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- XX -

El pájaro de Enrique


Imagen letra O

Otra vez la primavera difundía movimiento y vida en la naturaleza.

Blanca acababa de entrar en su habitación, pues había acompañado a su mamá, que había ido a hacer algunas compras, y empezaba a cepillar su linda capota, cuando le llamaron la atención los gritos de su hermano menor.

-Mira, Blanca, mira, tengo un pajarito, decía chillando y riendo, a cuyos gritos y risas se mezclaban los dolientes píos de una avecilla.

La niña salió inmediatamente y vio que, en efecto, Enrique tenía un gorrión jovencito, a cuyas patas había atado un hilo bramante, y dejándole volar todo lo que permitía la longitud del hilo, que él retenía por el otro extremo, el pobre animal caía al suelo con las alas abiertas, dándose fuertes goles en el pecho.

¿Quién te ha dado ese gorrión?, preguntó su hermana.

-El chico de la lavandera, dijo el niño.

-¿Pero no ves que le haces mucho daño?

-¡Quiá! Si está muy contento. Escucha cómo chilla.

-Esos gritos se los arranca el dolor. Como a ti, cuando caes y te haces daño.

-¡Ah! ¿Es que llora?

-Sí

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-¿Qué sabes tú?

Y volvía a soltar el pajarillo que intentaba volar y caía de nuevo.

-Si que lo sé: mira, decía la compasiva niña, ese cordel le lastima las patitas y se las romperá si tardasen desatarle, y cuando cae, se hace mucho daño en el pecho, y al fin, reventará.

Enrique no lo entendió o no quiso creerlo, y continuó con su cruel entretenimiento, hasta que Blanca se decidió a coger unas tijeras, y en el momento en que el pobre animal empezaba una de sus tentativas, cortó resuelta el nudo que unía sus patitas, diciendo:

-¡Eh!, basta de contemplaciones.

El pájaro voló, al principio, torpemente y como atontado, por la habitación; luego, acertó a salir por la abierta ventana, y se lanzó al espacio piando de alegría.

El párvulo se quedó parado con el hilo en la mano, y después echó a llorar amargamente.

-¡Se ha roto el hilo o le has cortado tú?, preguntó a Blanca.

Ésta, que no quería mentir, no contestó.

Entonces Enrique le cogió la falda del vestido con la mano izquierda, y con la derecha la golpeaba fuertemente.

La niña se reía de la impotente cólera de su hermanito, y decía filosóficamente:

-Llora y pega; más quiero esto que no ver cómo matas a un inocente pajarillo.

Mas como su llanto no cesaba, llamó al fin la atención de Flora, que acudió diciendo:

-¿Por qué lloras hijo mío?; y tú, niña, ¿por qué no te has desnudado?

-Este no me ha dejado.

El niño contó el caso a su manera, Blanca rectificó, y excusó el acto de privar al chiquitín de su diversión con la lástima que le inspiraba la víctima, añadiendo:

-¿Verdad que he hecho bien, mamá?

La madre hizo un signo afirmativo y distrajo al niño enseñándole un juguete que le había comprado.

Enrique era como la mayor parte de los niños pequeños, y como son algunos ya grandecitos, hasta que una prudente   -237-   educación, basada en los generosos y nobilísimos preceptos del cristianismo, modifica sus instintos y dulcifica los sentimientos.

¿Habéis observado, queridos lectores, lo que hacen muchos de vuestros compañeros, tanto en la familia como en las escuelas y colegios?

No sé si lo habréis hecho vosotros también... ¡Lo sentiría! Reciben un golpe de un hermanito o de un compañero y lo devuelven. Se les dice que no deben tomarse la justicia por su mano, que den parte a sus superiores y se castigará al ofensor, y entonces, a la primera ocasión, acuden al padre o al maestro y reproducen cien veces, si es necesario, su queja con infatigable insistencia, hasta que el ofensor es castigado.

Una sonrisa de placer brilla en los labios del ofendido.

¿Es esto el espíritu de justicia satisfecho.?

No, que en tan temprana edad no existen ideas tan elevadas y tan abstractas.

Es un espíritu de venganza lo que le anima, sentimiento indigno, que los educadores tratarán de extirpar, en cumplimiento de su sagrado deber.

Enrique, digo, no estaba satisfecho, porque ni Blanca había hecho como que lloraba, fingiendo que le dolían mucho sus golpes, ni la madre la castigó; por eso, en cuanto vió a su padre, le dijo con plañidero acento:

-Papá, Blanca me ha quitado un pajarito que yo tenía.

-¿Por qué has hecho eso, Blanca?, dijo el padre.

-No se lo he quitado, lo he dejado volar.

-De todos modos, has obrado de ligero, porque no era tuyo.

-Lo hubiera muerto, papá, repuso Blanca con lágrimas en los ojos, y contó conmovida el modo cómo lo trataba.

-Podías habérmelo dicho, que lo hubiera evitado.

-No estaba usted en casa.

-Pues a tu mamá.

-Perdóneme usted, pero cuando he visto que sufría tanto no me he podido contener.

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La niña lloraba, el rostro de Enrique se iluminaba de gozo. El padre que lo observaba, le dijo:

-¿Quieres que peguemos a Blanca?

-Sí, repuso vivamente.

-¿Qué quieres mejor, que castiguemos a tu hermana, o que te compremos otro pajarito?

-Las dos cosas.

El padre se puso serio, y dijo:

-Si yo pego a tu hermana, ¿volverá el pajarito?, reflexionó el niño y respondió:

-No, pero yo quiero las dos cosas.

-Tu hermana tiene buen corazón, y tu papá la quiere mucho. Los niños que desean que castiguen a sus hermanitos son malos y nadie los ama. Te proporcionaré otro pajarillo, pero a condición de que no le has de hacer daño.

Jacinto, que acababa de entrar, dijo:

-A mí me traerán uno, pero no se lo dejaré a él. El mismo hijo de la lavandera, que ha traído ese gorrión, me ha dicho que sabe un nido que tiene tres huevos, y que antes que los pajaritos sepan volar, me traerá uno.

-Y no lo sabrás criar, dijo el padre, de modo que no le darás una muerte violenta como se la hubiera dado Enrique, pero se te morirá de hambre.

-Pues bien, le diré que no me lo traiga hasta que sepa comer.

-Cuando sepa comer, volará del nido, y ya no podrá cogerle.

-¿Pues cómo lo hacen otros niños, que cogen pajaritos pequeños y los crían en casa, viviendo después domesticados?

-Yo no sé cómo lo hacen; tendrán menos que hacer que tú, no estudiarán ni irán al colegio, y les darán con frecuencia pan mojado o cualquier otra materia blanda, que les meten por fuerza en el pico, y aún así, te puedo asegurar que se mueren la mayor parte. Sin embargo, puedes indicarle a ese niño un medio para que tu gorrión llegue a saber comer y volar sin escaparse.

-A ver.

-Dile, que en cuanto estén cubiertos de plumas, que ya no necesiten el calor de la madre, coja el nido, lo ponga dentro de una jaula y cuelgue ésta en el mismo sitio en   -239-   que estaba aquel. Los padres irán asiduamente a llevarles el alimento, y metiendo el piquito por entre los alambres, los sustentarán hasta que vean que no necesitan de sus cuidados.

-¿Y después?

-Después se les cortan las plumas de las alas, se les abre la puerta de la jaula y se les acostumbra a comer en el suelo, encima de una mesa y hasta en la palma de la mano.

-Así lo haremos. Yo le daré la jaula por si él no tiene.

-Eso me recuerda una preciosa fábula de Compoamor, dijo Basilio. ¿Quieren ustedes que la recite?

-Dila, a ver si es la misma que yo leí, respondió la madre.

-Dice así:




Los padres y los hijos


    Un enjambre de pájaros, metidos
en jaula de metal, guardó un cabrero,
y a cuidarlos voló, desde el otero,
la pareja de padres afligidos.

   «Si aquí, dijo el pastor, vienen unidos
sus hijos a cuidar con tanto esmero,
ver cómo cuidan a sus padres quiero
los hijos por amor, y agradecidos.»

    Deja entre redes la pareja envuelta;
la puerta abre el pastor, de duro alambre,
cierra a los padres y a los hijos suelta.

   Huyó de los hijuelos el enjambre,
y como en vano se esperó su vuelta,
mató a los padres el dolor y el hambre.

-Es un precioso soneto y lo has recitado muy bien, dijo el padre.

-Será soneto, pero el libro no lo dice.

-Sea lo que quiera, lo que fueron esos pájaros jóvenes es unos ingratos y unos bribones, dijo Blanca.

-Todos sus congéneres hubieran hecho lo mismo, hija mía.

-¿Y por qué no habían de haber cuidado ellos a los padres?

-Porque la piedad filial, como tantos otros sentimientos nobles y virtuosos son privativos del hombre; que tiene un   -241-   alma dotada de muchas preciosas facultades de que los demás carecen.

Otro día hablaremos despacio de eso, por hoy me limito a decirte que los animales, no teniendo más que un alma irracional, esto es, que carece de razón, obedecen al instinto; que así llaman los naturalistas a la voluntad que a veces parece inteligente y premeditada, pero que sólo tiende a satisfacer las necesidades de conservación y reproducción.

El instinto de conservación incita a las fieras a cazar y devorar otros animales, a las aves a emigrar a otros países, lejanos a veces, en la época precisa en que maduran las frutas, están en sazón las semillas, o nacen los insectos de que se alimentan: este mismo instinto es causa de que todos los irracionales, menos los que viven en domesticidad, se oculten de la vista del hombre y de los demás animales que podrían dañárlos; el de reproducción les obliga a buscar lugar a propósito donde colocar sus pequeñuelos, construirle cuando es necesario, y allí alimentarlos, abrigarlos y prodigarles todo género de cuidados, hasta que, llegados a la edad adulta, pueden vivir por sí y constituir otra familia. Para nacer, alimentarse, reproducirse, envejecer y morir es lo que basta: por eso no saben más ni pueden hacer otra cosa.

-Pero ¿no es verdad que si los niños o los jóvenes hubiesen hecho una acción semejante a lo que refiere el soneto de Compoamor, serían unos infames, dignos de reprobación y de desprecio?, insistió Blanca.

-En efecto, hija mía, el ser humano, dotado de razón, está en el caso de comprender, agradecer y recompensar los cuidados, la solicitud, las privaciones a veces, que los padres se imponen para que nada falte a su débil infancia en el orden material; esto es, habitación, alimento, vestido, etc., ni en el moral, o sea la educación e instrucción; pues Dios, que no prescribió de un modo explícito y terminante que los padres amaran a los hijos, lo prescribe expresamente en uno de los Mandamientos de su ley divina, el primero, precisamente, después de los tres que se refieren a su mayor honra y gloria, el primero de los que marcan al hombre sus deberes para con el resto de la humanidad.

-¿Y porqué no habrá mandado a los padres que amen a   -241-   sus hijos, y a estos sí, que sirvan y honren a los autores de su existencia?, preguntó Jacinto.

-Sin duda porque su inmensa Sabiduría comprendió que para lo primero bastaba el simple instinto de la naturaleza, que sólo hombres inferiores en racionalidad y en bondad a las bestias feroces, dejarían de cumplir este deber sagrado; pero que para lo segundo ya se necesita reflexión, gratitud y cierto grado de abnegación; y que sería necesario mandarlo expresamente, imponerlo como un deber ineludible, y aún así habría quien faltase a esta santa obligación, desconociendo lo que sus padres han hecho por él, llenando de amargura el corazón de sus progenitores y atrayendo sobre su cabeza el castigo del Cielo.

-Eso será sin duda entre los salvajes, observó Blanca.

-Y también, por desgracia, entre los hombres que viven en países civilizados, hija mía. Se dan casos, aunque pocos, de padres que maltratan a sus hijos, que no satisfacen sus necesidades, o los castigan severa y hasta cruelmente, sin tener en cuenta la debilidad de los pocos años; y hay también hijos tan bárbaros y desnaturalizaos que abandonan a sus padres en la vejez, como una carga enojosa, o los tratan con dureza, o los confían a manos mercenarias, y a veces mal retribuidas, por no sufrir las molestias que lleva consigo el cuidado de un anciano enfermo y achacoso, y acaso lo irascible de su carácter, efecto de los sufrimientos.

-Aun cuando todo eso sea, dijo Blanca conmovida, a los padres siempre se les debe querer y cuidar mucho y tratarlos con muchísimo respeto. Si llegan ustedes a viejecitos y yo vivo, los amaré tanto como ahora, más si es posible, y si alguno de mis hermanos fuese un mal hijo, le odiaría con toda mi alma.

-Tus hermanos no lo serán, dijo gravemente Basilio.

-Pues bien, a cualquiera que lo fuese.

-Los cristianos no debemos odiar a nadie, hija mía; si conoces una persona de corazón tan duro, de tan ingratos y pérfidos sentimientos, que olvide lo que debe a los autores de su existencia, y los trate con desabrimiento, negándoles su amor, su asistencia y su respeto, compadécela, que bien lo merece.

-¡Compadecer a un monstruo semejante!

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-Si, querida, mía, porque si no experimenta igual tratamiento de parte de sus hijos, que es lo más común, pues Dios lo permite para escarmiento de los demás; sufrirá indefectiblemente en la otra vida el castigo de tan infame proceder.

- ¿No recuerdas haber leído una máxima de un esclarecido poeta, que dice:


Los delitos aborrece,
Y al culpable compadece?

-Sí, señor; es de Martínez de la Rosa.

-Pues ya ves, detestar el mal; pero odiar a nuestros semejantes?... ¡Jamás!

-Pues bien, no los aborreceré, pero les diré que no lo hagan.

-Eso es otra cosa, y si tus consejos y advertencias alcanzan a corregir el mal proceder de tu prójimo, en este o en cualquier sentido, harás una obra de caridad. Es un deber moral de las personas instruidas y bien educadas el corregir al que yerra, enseñar al ignorante y dar buenos consejos al que obra mal tal vez por impremeditación; pero si nos desoyen, si hacen el mal por perversidad de corazón y con conocimiento de causa, entonces apartémonos de ellos con horror, y roguemos a Dios que con sus superiores luces los ilumine.

No hablemos, pues, de los malos hijos: son, por fortuna, execrables excepciones; son monstruos, como les ha llamado muy bien Blanca; dejémoslos, y mañana nos ocuparemos de lo que sucede en una familia de buenas costumbres, cuyos individuos cumplen todos con su deber.

Imagen pájaros



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