Las islas de Neruda
Luis Sáinz de Medrano
Universidad Complutense
—565→
Un poeta tan obsesionado por la aproximación a la naturaleza como Pablo Neruda había forzosamente de encontrarse con las islas, espacios cuya carga mítica no es necesario ponderar. Por el momento estamos refiriéndonos a las islas en su condición literal, haya o no una adición explícita de componentes culturales, socio-culturales o metafísicos, pero es notorio que en la obra del poeta chileno hay que contar también con la presencia de elementos que adquieren la categoría de islas por el adensamiento de su configuración simbólica.
Podríamos
considerar así la presencia de «el hombre-isla»,
tan perceptible en el mundo residenciario, donde el yo
lírico se manifiesta asediado por el caos circundante,
impotente en su soledad acechada: «Yo
lloro en medio de lo invadido, entre lo confuso / [...] / Estoy
solo entre materias desvencijadas
». Y obsérvese
que en este poema («Débil del alba»,
1.ª Residencia) se presenta el lado negativo de la
lluvia -«con su desvarío, solitaria
en un mundo muerto
»-, ese nerudiano símbolo
ambivalente, en contraposición a lo que más adelante
señalaremos. El poeta-isla reaparece en «Unidad»
(«central, rodeado de geografía
silenciosa
»), en «Entierro en el este»
(«Yo trabajo de noche, rodeado de
ciudad
»), en «Caballero solo»
(«seguramente, eternamente me rodea / este
gran bosque respiratorio y enredado
»), en
«Cantares», donde la referencia al elemento que da
materialidad física a las islas adensa la fuerza del tropo
(«Sobrevivo en medio del mar /
solo...
»), en «Trabajo frío»
«Alrededor, de infinito modo / [...] / el
espacio hierve y se puebla
») o, ya en la 2.ª
Residencia, en «Estatuto del vino»
(«Estoy en medio de ese canto, en medio /
del invierno que rueda por las calles
»).
Habría que
considerar también los objetos-isla. Entre ellos, ninguno
más representativo que el buque del poema «El fantasma
del buque de carga» (1.ª Residencia), aquella
especie de bateau
ivre1
en que Neruda regresó a Chile desde el Extremo Oriente en
1932. —566→
La embarcación (y nos apresuramos a advertir de las
divergencias que a este propósito se percibirán
más adelante, cuando Neruda haya salido del oscuro mundo de
las Residencias) es en sí misma, congoja circundada
de aguas mortuorias («eficaces y
frías
»)2,
pero se funde, además, con la del navegante.
Están,
además, incluso cuando no existe la menor relación
con el mar, los lugares-islas. Entre ellos destacan sin duda alguna
dos: el Madrid sitiado de la guerra civil, isla de heroísmo
en «el océano de cuero» de Castilla
(España en el corazón, «Explico
algunas cosas»), y el Machu Picchu del Canto
general, al que en el poema IX se le llama, entre muchas otras
cosa, «novia del mar
»,
bastiones singulares para la revelación, para el encuentro
con la otredad, con el morir-renacer3.
También, en una situación híbrida, encontramos
«El Partenón» de Memorial de Isla Negra
(Sonata crítica), visto en cierto momento como
«la nave de la luz de proa
pura
» y luego como nave varada, isla orgullosa donde
moran el canon, el rigor, la «luz
edificada
».
Y las islas
reales. A la hora de evocar los inquietantes y largos días
del oriente que vio al poeta ejercer la función consular,
aparecerán Java, la Ceylán de «extrañas cosas y mitologías
» y
las innumerables Maldivas, «de hermoso
nombre
» ('Viaje por las costas del mundo'). No es raro
que a la hora de reflexionar con ironía y cansancio sobre
sus fatigosas andanzas evoque esos reductos -incluida la
privilegiada Capri- como elementos representativos de sus
personales geografías. Ahora bien, puede entenderse que se
pregunte en Estravagario acerca de su incomprensible boda
en Batavia y por los excesivamente fragantes días de
Colombo, pero no ha de dejar de sorprendernos otra
interrogación inesperada: «También estuve en Capri, amando / como los
sultanes caídos. / Mi corazón reconstruyó /
sus camas y sus carreteras. ¿Pero, la verdad, por qué
allí? / ¿Qué tengo que ver con las
islas?
» (« Itinerarios»).
Y es que, sin
duda, el poeta, más allá de lo que fue para
él, desde su materialidad, lectura -y escritura- determinada
por las alas del símbolo, o experiencia real de las islas
que le hastiaron o le asfixiaron, conoció la Isla Feliz en
su plenitud, la isla feliz en su grado cero, temperatura que
él inmediatamente avivó. Esa isla tenía ese
nombre ya mencionado, Capri, y una fecha, 1952. El venturoso
cronotopo se hizo palabra lírica ese mismo año en
Los versos del capitán. Curiosamente surge otra vez
en este caso el tema del barco. Volodia Teitelboim, gran
biógrafo del poeta, ha visto esa isla como «un gran navío —567→
inmóvil, adonde llegó con su amada
[Matilde Urrutia, naturalmente] de noche y en
invierno
»4.
Aquí la
mujer venció a la isla. Capri es en estos poemas una nueva
realidad en la que Matilde absorbe cuanto es naturaleza en virtud
de la probada capacidad nerudiana para estos menesteres. De hecho,
al reunir en sí todos los semas -arena, agua, olas, viento,
trigo, algas, frutas, paloma, espesura...- de la isla, quedan
escasas oportunidades para la visión de ésta en su
individualidad. Se percibe la isla-refugio como un todo cuyos
componentes se asocian inmediatamente a las infinitas facetas de la
experiencia amorosa: «porque la tierra, /
el tiempo, el mar, la isla, / la vida, la marea, / el germen que
entreabre / sus labios en la tierra, / la flor devoradora, / el
movimiento de la primavera, / todo nos reconoce
» («
Epitalamio»).
Curiosamente, en
Las uvas y el viento (1954), libro cargado de tensiones
políticas, reaparece la gran roca napolitana en un poema de
título muy preciso: «Cabellera de Capri». La
isla tiene aquí una menor función ancilar. Escenario
de «la dicha y el dolor», soporte de una luminosa
experiencia erótica, sus propios atributos logran emerger
esta vez con independiente rotundidad: «su traje de zafiro / la isla en sus pies guardaba, / y
desnuda surgía en su vapor / de catedral marina. / Era de
piedra su hermosura / [...]
».
También
reaparecerá Capri en La barcarola (1967), y
aquí la distancia temporal ha eliminado cualquier elemento
negativo para situarnos en una posición como la definida por
Cesare Pavese en El hermoso verano: «En aquellos tiempos era siempre
fiesta
»5.
Capri es en esta evocación «la
isla [que] sostiene en su centro el alma como una moneda / que el
tiempo y el viento limpiaron dejándola pura
»,
inmune a ese dolor antes recordado -el del Neruda denunciado y
perseguido, el causado por la pérdida del hijo
nonato6-,
definido ahora como «el miedo», «el pez
espantoso», huidos y derrotados.
Las islas surgen, como es de esperar, en El Gran océano, uno de los definidos por Saúl Yurkievich como «tres cantos cosmogónicos» (los otros dos serían La lámpara en la tierra y el Canto general de Chile)7, que se insertan en el Canto General. Se trata de los poemas IV a VIII. Aquí el poeta ha ido indagando en la propia sustancia del inmenso Pacífico visto desde su condición de paradigma esencial del mar genesíaco, fundamento de «la copa de la vida». Se trata de una visión que no rechaza sino que asume plenamente la dimensión científica del referente en el proceso lírico, con la previsible utilización del sistema metafórico, intermitentemente encadenado, cuyo modelo esencial es el poema IX de Alturas de Machu Picchu.
De súbito
aparecen los infinitos archipiélagos -diminutas estrellas-
vertiginosamente enlazados y rebasados por los hombres en canoas
proyectadas hacia América, donde se produce el encuentro
entre los «hombres arcilla
»,
los americanos, y «los ágiles
hijos atmosféricos —568→
/ de la remota soledad marina
». Con todo, en ese
dinámico fluir de los territorios cuya condición
fragmentaria los sublima hasta la desrealización, el poeta
focaliza un espacio privilegiado, la Isla de Rapa-Nui8.
Frente al nombre
español de Isla de Pascua, Neruda recupera en el poema el
más conocido nombre indígena para el título,
pero inmediatamente, el primer verso nos ofrece otra de sus
denominaciones autóctonas, Tepito-Te-Henúa. Las
exóticas palabras imponen su magia sobre Isla de Pascua,
nombre derivado de haberse producido su descubrimiento por el
holandés Roggeveen el día de la Pascua de
Resurrección de 1772. Eliminada la presión
semántica de rango occidental, la isla de los moais aparece
así en su dimensión de enigmática tierra
fundamental anterior al que occidente reconoce como tiempo de la
historia, o, por decirlo nerudianamente, al tiempo de
«la peluca y la casaca
»,
más aún, si cabe, que la América inicial vista
en «La lámpara en la tierra».
Más
aún porque a esta isla asentada en las inmensas aguas
(«ombligo del mar grande
») y
las grandes soledades, en proceso de despoblación desde su
descubrimiento, la singularidad de las colosales estatuas
misteriosas, funerarias, imprime un carácter muy especial.
Los moais no son dioses a quienes adorar, no encierran otros
secreto que su vinculación con el hombre que las hizo para
pervivir en ellas. En el poema VI el poeta, como en La tierra
se llama Juan, cede a ese hombre del ayer la palabra para que
declare su oscura identidad: «Yo soy el
constructor de estatuas. No tengo nombre. / No tengo rostro. El
mío se desvió hasta correr / sobre la zarza y subir
impregnando las piedras. / Ellas tienen mi rostro petrificado, la
grave / soledad de mi patria, la piel de oceanía
».
Nada sino eso quieren decir estas estatuas, inútil buscar en
ellas otros signos o el plural conflicto de los dioses. Concordamos
con Alain Sicard cuando dice que en estos poemas «no se niega el fenómeno religioso, pero se
entiende como un instante del conocimiento humano que refleja de
manera mixtificada los procesos del mundo
objetivo
»9.
El extinguido hacedor de los moais no quiere allí sino la
presencia de otro hacedor, ése a quien llama «pequeñito, mortal picapedrero
».
Realmente parece
ser que la materia de la que están construidas las estatuas,
es una traquita, piedra volcánica, más bien blanda,
pero para Neruda se trata simplemente de «piedra»,
materia que como ya bien señaló Amado Alonso y
cualquier lector atento de este poeta puede observar por sí
mismo, constituye en la obra nerudiana un uno de los
símbolos de «lo elemental y
puro
»10,
y aún, añadiríamos, de lo que da una idea de
eternidad. El hombre que prolonga su existencia por la virtud
demiúrgica de la piedra, exige la solidaridad del que al
llegar debe colaborar en la prolongación desde ella de la
vida: «Tus manos tocarán la piedra
hasta labrarla, dándole la energía solitaria que
pueda / subsistir, sin gastarse los nombres que no existen, / y
así desde una vida a una muerte, amarrados / en el tiempo
como una sola mano que ondula / elevamos la torre calcinada que
duerme
».
Isla instalada en
lo inmarcesible, Rapa Nui o Tepito-Te-Henúa se constituye de
este modo en uno de los núcleos de esencialidad en la obra
de Pablo Neruda. Evidente es, —569→
desde luego, su conexión con el prodigioso Machu
Picchu, la montaña sagrada donde el poeta no halla,
restituye, la voz del hombre. En Rapa-Nui el encuentro exige
también el acto material de tocar que impide que la imagen
del hombre quede envuelta en lo abstracto. Las expresiones
«Arañarás la tierra hasta
que nazca / la firmeza...
»; «tus manos tocarán la piedra hasta
labrarla
»; «tocad esta
materia...
», tienen evidente correspondencia con el
«déjame, arquitectura, / roer con
un palito los estambres de piedra /[...] / rascar la entraña
hasta tocar al hombre
» del canto andino.
Además en «Rapa-Nui» comparece otro importante elemento en los semas que constituyen el espacio nerudiano: la lluvia, que cumple aquí una función envolvente, protectora sobre el hombre que habla, el desconocido hijo de Rapa-Nui, y la mujer cuya complicidad invoca para sumirse con ella en la naturaleza esencial de la isla -flores del árbol de Manguereva, raíces, tallos de piedra, perfume mojado, semillas, volcán...-, en un proceso que repetirá en «Disposiciones» del mismo Canto General11.
Es difícil
no ver en el varón una hipóstasis del yo del poeta en
su vertiente indagadora de las virtualidades de lo erótico,
alguien que verbaliza sus sensaciones en el palimpsesto que deja
ver al fondo la imborrable escritura de los lejanos Veinte
poemas de amor. La Marisol/Marisombra de otros tiempos se
perfila también en esta pasiva compañera que, por
último, es asociada a la propia isla, mientras su amor
«es como el movimiento del mar que nos
rodea
».
Por encima de
«el motivo de la destrucción de la
vida pacífica
», al que se refiere Juan
Villegas12,
Rapa-Nui en esta primera aparición cumple el destino de ser
caja de resonancia de algunos de los anhelos fundamentales del
poeta. Anhelos que son siempre búsquedas: la huida de la
historia hacia la naturaleza, la superación de este escape,
como otras veces, en un colosal acto de voluntarismo, para
encontrar al hombre, y, por último el encuentro con la
mujer, en una ambiguo intercambio de personalidad con el innominado
constructor de estatuas, para fundir el proceso erótico otra
vez en la madre naturaleza.
Neruda ha escrito
estos poemas desde la pura intuición de la isla. Su
sabiduría de hombre asomado al Pacífico, su
sensibilidad ante lo que es circundado, su anhelo de naturaleza
esencial le han llevado, diríamos que inexorablemente, a
vivir el significado de la singular isla que las circunstancias
hicieron chilena. Los muchos avatares de su vida no pudieron, sin
duda, acallar en su ánimo la llamada de esa exigua
superficie que los mapas apenas registran en el inmenso
señorío del mar. Así en 1970, tras haber
renunciado a ser candidato a la presidencia chilena, dejando el
terreno expedito a Salvador Allende, ya en antevísperas de
la obtención del premio Nobel, vuela a Rapa-Nui, en un viaje
que acertadamente Osvaldo Rodríguez ha calificado de
«iniciático
»13,
para palpar y oler La —570→
rosa separada. Éste es el nombre del libro
que aparecerá en París en 1972 y en 1973 en Buenos
Aires, y ésta la entrañable denominación
personal de la lejana isla.
Pero advirtamos también que el poeta, a quien las muchas peripecias vitales, han enseñado la poiesis de lo pragmático, ya no elimina de sus poemas la denominación que Rapa-Nui adquirió cuando entró en la inexorable historia: Isla de Pascua. ¿Por qué ignorarla? ¿Por qué desconocer estas hermosas palabras que son hijas de otras estimables metafísicas, que sugieren resurrección, nueva vida para los hombres de un gran sector del mundo, América incluida? Esta inserción occidentalista no impedirá que la siempre mágica toponimia original resurja tres veces: Rapa-Nui, Ranu Raraku, Melanesia. También el nombre sonoro de Ataroa la bella añadirá a los poemas el aroma de lo legendario.
La
aproximación ahora es la del que parte de la irritante
ciudad («saciado de puertas y
calles
», -«Introducción en mi tema»,
poema incluido también en Geografía
infructuosa, 1972-), con avidez del decoro de lo natural: en
el fondo, el transeúnte de «Walking
around» va a encontrarse con un nuevo Machu
Picchu. Sólo que ahora, el periplo hacia «el reino
lejano» -recuérdese a Propp- está desvirtuado
por dos cosas. Una es el degradado medio de transporte, el
avión, uno de esos «inmensos
gansos de aluminio
» (I), que viene a sustituir
impúdicamente a los legendarios navíos de la
aventura, «los veleros de cinco palos y
carne agusanada
» (III)14;
otra, la inevitable compañía de «los otros pesados peregrinos / que en inglés
amamantan y levantan las ruinas
» (I), el vulgo municipal
y espeso que Darío vio vulnerando la fascinación de
Versalles. El libro está articulado en torno a la
oposición «Los hombres»/«La Isla».
El poeta no puede dejar de disculparse ante la isla totémica
y silenciosa por la irrupción de quienes vienen a
mancillarla con sus penosos dones, que incluyen a veces lo
escatológico. La captatio benevolentiae dirigida al lugar de
destino incluye el mea culpa del propio emisor nostálgico de
arriesgadas embarcaciones, o, al menos, queremos suponer, de
pegasos o clavileños para situaciones más urgentes.
Grave perturbación la de llegar al mito cumpliendo en forma
tan improcedente las fórmulas rituales de «el cruce del umbral
», «la experiencia de la noche
», «la iniciación
», y las mil variantes de
«el morir renacer
». Borges
ironizó al referirse al desafiante último viaje de
Facundo Quiroga: «Ir en coche a la
muerte, / qué cosa más oronda
» («El
general Quiroga va en coche al muere», Cuaderno de San
Martín). En Neruda, por el contrario, se trasluce un
sarcasmo no matizado por el humor en esta inadecuada forma de ir a
la Isla de Pascua.
Tras las excusas, el primer reconocimiento del lugar. Aquí aparece el prestigioso nombre, Ranu Raraku (III), que corresponde a un volcán, el mismo que había sido considerado en el Canto General como puerta para alcanzar, con la merced de la lluvia, la grata oscuridad de lo terrestre, un volcán que ahora, visto, resulta aterrador, inhóspito. Y de —571→ nuevo la atropellada grey de los intrusos, miembros de la lamentable humanidad de rasgos residenciarios15.
Por fortuna, la
isla va imponiendo su seducción: sede primigenia del viento,
tierra germinal, tierra donde los moais repiten las experiencias de
la creación del hombre -fallidas materializaciones en arena,
en sal; definitiva en granito-, sólo que aquí no hay
otro dios creador que «el Señor Viento», y las
estatuas, vistas de cerca, ya no representan al hombre sino a las
grandes categorías del universo: «el Silencio desnudo
», «la mirada secreta de la piedra
», el rostro de
la soledad, el espacio, la distancia (VI). Y bien,
¿quién interrogará a las estatuas que son
«la interrogación
diseminada
»? (VII). En la Isla la vida cotidiana de los
humanos parece extraña, las faenas de los pescadores, las
viejas que zurcen tienen para los toscos visitantes algo, sin duda,
de irreales en este territorio de lo primordial, tal vez de lo
absoluto, donde «todo es
altar
». Pero, en fin, únicamente ellos pueden
resistir la inconmensurable experiencia de pisar «las mismas gradas que pisaron sus dioses
»
(IX), porque los foráneos están presos en los
artificios que los separan «de la madre,
de la tierra, de la vida
» (XI).
El poeta se
esforzará, no obstante, por ser reconocido como apto para
insertarse en el misterioso paraíso: «He venido tal vez a relucir, / quiero el espacio
ígneo / sin pasado, el destello, / la oceanía, la
piedra y el viento / para tocar y ver, para construir de
nuevo
» (XII). Pero la evidencia de la imposibilidad se
impone, es preciso pensar en la vuelta sin respuestas
válidas, «dejar atrás
aquella soledad transparente
». «Too much, for
me!
» (XV) exclama, ocultando su angustia en
la ironía, el resignado viajero, el desconcertado,
«el vacilante, el híbrido, el
enredado en sí mismo
», para quien sólo
queda el regreso «a sus natales
agonías, / a las indecisiones del frío y el
verano
» (XVI).
A la hora de la partida surgirá el himno, la exaltación que otra vez nos remite a los fervores gongorinos del poema IX de Alturas de Machu-Picchu:
|
En esta
enumeración sabremos que la separación de la rosa no
hace referencia al continente, a Chile, sino al «tronco del rosas despedazado / que la profundidad
convirtió en archipiélago
» (XVII).
Todavía el
poeta defenderá su condición de hombre distinto al
espeso grupo de los visitantes. «Me voy /
envuelto en luz
» afirmará. Miembro de los
«rebaños» humanos, deja patente su
«tenaz adherencia al terreno / solicitado
por la aurora de Oceanía
» (XVIII),
—572→
aunque no pudo superar la cobardía de afrontar para
siempre «la limpia claridad de la
mitología, / las estatuas rodeadas por el silencio
azul
» (XIX). Lo que sigue son reflexiones acerca del
valor lustral de la experiencia, porque, como dice Bellini,
«aun declarándose 'poeta oscuro',
Neruda se considera alcanzado por la gracia
»16,
de la consiguiente gratitud, y la más consoladora de que es
mejor que la isla permanezca pura y libre de los embates humanos
que la aniquilarían. Luego el adiós, y las nuevas
excusas por «la invasión
inútil
» a la tierra de las «cien miradas de piedra
» que escrutan
«la eternidad del horizonte
»
(XXIV). No tan inútil para él, desde luego, porque
«aunque no desvela misterio alguno
-son palabras de Osvaldo Rodríguez que suscribo- el poeta se ha reencontrado en el silencio y la soledad
luminosa de 'La Isla'
»17
y cuanto esto significa. De cómo le acompañó
en adelante la obsesión por Rapa-Nui/Pascua da fe la
conversación que, tras recibir el premio Nobel, mantuvo con
el rey de Suecia, a quien invitó a visitarla18.
Junto a muchas
otras islas evocadas en otros momentos por Neruda, no podemos
finalizar sin evocar a Isla Negra. «¡Si este mar rugiera!
», cuenta Matilde
Urrutia que exclamó Pablo en cierta ocasión en Capri,
«añorando tal vez Isla
Negra
»19.
Teitelboim, recordando el momento en que Neruda decidió
establecerse en la costa de la provincia de Valparaíso en
1938, alude a su caprichosa designación de Isla Negra a lo
que no es isla20.
No lo era, pero Neruda la convirtió en una especie de
isla-península. Según los casos, en una
dinámica de abrir y cerrar la muralla, para sentirse en un
refugio -como nos cuenta en Una casa en la arena (1966),
cuando se rumoreó que podría recibir el premio Nobel
en 1963-. Desde allí soñó con otras islas, los
archipiélagos del sur, los de «la
bruma huaiteca
» («Corona del archipiélago
para Rubén Azócar», La barcarola), que
ya cantó Gabriela, donde Chiloé destaca como un
territorio mágico -otro gran capítulo en el tema de
las islas chilenas, que Neruda sólo apuntó y
José Donoso introdujo como subyugante contrapunto en su
novela La desesperanza (1988)-, revisó su intensa
vida en un inmenso memorial, contempló el universo y pudo
decir con verdad: «En estas soledades he
sido poderoso
» (Una casa en la arena,
«Amor para este libro»). Allí supo que
«el hombre es más ancho que el
mar y que sus islas
» (Alturas de Machu Picchu,
XI). Allí este ser tildado de materialista fundió
como en ningún otro lado lo que Mircea Eliade llamó
«tiempo —573→
histórico y tiempo
litúrgico
»21.
Allí, por último, como él escribió,
imaginando a Víctor Hugo enterrado en ese dominio, Neruda,
de acuerdo con su vocación oceánica -«pertenezco a la arena: volveré al mar
redondo
» («Adiós a los productos del
mar», Maremoto)22-,
junto a Matilde, descansa, «entró
en la turbulenta claridad, / besado por la sal y la tormenta, / y,
padre de su propia eternidad, / duerme por fin, extenso, /
recostado en el trueno intermitente, / en el final del mar y sus
cascadas, / en la panoplia de su poderío
»
(«La tumba de Víctor Hugo en Isla Negra»,
Las piedras de Chile).