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ArribaAbajoAl terremoto de 1829



   Urbs antiqua ruit, multos dominata per annos
[...] crudelis ubique
Luctus, ubique pavor, et plurima mortis imago.

Virg. Eneid. L. II.                



ArribaAbajo    ¿Dónde, Genio del mal, yace escondido
tu asolador poder que al orbe aterra?
¿Dónde procaz de mortandad henchido
sus fuerzas torna a devastar la tierra?
Genio que hasta la alzada Cinosura  5
la tu crinada crencha de serpientes
alzas ufano, y en el mar profundo
el cauce huellas con la planta impura;
que, como arista, el mundo
del uno al otro polo sacudiendo  10
le vas de luto y congojado lloro
y de pavor cubriendo,
¿dónde la osada mano,
¡oh Gigante del mal!, dinos, en dónde
contra el débil humano  15
con su influjo fatídico se esconde?

    ¿Quién al destrozo universal te incita?
¿Quién armó con el rayo fulminante
esa diestra fatal? ¿Será llegado
de derruirse el orbe ya el instante?  20
La ancha espalda se agita
de la tierra entreabierta, y un acento
en su seno retumba desgarrado,
que semejante le propaga el viento
al ronco estruendo que lanzó el nublado.  25
El huracán ruidoso
de la abrasada Sirte desprendido
cuanto raudo recorre va talando,
de las ardientes alas
miedo y horror vertiendo proceloso  30
y en derredor la muerte propagando.

    La hora llegó fatal. Del hondo seno
de la tierra indignada
protervo el Genio en funeral gemido
«muerte» gritó, y el eje conmovido,  35
de mortandad preñada
se abrió la tierra, y al ambiente puro
con fuerza destructora
muerte lanzó; y en el abismo oscuro
la ardiente lava hierve bullidora;  40
con alto estruendo horrísono estallando
estremecido el suelo,
hechos ardientes cascos
contra el sereno cielo,
montes rompiendo, despidió peñascos.  45

    Chócase el monte con el monte alzado
y ambos a par deshechos
con sus altivas cimas
de pinos coronadas y de helechos
del agitado suelo desparecen,  50
y al mortal, que el fragor tímido escucha,
inmenso llano en su lugar le ofrecen,
humilde resto de la ardiente lucha.
Aquí donde la fuente
dar al cansado viajador solía  55
hospitalaria su cristal luciente,
mortal infesta aparecida ría
de abrasadoras lavas ponzoñosas
las vegas, otro tiempo deliciosas,
que ya trocadas en erial desierto  60
de estériles arenas se han cubierto.

    Los profundos veneros
donde el diamante nace esplendoroso,
y el oro puro y la luciente plata,
hechos inmensa hoguera  65
dejan ardidos su mansión primera,
con la preciada piedra refulgente,
que en líquidos arroyos se desata,
y al asombrado día
rompiendo el valladar que los tenía  70
se derraman en férvido torrente.

    Ya tiemblan conmovidas las ciudades,
el huracán en su recinto zumba,
y al suelo hundida la falaz techumbre
sobre el tímido humano se derrumba.  75
El alta torre de apiñada piedra
que hasta la alzada nube,
de hierro armada, a desafiarla sube,
en el cimiento hondísimo dudosa
a la cabaña iguálase humildosa.  80
Y el ancho mar entonces,
en sus inmensos términos estrecho,
al horroroso impulso
líquidos montes de encrespadas ondas
saca del hondo lecho  85
de la agitada Tetis, y en la orilla
las deja y vuelve y con rabiosa espuma
ardiendo en ira suma
las provincias amaga,
y de la endeble resistencia airado  90
hombres y brutos y ciudades traga.

    Así un tiempo también firme existía
la Atlántida famosa,
y la Libia en sus yermos arenales
a la fecunda América se unía;  95
mientras tu mole inmensa y espumosa
no dijo con palabras eternales,
«sepárense los juntos hemisferios,
y sea ya de hoy más al uno ignoto
el otro opuesto mundo».  100
Y el continente anchísimo y remoto
sumiste, mar voraz, en el profundo.

    Nueva Cartago Ibera,
teatro antiguo de sangrientas luchas,
que en tus vencidos muros  105
de Scipión tremolaste los pendones,
ya el suelo amaga tu cercana ruina.
¿Cuál te gritan, no escuchas
en derredor cien pueblos derribados?
«Nada en escombros, dicen, separados  110
te servirán tus fuertes torreones».
Asombrado el guerrero
desde la inerme losa,
donde ha siglos reposa,
hoy mal segura, entre el desorden, fiero  115
de indignación alzando su semblante,
mira el destrozo y en su asiento antiguo
a Murcia sacudida vacilante.

    Y tú de las Hespérides antiguas
vergel siempre florido,  120
coronado de eterna primavera,
feliz recuerdo del Edén perdido;
tú que en la rica falda
de preciada esmeralda
ostentas en las ramas orgullosas  125
las bellas pomas de oro deliciosas
¿será también que en el volcán hundida
así de nuestro suelo desparezcas
como al nacer del mundo, ya perdida
de los primeros padres la inocencia  130
se hundió a sus ojos la mansión querida,
cuando el Tigris y Éufrates
en su seno sus ondas revolcaban
y el Fisón y el Gehón, ya luengos climas
por largo tiempo en la corriente undosa  135
de su vasta riqueza engalanaban?

    Gime el anciano sobre el yerto anciano,
llora el amigo el insepulto amigo,
y el hijo pequeñuelo,
tendiendo al pasajero débil mano,  140
pídele amparo y paternal consuelo,
y el regazo materno, que enemigo
el volcán le robó; la casta esposa
del adorado dueño despartida,
en el dolor sumida  145
lenta fallece cual cortada rosa.
Como idumea palma que la cresta
hacia el Olimpo con orgullo enhiesta,
si el huracán furioso
corre implacable y hiere  150
el seno fresco, hermoso
a la truncada compañera, al punto
vase el verdor lozano marchitando
y mustia muere la cerviz doblando.

    El gallardo mancebo que anhelante  155
al lecho intacto de escondidas flores
su pudorosa amante
virgen conduce en plácidos amores,
donde apurar espera los placeres
el abrasado pecho, encuentra solo  160
tumba fatal con despiadado dolo.
No ya orlado de rosas,
que en su lugar le ciñen
lúgubres ramos de ciprés funesto
las sienes amorosas  165
y la estancia anhelada
trocó en sepulcro con su amor y amada.

    Congojosa en las ruinas tierna madre
el fruto de su amor entre sus brazos
oprime con exánimes abrazos,  170
y el hijuelo alimenta
del resto infirme de su escasa vida,
y de la sed fallece, y ya no alienta,
y grita, y por el ámbito sonante
retumba el eco de su voz no oída.  175
Muere y el tierno infante
en lágrimas inútiles deshecho
sobre el cadáver gime,
y del exhausto pecho
la muerte sólo ponzoñosa exprime.  180

    Tímida virgen temblorosa y pura,
aquí dudando entre el feroz amago
al padre anciano que miedoso sigue
lejos conduce del fatal estrago
por incierto camino  185
a la merced vagando del destino.
Antígona piadosa el muro alzado
de alta Tebas huyendo,
así también un día
al padre mutilado  190
la horrorizada patria discurriendo
de la sangrienta mano conducía.
Así también Eneas, de las llamas
a la futura Roma libertando,
en la frigia ribera,  195
el padre encanecido
espaldudo a las naves condujera.

    Tierra, tierra fatal a tu habitante,
que en tu hondísimo seno
al malo injusta igualas con el bueno,  200
¿por qué cuando tirano
el fiero domador del ancho mundo
a dominar tus términos trajera
sus huestes vencedoras, y doloso
de afrentosa opresión y servidumbre  205
el grito horrible diera,
por qué entonces terrible de tus montes,
oh tierra, no moviste
la peñascosa cumbre,
y al agresor hundiste  210
bajo su derrocada pesadumbre?
Y cuando el Guadalete,
testigo a tanto mal, entre sus olas
con asombrados ojos
vio chocarse con árabes despojos  215
lanzas, cotas, adargas españolas,
para salvar la patria del oprobio
¿por qué tu ardiente saña
al vencedor no hundía,
y al muelle godo que en la triste España  220
el patrio hogar al árabe cedía?

    Mas ¿cuál a mis oídos llega en tanto
dulcísono un acento?
Enjugue el triste labrador su llanto,
que en la tormenta fiera  225
de alma beneficencia el eco suave
se esparció por el viento,
y al noble esfuerzo de virtud sublime
alzarse ve su habitación primera.
Cese, humanos, un punto  230
el triste sollozar de aquel que gime.

    De el Turia caudaloso
a la nevada cumbre del Pirene,
y al contrapuesto astur sonó la fama
el eco del lamento congojoso.  235
En noble compasión hierven los pechos
y acorren con ardor vuestros hermanos
a levantar vuestros caídos techos.
Dame, Anfriso, tu lira entretejida
de rosas mil, que en célicas guirnaldas  240
gracias y amores plácidas orlaron,
cuando a tu voz del Betis aplaudida,
virtud sus cuerdas de oro resonaron,
alma beneficencia repitiendo,
cuando el saber bebiendo  245
en la florida margen del Uliso
cantara Apolo y escribiera Anfriso.

    Tu blanda voz en torno resonaba:
«hombres, hermanos sois; vivid hermanos»
y no ya de dolor amargo lloro  250
el oprimido humano derramaba:
lágrimas dulces en ferviente coro
de amor y compasión sólo vertía
y a tus sonoros cantos aplaudía.
«Y soy felice, clama enternecido,  255
si ya enjugar el llanto
me es dado de mi hermano en el quebranto
y en soledad amarga descaído.»

   La tímida hermosura generosa
si no inmensa riqueza,  260
al entusiasmo de virtud gloriosa
el fruto da de fraternal terneza,
y su canto le ofrece,
y cuanto más piadosa
muy más bella aparece,  265
y la blanda armonía
al infeliz aduerme que gemía.

    El hombre al claro ejemplo
sus virtudes imita
y de la alzada gloria al alto templo  270
ya trasportado grita,
«mientras el hombre aliente
no su mísero hermano se lamente».
¿Dónde el que dijo impío
«no hay ya virtud» se esconde?  275
Los ojos tienda a la inmortal España,
ruja el monstruo implacable,
y «aun hay virtud» a su pesar gritando,
a la voz del Eterno
con su funesto bando  280
tórnese a hundir en el profundo Averno.

    Mas ¿qué? ¿De nuevo el destructor incendio
torna a prenderse? En balde humilde lloro,
y súplicas y ruegos y lamentos
exhala en sus tristísimos acentos  285
el humano infeliz; desapiadado
torna a mover el Genio
el muro quebrantado
y torna a derribar, y fuego y muerte
de las entrañas del volcán lanzando,  290
¡piedad!, en balde resonara en torno,
que su poder infando
pueblos enteros en la tierra esconde;
¡piedad!, escucha, y sangre,
y horror, y muerte y destrucción responde.  295

    La confusión se aumenta y el ruido;
abrasadores rayos
entre el fragor de horrísono estallido,
y encendidas hogueras
el monte lanza, y truena, y nunca acaba  300
de dar al viento la encendida lava;
vanse del ancho cráter derramando
largos arroyos del hirviente fuego,
eterna destrucción infanda luego
en su calor mortífero llevando.  305
No ya tu santo fuego, sacra musa,
inspirado demando.
Genio inmortal de Plinio malogrado,
tú que a rasgar el velo misterioso
de la naturaleza fuiste osado,  310
ven, y el modo revela portentoso
cómo el orbe movido hasta el cimiento
vacila en su dudoso fundamento.
Ven, mártir de la gloria,
y tu arrojo publica denodado,  315
y tu claro renombre
eternal en los fastos de la Historia
a la posteridad laureado asombre.

    ¿Por qué braman los vientos encerrados?
¿El fondo se halla del abismo inmenso?  320
¿Qué encendida materia reproduce
el humo opaco y denso?
¿Quién la mecha conduce
y a los senos la acerca resguardados?
¿Cuál fue la mano que movió primera  325
la ingente masa, y sanguinaria y fiera
el cráter entreabrió, que al golpe insano
la muerte vomitó? ¿Por qué se extiende
del ocaso a la aurora
la mano asoladora?  330
¿Y quién el genio ha sido
que el orbe desquiciando
en el mal complacido
le fue de lloro y de terror llenando?

    ¿Qué voz empero del preñado vientre  335
del volcán abrasado
rauda se esparce por el ancho viento,
y cual trueno sonante
que lejos se oye en la región distante
sube a herir el alzado firmamento?  340

    Y «ciegos, grita, conoced mortales
la mano del Señor que en las alturas
del empinado monte
hoy su trono asentó; de gloria lleno
desniveló en su saña el horizonte.  345
Esos horrendos males,
a vuestra débil comprensión arcanos
males no son humanos.
El que impulsa los orbes refulgentes
en curso igual por el espacio inmenso,  350
y en él los equilibra, los ardientes
volcanes encendiera
y a trechos en el orbe los pusiera».

    Sí, inmenso Dios; tu brazo poderoso
en el trastorno universal se ostenta.  355
De santo amor tu inmenso poderío
y de temor sagrado tu alta ira
llenan el pecho mío,
y el ignorado canto respetoso
suena en tu honor la desusada lira.  360
La mente sublimada
a los pasados siglos se traslada,
y tu poder conoce prodigioso.
Tú que alteras el mundo,
el mismo, Señor, fuiste  365
que en el Gólgota alzado,
para borrar al hombre su pecado
en rudo leño redentor moriste.
Y la tierra tembló, y el claro cielo
de oscuridad cubrió sus luces bellas;  370
rasgó el templo su velo;
los muertos sus sepulcros agitaron,
y de las yertas losas quebrantadas
pálida frente pavorida alzaron;
y retembló el abismo.  375
Tú fuiste entonce el mismo,
cuando a la faz del suelo y las estrellas,
hombre, débil morías,
y Dios, el universo estremecías.

    Tú que en Siná de majestad velado  380
al hombre hablaste en la encendida zarza.
¿Quién a mi canto diera
que a tu sublime alteza remontado
el olvido venciera?
Como atrevida garza  385
que ufana hendiendo la encumbrada nube
a contemplar el sol ardiente y vivo,
en raudo vuelo por el éter sube;
tu grandeza cantara y alto nombre,
y el brazo poderoso,  390
cuando el crimen triunfando
tus iras provocaba contra el hombre,
y maldición eterna pronunciando,
de tu obra primera pesaroso,
mares, Señor, lloviste,  395
y al mundo en ellos vengador sumiste.

    Al escogido pueblo en servidumbre
a tu clemencia plugo
romper airado el ominoso yugo
y a Israel libertar; de la alta cumbre  400
de la fatal pirámide ensalzada,
nuncio de llanto y mortandad maligna
sobre el Nilo extendió su mano armada
el ángel de tu Gloria,
y al débil concediste la victoria.  405
Los fuertes sucumbieron,
y del fértil Egipto
los hijos primogénitos cayeron.

    Y tu las aguas con robusta mano
en apartados montes sostuviste  410
e Israel las cruzó; y entonce ufano
también quiso a pie enjuto
cruzarlas el impío.
Tu mano sustrajiste,
y las aguas sobre él se desplomaron,  415
y con su enorme peso lo abrumaron.

    Tú paz al enemigo le enviaste
y despreciola ciego y maldecido,
y al ronco son del cántaro rompido,
a la tierra en tu ira  420
de Jericó los muros igualaste.
Alzó la frente impura
de nuevo el crimen y el puñal sangriento
poniéndole en la mano
«hiere, al hombre gritó, hiere a tu hermano».  425
Y al torpe Sodomita licencioso
lanzaste fuego ardiente,
y con la infiel Gomorra eternamente
a llamas a Sodoma redujiste
y en pavesas al aire la esparciste.  430

    Piedad, Señor, piedad. ¿Será que acaso
los orbes fabricaras,
y en el espacio inmenso los volcaras
para destruirlos luego? Hasta el ocaso
desde el remoto oriente  435
tu infinito poder el hombre siente.
Y volver a la nada
puedes, Señor, el universo entero
con sólo imaginarlo si te agrada.

    Tú cuando tronador el Mongibelo  440
hasta el alzado cielo
escupe de Sicilia los peñascos,
y el hervidor Vesubio arroja en torno
del encendido horno
masas informes en ardidos cascos,  445
y Trinacria y Parténope movidas,
entre espesa ceniza oscurecidas,
ven abierto el abismo,
con tu dedo tú mismo
al destructor volcán el fuego prendes  450
y sus fraguas hondísonas enciendes.
Y entonces tu poder la ingente masa
de la tierra abarcando,
oigo crujir el eje rechinando.
La alta torre sacude y la cimbrea  455
tu diestra omnipotente,
y la ciudad antigua titubea.

    Así un tiempo ostentaron su belleza
de los pueblos vivientes ya borrados
Herculano y Pompeya, y su firmeza  460
cediendo a los furores
del inquieto volcán, sus moradores
tristes fueron con ellos sepultados.
Así también cayó del fiero luso
emprendedor y activo  465
la famosa ciudad, cuyo cimiento
el itacense navegante puso.
Y así ¡oh dolor!, también acaso un día,
ciudades opulentas
cuyo orgullo a los siglos desafía;  470
Cádiz que el pie ostentosa
sobre la inquieta espalda zozobrosa
del mar inmenso de olas turbulentas,
como tu antecesora, firme asientas;
y tú, antigua Granada,  475
que sobre fuego movedor la frente
levantas a la célica morada;
tú que en la Alhambra al arrogante moro
entre púrpura y seda y perlas y oro,
viste ostentar la pompa del Oriente:  480
también caeréis acaso al golpe crudo,
y entonce al pasajero
en silencio de ruinas elocuente
moviendo a derramar copioso llanto
seréis objeto funeral de espanto.  485

    No empero el triste punto fue llegado:
cesa, inquieto volcán, la ardiente guerra
que a la llorosa tierra
nuncio fatal de llanto y desconsuelo
del seno ardido entre fragor le envías,  490
que aun más felices días
tornarán a lucir al quieto suelo.
¿O será, Jehová, que por ventura
en tu funesta saña
sabio decretes en la mente pura  495
borrar del orbe la afligida España?

    Piedad, Señor. ¿Acaso no bastaron
tantos siglos de pena todavía
de llanto y destrucción y de tormentas
que la espelunca impía  500
lanzó contra mi patria? ¿No apuraron
los iberos la copa envenenada,
que más borrasca a la borrasca aumentas?
En su sangre vertida
y en sangre de sus hijos empapada  505
¿lavar sus hondas culpas no pudieron
las abundosas fuentes
del amargo penar inagotables
que tantos siglos por su mal corrieron?

    No más tu saña a su doliente ruego  510
sorda, en fragor contino
brote la destrucción; en sus horrores
que la tierra aquietada cese luego;
rico y opimo fruto
torne a dar de su seno fatigado,  515
y cese el llanto y desparezca el luto.
El iris vuelva a rutilar gayado
de mil colores y a su brillo augusto
cuando el eco de paz al orbe suena
muera en su germen mismo  520
el roedor gusano de la pena.
A su lugar bajando
vuelvan los mares a su cauce a unirse,
y a la abrasada arena
furioso rebramando  525
torne funesto el huracán a hundirse.

    Obediente al esfuerzo de tu brazo
al lloroso mortal naturaleza
leda sonría en maternal regazo;
y los caudales ríos ondulosos  530
que al lejos se lanzaron
y las fértiles vegas inundaron,
mansos conduzcan a remotos mares
su quieta espuma en nuestros quietos lares.

    Y en tanto que el humano himnos entona  535
a ti, Señor, y tu poder ensalza,
y ya pasada la fatal tormenta
ledo sus techos derrüidos alza;
enjugando a los míseros el lloro,
sobre el yermo volcán tus altos hechos  540
pasando en la memoria,
pueda yo en lira de oro
sonar tu excelsa gloria,
y de blanda ternura
con entusiasmo noble embebecida  545
el alma en la virtud hermosa, y pura,
de inmensa admiración, y de suave
ardiente gratitud, en dulce canto
trueque feliz el congojoso llanto.