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Si la tragedia terminase con las últimas palabras de Melibea y con arrojarse de la torre, podría creerse que el poeta había querido envolver en luz de gloria a los dos infortunados   —157→   amantes, haciendo lo que hoy diríase la apoteosis del amor libre. Ni puede rechazarse tal idea por impropia de la literatura de aquel tiempo, puesto que, mezclada con impulsos de dudoso misticismo, late en el fondo de los poemas del ciclo bretón cuya materia épica, transformada en prosa, era tan familiar a Rojas como a todos sus contemporáneos. Verdadera y triunfante apoteosis del amor adúltero son la muerte y las exequias de Tristán e Iseo, y es imposible evitar aquí su recuerdo: «E desque vuo dicho estas palabras (don Tristán), luego besó a la reyna, y estando abrajados boca con boca, le salió el ánima del cuerpo, e la reyna, quando lo vió assí muerto en sus braços, de gran dolor que vuo le rebentó el coraçon en el cuerpo, y murió allí en los brajos de don Tristan; y assi murieron los dos amados, e aquellos que los veyan assi estar, creyan que estauan amortescidos, y como los cataron, fallaronlos muertos ambos a dos.

E quando el rey Mares170 vio muertos a don Tristan y a la reyna, en poco estuuo que no murio por el gran dolor que ouo de su muerte, y començo a dezir: «¡Ay mezquino, y qué gran pérdida he yo auido, que he perdido aquellas cosas que más en el mundo amaua, y nunca fue rey que tan gran pérdida oviesse en vn dia como yo he avido, e mucho más valdria que yo fuesse muerto que no ellos!» Luego se començo a fazer gran llanto a marauilla por todo el castillo, y tan grande fue, que ninguno lo podría creer, y luego vinieron todos los grandes hombres y los caualleros de Cornualla y de todo el reyno, e todos començaron a fazer mucho duelo a marauilla, e a dezir entre sí mesmos: «¡Ay rey Mares! fueras tú muerto antes que no don Tristan, el mejor cauallero del mundo...» Y quando en toda Cornualla se supo que don Tristan y la reyna Yseo eran muertos, fueron muy tristes, e marauillauanse mucho y dezian: «Todo el mundo fablará de su amor tan sublimado». Y quando todos los caualleros fueron allegados, e muchos perlados e clerigos, e frayles, allí donde estaua don Tristan e la reyna muertos, el rey fizo poner sus cuerpos, que estauan abraçados, ambos en unas andas muy ricamente, con paños de oro, e fizolos lleuar muy honrradamente, rezando toda la clerezia con muchas cruces y hachas encendidas, a Tintoyl. E quando entraron por la ciudad, los llantos fueron muy grandes marauilla de grandes e de pequeños, e pusieronlos en   —158→   vna cama que las dueñas aulan hecho, y fueron sepultados en vna rica sepultura, en la qual escriuieron letras que dezian: «Este el premio que el amor da a sus seruidores.»171

Así acaba el libro de Tristán de Leonís, y es muy poético y gentil acabamiento, salvo la triste figura que hace el pobre rey Mares de Cornualla a los ojos de todo el mundo y a los suyos propios, que es lo más lamentable. Pero no acaba así la Celestina, porque el concepto del amor es radicalmente diverso en ambos libros, sin que por eso sea más ortodoxo en uno que en otro. Para Rojas el amor es una deidad misteriosa y terrible, cuyo maléfico influjo emponzoña y corrompe la vida humana y venga en los hijos los pecados de los padres. Se alimenta del llanto y de la sangre de cien generaciones, trituradas entre las ruedas de su carro. No es sólo el exceso de la desesperación ni el flujo retórico, sino una convicción arraigada la que dicta las últimas palabras del venerable Pleberio, que contienen, a mi juicio, la filosofía del drama: «¡O amor, amor! ¡Que no pensé que tenías fuerça ni poder de matar a tus subjectos! Herida fue de ti mi jutientud; por medio de tus brasas pasé; ¿cómo me soltaste, para me dar la paga de la huyda en mi vejez? Bien pensé que de tus laços me avia librado, quando los quarenta años toqué; quando fuy contento con mi conyugal compañera; quando me vi con el fruto que me cortaste el día de hoy. No pensé que tomauas en los hijos la venganza de los padres... ¿Quién te dió tanto poder? ¿Quién te puso nombre que no te conuiene? Si amor fuesses, amarías a tus siruientes; si los amasses, no les darias pena; si alegres biuiessen, no se matarian, como agora mi amada hija. ¿En qué pararon tus siruientes e tus ministros? La falsa alcahueta Celestina murió a manos de los más fieles compañeros que ella para su seruicio emponçoñado jamás halló. Ellos murieron degollados; Calisto despeñado; mi triste hija quiso tomar la misma muerte por seguirle; esto todo causas; dulce nombre te dieron; amargos hechos hazes. No das yguales galardones; iniqua es la ley que a todos ygual no es. Alegra tu sonido, entristece tu trato. Bienauenturados los que no conoscite, o de los que no te curaste. Dios te llamaron otros, no sé con qué error de su sentido traydos. Cata que Dios mata los que crió: tú matas los   —159→   que te siguen. Enemigo de toda razon, a los que menos te siruen das mayores dones, hasta tenerlos metidos en tu congoxosa dança. Enemigo de amigos, amigo de enemigos, ¿por qué te riges sin orden ni concierto? Ciego te pintan, pobre e moço; pónente un arco en la mano, con que tires a tiento; más ciegos son tus ministros, que jamás sienten ni veen el desabrido galardon que se saca de tu seruicio. Tu fuego es de ardiente rayo, que jamás haze señal do llega. La leña que gasta tu llama son almas e vidas de humanas criaturas.» (Aucto XXI).

Y no es sólo el anciano Pleberio quien prorrumpe en tan doloridos acentos. Es el mismo Calisto, en quien las primeras caricias de Melibea no llegan a borrar el sentimiento de la muerte afrentosa de sus criados y de su propia deshonra y vilipendio. ¡Qué triste lenguaje en quien acaba de salir de los brazos de su amada! «¡O mezquino yo, quánto me es agradable de mi natural la solitud e silencio e escuridad! No sé si lo causa que me vino a la memoria la traycion que fize en me despartir de aquella señora que tanto amo, hasta que más fuera de día, o el dolor de mi deshonrra. ¡Ay, ay! que esto es; esta herida es la que siento agora que se ha resfriado; agora que está elada la sangre que ayer heruia, agora que veo la mengua de mi casa, la perdicion de mi patrimonio, la infamia que a mi persona de la muerte de mis criados se ha seguido... ¡o mísera suauidad desta breuissima vida, ¿quién es de ti tan cobdicioso, que no quiera más morir luego que gozar un año de vida denostado e prorrogarle con deshonrra corrompiendo la buena fama de los passados? mayormente que no ay hora cierta ni limitada, ni avn un solo momento. Deudores somos sin tiempo, contino estamos obligados a pagar luego.» (Aucto XIV).

El sentido de las últimas frases no puede ser más cristiano; pero en las primeras, ¿cómo no ver un reflejo de la amarga y terrible doctrina del libro IV de Lucrecio? (v. 1.113 y ss.):


Adde quod absumunt nervos, pereuntque labore;
Adde quod alterius sub nutu degitur aetas,
Labitur interea res, et vadimonia fiunt;
Languent officia, atque aegrotat fama vacillans.
................................................
Nequidquam; quoniam medio de fonte leporum
Surgit amari aliquid quod in ipsis lloribus angat;
Aut cum conscius ipso animus se forte remordet
Desidiose agere aetatem, lustrisque perire.
................................................


  —160→  

No sólo en el concepto general sino en las palabras encuentro analogía. Y que Rojas conociese el poema de Lucrecio parece seguro, puesto que en los versos acrósticos imita aquella famosa comparación del principio del libro IV (v. 11 y ss.):


    Nam veluti pueris absinthia tetra medentes
Cum dare conantur prius oras, pocula circum,
Contingunt mellis dulci flavoque liquore,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    Como el doliente que píldora amarga
O la recela, o no puede tragar
Métela dentro de dulce manjar:
Engáñase el gusto, la salud se alarga...


Claro es que en la juvenil inexperiencia de Calisto y en la pasión que absorbe todo su ser no pueden ser muy continuas las reflexiones melancólicas a que se entrega el gran poeta epicúreo. Acaso sin la catástrofe de sus criados no se le hubiera ocurrido exclamar: «¡Oh, mi gozo, cómo te vas disminuyendo!» (Aucto XIII). Pero este desfallecimiento es pasajero, y acaso de los sentidos más que de la voluntad. El grito de la pasión vuelve a levantarse cada vez más impetuoso y enérgico: «No quiero otra honrra ni otra gloria; no otras riquezas, no otro padre ni madre, no otros deudos ni parientes; de dia estaré en mi cámara, de noche en aquel parayso dulce, en aquel alegre vergel, entre aquellas suaues plantas e fresca verdura» (Aucto XIV). Pero basta que tales ráfagas pasen por su cabeza, para convencernos de que la Celestina no es libro de alegre frivolidad, sino de profunda y triste filosofía, y que su autor tuvo ciertamente un propósito moral al escribirle. Singular parecerá esto a quien sólo de oídas o por algún fragmento conozca la renombrada tragicomedia, pero no lo parecerá tanto a quien la haya estudiado con sosiego crítico. No han sido hombres de laxa moral sus más fervientes panegiristas, aun sin acudir al místico Clarus (Guillermo Volk), amigo y prosélito del gran José de Görres.172 Fernando Wolf, que no era sólo eminente erudito,   —161→   sino varón muy respetable y de severas costumbres, se indignaba contra los que achacan a la Celestina tendencias inmorales y sentido vulgar. Aun las escenas que hoy nos parecen libres y desenvueltas tenían a su juicio menos peligro que la ambigüedad y la velada concupiscencia de los modernos. No dejaba por eso de convenir en que no es obra muy adecuada para los colegios de señoritas.173

Puede haber algo de candor germánico en esto, y las consecuencias nos llevarían demasiado lejos. Pero en el fondo tiene razón Wolf. Dada la libertad (él la llama ingenuidad) con que la literatura de la Edad Media representaba las relaciones sexuales, la Celestina parece menos escandalosa que otras muchas obras. No llega a los torpes lenocinios y a la impura sugestión de los cuentos de Boccaccio. Las escenas libidinosas no son el objeto principal ni están detalladas con morosa delectación, sino que nacen del argumento y eran inevitables dentro de él. Las conveniencias sociales y el decoro de las palabras cambian según los tiempos, y no hay que hacer un capítulo de culpas al bachiller Rojas por haber estampado en su libro frases y conceptos que hoy nos parecen indecorosos o de baja ralea, pero que entonces usaba sin escrúpulo todo el mundo. A un hombre tan severo como Zurita le parecía la Celestina libro escrito con honestidad.

Pero, aun concedido todo esto, la Celestina puede tener sus peligros para quien no esté muy seguro de contemplar las obras de arte con amor desinteresado. Cuanto más vigorosa y animada sea la representación de la vida, más participará de los peligros inherentes a la vida misma. Rojas, observador vigoroso, grave y lúcido,174 no pensó   —162→   ni podía pensar en la emoción personal de cada lector; pero esta emoción no en todos puede ser sana, por razones de edad, sexo y temperamento. Es claro que los tales no deben abrir la Celestina, y tengo por un grave error hacer ediciones populares de ella. La Celestina no puede ser nunca un libro popular, porque la misma perfección y hermosura de su forma, los largos discursos y la sintaxis arcaica ahuyentan a los lectores vulgares y a los mozalbetes distraídos. Por otra parte, a tal grado de desenfreno ha llegado la novela moderna, y de tal modo han viciado el gusto y el corazón sus abominables producciones, que obras como la Celestina parecen ya sosas, cándidas y primitivas a los que se regodean con la pintura de las más innobles aberraciones de la carne.

Pero, en suma, la Celestina no es irreprensible ni mucho menos en sus detalles. No lo es siquiera en su concepto general, por lo mismo que se presta a varias interpretaciones. Aun admitida la que yo propongo, es cierto que se cumple, exteriormente al menos, la ley de expiación; pero lo que se halla en el fondo es un pesimismo epicúreo175poco velado, una ironía transcendental y amarga. La inconsciencia moral de los protagonistas es sorprendente. Viven dentro de una sociedad cristiana, practican la devoción exterior, pero hablan y proceden como gentiles, sin noción del pecado ni del remordimiento. Calisto y Melibea van atraídos el uno al otro por irresistible impulso. Ni una sola vez hablan del matrimonio en sus coloquios. Para ellos no existe, o le consideran, según la errada casuistica provenzal y bretona, como una institución por todo extremo inferior a la libre y delirante unión de sus almas y de sus cuerpos. Pero al mismo tiempo hacen una monstruosa confusión de lo humano y lo divino. Véase, por   —163→   ejemplo, lo que dice Calisto en el aucto XII: «¡O mi señora e mi bien todo! ¿Por qué llamas yerro a aquello que por los santos de Dios me fue concedido? Rezando oy ante el altar de la Magdalena me vino con tu mensaje alegre aquella solícita muger.» No son menos sorprendentes estas palabras del mismo Calisto cuando Sempronio va a llamar por primera vez a Celestina: «¡O todo poderoso perdurable Dios! tú que guias los perdidos e los reyes orientales por el estrella precedente a Belén truxiste y en su patria los reduxiste, humildemente te ruego que guies a mi Sempronio en manera que convierta mi pena e tristeza en gozo, e yo indigno merezca venir en el desseado fin» (Aucto I).

No sabemos si este trastorno de ideas puede atribuirse al escepticismo religioso y moral en que solían parar las conversiones forzadas o interesadas de los judíos; pero tales profanaciones y blasfemias se explican, aun sin eso, por la espantosa anarquía de ideas y costumbres en que vivió Castilla durante el reinado de Enrique IV, que el bachiller Rojas refleja fielmente en su obra.

Su condición de converso debía hacerle más cauto que a otros en la pintura de tal libertinaje cuando recaía en gentes de iglesia, y, sin embargo, la sátira anticlerical es frecuente y muy cáustica en la Celestina. Sólo Gil Vicente y Torres Naharro, cristianos viejos los dos, dicho sea de pasada, le superan en esto. No quiero insistir en citas poco edificantes, aunque necesarias para mostrar este aspecto importante de la tragicomedia, y me limito a poner en nota un pasaje, que es por cierto de los mejor escritos que salieron de la pluma de Rojas.176 El que haya leído los   —164→   cánones del Concilio de Aranda (para citar un documento solo) no se escandalizará de la libertad de la pintura, ni la tendrá por calumniosa, dentro de los ensanches hiperbólicos de la poesía satírica. Téngase en cuenta, además, que es una corrompida y abominable mujer la que habla, y que se refiere a sus años juveniles, cuando el Santo Oficio, no había comenzado todavía su obra de depuración por el hierro y el fuego, ni Cisneros había acometido la reforma de los claustrales, ni el espíritu profundamente religioso de la Reina Católica había impuesto su sello al gran siglo que alboreaba.

Éticamente considerada la Celestina, se comprende muy bien que fuese mirada como libro de mal ejemplo por los graves moralistas de aquella centuria, que no eran por cierto frailes oscuros muchos de ellos. Sabido es el anatema de nuestro gran pensador Luis Vives en el cap. V, lib. I, de su tratado De institutione christianae feminae, que contiene una especie de catálogo de las novelas más leídas en su tiempo (1520). Allí, juntamente con el Amadís, el Esplandián, el Don Florisando, el Tirante, el Tristán, el Lanzarote, Páris y Viana, Pierres y Maguelona, Melusina, Flores y Blanca Flor, Curial y Floreta, Leonela y Canamor, y en general toda la literatura caballeresca, figuran como en tabla censoria las Cien novelas de Boccaccio, el Eurialo y Lucrecia, las Facecias, realmente   —165→   indecentísimas, de Poggio, la Cárcel de Amor y la Celestina, «Celestina lena, nequitiarum parens». Todos estos libros quiere que sean cuidadosamente apartados de manos de la mujer cristiana, y a nadie parecerá excesivo rigor respecto de algunos, aunque otros hay bien inocentes. Lo que resulta injusto y durísimo es calificar, en montón, de hombres ociosos, mal ocupados, ignorantes y encenagados en los vicios (homines otiosi, male feriati, imperiti, vitiis ac spurcitiae dediti) a los que tales libros compusieron, como si no figurasen entre ellos los insignes humanistas Boccaccio y Eneas Silvio.177

Pero ¡cosa singular y poco advertida! El filósofo valenciano que en 1529 incluía la Celestina en su edicto de proscripción, la celebraba en 1531 como obra más sabiamente compuesta que las fábulas de los poetas cómicos de la antigüedad, sobre todo por lo ejemplar del desenlace que pone al goce de los amantes acerbo y trágico fin, y no festivo y alegre como en el teatro greco-latino.178 En esta observación, que no es sólo de literato, sino de moralista, ¿hemos de ver una retractación del juicio anterior?   —166→   De ninguna manera. Luis Vives pudo seguir creyendo, como toda persona sensata, que la Celestina, con su fin moral y todo, no les libro para andar en manos de doncellas. En el De institutione feminae consignó su criterio pedagógico. En el De causis corruptarum artium habló como crítico, puesta la atención en la Tragicomedia y no en la clase de lectores que podía tener. No veo incompatibilidad alguna entre ambos textos.

Inútil es citar otros de autores menos famosos que reprueban las livianas escenas de la Celestina o Scelestina, como la llamaba el maestro Alejo de Venegas, para dar a entender que todo género de perversidad se encerraba en ella.179 Pero el gusto nacional triunfó de todo, y la Celestina, considerada desde su aparición como una obra clásica, disfrutó de aquella especie de franquicia que a los clásicos de Grecia y Roma otorgan los más severos censores propter elegantiam sermonis. En el notabilísimo dictamen sobre prohibición de libros que redactó como consultor del Santo Oficio el sabio y austero historiador Jerónimo Zurita, después de dejar a salvo toda la literatura antigua y las mismas novelas de Boccaccio en su original italiano aplica la misma indulgencia a la Celestina, distinguiéndola cuidadosamente de sus imitaciones: «Ay también algunos tratados que, aunque escritos con honestidad, el subjecto son cosas de amores, como Celestina, Cárcel de Amor, Question de Amor y algunos desta forma, hechos por hombres sabios; algunos, quiriendo imitar éstos, han escrito semejantes obras con menos recato y honestidad, como la Comedia Florinea, La Thebayda, la Resurrection de Celestina y Tercera y Quarta, que la continuaron; estos segundos todos se deben vedar, porque dizen las cosas sin arte y con tantos gazafatones, que ningunas orejas honestas los deben sufrir. De los primeros destos digo lo mismo que de los de latin».Y lo que había dicho de los latinos pocos renglones antes era lo siguiente: «Paréceles a algunos hombres pios que estos autores se veden, lo qual hasta   —167→   aora ningun hombre docto ha dicho, a lo menos para quitarlos de las manos de todos, pues aun a los niños se puede hoy muy bien leer Plauto y las mas comedias de Terencio; para las prouectos no puede aver cosa más consideradamente escrita... Y pues estas materias no las han de dexar los moços, mejor es que tengan estos buenos auctores, donde ceuandose en la elegancia y virtudes de la poesia dellos se resfrien para otras... Resoluiendome, digo, que ninguno de los sobredichos autores latinos se debe vedar180

Antes y después de este prudente consejo del príncipe de nuestros analistas, la Inquisición dejó correr libremente la Tragicomedia, que se imprimió en España treinta y cuatro veces por lo menos en todo el curso del siglo XVI y primer tercio del siguiente, sin contar con las numerosas ediciones hechas fuera.181 Sólo en la centuria siguiente se decidió a expurgarla, castigando con cierto rigor las alusiones satíricas a las costumbres de los eclesiásticos y las hipérboles amorosas que frisaban con la blasfemia. Todo lo demás quedó intacto. La Celestina fue respetada como texto de lengua, y nuestra censura se hubo mucho más benignamente con ella que la italiana con el Decamerón. En realidad, no hay más edición expurgada que la de Madrid de 1632. Sus variantes son de poquísimo momento, y no afectan a nada sustancial; después se hicieron algunas más, especialmente en el Expurgatorio de 1747. Sólo a fines del siglo XVIII y a principios del XIX, cuando se iban perdiendo todas las tradiciones castizas, los jansenistas hazañeros y mojigatos, que eran entonces dueños del moribundo Santo Oficio, prohibieron totalmente el libro, por edicto de 1º de febrero de 1793, reproducido en el último índice de 1805.182 Por lo visto, los Arces, Llorentes   —168→   y Villanuevas eran más fáciles de escandalizar y tenían los oídos más pudibundos que los Valdeses, los Quirogas, los Sandovales, los Pachecos y demás famosos inquisidores de la época clásica.

De la excelencia de la Celestina como obra de arte y tipo y modelo de prosa castellana, toda alabanza parece pequeña.183 El moralista no puede menos de hacer muchas salvedades; el crítico apenas tiene que hacer ninguna:


Libro a mi entender divi-
Si encubriera más lo huma-


dijo Cervantes por boca del donoso poeta entreverado.184 Y el mismo severísimo Moratín, a pesar de su criterio rígido y estrictamente clásico, o quizá por la fuerza de este criterio mismo, habló de la famosa Tragicomedia en términos de entusiasmo que muy rara vez se escapan de su pluma: «Como la tragicomedia griega se compuso de los relieves de la mesa de Homero, la comedia española debió sus primeras formas a la Celestina. Esta novela dramática, escrita en excelente prosa castellana, con una fábula regular, variada por medio de situaciones verosímiles e interesantes, animada con la expresión de caracteres y afectos, la fiel pintura de costumbres nacionales y un diálogo abundante en donaires cómicos, fue objeto del estudio de cuantos en el siglo XVI compusieron para el teatro. Tiene defectos que un hombre inteligente haría desaparecer, sin añadir por su parte una sílaba al texto, y entonces, conservando todas sus bellezas, pudiéramos   —169→   considerarla como una de las obras más clásicas de la literatura española.»185

Y aun sin eso ¿quién ha de negarle semejante título? ¿Ni qué obra de la literatura española habrá que le merezca, si de buen grado no se otorga a la Tragicomedia del bachiller Fernando de Rojas? La meticulosidad académica del gusto de Moratín le hizo dar excesiva importancia a esos defectos de la Celestina, que, por lo mismo que son tan obvios y pueden borrarse de una plumada, poco significan para la apreciación del libro. Aun las pedanterías y citas absurdas sembradas en el diálogo, lejos de desagradarnos hoy, contribuyen al efecto cómico de ciertas escenas y al delicioso carácter de época que tiene todo el cuadro, mostrándonos cuáles podían ser los estudios y preocupaciones habituales de un bachiller aventajadísimo de las aulas salmantinas a fines del siglo XV, y cómo se fundían armoniosamente en su ingenio la observación directa de la vida contemporánea y el prestigio de la antigüedad clásica, que entonces parecía resurgir con segunda vida. Tales defectos son de los que, andando el tiempo, llegan a convertirse en excelencias, a lo menos para el curioso historiador de las vicisitudes de la cultura.

Si Cervantes no hubiera existido, la Celestina ocuparía el primer lugar entre las obras de imaginación compuestas en España. El juez más abonado del siglo XVI, el primer maestro de la prosa castellana en tiempos de Carlos V, declaró con fallo inapelable que «ningún libro hay escrito en castellano adonde la lengua esté más natural, más propia ni más elegante.»186

El estilo y la lengua de la Celestina no son para tratados   —170→   incidentalmente. Hoy la Estilística no es una dependencia de la Retórica, sino parte integrante y la más ardua y superior de la Filología. Para estudiar formalmente el estilo de un autor es preciso conocer a fondo el material lingüístico que emplea y haber agotado previamente todas las cuestiones de fonética, morfología y sintaxis que su obra sugiere. Nada de esto o casi nada se ha intentado respecto de la Celestina, cuya gramática y vocabulario exigen un libro especial. Sólo cuando la historia de nuestra lengua esté hecha por el único que puede y debe hacerla, por el que nos ha dado, con aplauso de propios y extraños, el primer manual de Gramática histórica, tendremos base firme para un estudio de tal naturaleza. Ni mi vocación ni mis particulares circunstancias me permiten emprenderlo, y así tendrá que ser vago y sucinto lo que en esta parte diga.

La prosa no tiene orígenes populares como la poesía, a lo menos en las literaturas derivadas. Nace a veces de la poesía épica, y es su transcripción degenerada (nuestros cantares de gesta convertidos en fragmentos de crónicas). Pero con más frecuencia se amolda a un tipo literario preexistente en la lengua madre o en alguna otra que sostenga sus primeros y vacilantes pasos. Así nació la prosa castellana, con un visible dualismo entre el elemento oriental, muy influyente al principio, casi nulo después, y el elemento latino-eclesiástico, educador común de todos los pueblos de Occidente. En la gran labor de traducciones y compilaciones que nos legó la corte literaria de Alfonso el Sabio, no importan menos los libros del saber de Astronomía, el Calila y Dina y los Engannos de mugeres, los libros de proverbios y consejos, traducidos del árabe, que las Partidas y las dos Estorias, cuyas principales fuentes son latinas, sin duda alguna. Y como las versiones solían hacerse muy literales, y el organismo gramatical del árabe y del latín difieren tanto, no es maravilla que el tránsito del uno al otro, que a veces puede estudiarse en una obra misma, resulte violento y desmañado. Con todo eso se percibe ya en esta variadísima literatura alfonsina cierto conato de unidad, la aspiración a un tipo de lengua culta y cortesana. No en vano se preciaba el mismo rey de «endereszar él por sí» el estilo de sus colaboradores.

Este tipo persistió en sus rasgos fundamentales durante los siglos XIII y XIV, no sin recibir también notable influjo de la lengua francesa, mediante la cual se nos comunicaron obras de tanta importancia como la Gran Conquista de   —171→   Ultramar, el Tesoro de Brunetto Latini y la Crónica Troyana. En medio de este período de tanteo y aprendizaje, surge como por encanto la figura del primer prosista español digno de este nombre, del primero que estampó su individualidad en la prosa. No fue verdadero innovador don Juan Manuel: la lengua que habla es la de su tiempo, pero la habla mejor que nadie, con cierto gusto personal e inconfundible, con talento de narrador ameno y fácil, con elegante y cándida malicia. La construcción lenta y embarazosa de sus antecesores parece que se aligera en él y que va a romper las trabas conjuntivas. Faltó a don Juan Manuel la educación de humanista que tuvo su contemporáneo Boccaccio, y no pudo dar ambiente a su estilo ni amplitud a su dicción, ni mucho menos adivinar el ritmo del período prosaico, tal como le habían forjado los latinos y comenzaba a imitarse en Italia. Pero esta imitación tenía mucho de viciosa y pedantesca, y por haberse librado de ella don Juan Manuel conservan sus escritos una sabrosa llaneza y dulce naturalidad, que suelen echarse de menos en las redundantes cláusulas del novelista de Certaldo.

La orientación propiamente clásica tuvo un precursor en el canciller Ayala, no sólo en lo que toca a la materia y forma de la historia, sino en el estilo mismo, que denuncia a veces al asiduo lector de las Décadas de Tito Livio, aunque no pudiese disfrutarlas en su lengua original. Las traducciones hechas bajo los auspicios de aquel magnate abren una larguísima serie de ellas, que se dilata durante todo el siglo XV, derivadas unas del latín, otras del toscano y aun del catalán, útiles todas como instrumento de vulgarización, pero ninguna como ejemplar de estilo. Con ellas cambia la faz de nuestra prosa, invadida y perturbada por el hipérbaton latino, de que hacen grosero y servil calco los alumnos de la detestable escuela de don Enrique de Villena, al mismo paso que inundan sus escritos de pedantescos neologismos, so pretexto «de non fallar equivalentes vocablos en la romancial texedura, en el rudo y desierto romance, para exprimir los angélicos concebimientos virgilianos». Sigue tan extraviada dirección Juan de Mena, que considerado como prosista, es de lo peor de su tiempo, pero que por el prestigio de sus obras poéticas contribuyó a autorizar la obra de los latinizantes. Y no se puede negar que ésta trasciende más o menos a todos los escritores de entonces, pero con diferencias muy esenciales, nacidas del ingenio de cada cual y de las diversas   —172→   materias en que ejercitaron su pluma. Don Alonso de Cartagena, que con el trato de los humanistas de Italia se había acercado más que ninguno de sus compatriotas a la recta comprensión del ideal clásico, muestra un latinismo inteligente y mitigado, sobre todo en sus versiones de Séneca, de quien supo decir con mucha lindeza que «puso tan menudas y juntas las reglas de la virtud, en estilo elocuente, como si bordara una ropa de argentería, bien obrada de ciencia, en el muy lindo paño de la elocuencia». Noblemente se inspiró en la literatura filosófica de la antigüedad el bachiller Alfonso de la Torre en su Visión Delectable, donde hay facundia y armonía y número más que en ninguna prosa de su tiempo. Juan de Lucena, en la Vita Beata, imitando, o más bien traduciendo a Bartolomé Fazio, pero con entera libertad de estilo, ensayó una nueva manera, muy viva, rápida y animada, desmenuzando la oración en frases concisas y agudas.

Pasada la crudeza del primer momento, no fue estéril, sino muy fecundo, el impulso latinista. La vía era larga y fragosa pero segura, y la torpeza de los operarios que comenzaron a abrirla no podía comprometer el éxito de la empresa. Si en los moralistas y didácticos, que suelen ser meros repetidores de lugares comunes, prevalecía la construcción afectada e hiperbática, en los historiadores, que trabajaban sobre materia viva y presente, la realidad actual penetraba dentro del molde antiguo y creaba páginas imperecederas, como algunas de la Crónica de Don Alvaro de Luna, y sobre todo las estupendas Semblanzas de Fernán Pérez de Guzmán, llenas de pasión y de brío.

Pero toda nuestra prosa anterior al Arcipreste de Talavera, sean cuales fueren los orígenes y fuentes de cada libro, es prosa erudita. La lengua popular no había sido escrita hasta entonces más que en verso de gesta y en la epopeya cómica del Arcipreste de Hita. Era necesario trasfundir esta sangre fresca y juvenil en las venas de la prosa, para que adquiriese definitivamente carácter nacional y reflejase el tumulto de la vida. Tal fue la empresa del autor del Corbacho, y no insistiremos en ella, puesto que ya en páginas anteriores procuramos caracterizar su estilo, cuya influencia sobre el de Rojas es tan notoria. Pero como antecedente necesario de la evolución lingüística que Alfonso Martínez de Toledo realizó con instinto es imposible omitir aquella compilación que el Marqués de Santillana formó de los Refranes que dicen las   —173→   viejas tras el fuego. Si ese libro no hubiese existido, acaso ni el Corbacho ni la Celestina tendrían el carácter paremiológico que de tan singular modo los avalora. Aquellas reliquias del saber vulgar, aquellos aforismos de ignorados y prácticos filósofos, que por raro capricho recogió el poeta más aristocrático y culto del siglo XV, el más desdeñoso con la poesía del pueblo, vinieron a incrustarse en las más egregias obras del ingenio castellano, desde la Comedia de Calisto hasta el Quijote y la Dorotea. Pero no se niegue al Marqués de Santillana la gloria de haberse fijado antes que nadie en estas silvestres florecillas, ni al Arcipreste talaverano la adivinación del valor artístico que podían tener entretejidas en la maraña gentil de su prosa.

Lo que había sido en la corte de don Juan II preparación y ensayo, llegó en tiempo de los Reyes Católicos a adquirir la clásica firmeza de un verdadero Renacimiento, preparado por la disciplina gramatical de los humanistas italianos y españoles y engrandecido por la maravillosa expansión de la vida nacional. No es definitiva casi nunca la lengua de los escritores de entonces, pero contiene en germen todas las buenas cualidades que han de llegar a su punto más alto en la edad que, por excelencia, llamamos de oro. Y lo que la falta acaso de perfección técnica lo compensa con cierta gracia primaveral, que no suele darse más que una vez en las literaturas. Rojas es el mayor escritor de su siglo, y la Celestina tiene algo de grandioso y aislado; pero al mismo período corresponden otros monumentos de nuestra prosa: los Claros Varones y las Letras de Hernando del Pulgar, la Cárcel de Amor de Diego de San Pedro, en que a veces la expresión sentimental raya muy alto, y el Amadís de Gaula, que para la posteridad sólo existe en la forma que le dió el regidor Montalvo.

No se escribía ya por mero instinto o por imitación ser vil como en épocas anteriores. La lengua castellana, al fenecer el siglo XV, contaba ya con un código gramatical que no poseía ninguna otra de las vulgares, incluso el italiano. Claro es que los escritores de genio se crean su propia gramática, y la Celestina estaba escrita muy probablemente antes de 1492, en que apareció el Arte de la lengua castellana del Maestro Nebrija; pero la enseñanza oral de aquel gran varón, a quien Rojas conocería de seguro en el estudio salmantino, había empezado en 1474, y su método filológico, aplicado al latín, al griego y al castellano, no podía ser indiferente a persona tan culta como nuestro   —174→   poeta. En todo el libro se percibe el deliberado propósito de escribir bien y con la mayor corrección posible. Pero esta corrección no es la de los tiquismiquis retóricos que pueden aprenderse por receta, sino la corrección fuerte y viril de quien es dueño de su estilo, porque domina la materia en que le emplea, no deformándola arbitrariamente, sino ajustándole a ella como se ajusta el vestido a los contornos de una estatua. Porque el estilo de la Celestina con ser tan trabajado, no tiene trazas de afectación más que en los discursos y razonamientos; en el diálogo fluye natural y espontáneo, y aunque nos parezca un asombro que todos los personajes hablen tan bien, no por eso somos tentados a creer que pudiesen hablar de otro modo. No diremos que hablan como el autor, porque el autor es para nosotros un enigma. Hablan cada cual según su carácter, con la expresión exacta, precisa, impecable; pero todos propenden a la amplificación, que era el gusto de aquel tiempo y quizá el tono habitual de las conversaciones. El Renacimiento no fue un período de sobriedad académica, sino una fermentación tumultuosa, una fiesta pródiga y despilfarrada de la inteligencia y de los sentidos. Ninguno de los grandes escritores de aquella edad es sobrio ni podía serlo. Rojas lo parece por la prudente parsimonia con que enfrena y rige el corcel de su fantasía, por el tejido compacto de su dicción, por lo cortante de las réplicas y el hábil tiroteo de sentencias y donaires, por el uso continuo de frases cortas y desligadas que dan la ilusión del estilo conciso. Pero en realidad amplifica y repite a cada momento: toda idea recibe en él cuatro, cinco o más formas, que no siempre mejoran la primera. Esta superabundancia verbal se agrava considerablemente en la segunda forma de la tragicomedia, pero existía ya en la primitiva. Pondré un ejemplo tomado del aucto X: «Más presto se curan las tiernas enfermedades en sus principios, que quando han hecho curso en la perseueracion de su officio; mejor se doman los animales en su primera edad, que cuando es su cuero endurecido para venir mansos a la melena; mejor crecen las plantas que tiernas e nueuas se trasponen, que las que fructificando ya se mudan; muy mejor se despide el nueuo pecado, que aquel que por costumbre antigua cometemos cada día.»

Los símiles son elegantes y apropiados, pero tanta repetición de una misma idea enerva el diálogo dramático. Juan de Valdés, que cifraba gran parte de su estilística   —175→   en esta máxima: «que digais lo que querais con las menos palabras que pudieredes, de tal manera que splicando bien el conceto de vuestro ánimo y dando a entender lo que queréis dezir, de las palabras que pusieredes en una clausula o razon, no se pueda quitar ninguna sin ofender o a la sentencia della o al encarecimiento o a la elegancia»,187conoció que éste era el punto vulnerable de la Celestina, «el amontonar de vocablos algunas veces fuera de propósito». El otro defecto que señala no es tan frecuente: «Pone algunos vocablos tan latinos que no se entienden en el castellano, y en partes adonde podría poner propios castellanos que los hay». Éstas eran las dos cosas que él hubiera querido corregir en la Celestina para dejarla perfecta, y uno de los interlocutores del diálogo aconsejaba que lo hiciese,188 idea que tuvo también Moratín, como queda dicho. Pero, con perdón de tan severos jueces, los latinismos no son tantos que empalaguen. Cualquier autor de aquel tiempo tiene más que Rojas. Los que éste usa están generalmente puestos en trozos y discursos de aparato, cuando los personajes quieren levantar el estilo, como el conjuro de Celestina y los últimos razonamientos de Melibea y de su padre. Entonces es cuando aparecen el pungido Calisto, la cliéntula, el incogitado dolor, la menstrua luna, copiada de Juan de Mena, la fortuna fluctuosa, el verbo incusar varias veces repetido, la castimonia de Penélope, las palabras fictas, la asueta casa y otras pedanterías, si bien las tres últimas no deben achacarse al autor, sino al que redactó las rúbricas o sumarlos que van al principio de cada aucto.

Otros leves defectos tiene también esta prosa, nacidos, no de incuria, sino de inexperiencia, y acaso de un error técnico. El oído del bachiller Rojas estaba tan avezado a la cadencia de los versos de arte mayor de su predilecto poeta Juan de Mena y al octonario doble de los romances viejos, que a cada paso reaparecen estas dos medidas en su prosa. De ambas daremos algunos ejemplos:


    Pone su estudio - con odio cruel...
Pasos oigo; acá desciende - haz, Sempronio, que no lo oyes...
Tener con quien puedan - sus cuytas llorar...
Ensañada está mi madre - duda tengo en su consejo...
La dádiva pobre...
De aquel que con ella - la vida te ofrece...
E arrepentirse del don prometido...


  —176→  

Todo esto sin salir del acto primero. En cualquiera de los otros puede hacerse la misma experiencia. En cambio son rarísimos los endecasílabos, y éstos no a la manera italiana, sino con la acentuación que tienen los del Laberinto, que tanto han hecho cavilar a la crítica:


Todo se rige con un freno ygual,
Todo se prueva con igual espuela.


(Aucto XIV).                


Estos versos ocasionales pueden ser involuntarios, porque no están libres de ellos los prosistas más atildados y académicos. Pero lo que seguramente es intencionado en Rojas, y lo afecta como gala, es el aconsonantar la prosa en algunos trozos:

Melibea.-  «Por Dios, sin más dilatar, me digas quien es esse doliente, que de mal tan perplexo se siente, que - su passion e remedio - salen de una misma fuente».


(Aucto IV)                


Areusa.-  «Assi que esperan galardón, sacan baldón; esperan salir casadas, salen amenguadas; esperan vestidos e joyas de boda, salen desnudas e denostadas... Obliganse a darles marido, quítanles el vestido».


(Aucto IX)                


La influencia de los refranes, y sobre todo la del Arcipreste de Talavera, que se perecía por la prosa rimada, explican la afición de Rojas a este ornamento, que en el primer ejemplo es de mal gusto y en el segundo se tolera y aun hace gracia por estar en un diálogo cómico.

A despecho de esos leves lunares, que sólo por curiosidad notamos, la Celestina, en su estilo y lenguaje, tiene un valor no relativo e histórico, sino clásico y permanente. Bastantes trozos de todos géneros hemos tenido ocasión de citar para que se forme idea de sus innumerables bellezas. Es el dechado eterno de la comedia española en prosa, y ni Lope de Rueda en el siglo XVI, ni el gran poeta que compuso la Dorotea en el XVII, ni Moratín en el XVIII, ni mucho menos los dramaturgos modernos (incluyendo al celebrado autor del Drama Nuevo), han llegado a mejorarle. Para todos guarda aún ejemplos y enseñanzas, que hoy más que nunca son necesarias si queremos impedir que bárbaras traducciones y adaptaciones perviertan el gusto de los autores originales y den al traste con nuestra prosa dramática, que, por raro privilegio, fue perfecta desde su cuna.

Si el autor de la Celestina pagó tributo alguna vez al gusto de su tiempo, enamorado todavía de lo crespo y ampuloso, esto es accidental y exterior en él: no imprime   —177→   carácter. Él mismo se burla donosamente de tales retóricas a renglón seguido de incurrir en ellas. El buen sentido del criado corrige las extravagancias del amo.

Calisto.-  «Ni comere hasta entonces, avnque primero sean los cauallos de Febo apascentados en aquellos verdes prados que suelen, quando han dado fin a su jornada.

Sempronio.-  «Dexa, señor, essos rodeos, dexa essas poesias, que no es habla conveniente la que a todos no es comun, la que todos no participan, la que pocos entienden. Di «aunque se ponga el sol», e sabran todos lo que dizes; e come alguna conserva, con que tanto espacio de tiempo te sostengas».


(Aucto VII)                


Cuando se leen tales palabras, y se recuerdan otras del Diálogo de la lengua, se comprende que Juan de Valdés, a pesar de su ascetismo, fuese tan amigo de Celestina. Allí está adivinada y practicada en parte, aunque con una exuberancia que él condena, su propia teoría del estilo. «El que tengo me es natural, y sin afetazión ninguna escrivo como hablo; solamente tengo cuidado de usar de vocablos que sinifiquen bien lo que quiero dezir, y dígolo quanto mas llanamente me es possible, porque a mi parecer en ninguna lengua stá bien el afetacion.»189 Afectación hay en los personajes de Rojas cuando declaman o moralizan como la hay en los episodios sentimentales del Quijote y en muchos alambicados conceptos de Shakespeare; pero en todo lo demás es sincero y verídico intérprete de la naturaleza y sabe encontrar muchas veces la expresión adecuada y única.

Parte interesante en el estudio de toda obra maestra es su bibliografía, porque nos da a conocer el grado de su difusión e influjo en el mundo. Pero la de la Celestina estan vasta y compleja, que por sí sola reclama un libro, como el que prepara el señor Foulché-Delbosc hace años. Entretanto, sólo muy, imperfectamente pueden suplir su falta el Catálogo de Salvá y el del malogrado Krapf, que es más completo y noticioso y comprende las traducciones extranjeras, omitidas por su predecesor. Aquí me limitaré a recordar algunos textos, que no sólo por su rareza sino por alguna curiosidad literaria o tipográfica son dignos de especial mención.

Hasta ochenta ediciones en lengua castellana ha catalogado el señor Krapf, a cuya lista habría que añadir algunas de que no tuvo noticia y cercenar otras que no existen   —178→   o son muy dudosas, pero no creo que la cifra total pueda cambiar mucho. De estas ediciones, 62 corresponden al siglo XVI: número enorme y muy superior a las que tuvo el Quijote en la centuria de su aparición, pues sólo llegan a 27 las catalogadas por Rius.

Largamente hemos tratado, en el presente estudio, de las primitivas ediciones de 1499, 1501 y 1502, que son las que tienen verdadero interés para fijar las dos formas del texto. No hemos conseguido ver la de Zaragoza, 1507, de la cual se dice copia (y no dudamos que lo sea, aunque descuidada y modernizada en la ortografía) la reimpresión barcelonesa de Gorchs (1842). La más antigua de las que nuestra Biblioteca Nacional posee es la de Valencia, 1514, por Juan Jofre: ejemplar único, procedente de la librería de Salvá, y que reproduce, como es sabido, el colofón del hipotético volumen de Salamanca de 1500.

Grupo muy curioso forman las tres ediciones de Toledo, 1526; Medina del Campo, sin año, y Toledo, 1538, porque en ellas la Celestina tiene veintidós actos, según se anuncia desde la portada: «con el tratado de Centurio y Auto de Traso». Este auto, aunque no mal escrito, es cosa pegadiza e impertinente, en que para nada intervino Fernando de Rojas. El nombre de su verdadero autor se declara en el argumento de dicho auto, que en esas ediciones tiene el número XIX: «Entre Centurio e Traso, publicos rufianes, se concierta una leuada por satisfacer a Areusa e a Elicia, yendo Centurio a ver a su amiga Elicia. Traso pasa palabras con Tiburcia, su amiga, y entreviniendo Terencia, tia de Tiburcia, mala e sagaz muger, entrellos trayciones e falsedades de una parte e otra se inuentan, como parece en el proceso de este auto: El qual fue sacado de la comedia que ordenó Sanabria». No sabemos quién fuese este Sanabria, ni se ha descubierto hasta ahora su comedia, que a juzgar por este auto debía de ser una imitación bastante servil de la Celestina, escrita en prosa como su modelo.

Hasta 1531 no encontramos fuera de España ediciones de la Celestina, a no ser que fuese estampada en Venecia, como por todo género de indicios tipográficos parece, la que lleva el colofón de Sevilla, 1523, notable, entre otras cosas, por haberse suprimido, ignoramos con qué fin, la quinta octava de Alonso de Proaza que indica el modo de encontrar el nombre del autor. Las ediciones incuestionablemente venecianas, que fueron cuatro por lo menos, empiezan con la de 1531, en que hizo oficio de corrector el   —179→   clérigo Francisco Delicado, famoso autor de La Lozana Andaluza. Él mismo nos declara su patria, aunque no su nombre, en el colofón, sobremanera curioso, de la citada Celestina: «El libro presente, agradable a todas las estrañas naciones, fue en esta ínclita ciudad de Venecia reimpreso por miscer Juan Batista Pedrezano, mercader de libros, que tiene por enseña la Tore (sic): iunto al puente de Rialto, donde está su tienda o botica de diversas obras y libros, a petición y ruego de muy muchos magnificos señores desta prudentissima señoria. Y de otros munchos forasteros, los quales como el su muy delicado y polido estilo les agrade y munchos mucho la tal comedia amen, maxime en la nuestra lengua Romance Castellana que ellos llaman española, que cassi pocos la ygnoran: y porque en latin190 ni en lengua Italiana no tiene ni puede tener aquel impresso sentido que le dio su sapientissimo autor; y tambien por gozar de su encubierta doctrina encerada (sic) debaxo de su grande y maruilloso ingenio; assi que auiendo le hecho coregir (sic) de munchas letras que trastrocadas estauan (ya de otros estampadores), lo acabó este año del Señor de 1531, a días 14 de Otobre. Reinando el inclito y serenissimo Principe miscer Andrea Griti Duque clarissimo. El corrector, que es de la Peña de Martos, solamente corrigio las letras que malestauan.» Parece que tomó por texto la edición de Sevilla, año 1502, cuyo colofón métrico conserva. No es cierto que introdujese variantes caprichosas ni en esta edición ni en la de 1534, «reimpresa por maestro Estephano da Sabio imprressor d'libros griegos, latinos y españoles muy corregidos». Lo que hizo en la segunda fué añadir, dando ya su nombre, unos rudimentos de ortología para uso de los italianos: «Introduccion que muestra el Delicado a pronunciar la lengua española.»

Las ediciones de Delicado son todavía de letra de Tortis, y llevan grabados en madera tan toscos y sin expresión como los españoles que les sirvieron de modelo. Las dos de Giolito de Ferraris (1553 y 1556) carecen de ellos y están impresas en lindo carácter cursivo, con la novedad de haber sacado al margen los nombres de los interlocutores y poner en versalitas algunos de los refranes. Cuidó de ambas ediciones, que en rigor son una misma, el español   —180→   Alfonso de Ulloa, traductor ambidextro y fecundo editor de libros castellanos e italianos. Es singular que en el prologo hable únicamente de Juan de Mena y Rodrigo Cota y no mencione para nada a Rojas, a pesar de reimprimir el acróstico y las octavas de Proaza. Pondera demasiado su propio trabajo, que no pasó de enmendar algunas erratas.191 En el prólogo anuncia pomposamente una Gramática y un Vocabulario en Hespañol, y en Italiano, para más instruction de los que studian la lengua». Pero lo que llama gramática son las reglas de pronunciación de Delicado, a quien plagia sin nombrarle. Lo que sí le pertenece, y es trabajo curioso que da realce a esta edición, es «un vocabulario, o exposition Thoscana de muchos vocablos Castellanos contenidos casi todos en la Tragicomedia de Calisto y Melibea», de la cual dice que «es en nuestro idioma lo que las novellas de Juan Boccaccio en el Thoscano».

Así como el mercado de Venecia surtía a Italia de Celestinas, el de Amberes las difundía por el centro de Europa. Se conocen, por lo menos, ocho de aquella ciudad flamenca, siendo la más antigua la de 1539, que sigue el texto de las de Delicado. Las restantes, impresas en casa de Nucio o   —181→   de Plantino, forman una familia distinta, que se prolonga hasta 1599 por lo menos, y que tuvo el mérito de conservar el texto integro cuando ya en España comenzaba a expurgarse. Son de elegante aspecto, pero tienen bastantes erratas.

Sevilla y Salamanca son las ciudades españolas donde más veces se imprimió la Celestina; once por lo menos en la primera, ocho en la segunda. Siguen Barcelona y Alcalá de Henares con cinco respectivamente, Valencia, Toledo y Zaragoza con cuatro, Burgos con tres, Medina del Campo con dos, Cuenca, Tarragona y Lisboa con una sola.

Todas, sin excepción, son raras y deben guardarse con aprecio. Las posteriores a 1563 se dicen «corregidas y emendadas de muchos errores», pero es muy poco lo que enmiendan, salvo la de Matías Gast (Salamanca, 1570), que parece hecha con algún cuidado.192

Esta profusión de ediciones en el siglo XVI contrasta con la pobreza del siguiente, que sólo nos ofrece siete, tres de ellas extranjeras: una en Amberes, una en Milán193 y otra bilingüe de Ruán, acompañada de traducción francesa (1633). La que se dice de Pamplona, por Carlos Labayen, es esta misma con falso pie de imprenta para introducirla en España. Quedan como únicas ediciones positivamente españolas, la de Zaragoza, 1607, y tres de Madrid,   —182→   en 1601, 1619 y 1632. Esta última tiene dos circunstancias dignas de repararse: la de haber sido formalmente expurgada conforme al Expurgatorio nueno de 1632, y la de consignar en la portada el nombre del bachiller Fernando de Rojas, ejemplo que siguió inmediatamente el editor de Ruán.

En todo lo restante de aquel siglo no volvió a imprimirse la Celestina, fenómeno que puede atribuirse a varias causas. Algo pudo influir en ello la Inquisición, pues aunque dejaba correr con leve expurgo las ediciones del siglo XVI, quizá se hubiera opuesto a que siguieran multiplicándose. Pero la principal razón hubo de ser el cambio del gusto, la exuberancia de la producción dramática y novelesca, que había llevado al ingenio español por otros rumbos y ofrecía a los hombres del siglo XVII alimento más adecuado a sus inclinaciones. La Celestina era todavía compatible con el arte de Cervantes, de Quevedo, de Lope, de Tirso, puesto que le contenía en germen, pero no era compatible con los Góngoras, Calderones y Gracianes. Cuando triunfaron los cultos, los discretos y sutiles, y se prefirió el estilo almidonado a la ejecución franca y vigorosa, pocos paladares pudieron gustar con deleite aquel fruto sabrosamente agrio del árbol nacional.194

Y menos todavía en el siglo XVIII, cuya labor científica es tan respetable, pero que en literatura produjo poco bueno, y eso en sus postrimerías. Los eruditos preceptistas y   —183→   críticos que más nombre tuvieron en aquella centuria, Luzán,195 Nasarre,196Mayans,197 Velázquez,198 el   —184→   mismo Jovellanos,199 tuvieron palabras de justo aprecio para la Tragicomedia, aunque deplorando el daño que podía producir su lectura. Las ideas que entonces generalmente dominaban sobre preceptiva dramática eran más conciliables con la Celestina que con la comedia llamada por excelencia española; pero nadie antes de Moratín fijó con precisión el carácter de aquella fábula inmortal ni su puesto único en la historia del teatro. Prescindiendo de estas simpatías literarias,200 no hay duda que la Celestina había dejado de ser un libro popular. Los ejemplares de las antiguas ediciones, con haber sido tan numerosas, escaseaban mucho, y sabemos por algún testimonio contemporáneo que no faltaban beatos imbéciles que se dedicasen a destruirlos.201 La libertad de su lenguaje contrastaba   —185→   con la blanda mojigatería reinante que, sin fuerza para impedir la invasión de las malas ideas, tenía la suficiente para llenar la vida de molestias pueriles. El Expurgatorio de 1747 acrecentó el rigor de los anteriores, y así, paso a paso, se llegó a la absoluta prohibición del edicto de 1793, reproducida en el índice de 1805.

Pero a la Inquisición le quedaban pocos días de vida, y sus edictos, cada día menos acatados, sólo servían para despertar la codicia del fruto prohibido. Así fue que en el segundo período constitucional, a la sombra de la omnímoda libertad de imprenta, resurgió la madre Celestina después de un enterramiento de siglo y medio. La edición de 1822, impresa por don León Amarita, fue meritoria para entonces, y algún tacto crítico revela en la elección de las variantes, pero son pocos los textos antiguos que se tuvieron presentes y no los mejores, siguiendo por lo general el de Salamanca, 1570, por Matías Gast. Fue autor del prólogo, y dirigió la parte literaria de la publicación, no el impresor Amarita, como generalmente se cree, sino el famoso traductor de Horacio, don Francisco Javier de Burgos, según me aseguró don Aureliano Fernández Guerra habérselo oído al mismo Burgos en Granada.

Esta edición, que con más o menos precauciones siguió vendiéndose durante el reinado de Fernando VII, fue reimpresa por el mismo Amarita en 1835 y copiada servilmente en el tomo tercero de la Biblioteca de Rivadeneyra, 1846, de la cual se derivan otras varias que es inútil citar. Más apreciable que este texto ecléctico es el de Barcelona, 1841, por don Tomás Gorchs,202 que al parecer nos da, aunque con ortografía modernizada, la lección de uno de los ejemplares más antiguos, el de Zaragoza, 1507, que poseyó don Manuel Bofarull. El prólogo y las notas fueron escritos por el literato tortosino don Jaime Tió.203 En   —186→   1899, para festejar el centenario de la aparición de la Celestina, reimprimió lujosamente en Vigo el malogrado editor suizo don Eugenio Krapf la edición valenciana de 1514, con aparato de variantes, copiosa bibliografía y apéndices útiles. En 1900 exhumó el señor Foulché-Delbosc la edición de 1501, y en 1902 la de 1499. Cuando esté reimpreso con la misma exactitud el texto de 1502, tendrá base enteramente sólida la reconstrucción de la Celestina, y podrá hacerse de ella una edición crítica y filológica.

Las traducciones que en varias lenguas se hicieron de este drama inmortal, ya en los siglos XVI y XVII, ya en tiempos modernos, tienen grande interés, no sólo como testimonio del universal aprecio del libro, sino por ser algunas de ellas insignes monumentos de sus respectivas literaturas. La Celestina ejerció, por medio de ellas, positiva influencia en los orígenes del teatro y de la novela, y convirtió en clásicos a algunos de sus intérpretes como Wirsung y Mabbe.

La más antigua de estas traducciones, y fuente de varias otras, es la italiana del español Alfonso Ordóñez, familiar del Papa Julio II, hecha por invitación de la Illustrissima Madonna Gentile Feltria de Campo Fregoso. Fue acabada de imprimir en Roma, a 29 de enero de 1506, y compite en rareza con las más peregrinas ediciones españolas.204 Aunque su titulo diga «de lingua casteliana in italiana nouamente traducta», no basta para que podamos inferir que hubiese otra traducción o edición anterior, porque el novamente puede tener aquí, como en otros casos, el sentido de nuper (poco ha, recientemente). Tampoco es argumento para probar que hubiese una edición de 1505, la última octava del traductor, con que termina la de 1506:


   Nel mille cinquecento cinque appunto
Despagnolo in idioman italiano
E stato questo opuscul trasunto
Dame Alphonso de Hordognez nato hispano,
Alstanzia di celoi cha in se rasunto
Ogni bel modo et ornamento humano
Gentil feltria fregosa honesta e degna
In cui vera virtu triumpha e regna.


Estos versos sólo dicen que Alfonso Ordóñez hizo la traducción en 1505, y seguramente en aquel mismo año comenzaría a imprimirse, aunque se acabara en los primeros   —187→   días del siguiente. La versión de Ordóñez, notable por su fidelidad, se ajusta, con leves diferencias, al texto de las ediciones de 1502, en veintiún actos, sin que por ningún motivo pueda afirmarse que el intérprete conociera la forma primitiva de la tragicomedia, ni mucho menos aprovechase sus variantes.

El haber aparecido esta traducción bajo los auspicios de una ilustre señora, que expresamente encargó de ella a un familiar del Papa,205 indica que la Celestina no había de encontrar obstáculos para su difusión en la Italia del Renacimiento, que mal podía escandalizarse de nada. Hasta once veces fue reproducida en aquel siglo por las prensas de Venecia y Milán.206 Su estudio hubiera podido ser muy útil a los dramaturgos del Cinquecento, pero los italianos de aquel siglo desdeñaban las literaturas vulgares y no reconocían más modelos que Terencio y Plauto, a los cuales sacrificaron su originalidad, que sólo conservan en los detalles de costumbres.207 Ni siquiera puede sostenerse   —188→   con probabilidad que el admirable rufián Centurio y las innumerables copias que hay de él en todas las imitaciones de la Celestina influyesen directamente en la creación del tipo grotesco del capitán fanfarrón y matamoros que invadió la escena italiana, si bien tengan algunas semejanzas, derivadas de su común origen, que ha de buscarse en los Pyrgopolinices y Trasones de la antigüedad. Además, ni Centurio, ni Galterio, ni Pandulfo, ni Brumandilón, ni Escalión son capitanes, ni sus bravezas, fieros y rebatos tienen que ver con la honrada profesión militar, sino con la torpe vida lupanaria. La verdadera pintura de las costumbres del campamento está en la Comedia Soldadesca, de Torres Naharro, que precisamente fue escrita y representada en Italia. El tipo italiano, que degeneró muy pronto en caricatura grotesca del soldado español, el más temido y más odiado en aquella península, se explica por sí mismo y por las circunstancias históricas en que nació. Generalmente habla en castellano, y lleva nombres archirretumbantes, como «el capitán Cardona Matamoros, Rajabroqueles, Sangre y Fuego». Era, en suma, un género equivalente a las Rodomontadas españolas, tan gratas a los franceses. Algunos de los que componían estas farsas habían leído la Celestina y plagian frases de Centurio. Así, por ejemplo, el cómico napolitano Fabricio de Fornaris, en su Angélica, representada en París el año, 1584,   —189→   hace hablar así al capitán Cocodrilo, ponderando las virtudes de su espada: «Quién puebla más los cimiterios d'esta tierra sino ella? Quién ha hecho ricos los cyrugianos del mundo? Quién da de continuo que hazer a los armeros? Quién destroza la mala y fina?» (sic, por malla fina), etc., etc.208

De la traducción italiana procede la muy famosa alemana de Máximo Wirsung, publicada en Ausburgo en 1520 y reimpresa con algunos cambios en 1533; ediciones rarísimas entrambas y cuyo precio se acrecienta por los artísticos grabados en madera de Hans Burgkmair, célebre colaborador de Alberto Durero.209 Es bajo todos aspectos un hermoso libro del Renacimiento, del cual España carecería, probablemente, si algún antiguo jesuita alemán no hubiese traído el ejemplar que se conserva en la Biblioteca de los Estudios de San Isidro.210Tenía Max Wirsung veintiún años cuando publicó su traducción, que dice hecha del «lombardo» (lumbardisch welsch), lo cual indica que trabajó sobre una de las dos ediciones de Milán. 1514 ó 1515, a no ser que considerase como parte de Lombardía a Venecia, donde declara haber pasado algunos años y adquirido el conocimiento de la lengua. En la dedicatoria a su primo Ernesto Mateo Langen de Wellenburg, que termina recomendándose a la benevolencia del Cardenal Arzobispo de Salzburgo, repite con otras palabras las prevenciones de Rojas sobre el fin moral del libro y sobre su carácter mixto de trágico y cómico: «Tragedia, como tú sabes, es un género que tiene alegre comienzo y término triste. Tal es el presente libro. También se le puede llamar comedia, porque nos muestra, entre burlas y veras,   —190→   unos amores de dos jóvenes que se valen de sus criados y doncellas; y describe, en especial, la perversa seducción de rufianes y alcahuetas, y otros diferentes lances y negocios de los hombres... Te envío esta tragedia, querido primo, como un presente muy adecuado a tu florida edad y a la mía, pues aquí podemos aprender lo que por experiencia no sabemos todavía, y librarnos del peligroso mar de las sirenas y desconfiar de las malas mañas de los falsos servidores y de las engañosas palabras de las viejas hechiceras, que quieren arrastrarnos a la relajación y hacernos perder la flor de la juventud, que nunca se recobra, y enajenarnos de la voluntad propia y convertirnos en siervos de la ajena.»211

La traducción está hecha con el mismo candor del prólogo, y con gran viveza y frescura, según declaran los críticos alemanes. No podía ser enteramente fiel no siendo directa, pero la versión italiana que le sirvió de norma es poco más que un calco. Wirsung procede con libertad de artista, y según el genio de la lengua en que escribe, añade o modifica algunos pasajes, pero ninguno es de verdadera importancia, más que las pocas palabras puestas como conclusión del acto XXI y de toda la obra. Sabido es que en el original se cierra con la lamentación de Pleberio y el in hac lachrimarum valle, que falta, por cierto, en las ediciones de 1499 y 1501. Wirsung da más animación dramática al final y hace intervenir en el diálogo a la madre de Melibea.212

A pesar de su excelencia literaria, esta traducción cayó muy pronto en olvido, puesto que sólo una vez fue reimpresa.213   —191→   Es enteramente inverosímil que Goethe la conociera. Si Marta hace pensar en Celestina, y las escenas de la seducción de Margarita evocan las del jardín de Melibea, es por una coincidencia remota y casual. El romanticismo alemán fue el que desenterré la obra de Wirsung, diciendo de ella, por boca de Clemente Brentano, en una de sus cartas a Tieck: «Es tan original, tan llena de vida, tan propia en el lenguaje, que jamás he visto cosa igual; hacer una traducción mejor es completamente imposible.»214

No debió de pensarlo así Eduardo de Bulow, quien en 1843 publicó una nueva Celestina traducida del original, que Wolf declara estar hecha con la mayor precisión y elegancia posibles, aunque el mismo traductor reconoce que, por acomodarse al gusto de su nación, tuvo que hacer una «seca atenuación germánica» de ciertos discursos y expresiones demasiado libres.

No puedo asegurar, por no haber tenido ocasión de verla nunca, si la primera y rarísima traducción francesa de 1527, reimpresa en 1529 y 1532, procede del original o de la italiana de Ordóñez, pero no cabe duda que a ésta se atiene el segundo traductor Jacques de Lavardin, Señor de Plessis Bourrot, en Turena, a quien su padre confió el encargo de ponerla en su lengua para «beneficio singular» de sus hermanos, por ser «un claro espejo y virtuosa doctrina que enseña a gobernarse bien en los casos de la   —192→   vida.»215

Como se ve, la ejemplaridad de la tragicomedia tenía muchos partidarios y las declaraciones de Rojas se tomaban al pie de la letra. Wirsung, Gaspar Barth y Salas Barbadillo, dicen en sustancia lo mismo, pero ninguno de ellos era padre de familia como el viejo caballero de Turena, lo cual da más peso a su testimonio, que hoy nos parece tan extraordinario.216

Esta versión, hecha en la sabrosa lengua del siglo XVI, tuvo tres ediciones, la primera de París en 1578 y las dos siguientes de Ruán en 1598 y 1599. La interpretación francesa que acompaña al texto castellano en la edición, también de Ruán, de 1633, está hecha directamente del castellano, pero vale poco. A todas las antiguas supera, y es sin duda una de las mejores traducciones de la Celestina, la que Germond de Lavigne publicó en 1841 y reimprimió   —193→   con algunas enmiendas en 1873.217El ensayo histórico que la precede contiene graves errores, lo mismo que las notas; pero tiene Germond de Lavigne el mérito de haber sido uno de los primeros que reconocieron la unidad de la obra y la atribuyeron totalmente a Fernando de Rojas. Sus conocimientos en historia literaria eran superficiales y confusos, pero entendió y tradujo bien ciertas obras, sobre todo la Celestina, que admiraba con franqueza.

No ha tenido la Celestina acción directa sobre la literatura de nuestros vecinos, pero se encuentra mencionada en varios autores del siglo XVI, el más antiguo Clemente Marot:


    Or ça, le livre de Flammete,
Formosum Pastor, «Celestine»,
Tout cela est bonne doctrine
Et n'y a rien de deffendu.218


Buenaventura Desperiers, en el cuento décimosexto de sus Nouvelles Récréations et Joyeux Devis, la cuenta entre las lecturas favoritas de los elegantes de París: Et avec cela il avoit leu Bocace et Celestina.219

Cuando se lee la famosa Macette, de Maturino Regnier, que Sainte-Beuve llamaba «nieta de Patelin y abuela de Tartuffe», nos sentimos inclinados a emparentarla con la madre Celestina. En el fondo, la sátira del poeta francés no es más que una imitación de la elegía de Ovidio sobre Dipsas, cuyos principales rasgos conserva y traduce libremente. Pero suprime uno, el de la magia, y añade otro, el de la hipocresía. Creo que éste ha sido tomado de las costumbres de su tiempo, sin ningún intermedio literario. Celestina conviene con Macette en lo que una y otra tienen de Dipsas y de Acanthis, pero Macette es muy poca persona al lado de Celestina. Macette es gazmoña y beata,   —194→   afecta una devociónfingida para encubrir sus malas artes. También Celestina tiene sus devociones, y de ellas se vale para sus añagazas; pero escarbando en el fondo de su alma se encuentra, no una ruin y apocada mojigatería o tartufismo, sino una cínica y monstruosa confusión de lo religioso y lo diabólico. La hipocresía de Macette es epidérmica; a la de Celestina ni aun el nombre de hipocresía le cuadra, porque se trata de algo mucho más tenebroso y espantable.

De todos modos, la sátira de Regnier prueba, aunque por otro camino, la influencia española en Francia:


    Elle lit Saint Bernard, la Guide des Pecheurs,
Les Meditations de la Mère Therese220


Fue la Celestina el primer libro español traducido al inglés, aunque en detestables condiciones. Se trata de una adaptación en pésimos versos, publicada por los años de 1530, y atribuida por algunos a Juan Rastell, del cual sólo consta que la hizo imprimir. Comprende únicamente los cuatro primeros actos y está hecha sobre la versión italiana de Ordóñez.221Consta también que en 5 de octubre de 1598, un cierto William Aspley solicitó y obtuvo privilegio para imprimir una obra titulada The Tragicke Comedye of Celestina, pero no queda de ella más noticia.222

Apareció, por fin, en 1631, The Spanish Bawd, de James Mabbe, «el mejor traductor que ha tenido la lengua inglesa, a excepción de Eduardo Fitz-Gerald», según el parecer de Fitzmaurice-Kelly. Mabbe, que no sólo tradujo la Celestina, sino El Pícaro Guzmán de Alfarache, algunas de las novelas de Cervantes y un tomo de sermones del padre Cristóbal Fonseca, era un conocedor eminente de nuestra lengua y un prosista clásico en la suya. Desde 1611 a 1613   —195→   había vivido en Madrid, como secretario del embajador Sir John Digby, después Conde de Brístol, y a su vuelta a Inglaterra prosiguió cultivando sus aficiones hispánicas, en que le estimulaba y acompañaba su amigo el profesor de Oxford, Leonardo Digges, excelente traductor de El Español Gerardo.

La versión de la Celestina se publicó anónima, pero la dedicatoria va firmada por Don Diego Puede-ser, juego de palabras con que Mabbe quiso disimular su nombre ligeramente alterado: James May-be. A diferencia de otros traductores, confiesa ingenuamente que la Celestina es un libro non sine scelere, pero que puede tener utilidad: non sine utilitate. «La heroína es mala, pero sus preceptos son hermosos; sus ejemplos son perversos, pero su doctrina es buena; su traje es roto y andrajoso, pero su mente está enriquecida con muchas sentencias de oro.»223 Y prosigue haciendo en estilo ligeramente eufuístico una gran ponderación de los méritos de la obra: «Aquí encontraréis sentencias dignas de ser escritas, no en frágil papel, sino en cedro o en perenne ciprés; no con pluma de ánsar, sino con la del Fénix; no con tinta, sino con bálsamo; no con letras negras, sino con caracteres de oro y azul; sentencias dignas de ser leídas no sólo por el lascivo Clodio o el afeminado Sardanápalo, sino por los más graves Catones o severos estoicos.» «No se me oculta (añade) que este libro tendrá algunos detractores, que como perros que ladran por costumbre, condenarán toda la obra, solamente porque alguna frase de ella es más obscena que lo que tolera el estilo culto y urbano; lo cual yo no he de negar, aunque esos pasajes están escritos para reprender el vicio, no para insinuarle. No veo razón para que se abstengan de leer una gran cantidad de cosas buenas porque tengan que entresacarlas de las malas. Que no se ha de desdeñar la perla, aunque se pesque en agua turbia, ni el oro, aunque se arranque de una mina infecta...»

Después de haber comparado a los tales detractores con el escarabajo de la fábula, dice que cuantos sabios han podido leer la Celestina en su lengua la han estimado como el oro entre los metales, como el carbunclo entre las piedras preciosas, como la palma entre los árboles, como el águila entre los pájaros y como el Sol entre las luminarias   —196→   inferiores; en suma, como lo más escogido y lo más excelente. Pero así como la luz del gran Planeta ofende a los ojos enfermos y conforta a los sanos, así la Celestina puede ser un veneno para los que tienen el corazón dañado y profano, pero para los ánimos castos y honestos es un preservativo contra tantos escándalos como ocurren en el mundo».224

Mabbe, que nunca fue puritano, defiende en este notable prólogo la legitimidad de las representaciones del mal, así en Pintura como en Poesía: «Non laudare rem sed artem: no se aplaude la materia de la imitación, sino la pericia y destreza del artista que ha representado tan al vivo el objeto que se proponía. De parecido modo, cuando leemos las viles acciones de rameras y rufianes y su bestial modo de vivir, no las aprobamos por buenas ni las aceptamos por honestas, pero admirarnos el juicio de los autores que han desarrollado su argumento de un modo tan propio y adecuado a los caracteres.»225

Recuerda el ejemplo de los lacedemonios, que emborrachaban a sus esclavos para hacer aborrecible la embriaguez, y aconseja al lector de la Celestina que imite «al generoso corcel que se solaza donde hay dulce y saludable pasto, y no al perro hambriento, que agarra y despedaza sin elección todo lo que encuentra en su camino».   —197→   En suma, recomienda la Celestina, pero no sin distinción a toda clase de personas.

Su traducción es clásica y magistral, a juicio de los críticos ingleses, y en nada adolece del conceptismo y culteranismo que campean en sus prólogos. El docto hispanista Fitzmaurice-Kelly, que ha hecho de ella una lindísima reimpresión,226 dice en su prólogo que «mucho del vigor, de la pasión y del fuego de Rojas, y mucho también de aquella gravitas et probitas que en él reconocía Barth, han pasado a la copia, y sí sus colores no son siempre los mismos del original, ostentan, sin embargo, no común brillantez y belleza.» «La fina sencillez, el ritmo y la música de esta versión, la amplitud y la urbanidad del estilo, llevan el sello de la edad heroica de la prosa inglesa. Ningún escritor de su tiempo le aventajó en la descripción directa, ninguno tuvo mejor oído para la cadencia de la frase.»

Solamente de la fidelidad podemos juzgar los españoles, y hay que reconocérsela en el conjunto, aunque no tanto como a Ordóñez y a Wirsung, precisamente porque Mabbe hizo una traducción más literaria. Su propio gusto y el de su tiempo le llevaba a la amplificación, y pareciéndole sobria la Celestina, aunque sólo en apariencia lo sea,227 la llenó de redundancias y pleonasmos. Pero sus adiciones son meramente verbales, y en cambio, no suprime nada o casi nada, cumpliendo lealmente sus obligaciones de traductor,   —198→   salvo en un punto muy curioso. Por escrúpulos protestantes evita todas las alusiones al culto católico, sustituyéndolas con disparatadas reminiscencias clásicas. Así en vez de «estaciones, procesiones de noche, misas del gallo, misas del alma y otras secretas devociones», habla intrépidamente de «los misterios de Vesta y de la Buena Diosa». En lugar de la iglesia de Santa María Magdalena cita la «arboleda de los mirtos»... Un abad se convierte en un flamen, las monjas en Vestales y todo lo demás a este tenor. Pero estos son ligeros e imperceptibles lunares de una obra maestra que honra por igual a las literaturas inglesa y española.

Shakespeare había muerto catorce años antes de publicarse esta versión, y ningún provecho hubiera podido sacar de la antigua en verso, que sólo comprende cuatro actos. Pero aun admitiendo, lo cual dista mucho de estar probado, que no supiese el castellano, pudo leer la Celestina, y es muy verosímil que la leyera, en la versión italiana, tan difundida, de Ordóñez, o en alguna de las francesas. De este modo tendrían fácil explicación las semejanzas con Romeo y Julieta, notadas desde antiguo por la crítica alemana y admitidas a lo menos como posibles por los hispanistas ingleses.228

Sólo por mera referencia bibliográfica nos es dado citar las cuatro ediciones en holandés o flamenco que salieron de las prensas de Amberes en 1550, 1574, 1580 y 1616, y pertenecen, al parecer, a dos distintas traducciones, cuyo origen no podemos fijar. Acaso haya otras en lenguas vulgares, que no han llegado a nuestra noticia.

Faltaba a la Celestina la consagración suprema que un libro del Renacimiento podía tener: el ser traducido a la lengua sabia, y comentado y puesto en manos de los doctos como un autor de la clásica antigüedad. Tal fue la empresa   —199→   que acometió y llevó a término el célebre humanista de Brandeburgo Gaspar Barth (Barthius), tan famoso por su ciencia como por sus extravagancias, aunque no fuese ni con mucho el prototipo del Licenciado Vidriera, como han supuesto ineptamente algunos cervantistas. Gaspar Barth, que había viajado por España después de 1618, era el más ferviente admirador de nuestra lengua y de nuestra literatura que puede darse. No sólo tradujo y publicó en latín la Celestina, la Diana Enamorada, de Gil Polo, y la refundición española que Fernán Xuárez había hecho de uno de los Coloquios del Aretino, sino que dejó inéditas otras novelas latinizadas, una de ellas la Diana de Montemayor y más de treinta volúmenes de fábulas milesias, tomadas de varios idiomas,229 entre las cuales sabemos que figuraban los Cuentos de la Reina de Navarra y las Noches de Invierno de Antonio de Eslava.230 Todo ello estaba traducido antes de 1624, en que salió de las prensas de Francfort el Pornoboscodidascalus Latinus, pedantesco título que dio Barth a su traducción de la Celestina, calificándola desde el frontispicio de Liber plane divinus.231 Son tantas y tan curiosas las especies que en los prolegómenos y en las animadversiones o notas de Gaspar Barth se consignan, y tan singular la versión en sí misma, que no puedo menos de detenerme algo en ella, aunque todavía   —200→   merecen más amplio estudio ésta y las demás traducciones latinas que en el siglo XVII hicieron de nuestras novelas y libros de pasatiempos algunos humanistas germánicos. Ellos fueron a su modo los primeros hispanizantes de su nación.

Precede al libro una larga Dissertatio, que contiene uno de los más interesantes juicios que se han escrito sobre la Celestina. Después de tratar en general de la utilidad de las fábulas dramáticas y novelescas, que considera más instructivas y verdaderas que la Historia misma, y de la razón que el mismo Barth tuvo para dedicarse al moderno hispanismo (ad Hispanismum hodiernum), buscando en él novedades que no podían ofrecer ya las obras de griegos y latinos, tan familiares a todos los eruditos, trata en particular del libro que quiso precediese a todos, porque la juventud puede encontrar en él los documentos más necesarios para la cautela y prudencia de la vida. «Son tantas (prosigue) y tan oportunas y capitales las sentencias sacadas del mismo fondo de las cosas, que quien las fije en su ánimo como reglas para dirigir la vida y asiduamente las practique, tendrá bastante con ellas solas para merecer no vulgar opinión de sabiduría entre todos los buenos jueces. Añádase la excelencia del estilo, que en su lengua original es tan elegante, pulido, exacto, numeroso, grave y venerable, que según confesión unánime de los españoles, pocos pueden encontrarse iguales en todo el campo de la literatura. Nada diré de aquel genio particular que tuvo este escritor para caracterizar las personas y hacerlas hablar adecuadamente, en lo cual es cierto que supera a todos los monumentos que nos han quedado de la antigüedad griega y latina. Sus sentencias, que hieren y penetran con admirable energía en los espíritus más vulgares, como   —201→   si para ellos solos fuesen escritas, son materia de meditación para los sabios de más profunda doctrina.»232

El humanista alemán reconoce finamente, aunque en los términos de la crítica de su tiempo, aquella especie de objetividad serena, que es uno de los encantos de la Celestina: «Su autor tiene conciencia de la verdadera filosofía, pero no afecta indignación alguna contra los vicios; conserva en todas las situaciones la tranquilidad de su alma, va al fondo de las cosas, y con cierta suavidad divina cumple entretanto su papel de castigador.»233

Gaspar Barth, a pesar de ser humanista de profesión y haber comentado a innumerables autores clásicos, estaba por los modernos contra los antiguos. El siglo en que había nacido le parecía mucho más fecundo en ingenios que todos los anteriores, y las lenguas modernas mucho más ricas en obras de amenidad. Pero entre todas descollaba a sus ojos la lengua española, cuya «gravedad y propiedad» se habían manifestado en numerosas ficciones, tan útiles como deleitables, que cada día salían a luz. Y si en otras lenguas, principalmente en la francesa, se encontraba este género de libros, eran trasunto en gran parte de las invenciones o ilustraciones de los españoles.234 Entre todas   —202→   estas invenciones el autor da la palma a la Celestina, sin hacer ninguna alusión al Quijote, lo cual es verdaderamente extraordinario, porque desde 1615 había podido leerle completo él, que andaba siempre a caza de novelas españolas.

Es muy curioso, aunque demasiado largo para transcribirse aquí, lo que Barth observa sobre cada uno de los personajes de la Celestina, «tan divinamente inventados (dice), que parece que el autor los conoció vivos y los llamó a su tribunal.» Analiza muy bien el coloquio de Celestina con Melibea, haciendo notar que eran superfluos los encantamientos, pues apenas ninguna doncella hubiera podido resistir a tales asaltos.235 Toda esta página es de una crítica enteramente moderna, a pesar de la exótica vestidura que a su autor plugo, darle. Barth había estudiado profundamente la Celestina, y este análisis psicológico de los caracteres lo prueba. Su entusiasmo era grande, pero se fundaba en razones técnicas que arguyen rara penetración para un crítico del siglo XVII.

Barth, como otros muchos, supone que la Celestina es un libro de utilidad moral, pero entiende esta utilidad de un modo asaz extravagante. No se trata de los puros preceptos de la ética, sino de cierta sabiduría práctica y mundana, llevada a tan alto punto, que quien posea a fondo este libro no podrá ser engañado por nadie, triunfará de todos sus adversarios, ganará amigos y los conservará; todo el mundo le será adicto por amor o por temor, y tendrá siempre próspera fortuna en sus negocios. En suma,   —203→   una verdadera ganga, lograda sin más trabajo que la frecuente lectura de un libro tan chico y tan ameno. Y todo esto no lo dice de oídas el grave humanista, sino que procura corroborarlo con el caso de un amigo suyo, muy astuto y sagaz, que labró su fortuna en el mundo aplicando, con oportunidad, a todos los lances de la vida, ya una ya otra de las sentencias de la tragicomedia que tenía recogidas y clasificadas en su memoria.236 Cuando se lee tan extraño pasaje, no puede menos de darse algún crédito a la antigua leyenda de la locura que temporalmente afligió a Gaspar Barth.

Pero su traducción hízola, sin duda, en un intervalo de plena lucidez, y no de la manera extemporánea e improvisada que él da a entender, queriendo imitar aun en esto al autor primitivo. Dos semanas de trabajo dice que le costó: afirmación poco menos increíble que la de Rojas.237 Gaspar Barth tenía una asombrosa facilidad de trabajo, y sus particulares aficiones le habían familiarizado con la lengua de los poetas cómicos Terencio y Plauto y de los novelistas Petronio y Apuleyo, lo cual le proporcionó grandes   —204→   recursos para interpretar la Celestina con el sabor clásico que en su original tiene, restituyendo de este modo a la lengua madre lo que remotamente procedía de ella. Pero aunque la obra de Rojas tenga mucho de comedia humanística, tiene todavía más de indígena y castizo, lo cual dificulta su versión, sobre todo en una lengua muerta. El latinista alemán, que tenía plena conciencia de sus deberes de traductor, hizo cuanto humanamente era dable para vencer esta dificultad, ciñéndose al texto lo más cerca posible, sin permitirse apenas amplificación alguna, pues no llegan a diez, según su cálculo, los lugares en que añadió algo studio delectationis o por amor a la claridad de la locución, que quiso que fuese tanto o más perspicua que en el original. La mayor dificultad consistía en los proverbios, y ésta la sorteó como pudo, dejándolos sin traducir unas veces y dando otras el sentido, aunque no en forma paremiológica. Trasladarlos palabra por palabra hubiera sido absurdo, pero no era tan difícil encontrar equivalentes de muchos de ellos, aun sin salir de los Adagios de Erasmo, ya que no existía entonces la socorrida colección hispánica del doctor Caro y Cejudo.238

No esquivó la traducción de los versos, honrándose con ser el primero que había adaptado a los metros antiguos la poética de nuestra lengua. Véase alguna muestra de estos peregrinos ensayos, en que predomina la estrofa sáfica. Canta Lucrecia en la escena del jardín:


   Laetus est fontis lepor, unda vivens:
Grata torrenti site macerato:
Gratior vultus tamen est Callisti,
       Mi Melibaeae.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
      Gaudio exultant tenerae capellae,
Matris advisae gravidas papillas,
Sponsi in adventum Melibaea toto
       Pectore laeta est.
Nemo tam charae fuit umquam amicae
Gratus adventor; neque visitata est
Ulla nox umquam simile lepore
       Inter amantes.239


  —205→  

El contraste del metro horaciano con el ritmo corto y gracioso de los versos originales no puede menos de parecer violento, tanto en esta canción como en la de Melibea, excepto en los eptasílabos finales, que remedan bastante bien el rápido giro de la copla de pie quebrado:


    Iam noctis it meridies,
Differt adesse Adonneus!
An ille vinctus alterâ
Amasiam hanc fastidiet?


Aunque Barth no pasaba de mediocre poeta, tenía tal flujo de versificar, que después de haber traducido en prosa el razonamiento de Melibea antes de suicidarse, volvió a ponerle en versos exámetros, que se leen por apéndice en su libro.240

Su prosa es abundante y ecléctica, no muy limada, pero exenta de las fastidiosas afectaciones ciceronianas del siglo anterior, no menos que de aquel refinado culteranismo que en el siglo XVII tuvo por principal representante a Juan Barclay, célebre autor de las dos novelas Argenis y Euphormio. La gravedad y probidad del estilo de la Celestina, que Barth tanto encomia, le ha salvado de los dulces vicios y vana frondosidad del humanismo decadente, a los cuales no deja de propender en otras obras.

En cuanto a fidelidad tiene pocas tachas. Raras veces equivoca el sentido, y sólo en dos o tres casos se permite expurgar levemente un texto que miraba con veneración supersticiosa. Estas supresiones no recaen, ni en lo que se dice de las gentes de iglesia, puesto que Barth era protestante; ni en las blasfemias amatorias de Calisto, que la Inquisición mandó tachar en el Pornoboscodidascalus, lo mismo que en el original; ni mucho menos en las escenas de amores, sino en la enumeración de algunas de las drogas, ungüentos y confecciones de que se valía Celestina para sus dañadas artes, y que al traductor no le parecían materia propia para ser divulgada, aun siendo vanas en sí mismas.

Como ligera muestra del brío y la elegante soltura con que en general está hecha esta versión, copio en nota un breve pasaje del acto XIX (segunda escena del jardín),   —206→   que el lector puede cotejar fácilmente con el texto castellano citado pocas páginas más atrás.241

Acompañan al Pornoboscodidascalus, con el título de Animadversiones traslatitiae, cerca de doscientas páginas de notas, que son hasta la hora presente el único comentario de la Celestina, ya que no puede calificarse de tal un centón inédito de reflexiones morales, escrito en España hacia mediados del siglo XVI y que no conceptuamos digno de salir del olvido en que yace, puesto que ninguna luz proporciona para la inteligencia de la tragicomedia, a lo menos en la parte hasta donde ha alcanzado nuestra paciencia.242 Cosa muy distinta son las notas de Barth, doctas y prolijas al modo de las que solían ponerse a los clásicos de la antigüedad. No puede negarse que hay en   —207→   ellas mucha erudición impertinente y falta a veces la necesaria. Basta que en el prólogo de Rojas se nombre a Heráclito para que el traductor se crea obligado a darnos un extenso artículo sobre la vida y opiniones de dicho filósofo. Sobre el basilisco, sobre la víbora, sobre el pez equino y el ave Ruch o Roc nos regala sendas disertaciones, llenas de citas y testimonios que prueban su enorme e indigesta lectura. Pero de este fárrago pueden entresacarse curiosos rasgos críticos que completan el juicio expresado en el preámbulo; observaciones sobre algunos lugares difíciles del texto y sobre su propia traducción; curiosas noticias literarias, incluso algunos versos castellanos de autor desconocido. En cambio, confiesa su ignorancia en cosas tan sabidas como la historia de Macías, y muy rara vez indica la fuente de alguna sentencia o expresión. De todos modos, no perderá el tiempo quien repase con algún cuidado estas notas, olvidadas en un libro rarísimo. ¡Tiene tan pocos aficionados la latinidad moderna!

Tal fue el triunfal camino que por Europa recorrió la Celestina, dejando en todas partes alguna huella de su paso. Pero su influencia más directa y profunda se ejerció, desde el momento de su aparición, en nuestras letras nacionales. Ora se la califique de novela, ora de drama, ora se diga con Wolf, y es acaso el parecer más cierto, que la cuestión de nombre es ociosa, puesto que la obra de Rojas nació en un tiempo en que los géneros literarios apenas comenzaban a deslindarse y la dramática moderna no existía más que en germen,243 es tan rica la materia estética de la Celestina, tan amplia su objetividad, tan humano su argumento, tan viva y minuciosa la pintura de costumbres, tan espléndida la lengua y tan vigoroso el diálogo, que no pudo menos de acelerar el desarrollo de las dos grandes formas representativas de la vida nacional, y aun puede decirse que en el teatro obró antes y con más eficacia que en la novela.244

Cuando apareció la inmortal tragicomedia, apenas comenzaba   —208→   a secularizarse nuestra poesía dramática en algunas sencillas églogas de Juan del Enzina, impresas en su Cancionero de 1496 y que apenas pasan de diálogos sin acción. Pero esta su primera manera aparece profundamente modificada en las piezas que compuso durante su larga residencia en Roma, no precisamente por la influencia de modelos italianos, que hasta ahora no podemos afirmar ni negar, sino por el estudio asiduo de dos libros castellanos en prosa: la Cárcel de Amor y la Celestina. De uno y otro se asimiló algunos elementos y los incorporó bien o mal en su naciente dramaturgia. La pasión de Melibea le sirvió de modelo para las ardientes imprecaciones que pone en labios de la celosa y desesperada Plácida. Tanto la Égloga que lleva su nombre unido con el de Vitoriano,   —209→   como la de Fileno y Zambardo, terminan con un suicidio que tiene visos de apoteosis gentílica en la primera y de canonización cristiana en la segunda: tal era entonces la licencia y relajación de las ideas.245 Pero en general, el vate salmantino no acertó a remedar sino la parte ínfima de la tragicomedia, las escenas lupanarias de bajo cómico, que por su grosería misma habían de ser las que tentasen más a los lectores vulgares y a los imitadores de corto vuelo. Los chistes más que deshonestos de Eritea y Fulgencia en la ya citada Égloga de Plácida y Vitoriano246 bastan para caracterizar esta triste manera de imitación, que alcanza monstruoso desarrollo en el curso del siglo XVI. Prescindiendo de este falso rumbo que llenó de torpezas nuestra literatura, lo que Enzina hubiera debido aprender principalmente de Rojas era el artificio de una fábula más complicada, el estudio de los caracteres, la viveza y nervio de la expresión. Pero en todo esto adelantó muy poco el patriarca de nuestro drama, porque sus fuerzas no eran para tanto, aun asistidas por tal modelo.

Mucho más lo hubieran sido las del gran poeta portugués, que es la mayor figura de nuestro primitivo teatro. También Gil Vicente debe a la Celestina escenas de las más picantes, y sobre todo, el tipo de la alcahueta Brígida Vaz, que tan desvergonzadamente pregona sus baratijas en la Barca do Inferno, pieza que (dicho sea entre paréntesis) fue representada en la cámara regia «para consolación de la muy católica y saneta reina Doña María, estando enferma del mal de que falleció».247 Sin llegar a la imitación directa, como en este caso, hay en el teatro de Gil Vicente, sobre todo en las farsas, muchos elementos celestinescos, y aun verdaderas celestinas; verbigracia,   —210→   Branca Gil en O Velho da Horta,248 la bruja Ginebra Pereira en el Auto das Fadas,249 la Ana Dias en O Juiz da Beira.250 Pero la genialidad lírica del autor le lleva a la creación de un arte diverso, en que la observación realista no es lo esencial, sino lo secundario. En la riqueza del lenguaje popular, en la curiosidad con que recoge lo que hoy llamaríamos material folklórico, y especialmente las creencias supersticiosas, los ensalmos y conjuros, las prácticas misteriosas y vitandas, el autor de la Comedia Rubena y del Auto das Fadas es un continuador de la Celestina, pero en todo ello se mezcla un elemento poético fantástico que nos recuerda a veces la comedia aristofánica.

Inferior a Gil Vicente como poeta, pero superior en la técnica dramática, el extremeño Bartolomé de Torres Naharro fue el primero que llevó al teatro la parte sentimental y amorosa de la Celestina. Don Alberto Lista, cuyos trabajos sobre el antiguo teatro español, aunque pobres de erudición no son tan anticuados e inútiles como creen algunos, advirtió, a mi juicio con razón,251 que Naharro había tenido muy presente la Celestina, con la cual coincide, tanto en la pasión de la enamorada Febea como en las astucias de que se valen los criados de Himeneo para ocultar su cobardía, cuando acompañan a su señor a la   —211→   calle de su dama. Basta, en efecto, cotejar estos pasajes para advertir la semejanza. Y limitándonos a las quejas que pronuncia Febea en la quinta jornada, cuando su hermano la persigue con la espada desnuda y va a ejecutar en ella la venganza de su honor, que supone mancillado, no hay sino leer las dolorosas razones que profiere Melibea antes de arrojarse de la torre, para ver que Torres Naharro, como todos nuestros dramáticos del siglo XVI sin excepción, bebió en aquella fuente de verdad humana, y se aprovechó de sus aguas, más saludables que turbias. Dice Febea:


Hablemos cómo mi suerte
Me ha traido en este punto
Do yo y mi bien todo junto
Moriremos d'una muerte.
Mas primero
Quiero contar cómo muero.
Yo muero por un amor
Que por su mucho querer
Fué mi querido y amado,
Gentil y noble señor,
Tal que por su merescer
Es mi mal bien empleado.
No me queda otro pesar
De la triste vida mia,
Sino que cuando podía,
Nunca fui para gozar.
Ni gocé
Lo que tanto deseé;
Muero con este deseo
Y el corazon me revienta
Con el dolor amoroso;
Mas si creyera a Himeneo,
No moriera descontenta
Ni le dejara quejoso...
¡Guay de mí,
Que muero ansi como ansi!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
No me quejo de que muero,
Mas de la muerte traidora;
Que si viniera primero
Que conosciera a Himeneo,
Viniera mucho en buen hora.
Mas viniendo d'sta suerte,
Ya sin razon a mi ver,
¿Cuál será el hombre o mujer
Que no le doldrá mi muerte?...
Yo nunca hice traicion:
Si maté, yo no sé a quién;
Si robé, no lo he sabido;
Mi querer fué con razón;
Y si quise, hice bien
En querer a mi marido.
Cuanto más que las doncellas,
Mientras que tiempo tuvieren,
Harán mal si no murieren
Por los que mueren por ellas...
Pues, muerte, ven cuando quiera,
Que yo te quiero atender
Con rostro alegre y jocundo;
Qu'el morir de esta manera
A mí me debe plazer
Y pesar a todo el mundo...252


No pondré estos apasionados versos al lado de la prosa de Melibea. Diversa es la situación de ambas heroínas: culpable la una y arrastrada por la fatalidad de su ciega pasión al suicidio; víctima inocente la otra del furor de su hermano, pero tan enamorada, que con menos vigilancia, y a no intervenir tan oportunamente el sacro vínculo, hubiera podido decir, como su antecesora: «Su muerte convida a la mía; convídame, y esfuerza que sea presto   —212→   sin dilación... Y así contentarte he en la muerte, pues no tuve tiempo en la vida.»

Nadie puede negar la evidente semejanza entre los principales pasos de la Comedia Himenea y los de la comedia de amor e intrigas del siglo XVII, que adquirió bajo la pluma de Calderón su última y más convencional forma. Un caballero que ronda la casa de su amada con acompañamiento de criados e instrumentos; una noble doncella, ingenuamente apasionada, no menos que briosa y decidida, que a pocos lances franquea con honesto fin la puerta de su casa; un hermano, celoso guardador de la honra de su casa, algo colérico y repentino, pero que acaba por perdonar a los novios; dos criados habladores y cobardes; músicas y escondites, pendencias nocturnas y diálogos por la ventana. Pero todo esto, o casi todo, si bien se repara, estaba en la Celestina, salvo el tipo del hermano, que parece creación de Torres Naharro. Pármeno y Eliso son Calisto y Sempronio, la criada Doresta es Lucrecia, todos un poco adecentados. Porque es muy singular que autor tan liviano y despreocupado como suele ser en su estilo el autor de la Propalladia, se haya creído obligado a tanta circunspección en esta obra excepcional, y haya tenido la habilidad de transportar al teatro la parte de la Celestina que en su género podemos llamar ideal y romántica, prescindiendo de la picaresca y lupanaria. De este modo consiguió borrar las huellas de origen, y ha podido pasar por inventor de un género de que no fue realmente más que continuador feliz, con gran inteligencia de las condiciones del teatro y del arte del diálogo, que llega a la perfección en varios pasajes de esta comedia.

En mi monografía sobre aquel poeta, de la cual he transcrito las reflexiones anteriores, hago constar que durante la primera mitad del siglo XVI coexistieron dos escuelas dramáticas. Una, la más comúnmente seguida, la más fecunda, aunque no por cierto la más original e interesante, se deriva de Juan del Enzina, considerado no sólo como dramaturgo religioso, sino también como dramaturgo profano, y está representada por los autores de églogas, farsas, representaciones y autos, que debieron de ser muy numerosos, a juzgar por las reliquias que todavía nos quedan y por las noticias que cada día se van allegando. La otra dirección dramática, que produjo menos número de obras, pero todas muy dignas de consideración, porque se aproximan más a la forma definitiva que entre nosotros   —213→   logró el drama profano, nace del estudio combinado de la Celestina y de las comedias de Torres Naharro, sin que por eso se niegue el influjo secundario del teatro latino, ya en su original, ya en las traducciones que comenzaban a hacer los humanistas, y el de las comedias italianas, cada vez más conocidas en España, particularmente las del Ariosto, que llegaron a ser representadas en su propia lengua con ocasión de fiestas regias.

Si el título no nos engaña, la más antigua imitación dramática de la Celestina fue la Comedia llamada Clariana, nuevamente compuesta, en que se refieren por heroico estilo los amores de un cavallero moço llamado Clareo con una dama noble de Valencia, dicha Clariana. El autor anónimo, que era «un vecino de Toledo», dedicó al duque, en Gandía su obra, impresa en Valencia por Juan Jofre, en 1522. Los traductores de Ticknor, que la mencionan, nada dicen de su actual paradero, ni dan más noticia de ella sino que está escrita en prosa, mezclada de versos. Juan Pastor, natural de la villa de Morata, declara al fin de su Farsa o Tragedia de la castidad de Lucrecia, haber compuesto otras dos llamadas Grimaltina y Clariana, pero no nos atrevemos a afirmar que la última sea esta misma.

De Naharro y la Celestina combinados proceden las dos desaliñadas comedias del aragonés Jaime de Huete, Tesorina y Vidriana, impresas hacia 1525.253 La división en cinco jornadas y la versificación en coplas de pie quebrado las entroncan con la Propalladia, de la cual imita Huete otras cosas, entre ellas el tipo grotesco de Fr. Vejecio, que dio motivo, sin duda, a la prohibición de la Tesorina en el Índice de 1559. La intriga de amor, en ambas farsas, especialmente en la Vidriana, es celestinesca, pero sin intervención de ninguna Celestina: todo pasa por manos de criados, y las dos terminan en boda. Vidriano y Tesorino, Leridana y Lucina son pálidas copias de Calisto y Melibea;   —214→   los criados Pinedo, Secreto y Carmento cumplen el mismo oficio que los mozos de Calisto; la doncella Lucrecia está repetida en la Oripesta de la Vidriana; Citeria en la Tesorina tiene algún rasgo de Areusa; los padres de Melibea resucitan en Lepidano y Modesta, padres de Leridana, y tienen las mismas pláticas sobre su casamiento. Todo ello calco servil y sin ingenio de ninguna clase. El lenguaje es tosco y abunda en curiosos provincialismos. Al mismo género pertenece la Comedia Radiana, de Agustín Ortiz,254 otra pequeña Celestina sin Celestina y con casamiento en el jardín. Nada puedo decir de la Comedia Rosabella, de Martín de Santander, impresa en 1550, porque no he llegado a verla, pero su portada indica que tenía un argumento muy análogo.255

Del mismo año (si es que no hay edición anterior, como puede sospecharse) es la Comedia Tidea, compuesta por Francisco de las Natas: beneficiado en la yglesia perrochial (sic) de la villa Cuevas rubias, y en la yglesia de Santa Cruz de Rebilla cabriada. En la qual se introduzo un gentil hombre cavallero llamado don Tideo y dos criados suyos, el vno Prudente, y el otro Fileno, y una vieja alcahueta llamada Beroe, y una doncella noble llamada Faustina, con vna su criada Justina. Dos pastores, el vno llamado Damon, el otro Menalcas. Vn alguazil con sus criados. El padre y madre de la donzella, el padre Riffeo, la madre Trecia. Tratanse los amores de don Tideo con la donzella, y cómo la alcançó por interposicion de aquella vieja alcagueta; y en fin por bien de paz fueron en uno   —215→   casados. Es obra muy graciosa y apacible, 1550.256 Salvo la inoportuna aparición de los pastores, que pertenecen al repertorio de Juan del Enzina, el beneficiado de Covarrubias no hizo más que poner en malas coplas el argumento de la Celestina, a la cual dio placentero desenlace, según era costumbre en estas farsas representables, que rara vez son trágicas. En la versificación y número de jornadas sigue a Naharro.

No en cinco, sino en tres jornadas (novedad que a fines del siglo XVI se atribuyeron Virués y Cervantes), está compuesto el Auto llamado de Clarindo, sacado de las obras del Captivo (?) por Antonio Diez, librero sordo, y en partes añadido y emendado; es obra muy sentida y graciosa para se representar, pieza rarísima, que por meros indicios se supone impresa en Toledo hacia 1535.257Clarindo y Clarisa son una nueva repetición de Calisto y Melibea, pero esta intriga de amor está cruzada por otra entre Felecín y Florinda. Los padres de las dos doncellas las encierran en un monasterio de que era abadesa una tía suya, pero logran fugarse de él gracias a la diabólica intervención de una bruja que hechizándolas a entrambas las hace cautivas de la voluntad de sus enamorados.

Más interesante, como pintura de costumbres, es la Farsa llamada Salamantina, compuesta por Bartolomé Palau, estudiante de Burbáguena (1552), de la cual debemos una excelente reimpresión al señor Morel-Fatio.258 Este largo entremés es «obra que passa entre los estudiantes en Salamanca», como se anuncia desde el frontis; y el introyto tampoco nos deja duda de que fue representada por estudiantes y ante un auditorio universitario. El escolar perdido y buscón, que es héroe de la pieza, atestigua la popularidad de la Celestina, único libro que afirma poseer, juntamente con un tratadista de derecho:

  —216→  

    Libros? pues vos lo veed:
Una Celestina vieja
y un Phelipo de ayer (¿de alquiler?)


Las escenas bajamente cómicas del bachiller Palau están tomadas de la realidad misma, con franco y brutal naturalismo, sin ningún género de selección artística. Sería injusto considerarlas como imitación de la obra de Rojas, pero todavía son prole suya, aunque bastarda y degenerada.

La influencia del gran modelo no se manifiesta sólo en estos adocenados y torpes ensayos, sino en obras de más elevado fin, de intención moral y de asunto que a primitiva vista nada tiene de celestinesco.259 Tal es el de la excelente Comedia Pródiga del extremeño Luis de Miranda, impresa en Sevilla en 1554.260 Esta obra es una dramatización, a la verdad bastante profana, de la parábola evangélica del Hijo Pródigo (San Lucas, cap. XV, v. 11-32) pero la portada misma es un plagio intencionado de la Celestina, sin duda para atraer lectores a la obra nueva:

«Comedia Pródiga... compuesta y moralizada por Luis de Miranda, placentino, en la cual se contiene (demas de su agradable y dulce estilo) muchas sentencias y avisos muy necesarios para mancebos que van por el mundo, mostrando los engaños y burlas que están encubiertos en fingidos amigos, malas mujeres y traidores sirvientes.»

Don Leandro Fernández de Moratín, que en sus Orígenes fue el primero en llamar la atención sobre esta rara pieza, hace de ella extraordinario encarecimiento, mucho más digno de notarse dada la habitual acrimonia de sus   —217→   juicios: «Está muy bien desempeñado el fin moral de esta fábula, que es, sin duda, una de las mejores del antiguo teatro español: bien pintados los caracteres, bien escritas algunas de sus escenas, las situaciones se suceden unas a otras, aunque no con particular artificio dramático, siempre con verosimilitud y rapidez.»

Lástima que a todos estos méritos y al grandísimo de la verdad humana en los diálogos y en las situaciones no pueda añadirse el de la cabal originalidad, puesto que la comedia de Luis de Miranda es sobre todo una imitación libre y muy bien hecha de la Comedia d'il figliuol prodigo del florentino Juan María Cecchi, transportada de las costumbres italianas a las españolas, y hábilmente combinada con los datos de la Celestina. A estas dos fuentes hay que referir las andanzas del Pródigo, que sigue como soldado aventurero al capitán que pasa por su pueblo levantando bandera, y corre por ferias y mesones malbaratando su dinero entre rufianes y mozas del partido. Olivenza, el baladrón cobarde, las dos rameras Alfenisa y Grimana, la criada Florina y sobre todo la vieja alcahueta Briana, son tipos que no desmienten su origen.

Cambió el gusto en la segunda mitad del siglo XVI: triunfó la comedia italiana, nacionalizada por Lope de Rueda, Timoneda, Sepúlveda y Alonso de la Vega; triunfó la prosa en el teatro, y con ella la imitación formal de la Celestina, que hasta entonces sólo por su materia y argumento, personajes y situaciones, había influido en las obras representables.

Lope de Rueda, en quien esta imitación tomó propio y adecuado carácter, no era, a pesar de su humilde condición y errante vida, un poeta primitivo, como el vulgo imagina, ni era posible que lo fuese después de una elaboración dramática tan larga. Hábil imitador de los italianos, a quienes saqueó sin escrúpulo para los argumentos y trazas de sus comedias y coloquios,261fue maestro de la lengua y del diálogo cómico, no por ruda espontaneidad, sino por arte refinado. La fábula en sus obras es lo de menos, ni tiene una sola que pueda llamarse propia. Pero triunfa en la representación de costumbres populares y en el manejo siempre hábil de ciertas figuras escénicas, que repite con fruición, ya en sus pasos o entremeses, ya episódicamente   —218→   en sus obras de más empeño. Entre estos tipos hay uno conocidamente tomado de la Celestina y de sus imitaciones, el rufián Centurio, que es el lacayo Vallejo de la comedia Eufemia, el Gargullo de la comedia Medora, el Madrigalejo y el Sigüenza de dos de los pasos del Registro de Representantes. Era uno de los papeles en que como actor sobresalía Lope de Rueda, según atestigua Cervantes en el prólogo de sus comedias: «Aderezábanlas y dilatábanlas con dos o tres entremeses, ya de negro, ya de rufián, ya de bobo y ya de vizcaíno; que todas estas cuatro figuras y otras muchas hacía el tal Lope con la mayor excelencia y propiedad que pudiera imaginarse... Sucedió a Lope de Rueda, Navarro, natural de Toledo, el cual fue famoso en hacer la figura de un rufián cobarde

Pero no es esta imitación parcial y directa lo que hace de Lope de Rueda un discípulo del autor de la Celestina. Lo es también por su sentido realista de la comedia, que se abre paso a través de los argumentos más inverosímiles y extravagantes, por sus dotes de observador de costumbres, aunque aplicadas en pequeña escala y sin aquel aspecto de grandeza que a la obra de Rojas caracteriza. Lo es por la viva y natural expresión de los afectos, cuando obedece a su buen instinto y no se pierde en enfáticos discursos y afectaciones de falsa poesía pastoril, como en los Coloquios. Lo es sobre todo por el jugo sabrosísimo de su prosa, que es un venero de sales castizas inimitables. La lengua de Lope de Rueda, a quien tanto admiraba Cervantes, no es más que la lengua de la Celestina descargada de su exuberante y viciosa frondosidad y transportada a las tablas por un hombre de verdadero talento dramático, que la hizo más rápida, animada y ligera, no sin que perdiese algo, quizá mucho, de su fuerza poética y honda energía.

¿Fue Lope de Rueda el primero que escribió en prosa comedias representables y representadas? Hay algún motivo para dudarlo y aun para negarlo. Juan de Timoneda, en el prólogo de las tres comedias que hizo imprimir en 1559, se atribuye categóricamente la innovación. «Quán aplazible sea el estilo comico para leer puesto en prosa, y quán propio para pintar los vicios y las virtudes... bien lo supo el que compuso los amores d' Calisto y Melibea y el otro que hizo la Tebaida. Pero faltauales a estas obras para ser consumadas poderse representar como las que hizo Baltasar d'Torres y otros en metro. Considerando yo esto quise hazer Comedias en prosa, de tal manera que   —219→   fuessen breues y representables; y hechas, como paresciessen muy bien assi a los representantes como a los auditores, rogaronme muy encarecidamente que las imprimiesse, porque todos gozassen de obras tan sentenciosas, dulces y regocijadas.»262

Sólo la extraordinaria rareza del libro de las Tres Comedias ha podido hacer que no se fijase la atención en este pasaje, que, si Timoneda dice verdad, como creemos, algo cambia de la relación que generalmente se establece entre el librero de Valencia y el batihoja de Sevilla, considerando al primero como simple discípulo y editor del segundo. Pero con ser excelente la prosa en las comedias de Timoneda, y mucho más racional y bien urdida la fábula, nunca fueron tan populares como las de su amigo, sin duda porque hay en ellas menos sabor indígena. Dos son imitaciones de Plauto y otra del Ariosto, y siguen la corriente del teatro italiano más bien que la de la Celestina y la Tebaida, aunque él mismo las cita y confiesa su influjo.

Pero aquella escuela dramática tuvo muy corta vida. La comedia en verso volvió a imponerse y fue en adelante la única forma del drama nacional. Virués, Juan de la Cueva, Rey de Artieda y otros ingenios de menos cuenta hicieron triunfar en el último tercio de aquel siglo una especie de tragicomedia lírica, medio clásica, medio romántica, en la cual se incorporaron elementos históricos y tradicionales, cuya vitalidad fue tanta que, unida al genio de un inmenso poeta, hizo surgir del caos fecundo de la antigua dramaturgia la forma definitiva de la comedia española. Pero aun en las obras novelescas y extravagantes del período de transición, se nota de vez en cuando la influencia siempre provechosa de la Celestina, contrastando con las aberraciones de los nuevos autores. Sirva de ejemplo la Comedia de El Infamador, una de las más interesantes de Juan de la Cueva, hasta por la supuesta semejanza que algunos han querido encontrar entre su protagonista Leucino y don Juan Tenorio. En esta pieza monstruosa, conjunto de escenas mitológicas y de lances familiares, el tipo de la alcahueta Teodora, que es el único medianamente trazado,   —220→   pertenece al género celestinesco, y la relación que hace del mal recibimiento que tuvo en casa de la doncella Eliodora está calcada punto por punto en el acto IV de la tragicomedia. Pero en Juan de la Cueva la heroína es de una virtud inexpugnable. Teodora, como todas sus congéneres en materia de tercerías, practica la magia y evoca a los espíritus del Erebo en elegantes versos clásicos imitados de Virgilio e indirectamente de Teócrito.263

  —221→  

Lope de Vega tributó a la Celestina el más alto homenaje, imitándola con magistral pericia en aquella «acción en prosa», que era una de sus obras predilectas (por ventura de mí la más querida). Su fecha (1632) saca de nuestro cuadro actual esta confesión autobiográfica de juveniles extravíos, hoy descifrada por la crítica sagaz e ingeniosa de un malogrado erudito, que vino a confirmar en parte las adivinaciones de Fauriel.264 Hay mucho de personal en la Dorotea, y por eso interesa profundamente y se aparta del trillado camino de las Celestinas, pero intencionalmente las recuerda, sobre todo a la de Rojas, no sólo por el cuño de su admirable prosa, sino por la creación del tipo de «Gerarda», único que puede medirse sin gran desventaja con la primitiva Celestina, aunque la intriga de amor en que interviene tenga distinto proceso. Los rencores personales del poeta, vivos todavía a pesar de los años, se combinaron aquí con la imitación literaria y dieron a la figura una pujanza y un relieve que no habían logrado ni Feliciano de Silva, ni Sancho Muñón, ni el autor de la Selvagia, ni otro alguno de los imitadores que examinaremos en el capítulo siguiente.

Lope adopta todos los procedimientos de la Celestina, incluso la afluencia de sentencias y proverbios, los largos y a veces impertinentes discursos, la afectación de citas pedantescas, que llega al colmo; pero su Gerarda no es ya el tipo convencional de la alcahueta que mecánicamente repiten los otros. Es Celestina, que vuelve al mundo con su antigua y persuasiva elocuencia y su caudal de tercerías y malas artes: es una genial resurrección, bien distinta de aquella otra que toscamente inventó el autor de la historia   —222→   de Felides y Polandria. Los demás personajes de la pieza no están sacados de la tragicomedia antigua: son el mismo Lope, sus amigos, sus rivales, sus dos enamoradas Dorotea y Marfisa (preciosos retratos entrambas); todo un mundo de pasión loca, de mundana alegría y de acerbo, aunque mal aprovechado, desengaño.

No se escribió la Dorotea para ser representada, ni en su integridad podía serlo, aunque no ha faltado algún curioso ensayo para llevarla a las tablas, muy en compendio.265Pero es poema intensamente dramático, que en la historia del teatro, más bien que en la de la novela, debe ser considerado. No es la única muestra tampoco del profundo estudio que Lope había hecho de la obra del más grande de sus precursores. Muchas son las comedias de su inmenso repertorio que presentan caracteres, situaciones y diálogos celestinescos. Basta recordar El Anzuelo de Fenisa (aunque el argumento esté tomado de un cuento de Boccaccio), El Arenal de Sevilla, El Rufián Castrucho, cuadro naturalista de los más entonados y vigorosos; El Caballero de Olmedo, que su autor llamó tragicomedia, y es, con efecto, deliciosa comedia de costumbres del siglo XV en los dos primeros actos, admirable tragedia llena de terror y sublime prestigio, en el tercero. Hay en esta pieza, una de las mejores del teatro de Lope, muchas imitaciones felices y deliberadas de la Celestina, y lo es, sobre todo, en sus obras y palabras, la hechicera Fabia, gran maestra en tercerías.266

  —223→  

El arte de Lope y de Tirso267 se complace todavía en la imitación de la Celestina, aunque beba en otras innumerables fuentes que no le hacen perder su sabor realista. Pero conforme avanza el siglo XVII y surge otra generación de dramaturgos, menos populares que cortesanos, los fulgores de aquel astro van apagándose, y la estrella de Calderón, «el más grande de los poetas amanerados», se levanta triunfante sobre el horizonte. Consta, sin embargo, que aquel preclaro ingenio habla compuesto una comedia con el título de la Celestina, que se ha perdido como algunas otras.268 ¿Quién sabe si algún vestigio de ella habrá quedado en la ingeniosa y amena pieza de un discípulo suyo, el doctor Agustín de Salazar y Torres, terminada y sacada a luz por otro discípulo, biógrafo y editor de Calderón, don Juan de Vera Tassis, con el rótulo de El encanto es la hermosura y el hechizo sin hechizo, pero mucho más   —224→   conocida por La segunda Celestina?269 Hay, prescindiendo de esta hipotética relación, otras dos piezas de nuestro antiguo teatro. El Astrólogo fingido, del mismo Calderón y El familliar sin demonio, de Gaspar de Ávila, cuyo pensamiento, aunque muy diversamente tratado, tiene alguna analogía con el de esta comedia, que es una discreta y sazonada burla de la supersticiosa creencia en brujas y hechiceras:


    Y no que tengan te asombres
Con los necios opinión;
Porque los brujos lo son
Porque son tontos los hombres.


El enredo hábil y entretenido de esta comedia honra a su autor, no menos que la sal y agudeza de los diálogos y la limpieza general del estilo, salvo algún resabio culterano, de que nadie podía librarse entonces. Pero lo más curioso es el tipo de la nueva Celestina, que conserva muchos rasgos de la antigua, y es una especie de adaptación morigerada, para los cosquillosos oídos del tiempo de Carlos II:


    Hay en Triana una mujer
Que puede ser que ahora viva
Donde yo la conocí,
Que es hija de Celestina
Y heredera de sus obras;
Esta, no hay dama en Sevilla
Que no conozca, porque
Con las más introducida
Está, por su habilidad;
Pues vendiendo bujerías,
Como abanicos, color,
Alfileres, barcos, cintas,
Guantes y valonas y otras
Semejantes baratijas,
Se introduce, y con aquesto
Por el ojo de una tía
Meterá un papel, y hará
Con tan rara y peregrina
Maña un embuste, que muchos,
Siendo así que eso es mentira,
La tienen por hechicera.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    Celestina, entre las raras
Mañas con que se introduce,
Es la que más se le luce
Ser remendona de caras...
Pule cejas y pestañas,
Y ella introdujo el estilo
De pegar, la tez con hilo
Y dél hacer sus marañas.
—225→
    Friega un rostro de manera,
Con una y otra invención,
Que una cara de Alcorcón
La vuelve de Talavera...
    Hace tan raro jabón
Con el sebo y con la hiel,
Que hará mano de papel
Una mano de tejón.
    Es del amor mandadera,
Mas su mayor interés
Sólo se funda en que es
Tan grandísima hechicera.
    Que a un hombre, desde Carmona
Le Puso en el Preste Juan,
Y otro trajo de Tetuán
Como pudiera una mona.
Pero entre una y otra tacha
Tiene, hablando la verdad,
Una buena habilidad,
Que es grandísima borracha;
    Pues en esta historia breve
Que mi ingenio te describe,
Si es asombro como vive,
Es un pasmo como bebe.
    Y en fin, aquesta embustera
Tiene en amor tal poder,
Que si quiere, ha de querer
Uno, que quiera o no quiera...


Esta comedia conservó su popularidad hasta tiempos relativamente modernos, y todavía en los últimos años de Fernando VII se representaba con aplauso, según testifica algún viajero.270 De ella procede aquel dicho tantas veces citado, y atribuido caprichosamente a otros autores:


    Es esto de las estrellas
El más seguro mentir,
Pues ninguno puede ir
A preguntárselo a ellas.


Total fue el eclipse de la Celestina durante el siglo XVIII. Ni siquiera en los sainetes, que son la única forma viva del teatro de entonces, es apreciable su influjo. El que la había estudiado profundamente, como espejo de la vida humana y como dechado de lengua, era aquel reflexivo y terenciano ingenio, maestro intachable de la técnica severa, que restauró a fines de aquella centuria la olvidada comedia de costumbres, vistiendo (según su dicho) a la Musa de Moliére de «basquiña y mantilla». Ya hemos visto cómo juzgó la obra de Rojas en sus Orígenes del teatro. Pero además alude a ella en aquel esbozo de poética dramática que encabeza como prólogo la edición definitiva de sus obras: «La comedia pinta a los hombres como son, imita las costumbres nacionales y existentes, los vicios y errores comunes, los incidentes de la vida doméstica... Imitando, pues, tan de cerca a la naturaleza, no es de admirar que hablen en prosa los personajes cómicos; pero no se crea que esto puede añadir facilidades a la composición Difficile est proprie communia dicere. Noes fácil hablar   —226→   en prosa como hablaron Melibea y Areusa, el Lazarillo, el pícaro Guzmán, Monipodio, Dorotea, la Trifaldi, Teresa y Sancho. No es fácil embellecer sin exageración el diálogo familiar, cuando se han de expresar en él ideas y pasiones comunes; ni variarle, acomodándole a las diferentes personas que se introducen; ni evitar que degenere en trivial e insípido, por acercarle demasiado a la verdad que imita.»271 La prosa dramática de Moratín, cuyo primor es incontestable, aun para los que no hacen la debida justicia a su ingenio cómico, se formó con el estudio de los castizos modelos que indica, a los cuales hubiera podido añadir los personajes de Lope de Rueda, que también le eran familiares.

Todo esto debió a la Celestina el teatro español, aun en sus postreras evoluciones.272 Y no es menor la deuda que con el numen de Fernando de Rojas contrajo nuestra novela. Aparte de las imitaciones directas, en cuyo estudio vamos a entrar y que por su número y su valor son una de las más curiosas y ricas manifestaciones de la literatura del siglo XVI, no hay obra alguna fundada en el estudio del natural que no tenga en Rojas su ascendencia, aunque sea remota e invisible. Pero no conviene exagerar esta tesis, porque nunca es uno solo, son muchos los hilos de que se teje la historia literaria, muchas las acciones y reacciones que toda obra de arte implica, muy profunda, a veces la diferencia entre cosas que a primera vista parecen análogas. Sólo en el sentido vago y general que hemos indicado, puede admitirse el parentesco entre la Celestina y las novelas picarescas. Puede haber, y hay, analogía entre ciertos tipos cómicos; la hay más segura en la crudeza franca y brutal del procedimiento, en la objetividad impasible, en la falta de misericordia con que está   —227→   presentado el espectáculo de la vida, en aquella especie de pesimismo desengañado y sereno que se cierne sobre la miseria social y en cierto modo la idealiza. Pero aquí paran las semejanzas, porque el mundo de la novela picaresca, aunque confina con el del drama lupanario, no se confunde jamás con él. La novela picaresca nunca fue novela de amor, ni siquiera de lujuria; al contrario, uno de sus caracteres es la poca importancia que concede a las relaciones sexuales. Es un género esencialmente misógino, en que la expresión es a veces cínica, pero el pensamiento rara vez puede tacharse de licencioso. Hubo en el siglo XVII novelas picarescas de mujeres como La Pícara Justina,273Teresa de Manzanares, La Garduña de Sevilla, pero más bien que rameras y alcahuetas son estafadoras y ladronas; lo que importa al autor y lo que con fruición describe son sus hurtos, no sus deshonestidades, que sólo sirven de anzuelo o cebo para pescar incautos. La novela picaresca, no ya en estos productos degenerados de arte compuesto, sino en sus primeras y enérgicas personificaciones, en Lazarillo, en Guzmán de Alfarache, en el Buscón don Pablos, es la epopeya cómica de la astucia y del hambre, la expresión de un feroz individualismo que no carece de cierta grandeza humorística. Para tales héroes, estoicos de nuevo cuño, los deleites carnales no pasan de un apetito grosero, tan pronto satisfecho como olvidado; en su vida holgazana y errante, cuajada de aventuras que siempre   —228→   tienen una base económica, la áspera y viril pobreza, los hace relativamente castos, no por virtud, sino por falta de sensualidad. Los livianos y fugitivos lances de amor nada pesan en su destino ni en su carácter. Si la mancebía se columbra, es bajo su aspecto más odioso y nada festivo.

Pero dejando aparte este género, del cual trataremos ampliamente en su día, basta para la gloria del autor de la Celestina haber inspirado más de una vez a Cervantes. No me refiero a La Tía Fingida, pues cada vez me persuado más de que esta excelente novela no salió de su pluma, a pesar de los eruditos alegatos que hemos leído en estos últimos años. Doña Clara de Astudillo y Quiñones es una copa fiel de la madre Celestina, pero tan fiel que resulta servil, y no es éste el menor de los indicios contra la supuesta paternidad de la obra. Cervantes no imitaba de esa manera que se confunde con el calco. Un autor de talento, pero de segundo orden, bastaba para hacerlo. Quizá el tiempo nos revele su nombre, acaso oscuro y modesto, cuando no desconocido del todo; que estas sorpresas suele proporcionar la historia literaria, y no hay para qué vincular en unos pocos nombres famosos los frutos de una generación literaria tan fecunda como la de principios del siglo XVII.

Pero hay en las novelas auténticas de Cervantes, y más todavía en sus entremeses, tantos vestigios del libro que él llamaba divino, que sin recelo de contradicción podemos afirmar que de todas las obras compuestas en nuestra lengua, ninguna influyó tanto en el arte y estilo de Miguel Cervantes como ésta. Rinconete y Cortadillo, El Celoso Extremeño, El Casamiento Engañoso y el Coloquio de los Perros, acreditan por varios modos esta influencia, que no es necesario puntualizar, puesto que está a la vista de cualquier persona medianamente versada en nuestras letras. Todavía percibo más sabor celestinesco en algunos   —229→   entremeses, tales como El Viejo Celoso, La Cueva de Salamanca, El Rufián Viudo, La Guarda Cuidadosa y El Vizcaíno Fingido, obrillas de picante y sabroso donaire, que por la alegre desenvoltura con que se escribieron recuerdan la manera libre y desenfrenada de principios del siglo XVI más bien que el estilo habitual de Cervantes.

Contra lo que pudiera esperarse, no abundan en don Francisco de Quevedo las referencias a la Celestina. Sólo recuerdo ésta en el prólogo que puso a la Eufrosina castellana, traducida por su amigo don Fernando de Ballesteros y Saavedra, que va reimpresa en este tomo: «Pocas comedias hay en prosa de nuestra lengua, si bien lo fueron todas las de Lope de Rueda; mas para leídas tenemos la Selvagia, y con superior estimación la Celestina, que tanto aplauso ha tenido en todas las naciones.» La manera profundamente original, pero artificiosa y violenta, del gran satírico, contrasta con el apacible y llano decir de la antigua tragicomedia; pero hay una obra de su juventud, escrita en diverso estilo, donde se encuentran palpables reminiscencias de fondo y forma. Casi todo lo que el Buscón don Pablos nos cuenta de su madre en el capítulo primero de su historia, y lo que se contiene en la estupenda carta de su tío el verdugo de Segovia, Alonso Ramplón, trae a las mientes algunas páginas de la Comedia de Calisto:

«Hijo (dice Celestina a Pármeno)... prendieron quatro veces a tu madre, que Dios aya... e avn la una le levantaron que era bruxa, porque la hallaron de noche con vnas candelillas cojiendo tierra de una encruzijada, e la tovieron medio día en vna escalera en la plaça puesta, vno como rocadero pintado en la cabeça; pero no fue nada: algo han de suffrir los hombres en este triste mundo para sustentar sus vidas e honrras. ... En todo tenia gracia: que en Dios y en mi consciencia, avn en aquella escalera estava e parescia que a todos los debaxo no tenia en vna blanca, segun su meneo e presencia... Todo lo tuvo en nada; que mil vezes le oya dezir: si me quebré el pie, fue por mi bien, porque soy más conocida que antes» (Aucto VII). Quevedo retoca el cuadro con feroz humorismo, pero no hace olvidar la intensa socarronería del bachiller toledano.

Entre los autores del siglo XVII ninguno admiraba tanto la Celestina, y nadie, salvo Lope de Vega, llegó a imitarla con tanta perfección como Alonso Jerónimo de Salas   —230→   Barbadillo. Pero este peregrino ingenio y agudo moralista, cuyo nombre renace en nuestros días más por codicia bibliománica que por afición sincera, merece atento y particular estudio, que pensamos dedicarle cuando el orden cronológico le traiga a esta galería de novelistas. Ahora sólo le citamos para recordar el notable elogio que en la dedicatoria de El Sagaz Estacio (1620) hizo de la Celestina, mostrando por cierto singular ignorancia respecto de sus continuaciones: «En Castilla no tenemos más que una (comedia en prosa), que es la Celestina, bien que ésta, aunque vnica, es de tanto valor, que entre todos los hombres, doctos y graues, aunque sean los de mas recatada virtud, se ha hecho lugar, adquiriendo cada dia venerable estimacion, porque entre aquellas burlas, al parecer livianas, enseña vna doctrina moral y católica, amenazando con el mal fin de los interlocutores a los que les imitaren en los vicios.»274