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Leopoldo de Luis

Biografía de Leopoldo de Luis

Por Jorge Urrutia (Universidad Carlos III de Madrid)*

Aunque la obra de un poeta deba obtener sentido por sí misma, es muy posible que Leopoldo de Luis sea históricamente difícil de comprender plenamente si no lo relacionamos con su contexto. Fue siempre un lector fiel de los existencialistas franceses y sabía, con ¿Qué es la literatura? de Jean Paul Sartre, que un escritor solo supera al tiempo si es plenamente fiel al suyo1. Leopoldo de Luis llamaba a esa integración con los problemas emanados de la experiencia histórica directa respirar por la herida, queriendo decir con ello que la poesía solo podía ser la escritura de un sentir producido por el inevitable enfrentamiento con su mundo. Por eso, entendía él, no hay temas poéticos, sino una experiencia poética de las cosas.

Calleja del Reloj de Córdoba, donde nace Leopoldo de Luis en 1918. Fotografía: Colección Luque Escribano (1910-1940), Archivo Municipal de Córdoba, FO/A 0197-624/N914 (Fuente: Imagen cortesía del Archivo Municipal de Córdoba).

Leopoldo Urrutia de Luis nació el 11 de mayo de 1918 en la calle Ambrosio Morales, esquina a la calleja del Reloj, en Córdoba. Su padre, Alejandro Urrutia Cabezón2, era un abogado que, aunque no nacido en la ciudad, se había instalado en ella de niño y participaba plenamente en su vida cultural. Había estudiado en Murcia y en Madrid y se doctoró con Adolfo Posada, conocido krausista. A los pocos meses de nacer Leopoldo, y tras una ruina del negocio familiar, marcha la familia (el matrimonio y los hijos: Teresa y Leopoldo) a Valladolid, de donde era Vicenta de Luis Cea, la madre, y donde el abuelo materno era propietario de una conocida farmacia y de un laboratorio de apósitos premiado internacionalmente. Aunque el padre siempre mantiene viva la llama cordobesa, en Valladolid se forma, pues, Leopoldo, en cuyo instituto es alumno de Narciso Alonso Cortés y compañero de clase de Luis López Anglada, poeta con el que mantendrá estrecha amistad toda la vida, pese a las opuestas peripecias que esta les proporcionó. Va a terminar el bachillerato al Liceo Francés de Madrid, alojándose en el pabellón para menores de la Residencia de Estudiantes. Obligado por una nueva ruina familiar a buscar tempranamente empleo, culmina estudios de Magisterio, mientras inicia el curso 1936-1937 en la Facultad de Filosofía y Letras, y comienza a trabajar en una compañía de seguros poco antes de estallar la guerra civil3.

Alejandro Urrutia era persona de amplia cultura y grandísimo lector. Procuró despertar ese gusto en sus hijos y, así, leía con ellos abundantes libros e, incluso, cultivaba la costumbre de la lectura en voz alta. Un poema inédito de Leopoldo lo recuerda:

Los hermanos en torno de la mesa.
Lámpara familiar su luz deslía.
La voz del padre extrae la poesía
de hermosa historia que en su voz regresa.

Knut Hamsun, Shakespeare, Lagerlöf, Cervantes,
Andersen, Verne, Amicis, Bécquer, Carlos
Dickens. La Navidad. Hoy, recordarlos
es reencontrar los viejos habitantes

de una casa infantil pero invisible
donde una voz fue llave imprevisible
que abrió la puerta a la literatura.

Aún, cuando vuelvo a libros tan queridos,
me parece sentir en mis oídos
la amada voz del padre en la lectura.

Además, Leopoldo guardó siempre por su padre y su sentido de la ética una admiración que iba más allá del común cariño. Muestra del modo de ser de Alejandro son estas líneas del prólogo al libro que publicara en 1915: Cumpla su modesta misión este libro (del que hago una edición de 50 ejemplares) con llegar a mis amigos predilectos, a mis conocidos, para que ellos, por ser mío -del amigo al que aman- le dispensen la ofrenda de leerlo cariñosamente. Padecemos en España exceso de versificadores, con más o menos poetas de veras, y nos inundan las librerías, las planas de los papeles públicos con desahogos poéticos que, como estas cosas de este libro mío, hechas para uso privado de uno, sin molestar al prójimo, no turbarían la que debe ser augusta mansión noble de la República de las verdaderas y bellas letras.

Más aún que el libro dedicado a su muerte, El padre (1954), creo que es «(Children of Light)», el poema final del libro Generación del 98, el que expresa la devoción de Leopoldo de Luis por su padre, un socialista utópico desprovisto de todo sentido práctico. Sin duda fue a través de él como Leopoldo llegó a amar la lectura y, sobre todo, a los escritores noventayochistas, lo que explica que el poema se incorpore, ya en pruebas de imprenta, al libro homenaje.

Te acercaste a los hijos de la luz
porque la luz brotaba de ti mismo,
una luz interior que conducía
tu corazón a la bondad. Te vi
leer a Barclay aquellas largas tardes
del invierno de Castilla. Mientras tanto
los niños inventábamos el fuego
y colgábamos ramas y cenefas
por el pasillo azul de nuestra infancia.

Te miraban como a un ser peligroso
cuando a tus ojos se asomaba un ángel.
Decían que eras réprobo y extraño
cuando tu mano era una palma amiga.
Te colgaban heréticas señales
cuando la verdad misma era tu credo.

Entre tus libros encontré una tarde
Lettre sur les Anglais. Tú ya sabías
que el hombre se libera por sí mismo
y el valor que supone ser sincero
y sencillo.
No pude
seguirte. Bien hubiera
querido ser espejo de tu imagen,
pero la fe no es la medalla puesta
por la madre en el pecho, ni siquiera
el soplo puro que respira el niño
a la sombra del padre. Es esa luz
interior que llevaba y no llevo
como no lleva el agua en el regato
la original pureza de la fuente.

Leopoldo, en 1935 y 1936, empieza a frecuentar la vida literaria madrileña. Conoce a Rafael Alberti, a Manuel Altolaguirre o a Federico García Lorca y, con otros jóvenes poetas, Rafael Manzano y José Luis Gallego (que llegará a casarse con su hermana María Teresa), más la ayuda de Germán Bleiberg, algo mayor, crea la revista Pregón Literario4. Es asiduo de los actos del Liceum Club Femenino y de la Residencia, donde escucha la famosa conferencia «Política poética» de Juan Ramón Jiménez y hace amistad profunda con otro joven poeta, Rafael Múgica, que más tarde firmaría como Gabriel Celaya.

Cuando empieza la guerra civil, se integra, junto a Jorge Renales (que firmará después como Jorge Campos) en un grupo de maestros que conduce a los niños madrileños a residencias de la costa levantina y, en octubre de 1936, se incorpora en el Ejército Republicano al Quinto Regimiento, en el Batallón Pasionaria. Herido el 17 de noviembre en la defensa de Madrid, es operado y trasladado a Alicante, donde intima con Miguel Hernández y conoce a Emilio Prados, que le pedirá varios romances para el Romancero de la guerra de España.

Leopoldo de Luis con uniforme de oficial del Ejército de la República en 1938. Fotografía: Archivo familiar (Fuente: «Leopoldo de Luis. Poeta en un tiempo sombrío», Madrid, Instituto Cervantes, 2018, p. 25).

Porque Leopoldo ha empezado a escribir poemas de guerra, impelido por las circunstancias en las que está inmerso. El primero que publica apareció en el diario Ahora y se titulaba «Romance del niño y del avión». El más conocido, profusamente reproducido, traducido y musicado, fue «Romancero a la muerte de Federico García Lorca»5. Pero eso corresponde a la obra anterior al nacimiento literario de Leopoldo de Luis (en lo que él ponía mucho énfasis), nombre que nace en la revista Chabola, de Huelva, cuando nuestro poeta, temiendo nuevas represalias, prefiere ocultar su primer apellido y hacer uso del segundo para firmar un par de poemitas, «Dos décimas a la muerte», que su amigo Rafael Manzano le pidió en 1941.

Tras esos poemitas, la siguiente aparición de Leopoldo de Luis es en la revista Garcilaso, que ya dirige solo José García Nieto6. Estamos en 1944. Los Sonetos de Ulises y Calipso aparecen en el número 15, del mes de julio. Leopoldo ha hecho la guerra, iniciada como miliciano y terminado como capitán de Estado Mayor7, ha pasado por un hospital de guerra, por la plaza de Toros de ciudad Real convertida en campo de concentración, por el penal de Ocaña, por un consejo de guerra en Aranjuez, por un campo de concentración en la sierra gaditana y, como se considera que no ha cumplido con el servicio militar, ha tenido que volver varios años al ejército, integrado en la legión y destinado al norte de África. Allí, en Larache y Ceuta, consigue tiempo para hacer algunas lecturas y, entre ellas, le entusiasma el libro de Enrique Arqués La isla de Calipso8, que asegura que la isla donde Ulises encontró a Calipso es el islote de Perejil, próximo a Ceuta. Diez sonetos ciernen con tono elegíaco un tema mitológico que, en forma y tema, parecen cuadrar bien con la revista que los publica. Pero resulta evidente que ya aquí Leopoldo de Luis respiraba por la herida. La cita inicial prosificada de Homero tenía que haber llamado la atención: Hasta allí me condujo un daimón, ¡desdichado de mí!, cuando Zeus hendió mi nave ligera [...] y perecieron mis valerosos compañeros. El poeta, Ulises, es un náufrago derrotado que ha visto morir a sus compañeros de lucha y ha sido arrojado a esas costas. Por hermosa que pudiera ser aquella tierra, no en ella querría estar. Con esta clave de entendimiento, resulta claro un soneto como «Las lamentaciones de Ulises»:

Es una yegua blanca la tarde agonizante
y un jinete de oro el viejo sol poniente.
Duerme el mar en la playa su espuma transparente
y el ave del crepúsculo se cierne vacilante.

Ulises el divino, con la mirada errante
sobre el dorso desnudo del mar, cara a Occidente,
llora su cautiverio de amor tibio y doliente,
desgarrando su firme pecho de navegante.

Calipso es un beleño de suprema hermosura,
como lirios soleados es su tez blanca y pura
y es su boca ambrosía y es su frente de aurora;

pero lejos Penélope le recuerda otros días
y el divino elegido siente melancolías
y al pie del mar sin nombre se desespera y llora.

El primer libro de Leopoldo de Luis como tal es el número uno de una colección que el poeta decide iniciar por su cuenta en Madrid bajo el nombre de «Mensajes»9. Se titula Alba del hijo y aparece en 1946. El 4 de diciembre de 1944 se había casado en Jimena de la Frontera, un pueblecito de Cádiz, con María Gómez Sierra, a la que había conocido el día en que la unidad de prisioneros a la que pertenecía llegó al pueblo para construir una carretera. La joven se acercó a él para llevarle un poco de agua. En octubre de 1945 nacería su único hijo.

No deja de resultar oportuno citar aquí que por las mismas fechas de la escritura del libro (1945) Vicente Aleixandre se preocupaba de la viuda de Miguel Hernández, Josefina Manresa, gestionando con la editorial Espasa-Calpe, a través de José María de Cossío, la reedición de El rayo que no cesa y, ante la editorial Losada de Buenos Aires, la publicación de las poesías completas del poeta de Orihuela. Para ello, pidió la ayuda de José Luis Cano y de Leopoldo de Luis, que copiaron a máquina los libros aún desconocidos que Aleixandre consiguiera, posiblemente en parte gracias a Antonio Rodríguez Moñino y a la propia Josefina. Leopoldo, por lo tanto, tuvo ocasión de leer poemas hasta entonces casi ignorados del poeta de Orihuela y, en cualquier caso, repasó la obra completa del amigo. En Hernández encuentra, además, el tema del hijo, la esperanza que es posible depositar en el recién nacido, para quien se construye un futuro que puede exigir los más grandes esfuerzos y sacrificios paternos.

El recuerdo y el homenaje a Miguel Hernández no están solo en el tono hernandiano y en la cita que inicia un soneto, sino que aparece de modo más sutil al retomar De Luis los endecasílabos anapésticos (con acento en primera sílaba) que Hernández había utilizado de forma significativa en el poema «Eterna sombra», que comienza:

Yo que creí que la luz era mía
precipitado en la sombra me veo.
Ascua solar, sideral alegría
ígnea de espuma, de luz, de deseo.

Leopoldo de Luis siempre estuvo, si no obsesionado, sí interesado en un poema que reutilizaba un ritmo popular de canción de baile, recogido por Salvador Rueda, en «La herrada», y por Rubén Darío, en el poema prólogo escrito para En tropel, del propio Rueda, pero que Hernández había logrado poner al servicio de un tema grave10. Incluso podría decirse que el poema al que me refiero de Leopoldo de Luis, y que abre esta antología, actúa como continuación de «Eterna sombra». Es uno de los últimos poemas de Hernández y expresa la evidente desesperación de un sujeto que se ve precipitado en la sombra cuando había pensado poseer la luz. En la última estrofa abre, sin embargo, una puerta o una ventana a la esperanza:

Soy una abierta ventana que escucha,
por donde ver tenebrosa la vida.
Pero hay un rayo de sol en la lucha
que siempre deja la sombra vencida.

Esta estrofa siempre le interesó vivamente a Leopoldo de Luis porque existe una primera versión cuyos dos últimos versos decían:

Si por un rayo de sol nadie lucha
nunca ha de verse la sombra vencida.

Portada de «Alba del hijo», Madrid, s. n., 1946, colección Mensajes, 1 (Fuente: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes).

La redacción definitiva le parecía a De Luis que daba idea de la fortaleza moral del autor, capaz de superar decepciones y abatimientos, evitando que un vaho amargo empañe el cristal heroico de su poesía. El hijo -de modo muy hernandiano- desempeña en el poema «Alba de amor» la función del rayo de sol (por lo tanto también de verdad, de luz poseída) que nombraba el poeta de Orihuela. Alba del hijo es, sin duda, el libro más optimista de Leopoldo de Luis, que ve una luz en el presente y para el futuro gracias, precisamente, al nacimiento del hijo. Hace un uso sabio y atrevido de los metros clásicos, como las liras de «Abril»11, característica formal que siempre lo acompañará y que destacarán los críticos.

Pareciera que Alba del hijo fuese un paréntesis en una poética ya iniciada, porque el tono trágico que siempre acompañará la obra de Leopoldo de Luis aparece el mismo 1946 en Laurel, una colección de catorce poemas que, por alguna razón, el poeta, años más tarde, dejó de citar en su bibliografía12. Está dedicada a J. L. G. (José Luis Gallego, cuya pena de muerte acababa de ser conmutada por cadena perpetua), con motivo de su libro Voz última, que solo existía en manuscrito13. Tiene Laurel carácter de homenaje casi privado al amigo íntimo y cuñado que sigue viviendo aunque estuviera en el filo de la muerte, pero muestra también cómo la forma clásica y, especialmente el soneto, no significó necesariamente en los años cuarenta una escritura fuera de la realidad. Véase como ejemplo el que abre la colección, donde léxico y encabalgamientos nunca dejan de aportar significaciones nuevas:

Va tan honda mi sangre, camarada,
cantándome por dentro tu congoja
que golpea mis pulsos, hoja a hoja,
tu libro como fiebre o como espada.

Que me corta la voz tu voz salvada,
tu palabra crecida como roja
casta azucena que la sangre moja
en presentida muerte acribillada.

Van tan hondas tu voz, tu poesía,
tu fe, tu vocación y tu heroísmo
que mis ojos no miran tu grafía

porque son los del alma -íntimos, rojos-
los que leen tus versos en mí mismo
sin voz, sin letras, sin papel, sin ojos.

Huésped de un tiempo sombrío (1948) se considera como el segundo libro de Leopoldo de Luis. Puede adscribirse a lo que por entonces se llamó el «nuevo romanticismo», que se presentaba como salida frente al neoclasicismo oficializado. El libro, aparecido en la colección Norte que dirigía Gabriel Celaya, pudiera formar parte de un proyecto de mayor alcance. La colección Norte solo había publicado tres libros del propio Celaya firmados, eso sí, con distintos nombres (Gabriel Celaya, Rafael Múgica y Juan de Leceta), más dos clásicos de la poesía extranjera: Rainer María Rilke y William Blake. Se anunciaba una traducción de Rimbaud. Leopoldo de Luis había reencontrado a Celaya a través de Germán Bleiberg, por motivos a la vez poéticos y políticos. El título del libro podía interpretarse desde una visión romántica pero, desde luego, tenía un indudable alcance político. Con el tiempo, como iremos viendo que sucede con la poesía social de Leopoldo de Luis, cobra un valor existencial que lo sitúa en la corriente de pensamiento francés de la posguerra. El autor quisiera hablar de la vida, pero el albatros que describió Baudelaire cayó por el peso de su ansia:

La vida: triste alga oscura,
collar, dogal para el vuelo
de un albatros ya sin cielo,
abatido por la altura.

El poeta se considera un desierto, un pozo seco. El libro tiene algo de incontenido que incrementa el aire romántico. Posiblemente sea la presencia obsesiva del yo o una indeterminación al contemplar el desánimo personal que ensombrece el tiempo. El crítico Dámaso Santos escribirá: De entre todos los poetas que han de quedar de la primera promoción, generación o grupo -no me detengo en esto- de la posguerra, la voz de Leopoldo de Luis fue, es, la más grave. Como fue grave la del horaciano Fray Luis, la del senequista Quevedo, la del dieciochesco Jovellanos, la del romántico Espronceda, la de Antonio Machado en medio del Modernismo, la de Miguel Hernández en sus epigonías neoclásicas. Esa gravedad ya se percibe en los libros de los últimos años del decenio de los cuarenta.

El romanticismo adquiere un doble sentido, existencial y político-social, de forma más clara en la abertura de Los imposibles pájaros (1949). El poeta es consciente de que ha perdido, irremediablemente, la juventud y sus esperanzas, pero también un paraíso que no está lejos del de Vicente Aleixandre en Sombra del paraíso; como dice el poema inicial:

Lo que he perdido nunca
volverá con las aves.

Portada de «El árbol y otros poemas», Santander, s. n., 1954, colección Tito Hombre, 18 (Fuente: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes).

El tiempo se hace presente, la vida como tiempo transcurrido, la existencia como paso, trasiego, camino, río. Precisamente el río resulta un símbolo renovado; baja con fuerza, cruza los campos y se deshace en el mar, como la fuerza de la juventud se pierde, o como el entusiasmo del individuo se deshace en la masa, o como el mar de la historia acaba ahogando la voz de la vida diaria. Así aparece en el poema dedicado al cuadro de Manet «El balcón», cuya reproducción siempre colgó en el cuarto de trabajo de Leopoldo de Luis14. El resumen de esa situación, ya existencial, es un verso que el poeta repetirá en multitud de declaraciones públicas como definición de la poesía, respiro por la herida, que expresa -como ya se ha dicho- la voluntad de vivir con todo lo vivido, sin abandonar nada.

Creo sintomático que un libro como El árbol y otros poemas, de 1954, permita ejemplificar esa problemática con un poema que retrotrae a la infancia, «Los caballitos», y otro que resulta ser sin duda la entrada de Leopoldo de Luis en la poesía social: el hermosísimo «Fútbol modesto», donde lo social resulta producto del tiempo. Esta concepción existencialista de la vida y de la intrahistoria se expresará con frecuencia a través de la metáfora del río y explica el poema «El patrimonio». Ahora bien, el título que más claramente muestra su raíz existencialista es El extraño (1955), puesto que repetía Leopoldo que la famosa novela de Albert Camus debería titularse así en español, porque El extranjero era una mala traducción. Sin embargo, el poema «La libertad», a él perteneciente, proviene del concepto sartriano de la condena a ser libres.

Siguen libros como Juego limpio (1961), de cuyo poema «Metro estrecho» ha habido que prescindir aquí dada su longitud, y que muestra una voluntad de coraje y una esperanza no siempre evidentes en la poesía deluisiana:

Que los remos de cada uno acudan
y remuevan la negra agua estancada
y remen, remen más, contracorriente

... o La luz a nuestro lado (1964), o incluso los cruelmente castigados por la censura oficial entonces existente Correo español (1966) y Reformatorio de adultos (1967/1968)15, obras en las que persiste y se delinea mejor el sentido colectivo de la existencia ilustrado por el mito de Sísifo según Camus. Pero la culminación de la poesía social-existencial de Leopoldo de Luis fue el libro Teatro real (1957), que llegó a ser vetado por el Ministerio de Información para el Premio Nacional de Literatura16. La parte central del libro se organiza sobre la metáfora del teatro del mundo, donde la vida es un ensayo permanente sin estreno. Gabriel Celaya incluyó en El corazón en su sitio (1959), un poema titulado «A Leopoldo de Luis después de leer Teatro real», en el que lamenta la tristeza habitual del poeta y termina:

¿Sólo soy un comediante? ¿Me estoy representando
cuando digo que soy quien no sé, mas será?
¿Miento, mento, desvarío? ¿No anuncio quizá? ¿Quién soy?
¿No provoco el futuro? ¿No forjo lo real?
Esta doblez, ¿no es mi entraña? ¿Será sólo falsedad?
¿Y si el teatro fuera sólo un modo de crear?

Leopoldo, no me gusta llorar lo consabido.
Yo creo en el milagro natural de los cambios
y en el hombre nacido hace sólo cien siglos.
Creo en la libertad, y en el amor, y en todos
los excesos que provocan el milagro,
y quisiera que, por tristes, tus poemas fueran malos17.

Famosos se hicieron los poemas «A Luis, el carpintero de al lado de mi casa», en el que se ha querido ver un eco de la poesía civil del siglo XVIII, y «Patria de cada día», reproducido en numerosas publicaciones.

Este es un poema en el que lo social conduce a lo político -no digo a lo partidista- sin perder intensidad ni altura lírica. Destaca un sabio uso de los encabalgamientos, pues el corte versal sirve para subrayar los conceptos más importantes. El poema se inicia con una fuerte personalización y sigue un sustantivo aparentemente inapropiado, pues en los talleres no hay rumor, sino ruido. Pero el rumor lo asocia el lector con la colmena, que es un símbolo del trabajo constante, idea que domina el texto, reforzado por la imagen de que las letras sobre la página son como hormigas, otro animal simbólico del trabajo. La coherencia del poema continúa en la peculiar enumeración de los oficios y en los escasos adjetivos que se utilizan. Los tres primeros oficios son creadores o transformadores, carpintero, albañil e impresor, y se relacionan con los colores amarillo, blanco y negro. Los tres segundos, el campesino, el pescador y el minero, extraen la riqueza de la tierra y, en el mismo orden, admiten los colores anteriores. Queda el artista, que debe intentar unir verdad y belleza, de modo insobornable. No hay un concepto tradicional de patria (que tanto se buscaba imponer bajo el franquismo), sino que se humaniza y se temporaliza. En una actividad casi religiosa (hay un eco en el título de el pan nuestro de cada día...), los individuos laboran convencidos de que son ellos quienes la construyen. Como en el poema anterior, el trabajo manual y el intelectual se emparejan. «Patria de cada día» es uno de los poemas españoles esenciales del siglo XX.

De alguna forma el poema puede relacionarse con otros que empiezan a aparecer en la poesía deluisiana a partir de estos años en los que la enumeración de los materiales o de los objetos, como el suelo, permite obtener la constancia del mundo. El libro definitivo en esta línea será Con los cinco sentidos (1970), en el que la experiencia personal de la inmediata posguerra vuelve a aparecer (las naranjas amargas del campo de concentración, la tapia de los fusilamientos, las sopas de los presidios...), pero alejada de la anécdota y dentro del concepto existencialista de la vida como condena.

La obsesión por el tiempo entendido como territorio incontrolable en el que se desarrolla la vida, ligado por lo tanto al fatum de la tragedia griega, va ampliándose. A partir de los años sesenta Leopoldo de Luis empieza a tener la sensación de que el tiempo ha pasado el látigo por encima de él y de los de su generación.

Leopoldo de Luis en su escritorio en los años 70. Fotografía: Archivo familiar (Fuente: «Leopoldo de Luis. Poeta en un tiempo sombrío», Madrid, Instituto Cervantes, 2018, p. 27).

Una serie de coincidencias se dan, además, en su vida. Ha dejado la oscura y minúscula vivienda en la que residía y vive ahora en un piso modesto pero luminoso en la calle Rodón número 12 (luego Pamplona, 28) junto al colegio de Salesianos del madrileño barrio de Estrecho, precisamente donde se había instalado en julio de 1936 el Quinto Regimiento. Si desde meses antes de la guerra civil vivía en el mismo barrio, por primera vez puede situar su mesa de trabajo al lado de una ventana soleada. Además, aparecen poemas suyos traducidos a varios idiomas, su cuñado José Luis Gallego, el amigo íntimo, sale en libertad provisional y su hijo ingresa en la universidad, viendo en él al futuro titulado que él mismo, por las tribulaciones vitales, no consiguió ser. Vuelve a implicarse, por breve tiempo, en alguna actividad política directa y publica una antología de la poesía social española contemporánea que obtiene un gran éxito y es muy comentada18. Leopoldo de Luis vive, entre 1960 y 1965 los años más satisfactorios.

Siente el deseo de antologar su obra y plantea con la colección El Bardo, donde ha publicado La luz a nuestro lado, una antología que piensa llamar En resumen. El volumen no apareció nunca porque la editorial Plaza & Janés le invitó a integrarse en la importante colección Selecciones de Poesía Española, donde se publicarán dos ediciones de Poesía, la primera recogiendo su obra hasta 1968 y la segunda hasta 1974. Una tercera edición, con el título Los caminos cortados, aparecerá en colección distinta en 1989.

Leopoldo de Luis ha cerrado un período de su obra. Aunque fueran unos años vitalmente felices, su poesía manifiesta no solo la sensación de derrota histórica, sino que se va apuntando la de acabamiento. Paralelamente, aparecen poemas familiares, que se convertirán en una constante de su poesía cuando se conozca, mucho más tarde, la enfermedad inflexible de su mujer, Maruja. Los libros que jalonen el tema familiar serán entonces Sonetos familiares (1995), Poemas últimos (2001) y, sobre todo, el impresionante Cuaderno de San Bernardo (2003), último libro del autor, escrito en el sanatorio donde ingresaba una y otra vez Maruja, situado en esa calle madrileña, y en el que acabó muriendo.

Pero no debe confundirse el lector. No ha entrado el poeta en una poesía de senectud (él, por otra parte, odiaba el concepto). En 1979 obtiene el Premio Nacional de Poesía, que es saludado como un síntoma evidente de la transición política.

Hay en Leopoldo de Luis un curioso convencimiento de que la vida ha seguido y de que él no ha sido plenamente consciente. Quisiera recuperarla, no ya a través del hijo, como hasta entonces, sino de las nuevas realidades. Se adentra en la lectura del primer Wittgenstein y en el pensamiento de Leszek Kolakowski, lo que le aporta un especial interés por las cosas y las palabras y le hace volverse sobre los mitos, incluidos los mitos familiares (Mitos y contraseñas o, también, La sencillez de las fábulas, 1988). Su poesía se hace más filosófica. Surge una serie de poemas en los que presente y pasado se confunden, los poemas se alargan y el verso libre irrumpe con decisión. Espléndido ejemplo es el libro Una muchacha mueve la cortina (1983), una de sus obras mayores. Pero el libro aparece en una edición no venal, lo que va a ser habitual en los últimos años del poeta.

Portada de «Del temor y de la miseria», Madrid, Orígenes, 1985, colección La Lira de Licario (Fuente: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes).

La generación de Leopoldo, tal vez debido a su compromiso en los años difíciles, es mantenida casi en sordina durante la transición política. Se va produciendo un silencio en su entorno que el poeta no busca romper. El hombre se ha visto atacado por un cáncer («La golondrina muerta», de Del temor y de la miseria, 1985, título que resulta confundidor para los que creen que el poeta sigue escribiendo como en los años cincuenta). Comienza a publicar pequeñas plaquettes en colecciones no venales, lo que lo separa cada vez más del comercio poético.

La revisión de la vida no puede dejar a un lado la literatura. Han surgido así, y los seguirá escribiendo, numerosísimos poemas de homenaje a libros y escritores, a lecturas que, antiguas y modernas, han marcado sus horas. Con frecuencia, son reinterpretaciones, reflexiones paralelas, no necesariamente esos poemas expresan coincidencias de pensamiento. Son libros como Entre cañones me miro (1981), cuyo título puede despistar pero corresponde a una cita de León Felipe; Casisonetos de la última tuerca (1996), en el que respetuoso como era con las formas poemáticas se resiste Leopoldo a denominar sonetos unos poemas en los que él rompía a propósito las normas; Aquí se está llamando19 (1992) y, sobre todo, Poesía de postguerra (1997), breve libro en el que homenajea a sus compañeros de generación, y Generación del 98 (2000), un libro en verso libre que desborda hacia el versículo.

Siguiendo la misma técnica de Poesía de postguerra, que también encontramos en «Homenaje a la generación del 27», de Entre cañones me miro, Leopoldo de Luis publicó un largo poema menos conocido y nunca recogido en libro, «Querida y vieja lengua», del que incluyo unos versos:

Yo soy aquel que ayer no más leía
cantos de vida y esperanza, era
un aire suave. Hoy en lo fatal
encuentra hecho de piedra su destino.
.....................................................
No obstante miro en torno
veo el rostro y escucho la palabra
de Alberto Baeza Flores
y de cuantos pronuncian
ahora el nombre de España con su ritmo,
con su música propia y su cadencia.
¿Son los barcos que vuelven?, me pregunto.
.....................................................
Entonces echo la mano a la memoria,
con Javier Sologuren, y recuerdo
al inca Garcilaso, y con Octavio
Paz y Sor Juana, y digo para mí:
«¡Qué bien suenas y cómo de mi sangre
suenas, querida y vieja lengua mía!».

Es un poema de reconsideración de vida, pero desde la experiencia lectora y desde el esfuerzo del escritor. De la situación de senectud se sale, precisamente, por la escritura, por encarar la existencia desde el conocimiento. Como él mismo repetía en las entrevistas que le hicieron en los últimos años: Sólo soy un poeta que ha resistido al tiempo.

A la vez, se reafirma en Leopoldo de Luis una idea materialista de la vida, en la que lo religioso no es una creencia, sino un talante. En una traducción al macedonio se publican unos poemas claramente agnósticos, que solo más tarde aparecerán en la lengua original. El titulado «Santos recintos» termina:

Agnosticismo, viejo perro
que roe el hueso de mi vida.

Si en tiempos encaró la religión con mirada unamuniana, ya no siente la condena por no creer. Religión, patria, países, nada existe más allá que el sentir y el doler del ser humano. Como el tiempo. Así puede encarar de nuevo la poesía de San Juan de la Cruz, que lo conmueve profundamente, siempre lo conmovió.

Portadas de libros de crítica de Leopoldo de Luis (Fotografía: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes).

Leopoldo de Luis ha desarrollado paralelamente a su obra poética una abundante obra crítica. Ha estudiado a Quintana y a varios poetas del siglo XIX, a Juan Ramón Jiménez y a Antonio Machado, a los autores de la generación del 27, sobre todo Vicente Aleixandre y Rafael Alberti, a Miguel Hernández, a León Felipe, a Carmen Conde, y a sus contemporáneos... Generoso siempre, prodiga consejos, contesta las cartas a mano, lee y comenta los libros que recibe. Recorre España dando conferencias. Algunos viajes al extranjero, no muchos: París, Turín, Milán, Venecia, Dinamarca, Portugal, Londres, varios a Ginebra por motivos laborales había hecho años antes. Mantiene una amplísima correspondencia en la que demuestra la fidelidad a los amigos de todas las edades. En los últimos años, siempre encuentra palabras amables para un prólogo. Nunca cree que haya un libro totalmente malo. Sus convencimientos políticos permanecen, pero no guarda rencores personales. Tampoco hay un ser humano absolutamente malo.

En cuanto a las conferencias, confesaba en una entrevista con Antonio Rodríguez Jiménez que son una forma de crítica, con el placer añadido para aquellos a quienes nos gusta mucho hablar, y sobre su manera de entender la crítica, manifestaba también allí que:

La poesía es un acto de amor, pero no de amor egoísta. Amar la poesía no es sólo -no debe ser- amar la propia, es también esfuerzo por comprender la de los demás. He ahí la primera condición del crítico: no decir cómo le gustaría a él que fuera un libro, sino decir cómo es y por qué. La compenetración no puede ser más sencilla.

En «Confidencia literaria», la conferencia que pronunciara el 11 de abril de 1998 en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, recogida por Sergio Arlandis López en su artículo «Una poética recobrada: La "insistencia" de la escritura en Leopoldo de Luis», comentaba sobre su faceta como crítico:

Me he dedicado también a labores de crítica, pero no me considero un crítico, sino un gustador de poesía, con lo que mis trabajos fueron siempre gustosos y me envolvieron en la pasión de leer e intentar interpretar. Es claro que no fue la crítica la que me llevó al poema, sino a la inversa: me aficioné a tales menesteres de comentarista y glosador de poesía ajena desde mi vocación de poeta.

Pero, al fin y al cabo, al poeta no le queda sino la soledad. No la soledad episódica, anecdótica, sino una soledad esencial que lo obliga a enfrentarse con su propio destino y con la propia conciencia de ser. Al mismo tiempo, conviene relativizar todo lo exterior a uno mismo. Por eso, recibe los honores de los últimos años con alegría, pero con modestia. De todos los premios que había recibido en su juventud, le enorgullecía el Premio Pedro Salinas, otorgado en 1952 por el Ateneo Español de México, el ateneo republicano del exilio. Luego obtuvo numerosos premios en concursos, pero habían sido un modo de completar el presupuesto familiar, un modo de vivir. Muchos de los textos premiados no se publicaron nunca. Si en 1979 había obtenido el Premio Nacional, hasta 1990 no recibe otro reconocimiento de valía, la Medalla de Honor de la Universidad italiana de Turín. Ya en 1999 vienen algunos premios a la totalidad de su obra20. En 2003, la editorial Visor publica su Obra poética. Leopoldo de Luis parece redescubierto. Las publicaciones en colecciones no venales lo habían en gran parte retirado del panorama lector. Inmediatamente se le otorga el Premio Nacional de las Letras Españolas21. Pero lo que posiblemente más lo emocionara fue el que se le nombrase Hijo Predilecto de Andalucía, en 2004. Al recoger esa distinción dijo:

La verdad es que somos nuestro propio paisaje. La tierra que nos vio nacer, en cada uno de nosotros, se yergue en forma humana y somos, de alguna suerte, su trascendente espejo. No soy distinto de la materia de sus montañas y su mar es el que se resume en mis ojos.

Yo soy la Andalucía de la luz y la Andalucía de la sombra. Soy la Andalucía de la risa y soy la Andalucía del llanto.

Escribir poesía es devolver al pueblo lo que el pueblo nos da en el curso de nuestra existencia.

Yo soy la Andalucía del primer cuarto del siglo pasado y soy la Andalucía de hoy.

[...] La literatura acude a trascendentalizar lo cotidiano. La vida diaria adquiere categoría de arte en Platero y yo o el paisaje malagueño se inviste de metáfora en Sombra del paraíso. Pasteles y dulces de mi tierra, saboreados en el Campo de Gibraltar, se encuentran golosamente en las novelas de Don Juan Valera.

[...] Un gran andaluz: Juan Ramón Jiménez, decía, en el más breve pero también uno de los más intensos poemas de la lengua española:

No la toques ya más
que así es la rosa.

Y estos dos versos nos dan una lección estética, sin duda, pero asimismo una norma moral: la acción humana debe aspirar siempre a la perfección.

Leopoldo de Luis en Toledo en 1993. Fotografía: Isabel Ibáñez (Fuente: Leopoldo de Luis, «Será sencillamente», ed. de Jorge Urrutia, Ávila, Ayuntamiento de Ávila, 2003, p. 41).

La acción humana debe aspirar a la perfección. Leopoldo nunca hubiera consentido que se dijese que él la hubiese alcanzado. Pero sí es verdad que aspiraba a ello desde el convencimiento de su imposibilidad. Repetía que el modelo era Sísifo, condenado a subir una enorme piedra a la cima de la montaña pese a su seguridad de que al llegar arriba, la piedra se despeñaría y tendría que volver a empezar. Nunca abandonó la lectura de Camus, aunque en los últimos años no dejara de las manos los libros de Cioran. Un pensamiento existencialista no está reñido con una moral de coraje, decía, pese al desánimo sereno de su última producción poética.

¿Cómo voy a morir si no he vivido?, escribió en uno de los poemas finales. Leopoldo de Luis falleció el 20 de noviembre del año 2005 en una clínica del madrileño bulevar de Juan Bravo, muy cerca del convento-prisión en el que su amigo admirado Miguel Hernández escribiera las Nanas de la cebolla. Había solicitado que sus cenizas se esparcieran en el mismo mar donde había volcado las de su mujer, Maruja. Como él mismo había escrito en un poema: Yo en mi gota de agua me ahogo poco a poco. Era un día frío y el mar estaba tormentoso.

El mar se hizo de pronto cementerio
mudo como la muerte y soledad.

* El presente texto es una revisión de «Introducción» a Leopoldo de Luis, En resumen. Antología poética (1946-2005), Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2007, pp. 9-37.

1. En su biblioteca se conservan algunas publicaciones relacionadas, como el libro de Otto F. Bollnow Filosofía de la existencia (Revista de Occidente, 1954), el de Emmanuel Mounier Introducción a los existencialismos (Revista de Occidente, 1949). De Jean Paul Sartre poseía Les mots. L'existentialisme est un humanisme y las traducciones de la trilogía Los caminos de la libertad y ¿Qué es la literatura? De Albert Camus, La peste y las traducciones de El mito de Sísifo, El hombre rebelde y El extranjero. Además guardaba artículos recortados, sin indicación de la revista a la que pertenecían, como «Del existencialismo cristiano», de mayo de 1949, por Luis Martínez Gómez, S. I., o «El existencialismo», traducción de un ensayo aparecido por primera vez en Temps Modernes, 1, 1945.

2. Alejandro Urrutia publicó varios libros de poesía, como El cantar de los cantares (Murcia, 1908), Un libro (Córdoba, 1910) o Versos (Córdoba, 1915).

3. Cuando en los años cuarenta recupere su vida civil, después de ejercer como vendedor de libros a domicilio, vuelve a trabajar en una empresa de seguros y reaseguros hasta que, poco antes de los sesenta años, es prejubilado. Desde ese momento se dedicó exclusivamente a la literatura.

4. En 1936, con un par de amigos, puse en marcha una revista de poesía. Su título Pregón Literario. Era un cuaderno tan modesto como ingenuo. El pregón, con tantas cosas, se perdió en el viento cruel de la guerra. Hoy la veo como un juego infantil, pero me dejó el regusto por esa clase de publicaciones. Era yo, aunque hoy no lo parezca, un poeta joven. Un alevín de poeta, si se quiere. El poeta joven escribe con fe, el poeta adulto escribe con esperanza. Al poeta viejo sólo le queda la caridad para consigo mismo (Leopoldo de Luis en Revista de creación literaria de las Bibliotecas Públicas Municipales, 7, diciembre 2005, p. 27).

5. Puede leerse junto a otros poemas del autor en Poesía de la guerra civil española. Antología (1936-1939), de Jorge Urrutia, publicado el año 2006. Aparte de los numerosos romances del todavía Leopoldo Urrutia que incorporara Emilio Prados al Romancero general de la guerra de España (Valencia, Ediciones Españolas, 1937), Rafael Alberti incluyó «Socorro Rojo» en su Romancero general de la guerra española (Buenos Aires, Patronato Hispano Argentino de Cultura, 1944). Leopoldo Urrutia publicó también un libro durante la guerra civil, Romances de un combatiente (Gandía, Ediciones Soldado del Pueblo, 1937) y otro en colaboración con Miguel Hernández y Gabriel Baldrich, Versos en la guerra (Alicante, Ediciones Socorro Rojo Internacional, 1938).

6. Véase la edición facsimilar de Garcilaso (Madrid, Visor, 2004), que cuenta con un breve prólogo esclarecedor del propio Leopoldo de Luis. En las solapas de la sobrecubierta se incluye una introducción de Jorge Urrutia. Véase también, de Leopoldo de Luis, «La vuelta de Garcilaso en la poesía de posguerra», en AA. VV., Anuario de las actividades celebradas en Andalucía por la Asociación Andaluza de Profesores de Español Elio Antonio de Nebrija, Sevilla, 1996.

7. Formó parte del Estado Mayor del General Escobar, en el frente de Extremadura.

8. Ceuta, Imprenta África, 1936.

9. La colección publicó a Leopoldo de Luis (Alba del hijo, 1946), Antonio Oliver (Libro de loas, 1947), José Luis Gallego (Noticia de mí, 1947), Carmen Conde (Sea la luz, 1947), Juan Guerrero Zamora (Alma desnuda, 1947), José Romillo (Hijos de los hombres, 1948), Alejandro Busuioceanu (Poemas patéticos, 1948), Ángela Figuera (Soria pura, 1949), Pedro Pérez Clotet (Noche del hombre, 1950), Gerardo Diego (Hasta siempre, 1949), Íñigo Xavier Aranzadi (Mientras despierta la noche, 1950) y Alfonso Pintó (Habitado de sueño, 1950).

10. Miguel Hernández, Obra poética completa, edición en colaboración con Jorge Urrutia, Madrid, Alianza, 1982, 5.ª ed., p. 521.

11. Tomás Navarro Tomás (Métrica española, Madrid, Guadarrama, 1973, p. 474) destaca la particularidad de los poemas en liras de Leopoldo de Luis ya que en el siglo XX no habían sido prácticamente usadas, salvo en algún ejemplo de la generación del 27, como la Fábula de Equis y Zeda, de Gerardo Diego.

12. Formaba parte de una peculiar publicación exquisitamente editada sin coser por Juan Ramón Masoliver y Fernando Gutiérrez, que se titulaba Entregas de Poesía. El número 23 incluía seis colaboraciones amplias (en este caso merece la pena destacar también Fragmentos de un poema a España, de Eugenio de Nora). Creo que dos motivos explican la desaparición de Laurel incluso de los volúmenes de la Obra poética: desde luego que le pareciera al autor un libro primerizo (del mismo modo que prescindió de los Sonetos de Ulises y Calipso), pero no descarto, puesto que le ayudé a preparar las poesías completas, que se olvidase de su existencia, dado que el tamaño de Entregas de Poesía obligó siempre a situarlo en un estante distinto del de sus demás libros.

13. No se publicó hasta 1980 (Madrid, Ayuso), precisamente con prólogo de Leopoldo de Luis. Además de este libro y de Noticia de mí, ya citado, otros libros de José Luis Gallego fueron Cinco poemas (Madrid, Ágora, 1953), Prometeo XX (Barcelona, El Bardo, 1969) y Prometeo XX y Prometeo liberado (Madrid, Orígenes, 1983).

14. Leopoldo hizo dos viajes a París a principios de los años cincuenta (uno de ellos, al menos, junto a Gabriel Celaya) para reunirse con políticos del exilio. De uno de esos viajes trajo la reproducción de Manet. Hacia 1954, ante la permanencia de José Luis Gallego en prisión y tras la muerte de su padre, lo que le dejaba como único hombre adulto de la familia (compuesta por su madre, su hermana, su mujer, su sobrina y su hijo), decidió interrumpir la actividad política directa, ante la petición de su mujer.

15. Leopoldo de Luis nunca quiso publicar íntegros esos libros. Entendía que los libros, como los actos, cargan con su propio avatar histórico y que recogerlos modificados respondería a una impudicia y a la presunción de haber sido tan importante que la sociedad lo consideraba peligroso. De la misma forma, no solía hablar de actividades personales durante la guerra porque, decía, no hubo en ello mérito alguno, sino que fue una cruel experiencia que sufrieron todos los jóvenes de la generación.

16. Uno de los jurados, queriendo congraciarse, le escribió una carta que demostraba que ni siquiera lo había leído, pues pensaba que estaba dedicado a nuestro primer coliseo. Es verdad que la metáfora de la vida como teatro sustenta el libro, pero es el teatro de la realidad, no el madrileño teatro de ópera.

17. Gabriel Celaya, Poesías completas, vol. I, Madrid, Visor, 2001, p. 862.

18. Poesía social española contemporánea. Antología (1939-1968), edición de Fanny Rubio y Jorge Urrutia, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000. La primera edición es de Madrid, Alfaguara, 1965. La segunda de 1968. Hay una tercera, Madrid, Júcar, 1981.

19. El poeta será el llamador, como queda claro en el poema que da título a El viejo llamador (1996).

20. El Premio Internacional Miguel Hernández de la Comunidad de Valencia, el Premio de Valores Humanos León Felipe, el Premio Atlántida del festival poético de Las Palmas, dos años más tarde el Premio de las Letras Teresa de Ávila.

21. En el año 2004 recibe la Medalla de Honor del Círculo de Bellas Artes y la Medalla de Honor de la Universidad Carlos III de Madrid, entre otras distinciones.

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