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Hay en el campanario cuatro ventanas, |
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y en ellas suspendidas cuatro campanas. |
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Con voz aguda a veces y a veces grave, |
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cosas hablan que el labio decir no sabe; |
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pero, si atento escucho, bien pronto advierto |
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que unas tocan a gloria y otras a muerto. |
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Dicen las dos menores: ��Cantad victoria! |
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�Hoy el alma de un niño vuela a la gloria!� |
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Dicen las dos mayores: �Hoy muda y grave |
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va un alma desprendida... �dónde?-�Quién sabe!� |
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Y así alternando tocan, en turno incierto, |
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unas veces a gloria y otras a muerto. |
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Yo sé que, ya remotas o ya cercanas, |
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siempre he de oír las voces de las campanas, |
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mas �quién sabe en su turno, siendo tan vario |
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qué tocarán los bronces del campanario? |
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Yo, por más que medito, jamás acierto |
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cuándo ha de ser a gloria ni cuándo a muerto. |
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�Qué importa? En los espacios desvanecido, |
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su clamor siempre es eco de algún gemido: |
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recordando en qué para la humana escoria, |
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siempre al mundo repiten la misma historia; |
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y, ya alegres, ya tristes, ello es lo cierto |
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que, aunque toquen a gloria, tocan a muerto. |
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Pensamiento, que al cielo subes y subes, |
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mira bien no te pierdas entre las nubes. |
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Pliega, pliega las alas, amaina el vuelo, |
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pensamiento que altivo subes al cielo. |
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No te arrebate loca la humana ciencia: |
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los consejos atiende de la prudencia; |
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escucha a los que, en alas de su ardimiento, |
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cruzaron las regiones del vago viento, |
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y verás que encontraron -�triste enseñanza!- |
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fallidas las promesas de su esperanza. |
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Del éter en la triste región inerte, |
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acechando a la vida vela la muerte. |
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Conforme de la tierra se va elevando |
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el hombre, de la vida se va apartando: |
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en los altos espacios -�raro portento!- |
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falta luz a sus ojos, aire a su aliento; |
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sudor de sangre baña su torva frente; |
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vértigos tenebrosos cruzan su mente; |
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sus miembros relajados embarga el frío: |
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�todo es calma, silencio, sombra, vacío! |
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Tal es también la suerte del hombre vano |
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que penetrar intenta lo sobrehumano: |
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cuando a inquirir misterios de Dios se lanza, |
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cuanto más alto vuela, menos alcanza; |
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y cuanto más invoca su estéril ciencia, |
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más confunde su orgullo la Omnipotencia. |
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Pliega, pliega las alas, amaina el vuelo, |
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pensamiento que altivo subes al cielo. |
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Mejor a Dios te elevas cuando te humillas: |
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�nunca es más grande el hombre que de rodillas! |
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Ángel santo de mí guarda, |
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tú que sabes mi aflicción, |
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dame nuevas de mi esposa, |
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que en el cielo está con Dios. |
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Hace un año que la llamo, |
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que la llamo en mi dolor, |
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sin que logren ver mis ojos |
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su celeste aparición; |
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pues por más que compasiva |
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ella acude a mi clamor, |
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las tinieblas que me ciegan |
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no me dejan verla, �no! |
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Sólo siento el dulce halago |
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de una santa inspiración, |
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y una voz que sin palabras |
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habla muda en mi interior; |
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pero aquel bendito influjo |
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se disipa tan veloz, |
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que a dudar el alma vuelve |
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si es verdad o es ilusión. |
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Dime, tú que allá en el cielo |
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ves su faz y oyes su voz, |
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si se duele de mi pena, |
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si se acuerda de mi amor, |
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si me guarda el santo afecto |
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que ante el ara me juró, |
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y si a Dios ofrece unida |
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su oración con mi oración; |
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que yo sé que si en el cielo |
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la memoria no perdió, |
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no me falta en mis congojas |
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quien por mí ruegue al Señor. |
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Dile, dile, por tu vida, |
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que en mi amarga turbación, |
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ni aun me curo de aquel ángel |
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que al morir me encomendó. |
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Dile tú que el pobre niño, |
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compartiendo mi aflicción, |
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triste vive y macilento |
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desde que ella nos dejó; |
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porque son mis desventuras |
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aguas turbias de aluvión, |
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que al mortal que de ellas bebe |
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le marchitan el color. |
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Embargada tengo el alma |
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de una vaga sensación, |
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de inquietud y desaliento, |
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de cansancio y estupor. |
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Mi alimento son las penas, |
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mi consuelo es la aflicción, |
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las vigilias son mi sueño, |
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mi placer es el dolor. |
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Ni me agrada selva umbría, |
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ni jardín que tenga flor, |
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ni ramblar que riegue el agua, |
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ni lugar que alumbre el sol; |
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ni me incitan los placeres, |
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ni me ofusca el esplendor, |
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ni la gloria me cautiva, |
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ni me tienta la ambición; |
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que grandezas y venturas |
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de este mundo engañador, |
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si ofrecérselas no puedo, |
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�para qué las quiero yo! |
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Hoy hace un año que, al morir el día |
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con la luz del crepúsculo incolora, |
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aquí, donde doliente gimo ahora, |
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a un tiempo comenzó nuestra agonía. |
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Breve la tuya fue; pero la mía, |
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que el corazón y el alma me devora, |
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prolongándose lenta de hora en hora |
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dura al cabo de un año todavía. |
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Cuando de mi perdido bien me acuerdo |
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y a medir mi desdicha el juicio alcanza. |
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transido de dolor, el juicio pierdo; |
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y abatido descubro en lontananza |
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tus amores por único recuerdo |
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y la muerte por única esperanza. |
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Valle-Hermoso, Valle-Hermoso, |
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�qué mal tu nombre te cuadra! |
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Ni ramas te prestan sombra, |
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ni flores tu suelo esmaltan. |
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Inmunda charca es tu fondo, |
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tristes collados tus bandas, |
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que el cierzo hiela en invierno, |
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que el sol en verano abrasa. |
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Ni las aves te visitan, |
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ni te conocen las auras, |
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ni en la arena de tu suelo |
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la oveja su huella estampa. |
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Tu música son los golpes |
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del martillo y la almádana |
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con que el adusto cantero |
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tosco granito desbasta: |
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y tus aromas y esencias, |
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los insalubres miasmas |
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de dos fétidos tejares |
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que densa humareda exhalan. |
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Valle-Hermoso, Valle-Hermoso, |
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�por qué a tu estéril comarca, |
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cuando triste muere el día, |
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triste dirijo mi planta? |
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�Qué irresistible atractivo, |
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qué oculto misterio guarda |
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para mi errabunda mente |
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tu arena inhospitalaria? |
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�Ay! que en la yerma colina |
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que tus términos señala |
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cipreses de un cementerio |
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las negras copas levantan; |
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y, en el muro que los cerca, |
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breve blanquecina mancha |
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con poder irresistible |
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ya es imán de mis miradas. |
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No es mucho �ay de mí! no es mucho |
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que a ti el corazón me traiga: |
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�no es mucho, que tengo amores |
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ocultos tras esas tapias! |
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Si lo dudas, Valle-Hermoso, |
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testimonios no me faltan. |
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Díselo tú, vida mía, |
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díselo tú que me aguardas. |
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Dile, dile cuántas veces |
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en vigilia solitaria, |
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de rodillas a esas puertas |
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logró sorprenderme el alba. |
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Dile que por tus amores |
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las tinieblas no me espantan, |
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ni las lluvias me intimidan, |
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ni las nieves me acobardan; |
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que aquí mi afán se mitiga |
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y aquí mi mente se explaya, |
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y aquí mis dichas se encierran, |
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y aquí mora mi esperanza. |
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Ya estos sauces me conocen, |
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y estos cipreses me llaman, |
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y estos senderos conservan |
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la señal de mis pisadas. |
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Lindero es ya de dos mundos |
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la losa que nos separa: |
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tú, en uno, duermes sin vida; |
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�yo, en otro, velo sin alma! |
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En vano me resisto a la evidencia: |
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desde el astro hasta el átomo infecundo, |
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una mano inmortal gobierna el mundo, |
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y un Ser lo vivifica con su esencia. |
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En vano, por huir de su presencia, |
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los ojos a la luz cierro iracundo: |
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�mejor lo veo, con terror profundo, |
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en el fondo leal de mi conciencia! |
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Doquiera, oh Dios, que audaz me precipito, |
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tu Ser, de todo ser límite y centro: |
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lo eterno agota y llena lo infinito: |
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en el mundo, en el alma -�fuera y dentro!- |
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�Ay! �cuanto más te encuentro, más te evito, |
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y cuanto más te evito, más te encuentro! |
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Llevo tanta amargura dentro del alma, |
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que de mí en vano esperas consuelo y calma; |
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y, aunque a llorar contigo tu cuita vengo, |
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mal puedo darte, Carlos, lo que no tengo. |
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Cuando de luto un pecho la muerte llena, |
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lo que dura la vida dura la pena. |
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Recibe resignado la que hoy te aflige: |
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los hombres la merecen; Dios las elige, |
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por más que nos amarguen, todas son buenas: |
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�a ser de nuestro gusto, no fueran penas! |
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Yo, que llevo la mía muda en mi pecho, |
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todo consuelo humano de mí desecho. |
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Aceptándola humilde sin resistencia, |
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las horas le consagro de mi existencia; |
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y no diera este amargo dolor profundo |
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por todos los placeres que ofrece el mundo. |
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Cuando vierte la tarde sombra y misterio, |
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penetro en el recinto del cementerio. |
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Allí, donde perpetua reina la calma |
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silenciosos y tristes hablan al alma |
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el sauce, cuyas hojas besan el suelo, |
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y el ciprés, cuya punta señala el cielo. |
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Allí, con mudas voces a su manera, |
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el uno dice: -��llora! y el otro: -��espera!� |
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Dice el sauce: -�este suelo duro y helado |
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para siempre te roba lo que has amado. |
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Aquel ser dulce y bueno que tu alma llora, |
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de polvo fue formado; polvo es ahora. |
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Ya no enreda sus manos en tu cabello |
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ni sus brazos amantes ciñe a tu cuello; |
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ya, en tus horas de angustia, con beso ardiente |
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no se posan sus labios sobre tu frente; |
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ya de aquella mirada dulce y tranquila, |
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no se filtran los rayos en tu pupila: |
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ya son sus bellas manos yertos despojos; |
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�mudos están sus labios, ciegos sus ojos! |
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De polvo fue formado, polvo es ahora, |
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sueño fueron tus dichas. �Ay! �Llora! �Llora! |
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Dice el ciprés: -�No inclines la vista al suelo: |
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�los ojos y la mente levanta al cielo! |
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Lo que esa tierra cubre fue vil escoria: |
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hoy, libre de ella, el alma vive en la gloria. |
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Vive: y, de tus acciones mudo testigo, |
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en tus noches de insomnio vela contigo. |
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Si en ruines pensamientos tu alma se anega, |
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ella, ante Dios postrada, por ti le ruega; |
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y, cuando el bien al cabo triunfa en tu pecho, |
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sus dos alas extiende sobre tu lecho. |
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Velando en torno tuyo constante gira, |
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y el mal de tu alma ahuyenta y el bien te inspira |
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y, ciñendo a tus sienes letal beleño, |
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con el dedo en el labio te guarda el sueño. |
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Hombre, eleva los ojos a la alta esfera; |
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allá van los que vencen. �Espera! �Espera!" |
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Así, cuando la tarde desciende en calma, |
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silenciosos y tristes hablan al alma |
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el sauce, cuyas hojas besan el suelo, |
|
y el ciprés, cuya punta señala el cielo. |
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Así, con mudas voces, a su manera, |
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el uno dice: -�Llora!� y el otro: -��Espera!� |
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Y yo, que los designios de Dios venero, |
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resignado y humilde, lloro y espero. |
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Yo te saludo, oh muerte redentora, |
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y en tu esperanza mi dolor mitigo, |
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obra de Dios perfecta; no castigo, |
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sino don de su mano bienhechora. |
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�Oh de un día mejor celeste aurora, |
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que al alma ofrece perdurable abrigo, |
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yo tu rayo benéfico bendigo. |
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y lo aguardo impaciente, de hora en hora. |
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Ante las plagas del linaje humano, |
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cuando toda virtud se rinde inerte, |
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cuando todo rencor fermenta insano, |
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cuando al débil oprime inicuo el fuerte, |
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horroriza pensar, Dios soberano, |
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lo que fuera la vida sin la muerte! |
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Quizá serán delirios de mi locura, |
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o fantasmas que engendra la noche oscura; |
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pero -cuando, rendido tras larga vela |
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en que al alma doliente nada consuela, |
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derramando en mis sienes letal beleño, |
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mis párpados cansados entorna el sueño,- |
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por las oscuras sombras, o desvarío, |
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o una alas se agitan en torno mío. |
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En medio del letargo que me domina, |
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un rayo misterioso mi alma ilumina; |
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y, entre las vagas ondas del aire vano, |
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una visión distingo de rostro humano: |
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visión fascinadora que infunde al alma |
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esperanza y consuelo, quietud y calma. |
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Dulce expresión le prestan y aspecto santo |
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una cándida toca y un negro manto, |
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y su pálida frente leve rodea |
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una blanca aureola que centellea. |
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Considera piadosa mi amargo duelo; |
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con la mano tendida me muestra el cielo; |
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y su voz, como brisa de primavera, |
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dulce y mansa me dice: ��Sufre y espera!� |
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Yo conozco el aliento de aquella boca; |
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yo conozco aquel manto y aquella toca, |
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desde una triste noche que, delirando, |
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a la luz de unos cirios pasé velando: |
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�triste noche solemne, triste velada |
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que dejó el alma mía regenerada! |
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Dulce voz que me alientas en mi agonía, |
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�ay de mí si cesaras de hablarme un día! |
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Por tus santas palabras, que fiel venero, |
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resignado a mi suerte sufro y espero; |
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por ti, por ti la mano de Dios bendigo, |
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que imparcial nos reparte premio y castigo; |
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por ti me postro humilde bajo esa mano; |
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por ti soy religioso, por ti cristiano. |
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Dios, que sabe la historia de mi tormento, |
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por ti en mis amarguras me infunde aliento. |
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Dulce voz misteriosa que tanto alcanzas, |
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dulce voz que reanimas mis esperanzas, |
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nunca niegues tus ecos al alma mía; |
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que �ay de mí si cesaras de hablarme un día! |
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Ella mitiga mi pena; |
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ella mis faltas perdona; |
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ella mi mente serena: |
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mi Dolores es tan buena |
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que ni aun muerta me abandona. |
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Yo, que a par del bien que espero |
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mundo y vida tengo en poco, |
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con profundo amor sincero, |
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como a un ángel la venero, |
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como a una santa la invoco; |
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y ella, si en negro crespón |
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a envolver la duda alcanza |
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mi vacilante razón, |
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me ilumina el corazón |
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con un rayo de esperanza. |
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En estas noches sin sueño, |
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cuando tenaz y traidora, |
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neutralizando el beleño, |
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me agita con duro empeño |
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la fiebre devoradora; |
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cuando aguardando impaciente |
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la luz del cercano día |
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que aún no despunta en oriente, |
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siento correr por mi frente |
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sudores de la agonía; |
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mientras implacable y fiera |
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se acerca a pasos traidores |
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la muerte a mi cabecera, |
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la sombra de mi Dolores |
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es mi mejor enfermera, |
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�Cuántas veces, a mi cita, |
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conmigo viene a velar |
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esa aparición bendita, |
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sin cuyo amparo, en mi cuita, |
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nunca puedo descansar! |
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Como niebla misteriosa |
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penetra en mi habitación; |
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su mano en mi pecho posa, |
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y su sonrisa piadosa me |
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dilata el corazón. |
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Por el cuello me echa el brazo, |
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con el labio me alza el ceño, |
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y en ese místico abrazo, |
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sobre su dulce regazo |
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logro conciliar el sueño. |
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Santa sombra bienhechora |
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que siempre a mi lado hallé |
|
compasiva y protectora, |
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�sostén mis pasos ahora |
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que pongo en la tumba el pie! |
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Ciñe a mi sien el beleño |
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que calma toda ansiedad; |
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y así, en deliquio halagüeño, |
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duerma yo contigo el sueño |
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que dura una eternidad. |