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No acontece lo mismo con Plauto. De este padre de los donaires cómicos sólo se conocieron antes del siglo XV ocho piezas, y aun éstas se leían muy poco (Amphitrio, Asinaria, Aulularia, Captivi, Curculio, Casina, Cistellaria, Epidicus). Hay, sin embargo, en la literatura de los siglos XII y XIII un género curiosísimo de comedias (así las llamaban sus autores), en que a vueltas de otros argumentos aparecen   —83→   dos o tres de Plauto, pero tan extrañamente modificados que es imposible ver en ellos imitación directa de las piezas originales. Proceden a no dudarlo de otras refundiciones más antiguas.91

Todas estas comedias tienen el mismo metro, que es el más antidramático que puede darse: el dístico de exámetros y pentámetros, a imitación de Ovidio. Se las designa, por eso, con el calificativo de comedias elegíacas. Algunas, como la de Vetula, están completamente dialogadas; otras, y son las más, mezclan el diálogo con la narración, y realmente no son tales comedias, sino cuentos en verso, que por lo cínicos y desaforados corren parejas con los más licenciosos fabliaux compuestos en lengua vulgar.

Las dos muestras más antiguas y más plautinas de la comedia elegíaca pertenecen a un mismo autor, Vital de Blois (Vitalis Blessensis). A lo menos, él creía imitar a Plauto, y se escuda con su nombre:


Qui releget Plautum, mirabitur altera forsan
   Nomina personis quam mea scripta notent.
       ..............
Absolvar culpâ; Plautum sequor...
       ..............
Haec mea vel Plauti comoedia, nomen ab ollâ
    Traxit, sed Plauti quae fuit, illa mea est...
Curtari Plautum; Plautum haec jactura beabit,
    Ut placeat Plautus, scripta Vitalis emunt.
Amphytrion nuper, nunc Aulularia tandem
    Senserunt senio pressa Vitalis opem.


En realidad no conocía ni por asomos al verdadero Plauto. La Aulularia, que refundió y abrevió, era el Querolus. El Anfitrión, disfrazado con el nombre de Comedia de Geta, tampoco procede del genuino Anfitrión, sino de una imitación más moderna, probablemente contemporánea del Querolus, puesto que a mediados del siglo V alude a ella Sedulio en los primeros versos de su Carmen Paschale:


    Quum, sita gentiles studeant figmenta poetae
Grandisonis pompare modis, tragicoque boatu,
«Ridiculove Geta», sue qualibet arte canendi,
Saeva nefandarum renovent contagia rerum.92


  —84→  

En el poema de Vital de Blois, la fábula de Júpiter y Alcumena queda muy en segundo término, y todo el interés se concentra en dos figuras de esclavos, Geta y Birria. El primero, que sustituye al Sosia de Plauto, es la caricatura de un fámulo escolástico de la Edad Media, cargado de libros y de presunción pedantesca. Hace contraste a su figura la de otro siervo, Birria, grosero, lerdo e ignorante, que triunfa de la vana dialéctica de su compañero por no haberse depravado y entontecido en las escuelas como él. Este dato, que no carece de ingenio, contribuyó mucho a la popularidad de esta comedia, de la cual se encuentran rastros en todas las literaturas medievales.

Imitación de Plauto93 pudiera juzgarse también por el título la Comedia de milite glorioso, atribuida a Mateo de Vendôme,94 pero de la obra antigua apenas ha quedado más que el título. Los lances son enteramente diversos y pertenecen al fondo más escandaloso de la novelística popular.95Lo mismo puede decirse de la Comedia Milonis, cuyo autor, que es el mismo Mateo, declara su nombre en el verso final:

Debile «Mathaei Vindocinensis» opus.

Esta pieza es de origen oriental, y se deriva remotamente de un episodio del Sendebar. El héroe se llama Milón de Constantinopla, y la pieza misma se da como imitación de las fábulas griegas (ludicra graeca). Y efectivamente, por la Grecia bizantina pasaron todas estas historias antes de incorporarse a la cultura europea.96

La Comedia Lydia, también de Mateo Vendôme, es un largo fabliau, cuyo principal interés consiste en ser fuente de la novela 9ª, jornada 7ª del Decameron, es decir, de la historia del peral encantado.97Pero la más cínica y   —85→   brutal de estas composiciones es la Alda, atribuida a Guillermo de Blois. Quienquiera que fuese el poeta, se da por imitador nada menos que de Menandro:


Venerat in linguain nuper peregrina latinam
Haec de Menandri fabula rapta sinu...


Su argumento recuerda mucho el del Eunuco, de Terencio, salvo que el seductor no se hace pasar por eunuco, sino por mujer, tema común de muchos cuentos libidinosos desde la aventura de Aquiles y Deidamia. La comedia de Terencio era una imitación del Phasma de Menandro, como en su prólogo se declara, y es muy verosímil que en alguna refundición del Bajo Imperio se hubiese sustituido el nombre del poeta griego al del imitador latino, con lo cual tendríamos un caso análogo al Querolus y al Amphitrion.98

Completan la breve serie de las comedias elegíacas la de Baucis, la de Babio, la de Affra et Flavius y alguna otra de menos cuenta. De intento hemos reservado para el fin las dos que nos interesan para este estudio: la comedia de Vetula y el Libellus de Paulino et Polla.

No he visto en España códice alguno de comedias elegíacas, pero consta de un modo indudable que fueron conocidas e imitadas algunas de ellas. La de Geta y Birria está aludida tres veces en el Cancionero de Baena (n. 115, 116,   —86→   117). Dice Alfonso Álvarez de Villasandino, en su profecía contra el Cardenal de España don Pedro Fernández de Frías, escrita hacia 1405:


    Cuenten de Byrra toda su peresa,
E las falsedades de Cadyna e Dyna...


Y en otra poesía del mismo autor y del mismo tiempo:


    Atyendan vengança del muy falso Breta,
Qual ovo de Birra su compañero (¿compadre?) Geta.


En otros versos, muy oscuros por cierto y revesados, de un Maestro Frey Lopes, alusivos también a la caída del Cardenal:


    Ya Byrra floresció (¿floresce?) por su condición:
Del que por peresça de vida discreta,
Pierde su facienda por el torpe Geta,
Non ha este mundo nin la salvación.99


¿Estos versos se refieren al poema latino o a alguna versión castellana que hubiese de él? No es temerario conjeturarlo, puesto que medio siglo antes había pasado ya a nuestro romance, mejorada en tercio y quinto, la obra más curiosa de este género, Pamphilus de amore, llamada también Comedia de Vetula. Intercalada en el libro multiforme, del Arcipreste de Hita, forma casi la quinta parte de él, y eso que ha llegado a nosotros con lamentables mutilaciones aun en el manuscrito más completo, en el que fue del Colegio Viejo de Salamanca.100

Habiendo discurrido largamente acerca del Pamphilus, en el tomo primero de estos Orígenes, doy por sabido todo   —87→   lo que allí expuse101 sobre la fecha probable de esta comedia, sobre su especial carácter y sobre la transformación genial y luminosa que de ella hizo el Arcipreste de Hita, convirtiendo en un cuadro de costumbres lleno de vida y lozanía lo que en el original no es más que una árida y fastidiosa rapsodia, un centón de hemistiquios de Ovidio, una mala paráfrasis de algunas de sus lecciones eróticas. Claro que en el fondo el Pamphilus es el esquema, no sólo del episodio del Arcipreste, sino de la propia Celestina, pero lo es de un modo tan simple, tan pueril, tan adocenado, que casi da pena acordarse de él cuando se trata de tales obras.102

No está probado, a pesar de la rotunda afirmación de Schack,103que Fernando de Rojas conociera el Pamphilus en su forma original, aunque precisamente en su tiempo menudearon las ediciones de esta comedia, que llegó a ser tan rara y olvidada después; y algún uso debía de hacerse de ella en las escuelas, como lo indica el comento familiar del humanista Juan Prot. Pero realmente no necesitaba haberla leído, porque todo lo que de ella pudo sacar había pasado a la obra del Arcipreste, que es sin duda uno de sus indisputables predecesores.

Este gran poeta no estaba olvidado en el siglo XV, aunque por su estilo y su métrica se le considerase como arcaico. El marqués de Santillana le nombra en su famosa Carta al Condestable de Portugal, y el Arcipreste de Talavera, Alfonso Martínez, no sólo le cita dos veces, sino que le   —88→   recuerda cuanto es posible, dada la diferencia de géneros que cultivaron. De los tres manuscritos que nos han conservado la obra poética del primer Arcipreste, uno procede del más antiguo de los colegios mayores de Salamanca, otro de la catedral de Toledo, ciudades una y otra tan familiares a Rojas.

Pero la evidencia interna se saca no sólo de la comparación de algunos pasajes de la Celestina con otros de Juan Ruiz, en que están manifiestamente inspirados, sino del estudio de la fábula misma y de los cambios que en ella introdujo el Arcipreste, alongándose mucho trecho de la comedia de Pánfilo y preparando el advenimiento de la comedia de Calisto.

Aunque la Vetula, como todas las demás elegías dramáticas, no tiene en los manuscritos división de actos ni de escenas, tanto el antiguo comentador Juan Prot como el moderno editor Baudouin reconocen en ella cinco actos breves. La forma es enteramente dialogada, sin mezcla de relato alguno, y podría ser representable si no lo estorbasen su insulsez y la escena lúbrica del final. El Arcipreste de Hita tuvo que acomodarla a la índole autobiográfica de su libro, y puso en relato parte de la historia, dándose al principio como protagonista de ella, aunque luego confiesa lisa y llanamente su origen literario:


    Sy vyllania he dicho aya de vos perdon,
Que lo feo de estoria dis Panfilo e Nason.


(Copla 891.)                



    Entyende byen mi estoria de la fija del endrino,
Díxela por te dar enxiemplo, non porque a mi avino.


(Copla 909.)                


Comienza el acto primero con un monólogo del protagonista Pánfilo, cuyo nombre parece tomado de Terencio en la Andria o en la Hecyra. El Arcipreste ha embebido este soliloquio en el diálogo del amante con Venus, que corresponde a la escena segunda del texto latino:


    So ferido e llagado, de un dardo so perdido,
En el coraçon lo trayo ençerrado e escondido.


(Copla 588.)                



    Vulneror et clausum porto sub pectore telum,
Creseit et assidue plaga dolorque michi.


(V. 1 y 2.)                


Toda la escena está fielmente traducida, pero largamente amplificada.

  —89→  

    Señora doña Venus, muger de don Amor,
Noble dueña, omíllome yo vuestro servidor;
De todas cosas sodes vos e el Amor señor,
Todos vos obedecen commo a su façedor.
    Reyes, duques e condes e toda criatura
Vos temen e vos serven commo a vuestra fechura.


(Coplas 585-6.)                



Unica spes vitenostre, Venus inclita, salve,
    Que facis imperio cuncta subire tuo,
Quam timet alta Ducum serbitque potentia Regum!


(V. 25-27.)104                


Todos los tipos salen de la fria y sosa abstracción ética en que el anónimo autor de la comedia latina los había dejado. En vez de la sombra de Pánfilo, que sólo acierta a decir de su amada Galatea:


   Est michi vicina (vellem non esse) puella...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Fertur vicinis formosior omnibus illa,
    Aut me fallit amor, omnibus haud superest
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Dicitur (et fateor) me nobilioribus orta


(V. 35-39-40-47.)                


tenemos aquí las españolizadas figuras de don Melón de la Huerta, «mancebillo guisado que en nuestro barrio mora», y de doña Endrina, la viuda de Calatayud, de quien se hace este lindo retrato:


    De talle muy apuesto, de gestos amorosa,
Donegil, muy loçana, plasentera e fermosa,
Cortés e mesurada, falaguera, donosa,
Graciosa e risuenna, amor de toda cosa...
Fija de algo en todo e de alto linaje.


(Coplas 581-583.)                


El ser la heroína viuda y no doncella, es nota peculiar de la imitación del Arcipreste, que no pasa a Rojas. Pudiera sospecharse que la concordancia que en esto guardan el Pamphilus y la Celestina arguye parentesco directo entre estas dos piezas. Pero no es necesario admitirlo, porque el proceso de la seducción es más natural, y también más dramático, tratándose de una virgen que de una mujer, en quien ha de suponerse alguna experiencia de la vida. Para el efecto artístico, tal combinación es la preferible, y creo que a Rojas se le hubiera ocurrido aun sin tener presentes   —90→   el Pamphilus ni la Poliscena. Nadie se imagina a don Juan conquistando viudas.

De los consejos de doña Venus no hay que hablar: proceden del Pamphilus gallardamente traducido. También está allí, aunque sólo en germen, el primer coloquio de los dos amantes:


Quam formosa, Deus! nudis venit illa capillis!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .


(V. 153.)                


Pero aquí es donde más se palpa la enorme superioridad del imitador. La escena del primer encuentro de doña Endrina con don Melón en los soportales de la plaza está escrita con tal cortesanía, discreción y gentileza, que los primeros versos han hecho recordar a algún crítico nada menos que el incomparable soneto de Dante, Tanto gentile e tanto onesta pare:


    ¡Ay Dios! E quán fermosa vyene doña Endrina por la plaça!
¡Qué talle, qué donayre, qué alto cuello de garga!
¡Qué cabellos, qué boquilla, qué color, qué buena andança!
Con saetas de amor fyere quando los sus ojos alça.
    Pero tal lugar no era para fablar en amores:
A mí luego me venieron muchos miedos e temblores,
Los mis pies e las mis manos non eran de sí sennores.
Perdi seso, perdi fuerça, mudaron se mis colores.
    Unas palabras tenia pensadas por le desir,
El miedo de las compañas me facian ál departir,
Apenas me conoscia nin sabia por do yr,
Con mi voluntat mis dichos non se podian seguir.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Paso a paso doña Endrina so el portal es entrada,
Bien loçana e orgullosa, bien mansa e sosegada;
Los ojos baxó por tierra en el poyo asentada,
Yo torné en la mi fabla que tenia comenzada.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    En el mundo non es cosa que yo ame a par de vos;
Tiempo es ya pasado de los años más de dos
Que por vuestro amor me pena: amo vos más que a Dios...


(Coplas 653, 54, 55, 661.)                


Tenemos aquí el equivalente de la primera escena de la tragicomedia de Melibea, sin que falte siquiera la sacrílega expresión de «amo vos más que a Dios», que recuerda otras no menos impías de Calisto: «Por cierto los gloriosos santos que se deleytan en la visión divina no gozan más que yo agora en el acatamiento tuyo.» «Si Dios me diesse en el cielo la silla sobre sus santos, no lo ternia por tanta felicidad.» Hipérboles amorosas no menos desaforadas que éstas se encuentran en los trovadores cortesanos   —91→   del siglo XV, en don Álvaro de Luna, en Álvarez Gato, pero no hay rastro de ellas en el Pamphilus, que dicecon mucha moderación:


Gratior in mando te michi nulla manet,
   Et te dilexi, iam ter praeterii annus...


(V. 180-81.)                


En el primer acto de la Celestina, Melibea rechaza con ásperas palabras a Calisto. En el diálogo del Arcipreste, doña Endrina comienza por mostrarse esquiva y zahareña:


Ella dixo: «vuestros dichos non los prescio dos piñones».
Bien assi engañan muchos a otras muchas Endrinas;
El ome tan engañoso asi engaña a sus vesinas;
Non cuydedes que so loca por oyr vuestras parlillas,
Buscat a quien engañedes con vuestras falsas espinas.


(Coplas 664-668.)                


Lo cual equivale a estos versos del Pamphilus:


Sic multi multas multo temptamine fallunt,
   Et multas fallit ingeniosus amor.
Infatuare tuo sermone vel arte putasti
   Quam falli vestro non decet ingenio!
Quere tuis alias infestis moribus aptas,
   Quas tua falsa fides et dolus infatuent.


(V. 187-192.)                


Pero luego se ablanda, y llega a otorgar grandes concesiones, que Melibea no hace antes del acto XII, porque no lo toleraba el progreso lento y sabio de la obra de Rojas:


    Esto yo non vos otorgo salvo la fabla de mano,
Mi madre verná de misa, quiero me yr de aqui temprano,
No sospeche contra mí que ando con seso vano;
Tiempo verná en que podremos fablar nos, vos e yo este verano.


(Copla 686.)                


Por eso Pánfilo y don Melón de la Huerta pueden exclamar mucho antes que Calisto:


    Desque yo fué naçido nunca vy mejor dia,
Solaz tan plazentero e tan grande alegria,
Quiso me Dios bien guiar y la ventura mia.


(Copla 687.)                


En el segundo acto del Pamphilus aparece el Deux exmachina de la tramoya, una vieja (anus), de la cual sólo   —92→   sabemos que es sutil, ingeniosa y hábil medianera para los tratos amorosos:


Hic prope degit anus subtilis et ingeniosa,
    Artibus et Veneris apta ministra satis.


(V. 281-282.)                


Ni el ingenio ni la habilidad resaltan en las palabras de la tal anus o vetula. Es un espantajo que no hace más que proferir lugares comunes. La Trotaconventos, cuyo verdadero nombre es Urraca,105 es una creación propia del Arcipreste, y ella y no la Dipsas de los Amores de Ovidio, ni mucho menos la vieja de Pánfilo, debe ser tenida por abuela de la madre Celestina, con toda su innumerable descendencia de Elicias, Claudinas, Dolosinas, Lenas y Marcelias. El Arcipreste se recrea en esta hija de su fantasía; no sólo la hace intervenir en el episodio de don Melón, sino que la asocia después a sus propias aventuras, la sigue hasta su muerte, fase su planto, la promete el Paraíso y escribe su epitafio:

  —93→  

    ¡Ay! mi trota conventos, mi leal verdadera!
Muchos te seguían biva, muerta yases señera.
    A do te me han levado? non es cosa certera;
Nunca torna con nuevas quien anda esta carrera.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    A Dios merced le pido que te dé la su gloria,
Que más leal trotera nunca fué en memoria;
Faserte he un epitafio escripto con estoria.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    Daré por ty lymosna e faré oracion,
Faré cantar misas e daré oblacion;
La mi trota conventos, ¡Dios te dé rredençion!
El que salvó el mundo, él te dé salvaçion.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    Dueñas, ¡non me rrebtedes nin me digades moçuelo!
Que si a vos syrviera vos avriades della duelo,
Llorariedes por ella, por su sotil ansuelo
Que quantas siguia todas yvan por el suelo.
    Alta muger nin baxa, encerrada nin escondida,
Non se le detenía do fasia debatida;
Non sé omen nin duenna que tal oviese perdida
Que non formase tristesa e pesar syn medida.
    Efícele un epitafio pequeño con dolor,
La tristesa me fiso ser rrudo trobador,
Todos los que lo oyeren, por Dios nuestro Señor,
La oracion fagades por la vieja de amor.


(Coplas 1.569, 1.571, 1.572, 1.573, 1.574, 1.575.)                


Con esta libre e irreverente socarronería, que no se detiene ante la profanación, fueron celebradas las exequias poéticas de la primera Celestina en el extraño libro del genial humorista castellano de los siglos medios.

Las artes y maestrías de Trotaconventos son las mismas que las de Celestina: como ella gusta de entreverar en su conversación proloquios, sentencias y refranes, y no sólo esto, sino enxienplos y fábulas; como ella se introduce en las casas a título de buhonera y corredora de joyas, y con el mismo arte diabólico que ella va tendiendo sus lazos a la vanidad femenil:


    Si parienta non tienes atal, toma viejas,
Que andan las iglesias e saben las callejas,
Grandes cuentas al cuello, saben muchas consejas,
Con lagrímas de Moysen escantan las orejas.
    Son grandes maestras aquestas panjotas,
Andan por todo el mundo, por plaças e cotas.
A Dios alçan las cuentas, querellando sus coytas;
¡Ay! quánto mal saben estas viejas arlotas.
    Toma de unas viejas que se fasen erveras,
Andan de casa en casa e llamanse parteras,
Con polvos e afeites, e con alcoholeras
Echan la moça en ojo e çiegan bien de veras.


(Coplas 438 a 441.)                


  —94→  

A una de estas viejas buscó el Arcipreste, que aquí distingue claramente su persona de la de Pánfilo:


    Fallé una vieja qual avia menester,
Artera e maestra e de mucho saber;
Doña Venus por Panfilo no pudo más faser
De quanto fiso aquesta por me faser plaser.
    Era vieja buhona destas que venden joyas;
Estas echan el laço, estas cavan las foyas;
Non ay tales maestras commo estas viejas troyas...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    Como lo han uso estas tales buhonas,
Andar de casa en casa vendiendo muchas donas,
Non sse rreguardan dellas, estan con las personas,
Fasen con el mucho viento andar las atahonas.


(Coplas 698 a 700.)                


También Celestina andaba de casa en casa so pretexto de vender baratijas: «Aquí llevo un poco de hilado en esta mi faltriquera, con otros aparejos que conmigo siempre traygo, para tener causa de entrar donde mucho no só conoscida... assí como gorgueras, garvines, franjas, rodeos, tenazuelas, alcohol, albayalde e soliman, agujas e alfileres, que tal ay, que tal quiere? porque donde me tomara la voz, me halle apercebida para les echar cebo, o requerir de la primera vista» (acto III).

La anus del comediógrafo elegíaco no se vale de ningún género de encantamientos. Celestina, sí, y también Urraca, y es una de las notas características que nunca pierde este tipo en la literatura española:


    Dixo: «yo yre a su casa de esta vuestra vesina,
E le fare tal escanto o le dare tal atalvina
Porque esta vuestra llaga sano por mi melesina;
Desid me quien es a dueña. -Yo le dixe: «doña endrina»
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .


(Copla 709.)                



    Ssi me dieredes ayuda de que passe algun poquillo,
A esta dueña e a otras moçetas de cuello alvillo,
Yo fare con mi escanto que se vengan paso a pasillo;
En aqueste mi harnero las traero el sarçillo.


(Copla 718.)                



Començo su escanto la vieja coytral...


(Copla 756.)                


La sortija que puso a doña Endrina debía de tener virtud mágica. Y a mayor abundancia leemos en otro lugar:

  —95→  

Ssy la ensychó o sy le dio atynear,106
O sy le dio raynela107 o sy le dyo mohalinar.108
O sy le dyo ponçoña o algud (¿algund?) adamar,
Mucho ayna la supo de su seso sacar.


(Copla 941.)                


La escena capital de la seducción de Melibea en el aucto cuarto de la Tragicomedia es un portento de lógica dramática y de progresión hábil. No podía esperarse tanto del Arcipreste, que escribía en la infancia del arte; pero baste para su gloria haber trazado el primer rasguño de ella, con las inevitables diferencias que nacen del dato de la viudez de doña Endrina:


    La buhona con farnero va tanniendo cascabeles,
Meneando de sus joyas, sortijas e alfileres;
Desia por falsalejos: «comprad aquestos manteles»;
Vydola doña Endrina, dixo: centrad, non reçeledes».
    Entró la vieja en casa, dixole: «señora fija,
Para esa mano bendicha quered esta sortija»...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    Ffija, siempre estades en casa ençerrada,
Sola envejeçedes, quered alguna vegada
Salyr, andar en la plaça con vuestra beldat loada,
Entre aquestas paredes non vos prestará nada.
    En aquesta villa mora muy fermosa mançebia,
Mançebillos apostados e de mucha loçania,
En todas buenas costumbres creçen de cada dia,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Muy bien me rresçiben todos con aquesta pobledat,
El mejor et el más noble de lynaje e de beldat
Es don Melon de la Verta, mançebillo de verdat,
A todos los otros sobra en fermosura e bondat.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    Creed me, fija señora, que quantos vos demandaron,
A par deste mançebillo ningunos non llegaron;
El dia que vos nasçistes fadas alvas vos fadaron,
Que para ese buen donayre atal cosa vos guardaron.
—96→
    Dixo doña Endrina: «Callad ese predicar,
Que ya este parlero me coydó engañar;
Muchas otras vegadas me vyno a retentar,
Mas de mí él nin vos non vos podredes alabar»...


(Coplas 724-27, 739-740.)                


Cuando esto se lee acuden involuntariamente a la memoria aquellas graves y sosegadas razones de Celestina. «Donzella graciosa e de alto linaje, tu suave habla e alegre gesto, junto con el aparejo de liberalidad que muestras con esta pobre vieja, me dan osadia a te lo dezir. Yo dexo un enfermo a la muerte, que con sola palabra de tu noble boca salida, que lleve metida en mi seno, tiene por fe que sanará, segun la mucha devoción que tiene en tu gentileza... Bien ternás, señora, noticia en esta cibdad de un cavallero mancebo gentil hombre, de clara sangre, que llaman Calisto.

Melibea. -  «Ya, ya, buena vieja, no me digas más, no passes adelante. ¿Este es el doliente por quien has hecho tantas promessas en tu demanda?»


La psicología del amor, ruda y toscamente esbozada en el Pamphilus,109 tiene en el Arcipreste toques tan delicados que no serían indignos de la experta mano del bachiller Fernando de Rojas:


    «Amigo-dis la vieja-, en la dueña lo veo,
Que vos quiere e vos ama e tiene de vos desseo;
Cuando de vos le fablo e a ella oteo,
Todo se le demuda el color e el desseo.
    Yo a las de vegadas mucho cansado callo,
Ella me dis que fable e non quiere dexallo;
Fago que non me acuerdo, ella va començallo,
Oye me dulçemente, muchas señales fallo.
    En el mi cuello echa los sus blaços entramos,
Ansy una grand pieça en uno nos estamos,
Siempre dél vos desimos, en ál nunca fablamos,
Quando alguno vyene otra raçon mudamos.
    Los labrios de la boca tyenbranle un poquillo,
El color se le muda bermejo e amarillo,
El coraçon le falta ansy a menudillo,
Aprieta me mis dedos en sus manos quedillo.
    Cada que vuestro nombre yo le está desiendo
Oteame e sospíra e está comediendo,
Avyva más el ojo e está toda bulliendo,
Paresçe que con vusco non se estaría dormiendo.
—97→
    En otras cosas muchas entyendo esta trama,
Ella non me lo niega, antes dis que vos ama;
Sy por vos non menguare, abaxar se ha la rrama,
E verna doña Endrina sy la vieja la llama.»


(Coplas 801-812.)                


La intervención del Pamphilius en la historia de los orígenes de la Celestina es muy secundaria, pero la del Arcipreste es de primer orden, quizá la más profunda de todas, y por eso nos hemos detenido en ella todo lo que exige su importancia.110

  —98→  

Las comedias elegíacas, que otros llaman épicas por la monstruosa mezcla de la narración y del diálogo, pertenecen todavía al seudoclasicismo de la Edad Media, en que se había perdido la verdadera noción del drama latino y de su métrica. Ya cuando se escribió el curioso diálogo anónimo entre Terencio y un empresario de teatros (Terentius et delusor), que Magnin atribuyó al siglo VII, aunque el códice en que se ha conservado es del siglo XII, no se sabía a punto fijo si las comedias antiguas estaban en prosa o en verso:


An sit prosaicum nescio an metricum.111


La combinación esencialmente antidramática del exámetro y pentámetro bastaría para probar que tales obras fueron escritas sin ninguna intención escénica; pero a mayor abundamiento tenemos un texto positivo y terminente de Juan de Salisbury, el espíritu más culto de la primera Edad Media, un precursor del Renacimiento, el cual confirma la absoluta desaparición de todo género de actores trágicos y cómicos en fecha ya remota del tiempo en que él escribía su Policraticus, dedicado en 1159 al santo arzobispo de Cantorbery Tomás Becket.112

  —99→  

El verdadero renacimiento del arte dramático de Plauto y Terencio se verificó en Italia, a fines del siglo XIV y durante todo el transcurso del XV, en una serie de piezas latinas que se designan con el título genérico de comedias humanísticas, importante y rara manifestación que apenas había sido estudiada en conjunto, hasta que Creizenach, en su excelente historia del drama moderno, escribió sobre ella algunas páginas doctas y juiciosas como suyas.113 Pero estas indicaciones, que para un libro general son suficientes, distan mucho de agotar la riqueza del tema, y así lo ha estimado el ilustre profesor de Roma Ireneo Sanesi, que actualmente tiene en prensa una historia de la comedia en Italia, a la cual auguramos un éxito tan venturoso como lo merecen la ciencia, conciencia y fina crítica de su autor, que ha tenido la rara generosidad de comunicarnos las primicias de su trabajo, en prensa todavía. El capítulo segundo de esta obra, consagrado a las comedias humanísticas, es una magistral monografía que, dándome a conocer con suma precisión algunos textos inaccesibles en España y completando mis indagaciones sobre otros, me ha puesto en camino de rastrear algunas semejanzas dignas de notarse entre este género literario y nuestra Celestina. Ya en 1900 hice una ligera indicación, que no he visto recogida por nadie, acerca de la comedia Poliscene.114 Y me consta que mi buen amigo el eruditísimo Arturo Farinelli ha trabajado también sobre este punto, que ilustrará sin duda con su especial competencia, como ha ilustrado tantos otros de literatura comparativa.

El iniciador del teatro humanístico, como de casi todas las formas literarias del Renacimiento, fue el Petrarca, que siempre se deleitó en la lectura de Terencio («Terentius noster»), y que seguramente le leía con otros ojos que   —100→   los de Rosvita. En su edad madura revisó y anotó el elegantísimo texto del siervo africano. En su primera mocedad había compuesto una comedia llamada Philologia, y según Boccaccio otra, el Philostratus, si es que ambas no eran una misma con diverso título, lo cual no parece probable. Hoy no existe ninguna de ellas, acaso porque su autor mismo las destruyó como ensayos demasiado imperfectos. Del Philostratus, por lo menos, consta que era imitación de Terencio.

La más antigua comedia humanística que ha llegado a nuestros tiempos, y la única que pertenece al siglo XIV, es el Paulus de Pedro Pablo Vergerio, natural de Capodistria, a quien no debe confundirse con otro de su mismo nombre y apellido que figura entre los protestantes italianos del siglo XVI. El Vergerio senior es importante como historiador, humanista y pedagogo. Su libro De ingenuis moribus se leía todavía en las escuelas en tiempo de Paulo Jovio. Una rarísima edición barcelonesa de 1481 prueba que también había penetrado en España.115 No sería maravilla que fuesen conocidos también otros escritos suyos, pero me parece inverosímil que entre ellos se contase su comedia juvenil, que hasta estos últimos años ha dormido inédita en la Biblioteca Ambrosiana de Milán y en la del Vaticano.116 Y, sin embargo, esta obra presenta algún punto común con la Celestina, empezando por las promesas de moralidad que el título encierra. Vergerio pone a su obra el rótulo de Paulus comoedia ad iuvenum mores coercendos, y se propone, entre otras cosas, mostrar cómo los malos siervos y las mujeres perdidas estragan los más pingües patrimonios: «ad diluendas opes». El autor de la Celestina nos dice desde la portada que su libro contiene «avisos muy necesarios para mancebos, mostrándoles los engaños que están encerrados en sirvientes e alcahuetas». Los medios empleados son de tan dudosa eficacia moral en una comedia como en otra.

El protagonista de la comedia, Paulo, es un estudiante   —101→   haragán y desaplicado, a quien su siervo Herotes arrastra por el camino del vicio. A esta perversa influencia se contrapone la de otro siervo, bueno y leal, Stichus, que advierte lealmente a su señor de los peligros que corre y procura apartarle de la vida disipada que lleva en compañía de otros estudiantes tan corrompidos como él y de rufianes y meretrices. La intriga se reduce a una odiosa tercería, en que la inmunda vieja Nicolasa cede por dinero a Paulo su propia hija, Úrsula, que Herotes se encarga de hacer pasar por virgen después de haberla desflorado.

Como se ve, la semejanza con la Celestina es muy vaga y genérica. Los dos criados de Paulo traen a la mente los de Calisto, pero son diversos sus caracteres. Stichus resulta constantemente bueno en la comedia latina. Pármeno, que al principio da sanos consejos a su amo, se pervierte con el trato de su compañero y los regalos amorosos de Areusa, y llega a hacerse cómplice del asesinato de Celestina. Sempronio, en la obra española, es un gentil racimo de horca, un rufián o poco menos, que acaba por dar de puñaladas a una vieja para robarla una joya. Pero su perversidad no iguala de ningún modo a las negras maquinaciones de Herotes, que se complace y encarniza en el mal con tanto deleite como Yago, y hace alarde y reseña de sus propios crímenes, jactándose de haber arrastrado a la pobreza y a la infamia a muchos mancebos ilustres. Tampoco la madre Celestina, aunque pertenece a la familia de Nicolasa, parece capaz del horrendo parricidio moral que a ésta se atribuye: a lo menos en la Tragicomedia no lo comete, ni artísticamente podía cometerlo.

Por otra parte, hasta la forma exterior, que no es la prosa, como en la mayor parte de las comedias humanísticas, sino el trímetro yámbico acataléctico o senario, muy incorrectamente manejado, aísla de sus congéneres esta pieza, en que por primera vez reaparecen los nombres clásicos de prótasis, epítasis y catástrofe. De nada de esto hay vestigio en la Celestina. Lo que tienen de común ambas piezas es el ambiente escolar en que se desarrollan: «Paulo es un estudiante universitario (dice el señor Sanesi); sus procederes, sus palabras y las de todos los que le rodean, nos descubren un rincón de la vida estudiantil de aquel siglo tan remoto de nosotros. Ni la ávida Nicolasa, ni la diestra Úrsula tienen mucho de común con las mujeres del teatro latino; son, por el contrario, figuras copiadas del natural, ofrecidas directamente por la realidad, y pertenecen   —102→   a aquella clase de mujeres de que no es difícil a un joven, ni habrá sido difícil a Vergerio cuando frecuentaba los cursos de las universidades de Padua, de Florencia o de Bolonia, hacer conocimiento personal o adquirir experiencia inmediata.»

Los mismos tipos pudo encontrar, y seguramente encontró, en Salamanca el bachiller Fernando de Rojas, sin necesidad de conocer el Paulus. La exacta observación del crítico italiano da nueva fuerza a la opinión de los que hemos sostenido que la Celestina puede muy bien ser obra de un estudiante, y si no lo es, ciertamente lo parece. Los escolares del Renacimiento solían ser muy hombres cuando frecuentaban las escuelas, y eso que no se había llegado todavía a los felices tiempos en que, para disfrutar de los privilegios del fuero académico y acogerse a la blanda jurisdicción del Maestrescuela, solían matricularse personas que pasaban de treinta años, y hasta verdaderos bigardos y malhechores, de lo cual en la biografía, todavía inédita, de un dramaturgo español del siglo XVII hay un curioso ejemplo.

Comedias universitarias son en su mayor número las comedias latinas escritas en Italia durante el siglo XV, y lo son, ya porque reflejan costumbres meramente académicas, como la comedia anónima que Sanesi llama electoral, y es obra, al parecer, de algún alemán concurrente a la escuela de Padua; ya porque son estudiantes algunos de los interlocutores; ya porque consta haber sido escritas y representadas por escolares, como lo fue en el estudio de Pavía, la horrible y obscenísima comedia Janus sacerdos, en 1427, imitado por Mercurio Roncio de Vercelli en la suya, no menos feroz, De falso ypocrita et tristi, que se representó diez años después en la misma universidad lombarda. Una y otra permanecen afortunadamente inéditas, y el mero hecho de su existencia arguye la profunda depravación intelectual y moral de la sociedad en que nacieron. Apenas se concibe que en tiempo alguno hayan podido ser materia de chistes, pronunciados en público teatro, en solemnidad académica, por jóvenes cultos, estudiosos, ilustres, los vicios y torpezas más hediondas, que ni nombrarse deben entre cristianos y que por su enormidad misma requieren el cauterio de la ley penal, no el de la sátira, y son incompatibles con la representación festiva.

Por fortuna, estas dos comedias, y alguna otra, como la Conquestio uxoris Canichioli, son excepciones en la rica   —103→   galería del teatro humanístico, que rara vez es casto y morigerado en la dicción, pero no ultraja, por lo menos, los fueros de la naturaleza. Su materia es varia: hay piezas que pueden considerarse como cuentos dialogados, unos de origen clásico, por ejemplo, la comedia Bile,117 otros derivados de Boceaccio o de tradiciones populares, que ya habían recibido diversas formas, incluso la dramática, en lengua vulgar francesa o italiana.

Por la singularidad de su forma alegórica, por el prestigio del nombre de su autor, memorable en todos los órdenes de la cultura artística y científica, varón de muchas almas, como sólo el Renacimiento los produjo, debe mencionarse la comedia Philodoxus o Philodoxeos, que el florentino León Bautista Alberti compuso (según las investigaciones del señor Sanesi) antes de la segunda mitad de 1426, cuando la enfermedad y la dura pobreza le hicieron suspender los estudios de Derecho que había comenzado en la universidad de Bolonia. Esta comedia, bastante confusa, que su propio autor procuró aclarar con un comentario, tuvo en el tiempo de su aparición maravilloso éxito, a causa de que Alberti la hizo pasar por obra de un antiguo poeta llamado Lépido, encontrada en un vetustísimo códice.118 Nadie sospechó el engaño; pero cuando fue declarado por su propio autor, la pieza perdió algo de su crédito, suerte común de las falsificaciones más hábiles. Todavía el Philodoxos se leía y comentaba en las escuelas a principios del siglo XVI. Precisamente en 1501, dos años después de la primera edición de la Celestina, salía de las prensas de Salamanca la comedia latina de Alberti, para estudio y recreo de los discípulos de un cierto bachiller Quirós, que explicaba en aquella Universidad los poetas clásicos.119

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El bachiller Quirós afirma, y no podemos menos de darle crédito, que el opus pulcherrimum; de León Bautista Alberti, era enteramente desconocido en Salamanca hasta su tiempo. Es de creer, pues, que tampoco le conociese el bachiller Rojas antes de esa fecha. Pero nada importa averiguarlo, porque el Philodoxus no se parece en nada a la Celestina, ni en la fábula, ni en los caracteres, ni mucho menos en la interpretación alegórica que su autor quiso darle. Hay, sí, un joven ateniense llamado Filodoxo, enamorado   —105→   de la romana Doxa, y que se vale para conseguir sus fines de un amigo suyo llamado Fronesio. Otro pretendiente de la misma joven, hombre rico y brutal, llamado Fortunio, cansado de perseguirla con inútiles ruegos, se decide por el rapto, entrando a viva fuerza en su casa; pero en vez de Doxa se lleva por equivocación a su hermana Femia. Al fin, todo se compone merced a la oportuna intervención de una especie de comisario de barrio, jefe de los centinelas o vigilantes nocturnos (Chronos, excubiarum magister), el cual decide que Fortunio se quede con la doncella raptada y Filodoxo se case con su amada Doxa. Pero ésta es la corteza del drama; en el fondo hay una idea simbólica, a la cual responden exactamente los nombres de los personajes. Filodoxo, el amante de la gloria (Doxa), llega a desposarse con ella. Fortunio, el favorecido por la fortuna, cree conquistar la Gloria y se queda con la Fama (Femia), que es cosa no despreciable, pero de calidad inferior. Chronos es una personificación del tiempo, y a este tenor todos los personajes. La moraleja es fácil de inferir: sólo la sabiduría y la prudencia pueden conquistar la verdadera gloria; la fortuna y la riqueza tienen que contentarse con la fama. La comedia de Alberti está en prosa y consta de doce escenas. En la larga serie de las Celestinas sólo encontramos una y muy tardía, la Doleria del Sueño del mundo, que tenga el carácter alegórico de la obra de Alberti. Una y otra son lánguidas y fastidiosas, aunque de intachable honestidad.

Las comedias humanísticas que verdaderamente pudieron influir en la Celestina se reducen a tres: la Philogenia, de Ugolino Pisani; la Poliscena, atribuida a Leonardo de Arezzo y la Chrysis, de Eneas Silvio Piccolomini. Daré a conocer rápidamente estas obras en lo que tienen relación   —106→   con la nuestra. Son tres historias de amor, pero tratadas de muy diversa manera. He aquí cómo expresa Sanesi el argumento de las primeras escenas de la Philogenia, únicas que a nuestro asunto interesan: «Epifebo, que ama a Filogenia y desea violentamente poseerla, va de noche bajo sus ventanas y tiene con la doncella un largo y apasionado coloquio. La joven, en quien luchan el amor y el deseo con el freno del pudor y de la educación, se muestra al principio indiferente e incrédula. Pero Epifebo habla con tanta dulzura, suplica con tanto calor, invoca la muerte con tanta angustia, manifiesta los propios tormentos con tanta viveza y sinceridad de palabra y emplea tanto arte en disipar sus temores y sus dudas, que finalmente la doncella cede al destino y abandona ocultamente la casa paterna. El joven, acogiéndola entre sus brazos, la conduce sin dilación a su propia casa, donde (como él dice) «pasarán todos los días al modo de los epicúreos120

Los sucesivos lances de la comedia, que ya pueden inferirse por tal principio, pertenecen enteramente al género de Boccaccio y recuerdan la historia de la hija del Rey del Algarbe, tan traída y llevada por diversos amadores. Epifebo, perseguido por los parientes de Filogenia, acaba por casarla con un rústico, tan codicioso como crédulo y necio.

Sólo en el coloquio de la ventana, en la intervención episódica de las dos cortesanas Servia e Irzia, y en el noble carácter de los padres de Filogenia (Cliofa y Calisto), que un tanto recuerdan a Pleberio y Alisa, cuando se despiertan sobresaltados al sentir ruido en la cámara de su hija, puede verse algo que se parezca a la Celestina. Tengo por muy dudosa esta fuente.

No así la Poliscena, atribuida generalmente (acaso con error) al célebre humanista Leonardo de Arezzo, a quien, por no confundirle con su infame homónimo del siglo XVI, no llamaremos Aretino. Esta comedia, que se conoce también con los nombres de Calphurnia y Gurgulio, corrió impresa desde 1478 y tuvo la honra de ser explicada en cursos universitarios, hasta en la remota Polonia.121 Es   —107→   de suponer que llegase a España antes que el Philodoxus, y todo el que atentamente la lea notará sus semejanzas y diferencias con la Celestina. Creizenach advirtió ya que el contenido de la Poliscena se parecía mucho al del Pamphilus. En pocas líneas, pero muy exactas, da idea Gaspary, en su excelente Historia de la literatura italiana,122 del argumento de esta comedia: «Un joven, llamado Graco, encuentra a la joven Poliscena que volvía con su madre Calfurnia de oír un sermón en la iglesia de los frailes   —108→   menores. Enamórase súbitamente de la doncella y ésta de él. Graco se vale de la mediación de su esclavo Gurgulio (nombre tomado de una comedia de Plauto) y Poliscena acude a su esclava Tharatántara, hábil en todo género de tercerías. El parásito, después de haber tentado inútilmente a la madre con promesas y ofrecimientos, va una mañana a ver a Poliscena, mientras Calfurnia está en la iglesia, y con bellas palabras, y pintando muy al vivo los tormentos de su amador, induce a la joven a concederle una entrevista. Graco se vale de la ocasión sin ningún escrúpulo; sobreviene la madre, enfurecida, y amenaza con citarle a juicio; pero el padre de Graco, Macario, pone remedio a todo permitiendo que su hijo se case con Poliscena.»

Tal es el asunto de esta pieza, brutal y refinada a un tiempo, pues, aunque escrita en prosa, remeda con suma habilidad la lengua de los poetas cómicos latinos. Si en la comedia humanística hay algún prototipo innegable de la fábula de Rojas, éste es sin duda alguna. La semejanza consiste, no sólo en la acción, sino en los tipos del siervo Gurgulio y de la vieja Tharatántara. Esta última, sobre todo, parece abuela de Celestina. Como ella se lamenta de los males de la vejez y recuerda los perdidos goces juveniles: Memini ego me quondam, a multis amari, memini etiam, me multis egregie saepius illudere ac fune quasi ligatos trahere. Verum heu me jam effoetam manent fata ultricia, non ita ut pridem ambior, nec ullis artibus pristinum vigorem possum reparare. Como ella tiene fama de hechicera: Non verentur etiam me veneficam nuncupare ac blanditiis fallacibus me palpare ipsos incusant, ac magico carmine vitam auferre conati. Y al mismo Graco, después de hacer un horrible retrato de la vieja, añade como último improperio: Suspecta etiam admodum est veneficii nomine.

El diálogo de Tharantántara con Poliscena tiene también rasgos celestinescos, especialmente en lo que toca a la recomendación de las prendas del amante y al encarecimiento de los extremos de su pasión: Itame iuvet Jesus, posteaquam, te amare coepit, nunquam vidi ipsum hilarem, placidum nemini, satago obsonia ac pulpamenta quae scio omnia, demulceo verbis quantum possum, at nequit esse, inquit, neque potare, noctes ducit insomnes, ingemiscit perpetuo... La semejanza continúa en el acto o escena en que Tharatántara da cuenta a Graco del desempeño de su   —109→   comisión.123 Pero en la Poliscena todo marcha por la posta, sin rastro de estudio psicológico y sin recato ni comedimiento alguno. Poliscena otorga una cita a las primeras de cambio, aprovechando la ausencia de su madre, que está en la iglesia, y el nudo se desata por los procedimientos más brutales y menos complicados. Si de esa comedia, así como del Pamphilus, pudo aprovechar algo Fernando de Rojas, nunca con tan humildes materiales se levantó edificio tan grandioso y espléndido.124

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Si la Poliscena fue la primera imitación consciente y deliberada de la dramaturgia plautina, la Chrysis, compuesta en 1444 por el futuro Pio II (Eneas Silvio Piccolomini) cuando asistía a la dieta de Nuremberg, es la primera tentativa formal de reproducir el metro propio de la comedia, el senario yámbico de los latinos, abandonando la prosa en que habían escrito todos sus predecesores, con la única excepción de Vergerio. En la Chrysis no hay verdadera acción, sino una serie de escenas que pintan muy al vivo las costumbres de las meretrices y de los jóvenes disolutos. Hay coincidencias con la Celestina, pero todas ellas se refieren a pasajes que están antes en Plauto: «Ningun amante (dice Casina a Crisis) me agrada por más de un mes; siempre las nuevas calendas me traen nuevos amores.» Y Crisis la replica: «Tu constancia es excesiva, porque conviene celebrar también con nuevos amores las nonas y los idus, o, como hago yo, procurarme a cada nuevo sol nuevos amantes.» La misma doctrina inculca Celestina a Areusa en el acto VII: «Nunca uno me agradó, nunca en uno puse toda mi afficion. No hay cosa más perdida, hoy, que el mur que no sabe sino un horado; si aquel le tapan, no avrá dónde se esconda del gato; quien no tiene sino un ojo, mira a quánto peligro anda... ¿Qué quieres, hija, deste número de uno? más inconvenientes te diré dél que años tengo acuestas; ten siquiera dos, que es compañía loable... E si más quisieres, mejor te yrá, que mientras más moros más ganancia.»

En uno y otro pasaje se ve la imitación de los consejos que Scapha dirige a Philamatium en la Mostellaria de Plauto (v. 188-90):


Tu ecastor erras, quac quidem ezpectes unum atque illi
    Morem praecique sic geras atque alios asperneris.
   Matronae, non meretricium, est unum inservire amantem.


Hay también en la Chrysis una lena llamada con toda propiedad Canthara por su insaciable amor a la bebida. Eneas Silvio, que lleva muchas veces la imitación hasta el plagio, pone literalmente en su boca el mismo ditirambo que pronuncia la vieja del Curculio.

Puede tenerse por cierto que Rojas desconocía la existencia de la Chrysis, obra que todavía está inédita a estas horas, y que su sabio autor, cuando llegó a las altas dignidades eclesiásticas, y por fin a la cátedra de San Pedro, procuró destruir con suma eficacia, lo mismo que otros   —111→   escritos suyos, no enteramente juveniles,125pero compuestos cuando hacía vida secular y profana. Era el principal entre ellos la célebre Historia duorum amantium, de la cual ya hemos dicho algo en el primer tomo de estos Orígenes,126 por haber sido muy bien traducida a nuestra lengua en el siglo XV y haber influido grandemente en la Cárcel de Amor y en otras ficciones sentimentales.

Traducida u original, la había leído de seguro Fernando de Rojas, y no fue de los libros que menos huella dejaron en su espíritu y en su estilo. La novela del futuro Pontífíce es, como la tragicomedia española, una historia de amor y muerte de dos jóvenes amantes. En una y otra se mezcla el placer con las lágrimas, y una siniestra fatalidad surge en el seno mismo del deleite. Pero es diversa la condición de las personas, puesto que Eurialo y Lucrecia son amantes adúlteros, y diversa también la catástrofe, que en la obra de Eneas Silvio pertenece al orden moral, y se cumple, no por ningún medio exterior, sino por el fuego de la pasión, que consume y aniquila a la mísera enamorada. «Esta nuestra, como vido a Eurialo partir de su vista,   —112→   cayda en tierra, la lleuaron a la cama sus sieruas hasta que tornasse el espíritu. La qual como en sí tornó, las vestiduras de brocado, de púrpura y todos los atavíos de fiesta y alegría encerró y de su vista apartó, y de camarsos y otras vestiduras viles se vistió. Y de allí adelante nunca fue vista reyr ni cantar como solía. Con ningunos plazeres, donayres ni juegos jamás pudo ser en alegría tornada, e algunos días en esto perseverando, en gran enfermedad cayó, de la qual por ningun beneficio de medicina pudo ser curada. Y porque su coraçon estaua de su cuerpo ausente y ninguna consolación se podía dar a su ánima, entre los bragos de su llorosa madre y de los parientes que en balde la consolaban, la indignante ánima del anxioso y trabaxoso cuerpo salió fuera.»127

En lo que la historia de Eurialo y Lucrecia pudo servir de modelo a la Celestina fue en la elocuencia patética de algunos trozos y en aquella especie de psicología afectiva y profunda que el culto, gentil y delicado espíritu de Eneas Silvio adivinó quizá el primero entre los modernos. Porque aquí no se trata del amor místico, dantesco o petrarquista, que toma las perfecciones de la criatura como medio para ascender a otra perfección más alta; ni tampoco del amor cortesano, que es mero devaneo en la lírica de Proveza y en sus imitadores; ni tampoco de la pasión desenfrenada y furiosa, pero declamatoria, que se exhala en las quejas delirantes de Fiammetta, sino de un género de pasión más apacible y humano, ni enteramente sensual, ni reducido a lánguidas contemplaciones. Este amor, finamente estudiado con una penetración que honraría al más experto y sagaz moralista de cualquier tiempo, constituye el mérito principal de las epístolas que contiene el tratado de Eneas Silvio, que, al revés de tantas otras composiciones artificiales, no es más que la interpretación estética de un suceso real acaecido en Siena cuando entró en ella triunfante el emperador Segismundo.

Hay pasajes de la Celestina que inmediatamente traen a la memoria otros del Eurialo. La descripción de la hermosura de ambas heroínas se parece mucho.128 Eurialo   —113→   envía a Lucrecia su primera carta por medio de una vieja tercera, y las palabras con que la recibe son tan ásperas como las de Melibea en el principio de sus amores:

«Como la alcahueta recibió la carta de Eurialo, luego a más andar se fue para Lucrecia, y fallandola sola le dixo: «El más noble y principal de toda la corte del César te envía esta carta, y que ayas dél compasion te suplica.»

Era esta mujer conocida por muy pública alcahueta: Lucrecia bien lo sabía; mucho pesar ovo que muger tan infame con mensaje le fuesse embiada, y con cara turbada le dixo: «Qué osadía, muy malvada henbra, te traxo a mi casa? Qué locura en mi presencia te aconsejó venir? Tú   —114→   en las casas de los nobles osas entrar y a las castas dueñas tentar, y los legítimos matrimonios turbar? Apenas me puedo refrenar de te arrastrar por essos cabellos y la cara despedaçar. Tú tienes atrevimiento de me traer carta? Tú me fablas? Tú me miras? Si no oviesse de considerar lo que a mi estado cumple más que lo que a ti conviene, yo te facía tal juego, que nunca de cartas de amores fueses mensajera...»

Mucho temor oviera otra qualquiera; mas ésta que sabía las costumbres de las dueñas, como aquella que en semejantes afrentas muchas vezes se avia visto, dezia consigo: «Agora quieres que muestras no querer», y allegando más a ella dixo: «Perdóname, señora; yo pensaba no errar y tú aver desto placer. Si otra cosa es, da perdon a mi ynocencia. Si no quieres que buelva, hecho he el principio, en lo ál yo te obedeceré. Mas mira qué amante menosprecias.»

No prolongaré este cotejo haciendo notar otras semejanzas de detalle que en las entrevistas de los amantes pueden encontrarse. Lo principal es el ambiente novelesco análogo, la suave y callada influencia que en la concepción de Rojas ejerció un escritor digno de inspirarle.

Volviendo sobre nuestros pasos, creemos inútil mencionar otras comedias humanísticas, ya por ser de fecha algo posterior a la Celestina, ya por no tener con ella más que conexiones remotas. Por lo tocante a la comedia italiana del Renacimiento, las fechas dicen bien claro que no pudo influir en la Celestina, la cual es anterior a todas las obras de Maquiavelo, Ariosto y Bibbienna.129

Nació la Celestina en pleno clasicismo, cuando el teatro de Plauto, que no constaba ya de ocho comedias, sino de veinte, había surgido del vetusto códice descubierto en Alemania por el cardenal de Cusa, y embelesaba y regocijaba la fantasía de los humanistas, que no se limitaban a   —115→   transcribirle y comentarle y a añadirle escenas y suplementos, sino que le hacían objeto de Públicas representaciones en su lengua original. Los actores solían ser escolares, pero estas fiestas del arte antiguo no eran meramente universitarias. Se celebraban con gran pompa y magnificencia en los palacios de príncipes y cardenales, ante el auditorio más aristocrático y selecto. Así en Roma aquel Pomponio Leto, tan sospechoso de paganismo, hizo representar en fecha ignorada la Aulularia bajo los auspicios del cardenal Riario, sobrino de Sixto IV; en 1499, algunos actos de la Mostellaria, en casa del cardenal Colonna; en 1502, los Menechmi, en presencia de Alejandro VI, para festejar las bodas de su hija Lucrecia con Alfonso de Este.

Otras representaciones, algunas muy anteriores, hubo en Florencia, en Mantua, en Ferrara, en Pavía, en todos los grandes centros de la vida intelectual y cortesana del Renacimiento. Si alguna noticia de éstas llegó a oídos de Fernando de Rojas, ¡cómo debió agrandarse en su mente la visión del teatro y soñar con otro igual para su patria, y encenderse en el anhelo de superar, no ya los pobres, remedos de la comedia latina que tenía delante, sino al mismo Terencio y al mismo Plauto, que habían sabido menos que él de la vida y del corazón humano!

¿Se compusieron o representaron en España comedias humanísticas durante el siglo XV? No podemos afirmarlo ni negarlo. Hasta ahora el género parece exclusivamente italiano. Sólo en tiempo de Carlos V, cuando la comedia latina empezaba a decaer en Italia, cediendo su puesto al teatro vulgar, la vemos aparecer en nuestras escuelas con los mismos caracteres y a veces con la misma pompa de representación que en su patria.130 Y durante todo el curso del siglo XVI la encontramos más o menos ingeniosamente cultivada: en Alcalá por Juan Petreyo (Pérez), que puso en latín tres comedias del Ariosto; en Salamanca y Burgos, por Juan Maldonado, cuya Hispaniola no figuraría   —116→   mal en la serie de las Celestinas;131 en Sevilla, por Juan de Mal-Lara; en Valencia, por Lorenzo Palmireno; en Barcelona, por Juan Cassador y Jaime Cassá, y hasta en la isla de Mallorca, por Jaime Romanyá, autor del Gastrimargus, que se representó en la plaza pública ante un concurso de más de ocho mil espectadores.132 Por fin, este género, cada vez más abatido y escuálido, cayó en manos de los jesuitas, que le morigeraron, convirtiéndole en comedia de colegio. Así nació y murió el teatro humanístico en España, con poco brillo siempre y con poca influencia en el drama nacional.

¿Pudo encontrar Rojas en la dramaturgia vulgar de su tiempo, en el infantil teatro de la Edad Media, algún punto de apoyo para su creación? Difícil es responder categóricamente a esta pregunta. De los juegos de escarnio, que llegaron a penetrar en la iglesia y a ser representados por   —117→   clérigos, apenas sabemos más que lo que dice una ley de Partida. De la Corona de Aragón tenemos un documento aislado, pero muy curioso, sobre el cual llamó la atención don José María Quadrado.133Es la queja presentada en 1442 a los Jurados de Mallorca contra los abusos introducidos en las representaciones que solían hacerse en las fiestas del primer domingo después de Pascua y el lunes inmediato, las cuales no versaban ya, como al principio, sobre materias devotas y honestas, sino sobre amores y alcahueterías.

«E en qual manera per solemnitat e honorificentia de la dita festa se acostumavan en temps passat fer en semblant dia diverses entremeses e representacions per las parroquias, devotas e honestas, e tals que trahien lo poble a devoció; mes empero d´algun temps ensá quasi tots anys se fen per los caritaters (encargados de las fiestas de la Caridad) de las parroquias, qui los demés son jovens, entremeses de enamoraments, alcavotarias a altres actes desonests e reprobats, majorment en tal día en lo qual va lo clero ab processons e creu levada portans diverses reliquies de sants, de que lo poble pren mal exempli e roman scandalizat.»

Yo no me atreveré a decir, con mi inolvidable amigo Quadrado, que «aquí tenemos ya el drama secularizado en Mallorca medio siglo antes de la aparición de la Celestina; los temas devotos sustituidos por los profanos; el auto suplantado por la comedia». Sería preciso que la casualidad nos descubriese algún fragmento o muestra de tales representaciones para que pudiéramos inducir su carácter. De todos modos, el documento es singular, pero en Castilla tenemos otro muy análogo: los decretos del Concilio de Aranda, que en 1473 mandó celebrar el arzobispo de Toledo don Alfonso Carrillo. Uno de ellos da testimonio del escandaloso abuso de las representaciones profanas dentro del templo en las fiestas de la Navidad, de San Esteban, de San Juan y de los Inocentes, y en las solemnidades de misas nuevas: «Ludi theatrales, larvae, monstra, espectucula, necnon quam plurima inhonesta et diversa figmenta in ecclesiis introducuntur, tumultuationes quoque et «turpla carmina» et «derisorii sermone» dicuntur.» Pero dudamos   —118→   mucho que esta inculta y bárbara manifestación dramática hubiera podido influir en un espíritu tan culto como el de Fernando de Rojas.

Otras reminiscencias de escritores del renacimiento italiano: Petrarca...

Los orígenes de la Celestina no son populares, sino literarios, y de la más selecta literatura de su tiempo. Aún no hemos apurado el catálogo de sus reminiscencias. Leía mucho su autor, como todos los hombres estudiosos de su generación, a los dos grandes maestros del primer Renacimiento italiano, Francisco Petrarca y Juan Boecaccio. Las obras latinas del primero le eran tan familiares, que desde las primeras líneas del prólogo encuentra ocasión de citarle, para probar que «todas las cosas son creadas a manera de contienda y batalla». «Hallé (dice) esta sentencia corroborada por aquel gran orador e poeta laureado, Francisco Petrarca, diziendo: Sine lite atque offensione nihil genuit natura parens: sin lid e offension ninguna cosa engendra la natura, madre de todo». Dize más adelante: «Sic est enim, et sic propemodum universa testantur:, rapido stellae obviant firmamento; contraria invicem element confligunt, terrae tremunt; maria fluctuant; aer quatitud; crepant flammae; bellum immortale venti gerunt; tempora temporibus concertant; secum singula, vobiscum omnia», que quiere dezir: «En verdad assi es, e assi todas las cosas desto dan testimonio; las estrellas se encuentran en el arrebatado firmamento del cielo; los adversos elementos unos con otros rompen pelea; tremen las tierras; ondean los mares; el ayre se sacude; suenan las llamas; los vientos entre sí traen perpetua guerra; los tiempos contienden e ligan entre sí, uno a uno e todos contra nosotros.»134

El pasaje que Rojas alega está en el prefacio del libro 29 De Remediis utriusque fortunae; pero lo que nadie ha advertido hasta ahora, que yo sepa, es que continúa traduciendo sin decirlo; de suerte que todo el segundo prólogo es un puro plagio, como puede verse por el texto latino que pongo al pie, subrayando las frases que más literalmente   —119→   copió Rojas.135¿Qué explicación puede tener un procedimiento tan extraño, mucho más si se recuerda que el De Remediis andaba en manos de todas las personas letradas,   —120→   y existía ya una traducción castellana anterior a la de Francisco de Madrid, tantas veces impresa desde 1510 ¿A quién podía engañar Rojas, apropiándose con tanta frescura la doctrina y las palabras ajenas, que además venían traídas por los cabellos al propósito de su libro? ¿Para qué necesitaba un escritor de su talla ajeno auxilio en la redacción de un sencillo prólogo? Quizá por eso mismo. Recuérdese el caso bastante análogo, aunque en menores proporciones, de la dedicatoria de la primera parte del Quijote, tejida en parte con frases de otra dedicatoria de Herrera en sus Anotaciones a Garcilaso, y del maestro Francisco de Medina, en el hermoso prólogo que llevan. A los grandes escritores suele resistírseles más la correspondencia familiar o la redacción de un documento de oficio, que la composición de un libro entero. Uno de esos apuros debió de pasar el bachiller Fernando de Rojas, y para salir de él apeló al extravagante recurso de echar mano del primer libro que sobre la mesa tenía y traducir de él unas cuentas páginas, que lo mismo podían servir de introducción a cualquier otro libro que a la Celestina. Cervantes todavía necesitó menos para zurcir cuatro frases de cortesía.

Más interés tiene este plagio directo que las vagas reflexiones morales sobre la próspera o adversa fortuna que hay en varios pasos de la Tragicomedia, registrados ya por Arturo Farinelli: «O fortuna (exclama Calisto en el aucto XIII) quánto e por quántas partes me has combatido! Pues por más que sigas mi morada, e seas contraría a mi persona, las adversidades con ygual ánimo se han de sufrir, e en ellas se prueba el coraçon rezio o flaco.» Y antes había dicho Celestina (aucto XI) convirtiéndose en eco de las palabras del Petrarca: «Siempre lo oí dezir, que es más difficil de suffrir la próspera fortuna que la adversa; que la vna no tiene sossiego, e la otra tiene consuelo.» Aunque hoy nos parezca tan vulgar el contraste entre una y otra fortuna, su filiación petrarquista no puede ocultarse a quien esté versado en la literatura de nuestro siglo XV, que había convertido en una especie de breviario moral la obra De Remediis, y aplicaba a todos los momentos de la vida sus poco originales sentencias diluidas en un mar de palabrería ociosa.136

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Pero no es sólo en el libro de los Remedios, sino en otros varios del Petrarca, donde hay que buscar el origen y la explicación de algunos lugares de la Celestina. Dice Calisto a la vieja en el aucto VI: «Qué más hazia aquella tusca Adeeta, cuya fama, siendo tú viva, se perdiera? la qual tres dias ante su fin prenunció la muerte de su viejo marido e de dos hijos que tenia.» Esta alusión, a primera vista oscura, se descifra con una advertencia de la edición de Salamanca del año 1570, hecha por Matías Gast, en la cual sospecho que anduvo la mano del Brocense por el género de las enmiendas: «Atrevíme con consejo de algunos doctos a mudar algunas palabras que algunos indoctos correctores pervirtieron... En el acto sexto corregí Adelecta. Fue esta Adelecta (como cuenta Petrarca) una noble mujer toscana, grandísima astróloga y mágica. Dixo muchas cosas a su marido, e hijos, Eternio y Albricio. Pero principalmente estando a la muerte, en tres versículos, anuncié a sus hijos lo que les había de acaecer, especialmente a Eternio, que se guardase de Cassano, lugar de Padua. Siendo al fin de sesenta años vino a Milan, adonde por sus obras era muy aborrecido de los longobardos: fué de ellos cercado, y pasando un puente con gran fatiga, supo que aquel lugar se nombraba Cassano. Luego da espuelas al caballo, y lánzase en el río diciendo a grandes voces: Oh hado inevitable! Oh maternales presagios! Oh secreto Cassano! Al fin salió a tierra; mas los enemigos, que la puente y entrambas riberas tenian tomadas, alli le acabaron.»

Lo que se le olvidó advertir al corrector salmantino fue el lugar de las obras del Petrarca en que se encontraba la mención de Adelecta, y como en el índice de la edición de Basilea no se consigna tal nombre, tuve que internarme con verdadero empeño en la lectura del primer tomo, hasta que di en el libro 4º, Rerum Memorandarum, cap. V, De Vaticiniis, con la historia de Adelheida o Adelaida de Romano, madre del célebre tirano Ezzelino (no Eternio) y de Albricio, que es la tusca Adeleta de nuestro poeta, la fatídica de Hetruria, que no pudo explicar su comentador Gaspar Barth.137 Y allí muy cerca encontramos otra anécdota   —122→   de Alcibíades, que también está repetida fielmente por Calisto en el mismo acto de la Celestina: «Entre sueños la veo tantas noches, que temo que me acontezca como a Alcibíades, que soñó que se veya embuelto en el manto de su amiga, e otro dia matáronlo, e no ouo quien lo alçase de la calle, sino ella con su manto.»138

Fuente indudable, aunque secundaria, de la Celestina, son también las Epístolas familiares del Petrarca. Hay dos, sobre todo, que por cierto están inmediatas, tanto en las ediciones antiguas como en la moderna de Fracasseti (la 1ª y 2ª del libro 2º), de donde está tomada punto por punto toda aquella impertinente erudición que estropea el desconsolado razonamiento de Pleberio. También aquí puede hacerse la comparación con el texto latino que pongo en nota: «Que si aquella seueridad e paciencia de Paulo Emilio me viniere a consolar con pérdida de dos hijos muertos en siete dias, diziendo que su animosidad obró que consolasse él al pueblo romano, e no el pueblo a él, no me satisfaze, que otros dos le quedauan dados en adopcion. ¿Qué compañia me ternán en mi dolor aquel Pericles, capitan atheniense, ni el fuerte Xenofon, pues sus pérdidas fueron de hijos absentes de sus tierras? Ni fue mucho no mudar su frente e tenerla serena, y el   —123→   otro responder al mensajero que las tristes albricias de la muerte de su hijo le venia a pedir, que no rescibiesse él pena, que él no sentia pesar... Pues menos podrás decir, mundo lleno de males, que fuimos semejantes en pérdida aquel Anaxágoras e yo, que seamos yguales en sentir, e que responda yo, muerta mi amada hija, lo que él a su único hijo que dixo: como yo fuese mortal, sabía que avia de morir el que yo engendraua...

Ninguno perdió lo que yo el dia de oy, aunque algo conforme parescía la fuerte animosidad de Lambas de Auria, duque de los athenienses (ginoveses corrigió la edición de Zaragoza de 1507, y está bien), que a su hijo herido en sus braços desde la nao echó en la mar...»139

  —124→  

Por los trozos transcriptos se ve claro que la lectura del Petrarca no sirvió al bachiller Rojas para nada bueno, sin para alardear de un saber pedantesco; pero valga lo que valiere esta influencia, es de las que pueden documentarse de un modo más auténtico e irrefragable.

Boceaccio, lo mismo que el Petrarca, influye en Rojas, como en todos los españoles del siglo XV, más como humanista y erudito que como poeta y novelista, más por sus obras latinas que por las vulgares. Contra todo lo que pudiera esperarse, no es el Decamerón, ni siquiera el Corbaccio, sino el libro De casibus Principum (lectura favorita de nuestros moralistas, desde el tiempo del Canciller Ayala) la obra de Boceaccio que ha dejado positiva e innegable huella en la Celestina. Alusión muy clara a ella son estas palabras de Sempronio en el aucto I: «Lee los historiales, estudia los philosophos, mira los poetas; llenos están los libros de sus viles y malos exemplos e de las caydas que levaron los que en algo, como tú, las reputaron.» Las Caydas de Príncipes y el Valerio Máximo estaban sin duda entre aquellos «antiguos libros» que «por más aclarar su ingenio» mandaba su padre leer a Melibea, y que ojalá no hubiesen leído nunca ni ella ni el poeta que la inventó.

Nada he encontrado en la Celestina que indique conocimiento de las Cien novelas. En realidad, Boccaccio y Rojas no son ingenios del mismo temple, aun cuando parece que describen escenas análogas. Hay en Boceaccio una alegría sensual, un pagano contentamiento de la vida que contrasta con el arte profundo y doloroso a veces, de Rojas. El Surgit amari aliquid de Lucrecio nos asalta involuntariamente en muchas de sus páginas. Todas las catástrofes trágicas, que no faltan en el Decamerón, no son suficientes para quitar al libro su carácter risueño y jovial. Las visiones lúgubres pasan tan rápidas, que no pueden entristecer a nadie, y la sátira misma es más amena que sangrienta: circum praecordia ludit.

Tampoco discierno imitaciones del Corbaccio italiano. Si alguna hay, habrá pasado por intermedio del Arcipreste   —125→   de Talavera.140 Pero es imposible dejar de reconocer en retórica sentimental de la obra, en los apóstrofes y exclamaciones patéticas, al lector asiduo de la Fiammetta, que fue el tipo de todas las novelas amatorias de nuestro siglo XV. La Fiammetta es un tejido de declamaciones y pedanterías; pero aquel interminable monólogo trajo al arte moderno una novedad psicológica, la revelación de un alma de mujer furiosamente enamorada. La lección no fue perdida para Rojas, y aunque en general prefirió el arte de suaves matices y el fino proceso psicológico de Eneas Silvio, se inclinó más bien en las últimas escenas a la manera vehemente y ampulosa de la Fiammetta.141

Deudas tiene también el autor de Melibea con la literatura castellana anterior a su tiempo. Ya hemos hecho mención de la más importante de todas, la del Arcipreste de Hita, que se completa y refuerza con la del Arcipreste de Talavera, Alfonso Martínez. Hay entre estos tres ingenios, nacidos en el antiguo reino de Toledo, un hilo misterioso, pero innegable, mediante el cual se transmite del siglo XIV al XVI la corriente naturalista. El Arcipreste de Hita la recoge en un poema multiforme, que es a la vez sátira, descripción de costumbres, autobiografía, novela picaresca y expansión libre y caprichosa del numen lírico. El de Talavera la deja correr por las páginas, en apariencia graves, de un tratado didáctico; le sazona de picante humorismo, como quien se entretiene en sus propios escarceos y lozanías más que en la enseñanza moral que pretende   —126→   difundir; transcribe por primera vez en forma literaria la lengua pintoresca y cruda del pueblo; sorprende la vida con enérgica inspiración; siembra un tesoro de modismos y proverbios; forja el gran instrumento de la prosa familiar y satírica.

Ésta fue su verdadera creación, y por esto más que por nada es el más inmediato precursor de Rojas, a quien estaba reservada la gloria de fijar esa prosa en su momento clásico, de dramatizarla, de reducirla a un cauce más estrecho y profundo, represando aquella abundancia generosa, pero despilfarrada, en que la ardiente imaginación del Arcipreste talaverano se complace sin freno ni medida.

Pero además de esta relación general entre la Reprobación del amor mundano y la Celestina, que fácilmente percibirá quien pase de un libro a otro y se fije en la copia de refranes y de modos de decir sentenciosos y castizos que en ambos libros reaparecen, hay imitaciones de pormenor, que la crítica ha señalado varias veces y que comienzan desde el acto primero.142 Los ejemplos y doctrinas de que Sempronio se vale para prevenir a su amo están sacados del arsenal del Corbacho, nombre con que generalmente es conocida la Reprobación. «E non pienses en este paso fallarás tú más fermeza que los sabios antyguos fallaron, expertos en tal sçiencia o locura mejor dicho. Lee bien cómo fué Adán, Sanson, Davyd, Golyas, Salamon, Virgilio, Aristotiles e otros dignos de memoria en saber e natural juyzio» (Cap. V). Compárese también el capítulo XVII, «cómo los letrados pierden el saber por amar», donde están las donosas historias de los amores de Aristóteles y de Virgilio.143

  —127→  

Aquellas enumeraciones sonoras y pintorescas del Corbacho, tan intemperantes como las de Rabelais, sólo una que otra vez se encuentran en la Celestina. Recuérdese la descripción que Pármeno hace del laboratorio en que la vieja prepara los untos y drogas para sus parroquianas: «En su casa hazía perfumes, falsaua estoraques, menjuy, animes, ambar, algalia, polvillos, almizcles, mosquetes. Tenía vna cámara llena de alambiques, de redomillas, de barrilejos de vidrio, de corambre, de estaño, hechos de mil faciones; hazía soliman, afeyte cozido, argentadas, bujelladas, cerillas, lanillas, unturillas, lustres, lucentores, clarimientes, alualinos; e otras aguas de rostro, de rasuras, de gamones, de corteza de espantalobos, de teraguncia, de hieles, de agraz, de modo destillados e açucarados. Adelgazaua los cueros con çumos de limones, con turuino, «con tuétano de corço e de garça e otras confaciones. Sacaua agua para oler, de rosas, de azahar, de jazmin, de trébol, de madreselua e clauellinas mosquatadas e almizcladas, poluorizadas con vino; hazía lexias para enruuiar, de sermientos, de carrasca, de centeno, de marrumos, con salitres, con alumbre e millifolia, e otras diversas cosas. E los vntos e mantecas que tenía, es hastio de dezir: de vaca, de osso, de cauallos e de camellos, de culebra e de conejo, de vallena, de garça, de alcarauan e de gamo, e de gato montés, e de texon, de harda, de herizo, de nutria. Aparejos para baño, esto es, una maravilla; de las yervas e rayces que tenía en el techo de su casa colgadas: mançanilla e romero, maluaviscos, culantrillo, coronillas, flor de sauco y de mostaza, spliego e laurel blanco, tortarosa e gramonilla, flor salvaje e higueruela, pico de oro e hoja tinta. Los azeytes que sacaua para el rostro, no es cosa de creer: de storaque e de jazmin, de limon, de pepitas, de violetas, de menjuy, de alfócigos, de piñones, de granillo de açofeyfos, de neguilla, de altramuces, de aruejas y de carillas e de yerva paxarera...» (Aucto I).

Esta curiosa página de perfumería y farmacia cosmética está evidentemente calcada sobre otra que hay en el libro del Arcipreste (Parte 2ª, cap. III): «Pero despues de todo esto comiençan a entrar por los ungüentos, ampolletas,   —128→   potecillos, salseruelas, donde tienen las aguas para afeytar; unas para estirar el cuero, otras destiladas para relumbrar, tuétanos de çiervo e de vaca e de carnero, e non son peores estas que diablos, que con las reñonadas del çiervo fazen ellas xabon... Meselan en ello almisque e algalia e clavos de girofre remojados dos días en agua de azahar, o flor de azahar, con ella mezclado, para untar las manos, que se tornan blancas como seda. Aguas tienen destiladas para estirar el cuero de los pechos e manos, a las que se les fazen rugas... Fazen más agua de blanco de huevos cochos estilada, con mirra, canfora, angelores, trementina, con tres aguas purificada e bien lauada, que torna como la nieue blanca. Rayzes de lirios blancos, borax fino; de todo esto fazen agua destilada con que reluzen como espada, e de las yemas cochas de los huevos azeyte para las manos e la cara ablandar e purificar...144

El tipo celestinesco está muy secamente delineado en el Corbacho (2ª parte, capítulo XIII): «Desto son causa unas viejas matronas, malditas de Dios e de sus santos, enemigas de la Virgen Santa Maria, que desque ellas no son para el mundo... e ya ninguno non las desea nin las quiere, entonçe toman de ofiçio alcagüetas, fechiceras e adevinadoras, por fazer perder las otras como ellas... Empero, dime: estas viejas falsas paviotas, ¡quántos matan e enloquecen con sus maldades de byenquerencias! ¡Quántas divysiones ponen entre maridos e mugeres, e quántas cosas fazen e desfazen con sus fechizos e maldiciones! Fazen a los casados dexar sus mugeres e yr a las extrañas; esso mesmo la muger, dexado su marido, yrse con otro; las fijas de los buenos fazen malas; non se les escapa moja, nin biuda, nin casada que non enloquecen. Asy van las bestias de ombres e mugeres a estas viejas por estos fechizos como a pendon ferido.»145

Sin exagerar la influencia que un libro doctrinal y satírico, en que no hay acción dramática ni desarrollo novelesco, pudo ejercer en una obra de arte puro como la Celestina, es imposible desconocer el parentesco estrecho que liga al Arcipreste y a Rojas en la historia de la lengua y en la pintura de costumbres.

De otros tres autores del siglo XV se advierten reminiscencias puramente formales, en la inmortal tragicomedia. Juan de Mena, cuyo temperamento artístico se asemeja   —129→   tan poco al del bachiller Rojas, era, sin embargo, uno de sus poetas predilectos. Son varios los pasajes en que la imita. El muy docto filólogo americano don Rufino J. Cuervo ha advertido que la idea y aun la forma de estas palabras: «No quiero marido, no quiero ensuciar los ñudos del matrimonio, ni las maritales pisadas de ageno hombre repisar», se encuentran en el poema de los siete pecados mortales:


Tú te bruñes y te aluzias,
Tú fazes con los tus males
Que las manos mucho suzias
Traten limpios corporales.
Muchos lechos maritales
De ajenas pisadas huellas,
Y sienbras grandes querellas
En deudos tan principales.


El señor Foulché-Delbosc, por su parte, ha hecho notar la semejanza del conjuro de Celestina con el de la hechicera de Valladolid, en un célebre episodio del Laberinto, que está imitado principalmente de Lucano. Hay coincidencias verbales: «Heriré con luz tus carceres tristes y escuras» (Celestina.)


E con mis palabras tus fondas cavernas
De luz sempiterna te las feriré.


(Juan de Mena.)                


En las octavas acrósticas del principio hay versos copiados del Laberinto, v. gr.:


A otro que amores dad vuestros cuidados.146


Puede añadirse otra reminiscencia evidente del aucto I: «Mucho seguro es la mansa pobreza.»

No ha sido reparada hasta hoy, aunque me parece obvia o innegable, la imitación de cierto tratadillo del amor que compuso, siendo estudiante, el famoso Alfonso Tostado de Madrigal, bien conocido después como fecundo autor de obras de muy diverso linaje.147 Ni aun en esta que parece tan liviana prescinde enteramente del método escolástico.   —130→   Dos son las conclusiones que propugna el Tostado: Primera, «ser necesario los omes amar a las mujeres». Segunda, «que es necesario al que ama que alguna vez se turbe», es decir, se trastorne y salga de seso. El autor habla por propia experiencia y dirigiéndose a un condiscípulo: «Hermano, reprehendiste me porque amor de muger me turbó o poco menos desterró de los términos de la razon, de que te maravillas como de nueva cosa... E por cierto non me pesa porque amé, aunque dende non me vino bien, si non que me certifiqué de cosa que me era dubdosa, e acrecenté en saber por verdadera espirencia. E por esto me pena en mayor grado el amor, que es a mí nueva disciplina, como acaesce a los que son criados libres e delicadamente, o despues vienen a servidumbre.» Los argumentos son vulgarísimos, y están confirmados con muchas historias: Sansón, David, Salomón, Tereo, Tiestes, Píramo y Tisbe, Scila, Medea, Tamar, Fedra, Deyanira y otras varias; erudición muy semejante a la que gastan los personajes de la Celestina. Toda la doctrina del Tractado puede decirse que está compendiada en estas palabras del acto primero: «Has de saber, Pármeno, que Calisto anda de amor quexoso; e no le juzgues por esso por flaco, que el amor impervio todas las cosas vence; e sabe, si no sabes, que dos conclusiones son verdaderas. La primera, que es forçoso el hombre amar a la muger, e la muger al hombre. La segunda, que el que verdaderamente ama, es necesario que se turbe con la dulçura del soberano deleyte que por el hazedor de las cosas fue puesto porque el linaje de los hombres se perpetuase, sin lo qual peresceria

Aquí están literalmente transcriptas las dos conclusiones del Tostado y uno de sus principales argumentos: «E ciertamente, para sustentacion del humanal linaje, este amor es nescesario por esto que diré. Cierto es que el mundo perescería si ayuntamiento entre el ome y la muger non oviese, e pues este ayuntamiento non puede aver efecto sin amor de amos, siguesse que necesario es que amen.» Se ve que la madre Celestina era tan puntual en sus citas como un erudito profesional: nunca pensaría el Abulense en tener tan rara casta de discípulos y lectores.

Fernando de Rojas, como otros grandes ingenios, se asimilaba rápida y fácilmente todo lo que leía. La lamentación de Pleberio después de la muerte de Melibea tiene su indudable modelo en el llanto de la madre de Leriano con que termina la Cárcel de Amor. La situación es casi   —131→   idéntica, pero no era menester que lo fuesen tanto las palabras. En la novela de Diego de San Pedro, leemos: «¡O muerte, cruel enemiga, que ni perdonas los culpados ni asuelves los inocentes!... Más razón avia para que conservases los veynte años del hijo moço, que para que dexases los sesenta de la vieja madre. Por qué volviste el derecho al revés? Yo estava harta de estar viua y él en edad de beuir...»148 Y en la Celestina: «O mi hija e mi bien todo! Crueldad sería que biua yo sobre ti. Más dignos eran mis sesenta años de la sepultura que tus veynte. Turbóse la orden del morir con la tristeza que te aquexava. O mis canas, salidas para aver pesar! Mejor gozara de vosotras la tierra que de aquellos ruvios cabellos que presentes veo.» Apresurémonos a advertir que cada una de las dos lamentaciones tiene sus bellezas propias: la de la madre de Leriano es más sobria, más concentrada, más clásica y emplea con fortuna el elemento sobrenatural de los agüeros y presagios. La de Pleberio, cercenadas las pedanterías que la deslucen por culpa del Petrarca, tiene todavía más fuerza patética y llega a lo sublime del sentimiento en dos o tres rasgos.

No faltará quien tache de vano alarde de investigación todo lo que voy escribiendo sobre los orígenes de la Celestina. El método histórico comparativo, lento y minucioso de suyo, tiene pocos prosélitos en España. Por no someterse a su rígida disciplina, que requiere como auxiliares otras muchas si ha de convertirse en hábito constante del espíritu, suelen perderse los esfuerzos de nuestra crítica en vagas consideraciones de estética superficial o de psicología recreativa. Y sin embargo, ¿puede haber cosa más interesante que seguir paso a paso la elaboración de una obra de genio en la mente de su autor; asistir si es posible a la creación de sus figuras; deslindar los elementos que por sabia combinación o por genial y súbita reminiscencia se concertaron para formar un nuevo tipo estético? Y si se trata de un personaje como el bachiller Fernando de Rojas, que no ha dejado detrás de sí más que su nombre y el eco de su voz, todos los medios de indagación parecen pocos para descifrar el enigma de su genio. Bien lejos estoy yo ni de intentarlo siquiera, pero abriré camino a los que vengan después, sin temor a las detracciones de los críticos amenos, ni de los impresionistas, ni de los trascendentales.

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Ni la naturaleza ni el arte proceden por saltos. Todo se une, todo se encadena en la historia literaria; no hay antecedente pequeño ni despreciable; no hay obra maestra que no esté precedida por informes ensayos, y no sugiera, a quien sabe leer, un mundo de relaciones cada vez más complejas y sutiles. Los más grandes ingenios son los que han imitado a todo el mundo: Shakespeare, Lope de Vega, Moliére, deben a sus predecesores la primera materia de sus obras, y algo más que la primera materia. No hay producción humana sobresaliente y dominadora que no sea la resultante de fuerzas que han trabajado en la oscuridad durante siglos. Ni Dante, ni el Ariosto, ni Cervantes, ni Goethe, se eximen de esta ley. Su grandeza procede de la misma amplitud, vasta y luminosa, de su genio, que da hospitalaria acogida a todas las manifestaciones precedentes en su raza, en su pueblo, en su siglo, en la humanidad entera.

No podríamos, sin nota de exageración, aplicar tales conceptos al bachiller Fernando de Rojas, que ni por la elevación ni por la fecundidad de su obra está a la altura de los colosos citados. Pero en su obra solitaria, concebida y escrita antes de la madurez del arte, demostró tales condiciones, que nadie en el siglo XV mereció en tanto grado como él la calificación de grande artista literario. La Celestina no es un libro peculiarmente español: es un libro europeo, cuya honda eficacia se siente aún, porque transformó la pintura de costumbres y trajo una nueva concepción de la vida y del amor.

Bellamente lo dijo Gervinus en su Historia de la poesía alemana: «Esta obra marca propiamente la hora natal del drama en los pueblos modernos. No es, en verdad, un drama perfecto en la forma, sino una novela dramática en veintiún diálogos; pero si prescindimos de la forma exterior, es una acción dramática admirablemente trazada y desenvuelta, con reflexiva conciencia de la verdad poética, y con tal maestría para caracterizar a todos los personajes, que en vano se buscará nada que se le parezca antes de Shakespeare. Mucho del contenido de Romeo y Julieta se halla en esta obra, y el espíritu según el cual está concebida y expresada la pasión es el mismo.»149

  —133→  

Profunda verdad encierran las palabras de Gervinus. Calisto y Melibea es el drama del amor juvenil, casi infantil, menos casto que el de Romeo y Julieta en palabras y situaciones, pero no menos apasionado y candoroso que el de los inmortales amantes de Verona.150 No es la Celestina obra picaresca, ni quién tal pensó, sino tragicomedia, como su título definitivo lo dice con entera verdad; poema de amor y de exaltación y desesperación; mezcla eminentemente trágica de afectos ingenuos y poco más que instintivos, y de casos fatales que vienen a torcer o a interrumpir el desatado curso de la pasión humana y envuelven a   —134→   los dos amantes en una catástrofe que no se sabe si es expiación moral o triunfante apoteosis.

¡Poder inmenso el de la sinceridad artística! Las bellezas de esta obra soberbia son de las que parecen más nuevas y frescas a medida que pasan los años. El don supremo de crear caracteres, triunfo el más alto a que puede aspirar un poeta dramático, fue concedido a su autor en grado tal, que no parece irreverente la comparación con el arte de Shakespeare. Figuras de toda especie, aunque en corto número, trágicas y cómicas, nobles y plebeyas, elevadas y ruines; pero todas ellas sabia y enérgicamente dibujadas, con tal plenitud de vida que nos parece tenerlas presentes.

El autor, aunque pretenda en sus prólogos y afecte en su desenlace cumplir un propósito de justicia moral, procede en la ejecución con absoluta objetividad artística, se mantiene fuera de su obra; y así como no hay tipo vicioso que le arredre, tampoco hay ninguno que en sus manos no adquiera cierto grado de idealismo y de nobleza estética. Escrita en aquella prosa de oro, hasta las escenas de lupanar resultan tolerables. El arte de la ejecución vela la impureza, o más bien impide fijarse en ella. La misma profusión de sentencias, aforismos y citas clásicas; aquella especie de filosofía práctica difundida por todo el diálogo; aquella buena salud intelectual que el autor seguramente disfrutaba, y de la cual, en mayor o menor grado, hace disfrutar a sus personajes más abyectos, salva los escollos de las situaciones más difíciles y no consienten que ni por un solo momento se confunda esta joya con otros libros torpes y licenciosos, que son pestilencia del alma y del cuerpo. Digno será de lástima el espíritu hipócrita o depravado que no comprenda esta distinción.

Y en la parte seria de la obra, poco estudiada y considerada hasta nuestro tiempo, ¡con qué poesía trató el autor lo que de suyo es puro y delicado! Para encontrar algo semejante a la tibia atmósfera de noche de estío que se respira en la segunda escena del jardín hay que recordar el canto de la alondra de Shakespeare o las escenas de la seducción de Margarita en el primer Fausto. Hasta los versos que en ese acto de la Celestina se intercalan:


    ¡Oh, quién fuera la hortelana
De aquestas viciosas flores!...


  —135→  

tienen un encanto y un misterio líricos, muy raros en la poesía de los cancioneros del siglo XV.

Tres cosas hay que considerar principalmente en la Celestina: los caracteres, la invención y composición de la fábula y, finalmente el estilo y lenguaje. Algo diremos puntos, sin someternos a un orden sobre cada uno de estos rigurosamente escolástico.

Sobre todos los personajes descuella la vieja Celestina, hasta el punto de haber impuesto nuevo título a la tragicomedia, contra la voluntad de su autor, y haber convertido su nombre propio en apelativo, dando una nueva palabra a nuestro idioma. La excelencia del tipo fue reconocida ya por el autor del Diálogo de la lengua:

Martio. -  «¿Quáles personas os parecen que stan mejor exprimidas?

Valdés.-  La de Celestina, sta, a mi ver, perfetísima en todo quanto pertenece a una fina alcahueta.»151


Este juicio de la crítica antigua es atinado, pero insuficiente. Celestina no es una alcahueta vulgar como la Acanthis de Propercio o la Dipsas de Ovidio. Tipos de lenas finamente representados hay en la comedia latina y en muchas obras cómicas y novelescas del siglo XVI italiano. En Francia es célebre la Macette de una de las sátiras de Regnier. Y de nuestra casa no hablemos, porque las hijas, sobrinas y herederas de Celestina fueron tantas que por sí solas forman una literatura en que hay cosas muy dignas de alabanza bajo el aspecto formal. Todas esas copias son muy fieles al modelo, y, sin embargo, ninguna de ellas es Celestina, ninguna tiene su diabólico poder ni su satánica grandeza. Porque Celestina es el genio del mal encarnado en una criatura baja y plebeya, pero inteligentísima y astuta, que muestra en una intriga vulgar, tan redomada y sutil filatería, tanto caudal de experiencia mundana, tan perversa y, ejecutiva y dominante voluntad, que parece nacida para corromper el mundo y arrastrarle, encadenado y sumiso, por la senda lúbrica y tortuosa del placer. «A las duras peñas promoverá e provocará a luxuria si quiere», dice Sempronio.

En lo que pudiéramos llamar infierno estético, entre los tipos de absoluta perversidad que el arte ha creado, no hay ninguno que iguale al de Celestina, ni siquiera el de Yago. Ambos profesan y practican la ciencia del mal por el mal;   —136→   ambos dominan con su siniestro prestigio a cuantos les rodean, y los convierten en instrumentos dóciles de sus abominables tramas. Pero hay demasiado artificio teatral en los crímenes que acumula Yago, y ni siquiera su odio al género humano está suficientemente explicado por los leves motivos que él supone para su venganza. En Celestina todo es sólido, racional y consistente. Nació en el más bajo fondo social, se crió a los pechos de la dura pobreza, conoció la infamia y la deshonra antes que el amor, estragó torpemente su juventud y las ajenas, gozó del mundo como quien se venga de él, y al verse vieja y abandonada por sus galanes vendió su alma al diablo, cerrándose las puertas del arrepentimiento.

Y no se tengan por pura metáfora estas últimas expresiones. Hay en Celestina un positivo satanismo, que también apunta en el Yago de Shakespeare.152 No importa que el bachiller Rojas creyese o no en él. Basta que lo haya expresado con eficacia poética. Es cierto que por boca de Pármeno se burla del ajuar y laboratorio de la hechicera. «Tenía huessos de coraçon de cieruo, lengua de bíuora, cabeças de codornizes, sesos de asno, tela de cauallo, mantillo de niño, haua morisca, guija marina, soga de ahorcado, flor de yedra, spina de erizo, pie de texon, granos de helecho, la piedra del nido del aguila, e otras mill cosas. Venian a ella muchos hombres e mugeres; e a unos demandaua el pan do mordian; a otros de su ropa; a otros de sus cabellos; a otros pintaua en la palma letras con azafran; a otros, con bermellon; a otros daua unos coraçones de cera llenos de agujas quebradas, e otras cosas en barro o en plomo fechas, muy espantables al ver. Pintaua figuras, dezia palabras en tierra; ¿quién te podra dezir lo que esta vieja hazia? e todo era burla e mentira.»

Puede creerse también que la misma Celestina habla en burlas cuando hace aquel donoso panegírico de las virtudes de la madre de Pármeno: «O qué graciosa era! o qué desembuelta, limpia, varonil, tan sin pena ni temor se andaua a media noche de cimenterio en cimenterio, buscando   —137→   aparejos para nuestro oficio, como de dia; ni dexaua cristianos, ni moros, ni judios, cuyos enterramientos no visitaua; de dia los acechaua, de noche los desenterraua. Assi se holgaua con la noche escura, como con el día claro; dezia que aquella era capa de pecadores... Pues entrar en un cerco mejor que yo e con más esfuerço? aunque yo tenia harta buena fama, más que agora, que por mis pecados todo se oluidó con su muerte; ¿qué más quieres, sino que los mesmos diablos le auian miedo? atemorizados y espantados los tenía con las crudas bozes que les daua; assi era dellos conocida como tú en tu casa; tumbando venían unos sobre otros a su llamado; no le osauan dezir mentiras, segun la fuerça con que los apremiaua; despues que la perdí, jamás les oy verdad» (Aucto VIII).

Podía Celestina, para deslumbrar a los imbéciles y acrecentar los medros y ganancias de su oficio, fingir un poder sobrenatural que no poseía. Pero hay pasajes en que no cabe esta interpretación, porque son monólogos y apartes de la misma Celestina, que revelan con sinceridad sus más escondidos pensamientos: «Todos los agüeros se adereçan favorables, o yo no sé nada desta arte (ya diciendo al acercarse a casa de Melibea)... La primera palabra que oy por la calle fue de achaque de amores; nunca he tropeçado como otras vezes. Las piedras parece que se apartan e me fazen lugar que passe; ni me estoruan las faldas, ni siento cansancio en andar; todos me saludan; ni perro me ha ladrado, ni aue negra he visto, tordo ni cueruo, ni otras noturnas» (Aucto IV).

Y aún es más singular lo que pasa en la conversación con la pobre doncella. De vez en cuando, Celestina, para cobrar ánimos, invoca por lo bajo la asistencia del demonio: «Por aquí anda el diablo, aparejando oportunidad, arreziando el mal a la otra. Ea, buen amigo, tener rezio; agora es mi tiempo o nunca; no la dexes, lleuamela de aquí a quien digo...» «En hora mala acá vine, si me falta mi conjuro; ea, pues, bien sé a quien digo; ce, hermano, quese va todo a perder.» ¿Y puede darse más efusiva acción de gracias al enemigo malo que el soliloquio con que principia el aucto V? «O diablo a quien yo conjuré! cómo cumpliste tu palabra en todo lo que te pedí! en cargo te soy; assi amansaste la cruel hembra con tu poder, e diste tan oportuno lugar a mi habla quanto quise, con la absencia de su madre... O serpentino azeyte! o blanco hilado! cómo os aparejastes todos en mi fauor! o yo rompiera todos mis   —138→   atamientos hechos e por hazer, ni creyera en yeruas, ni piedras, ni en palabras.»

Estos pasajes son terminantes: el autor quiso que Celestina fuese una hechicera de verdad y no una embaucadora. Ciertos rasgos que en la Tragicomedia sorprenden y pueden parecer falta de arte, sobre todo la rápida y súbita conversión del ánimo de Melibea, que hasta entonces no ha manifestado la menor inclinación a Calisto y que tanto se enfurece cuando la vieja pronuncia por primera vez su nombre, sólo pueden legitimarse admitiendo que Melibea, al caer en las redes de la pasión como fascinado pajarillo, obedece a una sugestión diabólica. Ciertamente que nada de esto era necesario: todo lo que pasa en la Tragicomedia pudo llegar a término sin más agente que el amor mismo, y quizá hubiera ganado este gran drama realista con enlazarse y desenlazarse en plena realidad. Pero el bachiller Rojas, aunque tan libre y desenfadado en otras cosas, era un hombre del siglo XV y escribía para sus coetáneos. Y en aquella edad todo el mundo creía en agüeros, sortilegios y todo género de supersticiones, lo mismo los cristianos viejos que los antiguos correligionarios de Rojas, como en el monstruoso proceso del Santo Niño de la Guardia puede verse. La parte sobrenatural de la Celestina es grave y trágica; nada tiene de comedia de magia. Prepara el horror sombrío de la catástrofe e ilumina el negro fondo de una conciencia depravada, que pone a su servicio hasta las potestades del Averno. «La figura demoníaca y gigantesca de Celestina, verdadera y propia heroína del libro (ha dicho el traductor alemán E. de Bülow) no tiene, a lo que recuerdo, término de comparación en toda la moderna literatura, y bastaría por sí sola para marcar a su creador con el sello de los grandes poetas.»153

Estas representaciones del mal llevado al último límite que llaman los estéticos «sublime de mala voluntad, ofrecen para el artista no menores escollos que la representación de la pura santidad, aunque por opuesto estilo. Nadie los ha vencido tan gallardamente como Rojas, en cuya obra Celestina es constantemente odiosa, sin que llegue a ser nunca repugnante. Es un abismo de perversidad, pero algo humano queda en el fondo, y en esto a lo menos lleva gran ventaja a Yago. La lucidez de su inteligencia es pasmosa,   —139→   y la convierte a veces en el más singular de los diablos predicadores. Si sus intenciones son abominables, sus palabras suelen ser sabias, y no siempre miente su lengua al proferirlas. De sus dañadas entrañas nacen los pérfidos consejos, las insinuaciones libidinosas, la torpe doctrina que Ovidio quiso reducir a arte, y que ella predica a Pármeno y a Areusa con cínicas palabras.154 Pero no es ésa la noción del amor, que con suavidad y gota a gota va infiltrando en el tierno corazón de Melibea:

Melibea.-  «Cómo dizes que llaman este mi dolor, que assi se ha enseñoreado en lo mejor de mi cuerpo?

Celestina.-  Amor dulce.

Melibea.-  Esome declara qué es, que en solo oyrlo me alegro.

Celestina.-  Es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una delectable dolencia, un alegre tormento, una dulce e fiera herida, una blanda muerte».


De un modo habla a las nobles y castas y retraídas doncellas; de otro a las cortesanas atentas al cebo de la ganancia. Su ingenio, despierto y sagaz como ninguno, la hace adaptarse a las más varias condiciones sociales y penetrar en los recintos más vigilados y traspasar los muros más espesos. El sinnúmero de oficios menudos que ejerce, no ilícitos todos, la dan entrada franca hasta en hogares tan severos como el de Pleberio, a ella, vieja maestra de tercerías y lenocinios, encorozada y puesta en la picota por hechicera.

El poder de Celestina sobre cuantos la rodean consiste en que es un espíritu reflexivo y horriblemente sereno, en   —140→   quien ninguna pasión hace mella, salvo la codicia sórdida, que es precisamente la causa de su ruina. Es la inteligencia sin corazón aplicada al mal con tan insistente brío que resultaría peligrosa su representación, si no apareciese templada por la propia indignidad de la persona (que la aleja de todo contacto con el lector honrado) y por los aspectos cómicos de su figura, que son fuente de inofensivo placer estético. No sabemos si el público la resistiría en escena: nos inclinamos a creer que no; pero en el libro es tan deseada su presencia como lo eran sus visitas por Calisto, y casi nos indignamos con la barbarie de Sempronio y su compañero, que atajaron en tan mala hora aquel raudal de castizos donaires y de elegantes y pulidas razones. Los discursos de Celestina contienen en sentenciosa forma una filosofía agridulce de la vida, en que no todo es falso y pecaminoso. Porque no sólo de amores es maestra Celestina, sino que con gran ingenio discurre sobre los males de la vejez, sobre los inconvenientes de la riqueza, sobre el ganar amigos y conservarlos, sobre las vanas promesas de los señores, sobre la tranquilidad del ánimo, sobre la inconstancia de la fortuna, y otros temas de buena lección y aprovechamiento, que no por salir de tales labios pueden menospreciarse. Claro es que la socarronería de la perversa vieja quita mucho de su gravedad y magisterio a estos aforismos; pero de aquí se engendra un humorístico contraste, y no es éste el menor de los méritos en la creación de este singular Séneca o Plutarco con haldas luengas, que parece una caricatura de los moralistas profesionales.

Elicia y Areusa son figuras perfectamente dibujadas, aunque episódicas en la Tragicomedia. Sirven para completar el estupendo retrato de Celestina, mostrando los frutos de su enseñanza. Ni ellas ni su maestra pertenecen al mundo triste y feo de la prostitución oficial y reglamentada, de las públicas mancebías, sobre las cuales guardan nuestros archivos concejiles tan peregrina cuanto lamentable documentación. Elicia y Areusa no son mozas del partido, sino «mujeres enamoradas, como por eufemismo se decía; que viven en su casa y guardan relativa constancia a sus dos amigos y los lloran con sincero duelo y procuran vengar su muerte. No tienen el sentimentalismo de las rameras de Terencio ni el ansia y la sed de ganancia que distingue a las de Plauto. Más verosímiles que las primeras, son menos abyectas que las segundas. No han pasado por la dura esclavitud, y en el arranque y la fiereza   —141→   con que tratan a sus rufianes y en los rasgos de generosidad instintiva bien se muestran mujeres libres y españolas. Pero el autor no ha querido idealizarlas por ningún concepto. Son menos perversas que Celestina, porque son más jóvenes y están haciendo el aprendizaje del vicio. No llegarán nunca a su grandeza satánica, pero cuando la flor de su juventud se marchite, ellas heredarán los trebejos de la hechicera y conservarán la casilla de la cuesta del río, que «jamás perderá el nombre de Celestina». Porque Celestina es un símbolo, y Elicia y Areusa y Claudina nunca serán más que reflejos suyos, aunque alguna se atreva a usurpar su nombre.

Los dos criados de Calisto tienen particular importancia en la historia de la comedia moderna, porque en ellos acaba la tradición de los Davos y los Siros, y penetra en el arte el tipo del fámulo libre, consejero y confidente de su señor, no sólo para estafar a un padre avaro dinero con que adquirir una hermosa esclava, sino para acompañar a su dueño en todos los actos y situaciones de la vida, alternando con él como camarada, regocijándole con sus ocurrencias, entremetiéndose a cada momento en sus negocios, adulando o contrariando sus vicios y locuras, haciendo, en suma, todo lo que hacen nuestros graciosos y sus similares italianos y franceses, derivados a veces de los nuestros.155

  —142→  

Pero esta representación, que con el tiempo llegó a ser tan convencional, es en Rojas tan verídica como todo lo demás, si se tienen en cuenta las costumbres de su siglo y la intimidad en que vivían los grandes señores, no sólo con sus criados (palabra que tenía entonces más noble significación que ahora), sino con truhanes, juglares y hombres de pasatiempo.

Rojas, gran adivinador de las combinaciones escénicas, ha presentado por primera vez el paralelismo entre los amores de amos y criados, repetido luego hasta la saciedad en nuestras comedias de capa y espada. El apetito groseramente carnal de Pármeno y Areusa hace resaltar por el contraste la pasión, no ciertamente inmaculada ni casta, pero sí vehemente y tierna, de los protagonistas, que no sólo es impura llama de los sentidos, sino también amor de las almas y frenesí y delirio romántico, en que carne y espíritu padecen y gozan juntamente.

No hay personaje alguno de la Celestina, aunque rara vez aparezca, que no muestre propia e inconfundible fisonomía.   —143→   La tienen hasta Sosia y Tristanico, los pajes que acompañan a Calisto, en su última e infausta visita al jardín de Melibea, muertos Pármeno y Sempronio. Nada digamos del rufián Centurio, que es el personaje más plautino de la pieza. Compárese con Pyrgopolinices, que le ha servido de original, y el personaje más antiguo parecerá una débil caricatura del más moderno. Y no porque le falte gracejo de muy buena ley. Las sales de Plauto no se reducen, como algunos piensan, a amontonar palabras sexquipedales y rimbombantes, que sólo pueden hacer reír a la inculta plebe:


   Quemne ego servavi in campis Gurgustidoniis,
Ubi Bombomachides Cluninstaridysarchides
Erat imperator summus, Neptuni nepos?


(V. 13.15.)                


Es de buen efecto cómico que el vanaglorioso capitán se haga referir sus soñadas proezas por su taimado siervo Artotrogo; pero en el desarrollo de esta idea se traspasan todos los límites de la verosimilitud. Citaré algo de la primera escena, aprovechando la ocasión para dar una breve muestra de la elegante traducción castellana de esta comedia, publicada en Amberes por autor anónimo en 1555:

Pyrgopolinices.-  «Moços, poned diligencia en que mi coselete esté más claro y limpio que suelen estar los rayos del sol, quando es muy sereno, porque siendo necesario entrar en el campo, la mucha claridad y resplandor del acero quite la vista al enemigo, porque yo harto terné que hacer en consolar esta mi espada, que no se quexe y desespere, porque ha tantos días que la hago holgar, y que no saqué fruto de mis enemigos; pero ¿dónde está Artotrogo?

Artotrogo.-  Aquí estoy, señor, cerca de vn varon fuerte y bien afortunado, y de una disposicion real, con el qual Marte, dios de las batallas, no osara competir ni comparar sus virtudes.

Pyrgopolinices.-  ¿Cómo fue aquello del que salvé la vida en los campos Cutincalidonios, adonde era capitan general el gran nieto de Neptuno?

Artotrogo.-  Muy bien me acuerdo; dizes lo, señor, por aquel de las armas de oro, cuyas batallas tú desbaratastes con solo tu soplo, como vn gran viento desbarata las ojas secas.

Pyrgopolinices.-  Pues todo eso no es nada.

Artotrogo.-   (Aparte.)  No por cierto en comparacion   —144→   de otras cosas que yo podría dezir que tú nunca heziste. Si uviere en el mundo quien aya visto otro más perjuro ni más lleno de vanaglorias que este hombre, téngame por esclavo perpetuo suyo.

Pyrgopolinices.-  Oyes, ¿dónde estás?

Artotrogo.-  Aquí estoy, señor, acordandome cómo en la India de una puñada quebraste un braço a vn elefante.

Pyrgopolinices.-  ¿Qué dizes braço?

Artotrogo.-  No sé qué dezir, señor, sino la espalda, y avn osaria jurar que si pusieras vna poca de más fuerça pasaras del braço al elefante por el cuero y por las entrañas, y se lo sacaras por la boca.

...................................................

Pyrgopolinices.-  ¿Tienes ay libro de memoria?

Artotrogo.-  ¿Quieres me preguntar algo? Sí tengo, y la punta para escrevir en él.

Pyrgopolinices.-  ¡Qué graciosamente sabes aplicar tu ánimo a mi voluntad!

Artotrogo.-  Conviene me tener muy conocidas todas tus costumbres, y que no ayas bien pensado la cosa quando ya yo esté contigo.

Pyrgopolinices.-  Pues dime, ¿no te acuerdas?

Artotrogo.-  Muy bien, señor, tengo en la memoria que en vn solo día matastes en Cilicia cient salteadores, y, ciento y cincuenta en Sicilia, y treynta en Cerdeña y sessenta en Macedonia.

Pyrgopolinices.-  ¿Qué número de hombres será ese?

Artotrogo.-  Siete mil.

Pyrgopolinices.-  Tantos han de ser, muy buen cuenta tienes.

Artotrogo.-  Pues no los escreví, pero acuerdo me muy bien dello.

Pyrgopolinices.-  Por los dioses, que tienes excelente memoria.

Artotrogo.-  El mantenimiento me la haze tener.

Pyrgopolinices.-  Mientras hizieres lo que hasta aquí, nunca te faltará de comer ni yo te negaré mi mesa.

Artotrogo.-  Pues quán mejor fue, señor, aquello de Capadocia, donde sí no tuvieras bota la espada, de un solo golpe mataras quinientos, y la gente de pie sí viniera fuera para ti poca presa. Pero para qué tengo de gastar tiempo en contar aquello que es tan notorio en el mundo, y que saben todos, que viue Pyrgopolinice en la tierra, varon excelentisimo en virtud, y gesto y hazañas. Todas las mugeres te aman, y con mucha razon, pues te ven tan   —145→   fermoso. ¡O qué dezian aquellas que ayer me tirauan de la capa!

Pyrgopolinices.-  ¿Qué te dixeron ayer, por mi vida?

Artotrogo.-  Preguntauan me: ¿es este Achilles? Respondía yo: no, sino su hermano. Entonces la una dellas dixo: Por cierto muy fermoso me parece y muy bien dispuesto; mirad cómo le asientan bien los cabellos y la barba. ¡O quán venturosas son las que alcançaren su amor!

Pyrgopolinices.-  ¿Mas de veras que assí lo dezian?

Artotrogo.-  Antes entrambas me rogaron que tuviesse forma cómo passases oy por su calle.

Pyrgopolinices.-  Tambien es gran pesadumbre ser vno demasiadamente gentil hombre.»156


Enfrente de este figurón graciosamente descrito, pero imposible, pongamos algunas bravatas de nuestro Centurio, auténtico temerón y jayán del siglo XV, rebosando de aquella vida y fuerza cómica que al capitán del rey Seleuco, le falta:

Centurio.-  «Mándame, tú, señora, cosa que yo sepa azer, cosa que sea de mi officio; vn desafio con tres juntos, e si más vinieren, que no huya por tu amor; matar vn hombre, cortar una pierna o braço; harpar el gesto de alguna que se aya ygualado contigo, estas tales cosas antes serán hechas que encomendadas. No me pidas que ande camino, ni que te dé dinero, que bien sabes que no dura conmigo, que tres saltos daré sin que me se cayga blanca... Las alhajas que tengo es el axuar de la frontera; vn jarro desbocado, vn assador sin punta; la cama en que me acuesto está armada sobre aros de broqueles; un rimero de malla rota por colchones; una talega de dados por almohada; que avnque quiero dar collacion, no tengo qué empeñar, sino esta capa harpada que traygo a cuestas...

Si mi espada dixesse lo que haze, tiempo le faltaria para hablar. ¿Quién sino ella pueblo los más cimenterios? ¿Quién haze ricos los cirujanos desta tierra? ¿Quién da contino que hazer a los armeros? ¿Quién destroça la malla muy fina? ¿Quién haze riga de los broqueles de Barcelona? ¿Quién reuana los capacetes de Calatayud sino ella? Que los caxquetes de Almazan assi los corta como si fuesen fechos de melon... Veynte años ha que me da de   —146→   comer; por ella soy temido de hombres e querido de mugeres, sino de ti; por ella le dieron Centurio por nombre a mi abuelo, e Centurio se llamó mi padre, e Centurio me llamo yo.

Elicia.-  Pues ¿qué hizo el espada por que ganó tu abuelo ese nombre? Dime, ¿por ventura fue por ella capitan de cient hombres?

Centurio.-  No, pero fue rufian de cient mugeres.

Areusa.-  No curemos de linage ni hazañas viejas; si has de hazer lo que te digo, sin dilacion determina, porque nos queremos yr.

Centurio.-  Más desseo yo la noche, por tenerte contenta, que tú por verte vengada, e porque más se haga todo a tu voluntad, escoge qué muerte quieres que le dé; allí te mostraré un repertorio en que ay sietecientas e setenta species de muertes, verás quál más te agradare.

Elicia.-  Areusa, por mi amor, que no se ponga este fecho en manos de tan fiero hombre; más vale que se quede por hazer, que no escandalizar la ciudad, por donde nos venga más daño de lo passado.

Areusa.-  Calla, hermana; diganos alguna que no sea de mucho bullicio.

Centurio.-  Las que agora estos días yo vso e más traygo entre manos son espaldarazos sin sangre, o porradas de pomo de espada, o revés mañoso; a otros agujero como harnero a puñaladas, tajo largo, estocada temerosa, tiro mortal. Algun dia doy palos por dexar holgar mi espada» (Aucto XVIII).


Este solo ejemplo mostrará cómo transforma Rojas sus originales hasta cuando más de cerca imita.

Si admirables son los personajes secundarios y cómicos de la Celestina, ¿qué diremos de la pareja enamorada, que en la historia de la poesía humana precede y anuncia a la de Verona? Nunca el lenguaje del amor salió tan férvido y sincero de pluma española como no fuese la de Lope de Vega en sus más felices momentos. Nunca antes de la época romántica fueron adivinadas de un modo tan hondo las crisis de la pasión impetuosa y aguda, los súbitos encendimientos y desmayos, la lucha del pudor con el deseo, la misteriosa llama que prende en el pecho de la incauta virgen, el lánguido abandono de las caricias matadoras, la brava arrogancia con que el alma enamorada se pone sola en medio del tumulto de la vida y reduce a su amor el universo, y sucumbe gozosa, herida por las flechas del   —147→   omnipotente Eros. Toda la psicología del más universal de los sentimientos humanos puede extraerse de la tragicomedia de Rojas si se la lee con la atención que tal monumento merece. Por mucho que apreciemos el idealismo cortesano y caballeresco de don Pedro Calderón, ¡qué fríos y qué artificiosos y amanerados parecen los galanes y damas de sus comedias, al lado del sencillo Calisto y de la ingenua Melibea, que tienen el vicio de la pedantería escolar, pero que nunca falsifican el sentimiento! También Shakespeare pagó tributo al eufuismo, y en Romeo and Juliet muy particularmente; versos hay allí de innegable mal gusto, y alguno habremos de citar, pero ¿quién se acuerda de ellos, cuando la tormenta de la pasión estalla?

Retórica hay también en los personajes de Rojas, pero no toda retórica debe proscribirse en estos casos, porque el amor es retórico de suyo y se complace en devanear largamente sobre nonadas. No seré yo quien tache de afectación los cándidos extremos que hace Calisto cuando recibe el cordón de Melibea (aucto VI): «¡O mi gloria e ceñidero de aquella angélica cintura; yo te veo e no lo creo.! ¡O cordon, cordon, ¿fuésteme tú enemigo? Dilo cierto... Conjúrote me respondas, por la virtud del gran poder que aquella señora sobre mí tiene... ¡O mezquino de mí! que assaz bien me fuera del cielo otorgado, que de mis braços fueras hecho e texido, e no de seda como eres, porque ellos gozaran cada día de rodear e ceñir con deuida reuerencia aquellos miembros que tú, sin sentir ni gozar de la gloria, siempre tienes abraçados...»

Involuntariamente se recuerda que también Romeo, en la escena del jardín, envidiaba el guante de su amada, porque podía tocar su mejilla.157 Otras expresiones de ambos mancebos se parecen de un modo extraordinario:

Sempronio.-  «¿Tú no eres christiano?

Calisto.-  ¿Yo? Melibeo so, y a Melibea adoro, y en Melibea creo, e a Melibea amo.»


Romeo.-  «¡Que me bauticen de nuevo; desde ahora no quiero ser Romeo!158


Romeo, como envuelto en una intriga más complicada, es carácter más rico de matices, es también más lírico,   —148→   romántico y soñador. Su lenguaje, constantemente figurado y poético, eleva el pensamiento a una esfera superior a la del puro realismo. Pero su amor carece de la virginidad del de Calisto, para el cual ni antes ni después de la posesión existe otra mujer que Melibea. Las primicias del alma de Romeo no pertenecen a Julieta, porque antes de ella ha amado a Rosalina con los mismos extremos y prodigando en honor suyo las mismas hipérboles. «¿Puede haber alguna más hermosa que mi amor? Ni aun el sol que lo ve todo ha visto otra igual desde que alumbra al mundo.»159 Pero un momento después, en la escena del baile, Julieta borra instantáneamente el recuerdo de Rosalina: «Esta sí que puede enseñar a las antorchas a arder. Resplandece sobre el oscuro rostro de la noche como rica joya en la oreja de un etiope. ¡Belleza demasiado rica para ser poseída, demasiado excelente para la tierra! Parece entre las otras damas como nívea paloma entre grajos. ¿Por ventura mi corazon ha amado hasta ahora? Negadlo con juramento, ojos míos, porque no he contemplado belleza verdadera hasta esta noche.»160 En el alma de Romeo, ardientemente apasionada como es, hay un germen de ligereza e inconstancia. Sin las nupcias sepulcrales sabe Dios cuál hubiera sido su fidelidad a Julieta, mientras de Calisto no podemos dudar que nació para servir a Melibea y ser suyo en vida y en muerte. Calisto no hubiera merecido nunca que Fr. Lorenzo le llamase, como llama a Romeo, «débil mujer con aspecto varonil, irracional furia de bestia.»161 En cambio Melibea y Julieta parecen de la misma familia: audaces, impulsivas las dos, cándidas en el desbordamiento de su pasión y marcadas por el sello de la fatalidad trágica desde el   —149→   primer instante. En Julieta, el enamoramiento es todavía más súbito que en Melibea, y no necesita intervención de Celestinas, puesto que no puede calificarse de tal a su nodriza, que honradamente la presta lícitos aunque poco prudentes servicios. Basta que por primera vez se encuentren sus ojos con los de Romeo, a quien todavía no conoce ni de nombre, para que exclame: «Si es casado, el sepulcro será mi lecho de bodas.»162 Y cuando sabe que es un vástago del linaje de los Montescos, tan odiado por los suyos, parece que con terrible imprecación quiere atraer sobre sí los manes de la venganza: «¡Mi sólo amor, nacido de mi único odio! ¡Harto tarde te he conocido! Quiere mi negra suerte que consagre mi amor al único hombre a quien debo aborrecer»163

Tanto en Romeo y Julieta como en la Celestina son dos las entrevistas amorosas, y hasta en el pormenor de la escala aplicada al muro se mantiene el paralelismo de las situaciones, en medio de la profunda diversidad moral con que Shakespeare y Rojas las interpretan.164 La doncella italiana pone su amor de acuerdo con la ley moral y canónica; la tempestuosa enamorada castellana procede como si ignorase tales leyes o se hubiese olvidado de su existencia. La primera es sin duda más ejemplar, y la emoción trágica que su fin produce no va mezclada con ningún pensamiento de torpeza o rebeldía, pues hasta del suicidio   —150→   es casi irresponsable.165 Melibea, por el contrario, muere desesperada e impenitente: «¿Oyes lo que aquellos moços van hablando? ¿Oyes sus tristes cantares? rezando lleuan con responso mi bien todo; muerta lleuan mi alegria. No es tiempo de yo biuir» (Aucto XIX). «De todos soy dexada;   —151→   bien se ha adereçado la manera de mi morir; algun aliuio siento en ver que tan presto seremos juntos yo e aquel mi querido e amado Calisto. Quiero cerrar la puerta, porque ninguno suba a me estoruar mi muerte; no me impidan la partida; no me atajen el camino, por el qual en breue tiempo podré visitar en este dia al que me visitó la passada noche. Todo se ha hecho a mi voluntad; buen tiempo terné para contar a Pleberio, mi señor, la causa ya acordado fin. Gran sin razon hago a sus canas, gran offensa a su vejez; gran fatigale acarreo con mi falta; en gran soledad le dexo, pero no es más en mi mano. Tú, Señor, que de mi fabla eres testigo, vees mi poco poder; vees quán cativa tengo mi libertad; quán presos mis sentidos de tan poderoso amor del muerto cauallero, que priua al que tengo con los biuos padres...» (Aucto XX).

Melibea no intenta justificar con sofismas su pasión culpable y desordenada; al contrario, acumula sobre su cabeza todos los males que resultaron de la muerte de Calisto, y se ofrece como víctima expiatoria de todos ellos: «Bien vees e oyes este triste e doloroso sentimiento que toda la ciudad haze; bien oyes este clamor de campanas, este alarido de gentes, este aullido de canes, este strépito de armas; de todo esto fuy yo causa. Yo cobrí de luto e xergas en este dia quasi la mayor parte de la ciudadana caualleria; yo dexé muchos siruientes descubiertos de señor; yo quité muchas raciones e limosnas a pobres e enuergonçantes, yo fuy ocasion en que los muertos toviessen compañia del más acabado hombre que en gracias nascio; yo quité a los biuos el dechado de gentileza, de inuenciones galanas, de atauios e bordaduras, de habla, de andar, de cortesia, de virtud; yo fuy causa que la tierra goze sin tiempo el más noble cuerpo e más fresca juuentud que al mundo era en nuestra edad criada.»

El desenlace, pues, aunque éticamente condenable, es el   —152→   único que podía tener el drama, so pena de degenerar en una aventura ridícula. ¿Quién concibe a Melibea sobreviviendo a Calisto? Estas grandes enamoradas no tienen más razón de existir que el amor mismo; llevan enclavado el dardo ponzoñoso de la venganza de Afrodita: «Su muerte conbida a la mia; conbidame a fuerça que sea presto, sin dilacion... E assi contentarte he en la muerte, pues no toue tiempo en la vida... ¡O padre mio muy amado! Ruégote, si amor en esta pasada e penosa vida me has tenido, que sean juntas nuestras sepulturas, juntas nos fagan nuestras obsequias.» (Aucto XX).

Grave reparo puso al carácter de Melibea Juan de Valdés, y por ser suyo no debe pasarse en silencio. Dice que la persona de Melibea pudiera estar mejor, porque «se dexa muy presto vencer, no solamente a amar pero a gozar del deshonesto fruto del amor.»166 Y ciertamente que es así, pero no sin circunstancias, unas muy humanas y otras diabólicas, que aceleren su caída y la expliquen dentro de la verisimilitud dramática. La misma Melibea ha contestado anticipadamente a su crítico: «Mi amor fue con justa causa: requerida e rogada, cativada de su merescimiento, aquejada por tan astuta maestra como Celestina, seruida de muy peligrosas visitaciones, antes que concediesse por entero en su amor». Mucho más rápido procede el enamoramiento de Julieta, aunque no sea deshonesto el fruto de su amor ni trabajen por él los espíritus del Averno.

El señor Foulché-Delbosc, que niega la autenticidad de las adiciones de 1502, opina que en manos del adicionador «han perdido los tipos algo de su valor y pureza primitivos» e insiste principalmente en el de Melibea. En la primitiva forma son recatados e irreprensibles sus discursos a Calisto; en toda la escena del jardín (acto XIV) no se encuentra ni una palabra equívoca. Compárese con la Melibea del acto XIX; ¡qué metamorfosis en un mes!

Podían ser, con efecto, más honestas algunas expresiones de este acto, y nada hubieran perdido el arte y la moral con ello; pero la segunda Melibea, que tan desaforada parece al erudito francés, no es una falsificación, sino un desarrollo naturalísimo de la primera. Basta con un mes, y bastaría con menos tiempo para producir este cambio psicológico, porque entre el acto XIV y el XIX median nada menos que la desenvoltura de Calisto y el goce reiterado   —153→   de varias noches. Melibea no puede hablar lo mismo en la segunda escena del jardín que en la primera. Antes era la virgen tímida y enamorada que cede a la brutal sorpresa de los sentidos; después la mujer ebria de amor y enajenada de su albedrío. La madre Celestina, muy ducha en la materia, nos explicará esta metamorfosis: «No te sabré dezir lo mucho que obra en ellas aquel dulçor, que les queda de los primeros besos de quien aman; son enemigas del medio; contino están posadas en los extremos.»

¿Cómo negar que en la primera Melibea está el germen de la segunda, cuando la oímos exclamar en un monólogo del aucto X: «¡O género femenino, encogido y frágile! ¿Por qué no fue tambien a las hembras concedido poder descobrir su congoxoso e ardiente amor, como a los varones?» O cuando dice tan enérgicamente a Celestina « ¡Madre mía, que comen este coraçon serpientes dentro de mi cuerpo?... ¡O mi madre e mi señora!, haz de manera como luego le pueda ver, si mi vida quieres». ¿Son por ventura muy ajustadas a la modestia virginal estas palabras del aucto XII?: «Las puertas impiden nuestro gozo, las quales yo maldigo, e sus fuertes cerrojos e mis flacas fuerças, que ni tú estarias quexoso ni yo descontenta». ¿Y no es formal entrega de cuerpo y alma la que termina el aucto XIV en su forma primitiva? «Señor, por Dios, pues ya todo queda por ti, pues ya soy tu dueña, pues ya no puedes negar mi amor, no me niegues tu vista, de dia passando por mi puerta, de noche donde tú ordenares». Pero basta ya sobre este punto, que en realidad es secundario.

Si por la perfección de los caracteres está la Celestina a la altura de las obras más clásicas de cualquier tiempo, no puede decirse lo mismo respecto del arte de composición, en que el poeta no pudo menos de pagar tributo a la época primitiva en que escribía. No era posible a fines del siglo XV construir una fábula tan ingeniosa y hábilmente combinada como la de Romeo y Julieta; pero Shakespeare no era sólo un genio dramático, sino un hombre de teatro, un profesional de la escena, y además iba siguiendo paso a paso las peripecias del cuento italiano, que le daba la armazón de su drama.167En tiempo de Rojas no había   —154→   escenario ni apenas materia dramática preexistente, fuera de la que podían suministrarle algunos libros de la antigüedad y algunas novelas de la Edad Media.

No se crea por eso que Rojas, en medio de su inexperiencia y de la soledad en que escribía, dejase de adivinar con pasmosa intuición las grandes leyes de la composición dramática y se sujetara a ellas en todo lo esencial. El plan sencillo, claro y elegante de la Celestina merecería todo elogio si el autor no hubiese escrito su obra en dos veces, lo cual le llevó a intercalar un episodio parásito. Aparte de este lugar, la Tragicomedia castellana corrobora la profunda doctrina de Lessing en su Dramaturgia: «El genio gusta de la sencillez, el ingenio gusta de las complicaciones... El genio no puede interesarse más que por aventuras que tienen su fundamento unas en otras, que se encadenan como causas y efectos. La obra del genio consiste en referir los efectos a las causas, en proporcionar las causas a los efectos, en ordenar los acontecimientos de tal manera que no puedan haber sucedido de otra.» Toda la enmarañada selva de las comedias de capa y espada de Calderón y sus secuaces168 no vale tanto como esta única pieza, que es también una intriga de amor, con criados confidentes, con escenas nocturnas y coloquios a la puerta o a la reja, pero sin disfraces, ni empeños del acaso, ni damas duendes, ni galanes fantasmas, ni confusiones en   —155→   la oscuridad de un jardín y hasta sin la duplicación forzosa del galán y la dama, y el no menos indispensable arbitrio del rival celoso y del padre o hermano guardador de la de su casa, que por diversos caminos se oponen al logro de la felicidad de los dos amantes. Todo esto es sumamente entretenido y demuestra gran poder de invención en los que crearon este género de fábulas y las impusieron a Europa; pero es sin duda arte inferior al que, ahondando en las entrañas de la vida y en la conciencia de los hombres, logra sin ninguna complicación escénica darnos ilusión de la existencia actual y hacer de cada personaje un tipo imperecedero. Todas esas lindas comedias llegan a confundirse entre sí: la Celestina no se confunde con nada de lo que se ha escrito en el mundo. «Hay en la Celestina (dice don Juan Valera) cierto misterioso encanto que se apodera del alma de quien la lee, embelesándola y moviéndola a la admiración más involuntaria.»

El gran maestro cuyas son estas palabras suscitó una importante cuestión que atañe al fondo de la Celestina, y es ética y estética a un tiempo. A primera vista encuentra inverosímiles, hasta rayar en lo absurdo, algunos casos de tragicomedia: «Melibea y Calisto son ambos de igual condición elevada, así por el nacimiento como por los bienes de fortuna. Entre la familia de ambos no se sabe que haya enemistad, como la hubo, pongamos por caso, entre familias de Julieta y de Romeo. Ni diferencia de clase, ni de religión, ni de patria los divide. ¿Por qué, pues, no buscó Calisto a una persona honrada que intercediese por él y venciese el desvío de Melibea, y por qué no la pidió luego a sus padres y se casó con ella en paz y en gracia de Dios? Buscar Calisto para tercera de sus amores a una empecatada bruja zurcidora de voluntades y maestra de mujeres de mal vivir, tiene algo de monstruoso, que ni en el siglo XV ni en ningún siglo se comprende, no siendo Calisto vicioso y perverso y sintiéndose muy tierna y poéticamente enamorado.»169

Admirablemente dicho está esto, y a primera vista convence. Alguien dirá que si Calisto hubiese tomado el camino recto y seguro en casos tales, no habría comedia ni   —156→   menos tragedia, sino uno de los lances más frecuentes de la vida cotidiana entre personas honestas y morigeradas. Así es la verdad; pero esta respuesta no absuelve al artista, que pudo trazar su plan de otra manera o escoger medios más adecuados a sus fines. Los que crean en la sinceridad del fin moral que afecta Rojas podrán añadir que le extravió su propósito docente, llevándole a poner en contacto dos distintas esferas de la vida. Pero el talento agudísimo de don Juan busca una explicación más honda, y resuelve la antinomia que en la Celestina existe, considerándola como una obra altamente idealista, en que «Fernando de Rojas hace abstracción de todo menos del amor, a fin de que el amor se manifieste con toda su fuerza y resplandezca en toda su gloria. Y no es el amor de las almas, ni tampoco el amor de los sentidos, cautivo de la material hermosura, sino tan apretada e íntima combinación de ambos amores, que no hay análisis que separe sus elementos, apareciendo tan complicado amor con la irreductible sencillez del oro más acendrado y puro».

El espíritu helénico y serenamente optimista de mi glorioso maestro llega a calificar de triunfante apoteosis la muerte trágica de los dos amantes y a no ver en ella nada de tétrico y sombrío. El razonamiento del insigne literato no me ha convencido del todo, a pesar de mi natural tendencia a adherirme a los dictámenes de quien tanto me quiso y tanto me enseñó. No es la Celestina libro tan alegre como podría inferirse por las palabras de don Juan Valera. A pesar del gracejo crudo y vigoroso de la parte cómica, la impresión final que la obra deja, a lo menos en mi ánimo, es más bien de tristeza y pesimismo. La suerte de los dos amantes no puede ser más infausta, ni más espantosa la soledad en que Pleberio y Alisa quedan: «¡O duro coraçon de padre! ¿Cómo no te quiebras de dolor, que ya quedas sin tu amada heredera? ¿Para quién edifiqué torres? ¿Para quién adquirí honrras? ¿Para quién planté árboles? ¿Para quién fabriqué navíos? ¡O tierra dura! ¿Cómo me sostienes? ¿Adónde hallará abrigo mi desconsolada vejez?... ¿Qué faré quando entre en tu cámara e retraymiento e la halle sola? ¿Qué haré de que no me respondas si te llamo? ¿Quién me podrá cobrir la gran falta que tú me hazes?»