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La fantástica realidad. La trayectoria narrativa de José María Merino y sus relatos breves

Ignacio Soldevila Durante


Université Laval

La reciente aparición del último volumen de relatos de José María Merino1 me impulsa a reflexionar sobre el conjunto de sus relatos dentro del total de su producción narrativa. Llamar colección a los trece relatos de este reciente libro sería ignorar la profunda cohesión que ha logrado darles José María Merino, superando y culminando, en ese aspecto, los dos anteriores dentro de este mismo género (Cuentos del reino secreto, de 1982, y El viajero perdido, de 1990). Es Merino narrador de largo aliento, como ha demostrado ampliamente en su producción novelesca, por lo que incluso en la construcción de relatos éstos parecen formar parte de proyectos meditados y organizados en una dimensión de conjunto. Si se me acepta el símil, cada relato viene a constituir como una faceta tallada sobre una pieza mineral, dentro de un plan preconcebido de transformarla en una joya única. Las tres que nos ha ofrecido hasta ahora Merino proceden de una misma cantera: la que se conviene en llamar -a veces sin determinar más allá de su básica ambigüedad- narrativa fantástico-maravillosa. Y que los tratadistas enfrentan y oponen sistemáticamente (necesitados, por la fuerza imperativa del binarismo básico del lenguaje, de una realidad autónoma con la que, por contraste, perfilar su identidad) a la literatura realista. Este último término, por cierto, resulta inadecuado si consideramos lo muy identificado que está con una escuela literaria decimonónica, hasta el extremo que hablar hoy del realismo de la literatura picaresca puede parecer anacrónica impropiedad. Por eso, y siguiendo a Franklin García en su libro sobre la novela histórica española, prefiero denominar mimético al conjunto que se pone en oposición al fantástico-maravilloso, y opto por superar la ambigüedad de éste último término por una formulación negativa: lo no mimético.






ArribaAbajo1. Algunos planteamientos teóricos

La obra narrativa de Merino, aunque aquí me limitaré a los tres libros de relatos, constituye un conjunto utilísimo como instrumento argumental para replantearse la necesaria artificiosidad del binarismo divisor, y buscar una perspectiva abarcadura y reunificadora de dicha división. En efecto, esa manera natural con que en los relatos de Merino conviven los rasgos miméticos con los no-miméticos nos empuja a preguntarnos acerca de la licitud de un nivel superior en que ambos borren sus rasgos distintivos para conservar lo que ambos tienen en común. Y esa comunidad creo encontrarla en el carácter humanamente experimental2 de ambas formas de literatura. Los fenómenos de que ambas dan cuenta proceden de la experiencia humana, y todos ellos pueden ubicarse en un continuum de experiencia cuyos extremos estarían ocupados respectivamente por lo más insólito y por lo más frecuente, y subsiguientemente, en otro continuun de racionalidad que iría de lo menos a lo más explicable. Para esas especies de correas sin fin con que la ajeneidad se nos ofrece a la experiencia es para las que, con vistas a no perder pie, a afianzarnos colectivamente, cada grupo social ha construido y adaptado su propia herramienta de orientación y equilibrio -en otras palabras, su lenguaje- y ha procurado dominarlas denominándolas. Pero es sólo un espejismo cotidiano y usual de las primeras sociedades humanas el creer que las realidades con que nos enfrentamos y los nombres con que logramos «fijarlas» para nuestro propio uso, son una cosa y la misma, o que sus límites esenciales se corresponden exactamente a los términos con que las determinamos. No obstante, esta actitud primaria de las sociedades primitivas no ha desaparecido ni siquiera en el seno de las más avanzadas, contra lo que se ha podido presumir en las sociedades occidentales a partir del siglo de las luces, puesto que ahora ya sabemos que cada individuo de la especie humana, desde su primera entidad nonata, recorre en su desarrollo todas las etapas por las que la vida en el planeta ha ido atravesando, y por consiguiente, también en lo que atañe a su inteligencia. Sin embargo, por estar ésta en muy buena parte, al parecer, no integrada a nativitate en su herencia genética, no es particularmente excepcional encontrar individuos dentro de una misma sociedad con desarrollos netos extensos en su asimilación de la experiencia colectiva3. Aquí convendría recurrir a una división que la sociología propone entre lo que se denomina, respectivamente, experiencia técnica y experiencia cultural. La primera tal vez podríamos hacerla corresponder a lo que en esta nota previa he denominado el dominio de las materias terrestres o, para curarnos en salud, cósmicas. En otras palabras, todo lo que sobre la naturaleza hemos logrado conocer suficientemente para manipularlo y transformarlo. Esto constituye un «capital» de experiencia que es perfectamente transmisible de una sociedad a otra: la Historia de la Humanidad nos ofrece innumerables ejemplos de la transmisibilidad de las técnicas, y el ritmo de su crecimiento se acelera a medida que se perfeccionan las técnicas de comunicación. En cambio, todo aquello que en el cosmos, desde lo más lejano a lo más próximo, no hemos logrado conocer hasta ese extremo, está ubicado en ese otro dominio de la experiencia cultural, a la espera esperanzada de que se nos vayan deparando los conocimientos necesarios para desplazarlos del dominio de lo cultural al de lo técnico. En este segundo ámbito -que la civilización racionalista aspira a reducir progresivamente- es en el que la cultura funciona, dando respuestas provisionales a todas las interrogantes que nos plantean los fenómenos experimentados, pero no explicados hasta el extremo de poderlos someter a nuestro control y servicio. Evidentemente, aquí es donde entramos en el dominio de los saberes provisionales que, paradójicamente, adoptan las más imperativas exigencias de sumisión irracional a sus dictámenes. Igualmente, y a diferencia de los saberes del ámbito técnico, sus incompatibilidades y contradicciones no son solucionables, por lo que engendran las más arraigadas y viscerales de las actitudes antisociales y de las más fuertes discriminaciones e intolerancias. Ni qué decir tiene que los intentos de transmisión de los pseudosaberes culturales de unas sociedades a otras no pueden producirse del mismo modo que de los saberes técnicos. La Historia de la Humanidad está llena de los trágicos episodios a los que la invasión de unas culturas sobre otras ha dado lugar y sigue dando.

Todo esto viene a propósito de la coexistencia en toda sociedad de experiencias de todo tipo, y de individuos que las viven de manera desigualmente intensa, de manera que un observador más atento a lo insólito y raro que a lo comúnmente compartido esté en particular disposición a dar cuenta de lo primero sin sacarlo del contexto habitual en que se producen, y que es precisamente lo segundo. Por esa vía es por la que ha ido transitando, de manera a mi entender cada vez más consciente y fructífera, la producción narrativa de Merino.

Todos los fenómenos sólo culturalmente explicados que el azar (término cultural si los hay) depara a determinados individuos -bien porque ellos sean los sujetos experimentadores, bien porque sean testigos directos o indirectos de la experiencia- producen en ellos básicamente dos tipos de reacciones: si son personas sumisas a la explicación cultural que les predispone en ese sentido, su reacción será de maravillarse4 por el fenómeno (por su condición de insólito, habitual, milagroso) pero de aceptarlo sin la menor resistencia o inquietud intelectual, puesto que está en perfecto acuerdo de sus convicciones. Pero si son individuos que han puesto en entredicho las explicaciones culturales, o están convencidos de su falsedad, su primera reacción será de dudar en acreditar lo que experimentan o testifican y, en el caso de convencimientos absolutos, acabar por rechazarlos como alucinaciones propias o ajenas.

En ambos casos, esa primera reacción de duda es la que caracterizaría lo que se ha venido denominando como fantasticidad. Y los discursos en los que dichas experiencias se traducen se caracterizan por su condición anormal, en lo que se refiere a su coherencia lógica. Si el discurso normal es, en la terminología semiótica, isotópica, el que da cuenta de lo anormal sería, pues, anisotópico, en ruptura con las reglas de cohesión de la lógica. Cuando se dice que los relatos dedicados a dar cuenta de esas experiencias no son miméticos, cabe entender más bien que el hecho de mimetizar esas experiencias inexplicables según la «enciclopedia» de una sociedad determinada, constituye también una excentricidad de tal índole que aplicarles la condición de «realistas» o «miméticos» resulta inaceptable, y por ello se escogen denominaciones como «fantástico» o «maravilloso», términos cuya amplitud está en razón directa de las zonas de experiencia sólo «explicadas» en términos y con parámetros culturales. De ahí que, mientras toda la especie humana puede llegar a estar de acuerdo en lo que son las experiencias técnicas, lo que pertenece y se explica según los dichos principios culturales varía de una sociedad a otra, y dentro de una misma sociedad variará no sólo en el tiempo, sino en función de la multiplicidad de los grupos y de la diversidad del desarrollo intelectual de quienes la constituyen. Cuando Gonzalo de Berceo relataba un milagro de Nuestra Señora, manifestaba su extasiada maravilla, y el lector o auditor cristiano de su tiempo recibía el relato con la misma disposición anímica. Para uno y otros, no sólo su relato era verosímil, sino estrictamente en acuerdo con la verdad histórica. Fundado en el principio de la autoridad de los textos sagrados, no había en ellos más «invención» que la producida por los recursos retóricos y la versificación. Ese mismo texto, para los lectores actuales -con exclusión, evidentemente, de los más aferrados a la religión tradicional- es leído como literatura puramente maravillosa, ya que ni el narrador manifiesta la menor duda -por su convicción de cristiano medieval- ni su lectura la suscita -de signo opuesto- en el lector agnóstico. En el cristiano de hoy sí, porque, por muy tradicionalista que sea, no desconoce la excesiva ingenuidad y la falta de rigor con que se daban por buenas las informaciones documentales «autorizadas». La Iglesia Católica ha retirado de sus pedestales a muchos de los supuestos santos de la Edad Media, y ejerce un rigor prudentísimo a la hora de autorizar cualquier milagro contemporáneo.




ArribaAbajo2. El conjunto de la narrativa breve de Merino

En los relatos de José María Merino, todos ellos dentro de la tradición de lo que se conviene en llamar maravilloso-fantástico, la variedad, por lo que se refiere a la reacción de los personajes y al papel de los narradores, es muy amplia. Empezaré con los reunidos en el primer volumen, Cuentos del reino secreto5. Citaré relatos que, cronológicamente situados precisamente en la Antigüedad o la Edad Media, o protagonizados por niños o adolescentes, dan cuenta de experiencias prodigiosas en las que, quienes las experimentan, reaccionan, según nos informa ese intermediario privilegiado que es el narrador, con una aceptación absolutamente normal de su realidad, aunque, por otra parte, entiendan la condición de excepcional de tales experiencias, que las hace prodigiosas y les procura sensaciones estremecedoras. Me bastará citar los relatos «Valle del silencio» o «Expiación» como ejemplos del primer tipo, ubicados respectivamente en la época de la invasión romana de Iberia y en la Edad Media, y para el segundo, los titulados «La primera Rosa» o «La casa de los dos portales», en que los protagonistas son, respectivamente, un adolescente y un grupo de niños. En todos ellos los prodigios son vividos por sus experimentadores sin la menor reacción de duda ante la realidad de lo que les ocurre o de lo que a otros les sucede. El narrador se abstiene de tomar distancias y manifestar al lector dudas, incluso en el caso de «La casa de los dos portales», en la que el narrador es precisamente uno de los protagonistas de la experiencia, que la recuerda en su edad adulta con motivo del regreso a la ciudad, y sigue creyendo en la realidad de lo vivido. Más aún, sigue años después, ya adulto, presa del temor de volver a vivir una experiencia semejante, temor que apenas alivia la noticia de que la casa de los dos portales, lugar del prodigio, ha sido derribada. Más rica en perspectivas del mismo orden es la narración titulada «Buscador de prodigios». El narrador, en primera persona, es un niño al que en un pequeño lugar de la montaña encarga su abuelo que sirva de guía a una pareja -al parecer, etnólogos- que llega en busca de «prodigios», y es encaminada a una lejana cueva en que hay pinturas rupestres. En la velada que precede a la excursión, varias personas testimonian ante la pareja de los variados «prodigios» que recuerdan u oyeron contar, y en todos ellos el buscador se dedica a desmontar su carácter prodigioso al darles una explicación técnica. Las diferentes reacciones de los presentes respecto de los diferentes «prodigios» ofrecen una variedad de actitudes que van desde la credulidad ante lo maravilloso, la duda ante lo fantástico, y la postura científica de rechazar todo cuanto tenga explicación científica. De hecho, sólo la noticia de unas pinturas rupestres suscita el interés del etnólogo, y provoca la excursión de los dos con el niño guía. Y es precisamente en aquel lugar solitario donde ocurre un último prodigio, frente al cual las reacciones del niño, de la mujer y del etnólogo corresponden a sus predisposiciones respectivas. Contrastados igualmente resultan los diferentes personajes que intervienen en relatos como «Madre del ánima», en el que los fenómenos perturbadores de la normalidad climática sólo serán neutralizados por quien, sin dudar lo más mínimo, acepta la presencia del ánima en pena y pone término a la cuita que le impedía el eterno reposo. También en «El niño-lobo del cine Mari», en el que el inexplicable prodigio es evacuado por los media ignorándolo tras la primera información «como si el voluntario silencio pudiese limitar de algún modo lo monstruoso del caso». Lo que no impide entre la población fuese «objeto de toda clase de hipótesis, comentarios y conclusiones». Los escasos personajes que, dentro de los diferentes relatos de este conjunto, reaccionan frente a los prodigios con una mentalidad acorde con su profesión (el gobernador de «Genarín y el Gobernador», el etnólogo del cuento ya citado, o el ingeniero de «La torre del alemán») y con el tipo de sociedad técnicamente avanzada en el que viven, y por ello manifiestan su respuesta a la aceptación de lo prodigioso salvo como pura imaginación fruto de la ignorancia, de debilidad mental o de procesos psicopatológicos permanentes o pasajeros de diferentes causas, acaban siendo víctimas de dichos fenómenos o de las perturbaciones que por consecuencia aparente de los mismos se vienen a producir. En cambio, personajes como el Abad de «La tropa perdida», aun con toda consciencia de que lo que ocurre ante los ojos de todos cuantos moran en la Colegiata es un inmenso absurdo, en lugar de intentar negar la evidencia del fenómeno, se posiciona acordemente con él y logra que la experiencia transcurra amablemente y los aparecidos se retiren con la convicción de ser también víctimas de un error no por absurdo menos cierto para todos ellos. Del mismo modo se comporta el involuntario desencadenador de una inexplicable tragedia que se abate sobre el pueblo en «El nacimiento en el desván», impidiendo que se siga extendiendo el daño, sin plantearse siquiera el inexplicable absurdo de la ominosa situación. En «El niño-lobo del cine Mari», el fenómeno prodigioso es afrontado por la única persona capacitada científicamente para investigarlo, la doctora a quien se confía el niño 6. Y lo hace con simpatía afectiva, aunque intentando explicarse el fenómeno por medio de toda una batería de tests. Saldrá por ello bien librada de su encuentro con lo insólito en un ingenioso y divertido final, que, conviene subrayarlo, precede en dos años al relato fílmico de Woody Allen, La rosa púrpura del Cairo7.

El segundo volumen de relatos, aparecido casi nueve años después con el título del primero de los once que lo componen, El viajero perdido (1990)8, implica, a mi entender, una importante modificación respecto del anterior. En efecto, y como ya ha quedado subrayado arriba, todos los relatos de Cuentos del reino secreto se ubican en un espacio geográfico que el propio Merino, en otras ocasiones, directamente o a través del apócrifo Ordás, ha reconocido como particularmente propicio dentro de la geografía española para la fabulación maravillosa y fantástica, y que rebasa las fronteras administrativas del reino leonés actual para ingresar en él tanto a Asturias como a Galicia. Por ello, el hecho de que los relatos de este segundo libro estén ubicados en su mayoría fuera de dicho espacio, y protagonizados además por intelectuales adultos, de formación universitaria, implica un nuevo desafío a la credibilidad receptiva de los extraordinarios fenómenos paranormales con los que el narrador los enfrenta a ellos y, por consiguiente, a los lectores de sus relatos. Aquí convendría insistir en la importancia de la creación de una atmósfera y de instancias narrativas adecuadas para incitar al lector a la suspensión de su predisposición incrédula ante el relato ficcional que, precisamente por tratarse de relatos maravillosos o fantásticos, es todavía más necesaria que ante relatos escritos según las convenciones del arte realista9. De ahí que la transferencia del protagonismo a personajes con formación intelectual implique esa nueva dificultad añadida, al obligarse el autor a hacer creíble el tipo de reacción adecuado al asunto maravilloso y fantástico en que se ven envueltos. Por ello, a partir de este volumen, se manifiesta frecuentemente en sus protagonistas la duda: lo que están experimentando ¿forma parte de lo que realmente viven o es materia de sus sueños? Y las vivencias ¿tienen existencia autónoma o son solamente resultado de estados anímicos en los que no son enteramente dueños de su conciencia (alucinaciones, estados segundos producidos por sustancias psicotrópicas, etc.)? Incluso cuando los espacios de la experiencia paranormal se ubican en país adecuado a la misma (la costa de Galicia en «Del libro de Naufragios», o un país tropical americano en «Oaxacoalco»), los protagonistas son casi siempre adultos de formación universitaria10. Insistimos, pues, en el nuevo desafío que para la aceptabilidad de estos relatos se ha lanzado el autor, y hay que reconocer que sale ganador del empeño.

Pero no es sólo por esa dificultad añadida y vencida por lo que mejora este libro respecto del anterior: su coherencia como volumen, que lo diferencia de la simple y azarosa colección o antología, está mantenida, pese a la ausencia de un paisaje común a todos ellos, no sólo por la condición de los protagonistas, sino por la recurrencia de los mismos, que reaparecen en diferentes relatos del conjunto. Indudablemente tienen el mismo protagonista, el que da el título al libro y «Un personaje absorto», que es precisamente el que lo cierra, y el sexto y el noveno, en donde aparece por primera y segunda vez el entrañable Souto, profesor universitario de lingüística, y especializado en fonética y fonología (precisamente la parte más tecnificada de esa ciencia), que reaparecerá también en el siguiente volumen. Hay coincidencia de personajes entre el cuarto y el octavo («Imposibilidad de la memoria» y «Oaxacoalco»).

El tercer y último volumen de relatos (Cuentos del Barrio del Refugio)11 afina todavía más la coherencia entre ellos al delimitarlos dentro de un mismo espacio urbano madrileño (más o menos, el cuadrilátero situado en la zona de calles, callejas y plazuelas que subsiste entre la Gran Vía y Princesa, por un lado, Alberto Aguilera y Fuencarral, por el otro), breve pero eficazmente presentado en el primer relato (pp. 12-14) y en el que parece haberse refugiado un mundo suburbano que se ha quedado al margen de la evolución moderna de la capital de España. En ella no son infrecuentes las casas abandonadas y ruinosas, las callejas tortuosas y mal iluminadas donde las inciertas brumas crepusculares y nocturnas parecen refugiarse tan a sus anchas como los ancianos solitarios y absortos, los vagabundos derrotados o husmeadores, las víctimas del alcoholismo y la drogadicción, los inmigrantes africanos sin cobijo. Por otra parte, la coherencia se incrementa no sólo en la recurrencia de los protagonistas sino en el hecho de que algunos de los relatos están unidos por una evidente ligazón narratológica. Así, el texto «Para general conocimiento» (séptimo relato) es objeto de comentario en la «Tertulia» del octavo relato, y «Los espíritus de Doña Paloma», el noveno, se inicia en la última frase de la «Tertulia» por quien será su narrador. Concordemente con el espacio acotado, los protagonistas ya no son aquí exclusivamente intelectuales (lo son el del primer relato, «El caso del traductor infiel», y el de «Viaje interrumpido» algo emparentados con los de El viajero perdido (lo es más particularmente el protagonista del tercer relato, «Fiesta»), sino también marginados como los ancianos y jubilados de «Tertulia», «Los espíritus de Doña Paloma» o «Los libros vacíos». Nico, el vagabundo que episódicamente circula por el primer relato es el protagonista del cuarto relato («El derrocado») y en «Signo y mensaje» reaparece el ex-profesor Souto, procedente del anterior libro, ya absolutamente derrotado, pero siempre obsesionado con su búsqueda de los signos arcanos de su salvación. Seres solitarios, en fin, que han perdido al único ser que les importaba (la «viuda» de «Materia silenciosa» o la madre vieja de «Pájaros», ambas por cierto convencidas de la metamorfosis que ha transformado a sus seres queridos). Creo conveniente anotar que, a diferencia de lo que ocurre con los dos primeros volúmenes de relatos, en este último surge algún narrador concorde, aparentemente, con la actitud científica que en los anteriores volúmenes sólo se detecta en personajes (y ya indicamos cómo sobre ellos parece descargar la furia de las fuerzas ocultas). Indicaré, concretamente, al narrador de «Los paisajes imaginarios», que claramente concluye su relato dando un indicio de causas patológicas para las perturbaciones visuales que sufre el protagonista, con lo que la inquietud y la duda que caracterizan la lectura en clave fantástica queda disuelta a su conclusión.




ArribaAbajo3. La temática maravillosa y fantástica de los relatos de Merino12

He remitido hasta aquí el detenerme en la revisión de los fenómenos paranormales utilizados por Merino, unos procedentes de la mitología popular o literaria, otros de su propia invención, que caracterizan al conjunto mismo de todos sus relatos. Todos ellos se repiten en más de un relato, asumiendo distintas formas, enriqueciéndose con variaciones tonales diversas. En alguna ocasión (como en Tertulia) los cuentos manifiestan más de un fenómeno. Los he identificado de la manera siguiente:

a) Cruce o irrupción del mundo ficticio en el mundo real> El nacimiento en el desván; El soñador; El niño-lobo del cine Mari (CRS); El viajero perdido; Un personaje absorto (VP); El caso del traductor infiel; Tertulia (pp. 164-66 CBR).

b) Cruce (o irrupción) de sueño y realidad: El soñador (CRS); Cautivos (VP); Viaje interrumpido (CBR).

c) Apariciones de ultratumba (algunas con poder transformador de la realidad): El desertor; Genarín y el Gobernador; El anillo judío; Madre del ánima; La torre del alemán (CRS); La costumbre de casa; Bifurcaciones; Viaje interrumpido; Tertulia (pp. 146; 153) (CBR).

d) Irrupciones o cruces, en un espacio temporalmente determinado, de seres o cosas de otros tiempos o de otros espacios: La noche más larga; La casa de los dos portales; Expiación13; La tropa perdida (CRS); Fiesta; Bifurcaciones; Para general conocimiento; Tertulia (CBR); Oaxacoalco (VP).

e) Duplicación o posesión de personas: Zarasia la Maga (CRS); El derrocado (CBR).

f) Apariciones o interpretaciones de seres sobrenaturales (diablos, espíritus malignos, monstruos míticos, extraterrestres...): Los de arriba (gnomos o diablillos); Buscador de prodigios; El enemigo embotellado (diablo); El acompañante (personificación de la muerte) (CRS); La última tonada (representación monstruosa de la muerte); El Edén criollo (sureña o xana) (VP); Signo y mensaje; Los espíritus de Doña Paloma (diablo) (CBR); (v. tb.7, Los valedores); Para general conocimiento (extraterrestre) (CBR).

«Signo y mensaje» es un relato que he incluido también en el apartado (h). En efecto, el desenlace obliga al lector a explicarse cómo un signo pintado por un funcionario con una intención determinada sea a la vez utilizado por el personaje, que lo interpreta como una clave que le dejan extraterrestres, para acceder, a través de una 'rendija' o 'recoveco' (cf. también Para general conocimiento) del espacio-tiempo, a un mundo otro. En efecto, el narrador es testigo presencial de la desaparición de Souto y luego es informado por el funcionario del Metro que la supuesta señal cabalística es una simple marca para instalaciones de fontanería.

g) Metamorfosis: La prima Rosa; Valle del silencio (CRS); Cautivos; Los paisajes imaginarios (VP); Materia silenciosa; Pájaros (CBR). En ellos, una persona se transforma en un enorme pez cada vez que se baña (La prima Rosa), en una fiera -probablemente en relación con la leyenda de la mujer u hombre-lobo- (Cautivos), en arbusto (Materia silenciosa) o se integra en la piedra (Valle del silencio) o se transforma en pájaro. Entre estos relatos cabría integrar quizá el titulado «Imposibilidad de la memoria» (VP), en el que los dos personajes pierden sucesivamente su condición visible y su movilidad.

h) Acción posesiva o revanchista de la materia sobre el hombre: Tertulia (CBR, p. 155); Las palabras del mundo; Del Libro de Naufragios (VP); Valle del silencio; Los valedores; El museo (CRS); Signo y mensaje; Fiesta (?); Los libros vacíos (CBR).

Este último grupo de relatos exige -creo- una aclaración más detallada. Todos responden a los vestigios de una concepción unanimista14 y antropomórfica del mundo, que concede conciencia y poderes tanto al hombre como a los seres del reino animal o vegetal e incluso (y de eso se trata en estos relatos) a los objetos materiales procedentes de la manipulación y transformación de las materias naturales por el hombre. La dimensión fantástica de estos relatos está precisamente en la irrupción de esa concepción unanimista en plena civilización racionalista. «Valle del silencio» es, sin duda, el más unanimista de ellos. Otros tres de estos relatos, protagonizados siempre por el mismo hombre, el lingüista Souto, giran en torno a la materia sonora que fundamenta nuestro sistema de comunicación y de pensamiento. Souto es, en cierto modo, víctima de la obsesión por la semiótica. En el primer relato va perdiendo conciencia de los valores semánticos del lenguaje socializado, en una forma de afasia creciente, que le va mermando primeramente la capacidad interpretativa de las formas orales y finalmente de las escritas, hasta que la total pérdida de esa dimensión del lenguaje parece finalmente traducirse en la pérdida de su propia corporeidad. Y por otra parte empieza a percatarse de los sonidos de la naturaleza, y a imaginar que éstos pudieran muy bien ser sistemas semióticos descifrables. Cuando, tras la supuesta desintegración de su cuerpo, reaparece en «Del Libro de los Naufragios», lo encontramos ya, en la misma región donde había desaparecido, recuperado de su afasia y dedicado obsesivamente a la interpretación de esos arcanos códigos semióticos. Los informes del narrador-testigo en años sucesivos nos lo muestran cada vez más metido en la convicción de que, como él dice «lo inorgánico nos ha venido utilizando, de manera cada vez más compleja, para organizarse ... Unos siglos más, y la materia inorgánica habrá salido definitivamente de su inmemorial inmovilidad y se adueñará del mundo» (p. 150). Lo que, bien mirado, no es sino una peregrina descripción de la hipótesis de un mundo dominado un día por las máquinas. Y finalmente, en su tercera aparición («Signo y mensaje»), se nos narra su presencia entre los vagabundos de la madrileña plaza de España, a la salida del barrio del Refugio. Se dedica al desciframiento de los numerosos grafismos que inundan los muros del mundo urbano, en los que una vez más quiere encontrar mensajes arcanos cuyo desciframiento le permitirá filtrarse a otro mundo. Se concentra al cabo en uno en particular, hallado en las estaciones de una línea del Metro, y que él analiza e interpreta emparentándolo con los mándalas. Su asombroso y ambiguo final -al que ya me he referido en el apartado (f)- merece por sí solo la lectura. Aunque no protagonizado por Souto, también «Los libros vacíos» tiene mucho que ver con esta obsesión soutiana por los valores de la comunicación humana.

Relacionados con esa obsesión de Souto sobre la «conjura» de los objetos están los relatos «El Museo» y «El anillo judío», en los que los objetos manufacturados ejercen una dominación absoluta sobre quienes los poseen. Una variante del mismo, la más animista de las tres, es «Los valedores», cuyos auténticos protagonistas son los «santos de palo» de un viejo convento que se revelan contra unos desalmados desvalijadores de antigüedades, a los que matan uno a uno. Este relato viene a ser como una contrafigura de la poco conocida obra teatral de Pedro Salinas, «Los santos», en la que unas imágenes religiosas arrumbadas en un sótano se animan para ocupar el lugar de unos condenados a muerte por las tropas franquistas durante la guerra civil. En cuanto al relato «Fiesta», cuya atribución a este grupo temático aparece matizada por la duda, se debe a que, aparte de los indicios ominosos detectados por el protagonista en la casa en ruinas donde unos muchachos han improvisado una fiesta nocturna -los apagones, los gritos desgarradores, los esqueletos que en la casa encuentra, el hecho de que su compañera no le oiga desde el otro lado de la calle-, el relato queda abierto sin que nada le haya ocurrido aún al personaje, al que se deja avanzando en la oscuridad de la escalera15.




ArribaAbajo4. Problemática de la narrativa de Merino

La narrativa breve de Merino, de toda evidencia, no está reducida a un nivel puramente anecdótico y a la consiguiente manifestación de las reacciones sentimentales de sus personajes ante los peregrinos e insólitos eventos en los que se ven implicados. Al examinar el conjunto de problemas de orden filosófico -tanto esencialistas como existencialistas- que en ellos se plantean no sólo los narradores sino sobre todo los propios personajes, y cotejarlos con los que se manifiestan en la novelística de este mismo autor, resalta, por un lado, la coherencia del conjunto, sin distinción de género, y por otra queda indirectamente demostrada la impertinencia de considerar el género maravilloso-fantástico como simple literatura de evasión. Ya en otra ocasión he subrayado la falacia de considerar como imposible que las intenciones críticas sean inseparables de una forma realista de escritura16. Resulta evidente que la literatura fantástica es un instrumento utilísimo para socavar los cimientos de la cultura del racionalismo al plantear la existencia de toda una fenoménica ante la que sus parámetros se demuestran incapaces de explicaciones coherentes con su concepción del mundo. Pero esto se puede hacer, como ya creo haber probado en el trabajo citado en la nota precedente, tanto desde una perspectiva «progresista» como desde una «reaccionaria». Cuando se denosta o repudia la literatura fantástica desde el Romanticismo a esta parte, siempre hallamos, más o menos implícita, más o menos transparente, una razón politizada y marcada ideológicamente de uno u otro signo. Lo maravilloso-fantástico, por cierto, se presta muy fácilmente a la lectura parabólica, a la interpretación alegórica de las anécdotas, y en esa tal vez evitable tentación cae uno regularmente17. Pero independientemente de estas audacias lectoras, no es tarea difícil anotar la problemática filosófica de todo orden, desde el metafísico al ético y al estético, que a lo largo de la narrativa de Merino, sea ésta novelística o cuentística, aflora constantemente. Destaco:

  • La importancia del lenguaje para la configuración de la experiencia y la identidad humana, y la problemática que su esencia y sus funciones y disfunciones plantean. Está particularmente subrayada en los relatos protagonizados por Souto.
  • La problemática del tiempo-espacio y de la conciencia de sus implicaciones en la existencia humana. Fundamental en la obra meriniana, presenta todo tipo de temas o leit-motivs, de los que damos algunos ejemplos, remitiendo a alguno de los relatos en que aparece expuesto: circularidad: «Expiación» (CRS); consecuencias de la irreversibilidad y de las encrucijadas opcionales en la temporalidad temporal (la durée de Bergson): «Bifurcaciones» (CBR); la entropía y la degradación continua de la materia: comienzo del relato «Pájaros», final de «Viaje interrumpido» (CBR). Relacionable con esta problemática es el tema de la muerte personal y su presencia como amenaza en la conciencia [«El acompañante» (CRS), «La última tonada» (VP)], y sus implicaciones con respecto a las posibles formas de pervivencia más allá de esa «desaparición» [véanse los nueve relatos agrupados en la sección 3, apartado c)].
  • Problemática metaliteraria: conciencia explícita del narrador y de los personajes de pertenecer a una realidad imaginada, dirigida por un «narrador» demiurgo [ver ejs. en la sección 3, apartado a) cruce de realidad y ficción]; la literatura como salvación de la psicosis («Tertulia» CBR, pp. 142-43; 146) y como refugio (Los libros vacíos, CBR).



Arriba5. Estilística

Merino, como los demás escritores de su grupo originario, se caracteriza por una preocupación formal que se origina, evidentemente, en las circunstancias de su formación literaria y del desprestigio que en esos años de formación había caído sobre la llamada «literatura social», a la que se repudiaba fundamentalmente argumentando su desinterés por la poeticidad de la escritura y por la renovación formal. Pero contrariamente a lo que ha ocurrido en otros agrupamientos de la misma generación, que a fuerza de tomar distancias de la literatura social, evitaron igualmente cualquier referencia a la sociedad española y a sus problemas, en Merino, y si bien su escritura se caracterizó desde sus comienzos por un alto nivel de creatividad poética, y por la preocupación formal, a semejanza de los grandes triunfadores del momento literario de sus orígenes (los novelistas latino-americanos del boom), tampoco, como en ellos, se evacúa ese tipo de preocupación.

La riqueza expresiva de los primeros relatos de Merino es perfectamente concorde con el mundo imaginario que temáticamente desarrolla, y la naturaleza reflexiva y meándrica de su discurso, a nivel semántico, corresponde muy bien a la condición desorientada, laberíntica, en la que se ven inmersos sus agonistas. Lo que no quiere decir que estemos ante una prosa que a nivel sintáctico se caracterice por el párrafo largo, lleno de incisos y reenvíos (característicos de la prosa benetiana y de sus seguidores). Bien al contrario: está rigurosa y eficazmente puntuada, con un aliento rítmico pautado que denota una formación y una práctica del verso lírico y narrativo, y facilita una primera lectura clara y sin más zozobras que las que las situaciones paranormales procuran. Su riqueza léxica -especialmente en el primer volumen- es asombrosa, aunque no detonante, dejando claramente entrever un sedimento regional auténtico, no obtenido con el facilón recurso a los diccionarios de sinónimos y palabras afines. En lo tocante a las figuras del lenguaje, he de subrayar la abundancia de recursos adecuados a la concepción unanimista del mundo que se vehicula en muy buena parte de los relatos de Merino, pero muy especialmente en los ubicados en espacios rurales. Me refiero, concretamente, a los recursos que la retórica tradicional reunía bajo el término de prosopopeya, pero que me parece insuficiente para dar cuenta de las variedades del mismo, pues si bien es cierto que se atribuye a los objetos inanimados y a los seres desprovistos de conciencia humana, capacidades y funciones que solemos considerar exclusivas de nuestra especie (y eso es, propiamente, prosopopeya) no menos cierto es que, al contrario, se atribuye a los seres animados y especialmente al humano condiciones y atributos que corresponden habitualmente al reino mineral, originándose así una circularidad de atributos perfectamente concorde con el unanimismo que venimos detectando, a nivel conceptual, en la narrativa fantástica de Merino18. Ahora bien, algunas de estas características, apropiadas al espacio geográfico en que se desarrollan los relatos del primer volumen, desaparecen al empezar a ubicarse los sucesivos volúmenes de relato en el espacio urbano madrileño, perfectamente concorde, así, con la identidad y el plausible equipaje idiomático de sus personajes y sus narradores-agonistas. El cuento «Un ámbito rural», interpretado como alegoría de la imposibilidad de conciliación entre civilización urbana y civilización rural, me exime de extenderme aquí inútilmente sobre el buen fundamento de esta evolución estilística de Merino hacia una ascesis en la riqueza expresiva y una cuidada utilización.

Quisiera terminar este repaso a la narrativa breve de Merino poniendo de relieve la riqueza y variedad de los registros tonales con que el autor acentúa y matiza a sus narradores. Que, ni ellos ni sus personajes (sobre todo cuando narrador y personaje, testigo o partícipe se integran en uno), ni mucho menos, son uniformemente víctimas de esa inquietud más o menos aterrada con que se espera que vivan y den cuenta de las historias. Lo son, ciertamente, narradores y personajes como los de «El nacimiento en el desván» o de «El soñador» (CRS), los de «El viajero perdido» o «Imposibilidad de la memoria» (VP) o los de «El caso del traductor infiel» y «Los libros vacíos». Pero a menudo también permanecen impasibles o inconscientes del aparente peligro que se cierne («Zarasia, la maga» o «Fiesta» son buenos ejemplos), o han aceptado de buena gana convivir con lo incomprensible («La noche más larga»). Otras veces es una actitud de grata melancolía lo que impregna el relato retrospectivo («El Edén criollo»). Lo más notable, sin embargo, es el tono de humor tierno o de ironía socarrona que impregna algunos relatos, contribuyendo con su quiebro alternativo, a aliviar la inevitable tensión y posible monotonía que acecha la previsible recurrencia temática en este tipo de narrativa. «El enemigo embotellado», «Genarín y el Gobernador» y «Los espíritus de Doña Paloma» son, probablemente, los más evidentes ejemplos de dicha impregnación.





 
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