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Galdós y la lectura posmoderna del texto literario: «El amigo Manso» como ejemplo

Germán Gullón


University of California, Davis




Revisión de la imagen crítica del autor

Hace cien años largos ronda la casa de la ficción galdosiana una plétora de lugares comunes que la empobrece, amanera, y roba carácter, pues contiene apreciaciones que rebasan largamente los límites connotativas del texto. Los generan, y me ciño a caracterizaciones amplias, las perpetuas referencias a la línea de discurso crítico propiciado por nuestro gran polígrafo Marcelino Menéndez Pelayo1, con la ayuda de José María de Pereda y de otros2, que ensalzaron los méritos humanos de Galdós. Canonizaron lo que su obra tenía de tradicional, desatendiendo las nacientes configuraciones sociales allí presentes. Leopoldo Alas, en cambio, perfiló un Galdós distinto al autor valiéndose del naturalismo para reflejar las encrucijadas socioculturales del momento3. Este discurso crítico nunca logró imponerse en la España de la Restauración; fracaso que sumado al rechazo modernista de los productos culturales del ochocientos, aparcó durante varias décadas al escritor canario en una vía muerta.

En los años cincuenta aparece un nuevo Galdós, el moderno, en el que predominan las interpretaciones marcadas por una estimativa afín a la de Clarín (Joaquín Casalduero, Ricardo Gullón, José F. Montesinos), y desde entonces el perfil universal del escritor crece sin cesar, aunque en la mente de algunos quedan reservas (Juan Benet, Francisco Umbral). Entre quienes pasean por las páginas de Galdós con el gusto de (re)conocedores (Pedro Ortiz Armengol, Geoffrey Ribbans) y los que se deleitan con la habilidad compositiva (John W. Kronik, Harriet T. Turner) varía sólo el modo de obtener el goce estético. Los lectores que niegan ambas posibilidades quizá se avengan a admitir la grandeza artística del escritor, cuando los partidarios de las interpretaciones referencialistas y aquellos que prefieren los artificios formales entran en un diálogo que viene forzando la posmodernidad. La brecha abierta en el romanticismo entre lo mimético y lo compositivo tiende a cerrarse en el horizonte cultural de hoy4, cuando la realidad social -no la denunciada por el marxismo o las ideologías políticas- constatada día a día por las ciencias sociales y visualizada a través de los medios de comunicación, obliga a retomar a diario el problema de la relación del hombre con su entorno. Galdós nunca se olvidó de ella; sólo en El amigo Manso le vemos titubear, al plantear el juego metaficticio como marco de la narración, pero incluso aquí nunca perdió de vista las preocupaciones que hoy se imponen respecto al bienestar humano.

Lo preocupante, cuando estamos en plena posmodernidad, es que la visión moderna de Galdós (post-1950) llegó contaminada (y lo sigue estando) por las rémoras de la visión tradicional; José F. Montesinos fue el mayor forjador de este compromiso crítico5. La imagen actual de Galdós nace, pues, en una oximorónica mezcla de un humanismo tradicionalista que propugna la estabilidad, las moderaciones de todo tipo, con la visión moderna que exige que nos abramos a puntos de vista variados6. Y, ninguna de las dos, ni la tradicional ni la moderna bastan hoy para concertar perspectivas dispares, cuando reconocemos que los privilegios de ciertas actitudes provienen de una manera prejuiciada de entender lo social. Así pues, en mi opinión, la crítica galdosiana tiene varias labores esenciales a las que atender; además de desuncir a don Benito de las estimaciones tradicionalistas, reformular la visión del Galdós moderno de acuerdo con los presupuestos presentados por la posmodernidad. Y en las páginas que siguen me propongo bosquejar algunas de las líneas maestras que deben cimentar un entendimiento posmoderno de Galdós.

Entraré en el tema abordando un lugar común de esos con los que la crítica menendezpelayista -y la denomino con un adjetivo taquigráfico- sigue evitando una plena apreciación actualizada de Galdós, y que emerge en páginas críticas de corte moderno. Sabido es que don Benito metió la ficción por caminos en los que irremediablemente se iba a manchar; en La desheredada, por ejemplo, creó a esa quijotina de Isidora que acaba cayendo en la prostitución. Los bienpensantes denunciaron tales atrevimientos, pero el considerar (idear) que don Benito lo hacía por compasión respecto a los desafortunados, más que por denunciar situaciones injustas, facilitó la posterior asimilación de la novela al canon tradicional sin mayores problemas. Compulsemos nuestras apreciaciones con las de Menéndez Pelayo, cuando habla de las novelas contemporáneas de Galdós:

La mayor parte de las novelas de este grupo, además de ser españolas, son peculiarmente madrileñas, y reproducen con pasmosa variedad de situaciones y caracteres la vida del pueblo bajo y de la clase media de la capital [...]. Tienen estos cuadros valor sociológico muy grande, que ha de ser apreciado rectamente por los historiadores futuros; tienen a veces gracejo indisputable en que el novelista no desmiente su prosapia castellana; tienen, sobre todo, un hondo sentido de caridad humana, una simpatía universal por los débiles, por los afligidos y menesterosos, por los niños abandonados, por las víctimas de la ignorancia y del vicio, y hasta por los cesantes y los llamados cursis. Todo esto, no sólo honra el corazón y el entendimiento de su autor, y da a su labor una finalidad muy elevada, aun prescindiendo del puro arte, sino que redime de la tacha de vulgaridad cualquiera creación suya, realza el valor representativo de sus personajes y ennoblece y purifica con un reflejo de belleza moral hasta lo más abyecto y ruin; todo lo cual separa profundamente el arte de Galdós de la fiera insensibilidad y del diletantismo inhumano con que tratan estas cosas los naturalistas de otras partes.7



De ahí nació toda una corriente crítica en la que figura prominentemente la supuesta bonhomía autorial8, a esa mano que acaricia y consuela a los pobres de espíritu y a los desafortunados, como José Izquierdo o Maximiliano Rubín. Don Benito ha quedado pillado en una pose de beatitud condescendiente que estrecha las posibilidades interpretativas de su obra.

Al insistir en la bondad, restringimos el carácter novedoso del logro autorial referente al tratamiento de la personalidad humana en sus múltiples manifestaciones, desde los tics, como la rosquilla de Torquemada, hasta la germanía de Izquierdo, o las novedades dialectales de Fortunata, a la mera curiosidad. Figuran en la mayoría de los estudios críticos de poso folclórico del texto. Sugiero -un rumbo distinto- que revisemos la cuestión, partiendo de una pregunta que plantea una disyuntiva esencial: ¿Incluía Galdós en sus novelas rasgos de los personajes que se apartan de la norma social predominante (la burguesa) para que el lector arrellanado en su sillón de gustoso tapizado se sonriera con las ocurrencias, las peculiaridades, y los solecismos emitidos por los personajes o, por el contrario, los concebía como la manifestación de los rasgos de personalidad individual caracterizada por ser distinta, otra, a la burguesa?

La respuesta es crucial. Y dependiendo de ella, la interpretación de la obra galdosiana oscila entre el considerarla una pieza de museo, el mural de la sociedad española de la segunda mitad del XIX vista por un agudo y benévolo observador9, o el entenderla abierta, ofreciendo una visión social que acepta la alteridad, aquellos hábitos y costumbres ajenos a la conducta de la clase media, pero que los hábitat proletarios del ochocientos, la urbanización de las masas provenientes del campo, y todo tipo de desplazamientos, van creando. En fin, propongo una lectura de Galdós que acentúe la diferencia en lugar de ennoblecerla. Durante los pasados veinte años la exégesis moderna, esencialmente formalista, que descubrió ironía tras la bondad10, aunque salvó a la obra de convertirse en un mero objeto de curiosidad, lo que sucedió con las creaciones de los realistas castizos, del tipo de José María de Pereda, resulta a estas alturas insuficiente. A continuación, y basándome en El amigo Manso, justificaré mi propuesta examinando la identidad cambiable de lo tradicional en la obra, y terminaré haciendo una lectura deconstruccionista del texto, a la vez que apunto sus limitaciones hermenéuticas.




Ampliando el contexto interpretativo de la obra galdosiana

Cuando Julio Cortázar aprisiona en Rayuela (1963) a los comienzos de Lo prohibido, estaba tomando la novela de Galdós a modo de texto cerrado, de frontón en cuya compacta pared botaba su vivaz rayuela. Es como si la lengua y los habitantes del mundo galdosiano estuvieran petrificados en perfiles hieráticos, tipificados. Cortázar leía a Galdós bajo un prisma distorsionado. Camila, la protagonista femenina, por poner un ejemplo, se resiste a cualquier tipificación; su fidelidad al esposo, el inculto y cabeza hueca, si bien notable caballista, de Constantino, revela el entendimiento y la aceptación galdosiana de comportamientos ajenos a los impuestos por el decoro burgués. No es que los acepte con sonrisa condescendiente (interpretación humanista de Galdós) o irónica (interpretación formalista); admite que vivir a lo natural, como lo hacen Camila y Constantino, supone una alternativa al arreglo doméstico de la clase media. ¿Y qué decir de una lejana descendiente de Camila, Fortunata? Por mucho que los sistemas de valores burgueses busquen el colonizarla, mediante la educación ofrecida por doña Lupe, por Maximiliano Rubín, en las Micaelas, por Guillermina Pacheco, por Evaristo Feijoo, y por el farmacéutico Samaniego, la mujer del pueblo sigue respirando naturalidad por los poros. Aquí huelga la condescendencia; Galdós entendía la sociedad a modo de un tapiz confeccionado con lo diverso. Los realistas castizos, de Fernán Caballero a José María de Pereda, nunca aceptaron tal posibilidad, y cuando la intuían en los personajes, en la Gaviota o en Sotileza, intentaban ajustarla a las normas sociales predominantes, domesticarlas. Galdós, por su parte, celebraría la diferencia, de Fortunata, de Almudena, de Irene, y de tantos otros.

Reitero que, si consideramos las peculiaridades y las diferencias de los personajes inadaptados a la norma social predominante como curiosidades, le escamoteamos a Galdós la auténtica visión moderna de su obra. En las novelas hallamos indicios inequívocos de un profundo entendimiento de la multiplicidad de identidades caracterizadoras de nuestra era, y de que comprendía la importancia de esa diversidad. Y me remito de vuelta a Fortunata. Si la sangre del pueblo servía para vigorizar la postrada vitalidad de la clase media (el hijo de Fortunata a los Santa Cruz), eso supone una clara aceptación del otro, una señal de que el autor estaba innovando la tradición social, al reconocer la necesidad de la mezcla de lo establecido con las formas de conducta naciente en las situaciones vitales del mundo moderno11.


1. El enmarcado cultural de lo social

Existe una extendida corriente de opinión qué propone que El amigo Manso desentona entre las novelas contemporáneas precedentes, esencialmente La desheredada, y de las subsiguientes. Suele hermanarse con la idea de que supone un alto en el camino, un entremés gracioso, con el que Galdós se entretuvo mientras reponía fuerzas. El mismo Clarín camina sobre ascuas al reseñar la novela, e inauguró una serie de razonamientos encaminados a alinearla con el resto de la producción contemporánea, recordando que alberga una cantidad suficiente de descripciones realistas12, y que los pinitos o extraños, los denominados hoy rasgos metaficticios, tampoco empañan las credenciales naturalistas. Lo cual es cierto; un sector de la crítica ha abundado en la veta metaficticia mostrando cuanto contiene de anticipación de modos de novelar considerados eminentemente del siglo XX, y que confirma que Galdós a la hora de componer novelas no era un ingenio lego13. Con todo, las diferencias entre la realidad presentada en La desheredada y El amigo Manso resultan capitales, precisamente con respecto a un aspecto fundamental de la narrativa galdosiana, el tratamiento de la tradición, y suponen un paso hacia adelante.

En La desheredada Galdós había comenzado el dragado de los centros de poder, aunque la aristocracia (la Marquesa) y sus defensores (Muñoz y Nones) aún los ocupan sin cuestionamiento alguno. La familia Pez, que ha desempeñado destinos varios, le permite airear la oquedad de los gobernantes de clase media. Los símbolos tradicionales del poder, la religión y el oscurantismo político aparecen sustituidos por la vacuidad de las palabras y del progresismo insulso, que entra en El amigo de la mano de José María Manso. De ello se valdrá Galdós para mostrar que España caminaba sin guía ni centro. Se gobernaba por medio de las rutinas establecidas por los políticos y la aquiescencia de la burguesía. Desde los inicios de su carrera había acusado a los conservadores de ocupar el centro de la vida nacional (desde La fontana de oro a Doña Perfecta), pero cuando, tras la revolución de septiembre, cambió la situación y se produjo una mudanza de gobierno y una mayor pluralidad, advirtió que ese centro vacado por los conceptos tradicionales fue sustituido por la pura frivolidad e invariables costumbres políticas de la España de siempre (José María y sus contertulios)14.

La cuestión a debatir a este nivel es si Galdós en El amigo propone que un pensamiento, tal y como lo encarna Manso, debería ocupar ese centro, o si, en cambio, don Benito preferiría uno en que cupiera la diversidad real de la sociedad de su tiempo. En Doña Perfecta Galdós acusó a los dominadores de la España preindustrial de inadaptabilidad; en La desheredada comenzó a culpar a los liberales de adoptar prácticas políticas alternativas igualmente vacías de contenido15.

Aceptando que Máximo Manso ejemplifica un modelo de conducta, krausista para algunos16, repasemos cómo ésta se disuelve ante la aceptación, nada irónica por su parte, de la heterodoxa conducta de Irene. La argumentación me parece sencilla. Prescindo de revisar los detalles de la educación de Manolito Peña, encargo recibido por Máximo de parte de doña Javiera, para fijarme en el deseo de la señora de que su hijo adopte un modelo de conducta próximo al practicado por el profesor de filosofía. En cierta manera, toda la novela insiste en ese moldeado, funciona de subtexto; el uso metafórico de la escultura permea el texto17. Aunque tratado con menor explicitez, el moldeado de Irene viene contado en sus líneas principales. Sabemos que fue a la Escuela de Institutrices, fundada por los krausistas, y que se convierte en la maestra de los niños de José María.

El que Máximo se enamore de Irene creyéndola una joven hacendosa, sin pretensiones, la perfecta burguesita, y una maestra ejemplar, ofrece escasa novedad. Tampoco choca el que cuando se entere de la diferencia siga prendado de Irene; hasta aquí todo es normal. La confusión le lleva a entender que existen concepciones de la vida que pueden triunfar sobre la adoptada por uno, y lo nota vívidamente cuando compara los hábitos intelectuales propios con los de Peña:

Ved en mí al estratégico de gabinete que en su vida ha olido la pólvora y que se consagra con metódica pachorra a estudiar las paralelas de la plaza que se propone tomar; y ved en Peñita al soldado raso que jamás ha cogido un libro de arte, y mientras el otro calcula, se lanza él espada en mano a la plaza, y la asalta y toma a degüello... Esto es lo más triste...


(p. 254)                


Máximo advierte de que el pensador a secas puede resultar vencido por una persona de mayor vitalidad, en la que lo visceral, el impulso humano, coadyuva al triunfo de la idea. Peña, de niño, nunca se vio cuidado por una madre como la de Máximo, dedicada a proteger la tranquilidad del hijo para que éste se dedicara a estudiar; la madre de Manuel tenía que atender a los clientes en la carnicería familiar. El sosiego burgués resulta un valor, quizá un desideratum, pero la sociedad tiene que reconocer que, dadas las desigualdades sociales, nunca puede suponerse como una base uniforme para todos los ciudadanos.

Lo mismo ocurre con Irene. Máximo se queda de una pieza cuando escucha a Irene: «No, yo no tenía vocación para maestra, aunque otra cosa pareciese» (p. 260) «¡Error de los errores! ¡Y yo, que juzgándola por su apariencia, la creía dominada por la razón, pobre de fantasía; yo, que vi en ella la mujer del Norte, igual, equilibrada!» (p. 260). Y así continúa el texto, Irene revelándose distinta de lo esperado por Manso18, y éste asombrándose de su equivocación. Lo mismo que con Manolito Peña, Máximo media a dos jóvenes con el mismo rasero que al resto de la sociedad, cuando por su origen, educación y medio social tenían que ser distintos. Y aquí surge indirectamente el naturalismo, que nada tiene que ver con escabrosidades o fisiologismos, sino con la aceptación de la influencia del medio en los seres humanos.

El que Máximo se enamore de Irene, la forjada a priori en la imaginación, nada sorprende al lector, ni tampoco el descubrir que ella posee unos anhelos íntimos dispares a los expresados en público. «¡Qué amargo!» se titula el capítulo 42, donde Irene le confiesa a Manso sus deseos. Duro momento, como dice la exclamación para el enamorado, a causa menos del desamor, que por el descubrimiento de que era, muy otro de lo pensado. Así el otro de Irene salta a la página. Manso se queda atónito. Lo que quiero subrayar es el efecto que todo ello produce en el filósofo. Leámoslo:

Consistía mi nuevo mal en que al representármela despojada de aquellas perfecciones con que la vistió mi pensamiento, me interesaba mucho más, la quería más, en una palabra, llegando a sentir por ella ferviente idolatría. ¡Contradicción extraña! Perfecta, la quise a la moda petrarquista, con fríos alientos sentimentales, que habrían sido capaces de hacerme escribir sonetos. Imperfecta la adoraba con nuevo y atropellado afecto, más fuerte que yo y que todas mis filosofías [...] Hasta su graciosa muletilla, aquella pobreza de estilo por la cual llamaba tremendas a todas las cosas, me encantaba.


(p. 267)                


Al despojarse la persona de todos los hábitos colonizadores que la educación y el sentido de la propiedad burguesa le imponían, la pasión le gana. Le gusta hasta la manera de hablar que considera impropia. Este me parece un momento culminante en la novelística galdosiana, cuando una forma de conducta diferente a la del protagonista, prototipo del mejor burgués, aparece aceptada. Incluso el personaje lo acepta implícitamente, no por amor, sino como norma:

Sentencia final: era como todas. Los tiempos, la raza, el ambiente, no desmentían en ella. Como si lo viera...: desde que se casó no había vuelto a coger un libro. Pero hagámosle justicia. En su casa desplegaba la que fue maestra cualidades eminentes.


(p. 296)                


Y para conmemorar la cantidad de tes y saraos que Irene organiza con enorme éxito social, tanto que acaba por conseguir un acta de diputado para su marido. Los caminos que conducen a los altos puestos divergen de los habituales, pero Máximo reconoce que Manuel había empezado la lucha por la vida en condiciones muy desventajosas, como el hijo de una carnicera, y que por tanto la escalera al triunfo social no podía subirse con la cabeza metida entre las nubes, o la retórica ideológica predominante en la época, sino creando una nueva tradición. Así Galdós acepta la diferencia, y abre su novela a lo otro. No es que Peñita e Irene le resulten a Galdós seres curiosos; los reconoce como seres con entidad propia.

La extracción social de Manolito y su mujer debe destacarse junto con el sexo de ella. Aunque la tendencia sea a rebajar algunos de los logros con respecto a la emancipación de la mujer, y se encasilla a Irene como discípulo de la Escuela de Institutrices, la máxima educación a que podía aspirar una mujer en la época, lo cierto es, y no lo debemos olvidar, que Galdós, a través del protagonista, nos explica su triunfo y, como ella, ayuda a que lo distinto logre un puesto cimero en el escalafón social.

A la vista de lo expuesto caben dos reflexiones inmediatas. El amigo Manso en ningún caso cabe leerse como un divertimento de don Benito; sea cual fuere la importancia en el texto del juego realidad de ficción con realidad referencial, el otro componente, llamémosle en rúbrica el realista, es de suma importancia y abre todo una novedosa perspectiva a la novelística del escritor canario. Y con la argumentación inicial, afirmo que Galdós acepta a los personajes distintos a la norma social, los inscribe en un contexto cultural de amplio espectro.




2. Una lectura deconstruccionista

Toda una importante corriente crítica afirmaría que la aceptación de las particularidades de Irene sólo se entienden desde la ironía. Y la mayor defensa que podrían esgrimir sería afirmar que el autor escribe en clave irónica, y que Manso nunca acepta la personalidad de Irene más que en burlas. Entender la novela como ironía proviene de una lectura formalista que iría más o menos así: Máximo Manso es el narrador en primera persona, él cuenta el argumento una vez ocurridos los sucesos y, sin embargo, lo hace como si, las relaciones de Irene y Manolo fueran una sorpresa para él. O sea, existe un hueco entre la narración y los sucesos; a posteriori notamos que existe una preordenación dirigida a producir un determinado efecto, el irónico. El profesor que todo lo sabe no ve lo que tiene ante sus pestañas, y su ideal de mujer es distinta de como la piensa.

Este tipo de interpretación deja la obra flotando en una indeterminación de sentidos, muy propia del formalismo, que cuando se encontraba con la ambigüedad argumental, en vez de definirse por una u otra interpretación, como haría un crítico impresionista, se decide a dejar el texto cerrado en su indeterminación. Yo pienso que debemos ir algo más allá, y por ello propongo que una lectura deconstruccionista de la novela puede ayudar a hacer justicia a su organización.

Una lectura posmoderna del texto permite sustituir la condescendencia o la socarronería crítica por una auténtica interrogante. Trataré a continuación de plantearlo. La teoría literaria ha establecido dos maneras de ordenar el argumento de una novela: una externa y otra interna19. La primera se refiere a la forma habitual de ordenar cualquier narración, al encadenamiento temporal de los hechos contados en la obra; la segunda, a la que denominamos, de acuerdo con la denominación clásica, la estructura profunda, se elabora a base de una especulación intelectual acerca de cuáles son las corrientes en tensión que forman el núcleo o dan vida al texto.

En El amigo Manso la estructura profunda, su composición genética, emana de un aspecto mencionado con anterioridad, el componente metaficticio. Cuando analizamos esta novela resulta imperativo incluir en las deliberaciones la circunstancia de que los hechos narrados, la historia de Manso, viene arropada por un contexto, evidentísimo en los capítulos primero y último, y subyacente en el resto de la obra20, que enmarca el argumento externo, factual, elevándolo a un nivel de reflexión abstracta sobre si lo contado es realidad o ficción y las relaciones que existen entre uno y otro. Las palabras iniciales de la obra «Yo no existo...» son el indicador de que la narrativa realista se ha desviado de la vía representacional y que se está contemplando a sí misma hacerse, que participa de la veta cervantina de autoconciencia compositiva.

Sin revisar la metaficción en El amigo, tarea realizada ya, quisiera añadir un par de palabras sobre el origen de la misma, cuestión capital en el desarrollo del género y que nos atañe de cerca al tratar la novela galdosiana. La literatura existente al respecto parece indicar que ciertos novelistas (Galdós, Unamuno, Pirandello) decidieron volverse sobre las obras y empezar a reflexionar sobre la ficcionalidad de su empresa; en realidad, el procedimiento tiene una congruencia evolutiva que los tratados sobre el asunto orillan.

Pienso que un párrafo al final de la novela presenta claves muy claras respecto de los orígenes del artificio compositivo:

El mismo amigo perverso que me había llevado al mundo sacome de él, repitiendo el conjuro de marras y las hechicerías diablescas de la redoma, la gota de tinta y el papel quemado, que había precedido a mi encarnación.


(p. 300)                


Las alusiones a la redoma y a los conjuros indican el origen metaficticio galdosiano. Desde el Quijote, pasando por la literatura folletinesca, hasta la novela de Rosalía de Castro, existe toda una línea de composiciones en que lo extraño que les ocurre a los personajes se achaca a sueños, imaginaciones, o conjuros, provocados por algún mago, con lo que se subraya la ficcionalidad de lo ficticio. Aquí el autor es ese mago, el que da vida de papel al personaje. La tensión subyacente, lo que estructura todo este elemento metaficticio es similar al que encontramos en La vida es sueño, de Calderón, y que enunciaré así: ¿Qué viene primero, la realidad (la vida) o la idea (el sueño)? ¿Qué viene primero, la idea de Manso (el que vive en sociedad) o el Manso de la novela (el nacido en la redoma)? Y por esa vía es por la que entra en la novela el juego ideación (la novela como ficción) versus realidad (ficción mimética) que se plantea y subyace a toda la narración.

Parece que Galdós en este momento de su carrera se plantea la pregunta de si la novela es una reproducción de la realidad, si ésa debe ser su función primaria, o si lo importante es insistir en el componente ficticio. Y esta tensión vertebra la obra. Todo es de una manera, y muy distinta es como se idea. Tomemos de nuevo a Irene como punto de referencia. La García Grande se enorgullece de ser la que la recogió como huérfana, cuando en realidad la usa para pedir dinero a Manso, y después la intenta prostituir. José María la contrata de institutriz, pero la quiere de amante. Lo importante no es la alternancia entre la idea que tienen de Irene, sino la interrelación entre la realidad y su ficcionalización. Manso, la quiere mujer del norte, con nervios de acero, mientras que en realidad ella es una hija de su época. Manolito en cambio la quiere como es, en lugar de figurársela una farolona como Amalia Vendesol, la hija del empresario de la plaza de toros. Manso, pues, a diferencia de Manolito pone lo imaginado por delante de la realidad. Así pues, la estructura profunda de El amigo se basa en esta disyuntiva entre la realidad y su ideación ficticia.

Las líneas fundamentales de la estructura argumental de superficie se reducen a un par de núcleos temáticos, entorno a los que se arraciman los restantes. La línea primaria contiene a Máximo Manso enamorándose de Irene; mientras el profesor pondera los pros y los contras de una declaración, la institutriz conoce y se enamora de Manolito Peña. Una vez novios llevan sus relaciones en secreto, por lo que el Manso-narrador se entera de ella bastante después. Los lectores comprendemos que Manso es un narrador indigno de confianza, pues ni se entera de lo que pasa y por su exasperante mansedumbre y pasividad, y que cuenta el argumento en orden distinto a la marcha de los sucesos.

Los lectores habíamos observado además en la obra una serie de turbaciones de la joven (pp. 98, 134, 143). Por los altibajos emocionales de la chica nos vamos figurando que, tras lo que Manso cuenta, hay algo más, que el narrador es un filósofo despistado. Entrevemos un hueco entre lo narrado y los hechos, del hecho crucial en el desarrollo argumental, de que Irene y Manolito se encuentran en secreto. La interpretación más a mano de esta circunstancia la que provee, como antes dije, la crítica formalista. Manolito con su gracia y frivolidad le ha robado el amor a su maestro, quien con toda su sabiduría ha sido incapaz de asegurarse lo que más deseaba.

Falta todavía añadir un aspecto crucial a nuestras deliberaciones. Los hechos narrados sucedieron antes de que fueran contados (p. 10). Es decir, la narración de argumento tiene lugar a posteriori. El narrador está recreando la historia, haciéndola narración porque quiere que los lectores recibamos un impacto narrativo. O sea que, a nivel del argumento, el narrador no sabe la historia de los amores del futuro matrimonio de los señores de Peña, mientras que al de la narración sí los sabe, pero se lo calla para conseguir un determinado efecto en los lectores. Que el hombre enamorado perdió a Irene por su mansedumbre y falta de agresividad (argumento) y que, en realidad, al ser salido de la novela no importa, pues él es una ficción de la ficción (narración).

Nos enfrentamos con una doble lógica narrativa, la del argumento enfrentada con la narrativa. La narración difiere al señalar la ficcionalidad del argumento el significado. Además, pone a uno delante del otro; atenernos a lo que, ocurre en el argumento, en el que los sucesos ocurren según su orden, sería darle un significado que no poseen en la narración. Por otro lado, olvidar, al leer la historia, que la narración tergiversa el orden de los sucesos, y que el narrador lo cuenta a posteriori, buscando un determinado significado, sería cerrar los ojos a una parte de la evidencia. Si colocamos uno delante del otro estamos aplicando los conceptos de prioridad-posteridad, con lo cual cerramos el texto. La riqueza del mismo depende precisamente de ese juego consigo mismo que está inscrito en el texto, una perpetua diferencia (de diferir).






El valor del análisis novelístico

Ésa sería una lectura deconstruccionista de la novela, y la deja, como desearía el filósofo francés Jacques Derrida, suspendida entre muchas posibilidades interpretativas. Lo difícil para nosotros es conjugar la ampliación del espectro social galdosiano al que dedicamos el segundo apartado con la relativización retórica que efectuamos con la lectura deconstruccionista. Digamos de entrada que la primera tiene consecuencias éticas, mientras que la segunda no.

Una parte de la mejor crítica dedicada en los últimos tiempos a la novela de Galdós se ha valido de conceptos como la metaficción, la autonomía del personaje, etcétera, para penetrar en el texto galdosiano, y al hacerlo naturalmente podemos decir que se estaba utilizando un mecanismo de la retórica, de la poética, para estudiar el texto. Incluso nosotros mismos en la lectura recién efectuada hemos tomado la diferencia entre el argumento y la narración, tal y como se encuentra en una poética moderna, y de ella hemos sacado nuestras conclusiones. Hemos determinado que el hueco existente entre uno y otro nos permite proporcionar una interpretación que difiere el sentido del texto. El problema, como ha señalado Jerome Christensen, es que dejamos sin contestar un tipo de problemas que la obra de arte plantea: los que se sitúan allende de la poética21.

Cualquier interpretación poetológica de El amigo Manso abunda en reflexiones formales, pero soslaya la cuestión referencial humana. Yo mismo acabo de cohesionar la apertura de la novela, que proponía al comienzo basándose en la fluidez social, a lo formal. En cierta manera mi análisis revela que parto de unas ideas de la posmodernidad de base social, y que sin querer renunciar al tipo de análisis deconstruccionista por su utilidad para el análisis textual, trato de maridar ambas tendencias en un principio general de apertura, que viene a decir, según parece, algo semejante a lo que propusieron los formalistas: dejemos la cuestión sin resolver, fijándonos en la tensión de opuestos. Mi respuesta a tal dilema es que el análisis del texto, sea deconstruccionista o lo que fuere, nos permite estar conscientes de los artificios retóricos, pero que hoy en día, cuando la pluralidad de voces e intereses en la sociedad se eleva con un clamor universal, tenemos que incluirlo en la ecuación22. Ni la bondad tradicional, ni la ironía moderna, ni la diferencia deconstruccionista responden a las necesidades de una lectura posmoderna.

Curiosamente, la lectura retórica El amigo Manso parece apropiada, pues Galdós mismo utilizó un recurso retórico, el hacer nacer al personaje de una redoma para cortacircuitar el texto, la presupuesta presentación referencial de lo humano. Por otro lado, la multiplicidad de personalidades, de educaciones, de trasfondos, de voces, de hábitat, por otra parte exigen del crítico que establezcamos un contexto amplio para la lectura de Galdós en el presente. En última instancia parece que Galdós mismo estaba tentado a caer en el abismo de lo formal, a solucionar los problemas vitales planteados en la novela con un artificio retórico, y con ello obviar el planteamiento vital de la novela.

El amigo Manso fue, en conclusión, la obra en que Galdós se asomó al abismo creado por el romanticismo, cuando los procedimientos retóricos aparecen conscientemente utilizados por los escritores para crear una lectura determinada, aun que al hacerlo retorizaban sus propios temas, les restaban significación, referencialidad, poetizándolos (de poética). La crítica tradicional desatendió esta problemática obsesionada por homogeneizar lo que desentonaba con el proyecto de encarrilar todo en un proyecto de nacionalización espiritual del arte. Los críticos modernos sí aprovecharon la veta moderna, el reconocimiento del componente ficticio en la novela, y por ello llegaron a acentuar el elemento irónico. Desde este alto cronológico, me permito afirmar que don Benito decidió, durante los meses de escritura de la novela, hacer una pausa en su proyecto novelístico examinando la función de su arte. En última instancia, Galdós es un novelista moderno porque supo captar la diversidad de manifestaciones sociales, no sólo porque practicara un formalismo de origen romántico; lo que trató fue de ser moderno en cuanto que captaba la variedad de voces, de personalidades, y a todas les dio una igualdad, en lo cual era plenamente cervantino.

Si la posmodernidad se va a entender sólo como el momento en que la aporía crítica deconstruccionista desenmascaró las contradicciones del texto literario, Galdós seguirá de destacado comparsa en la novelística mundial. Si, variando el rumbo crítico, abundamos, ayudados por las ciencias sociales, como la antropología, las que saltan las cerradas barreras de la poética, y nos enfrentamos con la situación novelística, desataremos la diversidad cultural de su mundo.





 
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