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Iris M. Zavala

«Autobiografía con olvidos»1

Por Iris Zavala

La función del lenguaje no es informar, sino evocar.

Jacques Lacan

Yo nací un día que... el comienzo vallejiano me lleva al principio, y convertirme en estatua de sal, para remirar el pasado, y darle paso a mis recuerdos, mis nostalgias, mi historia familiar... Salí a la luz del alba en zona tórrida bajo el signo de Capricornio (¿y he de decir, como Ava Gardner, que es el peor de todos?), en un pueblo, una capital en potencia, una urbe calurosa, caliente, con olor a ron, a caña, a templa recién cuajada, a mabí, a ingenio cañero, a baño turco de melaza, a plena -híbrido africano y europeo que nació en Ponce- ciudad de esclavistas, negreros, terratenientes, y mercaderes. Ponce -la de Juan Ponce- con palacios franceses, silenciosos, enormes, con un castillo en la cumbre -el Castillo de Serrallés, feudal ojo que miraba desde lo alto, que dominaba desde lo alto, orillada por un mar embravecido, y golpeada por un sol ardiente; un pueblo de ínfulas, de «aristocracia» silenciosa, racista, que menospreciaba al que vivía del otro lado -una Vetusta soleada y somnífera, que jamás abría las puertas.

Nací -digo- en frontera, sin olvidar que las fronteras no son más que líneas invisibles en los mapas; mi calle, Capitán Correa, dividía la ciudad en dos: los de arriba y los de abajo. De un lado la aristocracia esclavista, del otro la aristocracia de dril; un paisaje desolado de árboles renegridos, de entecas palmas, con su Guernica -la gran ceiba de Ponce. Yo, fronteriza y movible, estuve entre dos mundos -el de mi abuela, Suncha Ferrer y Calvo, doña Suncha- y el mío, de Iris Meaito Zavala. Con mi abuela viví un mundo de entresiglos; ella era decimonónica, vio entrar a los norteamericanos, era estilo modernista; siempre la vi vestida de negros, gris, malva (duelos, lutos por primas, parientes, amigas); pero al llegar la tarde, se emperifollaba la vieja para ir a la novena... ay qué iglesia de comidillas, de encuentros. Nadie salía de la casa -las hermanas mecían y adormecían sus sueños- con versos de Espronceda, Campoamor; yo aprendí mazurcas, valses, minués, mientras afuera -digo, afuera de la casa, también cerrada y silenciosa- mis contemporáneos jugaban en la calle y bailaban, yo qué sé. De noche -y en ese tórrido trópico la noche son las seis de la tarde-, venían las sibilas, todas, con un habano en boca, copitas diminutas de anís, o anís en diminutas copas, y jugaban a la brisca. Emperifollada iba la vieja, y yo, nacida entre la Guerra Civil Española y la II Guerra Mundial, me sentaba en su falda, y mece que mece, mece adormece, dije mis primeros poemas, sin saber escribir ni leer ¡Ay trópico de las Antillas! En mi primera novela -Kiliagonía, que se reedita ahora- cuento esas historias familiares, esos triángulos edípicos, esos sueños sin fin, esos mundos del quiero y no puedo, o del puedo y no quiero.

El calor -sin duda-, ese calor pegajoso de templa recién cuajada, de vahos, me hizo aventurera, y a los cuatro o cinco años, hui de casa, «a ver mundo» -quería ser... loba de mar, pirata, gitana, saltimbanqui- todo menos adocenada madera para ser carcomida por las polillas. ¡Que también la gente tiene polilla en el alma, y hasta en los güesos! No, no pude irme, mi abuela me hizo entrar por el aro y me volvió al hogar. ¡Ay!, el Ponce de castillos en España, el Ponce con su propia «fabla» adornada con catalanismos (venta al detall, pan de Mallorca), el Ponce de esclavistas donde aprendí maravillosos poemas como el siguiente:

Negrito prieto, tizón de brea
cara de jataca
maldito seas
trépate al palo
yumba gandules
y aunque te mates
tú no te apures

que yo -inocente- recitaba de niña.

Mirando las estrellas aprendí el abecedario que me enseñó mi abuela: las estrellas, que quería bajar una por una... inciso para ser pensado: en su falda comencé a comprender también ese jirón de discurso, que a falta de haber podido proferirlo por la garganta, cada uno de nosotros está condenado, para trazar su línea fatal, a hacerse su alfabeto vivo. ¡Silencio!

Los niños hablan cuando las gallinas mean -¿será por eso que me llamaba a mí misma «Iris Meaito»?- Iris Milagros. Aprendí con aquel zahorí andariego y bailarín a mirar, escuchar, ver y oír como formas de inventar, de hacer surgir algo que no estaba allí. Y hablar... sí... pero ¡bien!, como Demóstenes, doña Suncha me hacía poner piedrecitas en la boca para hablar claro, para que la entonación fuera perfecta, para que las erres fueran eles. Sin desperdicio la vieja, en aquel pueblo candente donde no pasaba nada... donde la gente se moría de nada... no, no es cierto; hubo una insurrección nacionalista (del partido nacionalista independen lista de Pedro, corrijo, don Pedro Albizu Campos), que en la historia de nuestras infamias se llama «La masacre de Ponce». No lo olvidé. Lo retomaré luego.

Lista para bailar el «minuet» en la escuela primaria.

Resumo. Silencio y sonido, percepción del sonido sobre el fondo del silencio. También ausencia de palabra; la interrupción del silencio con la palabra. En el Ponce de mi tierna infancia el mundo gravitaba en silencio, y la voz era para mí como una barra de nubes iluminadas en el horizonte; mientras la mirada era aquella persiana entreabierta, el ojo que nos mira, fisgón, voyeur. Lo que quiero recordar es cómo se mira, lo que se mira, cómo se es mirado, y lo que no oímos: aquel grito silencioso que el lienzo de Munch vocaliza. Esa es, para mí, mi niñez en Ponce, y lo que será luego mi escritura, en todas sus modalidades. Ah... y mi padre... sutil figura ausente, que al visitarlo, en su farmacia (soy nieta de médico e hija de farmacéutico), me dejaba ojear, hojear... el Tesoro de la Juventud, colección de varios tomos, hechos en la Argentina, que me apasionaba, sobre todo la sección «El libro de los por qué». Entre cómic y tesoros (thesaurus) pasaba las tardes en la cueva de Alí Baba que era la Farmacia Zavala. ¿Será por eso que en mis múltiples vidas y escrituras he combinado la historia, con la historia social y política, con la historia literaria e intelectual, con la filología, la filosofía, la política, en nudos borromeos y barrocos de plúmbeas erudiciones y carcajadas, siempre en el umbral y los confines?

Es la hora de partir, oh abandonado... de la falda modernista pasé a los brazos art déco de mi madre, María Monserrate Zapata -hecho que me conviene en pre-posmoderna-, un día cualquiera, en que oí por la radio del coche («carro de línea» en vernáculo) que me llevaba del Sur al Norte -San Juan, el de mi viejo San Juan- «Bésame mucho» -combinación de voz y de mirada, que me explica mi pasión por los boleros, arqueología de mi identidad cultural. Ah deslumbrante deleite, un bolero me sirvió de guía para entrar a mi tercera vida, mientras cruzaba el puente del Condado (nuestro malecón). San Juan, la capital... donde hice mis primeras incursiones en la escuela. Ya sabía escribir, leer, soñar, fantasear y recitar poemas; en la Academia Católica (colegio de monjas irlandesas, en un edificio art déco, por cierto), pulí los rudimentos, y por la mano de un Virgilio vestido de tocas monjiles, me adentré ya por la literatura inglesa y norteamericana: Shakespeare, Dickens, Lewis Carroll. Hasta hice de Lady Macbeth en una representación de la escuela, haciendo de Macbeth el que fuera el Adonis de mis años juveniles. Y de memoria... y en las clases de literatura española, recuerdo, entre tantas cosas, la palabra más misteriosa para mí del diccionario: auriga, cochero. Leyendo aprendí que el sentido metafórico todo lo habita; no hay amo en la ciudad del discurso, ni espejismo del yo. Tardaría en comprender que la escritura es hacer surgir algo que no estaba allí, y las tramas simbólicas que desenrolla y enrolla y vuelve a desenrollar configuran destinos que se construyen, azares que evocan objetos nuevos, siempre haciéndose y deshaciéndose y rehaciéndose. Mi madre me regaló -entre tantos objetos y fetiches- un diccionario, y todas las noches aprendíamos nuevas palabras: la A, la B... no sé si llegué a la Z (años tardé en encontrar este mismo dilema en un personaje de Virginia Woolf en Al faro). Ah... pero vino pronto -hacia los 7 u 8 años- lo que fue mi farmakon, mi puñal y la herida: Unamuno, que mi único hermano, mayor que yo, me dio a leer con desgana, cuando yo, con insistencia infantil, le preguntaba: «¿qué es la filosofía?», y él, lector voraz por entonces, me pasaba con perversidad polimorfa, a Schopenhauer, Nietzsche, Kant, Vargas Vila... y la pobre Iris Meaito, los compaginaba con Tarzán, Batman, cuentos de hadas rusos, chinos, alemanes... y un ratoncito de laboratorio que le regaló su monja preferida, devorado pronto por un travieso gato. Y entonces... llegó Niebla a mi vida, y Unamuno y mi pasión insomne hasta el momento. Con él aprendí antes de la pubertad que el centro de gravedad es el fragmento, que trae al centro de la experiencia escritora las relaciones en el sujeto de la palabra y el lenguaje como su fundamento. Y ante todo, fragmento, cruce, trasvase de fronteras, mezcla de géneros, centrarse en el enunciado, renunciar a ser dueña del Lenguaje, ser poseída por él, enfermarse por él. Situarse siempre en la frontera, lo lateral, lo inacabado, lo disperso; ese es el texto moderno, aquel que se aleja de cuantos siguen trabados con lo real inexorable. «Bocea di verità», profunda como una guita, renegrida, ronca de ser hablada y hablante, y encontrar sólo caminos que se polifurcan y se reencuentran, borramiento radical. Alejarse de una literatura mediática que consiste en mantener la ilusión de una transparencia de la lengua; traer la peste, una hybris cuya antífrasis y cuya negrura no apaguen su turbio resplandor Sin apenas entenderlo, aprendí una imborrable lección: que dentro de una comprensión actúan dos conciencias y dos sujetos, lo que vemos son sujetos de los estilos de la lengua, las máscaras del autor y el autor propiamente dicho. Así aprendí a escuchar voces, y que es imposible que un texto lo contenga todo.

He dado un salto mortal, salto que explicará porqué siempre he estado pasando por el filo de la navaja sin cortarme.

¿He de concluir esta parte subrayando que Unamuno ha sido mi maestro, mi guía; que aprendí de memoria a Shakespeare, a Dickens, y cuanto buen o mal poema se me ponía delante? ¿He de concluir que aprendí a gozar del bolero y de la filosofía, a mezclar a Kant con cuentos de hadas y cómics. Buen batiburrillo; pero eso soy. Ahora voy llegando a la pubertad; sigo leyendo -niña entre sola y solitaria, con un diccionario y libros como escudo- que aprende que el mundo gira y gira, y tiene amiguitas, y le gusta el baile, y que fue «pija», y que su madre la consintió, y que su abuela murió y aprendió lo que es el dolor y el duelo. Pero reía... ¿o no? con amiguitas y amiguitos que siguen hoy siendo mis amigos: «Jirafa», «la guitarra», Mickey, Milagros, Papacito... en fin; y días de hacer «brusca» (léase hacer «novillos») para ir a ver al cine de la esquina a Bela Lugosi, Tarzán, Lon Chaney... ¡uy, qué miedo! Mi madre -que era funcionaría de lo que se llamaban «Las Escuelas Libres de Música» me hizo aprender violín, piano no llegué muy lejos, un Chopin facilón y do re mi re mi fa sol... además del solfeo: do mi sol do sol / si fa re sol mi do... pero conocí a la gran familia Figueroa (todos grandes músicos), escuché a grandes pianistas, violinistas, arpistas, ensayar sus piezas. Yo me escondía y escuchaba, y miraba... pero pensaba en las letras.

Un día, por los balcones de la Academia Católica ah... olvidé decir que el colegio esta(ba) y formaba parte de la iglesia de San Francisco, una de las más antiguas de la Isla... porque había hecho una pregunta impertinente en la clase de religión («Padre, padre -tradúzcase, Father father»), eso del libre albedrío y de la salvación, ¿cómo se conjugan? No sé si lo pregunté con esas palabras, pero sí que me obsesionaba lo del libre albedrío, y me echó de clase. Aproveché para estar con mi monja literata, que conmigo, y las dos en aquel balcón art déco vimos pasar un cortejo fúnebre: era Pedro Salinas, a quien se llevaba al cementerio del Viejo San Juan, cerca del Mono y frente al mar su «Contemplado» donde están los «grandes». No sabía quién era, pero lo aprendí poco después, cuando llegué a lo que era mi sueño, mi utopía: la Universidad.

Debo entonces dar ¡gracias a la vida! por una abuela con salsa, por una madre que me abrió los ojos al lenguaje con aquel gran diccionario que yo leía, leía; y con ella jugaba a decir el mayor número de palabras posible que comenzaran con A, o con C... Termina la infancia, ¿o es que alguna vez termina? Mis pilares y mis zapatas están asentados: silencio, mirada, escucha, filosofía, literatura inglesa, literatura española y latinoamericana, y... don Miguel. Y ahora paso a lo nitty gritty.

Era una estudiante aventajadilla -la menor de la clase, pues me saltaron varias veces de grado-, aventajadilla en lo que me gustaba. Traviesa, chistosa -me llamaban «cuellos de goma», porque siempre estaba mirando hacia atrás -sin ira- pues por ser la más pequeña me sentaban siempre en primera fila. Entré al coro y me echaron -por más gorgoritos que hice, nunca lo perdonaré...- me impidieron ser una buena Toña la Negra. Pero el deslumbramiento fue la Universidad -¡qué Universidad de Puerto Rico la mía!- qué lujo, qué privilegio, qué derroche... Juan Ramón Jiménez, Francisco Ayala, Eugenio Granell, Federico de Onís (hablo de grandes maestros, del exilio)... exilio de españoles que coincidió con el de argentinos, norteamericanos que huían del macartismo. ¿Cómo olvidar aquellas clases de Humanidades con Ayala, Risieri Frondizi (gran filósofo argentino), Arozena, o el austríaco Ludwig Schajowicz, o Ferdinandy, o McWilliams (a quien le debo saber de memoria a Thoreau, Emerson, Whitman, leer a Beowulf), o con Bob Lewis conocer los intrincados pasos de Proust, Joyce (aún tengo anotadísimo el Ulises). La literatura comparada, la filosofía -ah... los secretos de la hora pánica-, los cursos de literatura española con don Federico, con Juan Ramón (escuché de estraperlo su famoso curso sobre el modernismo, digo de estraperlo, porque me coló Aurorita de Albornoz...). Ah... y qué belleza: por las tardes -a las cinco, a las cinco en punto de la tarde, a las cinco en punto en todos los relojes... ver pasar del brazo a Juan Ramón y a don Federico... ¡qué hermosura! Y el don Federico del Quijote: hoy... decía con voz baja... hoy vamos a ver el final de Cervantes, el final de don Quijote, el final de todo.... Y yo, en primera fila (palco), lo miraba, lo escuchaba... don Federico (salmantino, alumno de Unamuno), fue el primero en escribir sobre Gabriela Mistral, sobre Neruda... su estudio sobre el modernismo debiera ser un clásico, como el de Juan Ramón (que dije que fueron grandes amigos), y su gran libro España en América (Ed. La Torre, Universidad de Puerto Rico, 1955) -que debiera reeditarse-, donde, entre otras cosas, emplea -por primera vez en el mundo, el concepto de posmodernidad-. ¡Hala, que era mucho intelectual el hermosísimo viejo! Y termino: en Columbia University, donde creó la famosa Casa Hispánica, invitó a García Lorca -que allí escribió, como se sabe, Poeta en Nueva York-. Amigos juveniles -pertenece a esa misma generación- fue un impulsor de «ambos mundos»; yo, personalmente, vi en su casa -con mis ojos llenos de asombro- cartas de Lorca, de Unamuno, y un gran etcétera. En la Universidad de Puerto Rico existe una Sala Federico de Onís, que es un saco sin fondo de material hermosísimo; y termino esta larga curva, fue central en ayudar a exiliados durante la Guerra Civil Española, en contacto con Gabriela Mistral, Alfonso Reyes, y otros tantos amigos de la España republicana, fue figura central. En su archivo en Puerto Rico, el lector podrá encontrar cartas de Salinas, Sánchez Albornoz, Guillén... y paro. Esta sala, y la Juan Ramón/Zenobia en esa universidad antillana, son fuentes castalias para la historia política e intelectual de España. Pues ese fue uno de mis grandes maestros (nos disputábamos su amor Aurora de Albornoz y yo... ¡qué hermosura!). Paro en seco en la curva que me llevó directamente a Salamanca: claro, ¡dónde si no encontrar esa imagen que me obsesionaba desde los 7 años, esa pasión insomne! Y comencé otra vida (y ya van cuatro: he dicho que he sido loba de mar, pirata, gitana, Orlando furioso) -que he vivido muchas en una sola... por eso e! nombre que tenía lo voy perdiendo en el mar.

Pero, la verdad es la verdad... claro que con mentiras (es el juego autobiográfico, nos mentimos... siempre; lo sabían desde San Agustín en línea recta a Freud y Lacan). Luego los bailes juveniles -que fui pija, insisto, y no me arrepiento- con trajes largos, zapatos a lo Marilyn, y danzadora sílfide de boleros, chachachás, mambos, pero no menos de paso dobles... y novillos en la universidad para ir al cine, y allí otros nombres, otros rostros (fue mi vida de Marilyn antillana). Y una Universidad que en aquel momento -y no es exageración caribe- era de las mejores del mundo; o que lo desdigan, o me lo corrobore Ayala, a quien debemos la inspiración de la gran revista La Torre.

Volumen dedicado a la obra de Iris.

Pero siempre es la hora de partir... y volé -literal y metafóricamente, pues hubiera querido ser Mr. Spock para cerrar los ojos y transportarme-, partí para España -¡no, me corrijo!- para Salamanca, a estudiar y respirar y beber los espacios de mi don Miguel. Y llegué, y quedé prendida de los mares de trigo, y de la piedra mollar, y del estilo arquitectónico, y del puente romano, y del toro del Lazarillo, y de la Peña Celestina, y de la casa de Melibea, y de los mapamundi que consultó Cristóbal Colón (aquel que puso un huevo de pie), y de los manuscritos de Teresa, y del Palacio de Anaya, y de las cigüeñas... qué tropel de citas, qué chicana cultural... ¡uf! y viví -es decir, aclaro, mi casa era «la casa de la higuera» y también había flores, el hogar de Unamuno, pues viví en lo que es hoy la Casa Museo de Unamuno con Felisa de Unamuno, y estudié y leí, y leí y estudié... y ¡qué pasada! Estar allí, rodeada de sus libros, sus cosas, sus objetos, escuchar a Felisa en el desayuno, la comida, la cena... allí apuntalé mi biblioteca personal; no estaba en el cielo, pero fue un lugar de delicias. Y ¡qué España! ¡qué Salamanca! -Fernando Lázaro, Alonso Zamora Vicente, Enrique Tierno Galván, Manuel García Díaz... y sigo y sigo y sigo... y Antonio Tovar. Y en fin, mis amigos, compañeros, con quienes leí y leí y mojé y ensucié con café a Salinas -La voz a ti debida-, y se hicieron renegridas las páginas de Neruda, y de Machado... y les corrompí con Gabriela Mistral, Juana de lbarbourou, Alfonsina Storni, Luis Palés Matos, oyeron de mis labios, con entonación antillana, España aparta de mí este cáliz, y... y... y... la mar en coche. Y mis compañeros -en aquella España franquista- me sacaron muchas veces de la sombra y la oscuridad; me abrieron correspondencias que todavía no he agotado. Venían de Andalucía, Ávila, País Vasco, Asturias, muchas y muchos salmantinos... unos me ayudaban con el latín y el griego (¡ay, por Dios, Tántalo se queda chiquito!), y fusioné risas con lamentos, y perplejidades con certezas, e hice tanteos en el canto -digo, me corrijo, canturreé canciones: todo el folclore malo y el bueno: desde Me lo dijeron ayer las lenguas de doble filo... a «Eres alta y delgada...», a coplas andaluzas, a letras medievales, a jotas, a cuplés- todo... todo... y yo que nunca he podido vivir una vida: la de cantante de boleros, encendí el fuego de la variedad cultural en esta Península. ¡Qué pasada! He visto a algún compañero al pasar de los años, una gran amiga, Choni; a otros los he perdido (el tiempo nos hace perder muchas cosas externas, pero las personas quedan grabadas como una imagen de Kodak). Les veo el rostro y hasta escucho sus voces. Y luego gran amistad con Raúl Morodo, Elías Díaz, y todo el tiernismo de la época; y con Lázaro Carreter (que dura hasta el presente)... y yo qué sé... si mi segunda patria es Salamanca, un pasaporte no modifica jamás la índole de un ser humano. He enumerado a algunos de mis Virgilio; soy voz de sus voces, o mis voces tienen mucho de la voz de estos mis amigos, y ese diálogo es una de las claves determinantes de mis escritos, un diálogo profundo y cómplice.

Si estaba ya marcada por el nomadismo desde que me mecía en la falda de mi abuela, leía diccionarios con mi madre -que voy siempre en fuga-, vi insinuado que los libros guían en el arduo camino que fatigaron antiguas caravanas para que una idea o un paño llegara a manos de Rimbaud y le sugiriera «Je suis un autre». Fui -soy- una estudiante contestataria, a veces sagaz, siempre entusiasta, introvertida a veces, otras palabrera; siempre... siempre... con los ojos y oídos abiertos. Y variada -adoro la buena y la mala literatura (y me encanta recitar procacidades)-, puedo bailar lo mismo boleros, que tangos, que a Bach... y los escucho todos con pasión. Eso me aleja, creo, de la triste condición de los muertos; lo multiforme, lo fresco me remueven la sensibilidad y la pasión, ardiente y barroca, nómada y rizomática. Quiero que el viento mueva las hojas de los árboles que trae al centro de la experiencia escritora las relaciones en el sujeto de la palabra y el lenguaje como su fundamento. Bis... bis... bis... Lo que hay que tener en cuenta es cómo se mira, lo que se mira, cómo se es mirado, y lo que no oímos; aquel grito silencioso que el lienzo de Munch vocaliza. Esa es, para mí, la escritura, en todas sus modalidades.

Ya he dado paso a muchos cachivaches, muchos nombres, muchos amores (soy promiscua con mis amores literarios e intelectuales), en las vidas que he vivido. Pasemos a mi biblioteca personal: Unamuno... mi taro, norte, guía -¡tan mal leído todavía!, y es un iluminado, y dialógico que escribió para el futuro-. Valle-Inclán (el gran deconstructor de simulacros, avant la lettre, que no ceso de leer), Góngora, Sor Juana, Quevedo (pese, pese a todo...), Cervantes (y no cargar el peso de lo canonizado), y Shakespeare (que aún me sé de memoria); me reconcilio cada vez más -y lo leo con mayor riqueza- con Borges. Siento el resplandor de los que me han guiado: Vallejo, Neruda, sigo fascinada con Proust, Joyce, Christa Wolf, Kafka, Stendhal, Flaubert, Dostojevskij (a quien quise imitar cuando rompí aguas en la escritura), Luis Palés Matos, Julia de Burgos (dos grandes antillanos), Martí, Darío (que emprendió la más grande aventura de las letras hispánicas), Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé (¡ay, el libro único!), y Verlainepauvre!), y Platón, y Juan Ramón (Espacio es un gran poema filosófico; todavía mal leído -¿te acuerdas Aurorita, ahora que estás tan dormida que ya no te despiertas?), y Salinas (don Pedro), y Aristóteles, y Eurípides, y Sófocles, y Propercio, y Marguerite Yourcenar... cada lenguaje es una tradición, y cada palabra en ellos un símbolo compartido. Es baladí no seguirlos... y la Biblia, y San Agustín, y San Juan, y Teresa, y Heráclito (los presocráticos me enloquecen), y Kierkegaard, y Schopenhauer, y Hegel, y Leibniz, y Spinoza, y Walter Benjamín, y Marx, y Bajtín, y Lacan... (la Summa Teológica aún me hace guiños). Por este camino intrincado, de precipicios, de callejones sin salida, de autopistas y curvas, he representado mi drama, mi comedia, y hasta mi tragedia. Pero veo -siento- que no importa leer, sino releer. Y releo. Soy prisionera de los libros, y estoy cautivada por mis lecturas; así me siento como intrusa en ese caos. Podría seguir: Cortázar, Lezama, Víctor Hugo, Dante, Petrarca, Leopardi (sus prosas son un prodigio), Yeats, Ezra Pound, del Chin Ping Mei (obra maestra china), del Popol Vuh, de Foucault, Derrida... como la ficción está llena de sueños que encierran otros sueños, me encantan los terroristas, como Braudel, o Ginsberg, o Valéry, o Freud, o Franz Fanon, o Naipaul, o Eliot... y mi patito feo (que aquí no dejaron tornar en cisne), que se llama Alejandro Sawa. Todos, creo, pudieron haber sido el otro, en postergación indefinida y casi infinita. Son los atormentados de su siglo -de nuestro siglo- los extraños, los que transforman la agonía en fábulas; son los de los mensajes apócrifos, en el sentido inicial de oculto. Me producen temor y temblor todos esos sueños, cuidadosamente soñados, y asumen el rostro y la voz de amigos, que me despiertan de las pesadillas de la realidad. Todos tienen su agalma. ¿Ha de sorprender que mis textos estén llenos de voces y que creo que es imposible que lo contengan todo?; son modernos. Aquí es necesario hacer un alto. Lo que significa que entiendo el texto como un proceso dialógico y sintomático, como una mezcla heteróclita, repleta de materiales y registros disímiles, de desplazamientos ideológicos, sin que vaya en detrimento del valor estético, palabra paradójica e inconsistente si las hay; eso permite los desplazamientos, despierta lo heterogéneo, Lo fragmentario, lo híbrido, el cruce de fronteras, la volatilización de géneros, la heteroglosia, la poliglosia, la palabra referida, los juegos de lenguaje que se mezclan en contradicciones. Y no prosigo para no repetirme... que cuanto les cuento es una chicana infinita; y que mi único tema -soy mono-tona- es el amor, que no cesa de escribirse.

Y he andado muchos caminos... y recorrido muchas veredas, y remolinos, y nieves, y fríos, y calores, y esferas... de la nada al na-cer, al ser, de Ponce a San Juan, de San Juan a Salamanca, de Salamanca al mundo: he hablado, reído, imaginado en universidades en Italia, Francia, Polonia, Alemania, Estados Unidos, Cuba, Argentina, México (¡ay mi Antonio Alatorre, mi Antoñito el Camborio, que me enseñó lo que era un anacoluto!). Alto en el camino: México para mí es muchos nombres, pero brilla como una luz el de José Gaos, amigo, maestro amado, a quien le he oído desolados lamentos. Y Estados Unidos -que también tiene nombres y apellidos: Vicente Lloréns, Raimundo Lida, Ana María Barrenechea... fueron escudos, linternas, luciérnagas, que me enseñaron a pensar en el canibalismo, a sospechar de él, y con reflexión serena, me llevaron por los caminos difíciles de la simplicidad de la forma. Todos ellos me sobrevivirán. Pero andariega -con mi norte claro-, he ido creciendo con los temas de siempre, junto a las referencias culturales y a mis obsesiones constantes. Todos estos viajes de aprendizaje -que me han hecho siempre otra-, junto a las referencias culturales, me han afirmado en la convicción de que no hay una sola palabra ni una sola alusión que no sea compleja. Ese es el mayor atributo de lo que llamamos mundo. Esta loba de mar, esta Ulises caribe, aprendió que lo que opinamos es efímero, y que amas muchas cosas y personas, y todas te aportan algo -no-todo. Y como cada lenguaje es una tradición, de Europa existe para mí ese nombre mágico -lleno de reminiscencias y citas- que es España (¿debo decir que la conozco palmo a palmo?... sobra). Llego a Ítaca -¿llego?-; en la lectura de bouestrophedon que les ofrezco (aclaro, lectura de derecha a izquierda un renglón, de izquierda a derecha el siguiente), que según mi hábito tiene siempre rasgos autobiográficos, falta un hito (¡ni lo preguntes lector, las lagunas son como el Titicaca, ¿o crees que se dice todo? No se puede...): el interrogante de dejar a Nueva York (¡ay mi bailarín y bailado Rafuchi Rodríguez añorado!), y aceptar la tentación de responder a un llamado de irme a Holanda, y me creí el cuento del gallo pelón...

Y termino este monedero falso que es contarse... soy (si es que se es, creo que se está...) mujer, de un país colonial, marxista (nunca lo he llevado ni siquiera como herejía, pues toda herejía termina en religión), y feminista, pero no ortodoxa, ni fundamentalista, ni milito con un dogma... el feminismo es plural, y es para mí como el desvelar del ciframiento del síntoma social. Como el gigante Anteo, que para sacar fuerzas tenía que tocar tierra, el feminismo que me atrae destapona lo que los discursos de la filosofía, de la política, lo que llamaremos -siguiendo a Lacan- el «discurso», el lazo social. Y algo más: está la marca de las experiencias que tienen un papel colectivizador (corno nos recordó hace poco Colette Soler). Y añado otro plus: que la femineidad no es sólo una, estas diferencias permiten elaborar una ética. Para mí seguir ese sentido en fuga que son los feminismos significa una lección, que quiero compartir con los lectores: denuncia la universalidad neutral como falsa. Contradice la universalidad concreta existente y nos conduce a entender la cultura como el espacio de movimientos simbólicos de los grupos, donde no deja nunca de establecerse una relación agonista y antagonista. Pero desenrollemos la madeja.

Es imprescindible interpretar el feminismo desde sus propias miras, que se notará que son culturales e institucionales, y lo repito a viva voz, no es una empresa apartheid, sino como objeto de reflexión colectiva. Desmontar las obsesiones colectivas forma parte de la reconquista de la ética -aquello que ya Freud denominaba el punto más vulnerable de toda cultura-, y nos permitirá a todos -hombres y mujeres-, reflexionar sobre nuestros hábitos mentales y formas de comportamiento. Y ya aludo directamente a la palabra escrita, no se debe olvidar que la forma de conocimiento de la literatura es distinta de la deducción pragmática. He escrito -y no ceso de escribir- que la teorización lateral que supone el feminismo (o los feminismos), ha sido generalmente malentendida, cuando en realidad supone un intento de recuperar la forma textual como acto social, histórico e ideológico; de recuperar las antiguas luchas, las incompatibilidades históricas, las antinomias, paradojas, los síntomas, las fisuras. Hemos propuesto operar en los límites -que diría Bajtín-, en el adentro y el afuera de los textos. Otro alto en el camino. Hoy -que tanto ha cambiado para mí-, añadiría que la lectura dialógica ha de apoyarse en una lectura sintomática. Si como antes he escrito, el lacanismo supone una gran revolución en y para la teoría, hemos de replantearnos el concepto de no-todo, arma implacable de la actividad crítica. Que no es poca cosa; el camino es arduo, y siempre termina en laberinto. Pero si seguimos a Bajtín con instrumentos lacanianos, con un trasfondo y lleno de ecos y voces marxistas, se hace imprescindible estrechar el lazo entre el acto de la escritura y la responsabilidad ética. Pero tampoco dejo pasar que una lectura dialógica -tal y como yo al menos la propongo- debiera incluir y pensar en las clases sociales, en la lucha de clases; en todas esas mujeres de todos los mundos que coexisten en esta supuesta «aldea global», cuyas reivindicaciones son sociales, económicas y culturales, para no dejar atrapado al feminismo en «las ideas estereotipadas» de aquello que se llamó la «burguesía». El reto está en unir teoría y praxis, gran lección y legado de Carlos Marx. Y -quiero añadir- de todas esas mujeres que desde que el mundo es mundo han luchado por un espacio, por respirar... sólo quiero recordar a algunas de las proezas de mi abecedario: Flora Tristón, Louise Michel, Rosa de Luxemburgo; pero no menos Rigoberta Menchú, las Madres de la Plaza de Mayo... ¿es necesario proseguir?

El feminismo no ha muerto, porque sólo muere lo finalizado, lo acabado, lo inerme, y no ha ofrecido su «última sonrisa», como aquella Beatriz, que le sugiere a Dante la «trágica sustancia» del honor.

Coda

He revisado mis posiciones de sujeto, siempre cambiantes, pero sin hablar del cuerpo: he repasado mi historia familiar, mis mitos de origen, mis pasiones nocturnas, mis amores insomnes, lo que me mueve y conmueve... mi marxismo, mi anticolonialismo, mi feminismo. Todo un andamiaje con mirada de sesgo, en una anticrítica (y adopto el término reacentuándolo de Lacan que alude a la antifilosofía): es decir, convocar la filosofía y otras disciplinas para constituirla como límite a atravesar. Mi maestro Unamuno lo llama paradoja. Ese permanente deslizamiento que busco, intenta justamente, llegar a la materialidad de la cultura, construida por paradojas y equívocos, frente a un unidimensional efecto imaginario de sentido. Y con trabajo, he ido construyendo mi escritura, mi crítica-ficción a pesar de lo difícil de esta toma de posición subjetiva. Contra este fondo se pueden entender mis incursiones en la cultura popular, que tanto me ha enseñado sobre lo retroactivo de la interpretación, sobre el futuro anterior, sobre mi educación sexual y sentimental. Puedo ser jazzy, pero no mediática, intento bailar con el lenguaje, seducirlo, enamorarlo; y sé que no es un animal doméstico, sino un calibán que me atrapa en sus redes.

Eso... y que ahora vivo un mundo que no sé habitar. Por suerte, conversaciones esporádicas, pequeñas frases aquí y allá me incitan a escribir, y tal vez, pienso, que puedo ganar en profundidad en la medida en que voy cortando los vínculos laterales. Cuando vuelvo a mi país, vuelvo a serme reconocen, me incorporan. Incluso en la violencia del rechazo, porque con mi nomadismo he ido olvidando que aquello, de donde vine, puede ser más violento, pero por paradoja, más tolerante. Mi gran amiga nicaragüense, Ileana Rodríguez, me escribe que estoy demasiado acostumbrada al desarrollo, al esnobismo europeo, y que me moriría entre «salvajes». Pero salvajes somos todos... bárbaros dijo Lyotard; pero todos somos «salvajes», solo el lenguaje -ese farmacón, esa agencia paradójica, doma la fiera que llevamos dentro. «No despertéis los lebreles de la jauría maldita», escribió Rosalía, que supo muy bien -como yo- lo que es angustia. Pero mi visión de mi lugar de nacimiento -esa pequeña isla azotada por el huracán de los colonialismos- es poética... soy una extasiada lcaro, amante de surcar los cielos buscando el mar y el sol. Volar es una especie de respuesta a un dolor impreciso y vago, que remedía las heridas.

Y está mi hogar -la escritura-, allí estoy cómodamente insegura. Con tantas revoluciones copernicanas que me han herido, ya he aceptado que nada en el mundo está hecho para que los seres humanos seamos felices; aquella bella frase de Albert Camus siempre me ha acompañado: los hombres mueren y no son felices. Y está, claro, el cuerpo -mi cuerpo- ese cuerpo de mujer «altas colinas» que pertenece más al azar que a la historia. En realidad, soy una escribiente de viajes, viajes al revés, desde mi rincón recoleto, solar desolador, donde ruina tras ruina cuento mi historia. Comprendo entonces que mi destino es ser mera escribana de la letra. Allí toda hipótesis tiene siempre la consistencia de un sueño. Allí busco vidas más grandes que la vida, paisajes nuevos y descomunales. Y vuelvo una y otra vez a comenzar mi comedia de errores.

1. Publicado en Boletín de la Unidad de Estudios Biográficos, n.º 5, 2001, pp. 101-109.

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