Historias de los textos dramáticos en el Siglo de Oro: Calderón, «Las órdenes militares» y la Inquisición
José María Ruano de la Haza
Universidad de Ottawa
El lunes cinco de junio de 1662, la Junta encargada de organizar las Fiestas del Corpus Christi de Madrid se gastó la considerable cantidad de 900 reales en una cena para las dos compañías que aquel año iban a representar los autos sacramentales: la de Simón Aguado y Juan de la Calle y la de Sebastián de Prado y Antonio de Escamilla. La cena se celebró en el patio de uno de los corrales madrileños -el de la calle del Príncipe o el de la Cruz- probablemente, al aire libre, en mesas improvisadas y utilizando los mismos bancos que se alquilaban a los espectadores. La cena es memorable por varias razones. La primera es que asistió a ella Don Pedro Calderón, que había escrito, como de costumbre, los dos autos que las compañías iban a representar: Mística y real Babilonia y Las órdenes militares; y, en segundo lugar, porque exactamente una semana después, el lunes 12 de junio, uno de esos autos -el de Las órdenes militares- iba a ser prohibido por una comisión del Consejo de la Santa General Inquisición compuesta por los Padres Maestros Fray Nicolás Bautista, de la Orden del Carmen; Fray Rafael de Oñate, de la de San Bernardo; Don Joseph Zigala, clérigo regular; y Fray Joseph Méndez de San Juan, de la Orden de los Mínimos de San Francisco de Paula, todos ellos calificadores del Santo Oficio. Como los autos ya habían sido representados, la prohibición atañía a las funciones que se iban a dar al pueblo en uno de los corrales de comedias, quizá el mismo en el cual Don Pedro, unos seis comisarios de comedias y los actores de ambas compañías se encontraban en aquella apacible noche de junio disfrutando de un menú que consistía en perniles, jigote de ave, empanadas de ternera con salsa, palominos con todo recado, huevos hilados con todo recado, un cabrito asado, jigote de camero, y una cantidad enorme de pollos de leche (polluelos cebados con leche). Todos esos platos fueron regados generosamente con vino (140 reales) y acompañados de pan y ensalada. De postre había «repostería». Calderón y los comisarios comieron de lo más caro -un pernil y seis pollos de leche por barba, a un costo de 58 reales cada uno.
La cena se
celebró, como indican los documentos del Archivo de Villa de
donde he extraído los datos precedentes (legajo
2.°-198-11), en «la víspera de
la muestra de los autos de este año de 1662»
. Como
en años anteriores, después de «la
muestra» o ensayo general, ambos autos se
representarían, en primer lugar, a Sus Majestades en la
plaza de palacio el jueves del Corpus por la tarde. A
continuación, se harían representaciones particulares
de uno o ambos autos en las casas de los Señores Presidentes
de los Consejos de Aragón, de la General Inquisición,
las Órdenes militares, el Consejo de Indias, el de Flandes,
el de Hacienda y el de la Cruzada. A estas representaciones
asistirían los ministros del Consejo (de los cuales
había desde 8 en el Consejo de la Cruzada hasta 41 en el de
Hacienda, que era el más numeroso), los Alcaldes de Corte,
el Fiscal de Sala, el Secretario de Cámara más
antiguo y el Secretario del Presidente, con sus
familiares1.
El orden de representación variaba de año en
año, pero, en general, el Consejo de Aragón
veía su auto el jueves por la noche y el de la
Inquisición, el viernes por la mañana. Algunos
años se extendían las representaciones hasta el
domingo por la tarde e incluso hasta el lunes siguiente. El domingo
por la mañana, sin embargo, no se podía representar,
para que, como dice el legajo 2.ª-198-8 de 1664, «tengan lugar de oír misa las
compañías»
.
Los señores
del Consejo de la Suprema y General Inquisición
tendrían, pues, la oportunidad de ver representado ante
ellos el viernes 9 de junio de 1662, a las nueve de la
mañana, uno de los dos autos sacramentales de aquel
año. Es fácil adivinar que tendrían especial
interés en ver el titulado de Las órdenes
militares, porque les habría llegado noticia de que su
argumento trataba nada menos que de las pruebas de limpieza de
sangre que el Segundo Adán, o Jesucristo, había de
pasar para ingresar en una de las órdenes militares.
Resumido en palabras de los señores calificadores: «toda su disposición y traza es introducir
pruebas de la pureza de Cristo Señor Nuestro, recurriendo a
la Purísima Concepción de su Madre Santísima,
concebida sin pecado original, interponiendo con estilo de memorial
la mancha de la culpa original en la Naturaleza Humana y pasando a
que la sentencia de esta causa sea la Bula de Su Santidad dada en
favor de la sentencia de la preservación de la Virgen
Santísima»
(fol.
5r.)2.
Esta última referencia es a la Bula del papa Alejandro VII
Sollicitudo omnium
ecclesiarum, publicada apenas seis meses antes de la
representación del auto. Las órdenes
militares es, en cierto sentido, una pieza de ocasión
que celebra la publicación de esa Bula, de la cual
hablaremos en un momento.
Barbara Kurtz en
un reciente e inteligente estudio sobre este auto llega, entre
otras cosas, a la conclusión de que su prohibición
por la Inquisición tiene más que ver con lo que ella
llama una «insultante parodia» de los procesos
inquisitoriales que con cuestiones de fe. La profesora Kurtz
utiliza dos escenas del auto para apoyar su afirmación: en
la primera, la Culpa sale al tablado -oculta tras una «mascarilla»
, según una
versión, o con «una
banda»
, según otra- y entrega a los dos
examinadores -Moisés y Josué- un memorial delatando
el supuesto linaje villano que, por parte de madre, tiene el
pretendiente. La profesora Kurtz sugiere que esta acción
dramática recuerda las denuncias anónimas a la
Inquisición que sembraban tal pánico entre la
población del siglo XVII, y especialmente entre los
conversos. En la segunda escena, que según la profesora
Kurtz contiene «la analogía
más significativa de todas»
, el Judaísmo
concede al Segundo Adán la cruz que pretende, pero solamente
para que la lleve «por infamia y por
baldón»
. Según Barbara Kurtz, hay en esta
escena una alusión no sólo a la pasión de
Cristo, sino también, aunque más veladamente, al
«sanbenito»
inquisitorial
(p. 199)3.
Mi objeción
principal a esta segunda alusión textual es que las palabras
que el Judaísmo dirige al Segundo Adán, citadas por
la profesora Kurtz, no constan en la versión manuscrita que
leyeron los calificadores del Santo Oficio en 1662. Podemos
encontrarlas, sí, en el tomo III de las Obras
completas de Calderón de Aguilar; pero este texto
reproduce el de Pando de 1717, el cual está, a su vez,
basado en el del único tomo de autos calderonianos publicado
en vida del dramaturgo, por Joseph Fernández de
Buendía en 16774.
Todos ellos -la edición de 1677, la de Pando y la de
Aguilar- contienen una versión del auto que difiere
sustancialmente de la representada en 1662, que fue la que
despertó las sospechas del anónimo delatante
inquisitorial. En la versión original manuscrita, todo lo
que hace el Judaísmo, según nos informa la Inocencia,
es darle al pretendiente su manto de caballero, manto que,
según la Culpa, «antes era /
siendo blanca vestidura / de los locos el afrenta»
(fol. 32v.)5.
La historia de cómo la versión representada en 1662 se convirtió en la publicada por Valbuena Prat en el tercer tomo de las Obras completas de Calderón merece ser contada con cierto detalle por lo que revela, no sólo sobre la transmisión textual de piezas dramáticas áureas, sino también sobre las presiones directas e indirectas que gente ajena al teatro ejercía sobre nuestros dramaturgos en el siglo XVII. También plantea, como veremos, un interesante problema para la crítica textual, con importantes implicaciones para la crítica literaria.
La versión original de Las órdenes militares, la representada en 1662, fue publicada a comienzos de este siglo, con algunos errores y omisiones, por E. Walberg en el Bulletin Hispanique6. El texto de Walberg está basado en un manuscrito copia con correcciones y adiciones autógrafas de Calderón que se encuentra en la sección de manuscritos de la Biblioteca Nacional de Madrid, a donde fue trasladado del Archivo General de Simancas en 1869. El legajo contiene no solamente el texto del auto representado en 1662 sino también el expediente de la Inquisición, que incluye un memorial de puño y letra de Calderón y una petición del autor de comedias Antonio de Escamilla, fechada esta última en 1671.
Como ya
mencioné, exactamente una semana después de la cena
descrita anteriormente, o sea, tres días después de
la probable representación del auto de Las
órdenes militares ante el Consejo de la
Inquisición, los calificadores del Santo Oficio se reunieron
para leer «dos pliegos»
(fol. 1r.) o
cuatro folios que contenían tres pasajes largos que un
copista había cuidadosamente extractado del texto del auto.
Es importante tener en cuenta que los calificadores no leyeron, por
tanto, el auto completo, sino solamente los trozos que alguien
había seleccionado para ellos.
Los tres pasajes
forman parte de una escena que comienza inmediatamente
después de que la Culpa entrega a los dos examinadores,
Moisés y Josué, el memorial en que denuncia la
sospechosa genealogía del Segundo Adán. Es decir, la
persona que delató el contenido supuestamente peligroso del
auto a los calificadores no se preocupó de hacer que se
copiara la parte que, según la profesora Kurtz,
constituía una clara parodia y ataque contra los
métodos inquisitoriales de denuncia
anónima7.
Tras leer en el memorial que, «aunque es
ilustre por padre / el pretendiente, la humana / naturaleza es
villana / y esta le toca por madre»
(fol. 24v.),
Moisés y Josué van a dar cuenta de la
acusación al Consejo y queda en el tablado la Naturaleza
Humana, que se lamenta amargamente de ser la causa del villanaje o
falta de nobleza del pretendiente. El Segundo Adán la
consuela, asegurándole que «yo
volveré por tu honor»
(fol. 26r.) y
aconsejándole que recurra a un tribunal superior, el de
Roma. La Naturaleza Humana le obedece, diciendo que va «a litigar / la nobleza de
María»
(fol.
26r.). La sentencia que la Naturaleza
Humana recibe de ese tribunal mayor es la Bula de Alejandro VII, la
cual es citada extensamente por Calderón. Las objeciones de
los calificadores a los tres pasajes que leyeron eran
fundamentalmente dos:
La primera es la
sugerencia de que, como ellos señalan en su informe,
«la pureza de Cristo Redentor y
Señor Nuestro dependía de que la Virgen
Santísima haya sido preservada en su
concepción»
. Como continúan diciendo, esta
idea va «contra el sentir de la Iglesia,
la cual confiesa que, aunque la Virgen Santísima hubiera
incurrido en la culpa original, Cristo Señor Nuestro en
ninguna manera la incurriría ni podía
incurrir»
(fol. 5r.).
La segunda
objeción importante de los comisarios tiene que ver
precisamente con la utilización por parte de Calderón
de la Bula del papa Alejandro VII para demostrar la nobleza de
María. Como señalan los calificadores, esta Bula no
puede en absoluto considerarse «sentencia
de esta causa»
(fol.
5r.), es decir, declaración del
dogma de la Inmaculada Concepción. Recuérdese que la
cuestión de la Inmaculada Concepción de María
había dado lugar a un largo y enconado debate entre
dominicos y franciscanos que databa del siglo XIII y que no se
resolvería hasta 1854, cuando la Iglesia finalmente
proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción. El
debate no versaba sobre la cuestión de si María era o
no era inmaculada; todos concurrían en que sí lo era.
Lo que se disputaba era en qué preciso momento había
adquirido su naturaleza inmaculada. ¿Había ocurrido
el milagro en el instante de su concepción, como
sostenían los franciscanos, o inmediatamente después,
como argumentaban los dominicos, siguiendo a Santo Tomás de
Aquino? Por este motivo, cuando el papa Sixto IV, que era
franciscano, estableció el 8 de diciembre de 1476 la fiesta
de la Inmaculada la denominó Fiesta de la Concepción
de la Virgen Inmaculada y no, como se llama hoy día, Fiesta
de la Inmaculada Concepción8.
En su bula Sollicitudo, fechada el 8 de diciembre de 1661, el papa Alejandro VII trató una vez más de imponer paz entre los contendientes, reafirmando, en primer lugar, la piadosa y tradicional devoción a la Inmaculada y, en segundo lugar, prohibiendo más discusión sobre el tema. Pero en el auto calderoniano, la prueba de la nobleza de María depende precisamente de la aceptación de su naturaleza inmaculada en el momento de su concepción.
Efectivamente, al comienzo del auto, la Culpa declara que ella es:
|
(fol. 1v.) |
Si María se
encuentra inscrita en ese padrón -lo cual sucedería
si fue concebida en pecado original-, entonces pertenecería
al villanaje de Adán; es decir, no sería noble, lo
cual, como ya se sospechará, significa en el contexto del
auto que era de raza judía; y ¿cómo puede
Jesucristo pasar las pruebas de pureza de sangre con una madre no
noble o judía? Por ello, cuando la Culpa quiere mostrar a la
Gracia y a la Naturaleza Humana el nombre de María en ese
registro padronal, no lo puede hacer porque «un borrón no deja / verse el nombre bien
distinto»
. Como explica la Naturaleza Humana: «por no haber caído / en ella [...] el
borrón, / cayó el borrón en el
libro»
(fol. 20r.).
La alegoría
calderoniana es ingeniosa, pero peligrosa para la época, ya
que, como señalan los calificadores, abre la puerta a que
los espectadores legos pudieran entender «con su ignorancia, [que] estaba dependiente la
pureza de Cristo Señor Nuestro de la preservación de
su madre de la culpa original, lo cual es grande peligro en el
pueblo, por ser la materia gravísima»
(fol. 5v.).
Los calificadores, por tanto, tuvieron, en mi opinión, toda
la razón en oponer reparos a lo que ellos llamaban la
disposición y traza del auto; es decir, a su argumento
silogístico. El que no tenía razón era
Calderón; pese a lo cual, y dando muestra de una tozudez
sólo explicable por el prestigio y el poder de que gozaba en
la corte, decidió defenderse contra el temido tribunal
inquisitorial.
El viernes 16 de
junio de 1662, esto es, cuatro días después de la
fecha del dictamen de la Inquisición, Don Pedro
Calderón redacta de su puño y letra un memorial que
envía inmediatamente a los señores calificadores del
Santo Oficio. En él refuta, en primer lugar, la
objeción de los calificadores de que «el ponerse la cruz Cristo pende necesariamente
de la limpieza de su madre»
, diciendo: «que la delatación que se hace al Segundo
Adán en la metáfora que se sigue está en boca
de la Culpa, figura réproba, y consta del Evangelio que
aún fueron mayores calumnias las que se opusieron»
(fol. 10r.).
Pero esta declaración no hace al caso, ya que no responde al
reparo de los calificadores, el cual se encuentra claramente
expresado en el documento que leyó Calderón: «toda su traza y disposición es introducir
pruebas de la pureza de Cristo Señor Nuestro recurriendo a
la Purísima Concepción de Su Madre
Santísima»
. La censura de los inquisidores no
alude a la Culpa, ni se ocupa de si es figura réproba o no
el personaje creado por Calderón; lo que les inquieta es que
en el auto se está discutiendo, no solamente la supuesta
pureza o impureza de sangre de Jesucristo, sino también el
misterio de la Inmaculada Concepción, cosa que había
prohibido terminantemente la Bula que cita Calderón.
El segundo
argumento calderoniano es tan irrelevante al razonamiento de los
señores calificadores como el primero. Calderón
arguye que «pasando al inconveniente que
depende el despacho de la cruz de la nobleza de María, se
responde que todos los oprobios y baldones del Adán se
refieren en el auto a la Naturaleza Humana en común,
salvando siempre los decoros de la divina»
(fol. 10r.). Pero los
inquisidores no habían supuesto en ningún momento que
en el auto se insinuara nada contra la Naturaleza divina, lo cual
hubiese sido inconcebible.
Calderón, sin embargo, trata, hasta cierto punto, de contentar a los calificadores, re-escribiendo un pasaje, que incorpora al manuscrito de la representación y que también incluye en su memorial. No todos sus versos son nuevos, ya que vuelve a repetir allí el consejo de que la Naturaleza Humana recurra al tribunal de Roma para demostrar la nobleza de María, anunciando, por tanto, su intención de retener la Bula de Alejandro VII. Pero, en la primera parte, al menos, Calderón se esfuerza por hallar solución a algunas de las objeciones de los inquisidores. El Segundo Adán dice a la Naturaleza Humana:
(doc.: fol. 10v.) |
Aunque los
calificadores no se dieron totalmente por satisfechos con estos
arreglos, en su respuesta al memorial calderoniano se intuye la
posibilidad de un acuerdo. En un documento -fechado el 16 de junio,
el mismo día que la deposición de Calderón
(¡así era de importante nuestro dramaturgo!)- notan
que con su nueva versión Calderón «evacua en parte los reparos hechos»
pero el caso es que el tema de «la pureza
y limpieza de Su Madre, no puede pasar ni decirse, pues siempre es
independiente la limpieza de Cristo Nuestro Señor de la
limpieza de Su Madre»
. Y, ya metidos a dramaturgos,
aconsejan a Calderón «que
introduzca en el auto un personaje que diga: "Ha sido locura e
ignorancia introducir memorial para hacer las pruebas de la pureza
de Cristo con dependencia de la pureza de Su Madre"»
(fol. 13r.-v.). También
aluden a su segunda objeción original, de la cual
Calderón, en su memorial, había hecho caso omiso; o
sea, que la Bula de Alejandro VII no convierte el culto a la
Inmaculada en dogma. Por tanto, reiteran que «la Bula mencionada en el dicho auto [...] no se
ponga por prueba ni sentencia de la pureza de Cristo por las
razones dichas sino que la refiera para mayor gloria suya y de Su
Madre y en ella se quite donde dice en el folio 31 la palabra
"determinamos" y en su lugar se diga la palabra "declaramos" u otra
equivalente»
(fol.
13v.); o sea, que se diga en el auto
que para probar la Inmaculada Concepción de María
bastaba con que Dios omnipotente lo hubiese querido, que fue el
argumento utilizado por el franciscano Duns Escoto. Por ello, los
inquisidores proponen que, en lugar de utilizar el verbo «determinamos»
, con su
implicación de que el dogma de la Inmaculada ya había
sido sentenciado, Calderón dijera «"declaramos" u otra cosa equivalente»
,
lo cual sólo supondría una declaración de fe
en un culto piadoso que la Iglesia estimaba aceptable pero que
todavía no se había atrevido a instituir como dogma.
A mí me parece detectar en estas frases una evidente
voluntad de dar licencia para que se representase el auto, a
condición de que se introdujesen los cambios sugeridos.
¿Lo vio así Calderón?
A la semana siguiente, el 23 de junio, otro viernes, los señores Inquisidores se reunieron para leer un nuevo papel de Calderón, o quizá de un mediador, ya que no lleva firma ni fecha y fue escrito por una mano diferente de la del dramaturgo. Antes de ello, sin embargo, se había procedido con la orden de retirar el texto del auto de la circulación, según se indica en los siguientes documentos, fechados el 19 y el 20 de junio:
Dijo que por cuanto por los señores del dicho Consejo está prohibido y mandado recoger el auto sacramental intitulado Las órdenes militares y el Segundo Adán; por tanto, mandaba y mando que el autor Antonio de Escamilla no lo represente y entregue en este despacho el auto original y los papeles que están repartidos a las demás personas de su compañía, y se notifique a los que disponen el teatro y tramoyas no las hagan para la representación del dicho auto ni concurran en ello en manera alguna y todos ellos lo cumplan, pena de excomunión mayor late sententia. |
(fol. 20r.) |
La orden se llevó inmediatamente a cabo:
notifiqué el auto de esta otra parte a Antonio de Escamilla en su persona, el cual dijo que el auto original le tiene entregado a Don Pedro Calderón que vino esta mañana por él a su casa y que los papeles que tiene repartidos a las demás personas de su compañía los recogerá luego y los llevará al Sr. Inquisidor y que está presto de cumplir con lo que se le manda. |
(fol. 20v.) |
y
notifiqué el dicho auto a Antonio de Rueda, uno de los arrendadores de los corrales de las comedias de la Villa en su persona, el cual dijo que ya tenía dispuesto el teatro con las tramoyas para la representación del auto sacramental que en este auto se refiere, por correr por su cuenta y de los demás sus compañeros el disponer el dicho teatro, pero que está presto de cumplir con lo que se le manda y que dará orden para que se quiten y no se represente el auto y pide que si se puede se le dé testimonio de esta diligencia para cumplir con la villa de Madrid por la obligación que tiene hecha. |
(Ibíd.) |
En el nuevo papel
del 23 de junio, en lugar de aceptar todas las recomendaciones de
los calificadores, lo cual hubiese (creo) producido la licencia
necesaria para representar el auto en los corrales, se propone otro
compromiso9:
se sugiere quitar lo que dice la Culpa en el memorial que dio a los
informantes («Y aunque es ilustre por
padre / el pretendiente, la humana / naturaleza es villana, / y
ésta le toca por madre»
); y lo que añaden
otros testigos, como Job («y que de mujer
nacido, / el hombre repita en mí: "perezca el día en
que fui / en pecado concebido"»
) y lo que dice David
(«Quién es el hombre / para hacer
memoria de él, / pues, por ilustre que sea / padece culpas
de ingrato / por quien diré: Et in pecato / concepit me mater
mea»
) y, sigue diciendo, «quitando o enmendado asimismo el dicho de
Isaías en conformidad de los de Job y Daniel, parece
podría correr el auto»
(fol. 18r.-v.). Me imagino que los señores
calificadores, que originalmente habían basado su censura
exclusivamente en los tres pasajes que habían leído,
pondrían ahora el grito en el cielo al darse cuenta de que
no sólo la Culpa, sino también Jacob y David e
Isaías aluden a los supuestos oprobios y baldones que la
Naturaleza Humana confiere en María y en su Hijo. No es de
extrañar, pues, que con fecha 26 de junio, dictaminaran lo
siguiente: «en el artículo de
volverse a representar, aun con las adiciones y enmiendas que se
han referido [...] parece que si no es formándole de nuevo
no se puede ajustar como conviene y no parece, entre tanta monta,
que se vuelva a representar este auto»
(fol. 17r.)10.
Y nada más: aquí no hay castigo, ni se menciona la posibilidad de recantación y reconciliación. La sentencia de la Inquisición me parece, pues, lógica, inevitable, razonable e incluso moderada para la época.
¿Por qué no aceptó Calderón el compromiso que se le ofrecía? ¿Fue por razones artísticas, por orgullo? Las órdenes militares es un auto de circunstancias, escrito para celebrar la publicación de la Bula de Alejandro VII. Quitar la Bula era despojar al auto, no sólo de su lógica interna, sino de su misma razón de ser. Calderón trató de satisfacer los reparos de los censores en otros aspectos menos importantes, pero no con respecto a la Bula, la cual se había convertido en un término esencial del argumento silogístico que había construido sobre la nobleza de Cristo, argumento que al dramaturgo le pareció poéticamente ingenioso y, por consiguiente, legítimo.
En su respuesta
del 16 de junio, los comisarios habían sugerido a
Calderón una manera de solventar el asunto, pero nuestro
dramaturgo no podía seguir su recomendación, porque
él pensaba con Sansón Carrasco que «el poeta puede contar o cantar las cosas no como
fueron, sino como debían ser»
(Don
Quijote, II, iii). Lo poéticamente verdadero no es
necesariamente lo ortodoxamente aceptable. Son dos maneras
diferentes de percibir la realidad. Los calificadores del Santo
Oficio, preocupados por la ortodoxia religiosa, no podían
comprender que Calderón no estaba escribiendo un tratado de
teología, sino una obra de teatro. Pero, al mismo tiempo, se
daban cuenta de que tocaba en su auto un tema teológico de
candente actualidad. Ante la pertinaz postura de Calderón, y
pese al respeto que obviamente sentían hacia él, los
calificadores se vieron obligados a rechazar el falso compromiso
que se les ofrecía y a prohibir que el auto se representase
en los teatros públicos.
Nueve años
más tarde, en septiembre de 1671, Antonio de Escamilla,
co-autor original de la representación del Corpus de 1662, y
co-comensal de Calderón en aquella famosa cena de los pollos
de leche, se dirigió por escrito al Consejo de la
Inquisición recordándoles que «el año pasado de sesenta y tres [error
por 1662], en las fiestas del Santísimo Sacramento, con
aprobación de personas doctas a quien fue remitido,
representó a Su Majestad y a sus leales Consejos un auto
intitulado Las órdenes militares y el día
que había de representarle al pueblo, de orden de Vuestra
Excelencia, se le mandó que le entregase el original y no le
representase hasta que le viese y expurgara, y siendo así
que, reconocida la razón de la censura, ha solicitado su
enmienda, suplica a Vuestra Excelencia haga merced de darle
licencia para que, haciendo de él nueva presentación,
mande remitirle a los calificadores que entonces le vieron o a los
que fuere servido para que pueda con su aprobación
representarle»
(fol.
23r.).
Antonio de
Escamilla, famoso autor de comedias de los años sesenta y
setenta del siglo XVII, parece haber tenido diversos tratos
profesionales con Calderón durante esta época.
Primero, desde 1662 hasta la muerte de Calderón en 1981
representa todos los años los autos de Madrid, excepto,
claro está, entre 1666 y 1669, cuando fueron suspendidos por
luto por la muerte de Felipe IV11.
Segundo, entre 1665 y 1670 pide a Calderón que re-escriba
parte de la tercera jornada de Cada uno para sí,
cuyo manuscrito, autógrafo en parte, pude datar por esas
fechas de acuerdo con un método esbozado por Don W.
Cruickshank. El cálculo de variantes confirmó que,
efectivamente, el manuscrito era posterior a la versión
impresa en la Parte XV de Escogidas, publicada en 1661. Mi
hipótesis sobre la génesis del manuscrito de Cada
uno para sí; puede resumirse de la siguiente manera.
Después de la reapertura de los teatros comerciales a
finales de 1666, Escamilla decide sacar copia de varias comedias
utilizando como texto base la Parte XV de
Escogidas. Para las dos primeras jornadas de Cada
uno, hace trasladar a uno de sus copistas, Sebastián de
Alarcón de nombre, el texto de la Parte XV con el
añadido de algunas morcillas y algunos remiendos del propio
Escamilla, pero, al llegar a copiar la tercera jornada, se da
cuenta de que al texto de la Parte le falta un trozo, de
quizá hasta 400 versos. Escamilla acude entonces a
Calderón, quien re-escribe el trozo perdido de la tercera
jornada, el cual es, a continuación, copiado en limpio por
el mismo Escamilla. Aparte de esos 400 versos, Calderón
escribe una nueva versión del final de la comedia,
versión que ha sobrevivido, no solamente en borrador
autógrafo, sino también en copia en limpio sacada por
el mismo Calderón12.
El caso de Cada uno para sí; corrobora que, por
esos años, finales de la década de los sesenta y
comienzos de la de los setenta, Escamilla mantenía contactos
estrechos con Calderón. No es, pues, improbable que fuera
él mismo quien convenciera al dramaturgo para que volviera a
solicitar el permiso de la Inquisición para poder poner en
escena un auto que ya había representado en 1662. Pero antes
tenía que convencer a nuestro dramaturgo de que alterara el
texto del auto de acuerdo con las indicaciones de los
calificadores. Y lo que no pudo conseguir la Inquisición en
1662, lo consigue Escamilla en 1671, como sugiere una frase de su
memorial: «reconocida la razón de
la censura ha solicitado su enmienda»
. ¿A
quién la ha solicitado? Al mismo Calderón,
naturalmente.
Por otras
indicaciones que espigamos de los papeles inquisitoriales deducimos
que el texto del auto que Calderón, a través de
Escamilla, envió a los Inquisidores, era en efecto diferente
del que censuraron en 1662. Para empezar, todas las referencias a
páginas y folios en los papeles de 1662 concuerdan con las
del manuscrito de 35 folios que conserva la Biblioteca Nacional de
Madrid; pero los papeles inquisitoriales de 1671 hacen
alusión a un manuscrito de 30 folios (fol. 26r.). Segundo, la
frase «por tribunales de fe, como reos de
fe»
, que, según el censor de 1671, aparece en el
folio 27 a la vuelta en el manuscrito que tiene a mano
(ibíd.), se encuentra en
el manuscrito de la Nacional en el fol.
31 verso. Tercero, el censor alude a ciertos «lugares de Escritura, citados a la
margen»
que Calderón, o alguien, había
incorporado al manuscrito de 1671 (ibíd.); pero el manuscrito de la
Nacional no contiene tales anotaciones marginales.
En 1671, pues, la
Inquisición vio una nueva versión del auto,
versión que conocemos hoy, pues fue la publicada en 1677
(seis años después de la petición de
Escamilla). Esta nueva versión no fue leída por
varios calificadores, sino por uno sólo. Se trata del Padre
Maestro Fray Alonso García de Losada, de la orden de San
Benito, que, al parecer, se las daba de crítico literario.
Su censura, fechada y firmada el 5 de noviembre de 1671 -como
comprobarán, en esta ocasión no se dieron tanta prisa
como hicieron nueve años antes, cuando el peticionario era
el mismo Calderón- Fray Alonso comienza diciendo con
evidente sarcasmo que «si lo formal de la
poesía fuera censurable, tuviera mucho que censurar [en este
auto] un calificador poeta»
(fol. 24r.); pero como a
él lo que le piden es que censure el auto, no por su estilo
poético, sino por su posible contenido herético, el
buen fraile de San Benito va en seguida al grano. Y el grano, como
ya hemos visto, no es, como sostenía Calderón, que el
Demonio arroje «opiniones mal sonantes», sino el papel
que desempeña la famosa Bula de Alejandro VII. En efecto,
según el buen monje, todo ese asunto de la pureza de Cristo
y de su Madre «se opone inmediatamente a
la Bula de Alejandro VII, en la cual se condena y manda que, de
ninguna manera, directa o indirecta, o debajo de cualquier pretexto
u ocasión, ya sea por escrito, ya de palabra, ya hablando o
predicando, ya en tratados y disputas determinando alguna cosa
contra lo dicho, o trayendo argumentos que no los dejen
resueltos»
(ibíd.) se discuta el tema.
Tras algunas
observaciones pertinentes13,
fray Alonso concluye su censura con estas palabras: «Hállanse otras opiniones en el papel de
la Culpa, como es decir que es preciso toque a Cristo el villanaje
de Adán por ser hijo natural de María, que duda que
fuese el prometido Mesías, y otras voces y opiniones
malsonantes; y aunque por ser la representación de la Culpa
representación del Demonio no tengan censura, por las
prohibiciones de Alejandro VII deben ni escribirse ni
publicarse»
(fol.
24v.). O sea, que Fray Alonso no
prohíbe el auto, pero tampoco le da licencia. Sin embargo,
esa frase suya referida a las opiniones malsonantes que
contravienen la Bula de Alejandro -«deben
ni escribirse ni publicarse» en lugar de «pueden ni
escribirse ni publicarse»
- permite a los calificadores de
1671 hacer lo que, yo creo, habían deseado también
hacer los de 1662: conceder la licencia al auto, lo cual hicieron
con fecha de 20 de noviembre.
La comisión
que levantó la prohibición al auto estaba compuesta
por dos de los miembros de la del 62 -Fray Rafael de Oñate y
Fray Joseph Méndez de San Juan- y por otros cuatro nuevos
-Fray Blas Tostado, del Carmen; Fray Nicolás Lozano, de San
Francisco; Fray Gregorio Cisneros, de San Bernardo, y Joan
Cortés, de la Compañía de Jesús:
nótese la presencia, probablemente decisiva, de un
franciscano y de un jesuita en la comisión-, quienes
acordaron unánimemente que el auto «no tiene calidad de oficio ni
contravención a ninguno de los Breves en favor de la
Inmaculada Concepción, ni al de la Santidad de Alejandro
VII, porque, aunque pone argumentos en el papel de la Culpa, los
disuelve el papel de la Gracia, y lo mismo a todos los argumentos
que en él se hacen, y sólo en el folio 27 a la
vuelta, al fin de la traducción del Breve, se hace reparo en
que se dice "por tribunales de fe, como reo de fe", hablando del
castigo de los transgresores, porque puede haber
equivocación en que alguno entienda estar definido de fe el
misterio, porque dicen castigan como reo de fe; se quite aquella
palabra "reo de fe" y en su lugar se ponga "reo suyo", como va
apuntado u otra voz equivalente que no suene a "reo de
fe"»
(fol. 26r.).
Con extraordinaria
sutileza (algunos dirían sofistería), la nueva
comisión da la razón a ambas partes. Estaban en lo
correcto, implica, nuestros censores de 1662, ya que la
traducción de Calderón daba a entender que el Breve o
Bula de Alejandro VII había definido el misterio de la
Inmaculada Concepción, pero esto es porque, al final,
Calderón equivocadamente había utilizado el
término «reo de fe»
;
eliminándolo, desaparece el problema. En la versión
final, todo lo que Calderón hace es quitar las palabras
«de fe»
, con lo que la ofensiva
frase dice ahora: «como reo
y...»
.
¿Constituye
este final una victoria de Calderón sobre la temida
Inquisición? Sólo en parte; él logró
retener casi intacta su alegoría central, sin la cual no
había auto, pero tuvo que satisfacer los reparos contenidos
en la censura original mucho más de lo que dan a entender
los documentos que acabo de citar. Un cotejo del texto de la
representación de 1662 y del impreso en 1677 revela que,
como ya sugiere la frase de Escamilla en su petición a los
inquisidores, Calderón, efectivamente, «reconocida la razón de la
censura»
, enmendó el auto, especialmente en su
última parte, para la que escribió tres pasajes
nuevos con un total de casi 300 versos, la gran mayoría sin
equivalente en la versión manuscrita. Entre otros cambios de
importancia, Calderón tuvo que tirar al cesto de los papeles
no una sino las dos versiones que escribió en 1662 del largo
pasaje en que el Segundo Adán consuela a la Naturaleza
Humana y le pide que vaya a buscar justicia a Roma. Los
calificadores de 1671 leyeron en su lugar estos versos, puestos en
boca de la Naturaleza Humana:
|
(fol. B7r.; p. 31) |
Pero el cambio
más importante lo representan, no estos versos -reflejo del
pensamiento de Duns Escoto-, sino los 300 versos nuevos, que sirven
esencialmente, primero, para hacer hincapié en cómo
esa «línea peregrina» que une lo divino y lo
humano en Jesucristo redunda en la mayor honra del pretendiente; y,
en segundo lugar, para acentuar la intervención tanto del
Judaísmo como de la Gentilidad en el juicio sobre la pureza
de sangre de Jesucristo. Es precisamente en estos pasajes
adicionales donde el Judaísmo declara que le pondrá
la cruz a Jesucristo, pero «por infamia y
por baldón, / en vez de honra y calidad»
(fol. B7r.;
p. 29). Más significativo
todavía es que sea el Judaísmo, que en la primera
versión solamente puso al pretendiente el manto, quien
ahora, no sólo le entregue la cruz, sino que lo lleve de la
mano a crucificar (fol. B7r.; p. 29). Al
final de la primera de las escenas adicionales, el Judaísmo
dice al Segundo Adán, con mal disimulado sarcasmo, que le
acompañe, «donde de mi mano tengas
/ honor tan esclarecido / que de aplausos por tus bríos / te
deje la cruz tan lleno / que diga: "Este Nazareno / es el Rey de
los Judíos"»
(ibíd.). Es aquí también
-en el segundo de los pasajes adicionales- donde hallamos la
referencia al sambenito. Al relatar cómo el Judaísmo
le impuso la cruz al pretendiente, la Inocencia explica que lo hizo
«de manera / lleno de oprobios y
agravios, / de ignominias y de ofensas, / que la buscó como
honra / y la llevó como afrenta / a vista de todo el
pueblo»
(fol. B7v.; p. 30).
Estos versos, que parecen haber sido añadidos por
Calderón para satisfacer el bien documentado antisemitismo
de la Inquisición14
-mostrando que los castigos que se imponían a los conversos
y judíos eran apropiados y justos, ya que ellos fueron los
primeros en haberlos empleado con el Redentor-, estos versos
sí que pueden haber sido interpretados por los lectores y
espectadores contemporáneos como alusión a los
procesos y castigos inquisitoriales. Pero estos versos, como hemos
visto, no aparecen en la versión prohibida por la
Inquisición, sino en la que fue aprobada, representada al
pueblo y finalmente publicada en el primer tomo de autos
calderonianos.
La historia de las
tres versiones de Las órdenes militares nos revela
un Calderón en su época de madurez que no duda en
enfrentarse a la temida Inquisición y que sostiene con ella
una polémica en la que se debate, entre otras cuestiones,
las relaciones entre el arte y la ortodoxia religiosa.
También arroja luz sobre la actitud de Calderón hacia
la censura y hacia los conversos y los judíos, actitudes que
deben evaluarse a la vista de recientes trabajos sobre las
tragedias conyugales calderonianas15.
Pero en lo que resta de esta conferencia voy a concentrarme en el
problema fundamental que un texto como Las órdenes
militares plantea al crítico textual y, naturalmente,
al crítico literario que ha de analizarlo después. En
esta fase de la historia de los estudios literarios, en que los
textos son examinados con microscopio, no deja de ser curioso que,
como señalara Fredson Bowers hace ya treinta y siete
años, muchos «críticos
literarios hayan examinado el pedigree de su perro con mucha más
atención que la genealogía -o la pureza de sangre-
del texto en que basan sus teorías»
(1959,
5)16.
El problema que plantea este auto calderoniano puede resumirse en
esta pregunta: ¿Cuál de las tres versiones posee
mayor autoridad textual; es decir, cuál de ellas ha de ser
considerada la versión auténtica? Hace unos
años -muy pocos- no hubiese vacilado en decir que la
primera. ¿Por qué? Porque el manuscrito en que se
conserva, aunque no sea autógrafo, fue obviamente
considerado por el propio dramaturgo como el de la versión
definitiva del texto que escribiera originalmente. Lo sabemos
porque su segunda versión está basada no en el
autógrafo sino en ese manuscrito copia, en el que inserta
correcciones, alteraciones y un largo pasaje de su propia mano. Se
trata, además, del texto representado originalmente en 1662
y el enviado a los calificadores del Santo Oficio. ¿No
debería esto ser suficiente garantía para utilizarlo
como texto base de cualquier edición crítica moderna?
Como he dicho, hace unos años, no hubiese dudado en
contestar afirmativamente a esta pregunta. En un trabajo sobre
«La edición crítica de textos
dramáticos» me suscribía claramente a la
escuela de W. W. Greg, que proclama que la labor del crítico
textual es reconstruir el perdido original o el texto que
más se aproxime a él17.
Según Fredson Bowers, este perdido original sería el
que refleje las «intenciones finales» del autor con
respecto a su obra. Llevada a su extremo lógico, esta
teoría, elaborada por Bowers a partir del famoso trabajo de
Greg sobre «The rationale of copy
text», nos haría concluir que un
manuscrito copia, como el de El postrer duelo de
España, copiado por Sebastián de Alarcón,
pero con correcciones de última hora, realizadas por el
propio Calderón mientras el amanuense estaba transcribiendo
el original, habría de ser preferido al mismo
ológrafo, si éste hubiese sobrevivido, ya que
claramente representaría las últimas intenciones del
dramaturgo; lo que él deseaba que viera el público en
escena18.
De igual manera, los manuscritos preparados por Calderón
para la imprenta -como son probablemente los autógrafos de
veintitrés autos sacramentales que se conservan en la
Biblioteca Histórica de Madrid19-
habrán de poseer mayor autoridad para el crítico
textual que los mismos manuscritos de la representación, ya
que, una vez más, plasmarían las últimas
intenciones de Calderón con respecto a esos textos, en esta
ocasión, lo que él deseaba que leyera el
público. Hay casos, sin embargo, en los que cabe preguntarse
si las últimas intenciones de un dramaturgo con respecto a
textos destinados a la representación coinciden con las de
los textos que preparaba para la imprenta. Tomemos el caso de
La vida es sueño, cuya primera versión
-anterior a 1630, como he argumentado en otro lugar y ha sido
corroborado por un análisis tipográfico de Don
Cruickshank- fue escrita originalmente para ser representada, y
cuya segunda versión -publicada en 1636 con variantes que
afectan a un 40% del texto original- fue preparada, con toda
probabilidad por el mismo dramaturgo, para la imprenta20.
Según Bowers, la versión autorizada sería la
segunda -la universalmente editada- ya que representa las
«últimas intenciones» de Calderón. En el
caso de Las órdenes militares, sin embargo, la
versión que deberemos favorecer, como hemos visto, es la
primera, ya que contiene las «intenciones originales»
de Calderón. Pero, ¿no hay aquí una serie de
contradicciones? ¿Cómo podemos racionalizar que en el
caso de El postrer duelo se seleccione el texto que
Calderón quería representar en escena, mientras que
en el de los autos autógrafos debamos escoger el que
Calderón deseaba que leyera su público?
¿Cómo explicar que en el caso de La vida es
sueño optemos por la versión que refleja las
«últimas intenciones» de Calderón,
mientras que en el de Las órdenes militares demos
preferencia a la que refleja sus «intenciones
originales»? ¿Es que existe una jerarquía de
«intenciones autoriales»? Y si es así,
¿qué criterio deberemos utilizar para distinguir
entre ellas?
En el caso de
Las órdenes militares la respuesta, al parecer
obvia, es que debemos seleccionar la primera versión porque
las otras dos fueron originadas por causas externas al dramaturgo:
los reparos de la Inquisición; mientras que en el caso de
La vida es sueño la motivación fue
supuestamente interna. Dejando aparte la posible objeción de
que, en el segundo caso, nuestro argumento es pura
especulación, consideremos, en primer lugar, que tal
conclusión está basada en la suposición de que
un dramaturgo como Calderón actuaba generalmente libre de
influencias externas. Y esto es patentemente falso.
Calderón, y con él la gran mayoría de
dramaturgos áureos, estaba sujeto a presiones externas,
entre las que se encontraban: la autocensura; la composición
de la compañía que había encargado una
determinada pieza teatral; ciertos actores para los cuales
escribiría ciertos papeles (El alcalde de Zalamea
parece haber sido escrito por encargo para dos actores maduros);
acontecimientos contemporáneos, tales como batallas que
deseaba conmemorar (La rendición de Breda); una
buena comedia que quería refundir (El médico de
su honra, La venganza de Tamar), etc., etc. Pero, se me dirá que estas
influencias fueron libremente aceptadas por el dramaturgo, mientras
que la presión ejercida por la Inquisición sobre
Las órdenes militares fue una imposición no
deseada por Calderón. Pero, aunque esto sea verdad en cuanto
al impulso o motivación del que surgen las diferentes
versiones, no lo es en cuanto al producto final. Sean las
influencias «libres», por así llamarlas, o
producto de la coacción el resultado es el mismo: el texto
literario resultante es de Calderón. Los calificadores de la
Inquisición afectaron pero no escribieron las dos
últimas versiones de Las órdenes militares;
ambas fueron escritas por Calderón. ¿Y quién
puede a una distancia de más de 300 años declarar sin
ninguna duda que el mismo Calderón no quedó
personalmente más satisfecho de la versión influida
por la Inquisición? ¿No declaró Luis
Buñuel que su Viridiana mejoró
después de que la censura franquista le obligara a cambiar
el epílogo? En sus propias palabras: «ahora estoy casi avergonzado de mi primer
final: era demasiado grosero, demasiado
directo»
21.
Quizá Calderón se diera cuenta en 1671 de que
siguiendo las «sugerencias» de la Inquisición,
había logrado, por fin, componer el auto sacramental que
realmente quería escribir. Al fin y al cabo, fue la tercera
y no la primera versión la que él libremente
decidió incluir en el tomo adocenado de autos que publica en
1677. Se me dirá que si no publicó la primera
versión es porque estaba prohibida; y yo replico que en
1677, con más de sesenta autos escritos y representados
entre los que elegir Calderón no tenía por qué
publicar ni una ni otra versión de Las órdenes
militares. Si se hubiese sentido insatisfecho de esa tercera
versión todo lo que tenía que haber hecho es negarse
a publicarla. Pero no sólo la selecciona para incluirla en
ese tomo, sino que además, en su Prólogo, afirma que
lo ha hecho porque «siendo como son tan
escrupulosos sus asuntos [de los autos sacramentales], que por un
término errado, o por la pluma o por la prensa, puede pasar
de lo sensible del ingenio a lo intolerable de la
reputación, me ha movido (mejor dicho, me ha forzado) a que,
ya que hayan de salir, salgan por lo menos corregidos y
cabales»
. ¿Y cuál es el primer texto,
corregido y cabal, que Calderón imprime en el único
tomo de autos sacramentales que sacó en su vida? Las
órdenes militares, en su tercera versión.
Antes, pues, de concluir que el texto que mejor representa las verdaderas intenciones finales de Calderón es el de la primera versión, pensemos si, editándolo, no estaremos privilegiando la versión rechazada por el autor; o el texto que el dramaturgo jamás quiso que leyera su público, aunque en cierta ocasión fuera el que él deseaba que viera su público.
El problema planteado por las tres versiones de Las órdenes militares nos ha conducido a cuestionar un concepto básico de la crítica textual moderna: el de las intenciones finales del autor como guía en la selección del texto base. Como señala, Jerome J. McGann, el concepto de las «intenciones finales» resulta confuso porque está basado en dos proposiciones que no pueden ser demostradas, ya que ni tienen ni pueden tener existencia real: el autor autónomo y el texto ideal22. McGann llegó a esta conclusión al tratar de aplicar la metodología de las «intenciones finales» -que había sido elaborada por Greg y Bowers para editar a Shakespeare -a textos poéticos del siglo XIX- especialmente de Lord Byron -que existen en diferentes versiones. De manera parecida a algunos de los poemas de Lord Byron estudiados por McGann, el texto dramático áureo surge -tanto en su plasmación teatral como tipográfica- de un proceso colaborativo en el que intervienen, primero, el autor, y más tarde, entre otros, los copistas, los actores, los censores, los impresores, y los editores. La función de la crítica textual tradicional ha consistido en eliminar cualquier tipo de contaminación, consecuencia y efecto de esa colaboración, para recuperar el texto limpio, esclarecido que imaginara el autor. Se ha creído tradicionalmente que el dramaturgo áureo era un poeta que, en su espléndido aislamiento, producía desde su torre de marfil un poema dramático perfecto que luego era viciado y adulterado por actores, copistas e impresores. Pero Calderón era un hombre de teatro, que vivía en la Calle Mayor, no en el Monte Parnaso. Al comienzo de esta conferencia, lo vimos cenando con actores y otra gente de teatro; luego, lo encontramos re-escribiendo una jornada de una comedia a petición de Antonio de Escamilla y trasladando sus propios autos para enviarlos a la imprenta; finalmente, lo sorprendimos haciendo correcciones por encima del hombro del copista Sebastián de Alarcón23. Como señala McGann, la teoría de las intenciones finales está fundamentada en una ideología romántica sobre las relaciones -perfectas e incontaminadas- entre un autor y su obra (p. 42). La realidad, sobre todo en el teatro, es, sin embargo, muy diferente. El texto teatral no es producto final de una actividad autónoma; sino más bien un acontecimiento social e institucional (comp. McGann, p. 100). Sobre la obra de un dramaturgo actúan variadas y complejas fuerzas, que provienen no sólo de actores, censores, arrendadores, y autores de comedias, sino también, antes, durante y después de la composición del texto teatral, del público, las condiciones sociales, los acontecimientos históricos, y un largo etcétera. Irónicamente, el crítico textual aplica la teoría de las intenciones finales precisamente cuando el texto ya no pertenece al autor, es decir, cuando cesa de ser producto exclusivo de su mente y se convierte en objeto manipulado por otros24. Tan pronto como un autor dramático áureo completaba su borrador original, éste era trasladado por varios copistas, a veces elegidos por el mismo dramaturgo y a veces no. Más tarde, se sacaban las partes para los actores y comenzaban los ensayos con los inevitables cambios textuales, aprobados a veces por el mismo dramaturgo y a veces no. Años después y tras muchas representaciones, el texto teatral volvía, en ocasiones, a manos de su autor, que lo preparaba para la imprenta. Para el crítico textual, cada fase de este proceso es importante, ya que en cualquiera de ellas puede haber intervenido el dramaturgo de acuerdo con nuevas y siempre cambiantes «intenciones finales», a veces incluso para aprobar lo que han hecho otros. Obviamente, habrá casos en que el dramaturgo, tras vender su original, pierda todo contacto con él. Aquí, la metodología tradicional es evidentemente la más útil25. Pero al tratar de editar piezas teatrales como La vida es sueño, Las órdenes militares y El mayor monstruo del mundo, en cuya transmisión ha intervenido el dramaturgo para alterarlas, corregirlas, o añadir pasajes, la metodología tradicional es inadecuada. Es más, como sugiere McGann, es incluso engañosa, ya que, si es aplicada con rigor, llegará a producir monstruos híbridos que jamás han tenido existencia real, como, por ejemplo, la reciente «edición compuesta» de El mágico prodigioso26. En nuestro afán por recobrar ese original perdido, sólo lograremos producir un texto quimérico, cuando, irónicamente, los verdaderos originales se encuentran quizás, cubiertos de polvo como el arpa de Bécquer, en nuestras bibliotecas y archivos. La metodología tradicional -resumida en los conceptos del texto base y las intenciones finales- es útil como táctica para solucionar los problemas que presentan algunos -quizá la mayoría- de los textos teatrales áureos, pero no debe en absoluto convertirse en estrategia general de aplicación indiscriminada y universal.
¿Qué
criterios, pues, deberemos utilizar para establecer la
«autoridad» de los diferentes testimonios de una
tradición textual? Según McGann, «un texto
autoritativo supone la reconstrucción exhaustiva, no de un
autor y sus intenciones, sino de un autor y su contexto de
trabajo» (p. 84); es
decir, de un autor y de las circunstancias que afectan el
desarrollo y producción de su obra. James Thorpe, por el
contrario, sugiere que «la labor del
crítico textual es siempre recuperar y preservar la
integridad del texto en ese momento en que las intenciones del
autor parecen haberse plasmado»
27,
pero ese momento ocurre, en ocasiones, no sólo una vez sino
varias y después de que una serie de factores externos:
actores, censores, colaboradores, copistas, impresores, hayan
dejado sus huellas en el texto impreso o manuscrito, con la
aprobación del autor.
De Las órdenes militares poseemos tres versiones autorizadas, lo cual convierte a este auto calderoniano, en cierto sentido, en una progresión histórica de tres episodios textuales relacionados entre sí. La labor del crítico textual que desee editarlo consistirá en explicar, primero, el contexto y las circunstancias en que surgieron estas versiones; es decir, su historia textual completa, que es lo que he intentado hacer en la primera parte de esta conferencia; y, a continuación, publicarlo tratando de conservar, claramente diferenciadas entre sí, cada una de las etapas o secuencias textuales de ese proceso colaborativo, en que han intervenido, no sólo Calderón, sino la Inquisición, y Escamilla y sus copistas, y que ha culminado en un texto dramático que ha vivido y debe seguir viviendo en versiones múltiples.
La mejor manera de conseguir este segundo objetivo será proceder cronológicamente. Limpiando el manuscrito de las adiciones y alteraciones introducidas por Calderón en su segunda redacción se podrá recuperar la primera, la representada en 1662, la cual será editada, con notas a pie de página que registren las variantes de las secciones en que todas las versiones coincidan. En el lugar donde empiecen los grandes cambios se insertará una llamada que remita al lector que desee leer la segunda o tercera versión a los apéndices correspondientes. En cada uno de estos apéndices el lector encontrará las secciones divergentes de las otras dos versiones, con las correspondientes variantes de la primera versión a pie de página. Al final de cada uno de estos apéndices habrá, si es necesario, una nueva llamada al lector que le remitirá al lugar de la primera versión donde cada una de las nuevas versiones revierte al texto de la primera. Como en la novela Rayuela, el lector podrá así, sin grandes dificultades, leer cada una de las tres versiones individualmente o las tres juntas.
Parecido método deberá ser aplicado a la edición de algunos de los autos calderonianos autógrafos que se conservan en la Biblioteca Histórica de Madrid, como son El valle de la Zarzuela, Tu prójimo como a ti, El laberinto del mundo y quizás El lirio y la azucena, todos los cuales contienen una serie de alteraciones y adiciones que sugieren una nueva versión total o parcial realizada por el dramaturgo para la imprenta, versión que será diferente de la que Calderón escribió originalmente para ser representada. El editor moderno no deberá contentarse con reproducir el texto del autógrafo, simplemente porque éste contenga lo que su autor deseaba finalmente que leyera su público, sino que tratará también de reconstruir, si es posible, el texto que Calderón quiso en algún momento que viera su público, o sea, lo que se representó. Tanto en el caso de estos autos, como en el de La vida es sueño, Las órdenes militares, y, como espero demostrar en un futuro próximo, en el de El mayor monstruo del mundo, el crítico textual, tanto como el crítico literario, ha de reconocer no sólo que existen textos teatrales áureos que fueron afectados e influidos por circunstancias externas al dramaturgo, sino que, al cambiar estas circunstancias, cambiaron también sus inconstantes, múltiples y complejas intenciones finales.