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La destrucción de Sagunto

Comedia nueva en tres actos


Zavala y Zamora, Gaspar


Rodríguez Cuadros, Evangelina (ed. lit.)



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Estudio Introductorio


La destrucción de Sagunto: una obra bajo sospecha neoclásica

El 7 de febrero de 1792 se estrenaba en Madrid una obra llamada a convertirse en símbolo de todo un programa ilustrado y renovador para el teatro. Se trataba de La comedia nueva o el café. Como es sabido, la pieza desarrollaba en clave paródica, aunque edificante, el estrepitoso fracaso de un comedión escrito por don Eleuterio, quien se empeña en poner en escena, con magnificencia digna de mejor causa, nada menos que El cerco de Viena, obra cuyas glosas en boca del erudito que la pondera y del incipiente dramaturgo que ha gastado toda su fortuna en llevarla a las tablas, hacen temer al lector o espectador lo peor de un teatro arqueológicamente superado. Tiempo después, se conocieron los numerosos comentarios con los que su autor, Leandro Fernández de Moratín, blindó su pieza defendiéndola como clave de su concepción dramática. Y en una de sus más determinantes anotaciones, leemos:

La conquista de un reino, una batalla, el sitio de una ciudad, no son argumentos proporcionados para la comedia. Pertenecen a la epopeya exclusivamente, y la tragedia misma los admite sino apartándolos de la escena y usando de ellos en relación, como de incidentes que motivan la fábula o contribuyen a sostenerla. [...] En suma no son   -10-   materia conveniente para el teatro las empresas militares, sino los afectos heroicos [...] Son, pues, unos monstruos dramáticos todas aquellas comedias que ofrecen a los ojos del espectador el conflicto de una batalla, la ruina de una ciudad, o la invasión o trastorno de un imperio. No pertenecen al género cómico, ni al trágico ni al épico, las que tuvo presentes D. Eleuterio para escribir la suya. Tales fueron por ejemplo: [...] Por ser leal y ser noble, dar puñal contra su sangre, y la toma de Milán [...] Carlos Quinto sobre Durá [...] Sitio y toma de Breslau; La más heroica espartana [...] Triunfos de valor y ardid; La destrucción de Sagunto; La conquista de Stralsundo; El sitio de Toro [...] Aragón restaurado por el valor de sus hijos [...]1



Todas las obras que hemos destacado en esta cita pertenecen a Gaspar Zavala y Zamora y, entre ellas aparece, la comedia objeto de nuestro estudio. La estética neoclásica, y todo lo que conlleva de procedimiento racionalista y educador del teatro, se pronuncia de manera explícita contra un autor y sus obras más representativas. De resultas de esta observación, buena parte de la crítica posterior ha destacado que el autor y la obra que sirvieron de modelo negativo a Moratín para establecer su sátira contra el teatro que, desde su ideología renovadora, estaba pervirtiendo la escena y la cultura española del momento fueron Zavala y La destrucción de Sagunto. Lo corrobora el hecho de que se citen en esa relación hasta nueve obras del prolífico autor y que un hispanista de comienzos del siglo XIX como Georges Ticknor escribiera en su ejemplar de la primera edición de La comedia nueva conservado ahora en la Public Library de Boston: «The poet satirized in this piece was Zavala»2.

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Lo cierto es que esta inquina de Moratín que por entonces aspiraba a dirigir políticamente la gran reforma de los teatros de 1799, determinará sin duda que cuando, como consecuencia de una tardía ofensiva ilustrada, se publiquen, entre 1800 y 1801, los seis volúmenes de Teatro Nuevo Español3 recogiendo los modelos a los que aquella renovación aspiraba, entre las más de seiscientas obras condenadas al ostracismo en sus prólogos se encuentran varias de nuestro autor. No se encontraba, sin embargo, entre ellas La destrucción de Sagunto, aunque se condenaba una obra de casi idéntico título, precedente inequívoco de la de Zavala: La destrucción de Sagunto de Manuel Vidal y Salvador. Que en España se pusiera en entredicho un tema extraído de un tópico clásico tan asentado, que había tenido máximas cotas de atención entre el Renacimiento y el Barroco y que, incluso, en forma de tragedia (The fall of Saguntum de Philip Frowde4) había merecido una apreciable represtinación en la Edad Augusta inglesa resulta, para quien ha dedicado algunos ratos a reflexionar sobre el mito literario saguntino, cuanto menos, curioso. Lo que me estimula a intentar en esta primera edición moderna que de la obra se hace, ofrecer algunas reflexiones al respecto.




Gaspar Zavala y Zamora: un dramaturgo entre dos siglos

Durante mucho tiempo se tuvo a Gaspar Zavala y Zamora como escritor procedente de Denia y así aparece mencionado en las fuentes biobibliográficas más habituales5. Recientemente Guillermo Carnero,   -12-   al emprender el estudio de la producción novelística6 de este autor, ha demostrado que en realidad había nacido en Aranda del Duero (Burgos) como testimonia inequívocamente su acta de bautismo, fechada el 7 de enero de 1762 e inscrita en el Libro Nuevo de Bautizados en la Iglesia Parrochial de Nuestra Señora Sancta María la Mayor de esta Villa de Aranda del Duero (1762-1784, fol. l R.)7.

Su obra dramática esta signada por la contradicción entre su enorme éxito popular (lo que se documenta fehacientemente por lo que a La destrucción de Sagunto se refiere) y las evidentes pugnas con el gusto oficial al uso. Su primer texto conocido, será el extenso romance heroico Descripción de las plausibles fiestas que al feliz nacimiento de los Serenos Infantes gemelos celebró la villa de Madrid (1784).8 Ya en 1786 inicia su carrera teatral en la senda del género que le proporcionará los mayores triunfos, la llamada comedia heroica, con Triunfos de valor y ardid. Carlos XII, rey de Suecia, que tendrá su inmediata continuación ese mismo año con El sitio de Pultova por Carlos XII, rey de Suecia y en 1787 con El sitiador sitiado y conquista de Stralsundo. En vano, durante los años previos a estas fechas se ha realizado un gran esfuerzo por parte de los intelectuales e, incluso, de las instancias políticas oficiales, para renovar el espectáculo teatral a partir de los modelos trágicos neoclásicos franceses (recordemos la   -13-   Raquel de Vicente García de la Huerta) y de la nueva tipología burguesa de la comedia sentimental de la que nacerá, por ejemplo, El delincuente honrado de Jovellanos (1774). En la misma época en que autores como Tomás de Iriarte o Leandro Fernández de Moratín tropiezan con notorias dificultades para estrenar sus obras, una turba de continuadores del teatro a la antigua, vale decir, según el gusto barroco, que va desde Comella a Valladores de Sotomayor o Rodríguez de Arellano y desde el casticista Ramón de la Cruz a nuestro Zavala y Zamora imponen su ley cobrando no pocos dividendos. Don Gaspar estrena La destrucción de Sagunto (1787), Por ser leal y ser noble dar puñal contra su sangre. La toma de Milán (1788) o La Tamara o el poder del beneficio (1788) dentro del género de la comedia heroica y tampoco hace remilgos a probar fortuna con las llamadas comedias lacrimosas o sentimentales: El amor constante o La Holandesa (1787), La Justina (1788) o Las víctimas del amor, Ana y Shindham (1788)9. Aupado en el éxito atravesará la década de los noventa del siglo XVIII, tan denostado por la crítica como seguro del favor popular en cuantos ensayos dramáticos emprende, desde el fiel seguimiento de la comedia heroica (Carlos Quinto sobre Durá, El Adriano en Siria, Alejandro en la Sogdiana), exótica (El naufragio feliz), mitológica (El amor constante de 1797, El triunfo del amor de 1793), de santos (El Calderero de San Germán de 1790) o de simple enredo (El amante generoso de 1796), pasando por las piezas breves teatrales (Don Chicho, Las Besugueras)10.

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Cierto que, como veremos en su momento, la creación en 1799 de la Junta de Dirección y Reforma de los Teatros y su consecuente plan de renovación pondrán en solfa parte de su producción. Pero Gaspar Zavala, en una muestra de su flexibilidad dramática se adaptará a las nuevas normas estéticas y no duda en intentar tragedias como Semíramis (1797) y La Elvira portuguesa (1801), o adaptar del francés la que titulará El imperio de las costumbres (1801) o escribir el drama bíblico La toma de Hai por Josué (1801). Es más, probado el fracaso de la reforma, el dramaturgo no duda en presentar un proyecto alternativo para dirigir él mismo los tres coliseos madrileños, según el cual uno se destinaría a la representación de óperas (Gran Teatro), otro al de la comedias y tragedias al modo francés (Teatro Culto) y otro a las de teatro antiguo (fundamentalmente del siglo XVII). Sin embargo, su propuesta será rechazada por el gobierno que optó por confiar en 1802 la dirección de los tres teatros al empresario Melchor Ronzi, ayudado por el entonces joven actor Isidoro Máiquez11.

Fracasado como empresario Gaspar Zavala insiste en escribir el nuevo género de moda: la comedia sentimental. Aparece entonces El triunfo del amor y de la amistad. Jenwal y Faustina (1803), El Rey Eduardo (1804), Matilde de Orleim (1804) o, más tarde, Eduardo y Federica (1811) y Por salvar al delincuente acusarse de inocente (1816)12. Con la Guerra de la Independencia, y ante la emergencia de un teatro patriótico de circunstancias, el prometeico Zavala y Zamora desempolvará su comedia heroica de 1790 Aragón restaurado por el valor de sus hijos y no duda en acudir a un teatro exaltado y político sobre cuya relevancia será necesario volver después. Se ha dado como fecha aproximada de su muerte, en Madrid, la de 1813, aunque es lo cierto que su sainete El soldado exorcista está fechado en 1818 y que su comedia El padre criminal, fechada a finales de 1824, presenta censuras de abril y mayo de 182513.

El tratamiento crítico dispensado a nuestro autor ha sido, hasta el momento, muy fragmentario. Citado como hábil comparsa de   -15-   Comella y como curioso cultivador de las diversas facetas de los géneros populares o pseudoburgueses del siglo XVIII, existe una vacilante Tesis Doctoral inédita realizada por Frederick Martín en 195914, un estudio más amplio centrado en la comedia heroica por parte de Rosalía Fernández Cabezón y diversos acercamientos parciales de Guillermo Camero que se han sintetizado recientemente en la valoración de conjunto aparecida en la obra Historia de la literatura española. El siglo XVIII15 en la que no entra a comentarse la obra que a nosotros nos interesa: La destrucción de Sagunto.

En el intersticio entre dos siglos, este autor, que escapa a cualquier clasificación homogénea, y al que se ha calificado de ajeno a toda reserva de ortodoxia literaria, nos ofrecerá, en 1787, una nueva lectura del mito saguntino que de manera más inconsciente que elaborada, refleja la total contradicción en su uso ideológico, justo en los aledaños de un nuevo ensayo, fallido, de modernidad en la cultura española. Vamos a tratar en las páginas que siguen de explicar este proceso.




La polémica teatral de 1787-1788 y La destrucción de Sagunto

El 8 de noviembre de 1787 se estrena en Madrid, en el Teatro Coliseo de la Cruz, la obra de Gaspar Zavala y Zamora La destrucción de Sagunto16, cuya representación, a cargo, según el Memorial Literario, de la compañía de Manuel Martínez, se extendió hasta el 15 del mismo mes, para volverse a reponer el 23 de marzo de 1788 y el 13 de enero de 1800, esta vez, por lo que reza la impresión de la obra, a cargo de la compañía de Francisco Ramos. Días después, aparecerá su crítica en El Memorial Literario y su conclusión apuntará a los dos focos del problema de esta obra en relación con el gusto ilustrado de los críticos de su tiempo (el exceso de episodios secundarios y el reconocimiento de la nobleza trágica del tema):

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Esta que quiere ser Tragedia deja de serlo por tanta multitud de episodios y lances amorosos que divierten el intento principal del drama; pues no es verosímil que en un lance tan apretado se entretengan los héroes en dimes y diretes de vulgares amantes; lo qual prueba falta de invención de episodios conexos con la acción, la qual es trágica y tan ilustre que merece ser tratada muchas veces y por diferentes ingenios.



La pieza, complejo exponente de la llamada comedia heroica, coincide en su fecha de estreno con un momento crucial del devenir teatral del siglo XVIII español: el que fija el primer ataque, homogéneamente construido por la crítica, contra un tipo de teatro heredado directamente, en sus formas y contenidos, del teatro horrorizante imitador de los clásicos del Siglo de Oro. En marzo de 1787 había muerto Vicente García de la Huerta que dos años antes (1785-86), con la publicación de su Teatro Hespañol (con su estrafalaria y no bien explicada «H» incluida), había sintetizado, aunque con criterios tan particulares que le llevaron a excluir a Lope de Vega o a Tirso de Molina, una primera revisión de aquel antiguo modo de hacer teatral que necesitaba las urgentes reformas ya preconizadas por Samaniego, Juan Pablo Forner, Gaspar Melchor de Jovellanos y, por supuesto, Moratín. Pero, aunque Sempere y Guarinós, en su adaptación del italiano Luis Antonio Muratori Reflexiones sobre el buen gusto en las ciencias y en las artes (Madrid, 1782), se había felicitado por la creciente imposición del buen gusto neoclásico, las carteleras teatrales demuestran que lo que se alzaba con la monarquía escénica era la tramoya y el fasto barrocos. Es decir, el éxito sin paliativos de las reposiciones de un José de Cañizares y sus comedias de magia, y, por supuesto, de las «comedias nuevas» como se autotitulaban los dramones heroicos de Zavala. Éste el 26 de junio de 1787 había llegado a poner en escena, para delirio de los espectadores, una batalla auténtica logrando recaudar, en apenas ocho sesiones, 4.471 reales. Contra semejante estado de cosas los reformadores inician en ese momento, una polémica favorecida por los nuevos medios de difusión de la crítica: las publicaciones periódicas como el Memorial Literario (1784), El Apologista Universal (1786), El Duende de Madrid (1787), El Seminario Erudito (1787), el Diario Pinciano o el célebre Diario de Madrid (1788).

Por supuesto el debate no era nuevo. Arranca de años antes, cuando, a partir de la Poética de Luzán (1737), el patrimonio clásico   -17-   del teatro español representado por Lope y Calderón es objeto de la controversia que fuese modernizar el teatro español a la luz de la normativa reguladora del neoclasicismo francés. No será posible comprender la forma de hacer teatro de Zavala y, sobre todo, su forma de justificarlo sin inscribirlas en aquella audaz reivindicación lopista en su Arte Nuevo de un teatro adaptado a la psicología popular frente a un teatro producto de los tiralíneas dogmáticos y pedantes de las preceptivas oficiales. En Luzán y su juicio negativo frente a Lope por su «transformación y desfiguración de la historia, sin respetar los hechos más notorios» o por su modo de «verter erudición trivial y lugares comunes»17 se encuentran ya los moldes y hasta las formulaciones lingüísticas con los que durante estos años se condenará, entre otros, el teatro de Zavala y Zamora. Como se encuentran en los Orígenes de la Poesía Castellana de Luis José de Velázquez (1754) donde éste reprocha a Lope haber desterrado de sus comedias la verosimilitud, la regularidad, la propiedad, la decencia y el decoro y «cuanto ocurre a sostener la ilusión de la fábula» y a su héroes de vagar «desde oriente a poniente, y desde septentrión al mediodía; y, llevándolos como por el aire, aquí les hace dar una batalla, allí galantean». Pero, sobre todo, llenar el escenario como hará el bueno de Don Gaspar con sus caros movimientos de masas no ausentes en La destrucción, con actores que «salen al teatro como forzados, de tropel, y armados en escuadrones...»18.

Y, ya estrenada La destrucción de Sagunto, en una «Carta de Don Respondón a Don Preguntón sobre la comedia intitulada Carlos Quinto sobre Durá» inserta en El Correo de Madrid del 13 de marzo de 1790, un anónimo crítico se despacha a gusto con nuestro autor al que califica de «coplista» y a su obra de «zurcido de defectos». «No   -18-   falta» -añade- «conceptos refinados, pensamientos falsos y gusto seiscientista [...] Peor es esto que el hipógrifo violento». El 12 de junio la emprende el mismo periódico con La hidalguía de una inglesa, con los dramas militares y su efectismo escénico. El denuesto más significativo será el que apunta el Diario Pinciano en enero de 1788 al criticar el prólogo del autor a su Carlos XII: se trata, ni más ni menos, que un autor churriguero. El calificativo es de evidente eficacia para subrayar el desprecio de los críticos ilustrados, teniendo en cuenta la equivalencia que autores como Jovellanos hacían de las metáforas hinchadas, los verbos rimbombantes y los proyectos quiméricos con «la misma mezquinería gigantesca que caracteriza los edificios de Barnuevo, Ricci y Donoso», discípulos todos de José Benito Churriguera, y los dos últimos, por cierto, autores de no pocas escenografías para el Buen Retiro. Ceán Bermúdez en su Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España (1800) recordará el ahogo al que ambos sometieron la arquitectura bajo la exuberancia ornamental. Si Jovellanos insiste en el paralelismo de la teatralidad y la grandilocuencia de los estilos literario y arquitectónico, Forner comparará directamente los edificios de Churriguera con los poetastros contemporáneos cuya escritura oscilaba siempre entre el absurdo gongorino y la frialdad insulsa19. La lectura de La destrucción de Sagunto y, sobre todo, la mera hipótesis de su representación magnificente y suntuosa, metaforizada en no pocas rocallas, murallones caídos, torres heridas por el fuego, templos pseudorromanos, claroscuros y verjas historiadas, nos convence de lo más que ajustado de semejante crítica.

A partir de 1788 la campaña neoclásica tendrá como principal adalid al Catedrático de Poética de los Reales Estudios, Santos Díez González20 quien en febrero de 1789 redactará un Memorial para la reforma de los teatros de Madrid que no alcanzará vigencia hasta 1799. Para entonces se cerrará el círculo de las enconadas críticas que Zavala había empezado a recibir en la polémica de diez años atrás.   -19-   Como en su momento veremos los reformadores no habían olvidado el pecado de lesa estética de La destrucción de Sagunto, lo que tendrá significativas consecuencias para una imposible recuperación posterior de la obra. Pero, en medio de este proceso, sería más que probable que Moratín tomara al dramaturgo como el objeto del edificante escarnio de La comedia nueva. Cuando le envía ésta a Juan Pablo Fomer el 22 de febrero de 1792 sus palabras son bien elocuentes:

Esto es cuanto hay que decir acerca de la tal comedia, puesto que los delirios y vaciedades que se oyen por ahí en boca del pestilente Nipho, el pálido Higuera, Concha, Zavala, y la demás guralla de insensatos, son buenos para oídos pero fastidiosos de escribirse.21



Y es que, claro está, no era exactamente el legado de Lope o de Calderón contra los que apuntaba el debate reformista sino, más explícitamente, contra sus torpes seguidores que transformaban la grandeza y emoción del teatro del Siglo de Oro en huero aparato y endeble patetismo. Moratín lo explícita en la obra por boca del prudente Don Pedro:

No, señor, menos me enfada cualquiera de nuestras comedias antiguas, por malas que sean. Están desarregladas, tienen disparates; pero aquellos disparates y aquel desarreglo son hijos del ingenio, y no de la estupidez [...] Ahora, compare usted nuestros autores adocenados del día de los antiguos, y dígame si no valen más Calderón, Solís, Rojas, Moreto cuando deliran que estotros cuando quieren hablar en razón.22



En La destrucción de Sagunto emergen, en efecto, los tics que tanto irritaban a Moratín y que refleja socarronamente en El cerco de   -20-   Viena: un burdo heroísmo anestesiado por inútiles vericuetos melodramáticos; los encuentros y desencuentros nocturnos; el trueque de objetos (sea una falsa carta, sea un retrato de la supuesta amada de Aníbal); los malentendidos; el traidor en la figura de Sicano23; la indispensable visita de la heroína a la oscura cárcel; un consejo de guerra; el patetismo que bordea lo grotesco (desde el rito del echar suertes los saguntinos para comerse unos a otros hasta la gesticulante escena del envenenamiento de Tago a manos de su propia madre). Por no hablar del catálogo de motivos de los «mamarrachos» pseudohistóricos que pergeñan, para poder seguir comiendo, ese conjunto de «autorcillos chanflones»: un desafío, tres batallas, un incendio de ciudad, fanfarrias de desfiles, un ajusticiado...

Pero los mismos elementos que disparaban el verbo crítico de Moratín propiciaban el éxito de Zavala y Zamora entre el público habitual de los teatros para el que no contaba la sutil distinción ilustrada entre la calidad ingeniosa, aunque con errores, de los clásicos barrocos y las obras teatrales incluidas en el género de modo en estos años: la comedia heroica a la que pertenece la obra que analizamos.

¿Qué era, pues, una comedia heroica? Era una pieza teatral que partía abiertamente de las fórmulas establecidas en el siglo XVII, aunque sus autores procuran en todo momento apurar sus esquemas llevándolos a la nueva frontera de lo que podríamos llamar el teatro total. La multiplicación de lances amorosos, dentro de la casuística típica establecida por el Arte Nuevo de Lope de Vega enlaza con las situaciones más inauditas o, como mínimo, en la constante raya del heroísmo bélico. La historia, nacional o extranjera, antigua o reciente se inscribe, para su exaltación o para su fantaseada evocación, en el marco del escenario. Rosalía Fernández, al estudiar esta tipología teatral24 distingue entre las meras comedias heroicas, en las que la exaltación del héroe se equilibra con el enredo sentimental, heredado en buena parte de los modelos de la comedia de capa y espada siglodorista y las comedias heroico-militares en las que, junto a todo lo anterior, se   -21-   subrayan los elementos tendentes a la mitificación patriótica aún a costa de subordinar la verosimilitud y fuerza trágica de la acción a la vindicación belicista y, con harta frecuencia, al alboroto del espectáculo. En este último grupo debe incluirse La destrucción de Sagunto, junto con piezas bien sintomáticas de Zavala y Zamora: su célebre trilogía de Carlos XII, rey de Suecia (1786-87), La toma de Milán (1788), La Tamara (1788), Ser vencedor y ser vencido. Julio César y Catón (1793) e incluso, mucho más tarde, las dos partes de Los patriotas de Aragón (1808). En medio de una significada vocación de colectividad (la presencia del pueblo saguntino y, singularmente, de sus mujeres) y de la dialéctica maniquea entre héroes (Luso, Aníbal) y villanos (Sicano) se desarrollan, por vía argumental, exagerados conflictos maximalistas (amor, celos infundados, deber patrio, defensa del honor) que, en última instancia, preservan un orden social militarista que deja poco espacio a la ambigüedad ilustrada (aunque ésta pueda existir, y en su momento lo veremos, de modo oblicuo).

Moratín no se cansó de subrayar el absurdo del propio nombre del género, pues comedia (forma teatral que debía reflejar de manera neutra y natural la realidad humana, «lo que sucede ordinariamente en nuestras casas» como él decía) no podía asumir el calificativo de heroica, concerniente a lo sublime de la épica:

No es más cuerdo el escritor que introduce en una comedia reyes, príncipes, archiduques, pontífices y emperadores, y asaltos y conquistas [...] Toda composición tiene sus límites conocidos, de los cuales no puede exceder, sin degenerar en monstruosidades y desatinos [...] un mal poeta, a quien acusa la conciencia de haber hecho un embrollo que no merece nombre de comedia, ni de tragedia ni de entremés, aunque de todo participe, salta por en medio, le llama drama heroico, y piensa con esta pueril astucia haber ocurrido a cuantos reparos, puedan oponerle.25



Naturalmente Moratín, que está reproduciendo la polémica que sostuvieron los dogmáticos aristotélicos frente a la «vil quimera del monstruo cómico» defendida pragmáticamente por Lope, tampoco admite que sea tragedia una pieza por el hecho de «haber concluido toda en barahúnda con una matanza horrible» o que hayan desfilado «el ejército de los reclutas con aquello de uno, dos; uno, dos; uno, dos...»   -22-   y pone el dedo en la llaga de semejante desgobierno de reglas: el encantamiento de tramoyas y las fruslerías escénicas:

Pero el pueblo se entretiene con esa soldadesca y ese arcabuceado; los relámpagos de pez, el agua que cae a chorros desde las bambalinas, el puente que se rompe [...] el consejo de guerra [...] y la estopa que arde, todo le admira, todo le suspende y le hace pasar dos horas fuera de sí.



Conviene retener estas anotaciones si queremos entender los valores subyacentes en La destrucción de Sagunto. El contexto de la obra corresponde a un momento cultural que gestionaba, por un lado, la herencia de un bloque ideológico de un pasado integrista y, por otro, un nuevo concepto de espectáculo que buscaba hacerse con un público, más amplio y menos elitista, receptor de mensajes escasamente elaborados por la sutileza erudita. Datos todos estos que nos ayudarán no poco a entender el por qué y el cómo de esta subida al escenario del mito saguntino despojado de mucha de su aureola clásica. Si Moratín hace un teatro dirigido a crear la hipótesis de un público ilustrado, Zavala con La destrucción de Sagunto ofrece un producto para un público ya construido que exige una pieza con el catálogo de motivos y efectos referidos. Un público que va a realizar una lectura visual y auditiva del drama, sin apenas curiosidad por su partitura como texto. La única y tardía impresión de La destrucción de Sagunto (en el año 1800) no indica falta de éxito. Porque éste no radicaba entonces en un producto literario acabado sino en la entrega eficaz de un teatro de consumo que no se ocupaba ya sólo (y en ello habría de estribar, paradójicamente, su fuerza posterior) de quienes miraban el escenario con los anteojos de las reglas francesas. A fin de cuentas, y pese a las aceradas críticas de Moratín, está documentado que sólo entre el 1 de enero de 1795 y el 13 de julio de 1796 quince obras de Comella y Zavala proporcionaron las fabulosas ganancias de 337.026 reales.

Zavala era consciente de esta permanente dicotomía de la historia del teatro español. Con razón se ha subrayado la importancia sintomática de sus alegaciones frente a unos críticos que no dudó en tildar de pedantes y, como era de esperar, de afrancesados26. En las   -23-   palabras introductorias a La hidalguía de una inglesa (1790) recuerda nuestro autor que, por supuesto, ha seguido las sacrosantas unidades, usado un lenguaje adecuado al decoro y respetado la verosimilitud histórica aunque también afirma que es consciente de que tales reglas pueden ser buenas para un teatro leído pero indiferentes para un teatro que aspira al espectáculo. No dudó en burlar «a la turba de críticos perdularios» y menospreciar, como subraya en la dedicatoria de La toma de Milán, «los casuales panegíricos de nuestros crítico-modernos» (el subrayado del término, altamente expresivo, es mío)27. En el «Prólogo al lector» de Triunfos de Valor y Ardid. Carlos XII, Rey de Suecia (Madrid, 1787) se explaya en una autodefensa, parapetada en la imposición justa del gusto del vulgo, que nadie puede dudar en relacionar con la irónica defensa de Lope en su Arte Nuevo:

Fuera de que cuando las rígidas y ridículas leyes de nuestros preceptores dramáticos no dieran esta amplitud al ingenio, le obligarían a tomarla juntamente la situación de nuestros teatros [...] El espectador [...] sabe disculpar las monstruosidades que de toda especie observa en muchas composiciones [...] Pero si quiere ver distintamente que quien escribió acomodado al gusto del pueblo, se acomoda más fácilmente a la observancia del arte, corrija primero el estrago de aquel y señale luego un premio debido a un drama correcto, que yo sé que no faltará en nuestra corte ingenio que llene el hueco de su delicadeza. No digo que merezcan indulgencia aquellos defectos que por falta de principios en la geografía y cronología cometen algunos compositores; pero deben mirar con menos impaciencia la perfección sacrificada a la costumbre...».28



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Zavala se defiende, en efecto. Y no sólo por su concepción más abierta y menos reglada del teatro sino porque, como tendremos ocasión de observar a propósito de la obra que estudiamos, sus transgresiones nunca supusieron un abandono del prestigio en el uso de las unidades (especialmente por lo que hace a la unidad de tiempo, y no sólo a la de lugar, en La destrucción de Sagunto) y sí, en cambio, un intento de achacar los males del teatro a las fuertes hipotecas de las exigencias del público o de los actores y no al seguimiento de la tradición dramática nacional29. No se tratará únicamente de su propio convencimiento sino también de parte de la crítica. Insistimos que la de 1787-88 es una polémica y no una mera reacción de los ilustrados contra la versión nueva de la vieja comedia nacional. El Memorial Literario de 1790 criticaba, por supuesto, la frecuente ruptura de la unidad de tiempo en Zavala (en obras como El calderero de San Germán) pero también elogiaba sus caracteres, lo apropiado de la acción, los episodios y la naturalidad de la intriga y desenlace y hasta la ternura de algunos pasajes30. En el crucial año de 1788, ante los repetidos ataques de Cándido María Trigueros (1736-1798) un tal J. T. O. dictaminaba el 10 de julio en el Diario de Madrid:

¿Qué hablaba ni disputaba antes el pueblo de esto que llaman los reformadores del día decoro, decencia, dignidad, propiedad y naturalidad en la expresión, acción, tono, gesto, actitudes ni trajes? Ha más de un siglo que ve y oye la nación unas mismas representaciones y con ellas se divierten unos e instruyen otros. ¿No han vivido así nuestros padres y abuelos, gentes felicísimas, pues gozaban puro e inalterable el placer del teatro, sin las dudas y sospechas en que ahora muchos fluctúan de si debe   -25-   prevalecer la razón o la costumbre? ¿A qué habrán venido esos aventureros filosofadores a turbarnos el reposo de nuestra conciencia?



Y el 26 de julio del mismo año concluía la crítica firmada por D. Y. L.:

Divertámonos con las comedias que hacían nuestros padres y callemos como ellos; pues ¿qué razón habrá para que nuestro gusto sea más delicado que el suyo?



Con razón Don Pedro Estala en su «Discurso preliminar sobre la tragedia antigua y moderna» que incluye en su traducción del Edipo de Sófocles (Madrid, Sancha, 1793) vuelve a recalar, por encima de los posibles defectos, en aquel teatro antiguo y sus derivaciones que «nos deleitan incomparablemente más que esas comedias arregladísimas y fastidiosísimas, que apenas nacen quedan sepultadas en el olvido» (ed. cit., pág. 38).

Lo más importante de esta polémica, sin embargo, es el esquema dialéctico que resulta de dos discursos antagónicos: el de un reducido grupo de intelectuales formados en unas ideas neoclásicas sostenidas por un modo de fe en la modernidad de la razón (recordemos el matiz irónico y despectivo de los crítico-modernos que decía Zavala) y el de otros escritores en los que, si por un lado operaba la intuición estética de una dramaturgia abierta a fórmulas románticas, por otra se amparaban en reivindicaciones y leyes de integrismo casticista. No era un simple divorcio entre lo que, casi un siglo después, Alcalá Galiano llamaría «la crítica científica y el juicio del vulgo»31 sino la constatación, una vez más, de la imposible síntesis entre pensamiento tradicional y modernidad o, si se quiere, la irremediable absorción de los mitos colectivos que en otros lugares lograban asimilarse a formas de progreso, por un pensamiento tendenciosamente reaccionario. Lo que en Moratín quiso ser renovación estética pero también una forma de enfrentarse a la realidad crítica y no mixtificadora (a ello se dirigían desde el hecho de usar la prosa en su teatro hasta su plegamiento a las   -26-   reglas como forma de alcanzar un ideal moral clásico) para la escuela de Comella y Zavala suponía negación extranjerizante de la tradición y su aferramiento consecuente a un fuerte nacionalismo que no tiene a su alcance, en ese momento, ni el género dramático adecuado ni suficiente altura intelectual como para vincularse a una perspectiva modernizadora. Al menos en lo que al tema que nos ocupa: el de la recreación del mito saguntino. Son de nuevo expresivas las palabras de Pipí en La comedia nueva: «Y dale con el arte, el arte, la moral y... Deje usted, las... ¿Si me acordaré? Las... ¡Válgate Dios! ¿Cómo decían? Las... las reglas...» ¿Qué son las reglas?» Y contesta otro personaje, don Antonio: «Reglas son unas cosas que usan los extranjeros, particularmente los franceses»32.

En efecto, arte, moral (sentido ejemplar y cívico) y reglas a la francesa. O sea, los elementos que habían producido sesenta años antes en Inglaterra una expresión paradigmática de tragedia neoclásica en The fall of Saguntum de Philip Frowde. Pero en España era otra la cuestión. Y desde luego otro el autor que retorna el mito.




La destrucción de Sagunto: argumento, fuentes y construcción dramatúrgica. De la tragedia fallida a la puesta en escena populista

Aunque la complejidad argumental de La destrucción de Sagunto resulta evidente, ésta se modera si se compara con otras comedias heroico-militares, y si se piensa en el necesario orden que al autor imponen sus conocidas fuentes históricas. El número de versos (3.137) se encuentra por encima de la media del teatro áureo, en el que halla sus fundamentales motivos de acción33. Zamora no se plantea, en   -27-   efecto, una evocación fragmentaria del motivo saguntino que pase, simplemente, por la idealización poética de la vanitas o la melancolía trascendente de las ruinas. También elude los precedentes del género épico que podrían haberle propiciado, cuanto menos, una cierta altura en el ejercicio de las formas estróficas. No cabe pues considerar, entre las fuentes literarias de Zavala, el poema épico Primera Parte de   -28-   la Historia de Sagunto, Numancia y Cartago (Alcalá de Henares, 1589) de Fray Lorenzo de Zamora quien se había planteado, también en la sinalefa entre dos siglos, un ejercicio retórico de vinculación del heroísmo saguntino con los mitos de una naciente conciencia de nacionalidad en la saga de la imitación de los antiguos. Tampoco creemos que llegara a conocer los Romances historiales de Juan de la Cueva (1588)34 que son la primera exposición completa, que nosotros conozcamos, de la narración de la gesta de Sagunto en la que la razón histórica del documento se somete a la fantasía poética, incluso, de lo sobrenatural.

Pero tampoco es fácil que conociera una obra teatral que, con todo, se revela fuente inevitable dado el modelo dramático que, con casi idéntica fórmula, aplica Zavala y Zamora. Me refiero a la comedia del dramaturgo Manuel Vidal y Salvador El fuego de las riquezas y destruyción de Sagunto compuesta en los últimos años del siglo XVII35. Las proximidades argumentales son obvias y se acrecientan por el hecho de que, siendo inabordable cualquier cuestionamiento del conflicto principal (la catástrofe de la ciudad), la acción tiene que crecer a expensas de las acciones paralelas (trama amorosa y de enredo). Ambos dramaturgos (Vidal y Zavala) coinciden en el hábil olfato teatral de saber extraer nudos de innegable espectacularidad: el ingente movimiento bélico (uso de la muralla y del antiguo género teatral del cerco) y la eficacia del coro que se instala sobre todo en el atractivo papel conferido al colectivo de las mujeres (vestales de Diana en el caso de Vidal y Salvador). Las diferencias de planteamiento son también decisivas. A Vidal le asiste la ventaja de estar jugando con un género contemporáneo: la comedia de capa y espada. Le asiste   -29-   asimismo su poderosa agilidad en los diálogos (aunque ya de manierista calidad literaria), la solemnidad retórica de algunos pasajes y alocuciones de Aníbal y Alcón (un anciano saguntino cuya lastimosa descripción de las calamidades del cerco recuerdan incluso la honda tristeza de los tercetos de Cervantes en la Numancia) y un uso ambivalente de las fuentes históricas y poéticas, aunque sea en forma de relación (así los prodigios sobrenaturales acontecidos en la ciudad). En cambio Zavala, como veremos, mantendrá excesivas dudas respecto al género elegido, lo accesorio novelesco desequilibra tanto las fuentes históricas (más reducidas y mucho menos fantaseadas) como la poco resuelta tensión heroica, muy forzada y pobremente vestida de retórica, de los personajes. Cierto que sabe incluir, en el tema sustancial de la destrucción de la ciudad, las dudas y disensiones políticas de un traidor (Sicano) pero, con todo, el resultado ni es tragedia ni es distendida comedia. Hay más romanticismo en la truculencia que en la ternura amorosa.

La formación intelectual de Gaspar Zavala pudo haberle llevado a conocer el célebre poema De bello punico de Silio Itálico, cuyos cuatro primeros libros significaron el arranque de la saga literaria de nuestra ciudad. Pero si ello fue así, apenas queda rescoldo alguno en La destrucción de Sagunto, ni siquiera en la habitual huella de los nombres de los personajes. Y desde luego apenas nada cabe decir de la improbable referencia que para nuestro autor pudo suponer el inacabado poema épico La Saguntineida o De Saguntii excidio36 de José Manuel Miñana (ca. 1702) obra sintomática de una emergencia de las fuentes clásicas y un nuevo modo de acercarse a las mismas por parte de los ilustrados españoles de la primera parte del siglo XVIII.

En 1727 se imprimirá y representará en Londres la tragedia La caída de Sagunto de Philip Frowde. Sería temerario aseverar de manera inequívoca la influencia en Zavala de este texto, cuya exégesis política y cultural hemos explicado en otra parte. Pero las fuentes no sólo han de tomarse en un sentido literal, es decir, como una influencia derivada de un conocimiento textual, sino como conformantes de la logosfera cultural de una época determinada. En tal caso, y aunque   -30-   creemos que el aliento épico y la maestría en el manejo de paradigmas clásicos que caracterizan a un autor como Frowde distan mucho de la simple pericia imaginativa de Zavala, es cierto que en éste observamos una irresistible tendencia a querer resolver su obra en tragedia heroica, como si presintiera que el tema, por el claro prestigio histórico que denotaba, le obligaba a ello. Pues bien, cabe aducir una información perfectamente contrastada. Como dijimos a propósito de The fall of Saguntum, el maestro indiscutible de Frowde, desde el punto de vista cultural y dramático, fue Joseph Addison quien le habría de inspirar, incluso, en algunos pasajes concretos a partir de una obra con la que instauró el modelo de la tragedia neoclásica en Inglaterra: Cato (Catón) estrenada en 1713. Dicha obra, objeto de numerosas readaptaciones en Europa a lo largo del siglo, sería el modelo del melodrama de Pietro Metastasio Catone in Utica, representada con música de Leonardo Vinci en Roma, durante el carnaval de 1727. Como es sabido, Metastasio (1698-1782) habría de tener una influencia sustancial en la concepción trágica de los autores españoles del XVIII y, también, en el propio Zavala y Zamora quien escribiría, de acuerdo con la atribución de buena parte de la crítica37, la comedia heroica Ser vencedor y vencido. Julio Cesar y Catón (1793)38 a partir del modelo directo de Metastasio y también de Addison del que, significativamente copiará el suicidio de Catón tras la caída de la ciudad de Utica. Del conocimiento directo de Addison por parte de Zavala no cabe deducir, desde luego, un conocimiento indirecto de la obra dramática de su mejor discípulo, Frowde. Pero lo que no cabe discutir es el ambiente de inspiración que en un momento determinado mueve a ambos: la consideración de un paradigma clásico de la historia como motivo   -31-   trágico en aras de una lectura belicista y heroica de la exaltación de la libertad. Algo que no será incompatible, y ello lo aprenderá de Metastasio, con una mixtificación melodramática de la acción y de su puesta en escena.

Por otra parte, el nombre de Sagunto, vinculado a un nueva erudición arqueológica era ya suficientemente conocido, desde la primera parte del siglo, por parte de los intelectuales y escritores. Y más, sobre 1787, cuando Zavala se dispuso a escribir la obra, si se piensa que dos años antes se habían representado obras teatrales en el mismo Teatro Romano por mediación de su diligente conservador Enrique Palos y Navarro. En efecto, en su Disertación sobre el teatro y circo de Sagunto (1793) se refirió «a las comedias que por mi dirección se representaron en dicho Teatro en los días treinta de Agosto, primero, tercero y quarto de Setiembre del año mil setecientos ochenta y cinco, á cuyo efecto se adornó la Escena de diferentes decoraciones harto graciosas, de primorosas pinturas, que con diversas mutaciones presentaban varios objetos muy agradables á la vista de los espectadores». El hecho trascendió lo suficiente como para que, poco tiempo después, como habría de recordarse en la sesión de las Cortes de Cádiz del 27 de mayo de 1811, fuera anunciado en los «papeles públicos»39 y, concretamente, en la Gaceta de Madrid del 14 de Octubre de 178540. Por esta noticia sabemos, aunque sucintamente, que la obra   -32-   representada era el artificioso melodrama de intriga con notas operísticas Siroe, de precisamente Pietro Metastasio. Un avispado dramaturgo como Zavala, pendiente de los últimos chismes culturales de la corte, donde comenzaba a tener tanta importancia la crítica teatral en los periódicos, debió de recibir con notable curiosidad este anuncio y más si trascendió la suntuosidad de apariencias y mutaciones que el bueno de Palos quiso añadir al prestigioso marco arquitectónico en el que propició la puesta en escena:

Colocóse el tablado para la representación detrás de los vestigios del antiguo púlpito, en el semicírculo formado en medio de la pared de la escena que servía en algunos dramas para presentarse los que salían a nado del mar, como en el Rudente de Plauto, o poner a la vista alguna Ciudad distante, como la de Tebas, en los Castigos, tragedia de Eurípides; y se adornó con diferentes decoraciones o mutaciones muy propias, harto graciosas y bien pintadas. Ocupaban la orquesta centenares de sillas. Permitióse, como antes del tiempo de L. Roscio, la libertad de sentarse en las gradas sin distinción de clases. Algunos de genio observativo, no reparando en que faltaba el antepecho de la suma cavea, y con él este adorno al teatro, y seguridad a los concurrentes, ni en que estaban destinados antiguamente para los esclavos y gente más baja del pueblo, ocuparon las 4 gradas que hay sobre el pórtico; desde donde oyeron con tanta claridad y distinción todas las palabras de los actores como si estuvieran inmediatos; conociéndose en esto con cuánta razón llamó el Deán Martí vocales a las peñas que dan este aumento a la voz, debilitada ya por la distancia. Se representaron en los días 30 de agosto, y 1.º y 3.º del corriente varias tragi-comedias Españolas; y el 4.º la tragedia Siroe...


Debo insistir en este documento (de importancia excepcional por otra parte para entender el modelo de usos escénicos que desde los años cuarenta se impuso en el Teatro) no sólo por la referencia a la obra de Metastasio sino por la cita de la representación de lo que el cronista llama varias tragicomedias españolas. ¿Cuáles podrían ser éstas y que supusieron en el imaginario de un dramaturgo como Zavala para que se le ocurriera poco después componer una obra dramática sobre Sagunto? Sin duda algunas de las tragedias que los autores españoles cercanos a las reglas clásicas se empeñan, con desigual fortuna, en aclimatar al teatro español. Junto a los tempranos intentos de tragedia por parte de Agustín de Montiano y Luyando (Virginia, 1750), Nicolás Fernández de Moratín (Guzmán el Bueno, 1777), Vicente García de la Huerta (Raquel, 1766) o José Cadalso (Don Sancho   -33-   García, 1771) una, sobre todo, debió influir sensiblemente en el ambiente de recuperación de los mitos clásicos que coadyuvó a la decisión de Zavala. Hablo, claro está, de la Numancia destruida de Ignacio López de Ayala fechada en 1775 y que habría de estrenarse el 9 de febrero de 1788. Esta obra podría calificarse sin duda del reverso de la medalla de lo que quiso ser y no pudo la obra de Zavala y Zamora. No es improbable, incluso, que la puesta en escena de ésta repercutiera en la necesidad, por parte de los neoclásicos, de dignificar el tema heroico en un argumento paralelo al que nos ocupa. No poca de la perplejidad que produce la obra de Zavala deriva de su imposibilidad de ofrecer unas características homogéneas para centrar sus códigos como género. Que la historia nacional entrara en los cauces de la tragedia se presumía dentro de los cánones neoclásicos. Pero también es verdad que, como reclamaba Juan Pablo Forner, no se trataba tanto de ensalzar «las proezas y hazañas de los héroes guerreros» como de

representar la vida política y ver en los tiempos pasados los orígenes de lo que hoy somos, y en la sucesión de las cosas los progresos no de los hombres en individuos, sino de las clases que forman el cuerpo del Estado.41


La destrucción de Sagunto, por el contrario, no es capaz de comunicar más que la supremacía militar a partir del integrismo caudillista, reduciendo la cuestión cívico-social a injerencias de maquiavélica razón de estado o a barata manipulación populista contra los gobernadores. Cierto que Jovellanos o Quintana, el primero desde una perspectiva ilustrada, el segundo con un sincero esquinamiento liberal, trazaron un modelo de tragedia susceptible de asumir un mito nacional inapelable (don Pelayo, por ejemplo, tema sobre el que incidirá asimismo Zavala). Pero siempre aplicando una observación modificadora de ese mito clásico al objeto de que la hipotética conjunción de virtudes y el relato no mistificado de la materia histórica, produjera un sentido nuevo dentro del mundo contemporáneo. Y, por el contrario, en Zavala lo que se produce sistemáticamente es un regreso sin precauciones al mito para anclarse en un pasado anacrónico, que ni siquiera será el Sagunto sitiado sino el de los valores del Antiguo   -34-   Régimen del siglo XVII. En ambos casos, sin duda, el observador modifica la materia observada (como en el célebre principio de Heisenberg), pero si los primeros acuden al pasado nacional para acomodarlo a su presente y hablarnos desde una radicación inexcusable en el hoy, el autor de La destrucción de Sagunto se vuelca en la recreación del pasado para desplazar, por esta ilusoria operación ideológica, un presente desvalorizado. Sin perjuicio, claro está, de inconscientes verbalizaciones de la realidad cultural, a lo que Zavala, como complejo dramaturgo de transición, será especialmente proclive.

Independientemente de esta oposición en términos de crítica histórica, no cabe olvidar que estamos hablando de teatro y de su recepción. Desde ese punto de vista, la sujeción al rigor histórico (elemento clave de la pedagogía social y política que desea establecer el neoclasicismo) no es equivalente a validación positiva de los recursos dramáticos empleados para ello. El público no percibía en aquellas tragedias la fluencia de una sintaxis narrativa y dramática que se acomodara a su gusto, todavía bajo los efectos de aquella «cólera de un español sentado», que como se comentaba en el Arte Nuevo, exigía ver representar en dos horas desde el Génesis al Juicio Final. Y no la percibía porque el rigor histórico implicaba, precisamente, seguir el modelo de la propia historiografía ilustrada cuyo principal defecto radicaba «en la falta de sensibilidad e imaginación con que considera las épocas remotas y, generalmente, los tiempos y los países en que lo valores que alaba tenían su curso».42 Frente a ello, cuando tal sensibilidad afloraba, aunque fuera bajo la forma de prolijidad de acciones secundarias o paralelas, el público respondía positivamente. Pero entonces la tragedia había traspasado la frontera del género y se colaba en las comedias historiales o heroicas. Y esta es la causa, más allá de cualquier filiación temática, por la que me parece que la Numancia adoptó formas de esta inclusión de episodios secundarios amorosos. Así como el que intente recuperar la vibrante emoción del protagonismo colectivo en perfecta sincronía con un público al que había que incluir en un exaltado sentimiento patriótico, mediante lo   -35-   que algún crítico ha llamado «arte unanimista»43. Pero la Numancia tendrá todas las ventajas que la impericia de Zavala no pudo conceder a La destrucción de Sagunto, sobre todo el estilo animoso, robusto y la solemnidad heroica de una versificación adecuada.

Nuestra conjetura de la posible filiación entre una obra y otra se fundamenta, de nuevo, en las anotaciones que Moratín realizara para su Comedia nueva. Asegura que su inspiración para la sátira del bodrio dramático de El cerco de Viena son «las malas copias» a las que dio motivo la Numancia destruida y, más concretamente, la manera de describir elementos patéticos como el hambre. Frente a la prestancia emotiva de los versos de López de Ayala, Moratín no puede menos que despreciar aquellos poetas que «se atropellaron a describir los horrores de una plaza sitiada y sin víveres, en monstruosos dramas que llamaron comedias, haciéndolo con tan ridículas ideas y en tan ruin estilo que no hay más que pedir en el género trivial, arrastrado y mezquino». Y, como no podía ser menos, pone como ejemplo de soez descripción de ansias famélicas los versos de La destrucción de Sagunto que, en boca de Sigeo, describen las calamidades del cerco de Sagunto por parte de Aníbal44.

Y, como todo hay que recordarlo en esta azarosa aventura, el propio Enrique Palos (Constantí Llombart dixit)45 habría compuesto por esas mismas fechas una tragedia sobre La destrucción de Sagunto «en la que nostre autor demostraba ses no comunes facultats per a la poesía». Poco importa que Zavala la llegara a conocer o no. Lo que está claro es que el ambiente le incitó a intentar llevar a la escena tema tan sugestivo. Y que, aún siendo la cuestión de inequívoca etiología trágica, dado su carácter de autor pane lucrando y conocedor de los resortes psicológicos del público, la echó a rodar por el camino, más espectacular y agradecido, de la comedia heroica.

  -36-  

La destrucción de Sagunto parece acomodarse al canon paródico que con chispeante puntualidad trazara Moratín. ¿Acaso no ofrece, en efecto, «hacinamiento confuso de especies, una acción informe, lances inverosímiles, episodios inconexos, caracteres mal expresados o mal escogidos; en vez de artificio, embrollo»? Son palabras con las que describe los comediones históricos al uso el sensato Don Pedro en La comedia nueva. Nuestra obra bien podría ser, de acuerdo con el sentir neoclásico, un almacén de extravagancias. Pero de ningún modo (y comienzan aquí a advertirse las contradicciones que siempre parece llevar en sí el mito saguntino) adolece de otras exigencias planteadas por Moratín: «No hay conocimiento de historia, ni de costumbres; no hay objeto moral...» Los hay, bien que torpemente expresado todo ello. Es más, aunque radicalmente fallida en su concepción trágica, en La destrucción de Sagunto Zavala estaba intentando exactamente lo que el Don Pedro moratiniano exigía: «Los progresos de la literatura [...] interesan mucho al poder, a la gloria y a la conservación de los imperios; el teatro influye inmediatamente en la cultura nacional; el nuestro está perdido y yo soy muy español...»46.

No es pues que Sagunto no supusiera, como se había demostrado en el contexto del teatro inglés de la primera mitad del siglo, un paradigma suficiente para la consecución de los ideales expresados por Moratín. No faltaba el tema, la inspiración o el motivo. Faltó, eso sí, un autor de talla. Porque la obra, en sí misma, y evitando su contextualización interesada y paródica, no es en absoluto ajena al seguimiento de ciertos preceptos trágicos tal como los fijaron los neoclásicos. Como Luzán exigía en su Poética (1737), La destrucción de Sagunto habla de «historias y acciones antiguas y apartadas de nuestra edad» para una eficaz didacsis al espectador y para no facilitar, a un tiempo, la sumisión total de la poesía a la historia. Y presenta héroes profundamente mediatizados por las pasiones, sean heroicas (el amor, el sentimiento patrio que traspasa, en ambos casos, el ámbito de lo privado para acceder a la dependencia colectiva) sean políticas (la soberbia o «hybris» y la ambición representada por Aníbal o por el   -37-   sedicioso Sicano)47. No existe, por otra parte, el gracioso, al que no había renunciado Vidal y Salvador un siglo antes pese al también tono enfático de su obra. Bien es cierto que la palpable frontera maniqueísta entre héroes y antihéroes en la obra priva a ésta de esa consideración de un héroe individual que, siendo moralmente intermedio, pueda juzgarse eje de la tragedia. Pero es que se trata, insistimos, de dirigir el foco trágico a la colectivo.

Porque Zavala no desconocía los resortes patéticos o de melodrama sentimental que llevaron a que Mc Clelland apreciara su facilidad para «the possibilities of complex character, or heroic character streaked with human feelings»48. De ello dan prueba no sólo el tremendismo de algunas escenas (véanse los versos de Luso proponiendo la antropofagia y el complaciente regocijo de Hesione) sino el mismo el gesto de terribilitá operística de madre heroica que acaba dando muerte a su hijo. El temor que en esa época comienza a consolidarse como categoría estética, se trastoca en La destrucción de Sagunto en burdo horror conseguido a base de escenas lúgubres (muerte de Sicano, envenenamientos, el obligado suicidio ígneo) y de la sembradura de nombres y adjetivos incluidos entre exclamaciones y paroxismos: «bárbaro», «soberbio», «terrible», «furor», «ciego abismo», «riguroso castigo», «monstruo sin razón», «funesta situación», etc. Nos encontramos en un territorio intermedio entre la tragedia y la comedia, mezcla de melodrama, ademanes patéticos y toques operísticos que en la década de los ochenta y noventa del siglo XVIII hace cuajar en España la llamada comedia lacrimosa o, como la calificará Joan Lynne Pataky para el caso de Zavala y Zamora, comedia llorona49. Lo   -38-   que de vitalismo trágico carece La destrucción de Sagunto lo ofrece, en cambio, de ese lánguido sentimentalismo que ya había prosperado en Inglaterra, Francia o Alemania y que ponía en escena no ya sólo escenas melodramáticas sino retratos edificantes que, como reclamaba Jovellanos, podían ser «magistrados humanos e incorruptibles, ciudadanos llenos de virtud y patriotismo [...] amigos fieles y constantes, en una palabra, hombres heroicos y esforzados, amantes del bien público, celosos de su libertad y sus derechos, y protectores de la inocencia y acérrimos perseguidores de la iniquidad»50. No puede negarse que Zavala se esfuerza por aproximar los protagonistas de la obra a este paradigma. Y que tal sentimentalismo se deriva asimismo de la estructura de la obra en la que la acción central, histórica, se acompaña de una serie de episodios amorosos en buena medida anticlimáticos, que viran el curso de la obra hacia un temprano sentido del folletín (presente desde su origen, por cierto, en la recreación del mito saguntino). Si el teatro romántico posterior, como ha estudiado Mario Di Pinto51, se caracterizará por lo inajenable de estas historias secundarias con respecto al tronco del drama, para el caso de Zavala nos encontramos con una nueva reminiscencia del modelo barroco: una serie de historias aleatorias e intercambiables (amor de Luso y Hesione, compromiso de Aníbal e Himilce, traición de Sicano) en las que la unidad hay que buscarla en el mensaje integrista y patriótico, que en todas subyace. Fue común defecto, en fin, de la fórmula tan desacertadamente empleada por Zavala el engrosar la simplicidad argumental con episodios que más tejían una novela que un verdadero drama.

Pese a su relativo respeto a la unidad de tiempo (la acción tiene lugar en poco más que 24 horas) y a la de lugar (Sagunto y sus   -39-   cercanías) Zavala se vería empujado por su propio instinto de autor acostumbrado a dar al público lo que éste reclamaba y que no era otra cosa, como dirá el célebre Memorial sobre la reforma de los teatros de Santos Díaz González (1789) que «los comediones en los que hay muchas balandronadas, guapezas, desafíos, batallas y otras cosonas semejantes». Por no hablar de las imposiciones de los actores que le tocaron en la compañía de Francisco Ramos que, como también se denunciaba, preferían a la naturalidad y mucho ensayo de la tragedia «los monólogos o soliloquios con que les parecía que habían de lucir mucho campando por las tablas»52. Que el lector eche una mirada a las parrafadas octosilábicas más desaforadas de Aníbal, Luso o Hesione y comprenderá lo que digo.

La destrucción de Sagunto sale, pues, perjudicada por su inclusión sin matices (y los tiene) en el aborrecido centón de

aquella metralla de comediones que llaman historiales y de teatro, ¡como si cupiesen en un solo drama muchas acciones históricas diversas entre sí, o todos los dramas no fuesen de teatro! Ya veo que llaman de teatro sólo aquellos en que se representan batallas, asaltos y otras barahúndas que mejor que en el teatro se pudieran representar en la plaza de los toros.


Es decir, en aquella tipología que él llamo (en un blindaje lopista nada ingenuo) comedia nueva y que comprendía intentos de tragicomedia y comedias, heroicas o historiales:

Y así, si se pregunta ¿qué es tragicomedia? se responde, comedia heroica. Y si ¿qué es comedia heroica? también se responde, comedia historial. Y si instan ¿qué comedia historial? se dirá, que es mi disparate, y se acabó.


Donde, sin embargo, Zavala desaprovecha más el filón de seriedad clásica que Sagunto hubiera podido prestar es en la métrica y distribución estrófica empleadas. Este es el esquema:

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Tabla

Es el caso que por parte de Zavala hay, por un lado, una abrumadora presencia del octosílabo en romance (que los neoclásicos suponían acertado para la comedia, puesto que se acercaba a la naturalidad de la relación y la prosa53) y, por otra, se emplea el romance heroico en los momentos de mayor solemnidad (aparición del coro, intervención del senador romano o del propio Aníbal frente al Senado saguntino). Se trata en este caso de una estrofa que había aparecido en pleno barroco (en torno a 1650) y que predominará en la tragedia neoclásica del XVIII. Incluso, en un extenso fragmento, el autor ensaya la octava real, de profunda raigambre clásica y siglodorista, que los neoclásicos emplearán en la poesía didáctica y épica. Polimetría, en efecto, aunque sometida a una monotonía tan manierista y a tan   -41-   indigeribles tiradas que el estilo decae en lo trivial, arrastrado y mezquino, como diría Moratín. Es como si una fuerza irresistible condujera la masa verbal empleada por Zavala a la autoparodia. Pero no ya sólo en la métrica sino en el pálido remedo de aquella brillante esticomitia (los versos dichos alternativamente por dos personajes) que con tanto acierto usara Calderón y su escuela en sus comedias para resolver, con cierto clímax de esgrima verbal, las escenas culminantes. Y, por supuesto, en el fatuo engolamiento, remilgado unas veces ridículo las más, que acompañaba el lenguaje de los personajes. Moratín no se recatará en la sátira de La destrucción de Sagunto, extrapolando ejemplos literales de la misma para ilustrar lo que él calificaba de estilo tenebroso, metafórico y enigmático:

Yo vine a poner esta dama en libertad, y no me vuelvo sin ella.- ¿Qué he de traer? -Con todo, porque conozcas cuanto aprecio la belleza de...- ¿Si me fiaré de este traidor?- Yo solo moví esta guerra por ver si...». Este es Aníbal [...] Desdichas ¿qué oigo? Dudas ¿qué escucho? [...] Si vienes a procurar trato, forma tu embajada [...] ¡Vivo yo mismo! [...] Mis invictos pies...54


Con este fiasco en el uso del género lo único que le cabe a Gaspar Zavala es incorporar a La destrucción de Sagunto un bloque ideológico que desarbola las posibilidades de instalación del mito en una revisión del paradigma clásico, situándolo, por el contrario, en las antípodas del pensamiento ilustrado. Es decir, frente una convicción igualitaria de la naturaleza humana y de la sociedad y frente a un sentido universal y cosmopolita de la cultura la obra se satura de indicios de la supremacía jerárquico-militar y de la interacción absoluta entre lo heroico y la noción de patria. A fin de cuentas, se ha podido demostrar que en el universo literario y social del siglo XVIII se asientan innovaciones léxicas tan significativas como bien público o bien común atendiendo a un nuevo sentimiento de responsable utilidad colectiva; pero también brotan; por vez primera en la lengua española derivaciones de patria, patriota, patriótico y patriotismo55. Pues bien: eso   -42-   es exactamente lo que observamos, con frecuencia muy destacable, en los versos de La destrucción de Sagunto. Junto a ello, la invocación de palabras como honor, ignominia, nobleza antigua, opinión o decoro muestran una mina verbal abandonada por el curso de la historia pero aún válida si se trata de manosear arqueológicamente el naufragio de una conciencia nacional que desde el siglo XVI no acaba de instalarse en su sentido moderno en nuestro país. El autor y, en concreto, la obra que estudiamos beben en las fuentes que han contribuido al nacimiento del interés por lo nacional. Pero volcado hacia lo autóctono y castizo, como elemento de reacción frente a lo extranjero y algo que, desde lo meramente estético, se convertirá en pocos años, en un segmento del romanticismo pintoresquista, patriorero y reaccionario.

Bajo esta luz hay que observar el comportamiento de los protagonistas (héroes o antihéroes) de La destrucción de Sagunto y, especialmente, de Luso y de Sicano. La heroicidad de Luso no es la que contemplaría una augusta nobleza embargada por la melancolía de su decadencia: es una heroicidad erosionada, aparatosa, de acciones bruscas y desmañadas. Más atenta a la eficacia de su griterío retórico que a la serena ejemplaridad del panteón de los clásicos. Si, al decir de René Andioc, no es posible encontrar en el teatro del siglo XVIII fuertes personalidades comparables a un Segismundo o a un don Juan56, pecaríamos de ingenuos si exigiéramos a los personajes de Zavala algo más que mostrar torpemente el fracaso de un pensamiento regeneracionista que no ha sabido extraer del filón de su puro heroísmo exclamativo (los «¡Viva la libertad, viva la patria!» de Luso) más que las viejas chispas del Antiguo Régimen. Las derivaciones positivas del sacrificio popular (que algunos críticos han observado también en el teatro de este final de siglo) se oscurecen a partir de una evidencia: los únicos atisbos de verdadera reivindicación del pueblo y su equiparación con la oligarquía de los «patricios» (producto del ya mencionado sentido igualitario que la Ilustración incorpora) es aquí realizada por Sicano que manipula a una plebe débil y peligrosamente soliviantada frente al Estado, aunque las razones, de éste sean harto discutibles. Las palabras de Sicano que, en otro contexto, servirían   -43-   para indagar un nueva propuesta de didactismo ilustrado, público y socializante (justicia como fundamento de la felicidad del pueblo en un sentido ya plenamente secularizado y material, instalado en lo político y terrenal y no en la trascendencia celestial)57 las sabemos devaluadas a priori por provenir de un cobarde pactista:


Bien sabéis que la justicia
es el primer fundamento
de un pueblo y la que mantiene
su felicidad. Sabemos
también, que el malo a la vista
del castigo se hace bueno,
y al bueno le hace mejor
el estímulo del premio.


(II, vv. 2036-2043)58                


El mismo Sicano proclamará la necesidad de un caudillo militar sin el cual el «furor» del pueblo ciego será «una nave sin gobierno». Y Hesione, revestida de la iluminación de las matronas, pone en cuestión la autoridad o razón de estado cuando se basan en la injusticia «hacia el pueblo libre» (III, vv. 2324-2331). No es más que una muestra de las contradicciones ideológicas, evidentemente sin resolver, que se contemplan en la obra y que se plasman, por seleccionar únicamente dos motivos máximos insertos en el mito de Sagunto, tanto en el tema de la oposición fidelidad saguntina vs. razón de estado esgrimida por los romanos, como en el del valor de las mujeres ante la ruina de la ciudad. El primer motivo es referido en la intervención de Luso ante el senador Fabricio:   -44-  


Roma ofrece un socorro dilatado,
un socorro romano, yo lo digo,
que en los términos mismos que le ofrece
se conoce el deseo de cumplirlo.
Ah, ya sé: la política romana
hizo siempre gustoso sacrificio
del más solemne y sacro juramento
al infame interés de sus designios.


(I, vv. 440-447)                


La proverbial condena de Maquiavelo y Tácito (un nuevo elemento del bloque ideológico del pasado que traslada Zavala a finales del siglo XVIII) reaparece aquí en el menosprecio hacia la conveniencia política que hace prevalecer el suicidio sobre el pacto racional. Lo que no es óbice para aceptar de la doctrina maquiavelista, sin quizá saberlo, la corriente realista del aprecio de la defensa del Estado por la artillería, las fortificaciones y la disciplina militar. Por no hablar de la pragmática reducción la salud de lo público a una estricta regulación de los deberes del que manda y del que obedece59.

En cuanto al heroísmo de las mujeres saguntinas, está representado por la furia dramática de Hesione cuyo exagerado desmelenamiento la rescatan, sin embargo, hacia el umbral de una morbosidad romántica nada despreciable. Sus discursos, negando cualquier concesión a la debilidad de su sexo, constituyen los fragmentos más vibrantes de la obra y rememoran la saga de las Tiburnas, Asbythés, Candaces, Sergentas, Lisandras, Rosauras y tantas mujeres exaltadas previamente, desde Silio Itálico hasta Frowde, pasando por Lorenzo de Zamora. A Gaspar Zavala debió venirle de perillas esta herencia que, por otra parte, utiliza asiduamente en su copiosa obra hasta extremos casi grotescos. El mito amazónico que era topos clásico de Sagunto desde, al menos, De bello punico60, en nuestro autor echa a rodar por   -45-   la pendiente del tremendismo, aunque Hesione no alcance el informe prosaísmo del que hace gala Casadane en La más heroica espartana quien se autodefine de esta guisa:


Somos adustas, feroces
e intratables: las delicias
nos cansan, y al paso que
la música nos fastidia
nos halaga el eco ronco
del clarín y la bocina.61


Ni tampoco el vértigo antilibertario de María, la protagonista de Los patriotas de Aragón (Madrid, 1808) que en una acotación se nos presenta

al frente de un número de mugeres que salen al compás de la caja que tocará una de ellas, todas con escarapelas en el pañuelo que llevarán suelto sobre la cabeza, pistola en una mano y cuchillo en la otra; bandera con este lema: Por la Patria y Religión las mugeres de Aragón.


Todo lo cual no deja de tener cierto significado sociológico pues se concede una relevancia a la mujer como protagonista activa que supera el sometimiento al orden social y a la familia en el que el momento histórico, incluidos los conspicuos ilustrados, gustaban de verlas. Ese «desmentir su sexo / con heroísmo» de Hesione y las reconvenciones a los remisos saguntinos, parecían irritar, una vez más, al amigo Moratín que en La comedia nueva tiene la ceguera de menospreciar a Agustina, por erudita y aficionada a las letras (a retener su terrible frase: «para las mujeres instruidas es un tormento la   -46-   fecundidad»62) y exaltar, por el contrario, a la alienada y rematadamente tonta doña Mariquita, sólo porque a ésta le traiga al fresco las comedias dedicándose en exclusiva a coser, zurcir, bordar y cuidar de su marido. Cosa que, en una época en la que apenas el 15% de las mujeres estaban alfabetizadas, no era de recibo aunque lo dictaminara un moderno como don Leandro.

Junto con estos atractivos del discurso textual, La destrucción de Sagunto tiene, para el estudioso del teatro, el interés añadido de mostrar, por medio de sus acotaciones, las condiciones de la puesta en escena en los últimos años del siglo XVIII63, lo que representa, sin duda, la verdadera clave de su éxito popular. Pese a los denuestos que sobre la situación de la infraestructura teatral escribía todavía en 1790 Gaspar Melchor de Jovellanos64, del texto de la obra se deduce la   -47-   palpable evolución que los teatros madrileños han experimentado desde comienzos de siglo y, sobre todo, desde los años cuarenta, cuando, adaptados definitivamente los Corrales de la Cruz y del Príncipe a la estructura «a la italiana», todavía hubo de quejarse algún contemporáneo de que «la escenografía y la tramoya son pobrísimas» y que «no hacen juguetes ni perspectivas ni espantosas mutaciones»65.

La lectura de las acotaciones de La destrucción de Sagunto nos demuestra que la decisiva influencia del gusto del público por la comedia heroica en su dimensión espectacular se benefició de las reformas introducidas en la policía teatral por parte de Don Pedro Pablo de Abarca y Bolea, Conde de Aranda, al ser nombrado Presidente del Consejo de Castilla en 1767. De ellas ya se desprende, en efecto, la existencia de un arco de embocadura que separara claramente el espacio de los espectadores y el ilusionista del escenario, lo que se señalaba con el telón de boca (el «Levántase el telón» aparece explícitamente en La destrucción de Sagunto). Telón o «cortina pintada para cerrar la boca del teatro antes de que empiece la representación»66, como se dice en los documentos que el arquitecto Villanueva eleva al Conde   -48-   Aranda y que en el barroco sólo se utilizó para el teatro palaciego. Ahora se extiende al teatro popular probablemente cargado asimismo de referencias figurativas de carácter educador.

Pero de las acotaciones se deduce sobre todo la definitiva eliminación de los «paños» o «cortinas» de la escena, según el modelo de corral barroco, y su sustitución por decoraciones pintadas que se beneficiarán, además, de las ventajas de las reglas de la perspectiva aplicada en los teatros italianos desde el siglo XVI. El arquitecto Villanueva informará al Conde de Aranda sobre este déficit de los edificios teatrales españoles que debe corregirse de inmediato:

Habiendo reconocido el tablado para el planteo de las decoraciones y su perfecta colocación, he hallado que en el estado en que está, es imposible colocar las nuevas reglas de perspectiva que debemos enseñar. No sería temeridad decir que hasta el presente no se ha hecho mutación con el rigor que pide el arte... dispongo que es menester absolutamente levantar todas las maderas y dar las distancias de los tirantes correspondientes a la colocación de su situación verdadera según las reglas del arte; además de lo hecho tiene el defecto de no tener aún el pendiente que piden las mismas, defecto que causa a la decoración uno bien notable a ojos inteligentes y se halla en estado muy lastimoso...


Pues bien, es evidente que La destrucción de Sagunto, muestra un tablado del escenario ya inclinado, dado el constante juego de visos y perspectivas que se apuntan en las acotaciones, encumbradas siempre en admirativa magnificencia y los elementos, tantos realistas como idealizados, que se representaron por medio de bambalinas (así descritas) o bastidores laterales dispuestos en perspectiva progresiva hasta el telón del foro. Eran estos bastidores o bambalinas los que creaban progresivamente la ilusión de representación de conjunto real con el efecto de primeros planos, medios planos o planos remotos (tribunal con gradas o sitiales en el fondo, rejas, torres o murallas arruinadas al fondo, murallones también al fondo «tapando la última embocadura de la izquierda», terraplenes y trincheras intermedios seguramente aprovechando la inclinación del escenario). La disposición de los bastidores permitirá un movimiento de los actores (desfiles del coro o salidas / entradas individuales) principalmente en sentido horizontal destacando la frecuencia de la acotación al paño que, siendo una clara reminiscencia de la puesta en escena del Siglo de Oro, cuando el actor se   -49-   situaba junto a las cortinas que cubrían el vestuario para escuchar u observar la escena sin ser visto, ahora significa la disposición del actor junto a un bastidor, siendo un evidente signo visual que redunda en la economía dramática del enredo, pues el espectador sabe en la medida que van sabiendo los personajes y, por él mismo, va anudando los fatigosos pormenores de la intriga. Los diálogos y soliloquios se realizarían aproximándose los actores al proscenio, junto al arco de embocadura, convirtiendo así las decoraciones en el fondo tridimensional del cuadro ilusionista que se desea crear.

Las decoraciones pintadas que se evocan en La destrucción de Sagunto se consiguen, como queda dicho por medio de los bastidores y telones, bien sean del foro o intermedios. Cuando leemos

Levántase el telón, y se ve todo el frente ocupado por una muralla, con algunas brechas, detrás de ellas habrá otro cerco de verjas de hierro, que no se verán hasta su tiempo. En el centro dos torres que se arruinarán cuando lo pida la acotación. En el muro habrá un portillo. El ejército de Aníbal se verá en la derecha con varios instrumentos de guerra para batir murallas y dar asalto. Salen por la derecha, con espadas en manos, Aníbal y Alarco.


es claro que se nos indica una decoración de fondo en la que probablemente se aprovecharía, al menos, dos alturas o corredores (murallas y verjas posteriores más elevadas junto con unas torres que evidencian una movilidad exigible para su caída final). Por las acotaciones posteriores sabemos que caerá el lienzo de las murallas (es decir, probablemente un primer telón del foro) permitiendo ver las verjas que indican el interior de Sagunto, ya en llamas las torres del corredor alto. El portillo sería seguramente la entrada o puerta practicable en el telón del foro (téngase en cuenta que se observa la ciudad de Sagunto, desde fuera, desde la perspectiva del ejército de Aníbal) por donde con seguridad saldría Luso, en la escena siguiente, a intentar el trato con Aníbal. El ejército cartaginés, con la parafernalia bélica descrita, establecería seguramente un plano de perspectiva intermedio, para, finalmente, el primer plano, ser ocupado por la salida, lógicamente lateral, de Aníbal y Alarco. En cambio, la acotación

Cae el telón de tiendas de campaña, y sale por la derecha Alarco y por la izquierda Aníbal, presurosos.


indica una mutación o escena rápida, en la que no se harán precisos ni la totalidad de los bastidores ni la ayuda perspéctica del telón del foro.   -50-   De hecho la decoración de campamentos o tiendas de campaña solía revestir esta forma mientras que se preparaba una gran mutación a su espaldas, como es este el caso. El ambiente reproduce, con obsesiva reminiscencia, el tradicional género del cerco que en el Siglo de Oro vemos aparecer en obras como El cerco de Rodas (ca. 1599) de Francisco de Tárrega o la Numancia de Cervantes (1580).

La destrucción de Sagunto ofrece hasta trece mutaciones: la obertura de la obra en el suntuoso Templo de Marte, la selva, el campamento cartaginés (esta vez con todo el aparato de bastidores que producen una perspectiva de Sagunto a lo lejos), un aposento de Hesione sin descripción concreta (que servirá para cerrar el primer acto y abrir el segundo), el interior de las murallas de Sagunto preparando su defensa, de nuevo la selva, la cárcel en la que es encerrado Luso, de nuevo el aposento de Hesione, un jardín con un cerco de verjas en el que tiene lugar el encuentro nocturno de Aníbal e Himilce, el tribunal o Senado saguntino, el campamento de Aníbal, las murallas saguntinas mostradas en pleno asedio y la ruina de la ciudad una vez que ha caído el telón de fondo de la muralla. Además de la señalada decoración de cerco o sitio inevitablemente ligada a una comedia heroico-militar, la pieza de Zavala permite asegurar, además, la pervivencia en ese momento de unas decoraciones tipo impuestas ya en la citada reforma arandina, afectada estéticamente por un nuevo deseo de regirse también en la representación escénica por la normativa neoclásica. En efecto, Diego de Villanueva y Alejandro González Velázquez describieron y pintaron las decoraciones que se referían al gran salón regio (presente en La destrucción de Sagunto en los interiores o en el «magnífico Tribunal» que se describe), el atrio (que quizá sea posible deducir del desfile victorioso de Luso, portado sobre escudos, que «da una vuelta al teatro» antes de dirigirse al Senado saguntino), el templo (aquí el de Marte, convertido en dios tutelar de la ciudad) y la cárcel («lóbrega y oscura» como se describe la prisión de Luso cuando Hesione va a verle «con una linterna»), decoración en la que se ha querido ver la inevitable influencia tenebrista de Piranesi y la aplicación edificante de las premisas de la Ilustración67. Junto a   -51-   ello, la escena de la selva (espacio agreste con proximidad al campamento militar) y, sobre todo la del jardín son, por un lado, otro resabio de esa conservadora historia de la escenografía que supone el recuerdo de la escena satírica de Sebastiano Serlio propuesta en el siglo XVI y, sin duda, de la llamada boscarescha italiana que tan espectaculares muestras tuvo en el Barroco español. Pero es también el testimonio de una nueva imposición neoclásica: la naturaleza ordenada por la razón y las armoniosas estructuras arquitectónicas que, sin embargo, muestra todas las sugerencias prerrománticas de los encuentros nocturnos y del locus amoens para el amor. Cuando el pintor Antonio Carnicero se hace cargo de la dirección de los teatros de la Cruz y del Príncipe en mayo de 1787, con fecha del 10 de octubre de ese año presentará informe detallado de la pintura de nuevas decoraciones, entre las que destacará la de varios jardines. Recordemos que sólo un mes después se estrenaría, usando el jardín en dos mutaciones, La destrucción de Sagunto68.

Bien es cierto que Zavala y Zamora muestra en sus acotaciones el seguidismo a las indicaciones de Aranda para dotar a la escena de decoraciones realistas, canónicas y uniformes por medio del uso de los bastidores en los que se inscribía, reglamentadamente, las partes del edificio, sala regia o jardín. Pero ya en su época lo que prima es la libertad de perspectiva ilusionística y, en consecuencia, las sugerencias conseguidas con la visión de conjunto de las figuraciones del telón del foro. Así lo pide y reclama el 11 de julio de 1788 un espectador en el Diario de Madrid mediante una «Carta de un español desapasionado que quiere enseñar a un amigo a ver y sentir»:

Yo estaba hecho a ver un templo, un palacio, una tienda entera y exenta aún les sobraba cielo por encima y los costados; esto sólo debe caer en los fondos o últimos términos, mas no en los primeros, pues de lo contrario qué mezquinos y pequeños parecen los objetos. Pues me dirá Vmd. ¿cómo podrá ser que se comprenda una enorme mole, por ejemplo, cien veces mayor que el foro del teatro? Pintando tan solo una esquina, un ángulo o un trozo con aquellas grandiosas formas y dimensión, dejando que la imaginación de los espectadores tire sus líneas y acabe la fábrica que el pintor no pudo encerrar entera en tan corto espacio. Esta es la verdadera magnificencia teatral...


  -52-  

De modo que está claro el objetivo de la puesta en escena: las decoraciones fugadas, atrevidas, barrocas que persiguen el encandilamiento populista por encima de la severidad realista de la norma neoclásica. A ello contribuirían de manera poderosa los efectos de iluminación que pasan del tenebrismo melodramático de la cárcel o de algunos aposentos, a la indicación de luces brillantes, cenitales (en la primera acotación Zavala dispone claramente que ha de haber lámparas por encima de las bambalinas), y de la intriga nocturna (la oscuridad del jardín iluminado probablemente con antorchas) al efecto más espectacular del incendio final «cuyas llamas irán tomando cuerpo». Y la magnificencia abonada por la propiedad del ajuar escénico que, también en las reformas teatrales de esos años finales del siglo XVIII, se prescribe minuciosamente. En el Reglamento de los teatros de Madrid del 22 de marzo de 177769 se señalaba la obligación de los autores de «no ignorar las alhajas y demás trastos con que deben servir sus comedias» y se cita una larga lista de la que, en muchos casos, La destrucción de Sagunto es deudora: taburetes de tijera sin respaldo, sitiales, sillas de brazos, lanzas de mano, cuerpo y muslo, varas de ministro, candeleros, rejas, faroles de vidrio, cadenas de hierro y de hoja de lata, escaleras de todos los tamaños, linternas de todos colores, armas enteras de acero, escala grande y chica de cuerda, una viga grande de pasta y flechas sueltas, por no hablar de los oboes, flautas, bajón y clarines que acompañarían al canto. Dado el éxito de la ópera en los últimos años del siglo70, se comprende muy bien que   -53-   este tipo de obras de la escuela de Comella y Zavala se dispusieran a incluir en ellas elementos operísticos que, conjugados con la suntuosidad de la representación, se verían favorecidos por la indudable mejora de la acústica de los teatros. Lo que para el caso de esta pieza, venía pintiparado en los ecos clásicos de sus elementos corales presentes, sobre todo, en la solemne obertura de la obra (con el «cuatro lúgubre») o en la entrada de Luso, al que se describe como héroe ensangrentado, en medio del Senado.

Estos breves intermedios musicales, además del subrayado operístico, obedecen a la tendencia melodramática de la obra, tomada en su sentido original de mezcla de partes musicales con el sentimentalismo de la trama y que, como han estudiado los críticos, responde a esa estética elemental del gusto popular de unir la expresión teatral a un estilo engolado, barroco que sustituirían la lectura íntima e individual por las manifestaciones colectivas oratorias y dramáticas71. Como en el mejor drammone d'arena (nombre dado al teatro popular italiano que se representaba al aire libre, en la arena) gran parte de La destrucción de Sagunto, y sobre todo sus partes cantadas, se rigen por patéticas exclamaciones y contrastes para hacerse con la apasionada atención del público.

Lo cual también nos lleva, como última etapa de la construcción populista de la dramaturgia de esta obra, a la contribución que a todo ello realizarían los modos y actitudes de los actores. La partitura gestual de La destrucción de Sagunto está muy bien codificada en las acotaciones. Desde luego asistimos a una etapa de renovado interés por ordenar lo que podríamos llamar la gramática actoral y poner freno a las dependencias abusivas respecto a las exigencias de la fuerte personalidad, en absoluto disciplinada en una pedagogía práctica, de los actores (otra de las causas, por cierto, que motivarán la Reforma de 1799 de las que nos ocuparemos en seguida): Los versos de La destrucción de Sagunto están más que pensados para justificar la intención, énfasis y hasta tonillo retórico de los actores, envuelto todo ello en una pretendida aureola trágica. El grito y no la razonable declamación auspiciarían las largas parrafadas de Luso o Aníbal por no hablar de los momentos de lucimiento patético de Hesione. En los largos   -54-   parlamentos, sobre todo los de Luso, se comprueba la facilidad con que esos monólogos podrían pasar a constituir un cuerpo independiente en pliegos de cordel (y el tema de la resistencia saguntina se prestaría perfectamente a ello) o en representaciones unipersonales72. Nos encontramos en el umbral de la reforma que algunos cómicos, como Isidoro Máiquez, tras su aprendizaje con el célebre Talma en París, quisieron imprimir poco después, al movimiento, voz y gesto en general de los actores, superponiendo a la estética del grito el célebre justo medio73. Pero, entre tanto, en La destrucción de Sagunto hallamos interesantísimos indicios no sólo de la exageración tormentosa y patética (de la que la escena en que Hesione duda en entregar o no a su hijo Tago al sacrificio es ejemplo máximo) sino de esa apasionante influencia de la pintura en las ideas sobre el actor, la conformación de verdaderos cuadros pictóricos o tableaux vivants que en las escenas finales de la obra, como era previsible, se inclinan a una terribilitá y morbidez casi rubensianas:

Sale Luso por la derecha con un puñal en la mano y el rostro ensangrentado: advirtiendo que hasta acabar la escena deberán cruzar por el teatro algunos saguntinos moribundos, y otros quedarán muertos en él; algunas mujeres con niños, a los cuales unas arrojan al fuego y otras darán de puñaladas, dándose ellas después.

Sale Hesione con el cabello descompuesto y despavorida, que trae de una mano a Tago y en la otra un pomo.


Otras escenas, como la del juicio ante Senado y las solemnes apariciones de Luso y de Aníbal, permiten un recuerdo de los modelos de la escultura clásica o de la intencionalidad teatral de pinturas recreadas en tal ambiente como las de David. No en vano, cuando poco después el mismo Zavala ponga en escena su teatro patriótico, pese a todas las renuencias de censores estéticos y religiosos, el paroxismo actoral abundará en tales gestos de elocuencia plástica y arrebato   -55-   escultórico que se llegará a comentar, a propósito de una representación de Carlos V sobre Túnez la fuerza de aquellos «descamisados españoles»74. La ilusión teatral que hemos visto destacarse minuciosamente en los decorados se fabrica asimismo en los actores y es clave esencial para entender la prédica inflamada de integrismo nacionalista que conlleva La destrucción de Sagunto en la que, como en pocas obras, se cumpliría aquella aseveración que el censor Díaz González hiciera ya en 1742 (el subrayado es mío):

No se tiene por buen comediante el que no finge su papel como si lo hiciera vivo, y tal vez parece que no finge, sino que de nuevo resucita la historia que se representa.





De la reforma de 1799 al triunfo del teatro patriótico

Como hemos comentado, en 1787, fecha del estreno de La destrucción de Sagunto, ya se está larvando, desde el ambiente creado por la crítica, la reacción neoclásica que, auspiciaría más tarde, con la ayuda del éxito de La comedia nueva de Moratín, una reforma teatral organizada. El propio Moratín había ido propiciando, con algunos escritos dirigidos a Manuel Godoy, esta posibilidad75. Pero no es hasta 1797, fecha en la que el Catedrático Santos Díez González compone su Idea de una reforma de los Theatros públicos de Madrid que allane el camino para su proceder después sin dificultades y embarazo hasta su perfección, cuando ésta cobre oficialidad desde las esferas gubernamentales. Una Real Orden del 21 de noviembre de 1799 creaba una   -56-   Junta de Dirección y Reforma de los Teatros dirigida provisionalmente por el propio Moratín. La actividad de dicha Junta fracasó pronto, tanto por la desafección de un público, desconcertado por la rigurosa orientación neoclásica de sus directrices, como por las presiones del Ayuntamiento de Madrid, desposeído de su control de los teatros y el aumento de los precios de las localidades. Ahora bien sus efectos inmediatos se dejaron sentir sobre los dramaturgos hasta ese momento en candelero por mor de su teatro de tradición espectacular. En efecto, una de las consecuciones de aquella reforma fue la publicación de una serie de piezas nuevas (originales o traducidas) adecuadas para los nuevos criterios de representación, y cuya elección para poner en escena (derecho que en adelante se vedaba a los actores) suponía el privilegio del Rey de exigir por 10 años el 30% de la recaudación. Nació así la colección denominada Teatro Nuevo Español que se publicó en seis volúmenes por la Imprenta de Benito García entre los años 1800 y 1801, recogiendo una serie de piezas «para gloria de sus autores y desagravio de la poesía española». Y con la firme creencia ilustrada de saberse apoyadas por «las personas de juicio, amantes del buen nombre de la nación y que conocen el poderoso influjo de la escena en las culturas y costumbres de los pueblos»76. Para ponderar aún más el valor de las obras elegidas (con criterios muy particulares tanto de Díaz González como de Moratín), en los prólogos de cada uno de los volúmenes se incluyeron unas listas de obras dramáticas que, conforme a una Real Orden de 14 de enero del año 1800, quedaban excluidas de esa recomendación para su representación. Hasta seiscientos diecisiete títulos figuraban en aquellas relaciones. Claro está que si en ella quedaron incluidos dramas como La vida es sueño (vol. I, pág. XXVII), nada puede sorprendernos que una de las víctimas directas de aquella inquina racionalista del autor de El sí de las niñas fuera el pobre Zavala.

  -57-  

De éste se incluyen varias obras: Triunfos del valor y ardid (vol. III, pág. [4], El sitio de Pultova (vol. III, pág. [4]), El sitiador sitiado (vol. III, pág. [4]), Por ser leal y ser noble (vol. I, pág. XXVIII), Carlos V sobre Durá (vol. I, pág. XXVII), Alejandro en la Sogdiana (vol. III, pág. [4]), El amor constante (vol. I, pág. XXVII) o el Aragón restaurado (vol. II, pág. V)77. Pese a las acerbas críticas de Moratín, no aparece sin embargo La destrucción de Sagunto. Pienso que, pese a todo, el tema se consideraba un fetiche heroico e histórico   -58-   y era inatacable: recordemos que la crítica del Memorial Literario se refería al merecimiento de dicho tema de ser evocado por la literatura y el teatro y no le ponía más objeción al tratamiento trágico del tema que el desvarío de los episodios secundarios. Además, el autor del prólogo ya se despacha con exactitud respecto al teatro proscrito y las causas del rechazo:

«Es cierto que á excepión de algunos pocos ingenios que en nuestros días se han dedicado á volver por el honor del Teatro Español con algunas composiciones regulares, no hemos visto sino Poetas que le deshonran con sus Piezas monstruosas. Sitios de plazas, batallas campales, luchas con fieras, truhanes, traidores, soldados fanfarrones, Generales y Reyes sin carácter ni decoro, acciones increíbles, costumbres nunca vistas, tramoyas, máquinas y otros abortos de una fantasía exaltada ó delirios de un celebro desconcertado han sido la materia de nuestros espectáculos escénicos»


(pp. VII-VIII).                


Para mayor abundamiento otra obra del mismo tema (El fuego de las riquezas y destrucción de Sagunto de Manuel Vidal y Salvador) sí que era condenada (vol. IV, pág. [6]). De donde proviene, quizá, la ligereza con que algún crítico ha pensado que también la obra de Zavala engrosaba la relación. Pero ya se ha dicho que el triunfo de esta reacción neoclásica fue breve y su fracaso se labra en la propia resistencia a la modernización que, desde todas las esferas de la cultura, se pedía al momento histórico. En vano, a lo largo del siglo, se había ido proponiendo una nueva mentalidad crítica frente al análisis de las ideas (Feijoo) o una literatura opuesta a los excesos barrocos (Luzán). En vano también algunos artistas como A. R. Mengs desean imponer la majestad heroica de la pintura clásica o nuevos críticos como Ponz, que por esos años habría de legarnos un testimonio sobre el estado del Teatro Romano saguntino, se lamentan de los excesos de   -59-   la arquitectura barroca. Lo mismo va a suceder con respecto al teatro, empeñado en una maniqueísta contraposición entre la tradición y la novedad. Tal polémica acabó destinada, por su misma naturaleza dogmática, al devastador naufragio de una nueva querella de los antiguos y los modernos. Los primeros se aproximan a una nueva cerrazón ideológica e integrista, como si España, por volver a aquella metáfora orteguiana con la que se definió el reinado de Felipe II, hubiera de tibetanizarse. El teatro de éxito popular, identificado abusivamente con la dramaturgia de los Siglos de Oro, va a ir creando en el ideario colectivo el paradigma de lo nacional, de lo nuestro, no ya como principio de autoafirmación anejo al parangón con los modelos clásicos, sino como resistencia a lo otro, concebido siempre en términos extranjerizantes, y, por ende, antinacionales. Se trataba, desde luego, de un resorte conservador fácilmente manipulable desde los estamentos oficiales en el momento en que fuera preciso, esgrimiendo una cierta nostalgia de los valores dominantes en el siglo XVII para conformar una noción intemporal y abstracta de pueblo español o patria. Frente a ello una minoría intelectual va a verse confirmada como una fuerza desintegradora de lo propio. Pues bien en este juego contradictorio se inscribe, una vez más, el uso que del mito saguntino pudo hacer Zavala. Cuando el fiasco de la reforma ilustrada ya se ha producido, antes de que una cierta modernización permitiera la represtinación positiva del mito la Guerra de la Independencia y la aparición de un enemigo extranjero, suponen la violenta recuperación de un teatro espectacular ahora reforzado por la extrema utilidad de su contenido.

Surge así el llamado teatro patriótico, un teatro de emergencia y claramente tendencioso frente a la invasión francesa. Aquellos días memorables de 1808 los teatros madrileños, cuyos cómicos habían padecido la deserción del público durante la malograda reforma, gozan de un inesperado éxito de recaudación en una serie de obras (nuevas algunas, otras simple reposición de las condenadas en fecha no lejana), bajo la forma de alegorías de la restauración de España o de recreación de las gestas recientes de las tropas que luchan contra los franceses. El día 13 de agosto de 1808, poco después de la batalla de Bailén, una vieja obra de Gaspar Zavala y Zamora que había merecido   -60-   la proscripción (Aragón restaurado por el valor de sus hijos) sube a las tablas del Teatro de la Cruz en olor de multitudes. Bajo la advocación de los éxitos del general Palafox, se produce el estreno, a finales de septiembre de 1808, de Los patriotas de Aragón al que seguirá, el 22 de noviembre, el de su segunda parte bajo el descriptivo título El bombeo de Zaragoza78, en donde los espectadores contemplaron de nuevo el vibrante protagonismo colectivo de un pueblo alentado por el gobernador de Zaragoza que no dudaba en rememorar el glorioso ejemplo de Numancia. Poco antes del estreno de La alianza española con la nación inglesa (31 de octubre de 1808) Gaspar Zavala había puesto en escena una obra (en un sólo acto y en verso) con título tan significativo como La sombra de Pelayo. Era el 14 de octubre de 1808. Un personaje alegórico, España, encadenada simbólicamente junto al Valor y la Lealtad dormidos, es requerida de su estado de abatimiento por el fantasma de don Pelayo quien la increpa recordándole un pasado que navegaba desde el desprecio a la mercancía de la razón de estado surgida entre Roma y Cartago hasta la conquista de América, y desde la Reconquista hasta Numancia y... Sagunto. Es como si aquellos personajes alegóricos calderonianos que sacaban de quicio al pobre Moratín se tomaran la revancha sobre las tablas poniendo en escena un auto sacramental inflamado y patriótico. La fluencia de este río nacionalista llevará a Zavala hasta las orillas de 1813, cuando en agosto, poco antes del siniestro golpe de estado de 1814 que supone la anulación de la Constitución de 1812, todavía estrene La palabra Constitución, una pieza sembrada de elogios a los liberales constitucionalistas. Era, dicho con todos los respetos, la consumación del fracaso de unos ilustrados, humillados, exiliados, represaliados y considerados, desde un farisaico integrismo, traidores afrancesados.

Es lógico que este clima hubiera producido la recuperación de La destrucción de Sagunto, estigmatizada en 1801 en la célebre lista   -61-   elaborada por el propio Moratín. Guillermo Camero hace suya esta lógica suposición y dice textualmente:

Quisiera señalar que otras obras de Zavala (Aragón restaurado, La Destrucción de Sagunto, La Toma de Milán) quedarían cargadas de significado patriótico, por analogía, al ser representadas durante la Guerra de la Independencia 79.


Nada más cierto. Como se revistió, dicen, de significado La Numancia (tan elogiada por los Schegel, Goethe o Schopenhauer) al representarse, por indicación de Palafox, en el sitio de Zaragoza80 o, mucho más tarde, en 1937, en pleno asedio de Madrid por las tropas franquistas, en una versión reactualizada por el propio Rafael Alberti y dirigida por María Teresa León para el Teatro de la Zarzuela. Por demás está recordar la reubicación escénica que del propio mito numantino hará Sánchez Castañer en 1949 en el Teatro Romano. Pero ninguna documentación confirma que así se hiciera con La destrucción de Sagunto. Después de su estreno en noviembre de 1787, se repondría en Madrid el 23 de marzo de 1788 y el 13 de enero del año 1800. Poco después se estrena en Sevilla durante los días 20 y 21 de mayo. La inclusión en los índices del Teatro Nuevo Español frenó en seco las posibilidades de la obra, después de la violenta sátira moratiniana que había cargado contra ella desde el estreno de La comedia nueva en 1792. ¿Pudieron existir otras razones para que La destrucción de Sagunto no reaparezca, como parecía lógico, en este enfervorizado resurgir patriótico? Puede que sí.

Por una parte, Zavala era, antes que nada, un dramaturgo al socaire de las ganancias económicas (aunque él se defendiera con ayuda de sus traducciones y creaciones novelescas). Con el ciclo de su Aragón restaurado y las subsiguientes adaptaciones de Los patriotas dentro de un teatro de circunstancias (derrota de Bailén, heroica resistencia de Zaragoza, exaltación de Palafox) cubrió esa expectativa oportunista (como oportuno había sido su plegamiento a las directrices de la Junta de 1799 escribiendo aburridísimas obras seguidoras de las   -62-   reglas). Con estas piezas y, muy especialmente, con el canto alegórico de La sombra de don Pelayo pagaba con creces el peaje de la nueva moda, con la mirada puesta ya en el venidero período reaccionario de Fernando VII y de Calomarde. Claro que esas veleidades oportunistas le llevan también a jugar con fuego. Poco propicio era retomar el tema heroico de un Sagunto, después de la emergencia de 1808, cuando nuestro autor, ante las inacabables peripecias bélicas y el nombramiento de José Bonaparte como rey de España, escribe en honor de éste la encomiástica obra El templo de la gloria que se estrena, con motivo del santo del que el populacho llamaría Pepe Botella, el 19 de marzo de 1810. Lástima de afrancesamiento tan tardío y efímero, pues por las mismas fechas (el 4 de marzo) el Mariscal Louis Gabriel Souchet, en su camino hacia Valencia, ha realizado la primera aproximación al lugar que por entonces lleva el anodino nombre de Murviedro, recordando en sus memorias, tras citarla como «l'antique Sagonte» y mencionar que visitó sus «ruines illustres, que rappelaint vivament les temps de Rome et le nom d'Annibal» que una delegación no dudó en entregarle de plano las llaves de la ciudad, en medio de un volteo de campanas y la total ausencia del menor heroísmo por resistir, pese a que José Romeu ya hostigaba con sus rebeldes a las tropas francesas81. Fue sólo un primer intento de ocupación antes de que, en 1811, se entablara de verdad el asedio. La ciudad va a tener que ser fortificada y el bueno de don Enrique Palos apela, en mayo de 1811, a los diputados, que se encuentran reunidos en las Cortes de Cádiz bajo un bombardeo artillero, para que dichos trabajos no perjudiquen el Teatro82. Será el 27 de septiembre cuando Suchet emprenda de nuevo el sitio de la ciudad defendida por el coronel Luis María Adriani quien cinco días antes, en el Diario de Valencia, había insertado una proclama dirigiéndose a los soldados que defendían el Castillo, mientras que, en el mismo periódico y día, un tal B. M. publicaba el artículo «Patria amenazada» en la que se exhortaba:

Ea, ciudadano, no trates de desconocer aquel valor que con tu sangre conservas aún de Sagunto y Numancia.


  -63-  

Hacia el 26 de octubre, pese a la valiente defensa de Adriani, las tropas tienen que rendir la fortaleza a los franceses haciéndose acreedores de la admiración de éstos. Repetida la gloriosa historia de la ciudad, Gaspar Zavala y Zamora pasaba sin embargo, como hemos visto, por una etapa de colaboracionismo con el ejército ocupante que le impide acercarse a laurear con su antiguo drama la empresa, como había hecho con sus comediones heroicos sobre Aragón. Entre 1810 y 1811 tampoco le convenía sacar la vena épica mientras elogiaba las virtudes prudentes e ilustradas del liberador hermano de Napoleón.

De cualquier forma, en el imaginario colectivo estaba ya instalado con fuerza el mito. No era menester insistir. Como en el caso de la lejana Numancia o del más cercano bombardeo de Zaragoza, en la metafísica del poder instituido siempre ha cobrado verosimilitud el que la lección histórica oculta otra, de política o de ética. Y más cuando, entre la tardía Ilustración y el incipiente Romanticismo, el tema de Sagunto adquiere unos perfiles algo más complejos y contradictorios.




Sagunto entre la Ilustración y el primer Romanticismo: la búsqueda de una modernidad imperfecta

En un ensayo que Guillermo Díaz Plaja tituló «La angustia española del siglo XVIII», se describe así la forma en que los ilustrados afrontaron su momento histórico:

Este es el espectáculo turbador que nos ofrecen las mejores figuras de esta década, como Jovellanos, como Moratín, como Meléndez Valdés, como Quintana, como Goya. Lo que hace más dramática la invasión napoleónica en España es la cantidad -y la calidad- de unas actitudes que sería forzoso llamar turbias si no comprendiéramos que ofrecen el espectáculo de una espantosa pugna entre el cerebro, ya seducido por el espejuelo enciclopedista, y el corazón, todavía virgen, de donde surge el instinto patriótico que lanzará el orito tremendo de rebelión.

Sólo a la hora terrible de las decisiones, Jovellanos -como Quintana- siente en su fondo instintivo la rebelión de su sangre patriótica y vence el terrible dilema de que sean precisamente los que tienen las ideas más queridas los que traen la muerte de la Patria, y sabe, briosamente, sacrificarlo todo, hasta lo más difícil: su vida ideológica, a la salvación de los valores elementales y eternos83.



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Estas palabras resumen una descripción interesada de las contradicciones generadas en los autores que protagonizan el cambio de siglo en el que, entre otras cosas, hemos visto el haz y el envés del autor de La destrucción de Sagunto. Refleja, sobre todo el drama de los ilustrados que vieron arruinarse su proyecto de modernización siendo acusados de enemigos de la sacrosanta patria. Precisamente ellos, los ilustrados, sin cuya vocación histórica volcada en un nuevo concepto didáctico y racional de lo nacional, y la patria nunca hubiera sido concebible que el posterior siglo XIX gestionara tan exaltada nacionalización de la sociedad e, incluso, de las diversas miradas locales a la historia. El siglo XVIII incuba el verdadero sentido moderno de patria (un léxico que aunque sea de manera inconsciente emerge en expresiones ideológicas en Zavala). Incuba, en las ideas de Feijoo, un sentido de la misma no sólo como el gentilicio abstracto de las gentes de la nación, o por el contrario, como patria particular, sino como verdadero desenvolvimiento de una idea nacional y modernizadora, como el conjunto humano y cultural al que nos mantenemos unidos por expresión de la libre voluntad y de la razón no mixtificadora. El amor a la patria o el celo por la patria son asimismo expresiones activas de ese desarrollo y no pocas veces se unen tales expresiones a las que deben caracterizar a los buenos ciudadanos, de sentimientos patricios84. Las palabras que subrayamos se encuentran, como queda dicho, insertas en el texto de La destrucción de Sagunto. La pregunta es: ¿responden a una consecuencia de la elaboración de esas ideas a lo largo de todo el siglo XVIII o más bien al germen inadecuado de otra idea, más restrictiva y menos universal, más casticista que modernizadora, es decir, una herencia malformada del pasado que se apunta a una vacilante transición hacia el futuro? Feijoo, cuando fustigó con brillante lucidez la pasión nacional ya advirtió:

Busco en los hombres aquel amor de la Patria que hallo tan celebrado en los libros; quiero decir, aquel amor justo, debido, noble, virtuoso, y no lo encuentro. En unos no veo algún afecto a la Patria; en otros sólo veo un afecto delinqüente que con voz vulgarizada se llama pasión nacional.



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Sucede así que los ilustrados que ennoblecieron la voz patriota con un sentido crítico de la construcción de lo social como esfuerzo modernizador y colectivo acaban siendo acusados de lo contrario por aquellos que, muy poco después, van a manipular con bochornoso grado de gesticulante sentimentalismo esa noción, haciéndola derivar hacia un más que peligroso patrioterismo. Ciertamente no deja de ser paradójico que los mismos que decían combatir las tropas napoleónicas en nombre de la libertad hubieran de empujar al exilio a Moratín o a Goya encumbrando el terrible integrismo absolutista de un Fernando VII. La Ilustración se vio, desde el principio, cuestionada por aquellos que la consideraban como el sostenimiento moral de unas ideas que repugnaban valores y tradiciones éticas que pronto pasaron a llamarse también nacionales, sobre todo elementos como la religión y la monarquía. Nadie se llame a engaño: es eso lo que, más allá de casuales evocaciones léxicas de cultura ilustrada (reducida a mero síntoma involuntario) subyace en los discursos enfervorecidos de Luso fulminando cualquier disidencia popular frente al Estado. ¿Serían conscientes Zavala o Comella, que tan cálidamente habían exaltado a Federico de Prusia en sus comedias heroicas, que la publicación en 1788 de sus Obras póstumas conteniendo su correspondencia con Diderot, Voltaire o D'Alembert, iba a constituirse en botín de las mentes más reaccionarias para denunciar a la Ilustración como una conspiración impía contra los propios reyes y la Iglesia?85 Estaba naciendo, en una amalgama peligrosa y contradictoria, no sólo el volkgeist o espíritu nacional romántico que ensalza la masa colectiva sino también el cisma irreconciliable entre los santos españoles continuadores de la tradición, monárquicos netos y absolutos y los impíos liberales. Para los primeros toda noción de antigüedad (antiquitas) debía resolverse en una visión sectaria y dogmática de autoridad (auctoritas), valor (gravitas) y majestad (maiestas) como imposición teológica. Para los segundos, esos conceptos eran nociones que debían asumirse por una libre cultura crítica.

Cabe otorgar así un razonable interés a un oscuro autor como Zavala y su rememoración del hecho histórico de Sagunto. Pues es   -66-   indudable que en ese uso del mito, reinventado al modo del setecientos español, Zavala puede ser alineado en esa «turba literaria enemiga» con la que llamó Moratín no simplemente a sus detractores en la estética de la poesía o del drama sino a sus declarados adversarios políticos, aquella secta de «sentimentales» patrioteros86 que toman postura a favor de una tradición poética y dramatúrgica pero, sobre todo, a favor de una literatura cívico-ilustrada que si en un Manuel José Quintana (1771-1857)87 inspirará su poema «A España, después de la revolución de marzo» en Alberto Lista (1755-1848) suscita la oda «A las ruinas de Sagunto»:


Salve, oh alcázar de Edetania firme,
ejemplo al mundo de constancia ibera,
en tus ruinas grandiosa siempre,
noble Sagunto.
No bastó al hado que triunfante el peno
sobre tus altos muros tremolase
la invicta enseña que tendió en el Tíber
sombra de muerte
cuando el Pirene altivo y las riberas,
Ródano, tuyas, y el abierto Alpe
rugir le vieron, de la marcia gente
rayo temido.
El raudo Trebia, turbio el Trasimeno
digan y Capua su furor; Aufido
aún vuelca tintos de latina sangre
petos y grevas:
digno castigo del negado auxilio
al fuerte ibero; que en tu orilla, oh Turia,
pudo el romano sepultar de Aníbal
nombre y memoria.
-67-
Pasan los siglos, y la edad malvada
y el fiero tiempo con hambriento hierro
gasta y la llama de la guerra impía
muros y tronos.
Mas no la gloria muere de Sagunto,
que sus ruinas del fatal olvido
yacen seguras más que tus soberbias,
Rómulo, torres.
Genio ignorado su ceniza eterna
próvido asiste, que infeliz, vencida,
más gloria alcanza que el sangriento triunfo
da a su enemigo.
Resiste entera tu furor, oh peno;
para arruinada tu furor, oh galo;
lucha y sucumbe, de valor constante
digno modelo.
A la fortuna coronar no plugo
su santo esfuerzo, mas la antigua injuria
sangrienta Zama, Berezma helado
venga la nueva.88



El genius loci saguntino se eleva a una metáfora patriótica de justicias poéticas a lo largo la historia: Cartago vengará a Sagunto del olvido de Roma, como Roma le resarcirá de la destrucción de Aníbal en la batalla de Zama y, finalmente, el ejército ruso vengará a Sagunto del saqueo napoleónico de 1811 cuando derrote a los franceses, en 1812, junto al río Berezina.

Pero no se trata de una simple vuelta al origen del mito. En la obra de Zavala se advierte, evidentemente, un uso bastante tópico de las fuentes históricas respecto al sitio y destrucción de la ciudad89: Tito Livio y poco más, como algún inevitable eco poético de Silio Itálico. Lo que esto supone en la construcción dramatúrgica de la obra es también obvio: una soporífera linealidad apenas alterada por una fría   -68-   intriga amorosa. No hay emoción precisamente porque no se produce el esperado despegue del guión histórico de sobra conocido. ¿Es que cabe entender un tratamiento peculiar de la historia por parte de Zavala y Zamora que le separe de sus predecesores en la interpretación literaria del casus Sagunti? Recordemos: el exceso épico de Fray Lorenzo de Zamora, la turbulenta y barroca puesta en escena de Vidal y Salvador, la sobria revisión de Philip Frowde. Un autor, por secundario que sea, siempre acaba adoptando respecto a la cultura de su entorno el punto de vista de la esponja, de la absorción de determinadas ideas. Y ya es sabido que el siglo XVIII supone un deseo de riguroso vuelco hacia la colación crítica de las fuentes históricas. La historia era el signo de los tiempos, pero la historia crítica, la que pasaba, como predicaban Benito Feijoo, Manuel Martí o Gregorio Mayans, por una Censura de historias fabulosas (por usar el título de una obra mayansiana)90 y por una apuesta por el análisis del hecho histórico basado en documentos (método establecido por Mabillon en su De re diplomatica de 1681). Aunque junto a ello también persistía el apego de la tradición de quienes intentaban pactar entre el rigor histórico de la verdad y el poder llenar sus huecos con elementos verosímiles. En los autores o dramaturgos citados anteriormente subsiste una vocación ecléctica, aunque tendiendo hacia la libertad de fabulación (de ahí que Tito Livio ceda el paso con harta frecuencia a poetas o a mixtificadores como Ocampo). Digamos que Zavala asume, aunque sea sin brillo, el papel de los antiguos mitógrafos o fantaseadores, aquellos que, como ha descrito Julio Caro Baroja, exponen en forma de historia lo que jamás han visto con sus propios ojos o que no han cotejado en incontestables documentos pero que refleja lo que gusta y puede maravillar a su auditorio, pues por algo Estrabón terminó por fiarse más de Homero que de Heródoto91. Esta práctica de una cierta Filomatia (admiración por la mentira) es la que lleva a Zavala a colorear la historia asignando a sus personajes nombres que no son del todo ingenuos (y sería el caso de Tago, Beto, Sicano o Luso) que conviene saber que se encuentran inscritos en la supuesta genealogía de los Reyes de España elaborada por Giovanni Nanni de Viterbo o Annio de   -69-   Viterbo, a partir del falso Beroso, en su Comentario de las antigüedades (1498), obra que tanto habría de influir, por ejemplo, en Florián de Ocampo. La extrema utilidad que, como hemos estudiado en otros lugares, tuvo el mito de Sagunto en el inicio del Siglo de Oro, para conformar la conciencia de una naciente identidad nacional, proviene así de una tolerancia hacia las ficciones poéticas que disculpaban éstas imbricándolas en la recta razón del nuevo sentido de patria que logró forjar pueblos y ciudades. Ahora bien, si ciertamente no fue capaz de asumir el legado crítico de los teóricos ilustrados de la historia (Feijoo, sobre todo, deploró hasta la saciedad a Beroso y los disparates sostenidos en la creencia popular) sí, al menos, mantuvo un equilibrio entre el escepticismo y la superstición, que le impide representar o simplemente referir por relación (como habían hecho Juan de la Cueva en su Coro Febeo de Romances Historiales de 1588 o Vidal y Salvador en La destruyción de Sagunto de finales del siglo XVII) los célebres prodigios acaecidos en la ciudad para anunciar su destrucción: la caída de la torre o el regreso despavorido del recién nacido al vientre de su madre referido por Plinio en su Naturalis historiae (VII, 3). Precaución con la que Zavala paga, quizá, su tributo a la secularización de la cultura que impone el siglo ilustrado pero que le impide asimismo remontar la atonía de una historia a la que sólo es capaz de imprimir el dudoso romanticismo del ruido de las espadas. Quien tanto exageró de color muchos de sus dramas históricos no debió ser tan remiso. Claro que, en honor a la verdad, él no dejó de jugar la baza de un intento de tragedia al modo que, defendían los ilustrados más conspicuos como Luzán, es decir manteniendo el pedagógico principio de la ilusión o engaño teatral:

El auditorio que ve representar una comedia no puede lograr cumplido deleite ni conmoverse en los lances fingidos, ni aprovechar de la representación de aquellos casos, si no es mediante la ilusión teatral, que es una especie de encanto o enajenación que suspende por aquel rato los sentidos y las reflexiones y hace que lo fingido produzca efecto de verdadero. De aquí nace que los oyentes lloran, se entristecen, se enternecen, se apasionan, se ríen, como si lo que se representa pasase realmente entre personas verdaderas y no entre cómicos que las imitan. Pero para que esto suceda así es preciso [...] que tengan verosimilitud los lances...92



  -70-  

Ciertamente, a excepción del pudor por la inclusión de estos prodigios sobrenaturales, Zavala dista mucho de conseguir ese adecuado tratamiento de la historia que requería la edad de la razón. El ambiente clásico sólo alcanza a trasmutarse en esa forma de exotismo que era el peplum farsesco conseguido a golpe de bambalinas. Pero también es indudable que, más allá de la hiperbólica aplicación de lo verosímil que obsesionaba a los neoclásicos, Zavala ofrece ya indicios de ese prerromanticismo que convierte a las masas en protagonistas del escenario, quizá porque, como diría más tarde Madame Staël, el Romanticismo será la época de la pintura frente a la escultura y de los bajorrelieves con multitud frente a la estatura del héroe individual. Esta es quizá, una de las diferencias esenciales entre The fall of Saguntum de Frowde y la obra que estudiamos: el espacio de sesenta años ha sido decisivo y el protagonismo colectivo va a marcar, precisamente, la columna de valores positivos que también ofrece, como síntoma de una época que avanza, La destrucción de Sagunto.

Porque la Ilustración en España también supuso, claro está, la mirada al paradigma de los antiguos. El Padre Feijoo, a quien hemos visto criticar las mixtificaciones históricas, desea en su Teatro crítico, «mostrar a la España moderna la España antigua; a los españoles que viven hoy, las glorias de sus progenitores; a los hijos el mérito de los padres; porque, estimulados a la imitación, no desdigan las ramas del tronco y la raíz». Para, poco más tarde, elogiar el sacrificio saguntino:

Siguióse a aquella batalla el sitio y ruina de Sagunto, cuya porfiada resistencia de ocho meses a ciento cincuenta mil combatientes acreditó tanto su constancia, su valor y su fineza por los romanos, como llenó a éstos de oprobio por la fría lentitud o, por mejor decir, total omisión en socorrer a tan generosos aliados. Pudieron redimir las vidas rindiendo las armas y mudando de suelo, que estos pactos les propuso Aníbal; pero prefirieron morir con las armas en la mano y ser sepultados en Sagunto a vivir desarmados fuera de Sagunto; no hallándose en tan numerosa población ni un hombre solo que quisiese sobrevivir al estrago de la patria.93



La patria es ya, pues, un elemento ilustrado en el contexto de un estatuto de imitación de los antiguos de la que el teatro, como glosará   -71-   extensamente Jovellanos será vehículo máximo de instrucción y pedagogía cívicas. Y Zavala, como seguramente toda la escuela de Comella a la que tantos denostaron los ilustrados, no dejaron de estar imbuidos por su cultura. Por eso no debe sorprendernos que, dentro del predominante talante conservador del comedión heroico que es La destrucción de Sagunto, aparezcan, como producto del cambio histórico que se está produciendo, huellas de algunas ideas emblemáticas de la Ilustración94. Lo son, por ejemplo, las ya citadas resistencias antinobiliarias para contar con la plebe de Sicano o la rebelión de Hesione ante la injusticia o la evocación de la felicidad social construida por el gobernante ilustrado. Lo es, sin duda, la ponderación con que lo militar se juzga como elemento de «utilidad a la patria» en su defensa del enemigo. De modo que no sólo las clases populares, encandiladas con la espectacularidad de la obra, sino ciertas clases más instruidas podían aprobar los valores que la pieza de Zavala intenta inculcar.

Semejante ambivalencia (teatro que se embebe de un disperso ideario ilustrado pero resuelto en un lenguaje dramático a la antigua) se explica por el carácter que La destrucción de Sagunto y casi todo el teatro producido a finales del siglo XVIII poseen como fase de transición. Son obras en las que el futuro ya se ha presentado de algún modo: el fenómeno romántico que enlazará, retrospectivamente, con el teatro nacional aureosecular. Este intervalo será a veces protagonizado por oscuros autores como Zavala y Zamora, con obras de difícil taxonomía y muy vagas en sus características. Así lo han tenido que reconocer los escasos críticos que han valorado positivamente la obra de nuestro autor observando sus atisbos de un nuevo mundo dramático en el que se mezcla mórbidamente lo sentimental y lo subjetivo, la libertad y la tradición95. Y Sagunto se encuentra presente en esa compleja transición.

Cabe afirmar, junto a Caso González, que «de la conjunción de la comedia heroica barroca y la tragedia clasicista, con toda la   -72-   influencia extranjera que se quiera, va a nacer el drama romántico»96. Sabemos que en España se tradujeron muchas tragedias neoclásicas francesas e inglesas y que Zavala llegó a escribir un Catón inspirado en Addison. Pero también sabemos que diluyó toda la pompa clásica en un género sacudido ya por el embate romántico que salvaría, a la postre, el teatro histórico: la acción. Al igual que los defensores del posterior drama histórico romántico posee el instinto de saber que el sometimiento pueril a las reglas suponía sacrificar en el fondo lo más rescatable de su obra: la emotividad colectiva que muy difícilmente puede asentarse sobre categorías puras y abstractas como el espacio y el tiempo. Obvio es, sin embargo, que el teatro romántico español no ha dejado testimonio alguno del mito de Sagunto. No lo ha dejado de temas semejantes. Quizá porque el Romanticismo ofrecía también una irónica visión de la realidad en constante movimiento que se oponía a aquel optimismo ilustrado tan convencido de poder detener sobre el escenario el momento ejemplar de un suceso significativo (en términos de paradigma clásico) bajo el protagonismo de un héroe positivo y del didactismo universal de sus peripecias97. En efecto, lo que fue posible con Philip Frowde (quizá también en Ignacio López de Ayala si no hubiera topado antes con la Numancia destruida) no iba a ser posible con el Duque de Rivas. Lo será, aunque en términos mediocres y contradictorios, por todas las razones que estamos viendo, en Gaspar Zavala, que sitúa a héroes monolíticos, dechados de virtud o de vicio, encerrados en la exageración retórica (todo ello característica de la tragedia clasicista) en un escenario ambiciosamente cinético, casi cinematográfico. De este modo Zavala intuye un cambio de rumbo del teatro. Ya no se trata sólo de una recuperación anacrónica de las tramoyas, capas y espadas del teatro de los Austrias, sino de que el público ya no esperaba ver representar una alegoría ejemplar ni una fría geometría de comportamientos morales sino la imitación viva y partícipe de sus sentimientos. Lo expresa muy bien Mario Di Pinto:

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Algunos de los autores que le parecían malos a Moratín deben considerarse en cambio la vanguardia o, si se prefiere, las primeras manifestaciones de un teatro romántico que empezaba a gustarle al público, quien lo prefería y requería.98



De modo que Zavala y Zamora nos ayuda a entender la contradictoria mutación del mito saguntino entre los siglos XVIII y XIX. Sagunto se incluye en el siglo ilustrado con la inequívoca dirección racionalista, arqueológica y revalorizada de las huellas monumentales de su antigüedad. Por algo Mayans reclama para el tratamiento de la historia los instrumentos necesarios del estudio de medallas, inscripciones, epístolas, relaciones, cronicones verdaderos, historias particulares y generales. Por algo desde principios de siglo hallamos la edición de la Epístola sobre su Teatro Romano de Manuel Martí, que escrita en 1705 divulgaría Montfaucon en L'Antiquité expliquée et répresentée en figures (1719) en las distintas ediciones del Epistolario de Martí. Por algo Antonio Ponz la vierte en el tomo IV de su Viage de España (1774). Por algo Manuel Miñana deja su precioso documento De Theatro Saguntino Dialogus fechado en torno a 1707. Por algo Antonio Varcálcer Pío de Saboya y Maura, Conde Lumiares escribe sus Barros saguntinos en 1779. Y por algo el arqueólogo inglés William Conyngham que, había viajado hasta Sagunto en 1784, disertará sobre el Teatro ante la Real Academia Irlandesa en 179099. Todo esto poco antes de que Enrique Palos intentara restaurar, en 1785, el uso del monumento para la representación de tragedias clásicas, y mostrara las primeras inquietudes sobre su estado (Disertación sobre el teatro y circo de la ciudad de Sagunto, 1793). Pero es que el siglo XVIII supondrá también la vertiente prerromántica del interés por las ruinas y la antigüedad. Winckelmann fue el historiador y arqueólogo que marcó esta vocación romántica proponiendo el arte grecorromano como modelo de perfección (Geschichte der Kunst des Altertum, 1764) y publicando en Roma, en 1767, su colección Monumentos   -74-   antiguos inéditos explicados e ilustrados). En ello es indudable que estaba también alimentándose aquella «fabricación del pasado» de la que ha hablado Haskell100 que lleva a rememorar a la altura del clasicismo ejemplar los nuevos protagonistas de la historia. Y por eso la dirección arqueológica citada anteriormente no estuvo reñida con la recuperación épica de Sagunto por el mismo Miñana en La Saguntineida (ca. 1702) o plenamente neoclásica de Philip Frowde en la tragedia La caída de Sagunto (1727).

Poco influyó todo ello en Gaspar de Zavala y Zamora que sólo alcanzó a esbozar los rasgos esenciales con los que la reflexión literaria sobre Sagunto se trasladaría al siglo XIX, de manera un tanto trasnochada. Tal vez todo sea indicio del fracaso del plan ilustrado por lo que se refiere a la reflexión histórica sobre nuestra ciudad, cuyas ruinas, pese a los esfuerzos de Palos, se instalaron en el pintoresquismo colorista o sombreado de los viajeros y grabadores y la concreción heroica, peligrosamente farsesca, que la Renaixença iba a llevar a cabo. Así podría calificarse aquella Destrucción de Sagunto de Ramón Lladró y Mali (1825-1896) que, según Constantí Llombart no pudo llegar a representarse por su estruendosa complejidad101 o incluso la tardía ópera Sagunto de Luis Cebrián Mezquita con música de Salvador Giner que se puso en escena en el Teatro Principal de Valencia en 1890 recorriendo todos los matices verdianos y wagnerianos de una ambientación que mezclaba, literalmente «un lejano tinte egipcio, una mezcla de celtíbero y griego antiguo» junto a detalles de «arte fenicio, asirio y persa». Aquel «estilo ampolludo» que tantos deploraron en La destrucción de Sagunto de Zavala y Zamora, será recuperado por la vena paródica posterior que alcanzará su apoteosis con La Hecatombe de Sagunto de Enrique Jardiel Poncela102. Acaso sea verdad que todo nacionalismo patriotero, precisamente por serlo, al reinventar la   -75-   historia del sujeto colectivo que exalta y mitifica, contiene ya elementos grotescos.

Volvemos pues a una de las constantes del tratamiento de mito saguntino, tan proclive a ser colonizado más por el fetichismo del imaginario colectivo que por las leyes de la reflexión histórica. No se planteará Zavala la distinción entre historia y ficción según la diferencia canónica de «encontrar» e «inventar». Usará el teatro como mediación entre unos ideologemas que se construyen por las urgencias de una época histórica y una audiencia que desea asimilarlos del modo más plácido posible. Y, una vez más, se obvia en esta mediación la posibilidad de instalar el mito en una modernidad coherente. O quizá, por el contrario, hayamos de pensar que esto no era posible si la Ilustración aún no había muerto y el Romanticismo aún no había tomado definitiva carta de naturaleza. Algunos autores, no obstante, han reflexionado en torno a esa cierta modernidad que también puede representar la conciencia de la pérdida y la consiguiente nostalgia de un pasado premoderno, por la dolorosa (o inconsciente) convicción de que la realidad del presente carece de determinados valores absolutos que pudieron existir en otras épocas remotas a las cuales se acude como un voluntario exilio, respecto a lo que la contemporaneidad dicta. Y que, no pocas veces, empuja a ciertas elegías de la historia de límites locales.

Cuando Larra hablaba, no sin cierto rencor romántico, del siglo XIX como el «siglo del vapor en que los caminos de hierro pesan sobre la imaginación», está trazando el boceto de la escenografía de ese capítulo inolvidable de Fortunata y Jacinta de Pérez Galdós103, que ya ha sido objeto de alguna reflexión por mi parte, en el que Juanito Santacruz y Jacinta llegan soñolientos a una vieja estación de ferrocarril y, entre el humo de la locomotora, se asombran de ver el rótulo de un nombre que ellos creían sepultado entre viejas armaduras y piedras enmohecidas: Sagunto. De él sólo creen recordar que una vez hubo por allí cierta marimorena. Casi un siglo antes Zavala y Zamora se ha aferrado todavía a ese apunte a lápiz de una resistencia que se ha vacunado contra la racionalización educadora del siglo XVIII pidiendo   -76-   prestados trajes clásicos, versos heroicos, remedos de batallas, discursos senatoriales a una época equivocada.

No se trata de concluir, en tono igualmente elegíaco, con la excesiva afirmación de que Sagunto, como dijera Ortega y Gasset respecto a España104, se había saltado el siglo XVIII. Se trata de que quizá no se aprendió (y es lección que aventuro pendiente) de ilustrados como Feijoo, quien unió inextricablemente la palabra patria a la evocación del sacrificio saguntino; quien reconoció en esa palabra, además de su noción moderna y laica, el sentido de «ciudad o distrito donde nace cada uno y a quien llamaremos patria particular»; pero quien también supo advertir del peligro de manipulación de las nefastas pasiones nacionales no renovadoras:

No hay mucho inconveniente en mirar con ternura el humo de la patria, como el humo de la patria no ciegue al que le mira.105



En la Historia (esta vez con mayúsculas) quedó, creo, excesivo humo del fuego de las hogueras que encontró Aníbal en Sagunto en aquel otoño del año 219 antes de Cristo. Humo que se renueva en el montón de muebles que manda quemar, en una de las últimas acotaciones de su comedia heroica, Gaspar Zavala. También esto ha sido ya escrito y leído por la Historia. Lo que siempre me ha preocupado, y no poco, es el humo que aún flota en el ambiente y que tan anacrónicos tributos a la melancolía nos viene obligando a pagar.





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Bibliografía Selecta

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Nota previa

Para esta edición de La destrucción de Sagunto he reproducido el texto de la única impresión existente: la publicada en Madrid, en el año de 1800, por la Imprenta de Ruiz, tal como figura al final de las 36 páginas en 4º. La obra se ha conservado muchas veces inserta en colecciones de piezas de distintos autores y fechas, que solían encuadernarse juntas para su venta o difusión. Bien de este modo o en sueltas, he localizado ejemplares en distintas Bibliotecas. Sin intento de agotarlos indicaré aquellos a los que he tenido acceso: Biblioteca Nacional de Madrid (signatura T-7520); Biblioteca Menéndez y Pelayo de Santander (32640); Biblioteca Universitaria de Sevilla (250-72 [3]); Biblioteca de la Real Academia Española; Biblioteque Nationale de París (8º Yg. 509); Biblioteca del Institut del Teatre de Barcelona (58214) y Biblioteca de la Universidad de Minesota en Minneapolis (USA). El ejemplar que he usado pertenece a la Biblioteca Histórica de la Universitat de València, que ha autorizado su reproducción facsímil. Se halla inserto en una colectánea con el n.º 13 (signatura T/86 [6]). No se conservan manuscritos.

He corregido las evidentes erratas, modernizando la puntuación y muy levemente la ortografía, puesto que el español del siglo XVIII, y más en fecha tan tardía como la de 1787, puede ser considerado plenamente nuestra lengua moderna. La Academia impone los grupos de consonantes cultos frente a las reducciones (efecto vs. efeto, etc.) mientras que otros se simplifican (suntuoso vs. sumptuoso). Las vacilaciones se regularizan (v/b; y/i) y, por lo general, ya no ha habido necesidad de restituir la h- inicial o de simplificar las -ss- intervocálicas, puesto que ya lo fijaba la Ortografía de 1763. Sin embargo se conservan en el texto (y lo hemos modernizado) las q- en quatro, quanto, etc., porque la definitiva sustitución de este fonema no se verifica hasta la Ortografía de 1815. Por último, como rasgo morfológico del español dieciochesco se mantienen los frecuentes laísmos y leísmos.

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He anotado el texto con las aclaraciones léxicas mínimas, remitiendo a comentarios más amplios en el Estudio Introductorio. He reservado asimismo las notas para contrastar las referencias históricas o pseudohistóricas de la comedia con sus posibles fuentes documentales, siempre bajo la experiencia adquirida en mis anteriores trabajos sobre Sagunto en la literatura, en la erudición arqueológica o en el teatro. Como apéndice se incluye la reproducción facsimilar de la crítica de la obra aparecida en el Memorial Literario de Madrid, de noviembre de 1787.

Dado el lamentable déficit de buenas bibliotecas de investigación que aún padecemos, realizar un trabajo de un oscuro escritor con escasa historia crítica, me ha obligado a echar mano de la habitual solidaridad de colegas y amigos en la búsqueda de datos y referencias bibliográficas. Por ello, quiero mencionar con agradecimiento a M.ª Cruz Cabezas Sánchez de Albornoz, Directora de la Biblioteca de la Universitat de València, al Profesor Juan Cano de la Universidad de Virginia (USA), al Profesor Ferrán Huerta de la Universidad Autónoma de Barcelona, al Profesor Luciano García Lorenzo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y a los Profesores Antonio Tordera y Marta Haro de mi Universidad. Mi amigo de tantos años Josep Lluís Canet me resolvió algunas pesquisas bibliotecarias mientras intentaba enseñarme (mirabile visu) a navegar por la red Internet. A Josep Lluís Sirera debo, además de oportunísimos préstamos de su biblioteca personal, el departir sobre el teatro dieiochesco del modo más oportuno: delante del café.

Para este tramo de mi azaroso periplo saguntino me ha faltado la fiel corresponsabilidad autorial de José Martín, de lo que temo se resientan, y mucho, los bastidores históricos de este trabajo. Sin embargo, en todo él está gozosamente presente algo más que su sombra, el dulce rigor de su crítica. Le doy las gracias, sobre todo, por su saber estar.

Los Navarro, esa saga de impresores que están construyendo también una impagable vocación editora, son los responsables de esta nueva osadía. En la belleza formal de este cuerpo de papel, que preexiste a la pobre calidad de lo dicho y escrito, son ellos los verdaderos artífices, y no sólo artesanos, de esta nueva salida de La destrucción de Sagunto.

Dice bien George Steiner cuando afirma que el crítico vive de segunda mano, que escribe siempre acerca de, en virtud del poema, la novela o el drama que escriben otros. Como una despiadada artimaña del espíritu, intento, en esa escritura adosada, que habiten también mis propios pensamientos y, sobre todo, el aprendizaje de una nueva etapa del camino que lleva a descubrir las peripecias de Sagunto en la letra impresa. Gracias pues, finalmente, aunque el cielo no le concediera la dicha de ser un genio, a don Gaspar Zavala, por la buena voluntad que nos tuvo a los saguntinos. De entonces y, es de esperar, también a los de ahora.

Puerto de Sagunto, abril de 1996.

E. R. C.



Tabla de personajes



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Representada por la Compañía de Francisco Ramos.106

PERSONAJES
 

 
SIGEO,   Gobernador de Sagunto, padre de HESIONE.
LUSO,   General de Sagunto.
BETO,   Senador de Sagunto.
SICANO,   amante de HESIONE, y enemigo de LUSO.
FABRICIO,   Embajador de Roma.
ANÍBAL,   General de Cartago, y amante de HIMILCE.
ALARCO,   Confidente de Aníbal, padre de HIMILCE.
HESIONE,   casada secretamente con LUSO.
HIMILCE,   enamorada de ANÍBAL.
TAGO,   niño, hijo de LUSO y HESIONE.
BOSO,   Saguntino.
Senadores.
Soldados cartagineses.
Soldados.
Pueblo saguntino.
 

La escena en Sagunto y su campo.

 



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