor que a mí. Guardad esta preciosa vajilla, no se os deteriore, no se os desgaste en mi servicio.  (Arroja al suelo todas las piezas de loza y latón.)  ¡Queréis aburrirme, queréis hacerme imposible la vida! Al último pastor de   —258→   cabras, al último mendigo que llegara con hambre a vuestra puerta, le haríais la limosna sin humillarle. ¿Por qué, ingratos, me humilláis a mí?

VENANCIO.-    (Que aterrado, lo mismo que GREGORIA, no sabe por dónde salir.)  Se servirá otra vez... Nosotros...

EL CONDE.-    (Con arrogancia.)  No quiero. Me quedaré en ayunas.

SENÉN.-   Eso no. Mandaré traerlo del café...

EL CONDE.-   No te molestes.  (A VENANCIO y GREGORIA, con majestuosa indignación.)  No tenéis ni un destello de generosidad en vuestras almas ennegrecidas por la avaricia; no sois cristianos; no sois nobles, que también los de origen humilde saben serlo; no sois delicados, porque en vez de dar un consuelo a mi grandeza caída, la pisoteáis; vosotros que en el calor, en el abrigo de mi casa, pasasteis de animales a personas. Sois ricos... pero no sabéis serlo. Yo sabré ser pobre, y puesto que con vuestras groserías me arrojáis, me iré de esta casa, en que no hay piedra que no llore las desgracias de Albrit.

SENÉN.-    (Con afectada gravedad y adulación.)  Los deseos de la Condesa son que se prodiguen al señor todas las atenciones que merece por su categoría...

  —259→  

EL CONDE.-   Ya lo veis: esa mujer liviana y sin pudor es más cristiana que vosotros, y más generosa y delicada.

VENANCIO.-    (Turbadísimo, tragándose la ira.)  La Condesa no puede mandarme... yo... digo, la Condesa es mi señora... dueña de todo...

GREGORIA.-    (Vivamente.)  De la Pardina no.

VENANCIO.-   La Pardina es mía.

EL CONDE.-    (Arrogante.)  Sea de quien fuere, y en tanto que decido si me quedo o me voy, no quiero veros. Idos de mi presencia.

VENANCIO.-    (Dudando.)  Decídalo pronto, porque...

EL CONDE.-    (Despidiéndoles con gesto de autoridad.)  Pronto.

VENANCIO.-    (Saliendo con GREGORIA.)  Sufrámosle un día más, un solo día.

GREGORIA.-   Y es mucho... ¡jinojo!


  —260→  

ArribaAbajoEscena III

 

EL CONDE y SENÉN.

 

EL CONDE.-    (Serenándose.)  Siéntate aquí, Senén... Tengo que hablar contigo.

SENÉN.-    (Con fatuidad, sentándose.)  Nada más temible que esta plebe hinchada, señor; estos patanes hartos de bazofia, que porque han logrado reunir cuatro cuartos se atreven a medirse con las personas comilfot...

EL CONDE.-   La villanía es perdonable; la ingratitud, no... En mi cuarto había un lavabo bastante bueno, muy cómodo para mí. Ayer me lo han quitado esos viles, poniendo una palangana de latón de este tamaño, como las que hay en los asilos...

SENÉN.-    (Afectando indignación.)  ¡Qué atrocidad!

EL CONDE.-   Parece que escogen las servilletas y manteles más sucios para ponerlos en mi mesa. Saben que me gusta la mantelería limpia...

SENÉN.-   Pues, como he dicho, traigo instrucciones precisas de la Condesa... ¡Oh!, crea usía que si se entera de estas infamias,   —261→   se pondrá furiosa.

EL CONDE.-   Sí. Me odia, como yo a ella; pero no desconoce que mi persona exige atenciones, respetos...

SENÉN.-   ¡Qué duda tiene...!

EL CONDE.-   Y aunque obra suya es seguramente la intriga que se traen Carmelo y el Doctor para arreglarme una jaula en los Jerónimos...

SENÉN.-    (Haciéndose de nuevas.)  ¡Oh!, no sé... no tengo noticia...

EL CONDE.-   Pues sí: desde ayer andan de mucho trasteo conmigo. Yo les calo la intención... y me hago el tonto... Pero dejemos esto, Senén, que de cosa más grave y de mayor transcendencia para mí quiero hablarte.

SENÉN.-   Ya escucho.

EL CONDE.-    (Receloso.)  ¿Nos oye alguien?

SENÉN.-   Nadie, señor. Estamos solos.

EL CONDE.-   Estos miserables se ponen en acecho tras de las puertas, oyendo lo que se habla.

  —262→  

SENÉN.-    (Examinando las puertas.)  Nadie nos oye. Puede hablar el Excelentísimo Sr. D. Rodrigo de Arista-Potestad.

EL CONDE.-   Dudo mucho que seas bastante afecto a mi persona para responder a todo lo que te pregunte.

SENÉN.-   Usía debe contar siempre con mi adhesión incondicional...  (Dándose importancia.)  como cuento yo con que el señor Conde no ha de pedirme nada contrario a mi dignidad.

EL CONDE.-    (Asombrado.)  ¡Tu dignidad!... Dispénsame: creí que no la habías adquirido aún... Ya sé que estás en camino de adquirirla... vas muy bien... llegarás.

SENÉN.-   Señor Conde de Albrit, aunque humilde, yo... me parece.

EL CONDE.-   Nada, nada. Ya no te hago las preguntas.

SENÉN.-   ¡Ah!, puede usía interrogarme con toda confianza.  (Queriendo familiarizarse.)  Señor Conde... de usía para mí...  (Se atreve a ponerle la mano en el hombro.)  Entre amigos...

  —263→  

EL CONDE.-   No, no, porque si salimos ahora con que hay dignidad, o esta dignidad es incorruptible o es venal... En el primer caso, Senén, no me dirás nada... en el segundo... Soy pobre y no podré cotizarla en lo que vale.

SENÉN.-    (Afectando seriedad.)  Creo que nos hallaríamos en el primer caso.

EL CONDE.-   Pues, hijo...  (Despidiéndole.)  Adiós.

SENÉN.-    (Queriendo provocarle a la interrogación, para conocer su pensamiento.)  Si el señor Conde me lo permite, diré una palabra. Usía quiere preguntarme... algo referente a su hija política, en el tiempo en que tuve el honor de servirla.

EL CONDE.-   Y cuando aún no habías echado dignidad.

SENÉN.-   La eché después... Y ahora, sin faltar al respeto que debo a usía, tengo el sentimiento de manifestarle que por gratitud, por estimación de mí mismo, por mil razones, no puedo en manera alguna revelar secretos que no me pertenecen.

EL CONDE.-    (Con vivo interés.)  No se trata de secretos... que quizás no lo sean para mí. Quiero tan sólo informaciones exactas acerca de una persona...

  —264→  

SENÉN.-   Ya...

EL CONDE.-   Íntimamente relacionada...

SENÉN.-   Comprendido.

EL CONDE.-   El pintor Carlos Eraúl. Tú estuviste a su servicio algún tiempo, al dejar el de mi hijo; tú...  (Con ardor.)  Senén, por lo que más quieras, por la memoria de tu madre, revélame cuanto sepas.

SENÉN.-    (Con pujos de delicadeza.)  Sr. D. Rodrigo, por todos los gloriosos antepasados de usía, le ruego que nada me pregunte, pues antes perdería la vida que responderle.

EL CONDE.-    (Con intenso afán.)  Dame al menos alguna luz... sin ofender a nadie, sin faltar a los respetos que debes a tu ama. Dime: ese hombre era de baja extracción.

SENÉN.-    (Secamente.)  Sí.

EL CONDE.-   Hijo de un pobre vaquero de la ganadería de Eraúl, en Navarra.  (SENÉN responde afirmativamente con la cabeza.)  El cual, despedido por mala conducta,   —265→   se metió a contrabandista.  (Con triste humorismo.)  Carlos, el hijo, también despuntó por el contrabando...

SENÉN.-   ¡Oh, no...!

EL CONDE.-   Sé lo que digo... Su genio pictórico le abrió camino. Fuera de la educación artística, que se debió a sí mismo y al estudio del natural, era un ignorante, un bruto...

SENÉN.-   Poco menos.

EL CONDE.-   Ni alto ni bajo, moreno, de ojos negros... vigoroso... voluntad potente.  (SENÉN afirma.)  Su apellido era Vicente, pero él firmaba con el nombre de ganadería: Eraúl.

SENÉN.-   Exacto.

EL CONDE.-   Le conoció Lucrecia en una de esas rifas o kermessas que organizan las señoras para...

SENÉN.-    (Interrumpiéndole.)  Basta, señor Conde. No sé nada más.

EL CONDE.-    (Imperioso.)  Responde.

  —266→  

SENÉN.-    (Inflado como un sapo.)  No sé nada. Usía no me conoce.

EL CONDE.-    (Rabioso.)  Te conozco, sí. Tu discreción no es virtud; es... cobardía, servilismo, complicidad. No eres el hombre digno que calla la culpa ajena; eres el esclavo, obediente a los halagos o al látigo del amo que le compró.  (Apostrofándole con solemne acento.)  ¡Maldígate Dios, villano! Que la luz que me niegas, a ti te falte. ¡Que enmudezca tu voz para siempre, que cieguen tus ojos! ¡Que vivas sin poseer la verdad, rodeado de tinieblas, en eterna y terrible duda, palpando en el vacío, tropezando en la realidad!... ¡Que busques la justicia, el honor, y encuentres mentira, infamia, dentro de un vacío tan grande como tu imbecilidad!...  (Con desprecio.)  Vete, vete; no te acerques a mí.

SENÉN.-    (A distancia.)  ¡Demonio!... Saca las uñas el león... ¡Hola, hola!...  (Vuelve EL CONDE a su asiento. Entra NELL con un servicio de café, elegante, en bandeja de plata.)  ¡Ah!... señorita Nell!...  (Ofreciéndose a tomar de su mano la bandeja.)  Deme acá.

NELL.-   No, no... ya puedo.

SENÉN.-    (Aparte a la niña.)  Cuidadito con él... Está de malas.  (Vase.)